El nacimiento de las élites - Javier Vasserot - E-Book

El nacimiento de las élites E-Book

Javier Vasserot

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Beschreibung

La Gran Universidad atrae el mejor talento de la Nación. Decenas de brillantes jóvenes acceden ilusionados a un mundo universitario que será testigo en pocos años de un hondo proceso de transformación personal en todos ellos. La mayoría aspira a los mejores puestos del mercado laboral, a formar parte de las "élites", un club restringido de profesionales que disfrutan de elevados salarios y participan en la toma de decisiones de los proyectos más importantes del mundo empresarial internacional. Pero siempre hay un precio que pagar, que irán descubriendo ya en la universidad, y no todos ellos están hechos de la misma pasta. ¿Merece la pena el sacrificio? ¿Hay alternativas al dorado sueño de formar parte de las élites? Una novela sorprendente que no solo invita a grandes reflexiones acerca de la carrera profesional sino que recrea magistralmente el ambiente universitario de aquellos años únicos.

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EL NACIMIENTODE LAS ÉLITES

JAVIER VASSEROT

 

Título original: El nacimiento de las élites

Primera edición: Noviembre 2022

© 2022 Editorial Kolima, Madrid

www.editorialkolima.com

Autor: Javier Vasserot

Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

Maquetación de cubierta: Valeria Hernández

Maquetación: Carolina Hernández Alarcón

ISBN: 978-84-19495-17-4

Producción del ePub: booqlab

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

ÍNDICE

BIENVENIDOS A MI MUNDO

NADIE CHAPA ÉTICA

NADIE CONOCE A NADIE

¿Y AHORA QUÉ HACEMOS EN VERANO?

ES TIEMPO DE CAMBIO

EL REY DE LOS UNOS

TODOS QUEREMOS ALGO MÁS

HACIENDO DINERO

LOS REYES DEL MUNDO

¿QUIÉN DIJO VOCACIÓN?

HORA DE TOMAR DECISIONES

DE PRÁCTICAS

«RIEN NE VA PLUS»

EL NACIMIENTO DE LAS ÉLITES

EL JUEGO DE LAS ÉLITES

1 BIENVENIDOS A MI MUNDO

–Sois las elites –escuchó afirmar Bernardo pausadamente al profesor de Derecho Romano.

–Sois las elites. –De nuevo así, sin tilde en la «e». Nunca antes en su vida lo había oído pronunciar de esa manera.

El término retumbaba rotundo, casi mágico, en la primera hora de su primer día de clase en la Facultad de Derecho de la Gran Universidad. Lo pronunciaba quien iba a tener la responsabilidad de ser el tutor de los sesenta aún adolescentes que compartían el honor de haber superado las muy exigentes pruebas de admisión, esfuerzo que veían recompensado con aquel instante que nunca más en sus vidas olvidarían. Era el momento en el que, sin mérito alguno, se les admitía como integrantes del círculo de los elegidos, compuesto por los que, en palabras de ese circunspecto profesor de acento engolado, serían los llamados a dirigir la Economía de la Nación.

«¡No jorobes! –pensó Bernardo–; no han pasado ni cinco minutos de clase y ya nos quieren hacer creer que somos especiales por el solo hecho de estar aquí sentados».

–Ahora tengo treinta y cinco años –prosiguió el profesor–. Con treinta y cuatro fui nombrado catedrático de Derecho Romano de la Universidad del Sur. Con treinta publiqué mi tesis doctoral, que escribí a los veintiocho –seguía con su retrospectiva autosemblanza–. Con veintiséis comencé los cursos de doctorado, tras licenciarme con veintitrés en la Gran Universidad y dedicar tres años a la docencia y al estudio. Y con dieciocho, al fin, estaba sentado igual que ustedes frente a uno de esos pupitres.

Hizo una pausa teatral para concentrar la atención de sus nuevos alumnos y continuó, remarcando mucho sus palabras.

–Ustedes están aquí para comenzar a construir sus sueños, como hice yo. Tienen el privilegio de ser los diseñadores de su futuro.

Respiró profundo, hizo una pausa aún más prolongada, y gritó con los ojos prácticamente en blanco:

–¡Ustedes son los arquitectos de sus sueños!

Bernardo miró a su alrededor. Desde la atalaya de la última fila del Aula Pretorio disponía de una perspectiva inmejorable de cuanto allí ocurría. No conocía a nadie. A nadie en absoluto. Y eso era una ventaja. Por lo menos para el experimento sociológico que estaba a punto de poner en marcha sin saberlo. Fuera prejuicios, todos le resultaban iguales.

«Veamos –consideró–, casi al menos la mitad de esta gente está más confundida que yo. Intentan que no se les note, pero están asustados, intimidados, diría yo».

Y no le faltaba razón. De entre los sesenta novatos, un tercio no eran oriundos de la Gran Capital, por lo que una montaña de novedades se les había acumulado de golpe. Ya no solo era su primer día en la Gran Universidad, con sus nuevos compañeros o la estrambótica arenga de su recién estrenado tutor. A eso había que sumarle el traslado a una ciudad desconocida y nada amable con los provincianos, por mucho que dijeran lo contrario. Más aún en el entorno de los colegios mayores universitarios, una auténtica jungla en sí mismos. Alejados de sus familias, de sus amigos, de esas pequeñas referencias que acuden al rescate cuando la desorientación hace presa y parece que todo se derrumba a nuestro alrededor, la sensación de vacío les provocaba una angustia permanente. Porque una tienda familiar, una cara reconocible o el simple templo de la habitación propia son los mejores bálsamos cuando el miedo ante lo nuevo invade el organismo. Y ahora no tenían nada de eso.

–Pssst...

Nada.

–Pssst…

De nuevo sin respuesta. Decidió probar con un leve roce en el codo de su compañero de la derecha, que escuchaba distraído al tutor. Esta vez sí. Giró la cabeza hacia Bernardo y con un mínimo gesto de la mirada le preguntó qué es lo que quería.

–Oye –susurró–. He visto que tú tampoco estás tomando notas y aquí los demás llevan ya varios folios rellenos.

Su nuevo amigo lo miró con aparente suficiencia y le respondió con media sonrisa y cara de falta de sueño acumulada.

–¿Y qué quieres que apunte? Si lo que está contando no son más que chorradas. Además, no me estoy enterando ni de la mitad. Estoy a punto de quedarme dormido.

–Claro, y por eso te has sentado en la última fila –le dijo Bernardo.

Su adormilado colega se giró con cara divertida y le contestó:

–¡Qué va! Lo que ocurre es que me ha dado por llegar puntual por eso de ser el primer día de clase y resulta que aquí ya estaban todos los sitios cogidos, así que me he tenido que sentar donde he podido. Y tú, ¿también has llegado a la hora en punto? –preguntó con retintín.

