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El Patriotero, de Heinrich Mann, es una novela satírica y crítica que retrata el autoritarismo, el servilismo y la hipocresía en la sociedad alemana del periodo guilhermino, anterior a la Primera Guerra Mundial. A través de la figura de Diederich Hessling, un burgués oportunista y sumiso ante el poder, Heinrich Mann construye un retrato mordaz del ciudadano que se acomoda a las normas del sistema, reprime su individualidad y se entrega con entusiasmo a la ideología nacionalista y militarista dominante. Desde su publicación, El Patriotero ha sido considerado una obra fundamental para entender los mecanismos sociales y psicológicos que prepararon el camino para el auge del totalitarismo en el siglo XX. Con un estilo irónico y penetrante, Mann critica la obediencia ciega, la doble moral y la decadencia de una sociedad que prioriza el orden y la autoridad sobre la libertad y la conciencia individual. La relevancia de la novela sigue vigente por su capacidad de revelar cómo el conformismo y el culto al poder pueden corroer los valores democráticos. El súbdito invita a una reflexión profunda sobre la responsabilidad del individuo en la construcción de la historia colectiva, siendo una advertencia literaria sobre los peligros del autoritarismo disfrazado de virtud cívica.
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Seitenzahl: 752
Veröffentlichungsjahr: 2025
Heinrich Mann
EL PATRIOTERO
Título original:
“Der Untertan”
PRESENTACIÓN
EL PATRIOTERO
CUADRO CRONOLÓGICO
Heinrich Mann
1871–1950
Heinrich Mannfue un escritor alemán reconocido por su incisiva crítica social y política, especialmente durante los años turbulentos del Imperio Alemán y la República de Weimar. Hermano mayor del también célebre escritor Thomas Mann, Heinrich destacó por su postura antifascista y su defensa de los valores democráticos y humanistas. Su obra más conocida, El Patriotero (Der Untertan), se convirtió en un símbolo del autoritarismo y la servidumbre voluntaria en la Alemania de finales del siglo XIX e início del XX.
Infancia y Educación
Heinrich Mann nació en Lübeck, en una familia de clase media-alta, propietaria de una próspera empresa comercial. Tras la muerte de su padre, abandonó sus estudios formales y se trasladó a Múnich, donde comenzó a desarrollar su carrera literaria como ensayista y novelista. A diferencia de su hermano Thomas, Heinrich adoptó una posición crítica frente a las estructuras de poder y se sintió atraído desde temprano por el pensamiento liberal y socialista, lo que marcó profundamente el tono de su obra.
Carrera y Contribuciones
La obra de Heinrich Mann se caracteriza por su sátira mordaz contra el militarismo, el nacionalismo y la hipocresía burguesa. Su novela más influyente, El súbdito (publicada en 1918), retrata la vida de Diederich Hessling, un personaje servil y oportunista que refleja la mentalidad autoritaria que precedió al auge del nazismo. Con esta obra, Mann anticipó con lucidez la peligrosa combinación de obediencia ciega y poder estatal.
Otro de sus trabajos notables fue Profesor Unrat (Der blaue Engel), adaptado exitosamente al cine en 1930 bajo el título El ángel azul, con Marlene Dietrich. En esta historia, Mann examina el colapso moral y profesional de un maestro rígido y puritano al enamorarse de una cantante de cabaré, cuestionando así los valores tradicionales y la represión sexual.
Impacto y Legado
Heinrich Mann fue una figura destacada del pensamiento progresista alemán. Su postura contraria al régimen nazi lo llevó al exilio en 1933, primero en Francia y luego en Estados Unidos. Desde el exilio, continuó escribiendo y denunciando los horrores del totalitarismo, al mismo tiempo emitiendo reflexiones sobre la decadencia cultural de Europa.
A pesar de vivir a la sombra de su hermano Thomas en términos de fama internacional, Heinrich dejó un legado literario y político significativo. Fue elegido presidente de la Academia de las Artes de Berlín por el gobierno de la Alemania del Este, aunque falleció antes de poder regresar definitivamente a su país natal.
Heinrich Mann falleció en Santa Mónica, California, en 1950. Aunque por muchos años su obra fue menos celebrada que la de su hermano, el paso del tiempo ha revelado la importancia de su mirada crítica y su valentía intelectual frente a los desafíos de su época. Sus novelas siguen siendo leídas como testimonios lúcidos de los mecanismos del poder y la sumisión, y como advertencias contra la complacencia ciudadana ante regímenes autoritarios.
El pensamiento de Heinrich Mann continúa inspirando a intelectuales y lectores interesados en la defensa de la libertad, la dignidad y la resistencia ética frente a las ideologías opresivas.
About the work
El Patriotero, de Heinrich Mann, es una novela satírica y crítica que retrata el autoritarismo, el servilismo y la hipocresía en la sociedad alemana del periodo guilhermino, anterior a la Primera Guerra Mundial. A través de la figura de Diederich Hessling, un burgués oportunista y sumiso ante el poder, Heinrich Mann construye un retrato mordaz del ciudadano que se acomoda a las normas del sistema, reprime su individualidad y se entrega con entusiasmo a la ideología nacionalista y militarista dominante.
Desde su publicación, El Patriotero ha sido considerado una obra fundamental para entender los mecanismos sociales y psicológicos que prepararon el camino para el auge del totalitarismo en el siglo XX. Con un estilo irónico y penetrante, Mann critica la obediencia ciega, la doble moral y la decadencia de una sociedad que prioriza el orden y la autoridad sobre la libertad y la conciencia individual.
La relevancia de la novela sigue vigente por su capacidad de revelar cómo el conformismo y el culto al poder pueden corroer los valores democráticos. El súbdito invita a una reflexión profunda sobre la responsabilidad del individuo en la construcción de la historia colectiva, siendo una advertencia literaria sobre los peligros del autoritarismo disfrazado de virtud cívica.
Diederich Hessling era un niño débil. Lo que más le gustaba era soñar, tenía miedo de todo y sufría mucho de los oídos. A disgusto abandonaba en invierno el cálido salón, y en verano el angosto jardín que olía a los trapos de la fábrica de papel y sobre cuyos codesos y saúcos se levantaban las casas viejas con su entramado de madera. A veces, cuando Diederich alzaba la vista del libro de cuentos, del amado libro de cuentos, se asustaba mucho. ¡Junto a él, en el banco, se había sentado un sapo que era la mitad de grande que él! O bien, ¡junto al muro de enfrente, un gnomo enterrado hasta la cintura le regañaba!
Más temible que el gnomo y el sapo era su padre, y además había que amarlo. Diederich lo amaba. Cuando había mentida o comido golosinas, daba vueltas en tomo al escritorio mascullando y moviéndose tímidamente hasta que el señor Hessling notaba algo y echaba mano al bastón de la pared. Toda tropelía que no se descubriese sembraba una duda en la lealtad y la confianza de Diederich. En una ocasión en que el padre se cayó por la escalera con su pierna inválida, el hijo palmoteo como un loco y después se fue corriendo.
Si después de un castigo pasaba por delante de la fábrica con la cara hinchada y berreando, los trabajadores se reían. Pero enseguida Diederich les sacaba la lengua y daba una patada en el suelo. Pensaba: "Me han dado una paliza, pero ha sido mi papá. Vosotros os alegrarías si él os diese también una paliza. Pero sois muy poca cosa para eso".
Se movía entre ellos como un pachá caprichoso; unas veces les amenazaba con decirle a su padre que habían ido a por unas cervezas, otras se dejaba sonsacar con adulaciones a qué hora volvería el señor Hessling. Estaban alerta con el jefe: los conocía, él mismo había sido un trabajador. Había sido laurente en los viejos molinos, en los que cada folio se formaba a mano; entre tanto había participado en todas las guerras, y tras la última, cuando todo el mundo ganó dinero, había podido comprar una máquina de hacer papel. Una pila holandesa y una cortadora completaron las instalaciones. Él mismo contaba los folios. No dejaba escapar ni los botones arrancados de los trapos. A menudo su hijo pequeño hacía que las mujeres le diesen a escondidas unos cuantos, a cambio de no delatar a las que se llevaban algunos. Un día había reunido ya tantos que se le ocurrió cambiarlos por caramelos en la tienda. La cosa salió bien; pero por la noche Diederich se arrodilló en su cama, chupando todavía el último caramelo, y agitado por el miedo rezó al terrible y amado Dios para que no dejase que el crimen se descubriese. Pero Dios lo sacó a la luz. Al padre, que siempre había empleado el bastón metódicamente, con la firmeza del honor y el deber pintados en su rostro descompuesto de suboficial, se le estremeció esta vez la mano y, brincando por sus arrugas, una lágrima cayó en el cepillo de su plateado bigote imperial.
