El poder de los Incas. La organización social, económica, religiosa y política de un imperio - Alan L. Kolata - E-Book

El poder de los Incas. La organización social, económica, religiosa y política de un imperio E-Book

Alan L. Kolata

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Beschreibung

Llegaremos a comprender a los incas y su imperio en términos de interacciones continuas entre los agentes sociales individuales y colectivos que persiguen sus propios intereses y las estructuras socioculturales duraderas que dieron forma a las sociedades andinas durante muchas generaciones. Es decir, llegaremos a conocer la sociedad e historia inca como el producto complejo de la agencia individual y colectiva y de las profundamente arraigadas estructuras sociales andinas. Este libro, entonces, hará una doble tarea al proporcionar descripciones y análisis detallados de la historia, la organización social, la economía política, el arte de gobernar y la ideología religiosa inca, mientras ofrece un marco interpretativo de la sociedad y la política inca derivadas de la teoría social comparada. Como veremos, las estructuras sociales, los conceptos políticos, los sistemas económicos, las prácticas religiosas, las estrategias de poder y las disposiciones culturales de los incas tienen una comparabilidad general con los de otros estados e imperios indígenas, pero también poseen características únicas que hacen que explorar el Tahuantinsuyu sea un estudio de análisis social fascinante.

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Alan L. Kolata es Bernard E. and Ellen C. Sunny Distinguished Service Professor del Departamento de Antropología de la Universidad de Chicago.

Es autor de The Tiwanaku: Portrait of an Andean Civilization (1993), Valley of the Spirits: A Journey into the Lost Realm of the Aymara(1996) y Arqueología del Valle de Jequetepeque(conT. Dillehay y E. Swenson, 2009), y editor de Tiwanaku and Its Hinterland: Archaeology and Paleoecology of an Andean Civilization. Volume 1: Agroecology(1996) y Volume 2: Urban and Rural Archaeology (2003).

Colección Estudios Andinos 33

Dirigida por Marco Curatola Petrocchi

El poder de los Incas

La organización social, económica, religiosa y política de un imperio

Alan L. Kolata

El poder de los Incas. La organización social, económica, religiosa y política de un imperioAlan L. Kolata

© Alan L. Kolata, 2023

Esta traducción de Ancient Inca (2013) se publica por acuerdo con Cambridge University Press

De esta edición:© Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 2023Av. Universitaria 1801, Lima 32, Perú[email protected]/publicaciones

Imagen de cubierta: Detalle de un asiento ceremonial, o tiana, en madera, proveniente de Sacsayhuaman, Cuzco. Por los dos felinos esculpidos que lo caracterizan, debió ser el asiento del mismo soberano Inca. Musée du quai Branly-Jacques Chirac, París, inv. n. 371.1878.2.459. Foto MCP

Traducción de Ximena Fernández Fontenoy

Cuidado de la edición, diseño de cubierta y diagramación de interiores:Fondo Editorial PUCP

Primera edición digital: julio de 2023

Prohibida la reproducción de este libro por cualquier medio, total o parcialmente, sin permiso expreso de los editores.

Hecho el Deposito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú N° 2023-03968e-ISBN: 978-612-317-855-0

Índice

Índice de figuras y tablas

Agradecimientos

Prefacio

Capítulo 1. En el imperio de los Incas

Capítulo 2. Narrativas imperiales: Fuentes y orígenes

Capítulo 3. El orden social. Parentesco y clase en el Tahuantinsuyu

Capítulo 4. El orden económico: Tierra, trabajo y relaciones sociales de producción

Capítulo 5. El orden moral. Religión y espiritualidad entre los incas

Capítulo 6. El orden político: Monarquía, gobierno y administración en el Tahuantinsuyu

