El muro - Marlen Haushofer - E-Book

El muro E-Book

Marlen Haushofer

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Beschreibung

Un clásico moderno una narradora fundamental. «Doris Lessing dijo una vez que solo una mujer podría haber escrito esta novela y es cierto: no conozco un estudio más profundo sobre la claustrofobia y la liberación, y de una independencia cuya severidad es a la vez extática y fatal. Ya he leído El muro tres veces y no estoy ni cerca de agotarla».Nicole Krauss Una mujer acepta una invitación para acudir a la cabaña de caza de unos amigos. Tras su llegada, la pareja anfitriona se acerca al pueblo vecino y no regresa. Angustiada, la mujer sale en su busca y, antes de llegar al pueblo, encuentra un muro invisible e insalvable, detrás del cual parece reinar una rigidez cadavérica. Aislada del mundo y rodeada de animales, la mujer se prepara para sobrevivir. De este modo, tendrá que replantearse su relación con la naturaleza y consigo misma, y reflexionar sobre el sentido de la vida y del amor. La novela, de una gran sencillez y, al mismo tiempo, de una enorme densidad poética, se ha convertido en predecesora de la llamada «ecoliteratura» y ha sido reivindicada por figuras tan destacadas como las premio nobel Elfriede Jelinek y Doris Lessing. «Una escritora extraordinariamente interesante, siempre infravalorada».Elfriede Jelinek, premio nobel de literatura «No es frecuente que se pueda decir que solo una mujer podría haber escrito este libro, pero las mujeres en particular entenderán la amorosa devoción de la heroína por los detalles al vivir y al mantener la vida, cada día sentida como una victoria contra todo lo que quisiera socavar y destruir».Doris Lessing, premio nobel de literatura «Una novela que aborda nuestras razones para vivir, la autosuficiencia, la soledad, los hombres, las mujeres, la guerra y el amor, el problema de otras mentes. No entiendo por qué este libro no se considera uno de los más importantes del siglo XX».Sheila Heti

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Seitenzahl: 388

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Edición en formato digital: mayo de 2025

Título original: Die Wand

En cubierta: © linephoto / iStock / Getty Images

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© Ullstein Buchverlage GmbH, Berlín

Publicado originalmente en 1968 por Claassen Verlag

© De la traducción, Genoveva Dieterich

© Ediciones Siruela, S. A., 2025

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

ISBN: 9789-13-87688-08-0

Conversión a formato digital: María Belloso

9791387688080

 

Hoy, 5 de noviembre, comienzo mi informe. Relataré todo con la mayor exactitud posible. Aunque ni siquiera sé si hoy es verdaderamente el 5 de noviembre. Durante el invierno pasado perdí unos cuantos días. Tampoco puedo precisar el día de la semana. Pero no creo que sea demasiado importante. Tengo que basarme en notas escuetas, escuetas porque nunca pensé en escribir este relato y me temo que en mis recuerdos las cosas serán diferentes a como yo las viví.

Este defecto es, sin duda, característico de todos los relatos. No escribo por placer; sencillamente he de escribir si no quiero perder la razón. No hay nadie que piense o decida por mí. Estoy sola por completo y tengo que intentar sobrevivir a los largos y oscuros meses del invierno. No cuento con que estas notas sean encontradas alguna vez. En este momento no sé siquiera si lo deseo. Quizá lo sepa cuando las haya terminado.

Me he propuesto esta tarea para que me libre de mirar fijamente la oscuridad y tener miedo. Porque tengo miedo. Me acecha desde todos los lados, y no quiero esperar a que me alcance y me domine. Escribiré hasta que oscurezca, y este trabajo nuevo y desacostumbrado cansará y vaciará mi cabeza y me adormilará. La mañana no me da miedo, pero temo los atardeceres largos y crepusculares.

Ignoro qué hora será. Quizá las tres de la tarde, más o menos. He perdido mi reloj, aunque hacía tiempo que había dejado de serme útil. Era un diminuto reloj de pulsera de oro, en el fondo, un juguete caro, que nunca indicaba la hora con exactitud. Poseo un bolígrafo y tres lápices. El bolígrafo está casi seco y no me gusta escribir con lápiz. Las letras no se destacan bien sobre el papel. Los tenues rasgos grises se difuminan sobre el fondo amarillento. Pero no tengo otra opción. Escribo sobre el reverso de viejos calendarios y sobre papel de oficina amarilleado. El papel de cartas pertenece a Hugo Rüttlinger, un gran coleccionista y un hipocondriaco.

Este relato debería empezar con Hugo, pues sin su afán coleccionista y su hipocondría yo no estaría hoy aquí (probablemente estaría ya muerta). Hugo era el marido de mi prima Luise y un tipo bastante rico. Su fortuna provenía de una fábrica de calderas, calderas muy especiales que solo fabricaba Hugo. Desgraciadamente, he olvidado en qué consistía la originalidad de estas calderas, aunque me lo explicaron más de una vez. Poco importa. Hugo, en cualquier caso, era tan rico que tenía que concederse algún capricho extravagante. Un cazadero. También hubiera podido comprarse caballos de carreras o un yate. Pero Hugo temía a los caballos y se mareaba en cuanto pisaba un barco.

El cazadero lo mantenía únicamente por razones de prestigio. Su puntería era mala y le repugnaba matar corzos inocentes. Solía invitar a sus socios, y estos cazaban, con la ayuda de Luise y el cazador, las piezas que le correspondían. Mientras tanto, él dormitaba al sol delante del chalet de caza, tumbado en una hamaca y con las manos cruzadas sobre la tripa. Estaba tan agobiado y cansado que se le cerraban los ojos en cuanto se sentaba en un sillón. Era un hombre descomunal y gordo, perseguido por oscuros terrores y acuciado por todas partes.

Yo le tenía cariño y compartía su afición al bosque y a unos días tranquilos en el chalet. A Hugo no le molestaba que yo trajinara cerca del sillón en el que dormía. Yo daba pequeños paseos y disfrutaba del silencio después de la agitación de la ciudad.

