El peor escenario posible - Alejandro Morellón - E-Book

El peor escenario posible E-Book

Alejandro Morellón

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Recientemente seleccionado por GRANTA como uno de los mejores escritores jóvenes en español del mundo, Alejandro Morellón dirige una mirada nítidamente pop a la inminencia de la tragedia —hablemos de una catástrofe global o de cualquiera de los íntimos cataclismos del ser— en esta breve y precisa colección de cuentos y desgracias. Más interesado en la ridícula verdad de la ominosa nube negra que anuncia el fin que en el fin en sí mismo, Morellón se pregunta cómo reaccionamos a la posibilidad de desaparecer y cuánto hay de idolatría, de superstición y de tómbola en nuestra lucha desesperada contra la nada. La nada que ya está aquí. Este libro resultó ganador de la 50.ª edición del PREMIO IGNACIO ALDECOA de cuentos en castellano.

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© 2022 Alejandro Morellón

© 2022 Julia Ockert estalkiaren irudiagatik, por la imagen de cubierta

© 2022 Gaby Jongenelen egilearen erretratuagatik, por el retrato del autor

© 2022 Fulgencio Pimentel gaztelaniaz mundu guztiarentzat, en español

para todo el mundo. www.fulgenciopimentel.com

Fulgencio Pimentel eta Arabako Foru Aldundiak argitaratu dute

Publican Fulgencio Pimentel y Diputación Foral de Álava

Lehenengo edizioa: 2022ko maiatza | Primera edición: mayo de 2022

Argitaratzailea | Editor: César Sánchez

Argitaratzaile ondokoak | Editores adjuntos: Joana Carro y Alberto Gª Marcos

Estalkiaren irudia | Ilustración de cubierta: Julia Ockert

ISBN: 978-84-17617-96-7

Lan honek Kultura eta Kirol Ministerioaren laguntza izan du bere sorrerarako, 2021erako literatur sorkuntzarako laguntzen deialdiaren bidez. | Esta obra ha tenido el apoyo para su creación del Ministerio de Cultura y Deporte a través de la convocatoria de la ayudas a la creación literaria correspondientes al año 2021.

Contenido

Pájaros que cantan el futuro

Algunas verdades del mundo en el que te ha tocado vivir

La casa de tus sueños

Sentimental punk

Oppenheimer

Teddy bear

Por lo que sé de mi marido

Otro minuto de silencio

Cada casa es una tumba

El impulso heroico

La montaña mágica

2021eko urriaren 19an, Alicia Giménez Bartlett, Sara Mesa, Manuel Vilas eta Antonio Altarribak osatutako epaimahai batek berrogeita hamargarren «Premio Ignacio Aldecoa» gaztelaniazko ipuinen lehiaketaren saria ­Alejandro ­Morellón Marianoren «Pájaros que cantan el futuro» ipuinari ematea erabaki zuen. Epaimahaiak kontaketarekin batera zetorren liburua ere aintzat hartu zuen epaia emateko. ­Liburua eta kontakizuna 2022ko maiatzean argitaratu ziren•

Reunido el 19 de octubre de 2021, un jurado compuesto por Alicia Giménez Bartlett, Sara Mesa, ­Manuel ­Vilas y ­Antonio ­Altarriba acordó conceder el ­quincuagésimo Premio Ignacio Aldecoa de cuentos en castellano al cuento titulado «Pájaros que ­cantan el futuro», de ­Alejandro ­Morellón Mariano. El ­jurado consideró también el libro que acompañaba al relato para alcanzar su veredicto. Libro y relato son objeto de la presente edición en mayo de 2022.

Θρῆνος δ’ ἐκ πάντων ἔσται καὶ

βρυγμὸς ὀδόντων.Ἐκλέιψει σέλας ἠελίου ἄστρων τε χορεῖαι.

Οὐρανὸν εἱλίξει, μήνης δὲ τε φέγγος ὀλεῖται.

Ὑψώσει δὲ φάραγγας, ὀλεῖ δ’ ὑψώματα βουνῶν.

Todos dejarán escapar sus lamentos y el rechinar de dientes.

Desaparecerán el brillo del sol y las danzas de las estrellas.

Enrollará el cielo y se apagará la luz de la luna.

Elevará las simas, aplanará las cimas de los montes.

oráculos sibilinos

Yaw itam hiita qa löl mat awkökin

Yaw yannak yangw sen kisats

Köö tsaptangat yaw

Töövayani oongawk

Un recipiente de cenizas podría

Arrojarse algún día desde el cielo

Lo que haría quemar la tierra

Y hervir los océanos.

profecía hopi

Tengo hambre.

un furby

Pájaros que cantan el futuro

En el fondo del patio hay un árbol grande, y junto al árbol, bajo su sombra, dos niños que por alguna razón no han vuelto a clase después del timbre. La niña sonríe intentando mostrar lo menos posible sus correctores. Saca el regalo de la mochila y se lo entrega al niño con un gesto algo teatral.