–No, no... Yo llegué bastante antes, aunque he preferido sentarme aquí para observar con calma.

Una mirada de reprobación desde algunas filas situadas más adelante los animó a guardar silencio por unos instantes, no demasiados, puesto que el embelesamiento del tutor continuaba y parecía ni oír ni darse cuenta de la charla que mantenían los dos novatos.

–Ya hablamos después de clase, a ver si nos van a coger manía desde el primer día. Mi nombre es Bernardo. ¿El tuyo?

–Damián Frutos, me llamo Damián Frutos. Pero todos me llaman Frutos.

–Pues encantado, Frutos –concluyó Bernardo.

«Menos mal –pensó–, parece que también hay gente normal por aquí».

Y es que Bernardo era muy consciente de lo que significaba haber escogido cursar el doble grado de Derecho y Económicas en la más prestigiosa universidad privada de la Gran Capital. El centro al que acudían los estudiantes más capaces, tanto académica como económicamente. Sin embargo, la posibilidad de sacarse de manera simultánea dos licenciaturas había pesado más en la balanza que los reparos que le generaba el ambiente que sabía que se iba a encontrar, confirmado por la estrafalaria introducción del profesor de Romano.

No obstante, todavía había esperanza. Pese a que las tres primeras filas del aula estaban copadas por sonrientes caras de agobio que trataban de coger nota de cuanto se decía, o de que se les viera tomar apuntes de manera aplicada, se podían observar otros semblantes más propios de universidad que de colegio privado. Este segundo grupito parecía por encima de todo acojonado, salvo Frutos, que aparentaba indiferencia.

Muchos de los de las primeras filas mostraban una clara complicidad entre ellos; al poco tiempo, Bernardo descubriría que era por haber estudiado juntos bastantes años en algunos de los colegios más exclusivos de la Gran Capital. Ellos no parecían acojonados. Si acaso apurados por dar una buena imagen el primer día de uni. Y orgullosos de la etiqueta de élites que les acababan de recordar que ostentaban desde hacía tiempo.

Bernardo se encontraba en un punto intermedio. Él también residía en la Gran Capital, pero, aunque había sido alumno de un buen colegio, no era ni mucho menos uno de los catalogados como exclusivos. Tampoco tenía claro por qué había acabado traicionando sus verdaderas vocaciones, la literatura y la docencia. En fin, ¿quién tiene claras esas cosas a los dieciocho años?

De repente sonó el timbre que anunciaba el final de la clase y los alumnos relajaron la postura como si en el Ejército un sargento les hubiera dado la voz de ¡descansen!

Bernardo se giró hacia Frutos.

–Bueno, pues parece que esto ha sido la primera clase.

–Eso parece –replicó Frutos–. Espero que las siguientes tengan algo más de chicha, porque esto por el momento parece un parvulario.

Exageraba, aunque algo de razón sí tenía. La propia fisonomía del aula, con sillas dispuestas en filas, el reducido número de alumnos y el colegueo que existía entre muchos de ellos generaban al recién llegado una curiosa sensación de ser un novato de cole más que un universitario.

Pese a que la pausa entre clases no daba para demasiado decidió salir al pasillo, con el ánimo de conocer a alguien más, dado que Frutos había decidido quedarse dormitando en su silla hasta la siguiente sesión.

En el exterior se encontró con la misma disposición que había en el interior del aula. Solo faltaban las sillas. Los mismos grupos de conocidos, que se arremolinaban conversando de manera animosa junto a una diáspora de asustados novatos solitarios dudando de si romper el hielo y entablar contacto entre ellos de alguna manera. Porque tratar de derribar el muro del gran corro de enterados era misión casi imposible.

De todas maneras, no les dio tiempo ni a intentarlo. A los cinco minutos volvió a sonar el mismo timbre de factoría y los operarios del estudio volvieron al tajo.

Segundo round y repetición de la anterior hora con leves variaciones. Más hojas y hojas de apuntes de los de las primeras filas. Más caras de susto y desconcierto de los demás, muchos de los cuales optaban por replicar lo que hacían esos compañeros que aparentaban tanto aplomo y saber estar.

Bernardo continuaba observando con detenimiento. Algunos de los enterados parecían de verdad listos, pese a su insistencia en seguir tomando apuntes a lo loco, que interpretó como una pose o una manera de liberar los nervios. En particular hubo uno que le resultó diferente al resto. Claramente integrado en el grupo pero algo menos risueño, más concentrado. De hecho fue el primero que alzó el brazo valiente ante la pregunta al auditorio que lanzó la profesora de Derecho Natural.

–¿Hay alguien que me pueda decir quién fue Hobbes?

–El autor de Leviatán –respondió el rubio novato con aplomo.

El resto del alumnado lo miró como si acabara de dar con la fórmula de la pólvora. Unos, los colegas de colegio, con orgullo de clase, dándole empellones tanto físicos como virtuales, como aparentando decirle: «!Qué machote eres!». Los otros con la angustia dibujada en los rostros.

«!Menudo nivel hay aquí!», pensaban para sus adentros.

–En efecto. Muy bien. ¿Cuál es su nombre? –celebró la profesora.

–¿El mío? Mi nombre es Álvaro Bustos.

Por un momento, Bernardo pensó que la profesora le iba a poner un positivo, o a darle una estrellita dorada para que se la pegara en la solapa, pero no ocurrió nada de eso.

–Muy bien, Álvaro. ¿Y qué decía Hobbes en el Leviatán?

–Hobbes decía que el hombre es un lobo para el hombre y que por eso era preciso un contrato social, en virtud del cual todos debemos ceder parte de nuestra libertad para ser capaces de convivir sin devorarnos los unos a los otros.

Silencio sepulcral en el aula.

–Muy bien, Álvaro. Muy bien. Pues, queridos alumnos, ya sabéis en qué consiste el Derecho. En crear esas normas que conforman el contrato social. Aquí aprenderán cómo evitar que nos devoremos los unos a los otros, conociendo primero, y aplicando después, dichas normas.

Y con esas palabras dio por terminada con más de media hora de adelanto su primera clase, dejando a esos pequeños lobos en una nebulosa mezcla de reflexión y desconcierto.

* * *

–¡Hola, mami! ¡Ya estoy de vuelta!

Al instante acudieron al vestíbulo a su encuentro sus preocupados padres, sin dejarle tiempo siquiera de llegar a su cuarto. Sabían que era su primer día de universidad y estaban ansiosos por conocer las impresiones de su único vástago.

–Hijo, ¿qué tal te ha ido? Tu padre ha salido antes de trabajar para estar en casa cuando regresaras.

–Dejo las cosas en mi habitación y os cuento en la comida –replicó Bernardo con cierta sensación de agobio.