— Mi hijo ha robado — dijo sin aliento, con voz ronca, y miró al hijo como a un intruso sospechoso — . Mientes y robas. Solo te falta matar a un hombre.
La señora Hessling quería obligar a Diederich a postrarse ante el padre y pedirle perdón, pues ¡el padre había llorado por su culpa! Pero el instinto de Diederich le decía que esto solo hubiese enojado a su padre todavía más. Hessling no estaba en absoluto de acuerdo con el sentimentalismo de su mujer. Arruinaba al niño de por vida. Por lo demás, sorprendía sus mentiras exactamente como las de Diedel. ¡De qué extrañarse, si leía novelas! En la tarde del sábado no siempre estaba terminado el trabajo semanal que se le encomendaba. En lugar de trabajar, chismorreaba con la criada… Y Hessling ni siquiera sabía todavía que su mujer también comía dulces, exactamente igual que el hijo. En la mesa no se atrevía a comer hasta saciarse y después se acercaba a hurtadillas a la despensa. Si se hubiese atrevido a entrar en la fábrica, también ella habría robado botones.
Rezaba con el niño "desde el corazón", no según simples formulismos, y al hacerlo sus mejillas enrojecían. También le pegaba, pero atropelladamente y desencajada por el afán de venganza. A menudo lo hacía injustamente. Entonces Diederich la amenazaba con denunciarla al padre; hacía como que iba al despacho y se divertía detrás de la pared pensando en el miedo que ella tendría. Aprovechaba las horas tiernas de su madre, pero no sentía ningún respeto por ella. Su semejanza con él mismo se lo prohibía. Pues él no se respetaba, sino que atravesaba su vida con muy mala conciencia, una vida que no hubiese podido aprobar el examen de los ojos del Señor.
Sin embargo, ambos compartían horas crepusculares desbordantes de afecto. En las fiestas exprimían juntos el sentimiento hasta la última gota, cantando, tocando el piano y contando cuentos. Cuando Diederich comenzó a dudar del niño Jesús, se dejó convencer por su madre para creer todavía por un tiempo, y así se sintió aliviado, fiel y bueno. También creía tenazmente en un fantasma que había arriba, en el castillo, y su padre, que no quería oír nada de aquello, le parecía demasiado orgulloso, casi merecedor de un castigo. La madre lo alimentaba con cuentos. Le transmitía el miedo que le provocaban las populosas calles nuevas y los tranvías tirados por caballos que las recorrían, y lo llevaba más allá de la muralla, hacia el castillo. Allí disfrutaban de un delicioso espanto.
En la esquina de la calle Meise había que pasar delante de un policía que podía llevar a la cárcel a quien quisiera. El corazón de Diederich palpitaba agitado; ¡cuánto le hubiera gustado dar un largo rodeo! Pero entonces el policía habría reconocido su mala conciencia y lo habría atrapado. Lo apropiado era más bien mostrar que uno se sentía puro y sin culpa; y con voz temblorosa, Diederich le preguntaba la hora al guardia.
Después de todos estos poderes a los que uno estaba sometido, el sapo del cuento, el padre, el amado Dios, el fantasma del castillo y el policía, después del deshollinador, que podía arrastrarlo a uno por la chimenea hasta que se volviese también un hombre negro, y después del doctor, que podía explorarle a uno la garganta con una torunda y zarandearlo si gritaba, después de todos estos poderes cayó Diederich bajo otro poder aún más temible, que de un trago engullía al hombre por completo: la escuela. Diederich entró en ella berreando, y ni siquiera podía responder a las preguntas que se sabía, porque no paraba de berrear. Poco a poco aprendió a aprovechar el impulso de llorar precisamente cuando no había estudiado — pues todo su miedo no lo hizo más aplicado o menos soñador — , y así evitó, hasta que los maestros adivinaron su sistema, algunas consecuencias dañinas. Al primero que lo adivinó le concedió todo su respeto; de pronto se calló y lo miró por encima del brazo doblado sobre el rostro, henchido de una medrosa devoción. Siempre fue leal y complaciente con los maestros duros. A los benévolos les hacía jugarretas pequeñas, difíciles de probar, de las que no se jactaba. Le satisfacía mucho más hablar de una escabechina en las notas, de un gigantesco castigo. En la mesa informaba:
— Hoy el señor Behneke ha vuelto a zurrar a tres. — Y cuando le preguntaban a quién, decía — : Uno era yo.
En efecto, Diederich estaba constituido de tal modo que le hacía feliz la pertenencia a una totalidad impersonal, a ese despiadado, inhumano, maquinal organismo que era el instituto; se enorgullecía del poder, del frío poder en el que participaba él mismo, aunque solo fuese sufriendo. En el cumpleaños del profesor adornaron la tarima y la pizarra con guirnaldas. Diederich envolvió en guirnaldas incluso el bastón.
En el transcurso de los años, dos catástrofes que se abatieron sobre los poderosos lo conmovieron con un escalofrío dulce y sagrado. Un profesor ayudante recibió una severa reprimenda y fue expulsado por el director delante de su clase. Un catedrático se volvió loco. Poderes aún más altos, el director y el manicomio, procedieron aquí atrozmente con aquellos que hasta entonces poseían el máximo poder. Desde abajo, pequeño poro ileso, uno podía contemplar los cadáveres y extraer de ellos una enseñanza que hiciese mas llevadera su propia situación.
Diederich representaba ante sus hermanas menores ese mismo poder que lo tenía atrapado en sus engranajes. Tenían que escribir lo que él les dictaba y realizar a propósito más errores que los que cometían por sí mismas, para que él pudiese enfurecerse con tinta roja y distribuir castigos a diestro y siniestro. Estos castigos eran crueles. Las pequeñas chillaban, y entonces le tocaba a Diederich humillarse para no ser delatado.
Pero para imitar a los poderosos no necesitaba a ningún ser humano; le bastaban los animales, incluso las cosas. Se simaba junto a la pila holandesa y veía cómo el tambor desgarraba los trapos.
— ¡A ese ya lo tienes listo! ¡A ver si os atrevéis otra vez! ¡Banda infame! — murmuraba Diederich, y había un resplandor en sus ojos pálidos. De pronto se agachaba; casi se caía en la pila de cloro. Los pasos de un trabajador lo habían sobresaltado, arrancándolo de su vicioso deleite.
Pues solo se sentía de verdad sospechoso y consciente de su talante cuando él mismo recibía una paliza. Casi nunca se opuso a esta desgracia. Como mucho, pedía a sus compañeros:
— En la espalda no, es malo para la salud.
No es que le faltase el sentido de sus derechos o el amor al propio provecho. Pero Diederich consideraba que las palizas que recibía no reportaban a quien se las daba ninguna ganancia práctica ni le reportaban a él mismo ninguna pérdida real. Más en serio que estos valores meramente ideales tomaba el bartolillo de nata que el camarero jefe del Mesón de Netzig le había prometido hacía tiempo, y que nunca le daba a pesar de sus ruegos. Diederich trató incontables veces de zanjar aquel negocio pendiente subiendo con paso firme la calle Meise en dirección a la plaza del mercado para amonestar a su amigo vestido de frac. Pero cuando, un día, este no quiso saber absolutamente nada más de su obligación, Diederich proclamó, profundamente indignado y dando una patada en el suelo:
— ¡Esto ya no lo tolero! ¡Si no me da usted inmediatamente mi bartolillo, se lo diré a su jefe!