Capítulo 7. La destrucción de los incas

Glosario

Bibliografía

Índice de figuras y tablas

Figuras

1.1 Retrato del Inca Tupa Amaru

1.2 Esquema de las hegemonías laminar y viral

2.1 Mapa del área de la confederación Chanca

2.2 Árbol genealógico de los reyes y reinas incas

2.3 Mapa de la expansión del imperio inca

2.4 Mapa de los Estados andinos expansivos antes del imperio inca

2.5 Plano del sitio wari de Pikillacta

2.6 Plano del sitio wari de Viracochapampa

2.7 Imagen de la Puerta del Sol en Tiwanaku

2.8 Foto de puerta y nichos trapezoidales en Tambo Colorado

2.9 Foto de fragmentos cerámicos del área del Cuzco

2.10 Foto del sitio de Wat’a, región del Cuzco

3.1 Reconstrucción artística de un complejo residencial tipo cancha

3.2 Esquema de la organización celular-modular del altepetl azteca

3.3 Mapa de localización de las propiedades reales inca cerca del Cuzco

3.4 Foto de la hacienda real de Machu Picchu

3.5 Foto de fuente de la hacienda real de Tambo Machay

3.6 Mapa de los distritos de riego (chapas) del Cuzco

3.7 Foto de los andenes circulares de Moray

3.8 La momia de un señor inca llevada en andas (dibujo de Felipe Guaman Poma de Ayala, 1615)

3.9 Mapa de los sectores hanan y urin del Cuzco

3.10 Mapa de las cuatro partes del Tahuantinsuyu

3.11 Plato de cerámica con figuras pintadas de pescados y ají

3.12 Cerámicas tipo aríbalo

3.13 Quero antropomorfo

3.14 Quipu

3.15 Acllas tejiendo en un acllahuasi (dibujo de Felipe Guaman Poma de Ayala, 1615)

3.16 Plano de un acllahuasi en Huánuco Pampa

3.17 Foto del acllahuasi de Pachacamac

4.1 Implementos agrícolas de los actuales aymaras

4.2 Unku, túnica masculina

4.3 Foto de andenerías en Pisac

4.4 Foto de andenes en Pisac

4.5 Foto de andenerías en el cañón del Colca

4.6 Foto de parcelas cultivadas en diversas altitudes cerca de Chuquibamba, Chachapoyas

4.7 Principales variedades de plantas cultivadas actualmente en el altiplano

4.8 Mapa de ubicación de las principales haciendas estatales del Tahuantinsuyu

4.9 Foto de llama pastando

4.10 Foto de manada de vicuñas

4.11 Figurillas votivas de alpacas en piedra de tipo conopa

4.12 Foto de collcas (depósitos) en Ollantaytambo

4.13 Plano del sector de las collcas de Hatun Xauxa

4.14 Mapa del Qhapaq Ñan, la red vial inca

4.15 Foto de camino inca

4.16 Plano de Huánuco Pampa

4.17 Foto del templo del Sol en Pachacamac

4.18 Plano del tampu de Tunsucancha, enla región de Huánuco

4.19 “Naipes” sicán, fichas monetarias en forma de hacha

5.1 Foto de la piedra Intihuatana en Machu Picchu

5.2 El Inca hablando con las huacas (dibujo de Felipe Guaman Poma de Ayala, 1615)

5.3 Foto de la piedra “Chingana” en Chinchero

5.4 Quero decorado con incrustaciones de plata

5.5 Ofrenda de chicha a momias de los incas

5.6 Foto de la plataforma usnu de Curamba, Perú

5.7 Foto del templo de Viracocha en Raqchi

5.8 Estatuilla antropomorfa inca en oro

5.9 Foto del complejo religioso inca de Pilko Kaina, isla del Sol, Bolivia

5.10 Estatuillas antropomorfas inca en oro

5.11 Foto de mampostería fina al interior del Coricancha, Cuzco

5.12 Foto de estructuras monumentales al interior del Coricancha, Cuzco

5.13 Mapa de distribución de los ceques en el valle del Cuzco

5.14 Representación esquemática del sistema de ceques

5.15 Siembra ceremonial de los incas en el mes de agosto(dibujo de Felipe Guaman Poma de Ayala, 1615)

5.16 Fiesta inca del Capac Raymi en el mes de diciembre (dibujo de Felipe Guaman Poma de Ayala, 1615)

5.17 Momia de un niño sacrificado hallada en el cerro El Plomo, Chile

6.1 Porra (cabeza de maza) en forma de estrella

6.2 Hondas tejidas