Después de tomarse un respiro para ordenar sus ideas acudió al comedor, donde papá y mamá le esperaban expectantes.

–Bueno, cuéntanos. ¿Qué tal es la Gran Universidad?

Bernardo se quedó pensativo. Era difícil dar una repuesta que sintetizara de manera adecuada lo vivido esas pocas horas de bautizo académico.

–Pues… un poco colegio –replicó.

Los padres se miraron extrañados sin saber muy bien si habían entendido correctamente lo que acababa de decir su hijo.

–¿Cómo dices? ¿Un poco… colegio?

«Que sí, narices, que eso es lo que he dicho, que me ha parecido un maldito colegio».

Prefirió ser más cauto y considerado con el extraordinario esfuerzo económico que sabía que estaban realizando sus progenitores para sufragar la elevada matrícula del centro privado.

–Pues sí, que es un poco como volver al colegio. Somos una clase pequeña, de unos sesenta alumnos, y nos sentamos en un aula con sillas ordenadas en filas. Muchos de mis compañeros estudiaron juntos antes y solo se relacionan entre ellos. Además, toman apuntes todo el rato –vomitó sin poderlo evitar.

Después de un breve silencio, su madre se decidió a romperlo.

–¿Y eso no es bueno?

Vaya pregunta.

–Pues… no sé qué deciros. Imagino que en parte sí. Hay menos riesgo de despistarse. Pero yo esperaba un ambiente algo más, no sé, universitario.

–Hombre... –trató de tranquilizarlo su padre–, espera un tiempo, ¿no? Que solo es el primer día.

Y tenía razón, aunque hay sensaciones que no engañan y que, por mucho que el tiempo las camufle, perduran. Y Bernardo sabía a ciencia cierta que esta iba a ser una de ellas. No sé, había que estar allí para poder entenderlo.

–Sí, imagino que tienes razón. –Decidió zanjar el asunto.

Mientras comía, siendo partícipe de conversaciones para él banales en esos momentos, no paraba de darle vueltas a la cabeza.

«¿Y yo qué es lo que en realidad esperaba?», reflexionaba.

No sabía qué responderse. ¿Aulas más grandes? ¿Extensos jardines? ¿Alumnos que de la noche a la mañana y transcurrido tan solo el verano hubieran madurado de repente mutando de infantiles colegiales en serios universitarios? Como tantas otras experiencias largo tiempo esperadas, su primera toma de contacto con el ambiente universitario quedaba de forma irremisible empañada por las fantasiosas expectativas que había depositado en ella que, además, carecían completamente de fundamento, más allá de lo que pudiera haber leído, visto o escuchado de gente que no tenía nada que ver con el entorno en que él se iba a mover. Aun así, sí había esperado al menos que sus nuevos profesores les hubieran tratado como alumnos de facultad y no como colegiales. Que les hubieran recriminado la absurda toma de apuntes, que les hubieran animado a afrontar esa etapa de una manera más madura. Pero bueno, era el primer día. Quizá fuera solo eso.

–Y de tus compañeros, ¿no conocías a nadie? –insistió su madre.

–No –replicó despistado Bernardo–. Ya os dije que del cole nadie había conseguido entrar.

–¿Y has conocido a alguien hoy?

El interrogatorio comenzaba a resultarle pesado. Sin embargo era comprensible que sus padres quisieran saber más. Para ellos era importante asegurarse de que su hijo se había integrado bien. Bernardo así lo entendió e hizo un esfuerzo.

–He conocido a un chaval bastante majo. Se llama Damián Frutos. Creo que viene de fuera de la Gran Capital. Nos hemos sentado juntos.

–¿No es de la Gran Capital? Y eso, ¿cómo lo sabes?

Bernardo reflexionó unos instantes. ¿Y por qué estaba tan seguro de que Damián Frutos era de fuera?

–Mmmmm. Lo cierto es que no se lo he preguntado. Aunque la disposición de la clase resulta bastante peculiar. Casi todos los de la Gran Capital se han sentado en las primeras filas y aparentan conocerse bien. Mientras que los de provincias han ocupado la parte trasera del aula.

Sus padres no preguntaron por qué si él era de la Gran Capital se había sentado con los de fuera. Conocían el gusto de su hijo por nadar contracorriente. Tampoco les parecía mal.

–¿Y hay alguno de los de la Gran Capital con el que hayas hablado? ¿Quizá en una pausa entre clases?

Estaba claro que su padre quería que se integrara lo mejor posible en el sector en apariencia mejor posicionado del alumnado. Sin embargo, también era evidente que no percibía las dinámicas que Bernardo había logrado entrever.

–Pufff… no te creas. No es nada sencillo. Forman un círculo muy cerrado, casi te diría que impenetrable.

Se quedó unos instantes pensativo y prosiguió.

–Pero hay un chico, uno que me ha parecido muy brillante. De los de la Gran Capital, aunque diferente del resto.

–¡Qué bien! Pues arrímate a él. ¿Y cómo se llama?

–Álvaro. Álvaro Bustos.

* * *

–Joder, Álvaro. Eres el amo. El puto amo, gordo –le insistía Adrián Fitzpatrick zarandeándolo como a un muñeco al tiempo que sostenía en sus labios un cigarro encendido y en su mano una jarra de cerveza–. Esta mañana les has dejado a todos con la boca abierta.

Era miércoles. Pero con el curso recién comenzado, un día como cualquier otro para salir de fiesta con los amigos. Todavía hacía buen tiempo y en realidad no tenían nada que estudiar aún. O eso es lo que creían ellos. Por eso se habían juntado los habituales en el bar de enfrente de la facultad, ubicada en medio de la urbe. A falta de un campus propiamente dicho, los alumnos de la Gran Universidad podían disfrutar de todas las cafeterías de la Gran Capital, o de todos sus bares, según el momento del día. No hizo falta quedar. Allí se acercaron pasadas las once de la noche, pese a que a la mañana siguiente tenían clase a las ocho.

–El puto Hobbes, gordo. El puto Hobbes –remarcaba Antonio Antúnez.

–Seguro que nadie tenía ni puta idea de quién es Hobbes. Y mucho menos esos paletos de provincias que nos han calzado. ¿Habéis visto sus caras? ¡Si estaban muertos de miedo! –añadió Adrián.

–Bueno, bueno. No te creas. Que aquí hay gente mucho más lista de lo que parece –le advirtió Álvaro.

–Seguro… No te llega ninguno ni a la suela de los zapatos. Ya lo verás.

El corro de antiguos colegas de colegio rezumaba euforia en una disposición calcada a la que horas antes habían adoptado en el pasillo a la salida del aula. Parecían una legión romana ensayando una posición defensiva.

–Oye, en este curso es súper importante que nos eche una mano tu hermano –se dirigió Adrián a Antonio.