Luise era una cazadora apasionada, una mujer de aspecto saludable, pelirroja, que coqueteaba con todo hombre que se le cruzara por el camino. Como odiaba las tareas domésticas, estaba encantada de que yo me ocupara un poco de Hugo, le hiciera cacao y le mezclara sus innumerables pócimas. Hugo se interesaba de una manera enfermiza por su salud, algo que entonces me desconcertaba, ya que su vida era una carrera desenfrenada, y su único placer, una siestecita al sol. Era muy sensible y, aparte de su energía para los negocios, que debo dar por sentada, temeroso como un niño. Sentía devoción por el orden y la perfección y solía viajar con dos cepillos de dientes. Poseía varios ejemplares de cada objeto de uso, lo que parecía transmitirle cierta seguridad. Por lo demás, era bastante culto, discreto y un pésimo jugador de cartas.

No recuerdo haber mantenido con él una conversación de alguna importancia. A veces hacía pequeñas incursiones en esa dirección, pero siempre se retiraba prematuramente, quizá por timidez o, sencillamente, porque le costaba demasiado esfuerzo. En cualquier caso, a mí me parecía bien (solo nos hubiera creado malestar).

Por aquel entonces se hablaba mucho de la guerra nuclear y de sus consecuencias, lo que indujo a Hugo a almacenar víveres y otras cosas de primera necesidad en el chalet. Luise, que consideraba carente de sentido su empeño, opinaba enfadada que nos atraería a los ladrones si alguien se enteraba. Seguramente tenía razón, pero este tipo de confrontaciones podía provocar la tozudez intratable de Hugo. Le daban calambres y taquicardia hasta que Luise cedía. En el fondo, a ella le daba completamente igual.

El 30 de abril los Rüttlinger me invitaron a ir con ellos al chalet de caza. Yo entonces llevaba dos años viuda, mis dos hijas eran casi adultas y disponía a mi gusto de mi tiempo. En realidad, hacía poco uso de mi libertad. Siempre fui persona sedentaria y donde mejor me sentía era en casa. Raras veces, sin embargo, rechazaba las invitaciones de Luise. Amaba el chalet y el bosque y soportaba a gusto el viaje de tres horas en automóvil. También aquel 30 de abril acepté la invitación. Íbamos a pasar allí tres días sin otros invitados.

El chalet de caza es en realidad una cabaña de madera de dos pisos, construida con troncos macizos, que aún hoy está bien conservada. En la planta baja se encuentran la gran cocina-cuarto de estar al estilo campesino, un dormitorio y un cuartito. En el primer piso, rodeado de un balcón de madera, hay tres habitaciones para los invitados. En una de ellas, la más pequeña, estaba yo instalada. A unos cincuenta pasos de la casa, en una ladera que desciende sobre un arroyo, se halla una pequeña cabaña para el cazador y, junto a ella, en la misma carretera, está el garaje de tablas que hizo construir Hugo.

Viajamos, pues, tres horas en automóvil y paramos en el pueblo para recoger al perro de Hugo en casa del cazador. El perro, un sabueso bávaro, se llamaba Lince y, aunque era propiedad de Hugo, se había criado con el cazador, que también se había encargado de adiestrarlo. A pesar de ello, el cazador había conseguido que el perro reconociera a Hugo como su amo. A Luise, por el contrario, la ignoraba, no la obedecía y la rehuía. A mí me trataba con amable indiferencia, aunque le gustaba estar cerca de mí. Era un animal magnífico, con pelo oscuro, de un castaño rojizo, un excelente cazador. Nos entretuvimos charlando con el cazador, y se decidió que la tarde siguiente él iría a cazar con Luise. Ella tenía la intención de cazar un corzo, cuya veda terminaba precisamente el 1 de mayo. La conversación se alargaba, como suele suceder en el campo, y hasta Luise, que no solía tener mucha comprensión, frenaba su impaciencia para no indisponer al cazador, cuyos servicios iba a necesitar.

Llegamos al chalet hacia las tres. Hugo se dedicó inmediatamente a transportar las vituallas del coche a la despensa, junto a la cocina. Yo preparé café en el infiernillo de alcohol, y después de la merienda, cuando Hugo ya daba cabezadas, Luise le pidió que la acompañara de nuevo al pueblo. Era pura maldad por su parte, pero lo planteó con mucha habilidad, aduciendo que el ejercicio era fundamental para la salud de Hugo. Hacia las cuatro y media lo había convencido y emprendió la marcha con él, encantada de la vida. Yo sabía que acabarían en la posada del pueblo. A Luise le gustaba tratar con los leñadores y los jóvenes campesinos, y nunca se le pasó por la cabeza que los avispados muchachos se reían de ella a escondidas.

Recogí la mesa y colgué mi ropa en el armario. Cuando terminé, me senté en el banco de la puerta, al sol. Era un día radiante y cálido. Según el parte meteorológico el tiempo se anunciaba bueno. El sol ya caía oblicuo sobre los abetos y pronto se pondría. El chalet se halla en una pequeña hondonada al final de un desfiladero, rodeado de imponentes montañas.

Estaba sentada recibiendo en la cara los últimos rayos de sol cuando vi volver a Lince. Probablemente había desobedecido a Luise, y esta lo había mandado a casa castigado. Vino a mí, me miró preocupado y apoyó su cabeza en mi rodilla. Así permanecimos un rato. Yo lo acariciaba y le decía buenas palabras, convencida de que Luise lo trataba de manera completamente equivocada.

Cuando el sol desapareció tras los abetos, refrescó y el claro del bosque se llenó de sombras azuladas. Entré en casa con Lince, encendí el fogón grande y comencé a preparar una especie de arroz con carne. No estaba obligada a hacerlo, pero yo misma tenía apetito y, además, sabía que Hugo prefería una verdadera cena caliente.

A las siete mis anfitriones aún no habían regresado. En el fondo era improbable; yo contaba con que no aparecieran antes de las ocho y media. Di, pues, de comer al perro, comí un poco de arroz con carne y me puse a leer a la luz de la lámpara de petróleo los periódicos que había traído Hugo. En el calor y el silencio me invadió el sueño. Lince se había retirado al rincón de la estufa y resoplaba suavemente, satisfecho. Hacia las nueve decidí irme a la cama. Cerré la puerta y me llevé la llave a mi cuarto. Estaba tan cansada que me dormí enseguida, a pesar del edredón húmedo y frío.