6.3 El Inca Huayna Capac llevado en andas durante una batalla (dibujo de Felipe Guaman Poma de Ayala, 1615)

6.4 El Inca Tupa Yupanqui y un quipucamayoc en un complejo de collcas(dibujo de Felipe Guaman Poma de Ayala, 1615)

6.5 La reina inca Chimpo Coya en un dibujo de la crónica de Martín de Murúa, 1616

6.6 Enfrentamiento entre incas y grupos étnicos rebeldes del norte del Tahuantinsuyu (dibujo de Felipe Guaman Poma de Ayala, 1615)

7.1 Mapa de distribución de los grupos étnicos en el Tahuantinsuyu

7.2 Representaciones de víctimas aztecas de la viruela en el Códice Florentino

7.3 Retrato del Inca Atahualpa

7.4 Retrato de Francisco Pizarro

7.5 El encuentro entre el Inca Atahualpa y Francisco Pizarro en Cajamarca (dibujo de Felipe Guaman Poma de Ayala, 1615)

7.6 Foto del complejo monumental de Sacsayhuaman, Cuzco

7.7 Francisco Pizarro incendia la casa del padre de Guaman Poma (dibujo de Felipe Guaman Poma de Ayala, 1615)

7.8 Suplicio de indígenas en las minas (dibujo de Felipe Guaman Poma de Ayala, 1615)

7.9 Sacerdote y encomendero maltratando físicamente a indígenas (dibujo de Felipe Guaman Poma de Ayala, 1615)

Tablas

3.1 Los reyes incas y sus respectivas panacas según su afiliación hanan y urin

4.1 Variedades de cultivos nativos andinos

Agradecimientos

Como la mayoría de autores entenderán, escribir este libro fue un acto de amor; pero uno que exigió más tiempo del que jamás imaginé. Aprecio la increíble paciencia de Rita Wright, amiga y colega, quien me encargó que escribiera esta reseña sobre los incas y luego esperó mucho más de lo que le había prometido para verla hacerse realidad. Deseo agradecer a Beatrice Rehl y al equipo de producción de la Cambridge University Press, en Nueva York, por su meticuloso trabajo para llevar este libro a su forma final publicada (la edición en inglés).

Mis estudiantes graduados en el Departamento de Antropología de la Universidad de Chicago colaboraron conmigo para articular muchos de los conceptos teóricos y las orientaciones interpretativas que se evidencian a lo largo de este libro. En los últimos años, la lista de mis actuales y antiguos estudiantes graduados, con los que trabajé más intensamente en temas andinos, incluyen a Jonah Augustine, Zachary Chase, Nicole Couture, Anna Guengerich, Steven Kosiba, David Pacifico, Steven Scott, Edward Swenson y Tien-Ann Tshih.

En particular, aprecio profundamente la contribución sustancial de Zachary Chase y de Steven Kosiba, con quienes compartí muchas horas de intensa y fructífera discusión que resultó en la elaboración de los conceptos de hegemonía desarrollados al detalle en el primer capítulo de este libro. Ellos son verdaderamente coautores de dicha sección y reconozco con profundo aprecio la amistad y el estímulo intelectual que me brindaron durante los últimos años.

También deseo reconocer el servicio excepcional de Anna Guengerich como mi asistente de investigación durante las últimas etapas de producción de este manuscrito. Anna lo leyó con habilidad y sensibilidad para eliminar defectos de muchos tipos, asegurándose que el texto fuera coherente, consistente en sus argumentos y lo más técnicamente impecable posible. Manejó todos los detalles críticos relacionados con el formato y el contenido del manuscrito, incluyendo citas, notas al pie de página, mapas, ilustraciones y permisos de reproducción con eficiencia y buena voluntad. Respecto a este último aspecto, también deseo agradecer a las instituciones y personas que respondieron a las solicitudes de Anna y extendieron de manera generosa el permiso para la reproducción de los extraordinarios gráficos e imágenes que aquí se incorporan.

