El planeta de la perdición - Ernesto Cáceres - E-Book

El planeta de la perdición E-Book

Ernesto Cáceres

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Beschreibung

Como decía un veterano astronauta que contempló nuestro planeta desde la estación espacial Internacional: "El espacio es el sitio más inhóspito que el hombre puede conocer". Pero además del frío extremo, la radiación y la falta de oxígeno, existen los planetas, donde una civilización que vive como en la Antigüedad Clásica esconde un terrible tesoro en el mineral que ofrecen a sus dioses y que puede desencadenar una ambición sin límites. Eso descubrirán los tripulantes de la K2 soñando con la gloria sin pensar que la respuesta no puede ser otra, que la misma muerte...

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Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones. María Belén Mondati.

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Cáceres, Ernesto Ignacio

El planeta de la perdición / Ernesto Ignacio Cáceres. - 1a ed . - Córdoba : Tinta Libre, 2019.

288 p. ; 22 x 15 cm.

ISBN 978-987-708-468-9

1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Título.

CDD A863

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,

total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor. Está tam-

bién totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución por internet

o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidad

de/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2019. Ernesto Cáceres.

© 2019. Tinta Libre Ediciones

“Mejor es el pobre que camina en integridad,

que el de perversos labios y fatuo.

El alma sin ciencia no es buena,

y aquel que se apresura con los pies, peca”.

Proverbios 19, 1-2

“Si las estrellas fugaces pudieran hablar,

nos dirían que los fugaces... somos los seres humanos”.

El autor

Dedicado a mi madre,

por las múltiples postergaciones que hizo por mí.

EL PLANETADE LA PERDICIÓN

ERNESTO IGNACIO CÁCERES

LIBRO PRIMERO

EL DESCUBRIMIENTO

1

De lejos, si alguien la hubiera podido observar, se habría parecido a una estrella fugaz, de las que brillan en el cielo solo unos segundos. Pero no había un solo ser inteligente en millones de kilómetros a la redonda. Solo estaban los ojos y oídos mudos de los millones de pequeños fragmentos helados que flotaban alrededor de Saturno. De cerca, la nave de exploración Klaustren, vulgarmente conocida como la K2, giró unos 25 grados; parecía un extraño insecto con decenas de antenas en su lomo y en los costados de su cuerpo. Pero no estaba flotando en el aire denso de una selva tropical, estaba en el espacio, en ruta directa a Titán, la sexta luna de Saturno.

Diez años atrás, la K1 había girado más de mil veces en torno a ella, cartografiando todo su relieve y ubicando, con la más alta precisión, todos los posibles yacimientos de hidrocarburos. Los expertos de la Corporación Klaustren, en su centro de investigación espacial en Basilea, habían concluido que, posiblemente, había más yacimientos debajo de la superficie que podían ser explotados por cientos de años.

Los tripulantes habían sido despertados uno a uno, y estaban ya en completa recuperación desde hacía unos dos meses. Era la primera vez que una nave de exploración espacial llevaba tripulación humana tan lejos, y la primera vez que se usaban técnicas de animación suspendida. La Nasa, la Agencia Espacial Europea y los mismos rusos, lo habían intentado con dos fracasos mortales, según se decía por allí, como un secreto a voces que alimentaba las leyendas urbanas. Se decía que los chinos y los hindúes, con sus programas espaciales, estaban a punto de alcanzar el triunfo para poner un equipo de sus astronautas en un viaje que acaparase los titulares de las páginas web de noticias mundiales y las pocas prensas escritas que aún quedaban. Pero nadie tenía el poderío económico de la Corporación Klaustren, los únicos que lo habían logrado.

El viaje hacia Titán duraba más de cinco años, y la recomendación de los expertos en comportamiento humano señalaba que no se contaba con la ocupación suficiente en el interior de una nave para mantener activos y, sobre todo, en su sano juicio, a seis astronautas, tres hombres: uno afroamericano, otro caucásico y el tercero, oriental, concretamente de Taiwan, y tres mujeres. Por eso, habían recurrido a la ayuda de Morfeo, el viejo y olvidado dios pagano griego del sueño, para solucionar el problema. Los astronautas eran inducidos a un descanso muy profundo, donde sus funciones vitales quedaban reducidas al mínimo posible.

El comandante John Shepard había terminado de ducharse. Un mecanismo automático había recogido toda el agua que podía flotar en el ambiente, y la había enviado a una pequeña cámara de recuperación para reciclarla hasta que ya no fuera posible rescatar nada más. Por un segundo, se le escapó una pequeña toalla que él guardaba como recuerdo de su vida en la Tierra, y el trozo de tela flotó en el espacio. Sonrió, por un razonamiento que siempre hacía. La toalla flotaba en el aire, lo que significaba que había ingravidez, si había ingravidez era que estaba en el espacio, en una de las naves de exploración más avanzadas de su época, y él, como todo un privilegiado, se encontraba allí.

—Comandante Shepard... comandante Shepard... Se lo solicita en el puente. —dijo una voz en el altoparlante.

Era la asistente virtual que imitaba la voz de una secretaria ejecutiva, casi a la perfección.