El sol sobre mi cara me despertó y me recordó la tarde anterior. Como solo disponíamos de una llave del chalet —la otra estaba en casa del cazador—, Luise y Hugo tenían que haberme despertado al volver a casa. En bata bajé corriendo la escalera y abrí la puerta. Lince me saludó impaciente y salió disparado al exterior. Entré en el dormitorio, segura de no encontrar a nadie allí, pues la ventana estaba enrejada y, aunque no lo hubiera estado, Hugo nunca habría cabido por ella. Las camas estaban naturalmente sin tocar.

Eran las ocho. Sin duda Hugo y Luise se habían quedado en el pueblo. Me sorprendió bastante. Hugo odiaba las camas excesivamente cortas de la posada; además, no habría sido tan descortés como para dejarme pasar sola la noche en el chalet. No me explicaba lo sucedido. Volví a mi cuarto para vestirme. Aún hacía fresco, y el rocío brillaba sobre la carrocería del Mercedes negro de Hugo. Hice té y me calenté un poco; luego me puse en camino hacia el pueblo acompañada de Lince.

Apenas noté el frío y la humedad del desfiladero porque iba dándole vueltas a lo que podría haberles sucedido a los Rüttlinger. Quizá Hugo había sufrido un ataque al corazón. Como a menudo sucede con los hipocondriacos, nunca nos habíamos tomado en serio sus achaques. Apreté el paso y ordené a Lince que fuera por delante. Ladrando alegremente salió corriendo. No había pensado en ponerme los zapatos de montaña y lo seguí dando traspiés entre las piedras puntiagudas.

Cuando por fin llegué a la desembocadura del desfiladero oí a Lince aullar lastimeramente, como asustado. Rodeé un montón de leña que me cerraba la vista y allí estaba Lince quejándose. De su hocico goteaba saliva rojiza. Me incliné hacia él para acariciarlo. Tembloroso y lloriqueando se apretó contra mí. Seguramente se había mordido la lengua o golpeado un diente. Lo animé a seguir caminando conmigo, pero, con el rabo entre las piernas, Lince me cerró el paso y me empujó hacia atrás con su cuerpo.

Yo no comprendía lo que le asustaba tanto. La carretera salía en este lugar del desfiladero y, en la medida en que yo la abarcaba con la vista, se extendía desierta y pacífica bajo el sol matutino. Impaciente, aparté a un lado al perro y seguí adelante sola. Por fortuna iba despacio gracias a la interferencia del perro, porque a los pocos pasos choqué con la frente contra un obstáculo y retrocedí unos pasos tambaleándome.

Lince comenzó de nuevo a quejarse y a pegarse a mis piernas. Aturdida, extendí la mano y toqué algo liso y frío: una resistencia lisa y fría allí donde solo podía haber aire. Lo intenté otra vez con aprensión y de nuevo mi mano se posó sobre algo parecido al cristal de una ventana. Entonces oí unos latidos fuertes y me volví antes de comprender que se trataba de mi propio corazón, que latía estrepitosamente en mis oídos. Mi corazón había sentido temor antes de que yo lo tuviera.

Me senté en un tronco de árbol al borde de la carretera e intenté analizar la situación. No lo conseguí. Era como si todas las ideas me hubieran abandonado de golpe. Lince se acercó cabizbajo y su saliva ensangrentada cayó sobre mi abrigo. Lo acaricié hasta que se tranquilizó. Y luego los dos miramos hacia la carretera, que brillaba tranquilamente bajo la luz de la mañana.

Me levanté hasta tres veces para cerciorarme de que aquí, a tres metros de distancia, se alzaba un obstáculo liso y frío que me impedía continuar mi camino. Pensé en una confusión de los sentidos, pero sabía que, naturalmente, no se trataba de eso. Me habría sido más fácil aceptar un estado de locura que aquella terrible barrera invisible. Pero ahí tenía a Lince, con su hocico ensangrentado, y ahí estaba el chichón en mi frente, que ya empezaba a dolerme.

No sé cuánto tiempo pasé sentada en aquel tronco, pero recuerdo que mis pensamientos giraban en torno a cosas sin importancia, como si no quisieran, por nada en el mundo, concentrarse en la inconcebible experiencia.

El sol había ascendido y me calentaba la espalda. Lince se lamía y relamía, pero dejó de sangrar. No se había hecho mucho daño. Comprendí que debía hacer algo y ordené a Lince que se quedara sentado. Con cuidado y con las manos extendidas, me acerqué al obstáculo invisible, y tanteando seguí su curso hasta llegar a las últimas rocas del desfiladero. Ya en el otro lado de la carretera, proseguí hasta el arroyo y allí vi que el agua estaba remansada y se salía de su cauce. Sin embargo, llevaba poco caudal. El mes de abril había sido seco, y el deshielo ya había pasado. Al otro lado del muro —me he acostumbrado a llamar al obstáculo así, pues algún nombre tengo que darle, ya que está ahí— el cauce del arroyo estaba casi seco durante un trecho, y luego el agua volvía a correr en un hilillo. Sin duda, se había abierto camino a través de la piedra calcárea permeable. El muro, por lo tanto, no se adentraba en profundidad en la tierra. Sentí un ligero alivio. No quise cruzar el arroyo remansado. No era probable que el muro terminara abruptamente en la otra orilla porque, de ser así, Hugo y Luise no habrían tenido dificultad en regresar.

De pronto me llamó la atención lo que en el subconsciente me venía angustiando desde hacía un rato: que la carretera estaba completamente desierta. Alguien tenía que haber dado la alarma. Lo natural hubiera sido que las gentes del pueblo se agolparan curiosas delante del muro. E incluso, si nadie lo había descubierto, Hugo y Luise se tenían que haber chocado con él. Que no se vislumbrara ni un solo ser humano me pareció más inexplicable que el muro mismo.