–Claro, claro, a mí ya me ha estado contando muchas cosas. Seguro que nos podrá dar buenos consejos –replicó el aludido, hermano de Alberto Antúnez, un veterano de tercer curso.

–Déjate de hostias. Nada de consejitos –insistió Adrián–, que lo que aquí queremos son los apuntes y, sobre todo, los exámenes de años pasados.

Risotada generalizada.

–Que no, que no. Que va en serio –insistió Adrián con la mirada fija en Antonio–. Que nos pase los putos exámenes.

Antonio, al comprobar que Adrián iba totalmente en serio y que su voluntaria aportación se convertía en obligación, comenzó a sentirse agobiado.

–Hombre… No creo que se haya quedado con los enunciados de los exámenes. O al menos de todos.

Adrián lo miró con plena determinación.

–Seguro que se acuerda a la perfección de las preguntas. Joder, que tu hermano es un máquina. ¿No decías que no bajaba de las tres matrículas de honor por curso?

–Ya… Pero de ahí a acordarse de todas las preguntas… Que hace dos años que hizo primero.

–Venga, no me seas cabrón. Que seguro que los quieres para ti, perro –lo apretaba Adrián–. Álvaro nos ayudará a prepararlos y sacaremos las mejores notas de la clase.

Antonio no tenía escapatoria, así que se resignó. Ya encontraría la manera de sacarle algo a su hermano mayor.

–Vale, vale… Haré lo que pueda.

Adrián no se conformó con la tímida respuesta de Antonio. Rodeó con sus brazos a sus colegas en un círculo y les susurró en voz baja, como si estuviera compartiendo con ellos una confidencia:

–Chavales, no os llaméis a engaño. Esto es una carrera por eliminación. Aquí, lo que tú creas que no van a hacer los demás te lo van a hacer multiplicado por dos. Hay que ser listos y golpear primero. Que la banca de inversión solo ficha a un puñado de los mejores expedientes.

Tras unos momentos de silencio, los tres colegas volvieron a su disposición anterior, con las cervezas en la mano. Más relajados.

–¿Qué me decís? ¿Estamos? –Adrián trataba de crear un momento de mutua promesa en el grupo–. ¿Lo tenemos claro?

–Entiendo lo que dices, Adrián –rompió el hielo Antonio–. Sin embargo no creo que sea para tanto. Esta gente tiene unos expedientes excelentes. Básicamente se han dedicado a estudiar toda su vida. No creo que sean tan cabrones…

–Antúnez, no tienes ni puta idea de lo que dices –lo interrumpió el otro–. Pregúntale a tu hermano. A ver si te piensas que él saca esas notazas solo estudiando en su cuarto –lo reprendió de manera enfática Adrián, siempre acelerado, como si llevara unas cuantas noches en vela.

–Pues sí. Eso es lo que hace. Chapar como una bestia.

–Ya… seguro. Y nunca ha conseguido exámenes de otros años ni le han soplado lo que le gusta a cada profesor, ¿verdad?

A Antonio comenzaba a resultarle molesta la insistencia de Adrián, pero era tan vehemente que no le quedaba otra que asumirla.

–Vale, tío… Déjame en paz. Ya os conseguiré los exámenes de otros años, los putos apuntes y todo lo que queráis.

Una vez logrado su objetivo, Adrián mudó de pose. Se acercó con la cerveza en la mano a Antonio y lo agarró por los hombros como si hasta ese preciso instante no hubiera estado dándole estopa.

–Eres clave, gordo, totalmente clave para este curso. Vamos a brindar por nosotros, que nos lo merecemos.

Agarraron las birras y se pusieron en pie de manera ceremoniosa.

–¡Por las elites! –parafraseó Álvaro al profesor de Derecho Romano que les había dado la bienvenida a su nueva etapa universitaria.

–¡Qué coño las elites! –lo corrigió Adrián–. ¡Por la tribu de los gordos!

* * *

Nada más llegar a su habitación, Frutos se tiró sobre la cama con los zapatos todavía puestos y se quedó dormido de inmediato boca abajo. No era ni siquiera la hora de comer. Sin embargo, no tenía intención de volver a levantarse hasta la mañana siguiente. El hambre pasaba a un segundo plano en esos momentos, lo mismo que el aseo o cualquier otra cosa que no fuera sobar. Además, salir del cuarto y, mucho más, acudir a las zonas comunes del colegio mayor, sería equivalente a salir sin casco de una trinchera en la Primera Guerra Mundial.

No iba a ser tan sencillo. Los veteranos tenían perfectamente contados a los novatos y no los iban a dejar tranquilos con tanta facilidad. No había transcurrido ni media hora cuando se abrió de golpe su puerta.

–¡Recluta! ¡No es hora de dormir!

Frutos entreabrió los ojos con dificultad. Tenía un insoportable dolor de cabeza, de esos que te hacen dar gracias a Dios por cada uno de los días que vives sin tenerlo. Con la boca reseca y ganas de que todo fuera un mal sueño intentó hacerse el loco.

–Ya sé que es la hora de comer, pero hoy no voy a bajar.

El veterano que había irrumpido en su cuarto llamó a sus dos compinches, que se habían quedado esperando fuera.

–¿Habéis oído? Que dice que hoy no baja a comer.

Se metieron en la habitación de Frutos con cara de estar cumpliendo una misión asignada y ordenaron al unísono:

–¡Recluta! ¡En pie!

«No puede ser –pensó Frutos–. Si con las novatadas de este fin de semana he cumplido ya de sobra con mi cuota de humillación».

Los veteranos parecieron leerle la mente.

–¿Qué te creías? ¿Que ya habías cumplido? Aún no ha acabado tu instrucción. Y lo primero de todo es que tienes que aprender a respetar tu horario, así que baja ahora mismo al comedor.

Frutos era consciente de que no podría resistirse. Mejor pasar por ello cuanto antes y volver al cuarto a dormir, por lo que se puso en pie con dificultad mientras reunía fuerzas para aguantar su migraña un par de horas más despierto.

–No tan rápido –le ordenó el veterano más alto y peor encarado.

–¿Cómo?

–Primero bombea –le ordenó.

–¿Qué?

–Que bombees, ya me has oído.

La escena era surrealista. Con la cabeza a punto de estallarle le resultaba difícil comprender lo que le estaban ordenando.

–Perdona, pero no te entiendo.

–De usted, recluta.

–¿Cómo?

–Que me llames de usted.

Frutos vaciló.

–Pues disculpe. Es que no le entiendo.

–No sé qué es lo que no entiendes. Te he dado una orden.

Era todo muy absurdo.

–Es que no entiendo su orden. ¿Qué quiere decir bombear?

Los tres veteranos se miraron con una sonrisa cómplice, como si estuvieran esperando esa respuesta.

–¿No sabes lo que es bombear?

