El otro - Ali Blood - E-Book

El otro E-Book

Ali Blood

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Beschreibung

ELLA HA SEGUIDO ADELANTE. Tres años después del asesinato de su prometido, Gemma Morgan, por fin, está empezando a seguir adelante con su vida. ÉL YA NO ESTÁ. Pero justo cuando cree que todo ha vuelto a la normalidad, se da cuenta de que el nuevo hombre en su vida parece estar escondiéndole algo importante. Gemma ha vuelto a caer en un pozo de desesperación, pero ¿es solo la paranoia jugándole una mala pasada? ¿O ES ÉL? Solo que esta vez no es el dolor lo que la consume, sino el temor por su vida. UNA LECTURA ÁGIL Y APASIONANTE CON UN TOQUE DE TERROR, PERFECTA PARA LOS FANS DE ALEX MICHAELIDES Y FREIDA MCFADDEN. A los lectores les encanta EL OTRO: «Una gran historia, con tantos giros que estuve al borde del asiento esperando a ver cómo se desarrollaba». «¡Un thriller psicológico absolutamente asombroso!». «Qué viaje tan emocionante de principio a fin. ¡Tenía todo lo que me gusta!». «¡Imprescindible!».

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Seitenzahl: 454

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

El otro

Título original: The Other Fiancé

© Ali Blood 2024

© 2025, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

Publicado por HarperCollins Publishers Limited, UK

© De la traducción del inglés, Carlos Ramos Malavé

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers Limited, UK.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.

 

Diseño de cubierta: LookAtCia

 

I.S.B.N.: 9788410642218

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

Capítulo 60

Capítulo 61

Capítulo 62

Capítulo 63

Capítulo 64

Capítulo 65

Capítulo 66

Capítulo 67

Capítulo 68

Capítulo 69

Capítulo 70

Capítulo 71

Capítulo 72

Capítulo 73

Capítulo 74

Capítulo 75

Capítulo 76

Capítulo 77

Capítulo 78

Capítulo 79

Epílogo

Agradecimientos

 

 

 

 

 

 

Para Sonny y Alessia, las más recientes incorporaciones a nuestra familia en constante crecimiento.

Les deseo a ambos una vida larga y próspera.

Prólogo

 

 

 

 

 

Sigo sin poder creerme lo que acabo de oír. Las revelaciones me han dejado sobrecogida. Noto la frente perlada de sudor y el corazón como loco en el pecho. Lo único que puedo hacer es quedarme quieta en mitad de la estancia y dejarme arrastrar por el tumulto de emociones que me desgarra por dentro.

—Es todo culpa tuya, Gemma —me dice él—. No tenía por qué acabar así.

Sus palabras hacen que se me vuelva a helar la sangre en las venas y me siento vulnerable, indefensa, impotente.

Lanzo una mirada a la puerta que conduce al pasillo y me pregunto qué ocurrirá si corro hasta allí. Ni siquiera estoy segura de si lo conseguiría. Y, si lo hiciera, entonces ¿qué? En ningún caso lograría salir de la casa. Estoy atrapada en mi propio hogar con un hombre armado con un cuchillo que me quiere ver muerta.

—He estado dándole vueltas a qué hacer, Gemma, y he decidido que tiene que ser así. Has hecho demasiado y ahora sabes demasiado. Y, tal como yo lo veo, esta es la única opción que me queda. Lo siento.

El pánico se apodera de mi pecho, hace que me cueste respirar y, al ver que da un paso hacia mí, me invade una oleada de terror paralizante.

Solo hay una cosa que puedo hacer, así que me lanzo a un lado y corro a la puerta. Pero solo logro dar dos pasos antes de chocarme contra una silla que no debería estar ahí y caerme de cara contra la moqueta.

Ruedo y, al elevar la vista, lo veo de pie sobre mí, con una pierna a cada lado de las mías y el cuchillo en la mano. Sacude la cabeza y aprieta la mandíbula.

—Será rápido —me dice—. Tú cierra los ojos.

Capítulo 1

 

Gemma

 

 

 

 

 

Nada más salir de la aplicación de citas de mi teléfono, se me acelera la sangre en las venas. Es la predecible reacción de mi cuerpo ante lo que acabo de hacer.

Tras dos semanas de mensajes, he aceptado quedar con mi último match y hemos dado el paso monumental de intercambiarnos los números de teléfono.

Se llama John Jackman y, en su perfil de la aplicación, se parece a George Clooney de joven. Al igual que yo, vive en la zona sur de Londres; según parece, es asesor financiero. Pone que tiene treinta y dos años. Hemos decidido que nuestra primera cita sea el viernes por la noche —dentro de tres días—, y yo he sugerido una vinoteca y restaurante de Balham.

Dejo caer el teléfono sobre el sofá y voy a la cocina a servirme otra copa de vino blanco bien frío. La necesito porque noto que en mi pecho se ha instalado una presión que me inquieta. Me sucede siempre que accedo a acudir a una cita. Se me acumulan las dudas. ¿Será demasiado pronto? ¿El hombre será tan auténtico como parece? ¿Me volveré a decepcionar?

Me aventuré en el mundo de las citas online hace cinco meses, hasta ahora he tenido nueve citas. Pero, por desgracia, ninguna estuvo a la altura de mis expectativas. Hubo un tío que no paraba de hablar de sí mismo. El imbécil que insultaba a su exmujer y hacía comentarios racistas. Y el que aseguraba tener treinta años cuando estaba claro que, como mínimo, era diez años mayor.

Pero sin duda el que se llevó la palma fue el irlandés arrogante. Después de decirle que trabajaba para un periódico dominical como periodista de investigación, fue como si se le hubiera comido la lengua el gato y, desde ese momento, esquivaba todas mis preguntas, hasta que se inventó una excusa para dejarme tirada en la cafetería.

Luego anduve haciendo algunas averiguaciones, cosa que reconozco que debería haber hecho de antemano, y descubrí que su perfil era totalmente falso. No se llamaba Kevin y no tenía su propia empresa de software informático. De hecho, hoy por hoy, todavía no sé quién es en realidad ni a qué se dedica. Supongo que le dio miedo que pudiera descubrirlo antes de que lograra llevarme a la cama. O tal vez sospechara que le había tendido una trampa a fin de delatarlo como un fraude en la aplicación de citas.

Alice, mi mejor amiga, ya me había advertido de que las citas online pueden ser una experiencia desalentadora, en especial para mujeres con poca seguridad en sí mismas. Ella se había pasado un año saliendo con hombres a través de distintas aplicaciones y páginas web, hasta acabar atada a un matrimonio infeliz con uno de ellos.