—Gracias, Thali. Voy enseguida.

—Aquí lo esperamos, comandante.

La asistente virtual podía responder con frases cortas, y hasta sostener una conversación por cerca de 15 minutos. Su voz le recordaba a Jennifer, una novia que tuvo en su ingreso a la Corporación; por eso, aunque supiera que era una asistente virtual, le agradecía cada frase que le dirigía. Además, si no se lo hubieran dicho, era imposible distinguir que su voz no era humana.

«Supongo que es parte del comportamiento humano. Agradecer, buscar comunicación»,se dijo cuando empezó su entrenamiento real de todos los aspectos de la nave.

Se puso su mono de trabajo celeste con el logo de la Corporación en el pecho, y flotó por el pasillo, asiéndose de las manijas. Llegó al puente y observó la pantalla de 50 pulgadas.

—Comandante Shepard, tomando mi puesto. ¿Cómo estás Thali?

—Comandante Shepard, la cámara 2 ha divisado este objeto celeste en una órbita muy extraña. Fue descubierto hace 48 horas terrestres. Puede hacer zoom...

—Gracias, Thali. Recuerdo las órdenes. Acercamiento... —La imagen de la pantalla se agrandó—. Acercamiento 200 por ciento —El planeta salió de foco—. Correr m2 y m4.

La máquina corrió los puntos de la derecha de arriba y de abajo, y el planeta volvió a estar en foco. En la superficie, podían verse líneas rectas que parecían habitaciones o salas enormes, detalles de edificaciones probablemente en ruinas.

—¿Qué es esto? No... no puede ser...

Pero lo era. Aquello que mostraba la pantalla era, nada más y nada menos, que ruinas de edificaciones que una civilización había levantado hace tiempo, quizás mucho antes de que los humanos inventaran un nombre para el destino a donde se dirigía la nave.

¿Templos? ¿Un observatorio astronómico muy antiguo? ¿Una ciudad sagrada, abandonada misteriosamente por sus pobladores, como las ciudades mayas tragadas por la selva? Tal vez, todo al mismo tiempo.Habían descubierto el rastro de una civilización. Aunque también, aquellas imágenes le recordaban otra cosa igual de inquietante: los restos de una ciudad del Líbano que había visto en las noticias, después de ser bombardeada por la OTAN primero, y luego por los rusos, en un vano intento de detener a terroristas.

—¿Identificación del planeta?

—Negativo, comandante. Los registros no tienen información para un planeta de estas características.

Miles de preguntas lo asaltaron: «¿Cómo se llamaba aquel planeta que la computadora de a bordo no había conseguido identificar? ¿Estaba en presencia de un doble descubrimiento, de un planeta desconocido y de una civilización? ¿Cómo era que no lo habían descubierto desde la Tierra? ¿Y cómo no lo había descubierto la K1, años atrás, mientras se dirigía, como ellos, a Titán?».

Revisó la distancia que los separaba del nuevo y enigmático planeta, y decidió tomar los controles.

—Piloto automático... Desconectar. Tomando control manual. Acercamiento al planeta.

Un mensaje en la pantalla más pequeña se hizo presente. Era de la Tierra, desde el centro de control espacial de la Corporación en la Guyana. Al abrirlo, le sorprendió que no había audio o vídeo, solo texto.

“Saludos, comandante Shepard, para usted y toda la tripulación de la K2. El sistema automático de la nave nos ha enviado las fotografías del descubrimiento. Lo felicitamos, y con todo el directorio de la Corporación, hemos llegado al acuerdo de que semejante descubrimiento merece desviar la ruta prefijada, para que haga un acercamiento al nuevo planeta que, desde ahora, pasará a llamarse Isa, en homenaje a la madre del fundador de la Corporación. Si necesita ampliar información, no dude en descender. Será otro hito para la exploración espacial y para nuestra organización, la más joven de todas las Agencias Espaciales. Le deseamos la mejor de las suertes”.

El texto era bastante largo, si se consideraba la distancia a la que se encontraban de la Tierra. Sabía que nada menos que el Presidente del Directorio estaba detrás de aquella manipulación de aprovechar ese momento en que la Humanidad, en su conjunto, ignoraba aquel descubrimiento, para nombrarlo como la madre del fundador y, por eso, guardó silencio. Además, él no había notificado a la base en Guyana, en Sudamérica; era la computadora central, cuya voz elegante le ayudaba en el manejo de la nave. Quién sabe qué otros mecanismos silenciosos tendrían ocultos; tal vez, lo estaban observando, muy cómodos en sus sillones de ejecutivos, a través de decenas de cámaras ocultas por toda la nave, en una especie de Reality Show espacial. El recuerdo de los millones de kilómetros que los separaban de “casa”, le produjo una leve sonrisa al pensar que, si lo estaban haciendo, las imágenes y el sonido les llegarían con varias decenas de minutos de retraso, quizás hasta horas. Después de todo, los planetas del Sistema Solar, no tenían nombres, solo los llamábamos así: a Júpiter, el más grande; a Marte, el planeta desierto o el Planeta Rojo, por convenciones de los astrónomos antiguos que los habían denominado como los antiguos dioses y héroes; pero en realidad, solo eran objetos celestes, creados por el azar que rige la creación y la destrucción de planetas, estrellas, nebulosas y todos los cuerpos celestes por todo el Universo.