Bajo la luz radiante del sol me estremecí. La primera granja pequeña, en realidad una simple alquería, quedaba tras la primera curva. Si cruzaba el arroyo y ascendía un trecho por el prado, la vería enseguida. Volví donde estaba Lince y le dije algunas palabras tranquilizadoras. En realidad, se estaba comportando con sensatez; yo era la que necesitaba que la reconfortaran. Pensé, de pronto, que era un gran consuelo tener a mi lado a Lince. Me quité los zapatos y las medias y crucé el arroyo. Al otro lado el muro continuaba al pie del prado. Por fin divisé la alquería. Al sol y en calma, era una imagen pacífica y familiar. Un hombre se inclinaba sobre la fuente con la mano inmóvil a medio camino entre el chorro de agua y su rostro. Era un anciano muy pulcro. Los tirantes le colgaban como serpientes a lo largo del cuerpo y llevaba las mangas de la camisa remangadas. Pero su mano nunca llegaba a su cara. No se movía en absoluto.

Cerré los ojos y miré de nuevo. El pulcro anciano seguía sin moverse. Ahora descubrí que se apoyaba con las rodillas y la mano izquierda en el borde de la pila de piedra y que quizá no se caía por eso. Junto a la casa había un jardincillo en el que crecían hierbas de cocina entre rosas de Pentecostés y amapolas. También había un arbusto de lilas un poco escuálido y desordenado que ya había florecido. El mes de abril había sido casi veraniego, incluso aquí en la montaña. En la ciudad las rosas de Pentecostés también habían florecido. Por la chimenea no salía humo.

Golpeé con el puño el muro. Me dolió un poco, pero no sucedió nada. Y de repente ya no tenía ganas de romper el muro que me separaba de lo incomprensible que le había sucedido al viejo de la fuente. Me alejé con precaución, crucé el arroyo y volví junto a Lince, que olisqueaba algo y se había olvidado del susto. Era un pájaro, un trepador azul. Su cabecita estaba destrozada y su pecho cubierto de sangre. Era uno de los numerosos pájaros pequeños que habían encontrado su fin de esta triste manera en una espléndida mañana de mayo. Por razones que desconozco, siempre recordaré a este trepador. Mientras lo contemplaba, me llamó la atención el griterío lastimero de los pájaros. Lo debía de estar oyendo desde hacía rato sin ser consciente de ello.

De pronto deseé huir de aquel lugar, regresar al chalet, dejar atrás el angustioso piar y los pequeños cadáveres cubiertos de sangre. También Lince estaba agitado y se pegaba a mí quejándose. En el camino de vuelta a través del desfiladero se mantuvo a mi lado, y yo le fui hablando para calmarlo. No recuerdo lo que le dije. Me parecía importante romper el silencio en la oscura y húmeda barranca, donde la luz se filtraba verdosa entre las hojas de haya y los hilillos de agua brotaban de las rocas desnudas a mi izquierda.

Habíamos caído en un buen atolladero, Lince y yo, y aún no sabíamos todo lo malo que era. Pero no estábamos perdidos: éramos dos.

El chalet apareció a pleno sol. El rocío sobre el Mercedes se había secado y el techo brillaba con un negro casi rojizo. Un par de mariposas revoloteaban en el claro y el perfume cálido de las agujas de abeto flotaba en el aire. Me fui a sentar en el banco de la puerta y al momento lo que había visto en el desfiladero me pareció irreal. No podía ser, cosas así no sucedían, y cuando sucedían, no ocurrían en un pequeño pueblo de montaña, ni en Austria, ni en Europa. Soy consciente de lo estúpido que es este razonamiento, pero como es exactamente lo que pensé no quiero ocultarlo. Permanecí muy quieta al sol, contemplando las mariposas, y creo que durante un rato no pensé realmente en nada. Lince, que había bebido agua en la fuente, saltó al banco, junto a mí, y apoyó su cabeza en mis rodillas. Me alegró esta señal de afecto, hasta que recordé que el pobre no tenía otra elección.

Al cabo de una hora entré en la casa y calenté el resto del arroz con carne para Lince y para mí, luego hice café para despejarme la cabeza y fumé tres cigarrillos. Eran los últimos. Hugo, que era un fumador empedernido, se había llevado por descuido cuatro cajetillas en el bolsillo del abrigo y todavía no había almacenado tabaco en el chalet para la próxima posguerra. Después de fumar los tres cigarrillos no pude aguantar más en el chalet y volví con Lince al desfiladero. El perro me siguió sin entusiasmo y pegado a mis talones. Fui corriendo casi todo el camino y paré sin aliento cuando divisé el montón de leña. Avancé lentamente con las manos extendidas hasta tocar el muro frío. No podía esperar otra cosa; sin embargo, la impresión fue más violenta que la primera vez. El arroyo seguía remansado, pero el hilo de agua al otro lado se había ensanchado un poco. Me quité los zapatos para cruzar el agua. Lince me siguió, remolón. No le temía al agua, pero el arroyo estaba muy frío y le llegaba hasta la tripa. Me molestaba no ver el muro, así que corté una brazada de ramas de avellano y las fui clavando en el suelo al pie del muro. Esta actividad me pareció la inmediata y, sobre todo, me entretuvo tanto que no pude pensar mientras la llevaba a cabo. Fui ascendiendo por la ladera y alcancé de nuevo el punto desde el que se divisaba la pequeña granja.

El viejo seguía junto a la fuente, la mano ahuecada alzada hacia el rostro. La parte del valle que se dominaba desde aquí estaba llena de sol, y el aire transparente vibraba dorado y verde en los límites del bosque. También Lince vio ahora al hombre. Se sentó y, echando la cabeza hacia atrás, soltó un horrible y prolongado aullido. Había comprendido que lo que había allí junto a la fuente no era un hombre vivo.

Su lamento me desgarró y sentí el impulso de aullar con él. Me desgarraba como si fuera a partirme en pedazos. Cogí a Lince del collar y lo arrastré conmigo. Él calló y me siguió, tembloroso. Guiándome lentamente con la mano fui siguiendo el muro y clavando una rama tras otra en el suelo.