Me digo a mí misma que quizá esta vez tenga suerte y John Jackman cumpla todos los requisitos y me enamore. La idea casi me hace sonreír. Pero por lo menos sé que es quien dice ser. Desde mi experiencia con «Kevin», me esfuerzo por averiguar todo lo posible sobre los hombres con los que accedo a quedar.

Doy un sorbo al vino mientras regreso al salón. Me noto cansada, pero no es de extrañar, porque hace un rato que he vuelto a casa después de salir a correr, como suelo hacer. Dentro de poco me iré a la cama, pese a que ni siquiera son las ocho. Viviendo sola en una pequeña casa alquilada de dos dormitorios, casi todas las noches tienden a hacérseme largas y aburridas, así que no acostumbro a quedarme levantada hasta tarde. Además, hace algún tiempo que no tengo mucha vida social. Podría haberme esforzado más en cultivar una después de encontrarme sola en el mundo; sin embargo, elegí no hacerlo.

Decido ver la tele un rato, aunque, al alcanzar el mando a distancia, desvío la atención hacia la fotografía enmarcada de Callum que hay sobre la repisa de la chimenea. Fue la última que le hice. Habíamos salido a celebrar su cumpleaños y llevaba puesta la camisa azul brillante que le había regalado.

No puedo creer que hayan pasado tres años desde que me lo arrebataron de forma tan brutal e inesperada. El amor de mi vida, el hombre con el que iba a casarme, la persona más amable y cariñosa que jamás había conocido. Lo único que me queda de él son los recuerdos y el anillo de compromiso que me regaló.

Como siempre, el sentimiento de culpa por haber aceptado quedar con alguien asoma su fea cabeza. Una vez más, debo repetirme a mí misma que no puedo permitir que eso me impida seguir adelante. Ahora tengo veintiocho años y me siento preparada para embarcarme en otra relación larga. Callum no habría esperado que me quedara soltera el resto de mi vida. Habría querido que volviera a enamorarme, que tuviera hijos y fuera feliz.

Llevábamos juntos poco más de un año cuando me pidió matrimonio. La boda iba a tener lugar en el registro civil que había cerca del piso que compartíamos en Wandsworth, después celebraríamos el banquete en un pub cercano. Estaba todo organizado. Todos habían recibido su invitación. Incluso me había comprado ya el vestido que iba a ponerme.

Pero, dos semanas antes del gran día, mi mundo se vino abajo. Y todavía no he logrado reconstruirlo.

 

 

Media hora más tarde, sigo sentada en el sofá, bebiendo vino y rememorando el pasado, cuando me suena el teléfono.

Doy un respingo e instintivamente me pregunto si será John Jackman, que llama para asegurarse de que le he dado mi verdadero número. Aliviada, compruebo que no es él.

—Siento molestarte tan tarde, Gemma —dice mi jefe y editor, Ryan Tapper, que tiene por costumbre llamar a cualquier hora—. ¿Puedes hablar?

—Desde luego. ¿Qué sucede?

—Bueno, ahora necesito que vengas a la oficina mañana a primera hora de la mañana.

—Pero se supone que tengo que acudir a una rueda de prensa en Basingstoke.

—Ya no. En tu lugar irá Russell. Y puede cubrir él esa historia.

—Vale. Así me ahorro el viaje. Pero ¿a qué viene el cambio de planes?

—Han surgido un par de asuntos. Nos ha llegado información sobre otra posible exclusiva y quiero que lo investigues.

—¿Puedes explicarte un poco más?

—Ya te daré los detalles cuando nos veamos, pero tiene que ver con una acusación de corrupción contra un poli de alto rango de la Policía Metropolitana.

—Suena interesante. ¿Y cuál es el otro asunto que ha surgido?

Se aclara la garganta antes de responder.

—Es relativo a la entrevista que has accedido a dar para la revista Capital Crime. Ahora quieren adelantar un mes su edición especial y sacarla el próximo martes. Está casi todo terminado ya y me piden si pueden venir a hablar contigo mañana a las once en lugar de la semana que viene.

—¿Y sabes qué es lo que los ha llevado a cambiar de fecha?

—Sí que lo sé. A última hora de esta tarde han encontrado muerta a una mujer en Richmond Park. La policía dice que ha sido asesinada.

Noto que me recorre un escalofrío.

—Dios mío, otra no.

—Como sin duda podrás observar, eso le da a la revista un buen motivo para adelantar su edición especial.

—Desde luego que sí.

—Pero ¿sigues dispuesta a hacerlo, Gem? —agrega Ryan tras una breve pausa—. Aún estamos a tiempo de cancelar la entrevista. Estoy seguro de que lo comprenderían.

—No pasa nada, tranquilo —le digo—. He accedido a hacerlo y esta última víctima me da aún más razones para no echarme atrás. Diles que allí estaré.

Y así termina la conversación.

Cuando quince minutos más tarde me voy a la cama, no es mi inminente cita romántica lo que me quita el sueño, sino darle vueltas a lo doloroso que me resultará contarle mi historia al reportero de la revista cuando me siente mañana a hablar con él.

Capítulo 2

 

Jackman

 

 

 

 

 

Empieza a llover en cuanto sale del pub. Pero está de muy buen humor como para dejar que eso le moleste.

La fiesta de cumpleaños a la que acaba de acudir para uno de sus compañeros de la oficina ha sido un gran éxito. Mucha comida y bebida; todos lo han pasado bien.

Pero no es esa la única razón por la que se siente animado. El hecho de que Gemma Morgan haya accedido a tener una cita con él ha resultado ser una agradable sorpresa. No puede creerse la suerte que tiene. Solo espera ser capaz de causarle una buena impresión.

Desde que le saltó el match en la aplicación de citas hace dos semanas, no ha parado de pensar en ella. Ahora está deseando que llegue el viernes y ansía poder acercarse a esos deslumbrantes ojos azules, a sus delicadas facciones y a su melena negra y lustrosa.

Está decidido a decir y hacer todo lo que pueda para ganarse su confianza, y, si lo logra, quién sabe adónde le llevará eso.

Desde el pub hasta su casa solo hay quince minutos andando por las calles bien iluminadas de Brixton. De camino, un frío chaparrón de octubre le empapa el pelo, la cara y la cazadora, y a lo lejos se oyen los truenos. Pero eso no le estropea el ánimo, porque la cara de Gemma se aparece en sus pensamientos. Y, cuanto más se aparece, más emocionado está ante la idea de conocerla.