Quisiera extender mi más profundo agradecimiento a Marco Curatola Petrocchi por proponer originalmente que este libro aparezca en la prestigiosa serie que dirige, la Colección Estudios Andinos del Fondo Editorial de la PUCP. El apoyo continuo de Marco en la realización de esta publicación y, más aún, su amistad personal son de un valor inestimable para mí.

Me gustaría reconocer aquí también a Ximena Fernández Fontenoy, quien amablemente aceptó emprender la difícil tarea de convertir un texto en inglés complejo y terminológicamente denso en una versión fluida y elegante en español. Más allá de traducir el texto, ella también realizó esfuerzos extraordinarios para asegurarse de que todo el lenguaje y las referencias bibliográficas, en especial los textos etnohistóricos originales, sean precisos. Esto hace que esta versión de mi libro sea más accesible a los académicos y estudiantes hispanohablantes que se dedican a la investigación sobre los incas.

Por último, quiero dedicar este libro a mi esposa Anna y a mi hija Justine, quienes viajaron conmigo muchas veces a Bolivia y Perú. Vivieron allí durante meses enteros soportando los rigores de la gran altura, el frío intenso, la lluvia torrencial, los vientos huracanados, las repentinas tormentas de polvo, la sequedad que agrietaba los labios y algunos de los caminos más aterradores del mundo. También llegaron a experimentar la intensa y alucinante belleza del mundo andino, así como la profunda generosidad y espiritualidad de los aymaras entre los que vivimos. Compartir todo esto con Anna y Justine, las dificultades y la belleza, hacen que valga la pena vivir esta vida.

Prefacio

En el otoño de 1492, a medida que la pequeña flota de Cristóbal Colón se acercaba a tocar tierra en el Caribe, un señor originario de los Andes, en el lejano sudoeste, se preparaba para tomar dominio del más grande imperio jamás forjado en las Américas. Ese año, el inca Huayna Capac, el último heredero independiente de una extraordinaria civilización andina basada en un agresivo proselitismo religioso y cultural, se convertía en el señor supremo de un territorio de proporciones sorprendentes. El propio nombre que dieron los incas a su imperio reflejaba su creencia de que habían conquistado todo el mundo conocido: Tahuantinsuyu, ‘Las Cuatro Partes (del Mundo) Unidas’. Las tierras de este reino incorporaban una impresionante y marcadamente yuxtapuesta serie de paisajes físicos que abarcaban los territorios de cinco repúblicas andinas modernas: Perú, Bolivia, Chile, Argentina y Ecuador. El mundo de los incas contenía una increíble variedad de zonas ambientales radicalmente diferentes, con abruptos contrastes en clima, vegetación, topografía, suelo y otras asociaciones biológicas y físicas más sutiles. Esta enorme diversidad de terrenos, y por tanto de potencial ecológico, representaba tanto un impedimento significativo para el logro de la integración política regional, como una concentración excepcional de recursos naturales con la posibilidad de sostener economías imperiales. A pesar de las dificultades físicas del terreno, los ejércitos incas pudieron extender el poder de sus señores desde las tortuosas, diseccionadas laderas de las montañas y valles de la sierra peruana hasta las costas siempre áridas ubicadas a lo largo de las márgenes occidentales del continente sudamericano, así como desde los enclaves húmedos, subtropicales, incrustados en las grandes laderas orientales del macizo andino hacia las frías, austeras y aparentemente interminables altiplanicies de la cuenca del Titicaca. Los obstáculos sociales que enfrentaron los aparatos políticos, económicos y militares inca en su llegada al poder no fueron menos apabullantes en su diversidad o abrumadores en su complejidad. El imperio inca, en su apogeo, incorporó más de doscientos grupos étnicos distintos, la mayoría de los cuales hablaban idiomas mutuamente ininteligibles. Sus emperadores se esforzaron por conquistar y luego administrar sociedades que cubrían todo el espectro de la organización humana, desde pequeñas bandas nómadas de cazadores y recolectores, que habitaban áreas aisladas en las regiones densamente boscosas del este de Ecuador y Perú, hasta los estados poderosos e inmensamente ricos de la costa del Pacífico y del altiplano andino, como los reinos de los pueblos Chimú, Chincha, Lupaca y Colla.