—Feliz cumpleaños.

El niño, por su parte, libera al muñeco de su envoltorio y lo sostiene en sus manos como si fuera algo vivo, con la misma delicadeza de los padres primerizos. Los dos coinciden en que parece una mezcla heterogénea de murciélago, búho y pingüino. Tiene el pelaje azul, los ojos grandes y algo estrábicos, el pico amarillo. No tiene manos pero sí dos alitas de quiróptero que se accionan al conectarlo.

—Hola, furby.

Cuando lo colocan en el suelo, el muñeco mueve los ojos y da varios pasitos al frente. Después abre el pico y se escucha primero un sonido metálico y después una voz:

quedan dos mil millones de segundos para el fin de la humanidad

Los niños apenas se mueven o se mueven despacio, alcanzados por un presentimiento oscuro y eléctrico, una distancia pero también una forma de proximidad que todavía no pueden explicar con palabras.

quedan dos mil millones de segundos para el fin de la humanidad

Los ojos enfáticos, el pico todavía abierto, el cuerpo peludo sobre el suelo como si siempre hubiera estado ahí, formando parte de la naturaleza del paisaje. Como si el espacio le perteneciese por un derecho universal. En un instante que parece eterno, bajo los efectos de algo parecido a un sueño alucinado, los niños ya no creen estar frente a un simple juguete, sino ante un objeto más antiguo; se sienten en presencia de un monumento prehistórico, de un glaciar o un planeta.

En el cielo se agrupa y se rompe una bandada de aves que luego desaparece tras los muros. La niña utiliza su reloj-calculadora para hacer la conversión de los segundos.

—¿Sesenta y tres años para que se acabe el mundo?

El niño, sin saber muy bien lo que hace, improvisando lo mejor que puede ante el suceso improbable, se agacha para confrontar al muñeco.

—¿Qué dices, furby?

El furby agita las alas y sus ojos adquieren una luminosidad blanca. Con las orejas estiradas les habla sobre la teoría de la tectónica de placas y los bordes convergentes destructivos, del cinturón de fuego y los índices de explosividad volcánica, de la contaminación del aire, de los incendios descontrolados, de las nubes negras que cubrirán el cielo y que traerán un frío gélido; les habla de las guerras de hambre, de las migraciones masivas, de la represión y el terrorismo de Estado, del auge de la ultraderecha y de las vallas fronterizas, de los alambres de espino y los muros de hormigón, de las crisis económicas y la lucha por el agua potable, de la desnutrición, de la matanza indiscriminada, del genocidio, de los llantos y los gritos, el sufrimiento y la muerte; les habla de la ceniza sobre los cuerpos y de las noches sin luna del futuro y, cuando finalmente se calla, el muñeco retrocede unos pasos y cierra los ojos, simulando dormir.

Los niños se miran, intimidados por la sentencia del peluche. No sabrían explicar por qué, pero de alguna manera entienden que el furby dice la verdad, que su profecía es de una naturaleza incuestionable, y a partir de ese momento algo en ellos cambia para siempre. El uno frente al otro, sin dejar de mirarse, levantan y abrazan al muñeco como si abrazaran una bomba antes del estallido.

En secreto, continúan escuchándolo durante los recreos, y con el tiempo, aunque al principio no entienden todo lo que dice el muñeco, empiezan a intuir un sistema arbitrario y caprichoso que se impone al equilibrio del mundo. Las premoniciones ejercen en ellos, primero, una depresión y una ansiedad profundas (que los psicólogos del colegio diagnostican como trastornos del estado de ánimo, propios de esas edades), y después, una aceptación, o más bien una resignación del devenir catastrófico de los acontecimientos. A medida que pasan de curso se vuelven inseparables y, a la vez, melancólicos, y terminan por aislarse del resto de sus compañeros.

El peluche también baila, canta, agita las alas de murciélago, pide que le den de comer, cierra los ojos para simular un bostezo, pero otras veces, al fondo del patio o escondidos los dos bajo el pupitre, les advierte sobre la lluvia ácida o las pandemias, las superbacterias, el cambio climático y la pérdida de la biodiversidad, sobre el descontrol de las centrales nucleares y los estragos de la radiación, las infecciones, la peste, los cataclismos, los meteoritos, las tormentas solares, las supernovas, o sobre todo aquello que representa un peligro inminente para la humanidad.