Solo hay una cosa que deberá tener en cuenta cuando llegue el momento: andarse con mucho cuidado para no revelar la verdad sobre sí mismo.

 

 

Su casa es una vivienda adosada de dos dormitorios situada al final de la hilera de casas, cerca de St. Matthew's Garden. Lleva alquilándola los últimos dos años y no tiene intención de mudarse a otro sitio en un futuro próximo.

La estación del metro está cerca, de modo que el trayecto hasta su oficina, situada frente al río en el West End, es corto y rápido. Además, hay abundancia de animados bares, pubs y restaurantes a los que se puede ir andando.

Ahora existe otra ventaja añadida: Gemma Morgan vive a tan solo cuatro kilómetros de distancia, en Balham. Cerca de High Road y no muy alejada del sitio donde van a quedar.

Son cerca de las diez y media cuando llega a casa. Una vez dentro, cuelga el abrigo en el perchero y pasa al baño de abajo para secarse el pelo con una toalla. Luego se va directo arriba, a su dormitorio.

Justo cuando está a punto de entrar, oye una voz procedente del interior.

—¿Eres tú, John?

No puede evitar sonreír cuando abre la puerta. Albergaba la esperanza de que ella estuviera aquí porque está bastante cachondo.

—Pensé que tenías otros planes —dice él.

Simone está tendida en la cama con actitud seductora, las sábanas retiradas y la luz de la mesilla encendida. Una figura pequeñita de cabello rubio, pechos grandes y labios carnosos. Lo único que lleva puesto es una amplia sonrisa.

—Mi amiga canceló el plan —responde ella—. Me aburría en casa, así que se me ocurrió venir y esperar a que volvieras de tu fiesta. ¿Te alegras de verme?

—Ya lo creo. Eres justo lo que necesito ahora mismo.

—Qué bien —exclama ella sonriendo más abiertamente—. Para entrar he usado la llave que tienes escondida debajo de la maceta.

—Para eso está allí —responde mientras empieza a quitarse la camisa.

No se cree ni por un segundo que su amiga la haya dejado tirada. Es más probable que haya sido ella quien ha cancelado su velada para poder estar aquí cuando él llegara a casa y ver si venía con otra mujer.

Sin embargo, no piensa sacar el tema ahora porque sabe que eso desembocará en una pelea y ella le acribillará con las mismas preguntas de siempre:

«¿Por qué no permites que nuestra relación pase al siguiente nivel?».

«¿Por qué no puedo mudarme a vivir contigo?».

«¿Me estás poniendo los cuernos?».

«¿Hablas en serio cuando dices que me quieres?».

La verdad es que no la quiere y que, en cuanto aparezca alguien mejor, su relación de cuatro meses tocará a su fin. Hasta entonces, está encantado de tenerla comiendo de su mano, porque es divertida y el sexo con ella es fantástico.

A Simone se le iluminan los ojos cuando él se baja los pantalones y ve que ya está excitado.

—Cuanto antes empecemos, mejor —le dice mientras se humedece los labios con la lengua—. Los dos tenemos que levantarnos temprano para ir a trabajar.

—Una pena que no sea fin de semana —responde él mientras se lanza sobre la cama.

Capítulo 3

 

Gemma

 

 

 

 

 

El miércoles por la mañana me levanto a las seis, solo he conseguido dormir unas tres horas. Cuando me miro en el espejo, doy auténtica pena, tengo la cara marcada por la emoción y el cansancio.

Ya antes incluso de meterme en la ducha, empiezo a pensar en la entrevista que tendré que concederle esta mañana a la revista Capital Crime y eso me provoca un escalofrío de ansiedad. Sigo sin arrepentirme de haber accedido a hacerlo. Lo que pasa es que pensaba que tendría más tiempo para prepararme para lo que sin duda será una experiencia incómoda.

Hablar con un compañero periodista sobre lo sucedido hace tres años no es lo mismo que revivirlo día tras día y noche tras noche en mi cabeza. Lo sé porque no será la primera vez que permito que me entrevisten.

Por aquel entonces, era reportera no especializada en el Daily Mail, así que sabía que, siendo la prometida de Callum, los diferentes medios de comunicación querrían hablar conmigo. Pese al estado en que me encontraba, sentí que era mi deber hacer lo que pudiera por contribuir a la investigación policial y ayudar a garantizar que la noticia obtuviera toda la repercusión posible. De modo que hablé para periódicos y telediarios, además de formar parte de un llamamiento televisado durante el cual me vine abajo y empecé a llorar.

Con el tiempo, la vida siguió y perdieron interés en mí. No volvieron a solicitarme entrevistas hasta hace dos semanas, cuando un amigo que trabaja en la revista Capital Crime me llamó para decirme que iban a dedicar una edición entera al abrumador número de homicidios que se han producido a lo largo de los últimos años en diferentes parques y zonas comunitarias de Londres. Y me preguntó si estaría dispuesta a contar mi historia como parte de un segmento dedicado al impacto que tenían los asesinatos en los seres queridos de las víctimas. Le dije que sí sin dudarlo un instante, en parte porque no quiero que lo que le sucedió a Callum se olvide jamás.

 

 

Para cuando estoy duchada y vestida, le tengo menos miedo a la entrevista. Me digo a mí misma que no pasará nada y que no debería suponerme un problema controlar mis emociones.

Tras aplicarme un poco de maquillaje, llevo a cabo mi rutina diaria consistente en una taza de café y una rebanada de pan tostado con mantequilla para desayunar. Eso es lo único que necesito para aguantar la mañana.

Después, preparo el bolso y me planto delante del espejo de la entrada para asegurarme de estar presentable.

Llevo un jersey de astracán de cuello alto combinado con unos pantalones negros anchos, y en general me satisface mi aspecto. Tras perder a Callum, caí en una depresión profunda y me abandoné. Bebía demasiado, comía en exceso y engordé muchísimo. Pero a lo largo de los últimos dieciocho meses, más o menos, he vuelto a la talla cuarenta gracias a una dieta saludable y al ejercicio regular. Sigo bebiendo, pero con moderación.

Antes de salir de casa, me recojo la larga melena en un moño y me pongo el forro polar con capucha.

En la calle, el nuevo día aparece envuelto en nubes grises y ondulantes, y una brisa fría y áspera me empuja mientras camino hacia la estación del metro. La Northern Line me llevará hasta London Bridge, desde ahí solo hay unos pocos minutos andando hasta las oficinas de The Sunday News, donde trabajo desde su lanzamiento hace dos años. Ryan se puso en contacto conmigo y con otro compañero del Daily Mail para ofrecernos trabajo como reporteros de investigación con mejores condiciones. Como es natural, ambos aceptamos la oferta y nos trasladamos.