Cuando miraba hacia atrás veía el nuevo límite hasta el arroyo. Parecía que los niños habían jugado; un juego inocente y alegre de primavera. Los árboles frutales al otro lado del muro ya habían florecido, y su follaje era de un brillante verde claro. El muro ascendía ahora poco a poco por la ladera hasta un grupo de alerces que crecían en medio del prado. Desde aquí se divisaban otras dos alquerías y parte del valle. Sentí haber olvidado los prismáticos de Hugo. En cualquier caso, no vi a nadie, a ningún ser vivo. De las casas no salía humo. Según mi opinión, la catástrofe tuvo lugar hacia el anochecer y sorprendió a los Rüttlinger en el pueblo o en el camino de vuelta a casa.

Si el hombre de la fuente estaba muerto —y ya no cabía duda—, todas las gentes del valle estaban muertas y no solo los seres humanos, sino también los demás seres vivos. Solo vivía la hierba de las praderas, la hierba y los árboles; las hojas jóvenes se ofrecían relucientes al sol.

Con las dos manos apoyadas en el muro frío miraba fijamente hacia el otro lado. Y de pronto ya no quise ver nada más. Llamé a Lince, que escarbaba debajo de los alerces, y volví sobre mis pasos a lo largo de la frontera de juguete. Tras cruzar el arroyo aún delimité la carretera hasta las rocas y regresé despacio al chalet. Después de la sombra verde y fresca del desfiladero, el sol nos asaltó con violencia al salir al claro. Lince, harto de mis excursiones, corrió a la casa y se refugió en el rincón junto a la estufa. Como siempre cuando estaba desconcertado, se durmió enseguida después de suspirar y lloriquear un poco. Le envidié esa capacidad. Ahora que dormía eché de menos esa ligera intranquilidad que irradiaba constantemente. Pero era mejor tener en casa un perro dormido que estar sola por completo.

Hugo, que no bebía, había organizado una pequeña reserva de coñac, ginebra y whisky para sus invitados. Me serví un vaso de whisky y me senté a la gran mesa de roble. No pretendía emborracharme; solo buscaba desesperadamente un remedio para ahuyentar el denso estupor de mi cabeza. Me di cuenta de que pensaba en el whisky como mi whisky, es decir, que ya no creía en la vuelta del verdadero propietario. Esto me produjo un pequeño shock. Tras el tercer trago, aparté asqueada el vaso. La bebida me sabía a paja impregnada de lisol. Además, no había nada que aclarar en mi cabeza. Era evidente que durante la noche había descendido o había crecido una pared invisible y en mi situación me resultaba imposible hallarle una explicación al fenómeno. No sentía ni preocupación ni desesperación, y era absurdo provocar a la fuerza este estado de ánimo. Tenía los años suficientes para saber que tarde o temprano surgiría. La cuestión más importante era saber si la catástrofe se limitaba al valle o afectaba a todo el país. Me decidí por lo primero, porque así me quedaba la esperanza de que en pocos días me liberarían de mi prisión en el bosque. Hoy creo que ya entonces había desechado esa posibilidad en el subconsciente. Pero no estoy segura. En cualquier caso, fui tan razonable como para no renunciar por el momento a la esperanza. Al cabo de un rato me di cuenta de que me dolían los pies. Me quité los zapatos y las medias y vi que me había hecho ampollas en los talones. El dolor me vino bien porque me distrajo de elucubraciones estériles. Después de meter los pies en agua y ponerme pomada y esparadrapo en los talones, decidí instalarme en el chalet de la manera que me pareciera más soportable. Primero trasladé la cama de Luise del dormitorio a la cocina y la coloqué junto a la pared para dominar toda la habitación, la puerta y la ventana. Extendí la piel de cordero de Luise al pie de la cama con la secreta esperanza de que Lince la utilizara para dormir. Pero no lo hizo, por cierto, prefiriendo siempre el rincón de la estufa. También saqué del dormitorio la mesilla de noche. Más adelante transporté a la cocina el armario. Cerré las contraventanas del dormitorio y cerré la puerta desde la cocina. Luego cerré también las habitaciones de arriba y colgué la llave de un clavo junto al fogón. No sé por qué hice todo esto; seguramente era una actividad instintiva. Necesitaba tener todo a la vista y protegerme de ataques inesperados. Coloqué la escopeta cargada de Hugo cerca de la cama y la linterna sobre la mesilla de noche. Era consciente de que mis medidas estaban dirigidas contra seres humanos y me parecieron ridículas. Sin embargo, como hasta ahora los peligros siempre habían procedido de los humanos, me costaba cambiar de actitud. El único enemigo que hasta ahora había conocido en mi vida había sido el hombre. Di cuerda a mi reloj despertador y a mi reloj de pulsera, y luego traje a la cocina madera de la que estaba apilada, cortada bajo el porche y la amontoné junto al fogón.

Entretanto había caído la tarde y el aire fresco de la montaña descendía sobre la casa. La luz del sol aún iluminaba el claro, pero los colores se iban volviendo más fríos y duros. Un pájaro carpintero repiqueteaba en el bosque. Me alegró oírlo, como también escuchar el chapoteo del agua de la fuente al caer, en un chorro grueso como un brazo, en el abrevadero de madera. Me eché el abrigo sobre los hombros y me senté en el banco de la puerta. Desde ahí podía ver el camino hasta el desfiladero, la cabaña del cazador, el garaje y, más allá, los oscuros abetos. De vez en cuando creía oír pasos desde el desfiladero, pero naturalmente se trataba de una ilusión. Durante un tiempo estuve observando abstraída las hormigas gigantes del bosque, que pasaban delante de mí en precipitada procesión.