La comandante Taylor, Bette Taylor, ya había terminado su proceso de adaptación, y entró en la sala. Se había recogido su cabello rubio con una cola de caballo, y sus ojos celestes parecían aún más claros esa mañana. Shepard los había observado el día que los presentaron y durante el día siguiente, y había notado que podían cambiar de color también, según su buen humor.

—Buenos días, comandante. ¿Debo decir “Buenos días”? —agregó con una sonrisa, mientras vigilaba el cierre de su uniforme—. ¿O es siempre de noche en el espacio?

—Buenos días, comandante. Me gusta que haya despertado de buen humor. Y en realidad, sí, según nuestra asistente Thali, en la Tierra serían alrededor de las 7 y cuarto de la mañana.

—Siete y cuarto... la Corporación quiere que rindamos nuestras 8 horas obligatorias de trabajo, ¿eh?

—Comandante, le recuerdo que estamos en una nave de la Corporación Klaustren...

—Eso ya lo sé, somos “unos privilegiados”, y toda la cantinela que nos dijeron antes de embarcar.

—No es solo eso, Bette. Los sistemas de la nave han hecho un descubrimiento y se lo han informado al Control de la Tierra en forma... automática. Pueden estar... escuchándonos ahora.

—Sí... — dijo ella, mientras se sentaba en el sillón del navegante y se abrochaba un cinturón para su mayor comodidad—. Aunque también... tanto encierro puede estar conduciéndonos a volvernos... paranoicos. ¿No lo cree John? ¿Lo consideró también?

—Lo consideré, sí... —Bajó la vista, como si aquella mujer hubiera dado en un punto en el que él, no había reparado—. Por el momento, le voy a sugerir que modere sus... comentarios sobre la Corporación.

—No pueden despedirme, ¿o sí? ¿A dónde iría? ¿Me abandonarían en alguna Luna de Saturno hasta que se me acabara el oxígeno de mi traje?

—Es usted imposible... comandante.

—Mis antiguos novios decían que lo era —comentó con una sonrisa de triunfo mientras repasaba las fotografías—. Por eso sigo soltera. Y, ¿realmente es eso? ¿Es una ciudad?

—Eso parece —respondió él.

—O sea que... ¡No estamos solos en el Universo! —exclamó ella levantando los brazos hacia el techo en señal de triunfo.

—Yo siempre creí lo mismo. Pero aún nos queda mucho por hacer. Usted sabe... agotar la última duda... Algún escéptico podría decir que son... formaciones naturales... montañas, y que nuestra mente es la que... “imagina” que estamos viendo... ciudades levantadas por nuestros... “ancestros” —dijo haciendo señas con los dedos en el aire imitando a las comillas—. O los ancestros de nuestros ancestros.

—“Pareidolia”, que le dicen.

—Exacto... la mente ve... lo que quiere ver... Por eso... el Directorio de la Corporación nos ha autorizado a descender para ampliar la información. Incluso, recolectar muestras.

Bette miraba una fotografía, la ampliaba y continuaba con la otra con los ojos abiertos de par en par.

—Es... ¡extraordinario! Computadora...

—Comandante Bette, bienvenida —respondió la asistente virtual.

—Sí, sí. Ahórrate tu buena educación digital de varios millones de dólares. Apunta hacia el nuevo planeta las antenas de radio. Y el detector de calor.

—A la orden, comandante.

Así, en medio de bromas, comenzaron a estudiar el planeta en busca de actividad de tipo industrial, incluso militar, mientras los otros astronautas terminaban sus procesos de adaptación. A la que le costó más, fue a la oficial científica, Tina Coleman, que tuvo numerosos episodios de vómito, aunque después pudo adaptarse. Luego se incorporó Robert Cooper, afroamericano, doctor en Ciencias Biológicas, también HideakiZe y Lin Sui, expertos en el manejo de máquinas automáticas de exploración y extracción de hidrocarburos, que iban a realizar la primera extracción de hidrocarburos en un planeta que no fuera la Tierra.

Mientras más se acercaba la nave, más nítidas parecían las fotografías de intrincados laberintos, escalinatas, explanadas. Los registros de calor del planeta mostraban nula actividad de tipo industrial o electromagnética, como emisiones de televisión, radio Cm o radares civiles o militares. Si había una raza que poblaba aún esas ruinas u otros lugares del planeta, no tenía un grado de civilización muy alto.

—Nuestros amigos de allá abajo deben ser unos aburridos... —comentó Cooper—. No producen ni siquiera música... al menos en gran escala. En un lugar como este, mis abuelos hubieran reinventado el Jazz, al menos para entretenerse un poco.

—Tal vez lo han hecho ya, Cooper —le respondió Shepard—. Solo que en un estado más... artesanal.

—Fue un comentario muy tonto, ¿verdad, comandante?