A pesar de haber enfrentado estas formidables barreras ambientales y sociales para la formación del imperio, dentro del fugaz espacio de tiempo de tres generaciones durante los siglos XV y principios del XVI, los incas lograron transformarse de una diversidad de pequeños grupos sociales relacionados étnicamente, que competían por el poder en las regiones montañosas alrededor del Cuzco, en el sur del Perú, en la mayor entidad política nativa americana que haya jamás surgido. Al extender su autoridad sobre un área de unos 4800 kilómetros de longitud de norte a sur, gobernaron a varios millones de personas y desarrollaron una infraestructura imperial masiva, cuyos restos materiales aún generan asombro y admiración. Ninguna otra sociedad originaria americana, ni la azteca, ni la maya, ni la tolteca, ni la teotihuacana, en Mesoamérica, forjaron un imperio de tal alcance y complejidad social. ¿Qué era, entonces, lo especial de los antiguos incas y su mundo?

A lo largo de los Andes, las obras públicas ordenadas por los emperadores incas dominaron y en ocasiones transformaron el paisaje natural. Ciudades, templos y fortalezas de piedra, caminos maravillosamente construidos que se abren paso a través de las laderas de las montañas y, en especial, los enormes andenes agrícolas y las obras hidráulicas fueron emblemáticos del poder y la capacidad productiva de los incas. Sin embargo, no son tanto estos impresionantes productos materiales del imperio inca los que reclaman nuestra curiosidad, sino los procesos sociales que los originaron. ¿Cuáles, por ejemplo, fueron las instituciones culturales que estructuraron y dieron impulso a la ambición imperial de los incas? ¿Qué forma de poder ejercieron sobre sus provincias conquistadas lejos de Cuzco, su capital imperial? ¿Cómo movilizaron la asombrosa cantidad de mano de obra que se requería para sostener su máquina de guerra, mientras al mismo tiempo erigían obras públicas extensas y monumentales? ¿Qué tipo de percepciones, procesos de pensamiento y creencias conformaron la cosmovisión inca, lo que confirma en sus propias mentes su derecho a gobernar otras naciones? ¿Qué impacto tuvo la transformación social radical que experimentaron los incas en su avance hacia la categoría de Estado y poder imperial en la estructura de la propia nación inca y en otros grupos étnicos que ellos subyugaron? Estas son las principales preguntas que orientarán este libro.