El pájaro carpintero dejó de trabajar, el aire refrescó aún más y la luz se hizo azulada y fría. El trocito de cielo sobre mi cabeza se tiñó de rosa. El sol desapareció detrás de los abetos. El parte meteorológico había sido exacto. Al pensar en él, recordé la radio del coche. La ventanilla estaba medio abierta y apreté el pequeño botón negro. Al cabo de un rato percibí un zumbido débil y vacío. El día anterior, durante el viaje, Luise había ido escuchando —para disgusto mío— música bailable. Ahora un poquito de música me habría enloquecido de alegría. Giré y giré los botones: nada que hacer. Solo el zumbido lejano y débil, que quizá provenía del mecanismo de la radio misma. Ya entonces tenía que haber comprendido. Pero me negué a ello. Prefería decirme que el aparato se habría roto durante la noche. Lo intenté aún varias veces más, pero la caja no emitió otra cosa que ese zumbido.

Por fin desistí y volví al banco. Lince salió de la casa y vino a apoyar su cabeza en mis rodillas. Necesitaba palabras de aliento. Mientras yo le hablaba, él escuchaba con atención, apretándose contra mí lloriqueando. Por fin me lamió la mano y, sin mucha convicción, golpeó el suelo con el rabo. Los dos teníamos miedo e intentábamos animarnos el uno al otro. Mi voz me sonaba extraña e irreal y bajé el tono hasta un susurro, hasta que no se distinguía del murmullo de la fuente. La fuente, por cierto, me iba a asustar más de una vez. Desde cierta distancia su chapoteo suena como la conversación entre dos voces humanas soñolientas. Pero entonces yo aún no lo sabía. Dejé de hablar bajito y ni siquiera me di cuenta de ello. Me estremecí a pesar del abrigo y contemplé cómo el cielo empalidecía hasta volverse gris.

Por fin entré en la casa y encendí la estufa. Más tarde vi que Lince se aventuraba hasta el desfiladero y allí se paraba y esperaba inmóvil. Al rato dio la vuelta y regresó a casa con la cabeza gacha. Los tres o cuatro días siguientes hizo lo mismo. Luego parece que se resignó; en cualquier caso, no lo repitió más. No sé si simplemente olvidó o si, a su manera canina, había comprendido la verdad antes que yo.

Le di de comer arroz con carne y galletas de perro y llené su cacharro con agua. Sabía que normalmente solo se le daba de comer por la mañana, pero no me apetecía cenar sola. Hice té para mí y me senté nuevamente a la mesa grande. Ahora la cabaña estaba calentita, y la lámpara de petróleo echaba su luz amarilla sobre la madera oscura.

No me había dado cuenta de lo cansada que estaba. Lince, que había terminado de comer, saltó a mi lado sobre el banco y me miró atentamente durante un buen rato. Sus ojos eran marrones y cálidos, un poco más oscuros que su piel. El blanco que rodeaba el iris brillaba húmedo y azulado. De pronto me alegré mucho de que Luise hubiera obligado al perro a regresar a casa.

Recogí la taza de té vacía, eché agua caliente en la palangana de metal y me lavé; luego, como ya no tenía nada más que hacer, me metí en la cama.

Había cerrado las contraventanas y la puerta. Al poco rato Lince saltó del banco y vino a mi lado. Me olisqueó la mano, fue hasta la puerta, de allí a la ventana y otra vez a mi cama. Le dije buenas palabras y por fin, después de suspirar casi como una persona, se refugió en su rincón junto a la estufa.

Dejé encendida la lámpara y cuando por fin la apagué la habitación me pareció oscura como boca de lobo. Pero en realidad la oscuridad no era total. El rescoldo del fogón se reflejaba tenue y tembloroso en el suelo y al cabo de un rato pude distinguir los contornos del banco y de la mesa. Me dije si no sería mejor tomarme una de las pastillas para dormir de Hugo, pero desistí por temor a no oír si ocurría algo. Luego pensé que el terrible muro podría acercarse en el silencio y la oscuridad de la noche. Pero estaba demasiado cansada para tener miedo. Los pies me seguían doliendo y, tumbada bocarriba, no tenía fuerzas ni para mover la cabeza. Después de todo lo ocurrido, estaba preparada para pasar una noche mala, pero cuando me resigné a ello ya me había dormido.

No soñé y me desperté descansada hacia las seis de la mañana, cuando los pájaros empezaban a cantar. Enseguida lo recordé todo; aterrada, cerré los ojos e intenté sumergirme de nuevo en el sueño. Naturalmente, no lo conseguí. A pesar de que no me había movido apenas, Lince ya sabía que estaba despierta y se acercó para saludarme con alegres ladridos. Me levanté, abrí las contraventanas y dejé salir a Lince al prado. Hacía casi frío, el cielo estaba aún pálido y los arbustos brillaban de rocío. Se anunciaba un día espléndido.

De repente me pareció completamente imposible sobrevivir a este luminoso día de mayo. Al mismo tiempo sabía que debía sobrevivirlo y que no había escapatoria. Tenía que mantener la calma y, simplemente, superarlo. No era el primer día de mi vida que me había visto obligada a superar de esta manera. Cuanto menos me resistiera, más llevadero sería. El aturdimiento del día anterior había desaparecido por completo; podía pensar con claridad, con tanta como me era posible hacerlo. Solo cuando mis pensamientos rondaban el tema del muro, parecía que también ellos chocaban con un obstáculo frío, liso e insalvable. Era mejor no pensar en él. Me puse la bata y las zapatillas, crucé el prado mojado hasta el coche. Encendí la radio. El zumbido tenue y vacío sonaba tan extraño e inhumano que lo apagué inmediatamente.

Ya no creía que la radio estaba rota. En la luz fría de la mañana me era imposible creerlo.

No recuerdo lo que hice aquella mañana. Únicamente sé que estuve un rato inmóvil junto al coche hasta que la humedad que penetraba en las zapatillas me sobresaltó.

Quizá las siguientes horas fueron tan terribles por fuerza que las he olvidado. Quizá las pasé en un estado de atontamiento. No me acuerdo. Recuperé la conciencia hacia las dos de la tarde, cuando iba con Lince por el desfiladero.