—Ni tonto... ni genial. No se espera que porque seas científico te comportes tan serio como para poner tus comentarios en la Historia Universal de los Descubrimientos Espaciales. Nadie espera que digas: “Es un pequeño paso para el hombre...”etc., etc.

—Pero, ¿estamos haciendo historia, verdad? Digo... hasta ahora, ninguna de las Agencias Espaciales ha descubierto nada en los planetas —agregó Hideaki, apartándose de su monitor.

—Los americanos descubrieron agua en la Luna y en Marte...

—Pero no hicieron nada —agregó la comandante Taylor.

—Nadie. Al menos no oficialmente. Por ahora, nosotros tampoco... nada es oficial, por ahora. Además, nosotros seis no somos ni el uno por ciento de la Humanidad que espera en la Tierra resultados sobre nuestros avances en Titán. Lo sabe la gente de la Corporación... nadie más.

—Menos que el uno por ciento de la Humanidad... sabe... que hemos descubierto las ruinas de una antigua civilización distinta de los humanos... —comentó en voz baja Cooper, mirando fijamente las imágenes de la pantalla.

—Yo pregunto... —dijo Lin que había mantenido un respetuoso silencio—. ¿Cuando bajaremos? —Era una niña preguntando cuándo la llevarían a ver la colección de muñecas en el centro comercial.

—Cuando estén listos los análisis de la atmósfera y podamos adaptarnos —respondió Shepard.

—Análisis de gases en la atmósfera de Isa, comandante.

—¿Isa? ¿Qué es Isa? —preguntó Cooper—. ¿Acaso...?

—Así es... —afirmó Shepard—. El descubrimiento lo ha hecho una nave de la Corporación Klaustren, así que, en teoría... tiene el derecho de llamar al nuevo planeta como lo prefiera... y se llama Isa... en honor a la madre del fundador de Klaustren.

Todos se miraron. Fue Hideaki el primero que rompió el silencio.

—Por mí... está bien. Pueden llamarlo como quieran.

—Yo también estoy de acuerdo —dijo la oficial Coleman.

—Me da igual... —comentó Lin, y se acercó a la pantalla central.

Cooper solo sacudió la cabeza hacia uno y otro lado. La comandante Taylor sonrió y asintió en silencio, como si estuviera de acuerdo con la protesta muda de su compañero.

—Adelante, Thali, muéstranos los resultados.

—El análisis de la atmósfera muestra un nivel de Nitrógeno del 78,054%; Oxígeno del 20,799%; argón, con un nivel de 0,920; dióxido de carbono, 0,09 y metano 0,0002%. El resto son gases que aún no he conseguido identificar en forma correcta.

—O sea que es una planeta habitable —comentó Hideaki.

—Sí. Los valores son similares a los de la Tierra —afirmó la oficial Coleman.

—Tal vez, los que hicieron esas ruinas... todavía están por ahí... tratando de sobrevivir —dijo Cooper, mientras señalaba la pantalla.

—Espero que no sean hostiles... —dijo Hideaki.

Las luces de los tableros y de las pantallas continuaron iluminando sus rostros fijos en las imágenes... Nadie reparó en el hecho de que se habían quedado sin bromas, sin chistes... sin palabras...

2

El comandante Shepard no sabía si sentirse tremendamente excitado por el gigantesco descubrimiento que acababan de realizar o sentir un miedo terrible, casi de una dimensión cósmica. No sabía por qué se sentía así. Tal vez solo era inseguridad natural. Desde el momento en que lo habían elegido para el puesto, una voz secreta en su interior le decía que debía declinar el honor, que no era el indicado. Tal vez, la comandante Taylor hubiera sido la mejor. Pero no; extraños informes secretos, de los que había oído como rumores, decían que mostraba demasiado desenfado ante la autoridad, y las críticas abiertas a la presencia de las corporaciones en la actividad científica, la habían perdido. Tal vez hasta Cooper; un hombre afroamericano dirigiendo una nave de exploración espacial, hubiera significado un triunfo para los de su raza. Pero también había hecho demasiadas críticas a la actitud de las corporaciones como esta, de bautizar al nuevo planeta con un nombre elegido por ellos, y no por la Asociación de Astronomía. Si hubieran elegido al oficial Hideaki, los capitales taiwaneses habrían aportado más millones a aquella aventura. Pero, al parecer, los directivos de la Corporación querían mantener en su lugar a los capitales orientales, y eso era con solo el 33 por ciento de participación, incluso en el nombramiento de los tripulantes.

Lo habían elegido a él porque tenía cientos de horas de vuelo en diversas aeronaves, más de 1000 horas seguidas en el espacio, había pasado los exámenes de pilotaje con un mínimo de errores y manifestaba un respeto, casi marcial, a la autoridad de la corporación. Ahora, ante una tripulación que ardía en deseos de descender, debía exponer claramente el punto en que se encontraban, para que nadie creyera que esto era solo descender del bote y tomar posesión en nombre de la Corona, como lo había hecho Cristóbal Colón en los finales del siglo XV.