Responder a estas preguntas nos conduce a realizar una exploración de la historia social y las dinámicas culturales de las civilizaciones andinas. Los logros imperiales del Tahuantinsuyu no fueron solo la brillante invención de los reyes del Cuzco, el triunfo de la civilización contra la barbarie, como nos lo hubiesen hecho creer los propagandistas de la corte inca. Estos no ocurrieron en un vacío cultural. Las raíces de la civilización inca, al igual que las de sus contrapartes mesoamericanas, estaban firmemente plantadas en el profundo lecho rocoso de las tradiciones culturales anteriores. Antes de los incas, la historia política de los Andes había sido marcada de forma radical por el vaivén de otros estados e imperios más antiguos. Wari y Tiwanaku, de la sierra andina y del altiplano, dejaron un legado duradero de expansión estatal en las mismas regiones que los incas conquistarían unos 500 años más tarde. Muchas de las herramientas organizativas que los incas usaron para atar a las poblaciones locales al yugo de su gobierno habían sido ideadas y elaboradas en los siglos anteriores a ellos por estos primeros estados depredadores y desde entonces se habían convertido en una moneda común en el repertorio panandino de formación estatal. De manera similar, en la costa desértica del norte del Perú, el reino de Chimor estuvo una vez gobernado por una dinastía de reyes divinos que controlaron por la fuerza los recursos y la obediencia de una gran población, generaciones antes de que los incas tuvieran incluso pretensiones de lograr un dominio imperial. Los palacios ricamente decorados y los sepulcros reales en Chan Chan, la extraordinaria ciudad capital de Chimor, fueron el escenario de exhibiciones inimaginables de poder y riqueza regia cuando los primeros líderes de los incas no eran más que insignificantes caudillos rivales que vivían en recintos toscamente amurallados. La ideología y la práctica de la monarquía divina, como otras instituciones que se asociaron de manera indeleble con los incas, claramente no fueron exclusivas de los señores del Cuzco. Los incas heredaron un abundante y continuo flujo de creencias culturales, instituciones sociales, estrategias políticas, capacidades tecnológicas y sistemas económicos existentes que dieron forma a los contornos esenciales —si no al curso preciso— de su historia.

La historia de los incas, quienes en 1492 estaban en pleno proceso de expandir su dominio en los Andes, fue el último capítulo precolombino de una compleja saga de adaptación humana que abarca varios milenios en un contexto de desafíos ambientales y sociales impresionantes. Llegaremos a comprender a los incas y su imperio en términos de interacciones continuas entre los agentes sociales individuales y colectivos que persiguen sus propios intereses y las estructuras socioculturales duraderas que dieron forma a las sociedades andinas durante muchas generaciones. Es decir, llegaremos a conocer la sociedad e historia inca como el producto complejo de la agencia individual y colectiva y de las profundamente arraigadas estructuras sociales andinas. Este libro, entonces, hará una doble tarea al proporcionar descripciones y análisis detallados de la historia, la organización social, la economía política, el arte de gobernar y la ideología religiosa inca, mientras ofrece un marco interpretativo de la sociedad y la política inca derivadas de la teoría social comparada. Como veremos, las estructuras sociales, los conceptos políticos, los sistemas económicos, las prácticas religiosas, las estrategias de poder y las disposiciones culturales de los incas tienen una comparabilidad general con los de otros estados e imperios indígenas, pero también poseen características únicas que hacen que explorar el Tahuantinsuyu sea un estudio de análisis social fascinante.

Capítulo 1. En el imperio de los Incas

El 24 de setiembre de 1572, vestido de luto y montado en una mula adornada con terciopelo negro, Tupa Amaru, el último soberano inca (ver figura 1.1), descendió lentamente las empinadas calles empedradas del Cuzco hacia su amplia plaza principal. Las calles, los patios, los parapetos y los tejados de la ciudad, una vez la capital imperial de sus ilustres antepasados, estaban repletos de súbditos indígenas y ciudadanos españoles, llegados para ser testigos de un evento histórico. Acompañado por una falange de cuatrocientos guardias nativos que blandían lanzas para hacer retroceder a la multitud que empujaba, el rey subió solo a un cadalso recién erigido en la plaza. Al llegar al nivel más alto, Tupa Amaru silenció a la bulliciosa multitud con un simple gesto. Luego pronunció su discurso final, recibió el sentido consuelo de los sacerdotes de sus conquistadores y apoyó la cabeza en el bloque de madera. Sin casi vacilar, el verdugo agarró el cabello de Tupa Amaru, expuso el cuello del rey inca, golpeó su cabeza rápidamente «con un machete y de un solo golpe» y luego sostuvo la cabeza cortada «alta para que todos la vieran» (Hemming, 1970, p. 449).