Por primera vez no me pareció romántico y lleno de encanto, sino solamente húmedo y oscuro. Incluso en pleno verano está húmedo y oscuro, la luz del sol no penetra nunca hasta su fondo. Después de las tormentas de lluvia suelen salir allí las salamandras de sus escondrijos. Más adelante, en verano, las pude ver alguna vez. Había muchas. A menudo me encontraba diez o quince en una tarde, criaturas preciosas, a manchas rojas y negras, que me recordaban más a ciertas flores, como los lirios atigrados y el martagón, que a sus modestas parientes las lagartijas verdigrises. Aunque el contacto con las lagartijas me gusta, nunca he tocado una salamandra.

Aquel 2 de mayo no vi ninguna. Claro que no había llovido y yo ignoraba que allí las hubiera. Caminaba a grandes zancadas para escapar a la penumbra húmeda y verde. Esta vez iba mejor equipada, con zapatos de montaña, pantalones hasta la rodilla y una chaqueta caliente. El día anterior el abrigo me había molestado y al marcar el límite del muro sus faldones se habían arrastrado por el prado. También llevaba los prismáticos de Hugo y una mochila con un termo de cacao y unos bocadillos.

Además de un pequeño cortaplumas (para sacar punta al lápiz), llevaba la afilada navaja de Hugo. No me era muy útil para cortar ramas, ya que era peligrosa y me habría herido con ella. Aunque me costaba admitirlo, llevaba la navaja para protegerme. Era un arma que me daba una seguridad un tanto falaz. Más adelante la dejaría a menudo en casa. Desde que Lince ha muerto la vuelvo a llevar en todas mis expediciones. Ahora, sin embargo, sé muy bien por qué la llevo y no me engaño diciendo que la necesito para cortar ramas de avellano. El muro, como es lógico, seguía en el mismo lugar que yo había marcado y no se había acercado al chalet, como me había temido la noche anterior. Tampoco había retrocedido, pero eso no lo había esperado. El arroyo tenía su nivel de agua habitual; por lo visto, no le había costado abrirse paso por las rocas sueltas. Lo crucé saltando de piedra en piedra y seguí mi frontera de juguete hasta el observatorio junto a los alerces. Allí corté más ramas y comencé a marcar el curso del muro.

Era un trabajo fatigoso y pronto la espalda me dolió de tanto agacharme. Pero estaba obsesionada con la idea de que tenía que llevar a cabo esta tarea tan bien como fuera posible. Además, me tranquilizaba e introducía una medida de orden en el gigantesco y terrible desorden que se había cernido sobre mí. Un fenómeno como el de este muro no debía existir, simplemente. Delimitarlo con ramas era el primer intento por mi parte de colocarlo en su sitio, ya que existía.

Mi camino conducía a través de dos prados, un bosquecillo de abetos jóvenes y un macizo de frambuesos asilvestrados. El sol calentaba y mis manos sangraban, arañadas por las espinas y las piedras. Las ramas me servían en el prado, pero en el monte bajo necesitaba verdaderas estacas. En algunos lugares marqué con la navaja los árboles cercanos al muro. Todo esto me entretenía y así avanzaba muy despacio.

Desde la altura del macizo de frambuesos me asomé al valle que se extendía ante mí. Con los prismáticos vi todo con claridad y precisión absolutas. Delante de la casita del carretero una mujer estaba sentada inmóvil al sol. No distinguí su cara porque tenía la cabeza caída y parecía dormir. Miré la escena hasta que los ojos me lloraron y el cuadro se disolvió en formas y colores. Atravesado en la puerta, un perro pastor con la cabeza apoyada en las patas no se movía.

Si aquello era la muerte, había sido rápida y leve, casi amorosa. Quizá hubiera sido más sabio por mi parte haber acompañado al pueblo a Hugo y a Luise.

Por fin me arranqué de aquel cuadro tan plácido y continué clavando ramas. El muro descendía ahora hacia una pequeña hondonada del prado, en la que se hallaba un caserío de una planta; era una granja muy pequeña, como las que abundan en la montaña y que no se pueden comparar con las del valle.

El muro dividía el pequeño prado situado detrás de la casa y había cortado dos ramas de un manzano. No parecían cortadas, por cierto, sino más bien derretidas, si es que puede imaginarse madera derretida.

No las toqué. Dos vacas yacían al otro lado del muro, en la hierba. Las observé atentamente. Sus flancos no subían y descendían. También ellas daban la impresión de estar dormidas más que de estar muertas. Sus morros rosados no estaban lisos y húmedos, sino que tenían el aspecto de piedra de grano fino pintada con bonitos colores.

Lince miraba al bosque con la cabeza vuelta. No soltó, como la vez anterior, su escalofriante aullido, sino que se limitó a no mirar la escena, como si hubiera decidido no registrar lo que se hallara al otro lado del muro. En otro tiempo mis padres tuvieron un perro que de modo parecido se apartaba de todos los espejos.

Mientras yo contemplaba los dos animales muertos, oí a mi espalda el mugir de una vaca y el ladrido excitado de Lince. Me volví impulsivamente y entonces se abrió el bosque y apareció acompañada por el perro inquieto una vaca viva que mugía. Corrió hacia mí para contarme a gritos toda su pena. El pobre animal hacía dos días que no había sido ordeñado, su voz era ronca y desesperada. Intenté proporcionarle alivio inmediatamente. De chica había aprendido a ordeñar porque me divertía, pero de eso hacía ya veinte años y había perdido por completo la práctica. La vaca me dejó hacer pacientemente (había comprendido que yo deseaba ayudarla). La leche amarilla cayó en un chorro fuerte sobre la tierra y Lince se apresuró a lamerla. La vaca tenía mucha leche, y las manos pronto me dolieron del ejercicio desacostumbrado. La vaca, por fin descargada, bajó la cabeza y acercó su gran morro a la trufa marrón de Lince. La mutua inspección debió de ser positiva, pues los dos animales estaban tranquilos y contentos.

Bueno, allí estaba yo, en un prado desconocido en medio del bosque, y era dueña de una vaca; porque, naturalmente, no iba a dejarla allí.

Descubrí restos de sangre en su morro; seguramente se había lanzado desesperada contra el muro que le impedía regresar a su establo y con sus dueños.