Entonces Schorsch rio y trajo el bartolillo de nata.
Fue un éxito palpable. Por desgracia, Diederich solo pudo disfrutarlo con prisa y preocupación, pues era de temer que Wolfgang Buck, que esperaba fuera, viniese y le exigiese la parte que se le había prometido. Pero encontró tiempo para limpiarse la boca, y ante la puerta prorrumpió en vehementes insultos contra Schorsch, diciéndole que era un embustero y que no tenía ningún bartolillo de nata. El sentimiento de justicia de Diederich, que acababa de expresarse tan poderosamente en su provecho, calló ante las pretensiones del otro, que no podían, por supuesto, dejarse simplemente de lado. El padre de Wolfgang era una personalidad que inspiraba demasiado respeto para eso. El viejo señor Buck no llevaba alzacuellos tiesos, sino un corbatín de seda blanca y sobre él una gran perilla blanca. ¡Qué lenta y majestuosamente posaba en la acera su bastón, dorado por la parte de arriba! ¡Y llevaba un sombrero de copa, y bajo su gabán asomaban a menudo, incluso en pleno día, los faldones de un frac! Pues iba a reuniones, se preocupaba por la ciudad entera. De la casa de baños, de la cárcel, de todo lo que fuese público, pensaba Diederich: "Esto pertenece al señor Buck". Debía de ser inmensamente rico y poderoso. Todos, también el señor Hessling, se descubrían ceremoniosamente ante él. Quitarle algo a su hijo por la fuerza habría sido un acto cargado de riesgos imprevisibles. Para no ser completamente aplastado por los grandes poderes que tanto veneraba, Diederich debía proceder callada y astutamente.
Solo una vez, en cuarto curso, sucedió que Diederich olvidó todo escrúpulo, actuó ciegamente y llegó a ser el opresor ebrio de triunfo. Como era de rigor, solía burlarse del único judío de su clase, pero esta vez procedió a realizar un acto insólito. Con los tacos de madera que servían para dibujar construyó una cruz sobre la mesa del profesor y obligó al judío a arrodillarse ante ella. Lo mantuvo bien sujeto, pese a toda resistencia. ¡Él era fuerte! Lo que hacía fuerte a Diederich era el aplauso a su alrededor, la muchedumbre de la que surgían brazos que le ayudaban, la mayoría apabullante de dentro y de fuera. A través de él actuaba la cristiandad de Netzig. ¡Qué bien se sentía uno con una responsabilidad compartida y una autoconciencia colectiva!
Después de que se disipase la euforia se extendió un ligero pánico, pero el rostro del primer profesor con el que se encontró Diederich le devolvió todo su valor: lo miraba con una benevolencia perpleja. Otros le mostraron abiertamente su aprobación. Diederich les sonreía con humilde complicidad. Todo le fue más fácil desde entonces. La clase no podía rehusar su respeto a quien gozaba del favor del nuevo profesor. Bajo su tutela, Diederich llegó a ser el primero de la clase y su vigilante secreto. Más tarde mantendría el segundo de estos puestos de honor. Era buen amigo de todos, y cuando contaban sus gamberradas, reía con una risa cordial, como un joven formal que fuese indulgente con la ligereza de los otros. Y luego, en el recreo, mostraba al profesor el parte de la clase y lo informaba. También le soplaba los motes de los profesores y las palabras insultantes dirigidas contra ellos. Temblaba aún en su voz, ahora que las repetía, algo del voluptuoso espanto con el que las había escuchado con los ojos bajos. Cuando se atacaba de cualquier manera a los poderosos, sentía cierta satisfacción viciosa, algo que se movía muy en el fondo, casi como un odio que para saciarse tomaba un par de bocados rápidos, furtivos. Delatando a los otros expiaba su propia excitación pecaminosa.
Por otro lado, en general no sentía aversión personal alguna hacia aquellos de sus compañeros cuyo progreso ponía en peligro con su actividad. Se conducía como el obediente ejecutor de una dura necesidad. Después podía acercarse al afectado y compadecerlo de forma casi totalmente sincera. Una vez atraparon con su ayuda a uno de quien desde hacía tiempo se sospechaba que copiaba. Con conocimiento del profesor, Diederich le pasó un problema matemático que contenía un error intencionado hacia la mitad, pero cuyo resultado final era correcto. En la tarde que siguió al hundimiento del tramposo, unos cuantos alumnos del último curso se reunieron en el jardín de una cervecería frente a la puerta de la ciudad, lo cual estaba permitido al final de los certámenes gimnásticos. Cantaban. Diederich buscó un sitio junto a su víctima. Cuando terminaron de beber una de las rondas, dejó que su mano derecha soltase la jarra y se deslizase hasta la mano del otro, lo miró lealmente a los ojos y entonó él solo, con una voz de bajo arrastrada por el sentimiento:
"Yo tenía un camarada, mejor que él no hay ninguno…".
Por lo demás, a lo largo de los años de escuela fue aprobando todas las asignaturas, sin superar en ninguna el mínimo exigido y sin saber sobre el mundo absolutamente nada que no entrase en la lección. La redacción en alemán le era especialmente ajena, y quien destacaba en ella le inspiraba una inexplicable desconfianza.
Tras su graduación, asegurado su bachillerato, se abrió paso entre los profesores y su padre la idea de que debía estudiar en la universidad. El viejo Hessling, que en el sesenta y seis y en el setenta y uno había desfilado triunfalmente bajo la Puerta de Brandemburgo, mandó a Diederich a Berlín.
Como no se atrevía a alejarse de la calle Friedrich, alquiló su habitación un poco más arriba, en la calle Tieck. Solo tenía que bajar en linea recta, era imposible errar el camino de la universidad. Como no tenía otros planes, acudía a esta dos veces al día, y en el tiempo que le quedaba a menudo lloraba de nostalgia. Escribió una carta a su padre y a su madre agradeciéndoles su feliz infancia. Si no era necesario, rara vez salía de casa. Apenas se atrevía a ir a comer; temía gastarse el dinero antes de fin de mes. Y constantemente se llevaba la mano a la cartera para comprobar que aún estaba allí.
Pese a lo muy desvalido que estaba, seguía sin visitar con la carta de su padre al señor Göppel, el fabricante de celulosa de la calle Blücher, que era de Netzig y que abastecía también a Hessling. En el domingo de la cuarta semana venció su recelo, y en cuanto el hombre rechoncho y colorado, al que tantas veces había visto en la oficina de su padre, se acercó a él con sus andares de pato, Diederich se sorprendió de no haber venido antes. El señor Göppel preguntó inmediatamente por toda la gente de Netzig, y ante todo por el viejo Buck. Pues aunque ya su bigote encanecía, siendo un muchacho había venerado al viejo Buck, igual que Diederich, solo que, al parecer, por otros motivos. Ese sí que era un hombre para quitarse el sombrero. Uno de esos a los que el pueblo alemán debería tener muy en alto, más alto que a esa gente que siempre quería resolverlo todo a sangre y fuego y a cambio pasaba a la nación facturas inmensas. El viejo Buck había participado en los acontecimientos del cuarenta y ocho, incluso lo condenaron a muerte.
— Sí, que podamos estar aquí sentados, como dos hombres libres — dijo el señor Göppel — , se lo debemos a gente como el viejo Buck.
Y abrió otra botella de cerveza.
— Hoy debemos dejar que nos pisoteen con botas de coracero…
El señor Göppel se declaraba liberal y opositor de Bismarck. Diederich confirmaba todo lo que Göppel quería; no tenía opinión de ninguna clase sobre el canciller, la libertad, el joven emperador. Pero en ese momento sintió una conmoción embarazosa, pues había entrado una joven que desde el primer momento le pareció igualmente temible por su belleza y su elegancia.
— Mi hija Agnes — dijo el señor Göppel.