El periódico ya ha logrado fidelizar en torno a doscientos mil lectores en un mercado muy competitivo. Políticamente es neutral y yo soy una de sus veinte periodistas a jornada completa. Me gusta lo que hago porque está bien pagado y cada día supone un nuevo reto.

Mientras voy en el metro, vuelvo a pensar en lo que dijo el jefe sobre mi próximo encargo. Debo investigar otra acusación de corrupción contra un agente de policía de Londres. Sin duda es algo a lo que estoy deseando hincarle el diente.

En los últimos años, la Policía Metropolitana ha recibido numerosas críticas por lo que se ha denominado enfoque «fundamentalmente fallido» para abordar la corrupción. Muchos de sus agentes son corruptos y no se ha hecho lo suficiente para expulsarlos.

Cuando se destapa a policías individuales, eso siempre vende e invariablemente genera una respuesta significativa por parte de los lectores.

Al bajarme del metro en London Bridge, tengo la cabeza llena de preguntas que pienso hacerle a Ryan nada más me dé los detalles. Pero, al salir de la estación, recibo un mensaje que proyecta mis pensamientos en una dirección totalmente distinta.

«Buenos días, Gemma. Solo quería decirte que estoy deseando conocerte el viernes. Tengo un buen presentimiento al respecto y confío en que sea la primera de muchas citas juntos. No dudes en llamarme si te apetece charlar por teléfono antes. Hasta entonces, que pases un buen día y ve con cuidado. Besos. John».

El mensaje es del todo inesperado y su elección de palabras me hace sonreír. Sin duda está precipitándose con respecto a dónde podría llevarnos esto, pero parece que tiene una actitud positiva y eso me gusta. Solo espero que no esté fingiendo y que no resulte ser otra gran decepción.

Me dispongo a escribir una respuesta, pero no se me ocurre nada, así que decido dejarlo para más tarde. Seguro que no le importará.

Tras guardarme el móvil en el bolso, me subo el cuello de la chaqueta y me dirijo hacia la oficina. De camino, no puedo evitar preguntarme si John Jackman acabará siendo el hombre con el que desee pasar el resto de mi vida.

Capítulo 4

 

 

 

 

 

Como de costumbre, la amplia oficina diáfana de The Sunday News es un hervidero de actividad. Los periodistas aporrean sus teclados y los ayudantes editoriales corren de un lado a otro cargados con archivadores y carpetas.

Casi puede palparse la energía, e irá en aumento conforme se acerquen las fechas de entrega.

El jefe está de pie frente a la máquina de café cuando me ve caminando hacia mi escritorio y me hace un gesto para que me acerque.

Ryan Tapper ha sido editor del periódico desde su lanzamiento y cuenta con el respeto de todo el equipo. Es muy activo y le gusta implicarse en todos los aspectos del proceso de producción. Se trata de un hombre alto, con gafas, de cuarenta y muchos años, con el rostro fino y anguloso y la piel cetrina.

—¿Quieres un café, Gem? —me pregunta.

—Sí, por favor. Americano. Con leche y sin azúcar.

—Marchando.

Una de las cosas que me gustan de Ryan es que no actúa con superioridad, al contrario que los demás jefes para los que he trabajado. Se considera a sí mismo uno más y le encanta contribuir a la hora de ir a por tés y cafés.

Coloca una taza sobre la bandeja y pulsa el botón correspondiente.

—Te daré los detalles de la nueva investigación en mi despacho dentro de quince minutos —me dice—. Pero, primero, ¿puedes enviarle adjuntas en un email a Russell tus notas sobre la noticia de las organizaciones benéficas? Está ahora mismo en la rueda de prensa en Basingstoke a la que ibas a ir tú.

—Enseguida lo hago, aunque, como bien sabes, me acababan de asignar la historia, así que no tengo mucho que pasarle.

—No te preocupes. Ya lo sabe.

Cuando me entrega el café, le pregunto por qué no le han dado a Russell la nueva historia.

—Bueno, hay un buen motivo, Gem. Verás, el poli contra el que se han presentado acusaciones de corrupción no es otro que el inspector jefe Elias Cain.

El corazón me da un vuelco al oír su nombre.

—La última vez que supe de él, me llamó «zorra de mierda» —le recuerdo.

Ryan sonríe.

—Y por eso eres la persona indicada para averiguar si las acusaciones son ciertas. Sabes más cosas sobre Cain que ningún otro miembro del equipo.

 

 

No había oído hablar del inspector jefe Elias Cain hasta hace un año. En aquel entonces, formaba parte de una de las unidades de delitos graves de la Policía Metropolitana.

Llamó mi atención cuando Pamela Cain, su mujer desde hacía cinco años, desapareció de pronto en extrañas circunstancias. Él aseguró que su esposa no estaba en casa cuando regresó una noche después del trabajo y no sabía adónde había ido. Su coche seguía aparcado en la entrada, pero faltaban una maleta y algunas de las pertenencias de la mujer, incluido el pasaporte y el bolso. Tenían problemas conyugales y, según parecía, ella ya había amenazado con abandonarlo en más de una ocasión. Él dio por hecho que eso era lo que había sucedido.

No tenían hijos, pero los padres de su mujer se negaban a creer que su hija hubiera huido sin decirles adónde iba. Les dijeron a los compañeros de Cain de la Metropolitana que estaban convencidos de que la había matado y había escondido el cuerpo. Según ellos, la relación de la pareja atravesaba dificultades, en parte porque habían intentado sin éxito tener hijos, y también porque, según parecía, Cain era adicto al juego online y había acumulado deudas considerables.

Fue entonces cuando me asignaron la historia y me pasé varias semanas investigándola. Hablé con el protagonista tras una rueda de prensa en la que pedía a su mujer que le comunicase que estaba a salvo.

También hablé con sus vecinos en Lewisham, con sus compañeros del cuerpo y con los padres de Pamela. Descubrí, entre otras cosas, que la situación entre la pareja se agravó cuando Pamela se enteró de que su marido había tenido un rollo de una noche con una mujer a la que conoció en la despedida de soltero de un amigo en Benidorm. Él le rogó que no lo abandonara y no lo hizo, pero dejó claro que jamás lo perdonaría.

El artículo que escribí apareció publicado en la doble página central con el titular la misteriosa desaparición de la mujer del inspector. Me aseguré de que estuviera bien documentado y fuese preciso, pero inevitablemente planteaba más preguntas de las que respondía.