Pero sus predicciones llegan todavía más lejos: se extienden a la época de las formas de vida posteriores al hombre, a los árboles que crecerán sobre el suelo contaminado, a la nueva floración, a los primeros animales nacidos en las extensiones de residuo nuclear, que se abren camino a través del lodo atómico, que establecen ecosistemas inéditos y desarrollan formas de pensamiento cada vez más elevadas, que se abren a otras formas de entender el lenguaje, el tiempo y las dimensiones del espacio, civilizaciones que experimentarán una nueva concepción del universo, una hiperconciencia cosmológica, y que tendrán su propia tecnología, su propia arquitectura, su política y su religión, y que a su vez se comunicarán con otras civilizaciones, con otras especies separadas por millones de años luz, para fundar un imperio que conocerá otros imperios y entrará en guerra contra esos imperios que morirán o seguirán vagando en medio de la noche de los tiempos, y así hasta llegar al punto de partida, a la implosión última del cosmos, al momento en que todo cuanto exista se repliegue en sí mismo y desaparezca.

Después de varios años, cuando acaban la secundaria, los niños, que ya no son niños, sino adolescentes, se buscan entre el resto de alumnos para despedirse. Ella se va a mudar de ciudad con sus padres y él tiene que repetir curso. A la salida del colegio, frente a la marquesina de autobús, se separan con un abrazo tenso y con la promesa de no verse nunca más.

Si el conocimiento del fin ha sido la señal trazada en el centro de sus vidas (tres intentos de suicidio entre los dos y muchos años de medicamentos antidepresivos), a partir de entonces deciden eliminar esa señal y sustituirla por la negación más absoluta. Conocen a otras personas y forman cada uno su propia familia, se refugian en la vida doméstica, en el orden de lo pragmático. Lo que sea con tal de olvidarse del furby, que acaba en el trastero junto a los libros de inglés y la bicicleta estática.

La vida en comunidad y armonía les descubre nuevos entretenimientos: los viajes a la playa, el deporte, los retiros de yoga, las reuniones de vecinos, las celebraciones, las comidas de empresa, la reforma del hogar. Como si la realidad cobrara solidez en la repetición, encuentran un placer inconfesable en la regularidad de los calendarios, en la programación semanal y los planes de trabajo.

El recuerdo va perdiendo consistencia hasta tal punto que queda disuelto en la memoria de los primeros años, pero con el tiempo, a medida que las pronósticos se van cumpliendo —los huracanes, la radiación, las erupciones concatenadas—, no solo se recupera, sino que termina por asentarse, se vuelve tangible y cualquier amenaza les devuelve la imagen y la voz del muñeco, su reminiscencia.

En ocasiones sienten un temblor antiguo que se apodera del cuerpo, la cabeza se les llena de sonidos metálicos y ya no son capaces de pensar en nada más, y entonces vuelven a tomar conciencia del fenómeno, de su significado. A pesar de vivir a seiscientos kilómetros de distancia, tanto ella como él acaban por llegar a una idéntica noción del infinito: a la idea de que un instante basta para comprender toda la eternidad.

En esos momentos, pensando en el otro, se preguntan si habrá podido olvidarlo todo o si también hay veces en las que se despierta con un grito en la madrugada, con el destello de unos ojos algo estrábicos en la oscuridad. Hasta que un día él descuelga el teléfono. Se rompe así el pacto de silencio, y quedan en verse en su antiguo colegio, a pesar de que el edificio lleva algunos años cerrado por peligro de derrumbe.

Al principio, ninguno de los dos habla. Cruzan la entrada del complejo y caminan a través de los muros y los postes de electricidad caídos, a través de zanjas que a veces tienen que superar con la ayuda del otro o escalando montículos de piedras.

Recorren la zona de aulas y se señalan lo que todavía queda en pie: la máquina expendedora, el vestuario, la sala de profesores, la clase de música. Cuando salen al patio, una racha de aire les golpea en la cara. Ven rodar una lata de coca-cola mientras atraviesan los campos de juego. De nuevo bajo el árbol, sienten estar ocupando el centro mismo entre el principio y el final de las cosas. Igual que si no se hubieran separado nunca, sitúan el muñeco en el suelo. Como el primer día.

Frente a frente, sienten ambos que se reconocen en la edad del otro. Las bolsas bajo los ojos de ella, su pelo largo encanecido, las manchas sobre la piel que le han ido saliendo con los años; los ojos hundidos de él, tras las gafas, y en general su aspecto más frágil, como si estuviera todo el tiempo a punto de desmayarse.

—Está decidido.

—Sí.