Diederich se quedó petrificado en su levita llena de arrugas, como un pretendiente miserable, y se sonrojó. La joven le tendió la mano. Quería ser amable con él, pero ¡qué podía él hacer con ella! Diederich respondió "sí" cuando ella le preguntó si le gustaba Berlín; y cuando le preguntó si ya había ido al teatro, él respondió "no". Sudaba de incomodidad y estaba firmemente convencido de que su marcha era lo único con lo que podría interesar a la joven. Pero ¿cómo salir de allí? Afortunadamente se presentó otra persona, un hombre corpulento llamado Mahlmann, que hablaba con una voz estruendosa y con acento mecklemburgués, al parecer diplomado en Ingeniería y que debía de estar realquilado en casa de los Göppel. Recordó a la señorita Agnes la cita que tenían para dar un paseo. Invitaron a Diederich a acompañarlos. Horrorizado, pretextó que un conocido lo estaba esperando fuera, y huyó inmediatamente. "Gracias a Dios", pensó, sintiendo una punzada, "ya tiene a alguien".
El señor Göppel le abrió a oscuras la puerta del piso y le preguntó si su amigo también conocía Berlín. Diederich mintió diciendo que su amigo era berlinés.
— Porque si ninguno de los dos lo conoce, tomarán el ómnibus equivocado. Seguro que ya se ha perdido alguna vez en Berlín.
Y como Diederich lo admitió, el señor Göppel se mostró satisfecho.
— Esto no es como Netzig. Aquí se pasa uno la mitad del día andando. ¿Qué le parece? Cuando viene usted andando desde su calle Tieck hasta aquí, hasta la Puerta de Halle, es como si hubiese recorrido tres veces toda Netzig… Pero bueno, ¡venga usted a comer el domingo que viene!
Diederich prometió que lo haría. A la semana siguiente hubiera preferido rehusar la invitación; solo fue por miedo a su padre. Esta vez tuvo que pasar incluso la prueba de quedarse a solas con la señorita. Diederich fingió estar muy ocupado con sus propios asuntos y no muy dispuesto a ocuparse de ella. Ella quiso empezar otra vez con lo del teatro, pero él la cortó con voz áspera: no tenía tiempo para esas cosas. Ah, sí, su papá le había dicho que el señor Hessling estudiaba Química.
— Sí. Es absolutamente la única ciencia que tiene justificación — afirmó Diederich, sin saber cómo se le había ocurrido.
La señorita Göppel dejó caer su bolso; él se inclinó tan indolentemente que ella ya lo había recogido antes de que él llegase a alcanzarlo. Pese a todo, ella dijo "gracias", muy débilmente, casi avergonzada. Lo que enojó a Diederich. "Las mujeres coquetas son algo espantoso", pensó. Ella rebuscó en su bolso.
— Ahora sí que lo he perdido. Me refiero al esparadrapo. Vuelve a sangrar.
Envolvió su dedo en el pañuelo. Era tan blanco como la nieve, y Diederich pensó que la sangre que había en él se filtraría.
— Yo tengo algo — dijo él de sopetón.
Cogió su dedo, y lamió la sangre antes de que pudiese escurrirse.
— Pero ¿qué hace?
Él mismo estaba aterrorizado. Dijo, con el ceño fruncido:
— ¡Oh, yo, como químico, pruebo muchas otras cosas!
Ella sonrió:
— Ah, sí. Es usted una especie de doctor… ¡Qué bien lo hace! — observó, y lo contemplo mientras él le ponía el esparadrapo.
— Ya está — dijo él, rechazando el dedo y retirándose.
Se había sofocado, pensaba: "¡Si uno no tuviera que tocar siempre su piel! Es asquerosamente suave". Agnes evitaba mirarlo. Tras una pausa, hizo un intento de reanudar la conversación:
— ¿No tenemos parientes comunes en Netzig?
Y lo obligó a recorrer con ella un par de familias. Resultó que eran parientes.
— Usted tiene aún a su madre, ¿no? Puede usted alegrarse. La mía murió hace mucho tiempo. Yo tampoco viviré mucho. Una tiene esas intuiciones — y sonrió melancólica y con aire de disculpa.
Diederich decidió en silencio considerar estúpido aquel sentimentalismo. Otra pausa, y cuando ambos se pusieron a hablar precipitadamente, se interpuso el de Mecklemburgo. Apretó la mano de Diederich con tanta fuerza, que el rostro de este se descompuso, y al mismo tiempo sonrió mirándolo triunfalmente a los ojos. Sin más preámbulos arrastró una silla ante las rodillas de Agnes y preguntó alegremente y con autoridad muchísimas cosas que solo a ellos dos les concernían. Diederich fue abandonado a sí mismo y descubrió que Agnes, contemplada así, con calma, perdía mucho del espanto que le inspiraba. En realidad no era guapa. Tenía una nariz demasiado pequeña, pecosa y delgada, curvada hacia dentro. Sus ojos, marrones y dorados, estaban demasiado juntos y saltaban de un lado a otro cuando lo miraban a uno. Los labios eran demasiado delgados, el rostro todo era demasiado delgado. "Si no tuviese tanto pelo pelirrojo sobre la frente, y además la tez blanca…". También le consolaba pensar que la uña del dedo que había lamido no estaba totalmente limpia.
Vino el señor Göppel con sus tres hermanas. Una de ellas traía a su marido y sus hijos. El padre y la tía abrazaron y besaron a Agnes. Lo hacían con un cariño un tanto agobiante y con caras de preocupación. La joven era más alta y delgada que todos ellos y miraba un poco distraída a la tía, que en ese momento se colgaba de sus débiles hombros. Solo respondió lenta y sinceramente al beso de su padre. Diederich la miraba y veía a la luz del sol las venas, de un azul claro y cubiertas de vello rojo, que cruzaban sus sienes.
Tuvo que acompañar a una de las tías al comedor. El mecklemburgués daba el brazo a Agnes. En torno a la larga mesa familiar crujieron los vestidos dominicales de seda. Las levitas quedaron dobladas por encima de las rodillas. Carraspearon, los señores se frotaron las manos. Entonces llegó la sopa.
Diederich estaba sentado lejos de Agnes y no podía verla si no se inclinaba sobre la mesa, algo que evitaba cuidadosamente hacer. Como su vecina lo dejaba en paz, comió grandes cantidades de ternera asada y coliflor. Oía a los otros comentar detalladamente la comida y confirmaba que era muy sabrosa. Advirtieron a Agnes que no comiese ensalada, le aconsejaron que bebiese vino tinto y le preguntaron si aquella mañana había salido a la calle con las botas de caucho. El señor Göppel contó, mirando hacia Diederich, que hacía un rato él y sus hermanas se habían separado en la calle Friedrich, bien lo sabe Dios, y que solo en el ómnibus habían vuelto a encontrarse.
— ¡Esto tampoco puede pasarle a usted en Netzig! — gritó, henchido de orgullo, por encima de la mesa.
Mahlmann y Agnes hablaban de un concierto. Ella quería ir a toda costa, su papá le daría permiso. El señor Göppel hizo algunas objeciones cariñosas, acompañadas por el coro de las tías. Agnes debía acostarse temprano y salir pronto a tomar aire fresco; se había excitado demasiado durante el invierno. Ella protestó.
— Nunca me dejáis salir de casa. Sois horribles.
Diederich tomó íntimamente partido por ella. Bullía de heroísmo: hubiera querido hacer que a ella todo le estuviese permitido, que fuese feliz y que se lo agradeciese… Entonces el señor Göppel le preguntó si quería ir al concierto.
— No sé — dijo despectivamente, y miró a Agnes, que se inclinaba sobre la mesa — . ¿Qué clase de concierto es? Solo voy a conciertos en los que puedo beber cerveza.
— Muy razonable — dijo el cuñado del señor Göppel.
Agnes se había erguido de nuevo, y Diederich lamentó su sentenciosa frase.
Pero las natillas que todos esperaban con expectación seguían sin venir. El señor Göppel pidió a su hija que fuese a inspeccionar a la cocina. Antes de que ella hubiese dejado su plato de compota sobre la mesa, Diederich se levantó de un salto (su silla voló y fue a chocar contra la pared) y avanzó con paso firme hacia la puerta.
— ¡Marie, las natillas! — gritó hacia fuera.