A Cain no le hizo ninguna gracia y llamó a Ryan para quejarse de que no debería haber incluido los testimonios de sus suegros, quienes estaban convencidos de que su hija había sido asesinada. Se cuidaron de no decir que debía de haberla matado él, aunque estaba implícito.

Al día siguiente, Cain me llamó al móvil y amenazó con demandarme por difamación antes de ponerse a despotricar contra mí. Arrastraba las palabras, lo que me hizo pensar que estaba borracho, e insistió una vez más en que no tenía ni idea de lo que había sido de su esposa.

—Deberías ceñirte a los hechos, zorra de mierda —me gritó—. Y los hechos son que Pam hizo la maleta y me dejó por voluntad propia. Lo más seguro es que le parezca gracioso que yo tenga que vivir bajo una nube de sospechas el resto de mi puta vida.

Después de aquello no volvió a llamarme, pero curiosamente me gustaría que lo hubiera hecho. Tal vez así habría logrado sonsacarle más información.

Transcurrido un año, Pamela Cain sigue sin aparecer, ni viva ni muerta. Su marido conservó su trabajo en el cuerpo porque no se encontraron pruebas que demostraran que tuvo algo que ver con su desaparición. Sin embargo, mi instinto de periodista me dice que los padres de ella bien podrían estar en lo cierto y que sí que la mató, escondió su cadáver en alguna parte y después lo escenificó todo para que pareciera que lo había abandonado. Al fin y al cabo, en las cárceles de todo el mundo hay muchos hombres que hicieron justo eso, y algunos de ellos son ex agentes de policía.

 

 

De modo que ahora se sospecha que el inspector jefe Cain es un policía corrupto además de un asesino. Y a mí me encargan la tarea de tratar de descubrir si es cierto. Estoy deseando que mi jefe me dé todos los detalles para tener más información, pero primero me acerco a mi mesa para mirar el correo. No hay nada que requiera mi atención inmediata, así que me dispongo a enviarle a Russell mis notas sobre la historia de las organizaciones benéficas. La investigación se centra en las acusaciones de que varias organizaciones benéficas de renombre están despilfarrando fondos públicos en proyectos insignificantes mientras pagan sueldos exorbitantes a sus directores, además de primas no merecidas. La rueda de prensa a la que ha acudido Russell en Basingstoke ha sido convocada por una de las organizaciones benéficas para que su director ejecutivo pueda responder a las acusaciones.

Tras enviarle el email a Russell, me voy directa al despacho de Ryan. Cuando llego, no está solo. Se le ha sumado Martin Keenan, uno de nuestros investigadores; el miembro más reciente del equipo editorial.

Tiene treinta y pocos años, siempre viste con elegancia y es, de lejos, el hombre más guapo de la oficina. La mala noticia para todas las solteras es que mantiene una relación sentimental con una glamurosa modelo que utiliza su cara y su cuerpo para promocionar una línea de ropa de mujer en internet.

—Martin será tu número dos en esta historia —me informa Ryan cuando me siento—. Fue él quien respondió a la llamada del tipo que nos dio el chivatazo. Y, al menos por ahora, me intriga lo suficiente como para creer que deberíamos tomárnoslo en serio e investigarlo. —Se vuelve hacia Martin y le pide que me cuente los detalles.

Martin consulta la libreta que lleva en la mano y dice:

—El tipo llamó ayer por la tarde a la centralita y comentó que tenía una historia que creía que nos interesaría. Me lo pasaron a mí, pero se negó a darme su nombre y el número estaba oculto. Dijo trabajar para una banda criminal que opera por todo Londres y que Cain ha estado suministrándoles información de manera regular desde hace algún tiempo. Dijo que, por motivos personales, quiere que desenmascaren a Cain y está dispuesto a darnos información que nos ayude a lograrlo. Y dejó claro que no busca dinero. Solo venganza.

—¿Y por qué no le transmite esa información a la policía? —pregunto.

—Ahí es donde la historia se pone aún más interesante —contesta Martin—. Hasta que el tipo no me lo dijo, yo no sabía que hace cinco meses a Cain lo transfirieron de la Unidad de Delitos Graves a la de Anticorrupción y Abusos.

—Eso es nuevo para mí —le digo alzando una ceja, sorprendida—. ¿Estás seguro?

—Lo he comprobado y es cierto —responde con gesto afirmativo—. Por esa razón nuestro hombre misterioso teme que, si acude a las vías oficiales, Cain se entere y corte de raíz cualquier investigación antes de empezar. Además, es probable que a sus jefes criminales les llegue el soplo y el hombre acabe muerto. Así que quiere que nos encarguemos nosotros.

—Entonces, ¿cómo nos pasará la información?

—Está dispuesto a reunirse con uno o con los dos en alguna ubicación que él escoja, pero insistió en mantener el anonimato. Aseguró haber elaborado un expediente con pruebas incriminatorias que servirán para meter a Cain entre rejas. Me llamará al móvil en algún momento del día para saber si queremos escuchar lo que tenga que decir. Si es así, nos dirá cuándo y dónde reunirnos con él.

—Por ahora, damos por hecho que el tipo dice la verdad y no pretende hacernos perder el tiempo —interviene Ryan—. Es posible que no volvamos a saber nada de él, pero, si nos llama, hemos de estar preparados.

Empezamos entonces a debatir cuál será la mejor forma de abordar el tema y a quién podemos pedirle ayuda para elaborarlo.

Pero nos vemos obligados a interrumpir la reunión cuando la secretaria de Ryan asoma la cabeza por la puerta para informarnos de que la periodista de la revista Capital Crime ya ha llegado.

Capítulo 5

 

 

 

 

 

La periodista resulta ser alguien de quien he oído hablar, pero a la que no conocía en persona. Se llama Kendra Boyle y es una escocesa de treinta y tantos años, sonrisa cálida y melena pelirroja y rizada.

Me reúno con ella en la recepción y la llevo a una de las pequeñas salas de conferencias. De camino, saco dos cafés de la máquina.

Cuando ya estamos sentadas a la mesa, la una frente a la otra, me cuenta que lleva cinco años trabajando para la revista Capital Crime y que es lectora habitual de The Sunday News.

—Muchas gracias por acceder a reunirte conmigo hoy —me dice—. Como sabes, tomamos la decisión de adelantar nuestra edición especial en cuanto nos enteramos del asesinato de Richmond Park. Ahora lo publicaremos la semana que viene.

—¿Qué novedades hay con eso? —le pregunto—. Solo sé que una mujer fue apuñalada ayer por la tarde, pero, la última vez que lo comprobé, no la habían identificado oficialmente.