—Señoras y señores... somos todos científicos. No voy a decirles lo que se siente... estar... en sus lugares, en su posición. Nuestra nave... por azar del destino o lo que sea... ha descubierto un nuevo planeta, y además... creo poder afirmar, sin duda, que hemos descubierto las huellas de una civilización... Una civilización distinta de nuestra Humanidad. Estamos haciendo y viviendo la historia, pero... no debemos dejarnos llevar por las emociones. El directorio de la Corporación nos ha permitido cambiar de rumbo y hasta hacer un descenso en el nuevo planeta, pero no vamos a mover un solo dedo... si las condiciones ideales no se presentan. Vamos a analizar los vientos de la atmósfera, los gases, y vamos a planificar el descenso de una nave automática al mínimo detalle. Recuerden que un descenso fallido puede provocar la muerte de cualquiera de nosotros... La Tierra... nuestro hogar... está a millones de kilómetros de distancia para pedir una ambulancia o una grúa de auxilio —El comandante Shepard se quedó mirando a todos unos segundos, para ver si había quedado clara la intención de aquella nueva misión—. Comandante Taylor...

—Sí, comandante.

—¿Qué nave tenemos lista para el descenso?

—El módulo Eagle 1.

—El módulo Eagle... bien. Oficial Hideaki, ilústrenos sobre lo que puede hacer la nave de descenso.

Hideaki se acercó a la pantalla central y se asió fuertemente de una de las manijas del techo.

—Asistente...

—Aquí estoy, oficial Hideaki —respondió la asistente virtual.

—Infografía del Eagle.

La pantalla quedó en un color azul claro, y luego comenzó a mostrar el módulo Eagle y detalles de su interior.

—El módulo Eagle descenderá a una velocidad de 20.000 kilómetros por hora. A una altura de unos 10.000 metros, abrirá un paracaídas que la irá reduciendo.

—La pregunta es... ¿resistirá?

—Resistirá. El paracaídas es enorme... pero también usará retrocohetes. Dispone de seis ruedas divididas en dos plataformas articuladas. Se pondrá en funcionamiento cuando sienta el terreno estable debajo de él. Puede tomar muestras de minerales y registrar temperatura, textura del suelo. Un operador humano puede controlarlo desde la nave con lentes de visión remota.

—Comandante Taylor...

—Sí.

—Preparen el descenso del Eagle.

—Sí, comandante.

Un sonido en el tablero central los hizo levantar la vista hacia la pantalla.

—Comandante Shepard... —Era el Presidente del directorio de la Corporación en un vídeo—. Disculpe la interrupción...

Y la imagen de aquel hombre impecablemente trajeado para la comunicación, se cortó.

—La comunicación se corta por la distancia —comentó la oficial Lin.

—Envíe un mensaje al Control de Tierra... dígales que estamos ocupados con el descenso del módulo Eagle... que no podemos continuar el contacto por ahora.

—Sí, comandante.

Y la K2 abrió las compuertas de descenso, y la nave automática salió primero lentamente, y luego con con más fuerza, acercándose hacia la atmósfera del nuevo planeta Isa. Una pequeña llamarada se apoderó del módulo, y luego desapareció porque, desde la nave madre, corrigieron la ruta para evitar que el roce con la atmósfera lo achicharrara tan de prisa.

Y, al final, logró penetrar en la atmósfera. Los paracaídas se abrieron en el momento justo, y la caída comenzó a detenerse. Los astronautas vieron con asombro imágenes del nuevo planeta; divisaban pequeñas colinas de color caqui que fueron tomando forma de serpenteantes dunas, hasta que la máquina aterrizó. Una pequeña nube de polvo se elevó ante la cámara, pero se disipó rápido.

—Parece un desierto... —dijo Cooper.

—Me recuerda a Marruecos... —dijo Lin—. Una vez fuimos con Wang, mi novio de la Universidad.

—Espero que todo el planeta no sea así... —comentó la oficial Coleman.

—El análisis de la atmósfera mostró que podía haber vida vegetal... los árboles, debe haber de algún tipo, deben estar en otra parte, tal vez más al norte o al extremo sur —agregó la comandante Taylor—. ¿Qué temperatura tenemos en tierra?

—Alrededor de 7 grados, y bajando.

—¿Velocidad del viento?

—Menos de 5 kilómetros en la hora, y desciende.

—¿Actividad electromagnética?

—Nula. Cero emisiones de radio. Y de televisión.

—O sea que, por el momento, no tenemos indicios de que haya una civilización inteligente.

—Tal vez pudieron... —dijo Cooper, y el comandante Shepard lo miró sorprendido.

Un destello de miedo apareció en los ojos de ambos hombres. En aquel planeta con atmósfera, con indicios de vida vegetal, con intrigantes ruinas semejantes a templos y ciudades, podría haber nacido una civilización que acabara en el más terrible de los apocalipsis: una guerra nuclear.

—Hideaki, ¿hay indicios de radioactividad? —preguntó Shepard.

—El contador Geiger no indica nada... Cero. Cero radioactividad.