–No. Eso es lo que os he… perdón, les he dicho.

–No serás virgen, ¿no?

–¿Virgen?

–¿Tampoco sabes lo que es ser virgen?

–Claro que lo sé, señor.

–Entonces deberías saber también lo que es bombear.

Frutos se encontraba aturdido. Entre el dolor de cabeza y la conversación sin pies ni cabeza que estaba manteniendo con los tres compañeros del colegio mayor que se habían arrogado a sí mismos capacidad de mando ya no sabía qué decir.

–Ya les he dicho que no lo sé…

–¿Pues qué coño va a ser? Empujar encima de una chuti.

–¿De una qué?

–De una chuti, una piba, una hembra. Joder; este tío es más corto de lo que parecía.

Frutos se quedó paralizado. Consideró que lo mejor era esperar acontecimientos.

–¿Es que no nos has oído? ¡Al suelo! ¡Bombea!

En un breve momento de lucidez, creyó comprender lo que le decían y se tiró al suelo boca abajo con las manos separadas a la altura de los hombros y se puso a hacer flexiones lo mejor que pudo.

–Eso es, recluta. Pero espera a que comencemos a contar. ¡Veinte flexiones!

Levantó la mirada y esperó a que le dieran la orden.

–¡Ahora! Una, dos, tres, tres, tres, tres...

Se detuvo mientras conservaba los brazos estirados y alzó la vista hacia el veterano.

–Disculpe, ¿por qué no sigue contando?

Risotada generalizada.

–Pues porque no las estás haciendo bien. Tienes que bajar del todo. Hasta tocar con el pecho el suelo.

El novato prosiguió hasta que, tras casi cuarenta flexiones, sus torturadores tuvieron a bien completar la cuenta hasta veinte.

–Recluta, ponte en pie.

Frutos tenía un nudo en el estómago. Más de verdaderas náuseas provocadas por la migraña mezclada con el esfuerzo realizado que del rechazo generado por la innecesaria humillación. A punto estuvo de vomitar al incorporarse. Después de una primera y a duras penas contenida arcada retomó el control sobre su organismo.

Los veteranos se miraron fugazmente, como en busca de aprobación mutua.

–Muy bien, recluta, ya está bien por hoy. Tienes suerte de que seamos unas madres a las que les llegan las tetas hasta el suelo.

Frutos respiró aliviado ante la perspectiva de poder volver a la cama en breves momentos.

–Solo una cosa más.

–Dddd-ígame –acertó a tartamudear de manera casi inaudible.

–No olvides que desde hoy hasta la fiesta del novato estás a nuestro servicio. Harás lo que se te ordene.

«Pues vale –pensó Frutos–, pero ahora idos todos a tomar por culo y dejadme en paz, que me quiero acostar».

–¿Lo has entendido? –bramó el más agresivo de los tres.

–Sí, lo he entendido.

Los veteranos estaban a punto de marcharse satisfechos cuando, de entre la nebulosa de su dolor de cabeza, a Frutos se le iluminó una pregunta.

–Disculpen, señores.

Los interpelados se giraron en el umbral de la habitación.

–Díganos, recluta.

–Y la fiesta del novato, ¿cuándo es?

–Dentro de cinco semanas, recluta. Dentro de cinco semanas.

Tras cerrar la puerta, el chico se dejó caer a plomo sobre la cama tratando de apoyar con fuerza la cabeza sobre la almohada por el lado por el que más le retumbaba el dolor y no volvió a abrir los ojos hasta la mañana siguiente.

* * *

Blanca Soros acababa de servirse su tercer café de la mañana cuando por la puerta de la sala de profesores apareció Porfirio López, don Porfirio, tanto para los amigos como para los enemigos, que regresaba de su primera clase del curso. De hecho siempre se presentaba de esa peculiar manera cuando conocía a alguien por primera vez, con el «don» por delante, tratamiento que le respetaban pese a contar con tan solo treinta y cinco años de edad.

–¡Buenos días, don Porfirio!

–Muy buenos sean, Blanquita.

–Imagino que hoy ha tocado recibir a los nuevos.

–Pues, sí, lleva usted razón. Primera hora de clase para la nueva promoción. En el Aula Pretorio, ni más ni menos.

–¿Y qué tal? ¿Ya les ha soltado usted la charla de las élites, perdón, de las elites? –preguntó, traviesa, Blanca.

Don Porfirio no se tomaba a mal las pequeñas chanzas de sus colegas. Entre otras razones porque estaba de sobra acostumbrado, pero más que nada porque le daba del todo igual lo que el resto de la humanidad pensara de él.

–¡Ay, Blanquita! ¡Qué cosas tiene usted!

Era evidente que les había dado la charla. Siempre hacía lo mismo. Cada año. Era su marca de la casa, su toque personal, del que se sentía muy orgulloso.

–Al final me los va a terminar embobando de clasismo y luego, cuando me llegan a mí, ya no hay quien los aguante –lo rezongó Blanca con tono cariñoso, aunque también con cierta queja.

–¡No me diga eso, Blanquita! –replicó teatral don Porfirio–. De cualquier forma a usted siempre la van a respetar. Toda una doctora investigadora. Y tan jovencita. Estarán todos enamorados de su profesora de Contabilidad. Y ellas deseando ser como usted.

Ciertamente Blanca Soros era una de las profesoras más populares de la Gran Universidad. Resultaba curioso que, pese a llevarse solo diez años con don Porfirio, entre ellos se encontrara una marcada la frontera generacional. Blanca había centrado sus esfuerzos académicos, tras graduarse con brillantez en Economía, en la labor investigadora más que en la docente. No es que dar clase le interesase menos, sino que le parecía poco honrado impartir conocimientos sin que los suyos propios fueran lo suficientemente sólidos. Nunca había comprendido cómo algunos profesores universitarios solo se sabían la materia que impartían. Esto ocurría en gran medida con los profesores externos, que tenían otra ocupación profesional y se acercaban al centro a dar algunas clases a lo largo del año, como si de un hobby cualquiera se tratara. A ella eso nunca le había parecido bien. La educación universitaria era algo mucho más serio.

Quizá lo que le ocurría a Blanca es que era demasiado exigente, consigo misma la primera, pero la realidad era que daba muy pocas clases en comparación con el resto de profesores del claustro. A cambio, no cesaba de publicar en revistas especializadas. Por eso don Porfirio le profesaba un gran respeto, aunque no compartiera con ella esa obsesión por publicar. «La ciencia de la docencia se demuestra en clase delante de los alumnos», solía decirle. Sin embargo, eso era una verdad a medias. En muchas ocasiones camuflaba cierta pereza por el duro trabajo de leer y leer sin parar, muchas veces para no encontrar nada. Y eso para escribir multitud de artículos que no llegaban ni a ver la luz. Y los que sí se publicaban requerían una infinidad de tediosas revisiones que parecían no tener fin, para que después no se los acabara leyendo prácticamente nadie.