—Pues revelaron su nombre hace tan solo una hora: Gillian Ramsay. Una enfermera de veintiséis años que regresaba a casa del trabajo. La violaron antes de apuñalarla.

—Dios mío, qué horror.

—Desde luego. No me extraña que la gente tenga cada vez más miedo a ir andando sola por los parques y zonas comunitarias de la ciudad, sobre todo al anochecer.

Yo soy una de esas personas; cuando salgo a correr de noche en los meses de invierno, me ciño a las calles y caminos cercanos a Balham. Incluso así, no me siento segura, sobre todo cuando corro por zonas mal iluminadas.

—Antes de que empecemos a hablar de lo que le ocurrió a tu prometido, quiero decir que me doy perfecta cuenta de lo duro que debe de ser esto para ti, Gemma —me dice Kendra.

Yo me aclaro la garganta y me obligo a sonreír.

—Gracias, pero estoy bien. Vuestra revista pretende llamar la atención sobre un asunto muy importante y, sin duda, mi experiencia y la de otras personas como yo serán de utilidad.

Kendra asiente, saca su libreta y la coloca sobre la mesa.

—Entonces, deja que empiece diciéndote lo que sé —responde—. Conociste a Callum Ross hace cuatro años en la fiesta de un amigo. Empezasteis a salir y os fuisteis a vivir juntos cinco meses más tarde. Luego, seis meses después de aquello, ibais a casaros. Pero pocas semanas antes de la boda, sacó a pasear a su perro y nunca regresó.

Noto la amenaza de las lágrimas, así que me muerdo el labio y cojo aire por la nariz.

—Así es —confirmo—. Fue la peor noche de mi vida y la he revivido todos los días desde entonces.

Kendra lee sus notas y me cuenta lo que ya sé que le sucedió a Callum. Mientras habla, mi mente se traslada a aquella noche fatídica en la que Callum se llevó a su adorado collie barbudo Sampson a pasear como de costumbre por Wandsworth Common, a tan solo doscientos metros del apartamento en el que vivíamos de alquiler.

La noche era oscura y húmeda, de modo que el parque estaba casi vacío. Sin embargo, entre los pocos que andaban por ahí, se encontraba el hombre que atacó a Callum en uno de los caminos y le golpeó en la cara y en la cabeza con una piedra. Sampson, que es de suponer que trató de defenderlo, también fue apaleado, y ambos quedaron allí tendidos.

Sus cuerpos fueron descubiertos por otra persona que había salido a pasear a su perro, pero yo no me enteré de lo sucedido hasta mucho después, cuando salí a buscarlos porque me moría de preocupación.

Me encontré con las luces azules centelleantes de los coches de policía y con los agentes vestidos con chalecos amarillos reflectantes y supe de inmediato que estaba a punto de rompérseme el corazón.

Al echar a correr hacia la escena del crimen, un agente me impidió acercarme demasiado; aun así, alcancé a ver el impermeable rojo de Callum tirado en el suelo y empecé a gritar.

—¿Te encuentras bien, Gemma? —me pregunta Kendra, que ha elevado la voz una octava.

Cierro los ojos y sacudo la cabeza, con la esperanza de ahuyentar las imágenes de aquella noche. Aunque no desaparecen, y se me cierra la garganta cuando intento tragar saliva y contener las emociones.

—Lo siento mucho —me dice—. Ha sido muy insensible por mi parte ponerme a leer mis notas sin siquiera levantar la mirada.

Se me nubla la vista cuando las lágrimas me inundan los ojos; aun así, logro no venirme abajo.

—No es culpa tuya —le aseguro, con el corazón desbocado golpeándome las costillas—. Esto tenía que pasar; estaba preparada. Así que, por favor, continúa.

Tras una larga pausa, me pregunta cómo gestioné los acontecimientos posteriores a aquella noche y la pregunta me provoca un escalofrío por la espalda.

Me paso un nudillo por ambos ojos antes de responder.

—No fue fácil. Primero estuvo la detención, seguida del funeral de Callum, y luego lo que ocurrió en prisión con el cabrón que lo mató.

Se llamaba Chris Tate y fue captado por una cámara de seguridad cuando huía del parque en torno a la misma hora en la que se creía que había tenido lugar el asesinato. Fue detenido dos días más tarde y resultó ser un delincuente profesional con condenas previas por agresión, robo y tráfico de drogas.

La policía halló restos de sangre de Callum en sus zapatos. Sin embargo, negó haber cometido el asesinato y dijo que se había topado con los cuerpos y había huido porque no quería verse implicado. También alegó que, conforme se aproximaba a la escena del crimen, un hombre con la cara cubierta por una capucha pasó corriendo a su lado.

Sin embargo, la policía no lo creyó y no encontraron pruebas que respaldaran su historia sobre el hombre encapuchado. Es más, descubrieron que Tate había acudido al parque esa noche a vender drogas. Lo acusaron de asesinato, aunque no llegó a juicio porque, mientras estaba en prisión preventiva, se vio envuelto en una pelea con otro recluso y murió apuñalado. Su asesino era un famoso gánster que ya cumplía cadena perpetua por asesinato.

—Mi familia me dijo que celebrara el hecho de que Tate hubiera sido asesinado —explico—. Pero no pude. En su lugar, supuso para mí un tremendo golpe. Verás, yo albergaba la esperanza de que fuera juzgado y allí confesara por qué había atacado a Callum. Nunca llegó a contárselo a la policía y, hoy en día, sigo sin saberlo. Eso ha implicado que, desde entonces, haya inventado montones de hipótesis retorcidas que siguen atrapadas en mi cabeza.

—No estás sola a ese respecto, Gemma —me asegura Kendra—. Hace dos días entrevisté a un hombre cuya esposa fue asesinada mientras paseaba a su perro por Peckham Rye. Recibió varias puñaladas, pero no la agredieron sexualmente. La persona responsable sigue prófuga, así que el móvil se desconoce.

—Recuerdo haber leído algo sobre eso —respondo.

Kendra me pide entonces que le describa cómo han sido para mí estos últimos años y me pregunta si he sido capaz de seguir con mi vida.

Trago saliva antes de responder.

—No habría sido capaz de superarlo de no haber sido por el apoyo de mi madre. Me ha ayudado muchísimo. Mi padre murió cuando yo tenía trece años y ella no pudo empezar a reconstruir su vida hasta que entabló una relación con el hombre que es ahora mi padrastro. Volvió a encontrar el amor y ahora es feliz. Y me convenció para que tratara de hacer lo mismo, razón por la cual decidí intentarlo y, hace cinco meses, empecé con las citas online.