Sonrojado y sin mirar a nadie, volvió a su sitio. Pero notaba perfectamente que todos se hacían señas entre sí. Mahlmann dejó escapar un suspiro burlón. El cuñado dijo en un tono artificialmente cordial:
— ¡Siempre hay que ser galante! ¡Eso es!
El señor Göppel sonrió tiernamente a Agnes, que no alzaba la vista de su compota. Diederich apretó sus rodillas contra la tabla de la mesa, que empezó a levantarse. Pensaba: "¡Dios, oh Dios! ¡Ojalá no lo hubiese hecho!".
Al decir "buen provecho" dio a todos la mano, solo evitó a Agnes. En el salón, con el café, escogió cuidadosamente un sitio en el que quedaba oculto tras la ancha espalda de Mahlmann. Una de las tías se interesó por él.
— ¿Y qué estudia usted, joven? — preguntó.
— Química.
— Ah, ya, ¿Física?
— No, Química.
— Ah, ya.
Y aunque aquel había sido un comienzo impresionante, la señora no fue capaz de ir más allá. Diederich la llamó en silencio "pava tonta". Toda aquella compañía le desagradaba. Lleno de una melancolía hostil, se quedó observándolos hasta que los últimos parientes se marcharon. Agnes y su padre salieron a acompañarlos. El señor Göppel regresó y se quedó estupefacto al encontrar todavía al joven, solo en la habitación. Lo examinó en silencio, cogió su cartera. Cuando Diederich se despidió precipitadamente, sin haber pedido dinero, Göppel se mostró muy afectuoso.
— Saludaré a mi hija de su parte — dijo incluso, y en la puerta, después de pensarlo un poco — : ¡Vuelva usted el próximo domingo!
Diederich estaba firmemente decidido a no volver a pisar aquella casa. Sin embargo, al día siguiente lo dejó todo pendiente para buscar por toda la ciudad un local donde pudiese comprar para Agnes una entrada para el concierto. Antes tuvo que encontrar en los carteles que allí colgaban el nombre del virtuoso que había mencionado Agnes. ¿Era este? ¿Sonaba así? Diederich se decidió. Pero cuando supo que costaba cuatro marcos y medio, abrió mucho los ojos, espantado. ¡Tanto dinero para ver a uno que hacía música! ¡Si hubiese podido marcharse de la taquilla! Cuando hubo pagado y ya estaba Hiera, al principio se enojó por la estafa. Luego pensó que había sido por Agnes, y se conmovió por su propio gesto. Cada vez más enternecido y más feliz, caminó entre la multitud. Era la primera vez que gastaba su dinero por otro ser humano.
Metió la entrada en un sobre en el que no puso nada más, y para no delatarse escribió la dirección con letras de molde. Luego, cuando ya estaba delante del buzón, llegó Mahlmann y le sonrió burlonamente. Diederich se sentía observado; se miró la mano que acababa de retirar del buzón. Pero Mahlmann solo quería ver el cuarto de Diederich. Dijo que parecía el cuarto de una anciana. ¡Hasta la cafetera se había traído Diederich de casa! Diederich sintió que ardía de vergüenza. Cuando Mahlmann hojeó despectivamente los libros de Química, Diederich se avergonzó de su carrera. El mecklemburgués se dejó caer sobre el sofá y preguntó:
— ¿Y qué le parece la Göppel? Una chica guapa, ¿eh? ¡Otra vez se sonroja! ¡Cortéjela! Yo me retiro, si a usted lo molesto. Tengo perspectivas con otras quince. — Y como Diederich rehusase con desgana — : Oiga, ahí se puede hacer algo. ¡Como si no supiese yo nada de mujeres! ¡Pelirroja! ¿Y no ha notado usted cómo lo mira a uno cuando cree que no se da cuenta?
— A mí no — dijo Diederich desdeñosamente — . Y además me da igual.
— ¡Peor para usted! — Mahlmann rio con rabia, y después propuso dar un paseo.
El paseo acabó en un recorrido por los bares para beber cerveza. Ya borrachos vieron las primeras luces de gas. Algo más tarde, en la calle Leipzig, Diederich recibió sin motivo una bofetada de Mahlmann. Dijo:
— ¡Ay! Pero esto es una… — Retrocedió ante la palabra "desfachatez".
El mecklemburgués le dio unas palmadas en la espalda.
— Totalmente amistoso, pequeño. Nada más que amistad.
Aparte de eso, se quedó con los últimos diez marcos de Diederich… Cuatro días después encontró a Diederich desfallecido de hambre y compartió con él magnánimamente los tres marcos que le habían prestado en otra parte. El domingo, en casa de los Göppel (Diederich tal vez no habría ido si hubiese tenido el estómago menos vacío), Mahlmann contó que Hessling se había gastado todo su dinero en juergas y que hoy tenía que comer hasta hartarse. El señor Göppel y su cuñado rieron comprensivamente, pero Diederich preferiría no haber nacido a verse examinado tan tristemente por Agnes. ¡Lo despreciaba! Se consoló desesperadamente: "¡Es igual, siempre lo ha hecho!". Entonces ella preguntó si la entrada para el concierto venía, quizá, de él. Todos se volvieron hacia él.
— ¡Qué absurdo! ¿Cómo hubiera podido pagarla? — repuso él, con tan poca amabilidad que lo creyeron.
Agnes vaciló un momento, antes de mirar hacia otro lado. Mahlmann ofreció bombones a las damas y dejó los que sobraron delante de Agnes. Diederich no se preocupaba por ella. Comió todavía más que la vez anterior. ¡Como todos creían que solo estaba allí para eso…! Cuando decidieron tomar el café en el Grunewald, Diederich se inventó inmediatamente una cita. Añadió incluso:
— Con alguien a quien es imposible que haga esperar.
El señor Göppel le pasó por los hombros su mano rechoncha, le guiñó un ojo con la cabeza inclinada y dijo a media voz:
— ¡No se preocupe, por supuesto está usted invitado!
Pero Diederich aseguró indignado que no se trataba de eso.
— Bueno, pues por lo menos vuelva por aquí otra vez, cuando le apetezca — concluyó Göppel, y Agnes asintió con la cabeza. Parecía incluso que quería decir algo, pero Diederich no esperó.
Callejeó el resto del día en una autocomplacencia triste, como tras la consumación de un gran sacrificio. Por la tarde se sentó en una cervecería repleta de gente, la cabeza apoyada en una mano, y de cuando en cuando asentía mirando su vaso solitario, como si ahora comprendiese el destino.
¿Qué podía hacer contra la forma violenta en que Mahlmann negociaba sus préstamos? El domingo trajo el mecklemburgués un ramo de flores para Agnes, y Diederich, que llegó con las manos vacías, hubiera podido decir: en realidad ese ramo es mío, señorita. Sin embargo, callaba, con más rencor aún hacia Agnes que hacia Mahlmann. Pues Mahlmann despertaba su admiración cuando, de noche, seguía a un desconocido para aplastarle el sombrero de copa, aunque Diederich en modo alguno desconocía la advertencia que tales escenas contenían para él mismo.
A finales de aquel mes, por su cumpleaños, recibió una suma imprevista que su madre había ahorrado para él, y se presentó en casa de los Göppel con un ramo de flores, no demasiado grande para no ponerse en ridículo y también para no desafiar a Mahlmann. Al tomarlo, la joven parecía muy conmovida, y Diederich sonrió condescendiente y tímido a la vez. Aquel domingo le parecía insólitamente festivo; no se sorprendió de que quisiesen ir al zoológico.