El miedo desapareció otra vez, como si tuviera piedad de los hombres y sus inseguridades. La cámara giró hacia la derecha y luego hacia la izquierda. Un poco de polvo levantado por el viento desfiló ante los ojos asombrados de los astronautas. El cielo del planeta se veía límpido, con unas débiles nubes en el horizonte. Según los cálculos de la computadora central, debía ser un día tranquilo de otoño en ese planeta.

—¿Cuándo se moverá? —preguntó la comandante Taylor.

—Tranquilos, tranquilos... Primero hay que reconocer los mandos —respondió Hideaki, asegurándose los lentes de control—. Ahora sí...

La cámara comenzó a mostrar cómo la nave automática ahora se deslizaba hacia delante. Bajó un pequeño desnivel y continuó, mientras se escuchaba el ruido de los motores. La panorámica mostró unas dunas a una distancia de unos 150 metros y una saliente de piedra.

—Hasta ahora, por lo que hemos visto, se parece a Marte: dunas de arena, si es que es arena, salientes de rocas... —comentó Cooper cruzándose de brazos y cuidándose de flotar no muy cerca del techo.

—Lo mismo pienso —acotó la comandante Taylor.

—Voy a avanzar otros cien metros —anunció Hideaki.

—Hazlo. Debemos recorrer un buen trecho del planeta si queremos tener una impresión de lo que nos vamos a encontrar cuando bajemos —dijo el comandante Shepard.

Entonces, algo chilló en la radio de la nave. Duró unos segundos y luego desapareció.

—¿Qué fue eso? —preguntó la comandante Taylor, mientras se acercaba a los controles—. Juraría que fue una transmisión...

—Yo también la oí —afirmó la oficial Coleman.

—Tal vez los nativos se hayan acercado a ver quién llegó a visitarlos —comentó Cooper.

—Tal vez —repitió la comandante Taylor—, por la misma razón... quisiera tener la oportunidad de escucharlos... Asistente...

—Aquí estoy, comandante —respondió Thali.

—Quiero el audio del minuto 35 del descenso del módulo Eagle.

—A la orden, comandante... Audio identificado. Reproduciendo.

Los chillidos volvieron a escucharse.

—Ahí están. No fue mi imaginación —comentó la comandante.

—Aclárenme algo: ¿fue un sonido o una transmisión? —preguntó Cooper.

—Una transmisión. Una transmisión de radio en la banda de 26.965 MHz.

—O sea que lo hizo un aparato de comunicaciones —acotó la oficial Lin—. Bingo...

La tecnología había mostrado su cara al fin. Un aparato, nada menos que una sencilla radio que por una alguna razón podía transmitir en la banda de 26.965 MHz, había hecho una transmisión en un lenguaje que no podían entender. Habían visto que una nave automática había descendido en su planeta, y la estaban espiando y transmitían sus características a un comando central, una especie de Houston en algún lugar de ese desierto, tal vez, incluso, debajo de él.

El comandante Shepard, junto al resto de la tripulación, seguía con mucho interés las imágenes en la pantalla central, mientras el oficial Hideaki hacía avanzar el vehículo. La cámara rotó un poco hacia la izquierda, y la imagen que mostró los dejó tiesos a todos: aquello parecía una nave espacial, una nave estrellada, al parecer hace muchos años, con partes de su interior invadidas por el desierto. Parecía un animal muerto mostrando sus costillas y partes de su esqueleto, mientras el viento levantaba remolinos de arena a su alrededor.

—Eso es... —intentó decir Coleman con los ojos abiertos de par en par.

—Eso es una nave. Y no es nuestra —respondió Cooper.

—Ni de la Corporación, ni de la Nasa, ni de la Agencia Europea —comentó el comandante Shepard—. Y estamos como al principio... —dijo, rascándose con fuerza la cabeza...

3

—¿Cómo que “como al principio”? —preguntó al instante Cooper.

—Porque no podemos descender... no sabemos con qué podemos encontrarnos. Ahora hay una nave de otra civilización. Está, al parecer, sin tripulantes y no sabemos por qué... ¡Qué digo “por qué”! ¡No tenemos la más mínima idea! —protestó Shepard—. Thali.

—Aquí estoy, comandante —respondió al instante la asistente virtual.

—Quiero un análisis del lugar donde se produjo la emisión que detectó la comandante Taylor.

—No comprendo la orden —respondió la asistente.

—Se produjo una comunicación, ¿verdad? Se inició en alguna parte... quiero las coordenadas del lugar donde se inició la comunicación. Y si alguien le contestó, quiero las coordenadas del lugar desde donde le respondieron.

Se produjo un silencio de unos escasos 15 segundos.

—Comandante...

—Te estamos escuchando, Thali.

—No disponemos de los suficientes datos para hacer semejantes cálculos. Lo siento.

—Maldición... —dijo entre dientes, y luego la ira pudo más—. ¡Maldición! Puede que tenga razón...

—Una computadora de varios millones de dólares de diseño y otros millones en programación... ¡Claro que tiene razón John! —le dijo la comandante Taylor golpeándole suavemente el hombro, como intentado calmarlo ante su frustración.

El oficial Hideaki los llamó a mirar de nuevo la pantalla central.

—¡Atención! Tengo nuevas imágenes...