Kendra enarca una ceja con visible escepticismo.

—¿Y qué tal te va con eso?

—Hasta ahora, no muy bien —confieso encogiéndome de hombros—. Empiezo a pensar que jamás encontraré a nadie que signifique tanto para mí como Callum.

 

 

Me invade el alivio cuando Kendra me dice que ya tiene suficiente información para su artículo y me da las gracias por mostrarme tan comunicativa.

—Con un poco de suerte, tu historia y la de los demás seres queridos con los que me he entrevistado ayudarán a generar conciencia sobre un serio problema que aflige a los londinenses —me dice—. Y, por favor, permite que te desee suerte en tu búsqueda del amor.

Tras acompañarla a la salida, encuentro un lugar tranquilo en la sala de descanso para reordenar mis pensamientos antes de regresar junto a Ryan y Martin a la redacción.

Siento cierto grado de orgullo por haber respondido a todas esas preguntas sin perder los nervios, pero sigo con el cuerpo rígido por la tensión. La conversación ha evocado muchos malos recuerdos que sé que se reproducirán en bucle dentro de mi cabeza durante el resto del día. No me quedará más remedio que poner buena cara y seguir diciéndome a mí misma que al menos he logrado salir de ese horrible pozo de desesperación al que me empujaron. Y que, sin duda, las cosas ya solo pueden ir a mejor.

Capítulo 6

 

Jackman

 

 

 

 

 

Es casi la hora de comer y Gemma aún no ha respondido a su mensaje de texto. Quiere creer que todavía no lo ha leído, pero ¿y si lo ha hecho? ¿Y si la ha hecho sentir incómoda y ha decidido no responder?

Se lo envió por impulso en cuanto Simone se fue de casa. Ahora se pregunta si habrá sido un error. Tal vez debería haberlo reflexionado un poco y haberse parado a pensar en cómo podría reaccionar ella.

Ha sido una mañana ajetreada en la oficina, así que no ha tenido tiempo de darle muchas vueltas. Pero ahora ha hecho una pausa para el café y no puede dejar de pensar en ello.

Cuando por fin le suena el teléfono, el corazón le da un vuelco al pensar que podría ser Gemma, pero la decepción le invade al comprobar que es su madre la que le llama. Lo hace al menos una vez a la semana, de modo que tampoco supone una gran sorpresa, salvo porque suele llamarlo por las tardes.

—Hola, mamá —responde—. ¿Estás bien?

—Estoy bien, hijo. Solo quería hablar un momento.

—Pues estoy en la oficina. ¿Es algo urgente?

—Bueno, pues tu padre y yo hemos estado hablando y nos preguntábamos si querrías venir a casa el sábado —dice—. No nos gusta que estés solo.

—¿Por qué? —pregunta él con el ceño fruncido—. ¿Qué tiene de especial el sábado?

Su madre hace una pausa antes de responder.

—Por favor, no me digas que no lo sabes, John. Hará seis años de la muerte de Lia.

Se maldice a sí mismo porque lo había olvidado, pero no está preparado para admitirlo.

—Claro que lo sé —miente—. Solo pensaba que sería mejor intentar no pensar en ello. Estaré bien.

—No te creo —responde ella—. Si estamos todos juntos, no será un día tan difícil. Si quieres, puedes venir con la chica esa con la que sales. Simone, ¿verdad? Así la conocemos por fin, eso dando por hecho que le hayas hablado de Lia y le hayas contado lo que le pasó.

Él contiene su fastidio y toma aliento.

—Se lo conté poco después de conocernos, mamá, pero no sé si estará dispuesta a acudir a una reunión familiar para recordar a una exnovia.

—Bueno, tampoco tiene nada de malo preguntárselo. El no ya lo tienes.

—Pues déjame que lo piense un poco y te llamo más tarde.

—Fantástico. Prepararé un rico asado, y puedes quedarte a dormir si quieres.

—Genial. Pero ahora tengo que colgar, así que pasa un buen día, mamá.

—Tú también, hijo.

Tras colgar el teléfono, sacude la cabeza y deja escapar el aliento entre los dientes. Su mente le hace recordar entonces lo que le sucedió a Lia y el sentimiento de culpa resurge como un torrente de ácido.

Se conocieron en una feria comercial de servicios financieros en Londres. Ella había acudido como parte de un equipo que representaba a una empresa de administración de activos y, cuando le entregó un folleto, él se fijó en la insignia con su nombre: Lia Rainsford.

No pudo resistirse a decirle que ese era el apellido de soltera de su madre, lo que dio pie a una agradable conversación que se prolongó unos veinte minutos. Esa misma tarde quedaron a tomar café y aquello resultó ser el comienzo de su relación.

Lia era guapa, menuda y de su misma edad. Y desde el principio les resultó muy fácil quedar porque vivían a tan solo tres kilómetros de distancia en la zona sur de Londres. A menudo se quedaban a dormir el uno en casa del otro y, después de solo tres meses, no se imaginaba su vida sin ella.

Tenían mucho en común. Formación universitaria. Una absoluta falta de interés por la política. Afición por el vino blanco. Incluso miedo a las arañas. Y a ambos les encantaban las canciones de los setenta y ochenta.

Tras salir durante cinco meses, él le pidió matrimonio y ella aceptó. Comenzaron entonces a hablar de irse a vivir juntos, pero nunca sucedió porque él la defraudó de mala manera.

Por ese tiempo, trabajaba para una empresa diferente y, aquel día, acudió con varios compañeros a un congreso celebrado en un hotel de Southampton. Fueron todos en tren el viernes y se quedaron a pasar la noche. Él tenía planeado regresar a Londres el sábado antes de que terminara el congreso, e incluso había quedado con Lia para salir a cenar y celebrar el nuevo trabajo de esta. Era algo que le hacía mucha ilusión.

Sin embargo, sus compañeros de trabajo lo convencieron para que se quedara a pasar una noche más con ellos y aprovechar así al máximo el viaje con todos los gastos pagados. Le dijo a Lia que el congreso se había alargado más de lo debido y que su jefe quería que acudiera a una reunión con un posible cliente a última hora del día. Lia se quedó decepcionada, aunque no le montó ningún pollo. En su lugar, le dijo que saldría a tomar una copa con una de sus amigas. Él se sintió mal por mentirle, aunque aquello no le impidió pasárselo bien.

Con otros tres compañeros, cenó y tomó algo en el hotel antes de acudir juntos a varios pubs de la zona, donde se emborracharon todos un poco. Pero la cosa no acabó ahí. Su noche de fiesta por el pueblo terminó en un club de estriptis y, para su vergüenza, hizo algo que no había hecho nunca antes y pagó a una de las chicas para que le hiciera un baile privado y una mamada en un reservado.