El grupo se puso en marcha después de que Mahlmann contase cuántos eran: once personas. Al igual que las hermanas de Göppel, todas las mujeres iban vestidas de forma completamente diferente a como vestían durante la semana: como si hoy perteneciesen a una clase superior o hubiesen recibido una herencia. Los hombres llevaban levitas: solo unos pocos en combinación con pantalones negros, como Diederich, pero muchos con sombrero de paja. Pasaron por una calle lateral, ancha, regular y vacía, sin un alma, sin una bosta de caballo. En otra calle unas niñas vestidas con trajes blancos y calcetines negros y completamente cubiertas de lazos bailaban en corto y cantaban de modo estridente. Justo después, en la calle principal, sudorosas matronas tomaban al asalto un ómnibus; y al lado de sus caras enrojecidas, las de los soldados que luchaban sin miramientos con ellas por los asientos eran tan lívidas que parecían estar a punto de desplomarse. Todos avanzaban impetuosamente, todos se precipitaban hacia algún destino en el que por fin comenzaba el placer. Todos los rostros decían con dureza: ¡en marcha, ya hemos trabajado bastante!
Ante las damas, Diederich se las daba de berlinés. En el tranvía conquistó para ellas varios asientos. Un señor estuvo a punto de quitarle uno, y Diederich se lo impidió pisándole violentamente un pie. El señor gritó:
— ¡Bruto!
Diederich le contestó en los mismos términos. Entonces resultó que el señor Göppel lo conocía; y apenas fueron presentados, Diederich y el otro hicieron gala de los más caballerosos modales. Ninguno quería sentarse, para no dejar al otro de pie.
En la mesa del zoológico Diederich fue a parar junto a Agnes — ¿por qué hoy todo salía tan bien? — , y cuando, tras el café, ella quiso ir a ver los animales, él secundó calurosamente su propuesta. Estaba arrebatado por un afán emprendedor. Las señoras se dieron la vuelta ante el angosto paso que se abría entre las jaulas de las fieras. Diederich se ofreció a acompañar a Agnes.
— Lléveme mejor a mí — dijo Mahlmann — . Si de verdad se suelta un barrote…
— Tampoco usted volvería a ponerlo en su sitio — repuso Agnes, y entró mientras Mahlmann se echaba a reír.
Diederich permaneció detrás de ella. Tenía pánico: a las bestias que a derecha e izquierda se avalanzaban sobre él, sin otro ruido que el del aliento que le echaban a la cara; y a la joven, cuyo perfume de flores tiraba de él. Al llegar al fondo, ella se dio la vuelta y dijo:
— ¡No me gustan las fanfarronadas!
— ¿De verdad? — preguntó Diederich, conmovido de alegría.
— Hoy es usted amable, por una vez — dijo Agnes.
Y él:
— En realidad querría serlo siempre.
— ¿De verdad? — y ahora había en su voz un ligero temblor.
Se miraron, cada uno con expresión de no merecer todo aquello. La joven dijo, quejándose:
— Estos animales huelen terriblemente mal.
Y regresaron.
Mahlmann los recibió.
— Solo quería ver si saldrían corriendo.
Llevó a Diederich aparte.
— ¿Y bien? ¿Qué hace la pequeña? ¿Tiene usted éxito? Ya le dije que no era difícil. — Y como Diederich permaneciese en silencio — : ¿Está usted arrimando el hombro? ¿Sabe una cosa? Solo me quedo en Berlín un semestre más: después puede usted ser mi heredero. Pero hasta entonces sea tan amable de esperar. — Sobre su inmenso tronco, su pequeña cabeza parecía de pronto maliciosa — . ¡Amiguito!
Y Diederich fue expulsado. Le había entrado un miedo espantoso y ya no se atrevió a acercarse a Agnes. Ella no escuchaba a Mahlmann con mucha atención. Volvió la cabeza y gritó:
— ¡Papá! Hoy es un día estupendo, hoy me siento pero que muy bien.
El señor Göppel cogió el brazo de ella entre sus manos e hizo como si quisiese apretar muy fuerte, pero apenas la tocaba. Sus ojos reían, brillantes y húmedos. Cuando la familia se despidió, juntó a su hija y a los dos jóvenes y les anunció que aquel día debía celebrarse; irían a recorrer la avenida de los tilos y después comerían en alguna parte.
— ¡Papá está loco! — gritó Agnes, y volvió la cabeza buscando a Diederich.
Pero él no alzó la vista. En el suburbano se comportó tan torpemente que se quedó separado de los demás, a mucha distancia de ellos; y en la aglomeración de Friedrichstadt quedó rezagado, a solas con el señor Göppel. De pronto, Göppel se detuvo, se palpó la tripa sobresaltado y preguntó:
— ¿Dónde está mi reloj?
Había desaparecido, junto con la cadena. Mahlmann dijo:
— ¿Cuánto tiempo hace que vive usted en Berlín, señor Göppel?
— ¡Es verdad! — y Göppel se volvió hacia Diederich — . Hace treinta años que vivo aquí, pero aún no me había sucedido esto. — Y orgulloso, pese a todo — : ¿Ve usted? ¡Esto no pasa en Netzig!
Así que, en lugar de ir a comer, tuvieron que ir a la comisaria y poner una denuncia. Y Agnes tosía. Göppel se puso nervioso.
— Estamos muy cansados — murmuraba.
Con fingida jovialidad despidió a Diederich, que evitó dar la mano a Agnes y se puso torpemente el sombrero. De pronto, con asombrosa habilidad y antes de que Mahlmann se diese cuenta, subió a un ómnibus que pasaba por allí. ¡Había huido! ¡Y comenzaban las vacaciones! ¡Se había liberado de todo! Por supuesto, en casa arrojó al suelo con estrépito sus más gruesos libros de Química. Y ya tenía la cafetera en la mano cuando escuchó el ruido de una puerta y comenzó a recogerlo todo rápidamente. Luego se sentó silenciosamente en una esquina del sofá, apoyó la cabeza y se echó a llorar. ¡Ojalá no hubiese sido todo tan hermoso! Había caído en la trampa. Así hacían las chicas: de vez en cuando actuaban así contigo, y lo único que querían era reírse de ti con algún tipo. Diederich era perfectamente consciente de que no podía rivalizar con un tipo como aquel. Se veía a sí mismo junto a Mahlmann y no hubiese comprendido que una chica se hubiese decidido por él. "¿Qué me había creído?", pensaba. "La que se enamore de mí tiene que ser realmente estúpida". Tenía un miedo enorme de que viniese el mecklenburgués y le amenazase aún más agresivamente. "Ya no quiero saber nada de ella. ¡Ojalá ya me hubiese marchado!". Pasó los días siguientes en una tensión mortal, sentado junto a la puerta cerrada. Apenas llegó su dinero, se marchó.
Extrañada y celosa, su madre le preguntó qué le pasaba. Ya no era un muchacho, aunque había pasado muy poco tiempo.
— ¡Ah, la vida de la gran ciudad!
Diederich aprovechó la ocasión cuando ella exigió que fuese a una universidad pequeña y no volviese a Berlín. El padre encontraba ventajas e inconvenientes. Diederich tuvo que informarlo de muchas cosas relacionadas con los Göppel. ¿Había visto la fábrica? ¿Había estado con los otros socios? El señor Hessling deseaba que Diederich aprovechase las vacaciones para aprender el proceso de fabricación del papel en la fábrica paterna.
— Ya no soy tan joven, y hacía mucho tiempo que no me picaba tanto mi esquirla de granada.
Diederich escurría el bulto tan pronto como podía para ir a pasear al bosque de Gäbbelchen o a lo largo del arroyo Nugge, junto a Gohse, y sentirse en armonía con la naturaleza. Pues ahora podía hacerlo. Por primera vez le sorprendía que las colinas del fondo mostrasen un aspecto triste o una gran añoranza, y el sol o la lluvia que caían del cielo eran el ardiente amor de Diederich y sus lágrimas. Pues lloraba mucho. Incluso intentó escribir poesía.
Una vez entró en la farmacia El León y encontró detrás del mostrador a Gottlieb Hornung, su compañero de colegio.
— Sí, en verano hago aquí de farmacéutico — explicó.
Incluso se había envenenado, y había caído al suelo hecho un ovillo, como una anguila. ¡Toda la ciudad había hablado de aquello! Pero en otoño se iría a Berlín, para enfocar aquel trabajo científicamente. ¿Había mucho movimiento en Berlín? Sumamente alegre por su superioridad, Diederich comenzó a alardear de sus experiencias berlinesas. El farmacéutico auguró:
— Los dos juntos pondremos Berlín patas arriba.