La nave se había desplazado varios cientos de metros más allá y la cámara mostraba una panorámica del lado derecho. Había otra silueta inquietante.

—Eso parece otra nave —dijo Cooper.

—Sí... pero no del mismo diseño que la que está tumbada más allá —comentó la comandante Taylor—. Y es enorme...

—Es verdad... esta parece más... —Y Cooper se quedó sin palabras rascándose la barbilla.

—¿Clásica? —agregó la oficial Coleman— ¿Alguien recuerda cuando veíamos naves de extraños diseños en las películas que pasaban los fines de semana en la televisión?

—Yo lo recuerdo —respondió Cooper, volviéndose hacia ella con una sonrisa—. Y me las veía a todas.

Por unos segundos, se quedaron sonriendo, mirándose directamente a los ojos. Luego pareció volver a la realidad:

—¿Entonces? —dijo, como si buscara que alguien pudiera sacarlo de ese momento.

La nueva nave que había aparecido en la pantalla parecía una réplica de aquel módulo de descenso Eagle de la misión Apolo XI, que había llevado a dos astronautas a descender en la Luna, en la lejana prehistoria de la exploración espacial, solo que en una versión gigante. Las patas de descenso parecían tener 4 articulaciones de plegado y se podía calcular que cada una superaba con creces la altura de un ser humano. El grueso de la nave eran dos cuerpos de formas geométricas, aplastados uno sobre otro. Finalmente, tenía una cabeza de forma redonda con varias antenas como coronación. Si había tenido un color original, este había sido blanco. Ahora, parecía haber pasado por un fuego terrible, tal vez, la huella de decenas de descensos a través de distintas atmósferas y la coloración de los humos, le había dado un aspecto parecido a una torre militar de defensa, que había visto varias batallas.

—Dos naves... una parece abandonada... la otra es gigante —comentó Shepard—. ¿Qué es esto? ¿Un cementerio de naves espaciales? —señaló mirando la pantalla.

—Tal vez sea eso... un cementerio —agregó Cooper observando el monitor y luego cruzando miradas con Shepard—. Por alguna razón... las naves llegan a este planeta, y luego... pareciera que no pueden huir.

—Hideaki...

—Aquí estoy, comandante.

—¿Cómo se encuentra el Eagle?

—¿Perdón?

—Cooper ha deslizado la idea de que este lugar puede ser un cementerio de naves espaciales. Que... llegan aquí y, por alguna razón desconocida, no pueden huir y quedan pudriéndose en el medio de ese desierto. Quiero saber si el Eagle está sufriendo algún tipo de influencia externa. No sé, puede ser una energía, sonido... Al fin y al cabo, hemos escuchado unos chillidos y no hemos podido identificar la fuente.

—Negativo. Los sensores no registran nada. Cero radioactividad. Cero emisiones de radio. Además, todo el instrumental está funcionando de maravillas.

Hideaki volvió a ponerse los lentes de visión remota, y gritó:

—¡Vean esto! ¡Por favor! ¡Vean esto!

Las imágenes mostraban a una mujer, vestida con un abrigo similar a las que usan las mujeres esquimales, corriendo por las dunas de aquel desierto. Detrás, unos hombres con trajes de astronautas muy similares a los de ellos, la perseguían. Y los chillidos se volvieron a escuchar.

—Es una... una mujer —dijo Cooper con los ojos abiertos de par en par por el asombro.

—Y está en problemas... —agregó Lin.

Shepard se quedó mirando aquella imagen. Ahora sabían qué era lo que significaban: eran comunicaciones entre los astronautas que perseguían a la mujer. ¿Y si estaban presenciando un secuestro, un rapto como el que hacían los conquistadores vikingos cuando saqueaban las costas de las desprevenidas aldeas de Europa? ¿Cuál era el botín más buscado? ¿Mujeres, oro y plata y esclavos? Y tierras... siempre la tierra. ¡Tamaña casualidad! Ellos, apoyados por una corporación, es decir, una organización privada, venían, al menos, buscando los inmensos yacimientos de hidrocarburos. ¿Qué indicio tenían de que ese tipo de prácticas hubieran desaparecido de las otras civilizaciones, por más adelantadas que parecieran? ¿Y se iban a quedar... solo mirando, sin hacer nada?

—Comandante Taylor.

—Comandante.

—Que preparen el módulo Falcon de descenso.

—Sí... sí, señor.

—Y que incluyan armas —La comandante Taylor se le quedó mirando—. Creo que las vamos a necesitar.

—¿Armas? ¿Llevamos armas en la K2? —preguntó Cooper volviéndose.

—Llevamos. Alguien de la Corporación que leyó los mismos cómics de ciencia ficción que tú... creyó que podríamos encontrarnos con monstruos de largos tentáculos y apetito cósmico —Hizo señas de prestidigitación con sus manos dignas de un mago ambulante del siglo XIX pero para simular los tentáculos de un monstruo imaginario—. Y puso unas seis armas con sus respectivas municiones. Son ZH-05 fusiles chinos. Pesan solo 5 kilos. ¿Recuerdas tus horas de instrucción en el Ejército, Cooper?