Relaciones de testigos presenciales de este acto de regicidio coinciden en que, al ver la sangrienta cabeza de Tupa Amaru suspendida de la mano del verdugo y luego lanzada a una pica de hierro, la multitud reunida (unos quince mil indios) irrumpió en desinhibidos «llantos y gemidos» (Toledo [1572], citado en Hemming, 1970, pp. 449-450). Este estallido espontáneo de lamento y la subsiguiente veneración de los restos lúgubres del rey por parte de sus antiguos súbditos alarmaron al virrey Francisco de Toledo, la autoridad política suprema en lo que se había vuelto el Perú español. Después de solo dos días, este ordenó que se retirara la cabeza de Tupa Amaru de la exhibición pública, percibiendo, con razón, que la explosión espontánea de desesperación y adoración de los restos mortales del Inca, de parte de los indígenas, podía convertirse en una amenaza para el orden público y una posible fuente de sedición y rebelión.

La campaña de Toledo para erradicar los últimos vestigios del gobierno inca no terminó con la ejecución de Tupa Amaru. Persiguió de manera implacable a los indígenas que reclamaban tener algo de sangre real o que habían sido ennoblecidos por los incas. Toledo, en secreto, destruyó los restos momificados de los predecesores regios directos de Tupa Amaru; es decir, los de Titu Cusi y Manco Inca. En una compleja secuencia de colaboración inicial, sucesiva diplomacia y rebelión final, Manco Inca huyó de la embestida de la conquista española iniciada en 1532 e implantó un estado de resistencia corto, pero efectivo en Vilcabamba, una tierra densamente boscosa y prácticamente incomunicada al noreste del Cuzco. Aunque los conquistadores españoles habían tomado, de forma irrevocable y por la fuerza, el poder político efectivo en el Perú incaico con la astuta y rápida captura (y posterior ejecución) del emperador inca Atahualpa, el 26 de julio de 1533, sus descendientes cercanos —Manco Inca, Titu Cusi y, finalmente, Tupa Amaru— lograron sostener una prolongada campaña de resistencia contra los nuevos señores españoles que humillaron, maltrataron y asesinaron a las familias nobles incas y a sus otrora súbditos. Iniciaron una serie de violentas acciones de tipo guerrillero y batallas a campo abierto en las zonas rurales para hostigar y matar a las fuerzas militares españolas, autoridades judiciales, sacerdotes, agentes económicos y colaboradores nativos. Estos tres últimos reyes de los incas defendieron el pequeño pero autónomo bastión del poder incaico en Vilcabamba con una considerable tenacidad y con nuevas habilidades tácticas nacidas de la creciente percepción de la avidez, las capacidades militares y las proclividades culturales de los invasores españoles. En repetidas ocasiones, enviaron emisarios a las autoridades españolas en busca de reconocimiento de su autoridad personal y derecho a las propiedades y privilegios ancestrales; mientras que, al mismo tiempo, mantenían un estado de resistencia en una zona interna apartada justo fuera de los territorios controlados completamente por los españoles. Décadas de negociaciones en busca de la capitulación final de estos últimos miembros independientes de la dinastía real inca, produjeron una continua frustración a la Corona española y un profundo malestar entre los ciudadanos del Cuzco, quienes temían una repetición del devastador asalto indígena a gran escala a la ciudad liderado por Manco Inca en 1536. Sin embargo, la llegada de Toledo como virrey del Perú en 1569, así como su fuerte determinación de erradicar desde la raíz la línea dinástica de los incas, cambió al final este estado de cosas al parecer insoluble.

Figura 1.1. Retrato de Tupa Amaru, el último gobernante inca, ejecutado en 1572 por orden del virrey Francisco de Toledo, conde de Oropesa (Museo Nacional de Antropología, Arqueología e Historia del Perú, Lima).