Y Diederich fue lo bastante débil para aceptar. La pequeña universidad fue rechazada. Al final del verano (Hornung tenía que hacer prácticas aún por unos días), Diederich regresó a Berlín. Dejó la habitación de la calle Tieck. Huyendo de Mahlmann y de los Göppel, se fue a Gesundbrunnen. Allí esperó a Hornung. Pero Hornung no llegaba, pese a haber anunciado su viaje; y cuando por fin llegó, llevaba una gorra verde, amarilla y roja. Un colega lo había reclutado enseguida en una corporación de estudiantes. Diederich también debía afiliarse; eran los Neoteutones, una corporación selecta, dijo Hornung; solo había seis farmacéuticos. Diederich ocultó su horror tras la máscara del menosprecio, pero no sirvió de nada. Hornung dijo que no podía ponerlo en ridículo, que ya les había hablado de él; al menos tenía que visitarlos una vez.
— Pero solo una vez — dijo él con firmeza.
Aquella visita duró hasta que Diederich acabó debajo de la mesa y tuvieron que llevárselo. Cuando terminó de dormir la borrachera lo llevaron a tomar el aperitivo; Diederich había sido nombrado "compañero de taberna".
Y se sentía llamado para aquella posición. Se vio inmerso en un círculo de hombres que no le hacían nada ni le exigían otra cosa que beber. Lleno de gratitud y benevolencia, brindaba con cualquiera que lo animase a ello. Casi nunca dependía de él que bebiesen o no bebiesen, que se sentasen o se quedasen de pie, que hablasen o cantasen. Todo sucedía según las órdenes que alguien gritaba, y si se cumplía correctamente lo ordenado, uno vivía en paz consigo mismo y con el mundo. La primera vez que logró hacer sonar en el momento justo la tapa de su jarra de cerveza durante el rito de la salamandra, sonrió a todos, uno por uno, casi avergonzado de su propia perfección.
¡Y esto no era nada, comparado con su seguridad al cantar! Diederich había sido uno de los mejores cantantes de su escuela, y ya con su primer libro de canciones se había aprendido de memoria los números de las páginas en que se encontraba cada canción. Ahora solo necesitaba recorrer con el dedo el cancionero, colocado sobre grandes clavos encima del charco de cerveza, para encontrar antes que nadie los números que había que cantar. A menudo se pasaba toda la tarde devotamente pendiente de los labios del "presi", a ver si llegaba su pieza favorita. Entonces bramaba valientemente la melodía de Usted sabe, por todos los diablos, lo que es la libertad; escuchaba a su lado el rumor del gordo Delitzsch y se sentía confortablemente cobijado en la semioscuridad de la taberna barata, de estilo alemán tradicional, con las gorras colgadas de la pared, el círculo de bocas abiertas que bebían y cantaban lo mismo que él y el olor de la cerveza y de los cuerpos que sudaban con el calor. Cuando ya se hacía tarde, le parecía que todos juntos formaban un único cuerpo sudoroso. Se sumergía en la corporación y ella pensaba y quería por él. ¡Y él era un hombre, podía tenerse a sí mismo en alta estima y tenía honor, porque pertenecía a ella! ¡Nadie podía arrancarlo de allí, nadie podía hacerle nada como individuo! Que Mahlmann se atreviese, que lo intentase: ¡veinte hombres se levantarían contra él en defensa de Diederich! Diederich deseaba que apareciese en ese momento, tan poco miedo le tenía. Y si era posible, que viniese con Göppel, ¡entonces verían en qué se había convertido Diederich, entonces se vengaría!
Sin embargo, el que más simpatía le inspiraba era el más inofensivo de todos: su vecino, el gordo Delitzsch. Había algo profundamente tranquilizador, algo que inspiraba confianza en aquella bola de sebo lisa, blanca y humorística que se derramaba por el borde de la silla, alcanzaba el borde de la mesa con su pliegues rollizos y se apoyaba en ella como si hubiese hecho un esfuerzo supremo, sin emprender ya otro movimiento que el de subir y bajar la jarra de cerveza. Delitzsch estaba en su lugar más que ningún otro; quien lo veía allí sentado, olvidaba haberle visto alguna vez las piernas. Estaba constituido exclusivamente para sentarse a una mesa con una cerveza. El fondillo de sus pantalones, que en cualquier otra circunstancia colgaba flácido y melancólico, encontraba ahora su verdadera figura y se hinchaba poderosamente. Y junto con su rostro trasero, florecía también el delantero. La alegría de vivir lo iluminaba, y Delitzsch se ponía gracioso.
Se desencadenaba un drama cuando algún pipiolo hacía la broma de quitarle la jarra de cerveza. Delitzsch no movía un miembro, pero su rostro, que seguía por todas partes el vaso robado, adquiría súbitamente toda la seriedad, toda la tempestuosa conmoción de la existencia, y gritaba con una voz de tenor de acento sajón:
— ¡Joven, no derrames ni una gota! ¿Por qué me quitas mi sustento? ¡Esto es un perjuicio totalmente vil y malvado, y podría demandarte sin más!
Si la broma duraba demasiado, las mejillas sebosas de Delitzsch se hundían, y entonces se humillaba, suplicaba. Pero tan pronto como le devolvían su cerveza, ¡qué enorme reconciliación en su sonrisa, qué transfiguración! Decía:
— Eres un tunante, pero no eres malo. ¡A tu salud!
Se bebía la jarra de un trago y hacía sonar la tapa llamando al miembro de la corporación encargado de servir la mesa:
— ¡Señor encargado!
Al cabo de unas horas sucedía que su silla giraba con él y Delitzsch iba a poner la cabeza sobre la pila del lavabo. El agua caía, Delitzsch se ahogaba haciendo gárgaras, y un par de camaradas, al oír el mido, se precipitaban hacia el retrete. Delitzsch volvía a la mesa con el rostro aún un poco enojado, pero con toda su picardía refrescada.
— Bueno, aquí estoy otra vez — decía; y luego — : ¿De qué habéis hablado mientras yo estaba ocupado con otras cosas? ¿No sabéis historias de mujeres? ¿Qué daría yo por una mujer? — Y hablando cada vez más alto — : ¡Ni siquiera medio litro de cerveza agria daría yo! ¡A su salud, señor encargado!
Diederich le daba la razón. Había conocido a las mujeres, y había terminado para siempre con ellas. La cerveza contenía valores incomparablemente más ideales.
¡La cerveza! ¡El alcohol! Ahí se sentaba uno y podía beber siempre más y más, la cerveza no era como las mujeres coquetas, sino fiel y cómoda. Con la cerveza no había que actuar, no había que querer nada ni lograr nada, como con las mujeres. Todo venía por sí solo. Uno bebía un trago, y ya había logrado algo, se sentía transportado a las cimas de la vida y era un hombre libre, interiormente libre. El local podía estar rodeado de policías: la cerveza que bebía se transformaba en libertad interior. Y uno había aprobado ya sus exámenes. ¡Ya había acabado, ya era doctor! Tenía una posición en la vida civil, era rico e importante: jefe de una poderosa fábrica de postales o de papel higiénico. Lo que producía con el trabajo de su vida llegaba a miles de manos. Desde la mesa de la taberna, uno se ensanchaba hacia el mundo, intuía grandes conexiones, se unía al espíritu del mundo. ¡Sí, la cerveza lo elevaba a uno por encima de sí mismo, a tal altura que encontraba a Dios!
Le hubiera gustado seguir así durante años. Pero los Neoteutones no se lo permitieron. Casi desde el primer día le describieron el valor moral y material de una pertenencia completa a la corporación, y poco a poco intentaron, cada vez más abiertamente, hacerlo miembro. En vano apelaba Diederich a su reconocida posición de "compañero de taberna", con la que se había familiarizado y se sentía satisfecho. Ellos contestaban que la finalidad de la agrupación estudiantil, la educación en la hombría y el idealismo, no se alcanzaba exclusivamente yendo a la taberna, pese a la importante contribución que representaba esta actividad. Diederich temblaba; sabía demasiado bien adónde llevaba todo aquello. ¡Tendría que batirse! Siempre le daba muy mala espina cuando describían en el aire con sus bastones las estocadas que pretendían haberse dado unos a otros; o cuando alguno de ellos aparecía con una gorra negra y oliendo a yodoformo. Ahora pensaba, angustiado: "¿Por qué me he quedado y me he hecho compañero de taberna? Ahora llega mi turno".