–Bueno, que no me ha dicho nada, don Porfirio. ¿Qué tal es la nueva hornada?

–Mmmmmmm… ¿Qué quiere que le diga? Esos chicos son todos iguales. Sesenta caras de susto mientras toman apuntes sin parar aunque uno no esté diciendo nada de nada. Así es imposible crear la atmósfera adecuada.

Blanca rio con ganas.

–Pero, ¿qué esperaba usted? Es su primer día de clase en la Gran Universidad. Han salido directos del colegio para aterrizar en su clase, como quien dice.

Don Porfirio era consciente del difícil tránsito entre la vida escolar y la universitaria. Aun así, cada nuevo curso albergaba la esperanza, más bien el deseo, de encontrarse con un auditorio hipnotizado por la charla que él estaba convencido que movería sus almas y que nunca en sus vidas olvidarían. A cambio se daba de bruces año tras año con las mismas caras ausentes, incapaces de procesar otra cosa que no fueran apuntes, notas o exámenes.

Puede que no hubiera esperanza. O quizá tendría que haber mirado un poco más allá de las primeras filas.

2 NADIE CHAPA ÉTICA

Era tradición en la Gran Universidad, como lo era en las universidades de prestigio de cualquier lugar del mundo, organizar una fiesta de recepción y bienvenida para los novatos, que de esa manera recibían su bautizo en el mundo académico y traspasaban de forma definitiva el umbral que separa la niñez de la edad adulta. Un rito iniciático en toda regla.

Asimismo constituía una oportunidad excelente para que se pudieran comenzar a resquebrajar los compartimentos estancos que representaban los tres grandes grupos de alumnos: los que habían estudiado juntos en la Gran Capital desde niños, los que vivían en la Gran Capital pero habían cursado estudios en otros centros y los que venían de fuera. Cada uno de ellos afrontaba la efeméride de diferente forma. Para los del grupito de conocidos era una fiesta más, ni siquiera su primer evento como universitarios, aunque sí el primero en que ellos iban a ser las estrellas, trajeados o en vestido de noche, marcando territorio frente al resto. El resto de oriundos de la Gran Capital acudían rebosantes de ilusión por poder acceder, al fin, al sanedrín universitario, como si el sarao organizado por la facultad supusiera el verdadero pistoletazo de salida al nuevo mundo académico. Los de fuera, al fin, acudían aliviados por poder escapar del yugo de sus colegios universitarios. Todavía quedaban dos semanas para la fiesta del novato y todo lo que les permitiera evadirse de la cárcel de los veteranos era más que bien recibido.

Por descontado sería un viernes. Y, no hacía falta preguntarlo, en un céntrico hotel de lujo, donde los bautizados cenarían tras un elegante cóctel y, concluidos los postres, tendrían oportunidad de echarse unos bailes y unas copas, seguramente solo lo segundo, en la discoteca.

–Bernardo, hoy tenías la fiesta de la Gran Universidad, ¿no? –lo abordó emocionada su madre nada más llegar de clase a mediodía–. ¿Ya sabes qué vas a ponerte?

Pues no. Era lo mismo que ir a clase pero con corbata.

–Ni idea, mami. Me pondré el traje y una corbata de papá.

Con «el traje» se refería al mismo que se había enfundado para la graduación del colegio. Y el mismo de las bodas de oro de los abuelos. Vamos, el traje. El único que tenía.

–Ahora te saco unas cuantas, hijo, para que puedas escoger.

Estaba claro que la fiesta le hacía mucha más ilusión a su madre que a él. En el fondo Bernardo nunca había sido demasiado sociable y esa fiesta le parecía una estupidez. Se acababan de ver los mismos hacía unas horas y no apreciaba dónde residía la diferencia por hacerlo de noche y de etiqueta. Estaba claro que no era lo que se dice un tío muy enrollado.

–Mami… Si no es más que una cena de compañeros de clase…

Su madre se volvió, y entre cariñosa y severa, lo recriminó.

–¿Eso crees? Estos detalles son mucho más importantes de lo que parece –trató de aconsejarle–, que la vida no es solo estudiar e ir a clase.

–Bufffff… ¿Otra vez con lo mismo? Mami, aquí todos mis compañeros son como yo.

Su madre lo miró con ternura.

–Ya. Seguro que ellos no llevan varios días preparándose para este día. Eso es lo que tú te crees...

Y no se equivocaba.

* * *

–¡¡¡Madreeeeeeeee!!!

–Ay, Álvaro, qué manía la tuya de gritarme cuando llegas a casa.

–Perdón, perdón, es que hoy es un día importante. ¿Recogiste mi blazer?

–Claro que sí, hijo. Claro que sí. ¿Cómo se me iba a olvidar, si hoy es tu cena de la Gran Universidad? Tienes que estar impecable.

–¿Y el pantalón beige nuevo? Ya sabes que la blazer no pega con el gris.

–¿Que no pega con el gris? Pero si de toda la vida ha sido la combinación más elegante del mundo. Y con corbata de rayas con nudo Windsor.

–Madre, que ya te he dicho que todos vamos a ir con pantalón beige. Y la corbata tiene que ser azul y verde.

–¿Y el nudo te lo sabes hacer?

–Pues no. Me lo haces tú y luego ya no lo toco en toda la noche.

–Ay, hijo… ¿A dónde quieres llegar en esta vida si no sabes ni hacerte un simple nudo Windsor…?

–Ya aprenderé, madre; no seas pesada.

Álvaro se probó la blazer. Le quedaba impecable. Era lo bueno de habérsela hecho a medida en una sastrería. Los pantalones también perfectos. No había que descuidar ningún detalle. Sabía que esa era la marca que diferenciaba con claridad a los que realmente merecían el título de élite de los arribistas.

Y, en efecto, así iba a ser.

Al entrar en el lobby del hotel Gran Capital se podía distinguir a la perfección tres grandes grupos: blazers con nudo Windsor, trajes de saldo y el inefable descuidado atuendo de los se habían calzado lo primero que habían pillado a mano.

Eso ellos, porque con ellas era más complicado. Como mucho se podría distinguir a las residentes en colegio mayor «de señoritas», que no habían tenido tanto tiempo como el resto para arreglarse por seguir siendo consideradas novatas a prueba.

En cualquier caso, y por mucho que le costara reconocerlo, la sensación que experimentó Bernardo al atravesar la puerta de entrada del Gran Capital fue indescriptible. Un cosquilleo de emoción le recorría el cuerpo desde los pies hasta la cabeza pasando por la espalda. Era algo estúpido, puesto que en realidad no se trataba más que de una reunión de compañeros de clase, pero verlos a todos tan elegantes, tan cambiados, en un acto «oficial», resultaba emocionante incluso para alguien que, como él, rehuía de todas esas ceremonias.