Después, el grupo regresó dando tumbos al hotel y, cuando él llegó a su habitación, se quedó dormido sobre la cama completamente vestido.

A las seis de la mañana del domingo, le despertó el sonido del móvil. Le palpitaba la cabeza cuando se giró en la cama para responder.

Pero el dolor remitió de inmediato cuando le informaron de que su prometida había muerto.

Murió cuando un conductor perdió el control de su vehículo al dar un volantazo para esquivar a un peatón que estaba cruzando la carretera. El coche se subió a la acera y chocó contra Lia y su amiga, que estaban de pie en el bordillo tratando de parar un taxi. Sucedió a la una de la madrugada, minutos después de que abandonaran una coctelería y en torno a la misma hora en la que la bailarina de estriptis se la estaba chupando a él. Ambas sufrieron múltiples lesiones. Lia fue declarada muerta en el lugar, pero su amiga fue trasladada al hospital en ambulancia y sobrevivió.

Él jamás confesó lo que estaba haciendo cuando aquello sucedió, por supuesto, pero el padre de Lia, con quien hasta entonces había mantenido una estrecha relación, se aseguró de decirle en el funeral que su hija seguiría viva si él hubiese regresado de Southampton el sábado, tal como tenía planeado.

El dolor ya era insoportable de por sí, pero el sentimiento de culpabilidad le cambió en muchos aspectos y, durante los años posteriores, le llevó a hacer cosas que solo agravaron su cargo de conciencia.

Cuando permite que su mente le traslade a aquella época, es como si se autolesionara. Razón por la cual ha estado buscando una manera de aliviar el dolor. Hasta hace tan solo dos semanas, temía que aquello fuese a resultar imposible.

Pero fue entonces cuando hizo un match inesperado con Gemma Morgan en la aplicación de citas y su fotografía plantó en su cabeza la semilla de una idea.

Sabe que no puede deshacer las cosas que hizo, pero ahora cree que existe una manera de expiar sus pecados.

Primero, no obstante, tiene que convencer a Gemma de que es un hombre en quien puede depositar su confianza.

Capítulo 7

 

Gemma

 

 

 

 

 

—¿Cómo ha ido? —me pregunta Ryan cuando regreso a su despacho, y agradezco la preocupación. Ahora está solo, tras haber informado al equipo sobre lo que espera de ellos a lo largo de la jornada que tenemos por delante.

—No ha sido tan terrible como pensaba que sería —admito—. Y me alegra no haberme echado atrás, aunque ha removido muchos malos recuerdos.

—Bueno, pues confiemos en que esta nueva investigación te ayude a distraerte. Seguimos esperando la llamada del confidente anónimo que asegura que el inspector jefe Cain es un poli corrupto. Le he pedido a Martin que revise los archivos y reúna toda la información que tengamos sobre Cain, sobre la Unidad Anticorrupción y Abusos de la Policía y sobre bandas criminales que operan por todo Londres. Te sugiero que vayas a hablar con él. Ya me informarás después.

Martin se encuentra en su puesto de trabajo en la redacción, escribiendo en su teclado. Acerco una silla y me siento a su lado.

—Has vuelto antes de lo que esperaba —me dice—. ¿Ha ido bien?

—No ha sido agradable —respondo.

—¿Quieres hablar de ello?

—Ahora no. Vamos a ponernos a trabajar. ¿Por dónde vas?

Señala una carpeta que hay sobre su escritorio.

—No te sorprenderá que haya un montón de material que revisar. El que nos llamó no dio ninguna pista sobre para quién trabaja, pero me dio la impresión de que se trata de una de las grandes bandas. Hasta ahora, no he encontrado nada en el sistema que vincule a Cain con ninguna de ellas.

—Supongo que no deberíamos sorprendernos. Si está implicado de algún modo, se habrá tomado muchas molestias para ocultarlo.

Soy muy consciente de que los dos mayores problemas que afronta la Policía Metropolitana de Londres son el crimen organizado y la corrupción dentro de sus propias filas.

Se cree que existen más de cuatrocientas bandas criminales que operan en la capital. Las que aparecen con mayor frecuencia en las noticias son las bandas callejeras que trafican con droga y libran disputas territoriales. Pero, alejadas de los titulares, se encuentran las grandes figuras que han reemplazado a las viejas empresas familiares. Estas bandas son mucho más poderosas y sus actividades se extienden por todo el planeta. Son multinacionales, están diversificadas y al tanto de la tecnología, y sus operaciones incluyen la ciberdelincuencia, el blanqueo de capitales, el tráfico de personas y el contrabando.

Siguen prosperando gracias, en parte, a la corrupción generalizada dentro del cuerpo. Y ya no solo se trata de agentes que aceptan sobornos de cincuenta libras y botellas de whisky para hacer la vista gorda. En la actualidad, la corrupción está en los escalafones más elevados, cosa mucho más difícil de detectar y frenar.

—¿Qué te dice tu instinto sobre esto, Gemma? —me pregunta Martin—. ¿Crees que tiene potencial?

—Es pronto para saberlo —respondo encogiéndome de hombros—. Por experiencia sé que es mejor no echar las campanas al vuelo cuando nos llama alguien que asegura ser un soplón de los bajos fondos. Con demasiada frecuencia, se acobardan antes de llegar a revelar ninguna información incriminatoria.

—Espero que pronto sepamos dónde nos encontramos si el tipo vuelve a llamarme.

—Y, si lo hace, hemos de estar preparados. Así que pensemos en cómo abordar el tema.

Martin sigue imprimiendo varios documentos archivados y recortes de periódico, que yo ojeo antes de meterlos en la carpeta. Entre ellos figura el artículo que escribí sobre la desaparición de la esposa de Cain. Pero desde entonces no han aparecido noticias suyas en los periódicos, y ni siquiera su traspaso de la Unidad de Delitos Graves a la de Anticorrupción y Abuso logró obtener una mención.

Aunque hay numerosas historias sobre otros agentes de policía que han sido declarados culpables de corrupción. Han aceptado sobornos de barones del crimen que querían que socavaran las acusaciones, pusieran en riesgo las operaciones y proporcionaran información confidencial sobre las investigaciones.

—Una cosa es segura —zanjo, levantando la vista de las notas que he estado tomando—. Si Cain está vendido, será un auténtico activo para quien sea que lo tenga comprado. Goza de un buen puesto dentro del cuerpo y lleva muchos años trabajando. También tiene acceso a un sinfín de información sensible.