Y llegó. Pero ya las primeras experiencias lo tranquilizaron. Lo enfundaron en ropas, le cubrieron la cabeza y le pusieron gafas, de modo que era imposible que le sucediese nada grave. Como no tenía ninguna razón para no cumplir las órdenes tan obediente y disciplinado como en la taberna, aprendió esgrima más rápidamente que otros. En la primera estocada que recibió, flaqueó: sintió correr la sangre por su mejilla. Cuando lo cosieron, casi se puso a bailar de felicidad. Se reprochó haber atribuido intenciones peligrosas a aquellos hombres de buena ley. Precisamente aquel a quien más había temido lo tomó bajo su protección y se convirtió en un maestro bienintencionado.
Wiebel era jurista, y ya solo por eso se habría asegurado la sumisión de Diederich. No sin aflicción, contemplaba este las telas inglesas con las que Wiebel se vestía, y las camisas de colores que siempre se ponía, cambiando de una a otra hasta que todas tenían que ir a la lavandería. Pero lo que más le afligía eran los modales de Wiebel. Cuando brindaba por Diederich haciendo una liviana y elegante reverencia, Diederich se encogía, su rostro sufría por el esfuerzo, derramaba la mitad de su cerveza y se atragantaba con la otra mitad. Wiebel hablaba con una suave y arrogante voz feudal.
— Se diga lo que se diga — solía afirmar — , las formas no son ninguna huera manía.
Al pronunciar la efe de "formas", sus labios se contraían en un pequeño agujero y dejaban escapar lentamente el aire. Diederich siempre se estremecía ante tanta elegancia. En Wiebel todo le parecía exquisito: que el bigote pelirrojo creciese muy por encima del labio, sus largas uñas curvadas (curvadas hacia dentro, no hacia fuera, como las de Diederich), el fuerte aroma varonil que desprendía, y también sus orejas de soplillo, que aumentaban el efecto de la raya del pelo, y sus ojos de gato. Diederich siempre contemplaba todo aquello con el sentimiento incondicional de su propia falta de valor. Pero desde que Wiebel le habló e incluso se convirtió en su mentor, Diederich sintió que por primera vez se confirmaba su derecho a la existencia. Le hubiera gustado menear la cola como un perro, de pura gratitud. Su corazón se hinchaba de feliz admiración. Si sus deseos se hubiesen atrevido a volar tan alto, le hubiese gustado tener también el cuello rojo y siempre sudado. ¡Y sería un sueño poder susurrar como Wiebel!
¡Y ahora Diederich podía servirlo, era su escolta! Asistía siempre al despertar de Wiebel, reunía sus cosas, y como Wiebel estaba a malas con su patrona a causa de cierta irregularidad en los pagos, Diederich le proporcionaba café y le limpiaba los zapatos. A cambio, Diederich podía acompañarlo a todas partes. Cuando Wiebel hacía sus necesidades, Diederich montaba guardia en la puerta, y no hubiera deseado otra cosa que tener consigo su florete para poder terciarlo.
Wiebel lo merecía. Era quien más brillantemente representaba el honor de la corporación, en el que arraigaban también el honor de Diederich y toda su confianza en sí mismo. Se batía con quien fuera por Neoteutonia. Había elevado el prestigio de la asociación, pues ¡en una ocasión había desafiado a un vindoboruso! También tenía un pariente en la segunda guardia del regimiento de granaderos "Emperador Francisco José". Y siempre que Wiebel mencionaba a su primo Von Klappke, toda Neoteutonia hacía una reverencia lisonjera. Diederich intentaba representarse a Wiebel en el uniforme de un oficial de la guardia, pero tanta elegancia era inimaginable. Un día, cuando volvía con Gottlieb Hornung de su visita diaria a la barbería apestando a colonia, encontraron a Wiebel en la esquina con un contralor. No había duda: era un oficial contador; y cuando Wiebel notó su llegada, les volvió la espalda. También ellos torcieron sus pasos y se alejaron en silencio y con grandes zancadas, sin mirarse y sin hacer ningún comentario. Cada uno suponía que también el otro había consulado la semejanza del oficial tesorero con Wiebel. ¿Conocían tal vez los demás, desde hacía tiempo, la verdadera situación? Pero para todos ellos, el honor de Neoteutonia estaba lo bastante alto como para callar, incluso para olvidar lo que habían visto. La siguiente vez que Wiebel dijo "mi primo Von Klappke", Diederich y Hornung se inclinaron con los demás, más lisonjeros que nunca.
Diederich ya había aprendido el dominio de sí mismo, la observancia de las formas, el espíritu de la corporación, el celo por lo sublime. Solo con compasión y repugnancia pensaba en esa miserable existencia de salvaje errabundo que había sido la suya anteriormente. Ahora, el orden y el deber habían ingresado en su vida. Se presentaba puntualmente a las horas convenidas en el cuarto de Wiebel, en el salón de esgrima, en la barbería o en el lugar del aperitivo. El paseo de la tarde conducía a la taberna; y cada paso se daba corporativamente, bajo estrecha vigilancia, cuidando escrupulosamente las formas y un respeto mutuo no exento de afectuosa rudeza. Una vez, un camarada con el que Diederich solo había mantenido hasta entonces un trato oficial, tropezó con él a la puerta del lavabo, y aunque ninguno de los dos podía apenas tenerse en pie, ninguno quería pasar antes que el otro. Estuvieron largo rato haciéndose cumplidos mutuamente, hasta que de pronto, vencidos por la urgencia en el mismo instante, se abalanzaron chocando como dos jabalíes, hasta el punto de que les crujieron los huesos de los hombros. Fue el comienzo de una amistad. Tras llegar a un acuerdo de manera humana, regresaron juntos a la mesa oficial de la taberna, cada uno brindó a la salud del otro y se llamaron "puerco" e "hipopótamo".
Pero la vida de la asociación no siempre mostraba su lado alegre. Exigía sacrificios, ejercitaba a sus miembros en la firmeza viril ante el dolor. El propio Delitzsch, fuente de tanta alegría, difundió la tristeza en Neoteutonia. Una mañana, cuando Wiebel y Diederich fueron a buscarlo, lo encontraron de pie junto al fregadero. Alcanzó a decirles:
— Eh, ¿también vosotros tenéis tanta sed?
Y de pronto, antes de que pudiesen sujetarlo, cayó al suelo arrastrando platos y vasos. Wiebel lo tocó: Delitzsch no se movía.
— Infarto — dijo Wiebel lacónico.
Con paso firme fue a tocar el timbre. Diederich recogió los fragmentos de la vajilla rota y secó el suelo. Después pusieron a Delitzsch sobre la cama. Frente a los lamentos desaforados de la patrona, ambos persistieron en una actitud de rigurosa sobriedad caballeresca. Cuando iban a resolver los tramites pertinentes (caminaban uno junto al otro, marcando el paso), Wiebel dijo, con severo desprecio de la muerte:
— Algo así puede pasarle a cualquiera de nosotros. Ir a la taberna no es ninguna broma. Cada uno tiene que estar advertido.
Y como todos los demás, Diederich se sintió enaltecido por la lealtad de Delitzsch en el cumplimiento del deber, por su muerte en el campo del honor. Con orgullo caminaron detrás del ataúd. "Neoteutonia sea tu estandarte", se leía en todos los rostros. En el cementerio, rendidos los floretes enlutados, cada uno mostraba el rostro ensimismado del guerrero al que puede arrebatar la próxima batalla, como la anterior arrebató al camarada. Y lo que el presidente de la corporación ensalzó del difunto, diciendo que había alcanzado el supremo galardón de la escuela de la hombría y del idealismo, conmovió a cada uno como si se hablase de él.