De estos no había ni rastro. Probablemente se hallaban en el interior de la casa en el momento de la catástrofe. Las cortinas corridas delante de las pequeñas ventanas confirmaron mi suposición de que la desgracia había ocurrido al anochecer. Y no muy tarde, pues el viejo aún se estaba lavando y la mujer descansaba en el banco de la puerta con el gato. Ninguna mujer se sienta con su gato en el banco de la entrada por la mañana temprano cuando hace fresco. Además, si la catástrofe hubiera tenido lugar por la mañana, Hugo y Luise habrían podido volver a la casa del bosque. Pensaba todo esto, pero enseguida me dije que estas reflexiones eran completamente inútiles para mí. Dejé pues de cavilar y me puse a buscar, en el bosque bajo, otra posible vaca con gritos y llamadas, pero nada se movió. Si en las proximidades hubiera habido otro animal, Lince lo habría descubierto.

No me quedó otro remedio que conducir a la vaca a casa por el monte y por el valle. Mi tarea de clavar estacas halló así un rápido fin. Ya era tarde, al menos las cinco de la tarde, y la luz del sol penetraba en franjas estrechas en el claro.

Así nos pusimos en camino de vuelta los tres. Resultó práctico que hubiera clavado ramas y que no tuviera que perder tiempo buscando el muro. Caminaba despacio entre este y la vaca, siempre preocupada de que el animal no se rompiera una pata, pero parecía estar acostumbrada a andar por terreno montañoso. No necesitaba controlarla, solo atender a que se mantuviera a una distancia segura del muro. Lince ya había comprendido el significado de la línea de ramas y guardaba la distancia.

En todo el camino no pensé ni una vez en el muro, tan ocupada iba con mi hallazgo. A veces la vaca se paraba para pacer, y entonces Lince se echaba cerca de ella y no la perdía de vista. Cuando creía que ya estaba bien, la empujaba suavemente, y ella, obediente, se ponía en marcha. No sé si estaré en lo cierto, pero más de una vez tuve la sensación de que Lince sabía tratar muy bien a las vacas. Creo que el cazador lo utilizaba como perro pastor cuando en otoño sacaba sus vacas al prado.

La vaca parecía tranquila y contenta. Después de dos horribles días, había dado con un ser humano y se había librado de su dolorosa carga de leche. No pensaba ni remotamente en escapar. En algún lugar habría un establo en el que el nuevo amo la instalaría. Iba pues trotando a mi lado, resoplando y expectante. Una vez cruzado el arroyo, no sin cierta dificultad, incluso aceleró el paso hasta el punto de dejarme casi atrás.

Entretanto, yo había comprendido que esta vaca era una bendición, pero también una carga. Ya no podría hacer grandes excursiones de reconocimiento.

Un animal de estos necesita que le den de comer y que lo ordeñen; exige un amo sedentario. Yo era propietaria y prisionera de una vaca. Sin embargo, aun no queriéndola, me habría sido imposible abandonarla. Ella dependía de mí.

Cuando llegamos al claro ya era casi de noche. La vaca se paró, volvió la cabeza y mugió suavemente, como si se alegrara. La conduje a la cabaña del cazador. En su interior había únicamente dos camas de obra, una mesa, un banco y un fogón también de obra. Saqué la mesa y el colchón de paja de una de las camas e instalé a la vaca en su nuevo establo. Era bastante grande para un animal. Cogí un cubo de metal del fogón, lo llené de agua y lo coloqué en el pesebre improvisado en una de las camas. Era todo lo que podía hacer de momento por mi vaca. La acaricié, le expliqué la nueva situación y corrí el cerrojo de la puerta.

Estaba tan agotada que apenas si me arrastré hasta el chalet. Los pies me ardían a causa de los pesados zapatos y la espalda me dolía. Di de comer a Lince y bebí un poco de cacao del termo. Renuncié a comerme los bocadillos de pura fatiga. Esa noche me lavé en la fuente fría y me metí enseguida en la cama. Lince también parecía cansado, pues nada más comer se retiró al rincón de la estufa.

La mañana siguiente no fue tan insoportable como la anterior y nada más abrir los ojos recordé a la vaca. Me despabilé inmediatamente, a pesar de sentirme aún baldada por los esfuerzos no acostumbrados. Se me habían pegado un poco las sábanas, y el sol ya entraba en franjas amarillas por los resquicios de las contraventanas.

Me levanté y me puse manos a la obra. En el chalet había utensilios de cocina de sobra, y entre ellos escogí un cubo para ordeñar. Con él me fui al establo. La vaca esperaba dócil delante de su pesebre y me recibió lamiéndome entusiasmada la cara. La ordeñé, aunque peor que el día anterior porque me dolían todos los huesos de las manos. Ordeñar es un trabajo muy duro y tenía que hacerme de nuevo a él. Conocía la técnica y eso era lo más importante. Como no había hierba seca, saqué a la vaca al prado después de ordeñarla y la dejé allí pastando. Sabía que no se escaparía.

Por fin desayuné yo, leche caliente y los bocadillos ya duros del día anterior. Recuerdo que toda la jornada estuvo dedicada a la vaca. Le arreglé lo mejor que pude el establo. Extendí ramas verdes en el suelo porque no tenía paja, y con el primer estiércol creé la base de un montón de estiércol cerca de la cabaña.

El establo era una sólida construcción de fuertes troncos. Bajo el tejado, en una esquina, había un pequeño espacio que más adelante llené de hierba seca. En aquel mes de mayo aún no disponía de hierba cortada para echar en el suelo y tuve que arreglarme hasta otoño con ramas frescas.

Naturalmente, también pensé en la vaca. Con un poco de suerte esperaba un ternero. Pero no debía hacerme ilusiones; solo podía desear que mi vaca diera mucha leche.

Mi situación seguía pareciéndome provisional; al menos, yo me esforzaba en creerlo así.

Mis conocimientos sobre la cría de ganado eran escasos. Una vez había presenciado el nacimiento de un ternero, pero ni siquiera sabía cuánto tiempo duraba la gestación en las vacas. Desde entonces me he enterado de ello gracias a un almanaque campesino, pero no he aprendido mucho más hasta hoy y, en estas circunstancias, no sé cómo podría aprender.