Lo primero que hizo nada más entrar fue coger la copa de champán, cava o lo que fuera que llevara un ardiloso camarero en la bandeja, y dirigirse, como atraído por un imán, al primer grupo de compañeros que divisó. Para su sorpresa, el grupo lo acogió de una forma que casi podría considerarse cariñosa, como si se tratara de uno más de la estirpe.

«¡Qué extraño! –pensó–. De repente soy uno más».

De hecho, así lo parecía. Las miradas esquivas ahora se tornaban frontales y amables. El contacto físico era continuo, con unas inesperadas palmadas en la espalda, y hasta lo interpelaban con aparente interés.

–¿Qué tal, Bernardo? ¿Cómo vas, colega?

«¿Colega?».

En fin, por qué no dejarse llevar por el momento si en el fondo lo estaba deseando. ¿A quién no le gusta sentirse parte integrante de un grupo? Quizá eran unos tipos cojonudos y les había juzgado mal.

–Tú eres de la Gran Capital, ¿no?

–Pues no nací aquí –contestó Bernardo–, pero he estudiado en la Gran Capital desde pequeño.

–¡Qué interesante! ¿Y en qué colegio?

En ese momento, atraído por el animado grupo de compañeros, se acercó otro de los novatos.

–¡Hombre, Frutos!

Las palmaditas de rigor en la espalda se multiplicaban por doquier.

–¿Cómo vas, amigo?

–Tú no eres de la Gran Capital, ¿cierto?

Frutos miró con cara de hastío a los miembros del grupito de colegas de nuevo cuño. Después de haber sobrevivido a los veteranos del colegio mayor durante tres semanas lo último que necesitaba ahora es que lo anduvieran con ceremonias y formalismos.

–Oye, ¿copas no sirven todavía? Que yo con esta copita de espumoso no tengo ni para entrar en calor –dijo a modo de respuesta ignorando lo que le habían preguntado.

–Pues… ni puta idea, la verdad. ¿Me has visto cara de camarero? –replicó displicente Adrián, al que no le hacía ninguna gracia que el de provincias se hubiera saltado la a sus ojos convención social mínima exigible.

–Joder, Fitzpatrick, cómo te pasas… –lo riñó Antonio Antúnez, más bien con cara de satisfacción.

Frutos no se dio por aludido. Como para que a esas alturas de mili le fuera a alterar el pulso una contestación salida de tono. Se giró sobre los talones y se acercó al camarero de la bandeja.

–Disculpe, ¿me puede poner un roncola?

Segundos después se reintegraba al corro con su copazo mientras el grupito de enterados seguía con las copas vacías en la mano y cara de fastidio.

–De Ciudad Costera.

–¿Cómo?

–Que soy de Cuidad Costera. ¿Y vosotros? Todos de la Gran Capital, entiendo.

Fitzpatrick estaba a punto de saltar de nuevo cuando Álvaro lo contuvo con un pequeño gesto, indicándole que se retirase al rincón.

–Tranquilo, gordo, que esta no es tu batalla. No vas a dejar que te amargue la fiesta este paleto, ¿verdad? Venga, vamos a por una copa nosotros también.

Ya con las copas en la mano se acercaron a donde se encontraban el resto de habituales, que de forma espontánea alzaron sus vasos sincronizadamente, como alertados por una inaudible voz de mando.

–¡Por la tribu de los gordos! –propuso Adrián.

–¡Por la tribu de los gordos! –gritaron todos a pleno pulmón.

* * *

Frutos sabía que no podía regresar al colegio mayor sin el «Manual de Termodinámica, Volumen 1» que le había encargado uno de los veteranos. Todavía estaba en fase de esclavitud, ya que hasta una semana después no recibiría su bautizo y podría lograr por fin su manumisión. Así que no quedaba otra que conseguir como fuera el librito de marras. Pero no era tan fácil. Era un texto muy demandado, en especial a principios de curso. Y los estudiantes de ingeniería acostumbraban a ir por libre. No compartían libros, apuntes, ni absolutamente nada. Ni siquiera aula. Porque a clase no iba ni el diez por ciento del alumnado. Esto reducía de forma drástica la interacción entre compañeros y, en consecuencia, el compartir el deseado manual de Termodinámica era algo del todo punto inviable.

Llevaba todo el día dando vueltas por cada una de las librerías de la Gran Capital sin suerte alguna. «Agotado». «Agotado». Y una vez más, «agotado». «En un mes lo reponemos». Así una y otra vez. Era desesperante.

«No me jodas con el puto manual de Termodinámica. Menuda encerrona me ha preparado el veterano. No lo voy a encontrar en la vida», se lamentaba Frutos.

De repente se le iluminó el rostro.

«Espera, espera. A ver si lo van a tener en la biblioteca de la Gran Universidad. También tiene estudiantes de ingeniería y la gente es mucho más civilizada».

En realidad era una buena idea. Como estudiante de la Gran Universidad tenía acceso a cualquier texto de la biblioteca, aunque no fuera de las materias en las que estuviera matriculado. Y, efectivamente, al tratarse de un centro pequeño y que se asemejaba a un colegio, los alumnos no tenían por costumbre arrasar con los libros más demandados. Los consultaban y los volvían a dejar en su sitio.

Frutos no había entrado todavía nunca a la biblio, pero sabía a la perfección dónde estaba, puesto que se encontraba en un edificio contiguo a la nave central de la Gran Universidad y siempre había un trasiego de estudiantes brutal. Se dirigió raudo a la facultad y subió los escalones hasta la primera planta de tres en tres. Al llegar se dio de bruces con un mostrador similar a una taquilla de cine, en la que dos empleados, entre documentalistas y pastores de rebaño, orientaban a los alumnos en sus búsquedas a la par que les requerían guardar silencio.

–¡Buenas tardes! –jadeó apurado.

–¡Chssssst! –lo reprendió el centinela–. Aquí no se puede hablar tan alto. ¿No ves que está todo el mundo estudiando?

Frutos observó a su alrededor. En efecto, eso estaba más lleno que el metro en hora punta. Estudiantes de todas las edades compartían el espacio común en alargadas mesas con lámparas bajas individuales y blocs con el membrete de la Gran Universidad para tomar notas. Al fondo de la sala divisó un grupito que le resultaba familiar.

«¡Anda! Si esos de ahí parecen ser algunos de mis compañeros de clase».

Dudó si acercarse y saludar. Por un lado no tenía mucho tiempo que perder. Necesitaba llevar cuanto antes el ansiado volumen al colegio mayor para así poder quitarse de encima al veterano. Por otra parte tampoco estaba muy seguro de que esos que vislumbraba a lo lejos fueran compañeros suyos. Salvo en la fiesta de bienvenida, apenas había tenido contacto con ninguno de ellos más allá de un «hola» y «adiós».