—Siempre las he querido olvidar... —respondió con la cabeza baja.

—¿No te gusta disparar o no te gustan los uniformes? —le preguntó Shepard con una leve ironía en su sonrisa.

—No me gusta matar —le respondió Cooper con una mirada más seria—. Y tampoco... me gustan los uniformes.

—Te acostumbrarás... —Shepard le puso la mano en su hombro casi con un toque paternalista.

—Lo mismo me decía Saunders, mi sargento en la milicia.

—Solo piensa que puede salvarte la vida... a ti o a algún miembro de la tripulación. Nada más... y nada menos.

Se calzaron los trajes y el comandante quiso sortear quién descendería y quién se quedaría en la K2 por cualquier problema, pero todos se opusieron. Todos querían descender, máxime desde el momento en que habían visto que una mujer de aquella raza, con la que aún no habían tenido ningún contacto, era perseguida.

—Está bien. Pero ninguno dispará a menos que sea absolutamente necesario, ¿está claro? Trataremos de hablar con ellos.

—¿Hablar? —susurró Cooper acercándose a la comandante Taylor, como si quisiera encontrar alguien que compartiera su punto de vista—. Algo le ha hecho mal... ¿Será la gravedad del nuevo planeta?

El comandante Shepard continuó su discurso, mientras se dibujaba una sutil sonrisa en el rostro de Bette Taylor.

—Somos un equipo científico. No somos un grupo táctico de esos que se ven en las películas de acción. No vamos a bajar de la nave y comenzar a disparar. Pero, por si no les queda otra opción... —Levantó el arma hacia el techo—. Miren... este es el seguro. Deben sacarlo para disparar. Parece algo tonto... pero es mucho más tonto apretar el gatillo frente a un monstruo de cien tentáculos y que no salga nada. El cargador se saca de esta forma... —Sacó el rectángulo con cincuenta municiones—. Y se coloca otro en su lugar. Si se ven obligados porque han gastado todas las balas, háganlo lo más rápido posible. Un habitante hostil no va a darles mucho tiempo.

—Comandante...

—Adelante, Thali.

—Estoy lista para iniciar el lanzamiento del módulo Falcon.

—Si se ven en problemas, no duden en pedir ayuda a alguno de sus compañeros... —Los miró a todos—. Suerte para todos. Siéntense todos y asegúrense bien. Adelante, Thali.

—Iniciando calentamiento de motores. Sesenta segundos —dijo la asistente.

El comandante Shepard empezó a cerciorarse de que cada uno de los miembros de su equipo estaba bien, asegurado con el cinturón del abdomen y las correas de los brazos.

—¿Todo bien, oficial Lin?

—Todo correcto, comandante.

—¿Algún problema, comandante Taylor? —le preguntó a la mujer que parecía intentar mover el casco.

—Nada, John. Eso solo que... no estoy acostumbrada mucho al casco exterior...

—Cincuenta segundos —dijo la asistente virtual.

—Otra cosa. El análisis de los gases de la atmósfera ha mostrado que es un planeta habitable, pero hasta que no estemos seguros... nadie va a sacarse el casco y aspirar el aire... Y cuando digo nadie... es nadie. Tampoco los guantes.

—Treinta segundos. Debe tomar su lugar, comandante, para continuar con los aprestos del lanzamiento.

—Ya he terminado, Thali.

El comandante Shepard se sentó y se aseguró los cinturones respectivos. Al instante, se escuchó un bramido y el impulso los tiró un poco hacia atrás.

—Diez segundos. Nueve... ocho... siete... seis... cinco... cuatro... tres... —El bramido se hizo ahora casi ensordecedor—. Dos... uno... cero. Soltando seguros axiales. —Sintieron otro sacudón—. Diez segundos para el lanzamiento.

La comandante Taylor cerró los ojos para no escuchar aquella voz que le parecía terrible, porque no era muy de la idea de “humanizar” a las máquinas. La Corporación lo hacía desde hacía años, las recepcionistas virtuales, las computadoras de escritorio de casi todas las oficinas; todas tenían la voz sensual de una mujer dispuesta a ayudarte en todo lo que necesitaras, como si tuviera una inagotable paciencia. Ella era mujer y sabía los límites cercanos que tenía su humor. Bette Taylor cerró los ojos con más fuerza y se aferró al apoyabrazos. Cooper cerró también los ojos, y se sorprendió intentando rezar; hacía más de diez años que no rezaba, desde la muerte de su padre. La oficial Coleman estiró la mano y aferró la de él. Cooper abrió los ojos y se topó con la sonrisa de la mujer. ¿Era su imaginación o aquella simpática mujer de color le sonreía a él casi todo el tiempo desde que habían participado del proceso de selección de la tripulación para esa misión? Tal vez no era el momento para plantearse si la oficial Coleman era bonita, o simpática, o ambas cosas al mismo tiempo. O tal vez sí. Si había un error en el descenso a aquel nuevo planeta, aquel rostro de mujer sería el último que vería. Hideaki y Lin se miraron y sonrieron también y copiaron el gesto.

—Iniciando lanzamiento... —dijo Thali.