—Solo una vez más.

—La última.

—¿Y luego?

No hay respuesta y tampoco hace falta. Tomados de la mano, esperan. El sol ­empieza a desaparecer a lo lejos. Un humo negro asciende desde varios puntos de la ciudad, se alza en columnas ­paralelas, que se concentran y después se diluyen en el cielo.

—Hola, furby.

Algunas verdades del mundo en el que te ha tocado vivir

Estás en el trabajo, leyendo uno de los ejemplares de la revista ¿Sabías que…?, a la que estás suscrita desde hace años, cuando de pronto un cliente se da un golpe contra la estantería del recibidor y empieza a sangrar por la nariz, hasta que le aplicas hielo en el tabique (¿Sabías que la cantidad de sangre que puede perder tu cuerpo antes de morir, lo leíste el mes pasado, es de dos litros?). El cliente te lo agradece y se disculpa porque te ha puesto perdida —la blusa, los pantalones—. Por su parte, cuando hace acto de presencia y se da cuenta del estropicio, tu superior consulta la hora en su reloj y te da la tarde libre.

Tu marido se acuesta con la vecina una media de dos veces por semana, a razón de cuarenta minutos por encuentro, aunque eso aún no lo sabes, ni siquiera lo imaginas porque todavía, hasta esta misma hora, piensas que tu marido sigue ­enamorado de ti (¿Sabías que en algunas regiones del planeta las mujeres se meten comida en la vagina y luego se la dan de comer a sus maridos para enamorarlos eternamente?). Tú nunca te has metido nada comestible en la vagina, salvo una zanahoria en tercero de EGB por una apuesta, pero de verdad nunca pensaste que algo así sería necesario con Claudio.

El tiempo que se tarda desde el momento en que lo encuentras saliendo de la casa de la vecina —colocándose debidamente el cinturón— hasta que estableces una relación lógica de los acontecimientos es inferior al tiempo que tarda Claudio, con la puerta de la vecina aún medio abierta, en intentar sin mucho éxito declararse inocente, deshaciéndose en súplicas y perdones que ya no escuchas porque has cerrado la puerta de casa con cerrojo, te has quitado la ropa y te has metido en la ducha para llorar (¿Sabías que un veintisiete por ciento de las parejas monógamas sufre infidelidades?).

Claudio se ha dejado la televisión encendida en un canal de documentales y ahora, al salir de la ducha, te detienes frente a la imagen de un cocodrilo despedazando a su presa. Tu marido sigue junto a la puerta y amenaza con llamar a la policía o a un cerrajero. Un guepardo alcanza los cien kilómetros por hora en su carrera. Un león acaba de cazar un ñu y ha empezado a comérselo. Ahora la que llama a la puerta es la vecina de enfrente. Dice que quiere explicártelo todo, pero que abras. Dos hienas corren, miran al horizonte, vuelven a correr, despedazan un poco de ñu cuando el león no mira, agachan la cabeza, comen del suelo, atiesan las orejas cuando el león se mueve, sonríen, sonríen, el león se levanta y ellas huyen despavoridas. Los animales del documental adquieran dimensiones épicas en el televisor de 55 pulgadas, ralentizan el zarpazo de una leona para ver cómo se desgarra pormenorizadamente la carne de una jirafa. Ahora son los dos a la vez, tu marido y la vecina, los que aporrean la puerta con violencia. A lo mejor imaginan que puedas cometer alguna locura, que estás intentando asfixiarte con una bolsa de la compra (aunque leíste en el número de marzo de ¿Sabías que…? que las mujeres optan en su mayoría por el suicidio mediante la ingesta de fármacos, mientras que los hombres prefieren pegarse un tiro o ahorcarse en el salón de su casa). En el televisor, el cocodrilo se sumerge y, con él, la gacela.

Antes de que tu marido y la vecina y el administrador de la finca, que ha salido para ver qué ocurría, tiren la puerta abajo, decides ponerte un abrigo y salir a la calle por la ventana que da a la parte trasera. Pero primero le echas un vistazo a la casa, sabiendo que no volverás a ver las cosas que hay en ella, sabiendo que hay mucha parte de ti a la que das la espalda para siempre.

Te incorporas al ritmo de la calle, a la sucesión de personas que solo reconoces en su infinitud y en su reiteración, en su desplazamiento. Observas la cantidad de gente que hay caminando de un sitio a otro (¿Sabías que solo un diez por ciento de la gente camina por el simple placer de caminar?) e intentas adivinar cuáles son los que vuelven a su casa después de una jornada de trabajo o cuáles son los que no tienen trabajo (en el mundo hay aproximadamente doscientos millones de desempleados).