Empujado por la curiosidad más que por otro impulso decidió acercarse mientras uno de los encargados de la biblioteca le buscaba el manual, que milagrosamente parecía estar disponible. Estaba a unos pocos metros cuando, tras distinguir mejor los rostros del grupito, se arrepintió y trató de volver sobre sus pasos.

–Hombreee… ¡Mirad a quién tenemos aquí! –susurró Fitzpatrick–; nada más y nada menos que a Míster Ciudad Costera. ¿Qué pasa? No te habrás perdido, ¿no?

Frutos se quedó sin saber qué responder.

«¿Quién coño me mandará a mí acercarme? ¡Bastante tengo yo con los veteranos del colegio como para meterme en estos embolados con mis propios compañeros de clase!», se lamentó.

De cualquier manera, no podía irse sin decir nada. Habría resultado de lo más ridículo, así que tomó asiento al lado de sus compañeros. Junto a Adrián Fitzpatrick pudo distinguir a Antonio Antúnez, a Álvaro Bustos y a otra media docena de rostros que le resultaban de alguna manera familiares.

–Pues he venido a por un manual de Termodinámica que me ha pedido un veterano del colegio mayor –respondió sincero.

Fitzpatrick lo miró con cara de sorpresa.

–¿Así que no has venido a chapar?

«Pues no, por supuesto que no. A chapar ¿qué?, además», pensó casi en voz alta, al mismo tiempo que reparaba en los libros de Ética a todo subrayar desperdigados por la mesa.

–No, no. No vengo a estudiar. Vosotros estáis con… ¿Ética?

Aunque era cierto que en algo más de una semana iban a tener su primer examen universitario, también era verdad que era el de Ética, una de las asignaturas de relleno del programa, similar a la Religión en un colegio. A Frutos le resultaba totalmente incomprensible que alguien se pusiera a estudiar Ética, y mucho menos con tanta antelación.

Nadie tuvo a bien contestar su pregunta, por lo que decidió que lo mejor era darse la vuelta y dejarlos en esa curiosa quedada clandestina. Recogió el libro de Termodinámica, se volvió raudo al colegio mayor y se olvidó por completo del encuentro que había tenido con sus compañeros en la biblioteca.

* * *

Al lunes siguiente, en los corrillos del pasillo frente a la puerta de clase no se hablaba de otra cosa que no fuera el examen de Ética. Iba a ser el primer examen universitario al que se enfrentasen y todo el mundo andaba un poco despistado. Además, el temario no era precisamente ligero. Quince temas contenidos en un volumen de obligatoria adquisición en la librería del propio centro. Nada menos que cuatrocientas veinticinco páginas de información difícil de digerir ya que se trataba de conceptos bastante etéreos. Estudiarse tamaño tocho en condiciones no era moco de pavo.

Pero, claro, se trataba de Ética. ¿Tenía algún sentido hacer ese esfuerzo sobrehumano al mismo tiempo que continuaban las clases? ¿Qué es lo que se esperaba de ellos? ¿Que hicieran una lectura somera del libro o que lo memorizasen? Y no era cuestión de preguntárselo al profesor. Eso era la universidad y allí todos eran conscientes de que determinadas cosas se sobreentendían. Nadie pregunta en la facultad cómo se ha de estudiar un examen. Así que entre los estudiantes tendrían que aclararse, pues en el fondo estaban en el mismo barco, con la ventaja de que alguno de ellos tenía hermanos mayores que ya habían pasado recientemente por esa experiencia, por lo que sabrían a qué atenerse. Esos eran los corrillos a los que había que juntarse en el pasillo. Aplicar la oreja y enterarse de qué hacer.

Bernardo, por si acaso, ya llevaba unos días estudiando. Las ganas de agradar y de hacerlo bien en su primer examen universitario pesaban mucho más que el aburrimiento que le provocaba la materia.

Había que reconocer que el profesor de Ética había sido muy avispado adelantando tanto el examen. De esa forma se aseguraba que los nuevos estudiasen con cierto interés su libro al menos esa primera vez, porque era consciente de que a partir de que entrasen de lleno en el mundo universitario nunca más dedicarían tiempo a su asignatura.

Intrigado por lo que estarían haciendo sus nuevos compañeros le preguntó a Álvaro, con quien casi no había cruzado palabra hasta entonces, el cual, de manera adusta y con mucho aplomo, le dijo:

–Nadie chapa Ética, Bernardo. Nadie. Es una «maría».

–O sea, que con leértelo la noche antes vas sobrado –apuntaló Antonio Antúnez.

Era una opinión autorizada. Bernardo era sabedor de que el hermano mayor de Antonio estaba en tercero, así que ya había tenido que pasar por lo mismo.

Aun así era arriesgado exponerse a hacer un mal papel en su primer examen en la Gran Universidad, por lo que, algo más relajado, siguió metiendo horas a Ética hasta llegar a darle cuatro o cinco vueltas al temario, como habría hecho en el colegio con cualquier otro examen.

«Más vale pasarse que quedarse corto», consideró.

* * *

El día del examen allí traía mala cara todo el mundo.

«Para no haber estudiado nadie, aquí muchos llevan bastante tiempo sin dormir», pensó Bernardo.

Se acercó a Álvaro, que era uno de los que presentaba peor aspecto.

–¿Qué tal? ¿Cómo lo llevas?

–Mal, muy mal. Me he tirado toda la noche sin dormir a base de cafés y ahora no me tengo en pie. Me va a salir fatal.

Álvaro inauguraba de esa manera y en ese momento un inveterado ritual al que Bernardo con los años acabaría por acostumbrarse. Imagen de total destrozo físico por la falta de sueño acompañada de supuesto derrumbe psíquico ante la perspectiva de un fracaso académico seguro.

–¿Lo dejaste para la última noche? ¡Si son cuatrocientas veinticinco páginas! –exclamó.

–Jajajaja –se rio Frutos–. ¿La última noche? Este lleva chapando semanas. Si hace dos findes estaba ya en la biblioteca de la Gran Universidad con el libro entero subrayado.

–Pero, ¿no decíais que con leerse el libro la noche antes iba uno sobrado? –replicó Bernardo.

–Claro que sí. Para aprobar. No para sacar nota. ¡Y este cabrón quiere sacar matrícula! –remachó Antonio Antúnez.

A los pocos días se publicaron las calificaciones. El sistema de comunicación de los resultados de los exámenes era de lo más pedestre. Un bedel se acercaba al tablón situado a la entrada de cada clase, abría la mampara de cristal y colgaba con una chincheta la lista que le habían entregado en Decanato con las notas de los alumnos debidamente firmada por el profesor de turno.