El virrey comprendió bien los peligros para los nuevos dominios de la Corona española en el Perú encarnados en la existencia, en ese momento, de nobles incas autónomos que poseían una mística palpable de poder y una capacidad aún real de movilizar a miles de súbditos indígenas. El 14 de abril de 1572, un Domingo de Ramos, Toledo actuó de manera decisiva contra esta amenaza al declarar una guerra a «sangre y fuego» contra el inca rebelde y «réprobo» (Hemming, 1970, p. 424). Con voluntad de hierro, Toledo alcanzó su objetivo rápidamente, pues logró reunir expediciones militares de fuerza abrumadora para aniquilar al remanente de los incas libres en Vilcabamba. Parte de la fuerza expedicionaria española, bajo el mando del capitán Martín García de Loyola, ubicó a Tupa Amaru —quien se retiraba de la primera línea del frente y se adentraba en las selvas de Vilcabamba con su coya (qoya o «reina») y con algunos de sus comandantes militares y servidores personales que le quedaban— y lo arrastró encadenado desde los bosques nubosos de Vilcabamba hasta el Cuzco, donde la expedición militar triunfadora llegó el 21 de setiembre de 1572, para el alivio jubiloso de los ciudadanos españoles del Cuzco. Tres días después, luego de un simulacro de juicio por sedición y de una instrucción rápida en los elementos de la fe católica, Tupa Amaru se enfrentó a su ignominioso destino en el patíbulo y con él desaparecieron de manera irrevocable los últimos vestigios personificados del imperio inca.

Sin embargo, el poder de las mentalidades indígenas, las disposiciones culturales y las prácticas sociales perduraron mucho tiempo después de la humillación, pauperización y exterminio de los nobles incas. A lo largo de su mandato como virrey, Toledo buscó, de forma diligente, destruir los íconos de la religión inca y erradicar las prácticas religiosas indígenas. Un genuino impulso religioso para convertir a los indios «paganos» al catolicismo —y así conducirlos a la salvación— puede haber sido una de las fuerzas motivadoras de Toledo en su campaña para extirpar la idolatría. No obstante, una explicación más convincente de la implacable iconoclasia de Toledo fue el imperativo político inmediato de imponer un orden social jerárquico y ortodoxo que requería la represión de las prácticas heterodoxas. Comprendió intuitivamente que las creencias religiosas y las prácticas sociales indígenas eran un pozo profundo de resistencia potencial a largo plazo a la autoridad española. De manera aún más sagaz, se dio cuenta de que específicos objetos materiales, así como la expresión del sentimiento religioso mediado a través de estos objetos, era la clave conceptual del significado de la religión inca. Toledo asumió que destruir los objetos que los indígenas consideraban sagrados erradicaría las creencias y las prácticas heterodoxas al eliminar los vehículos oraculares de su expresión. De forma irónica, como veremos, Toledo había sido precedido en esta suposición por los propios reyes incas, quienes organizaron sus propias campañas para extirpar los objetos sagrados (huacas o wak’as) de los indios a los que habían sometido. Toledo estaba particularmente ansioso por localizar el ídolo inca del Punchao, la imagen de oro del joven dios Sol, que tenía en su interior un corazón hecho de una masa obtenida a partir de los fragmentos desecados de los corazones verdaderos de los reyes incas muertos y colocado en un cáliz dorado (Hemming, 1970, p. 450). Cuando al final se ubicó al Punchao —que estaba bajo la custodia de uno de los generales de Tupa Amaru en Vilcabamba—, se capturó el ídolo, se le despojó de sus resplandecientes medallones dorados y se le envió al rey Felipe de España. El virrey Toledo recomendó que el ídolo fuera enviado a «Su Santidad», el papa católico romano, «en vista del poder del diablo ejercido a través de él, y el daño que ha hecho desde la época del séptimo Inca» (Toledo, [1572], citado en Hemming, 1970, p. 450). Este pasaje revela de forma precisa cuánto comprendía Toledo la eficacia y la inherente potencia política de los objetos religiosos. Además, su destrucción clandestina de las momias reales incas dice mucho sobre sus sagaces instintos políticos. Toledo reconoció claramente los objetos de poder en el mundo indígena andino y, aún más crucial para sus propósitos, captó el poder cultural de los objetos.

¿Cómo fue, entonces, que la cabeza decapitada de un rey inca, heredero únicamente de un imperio destruido, infundía un tal temor reverencial que no había disminuido con el tiempo? ¿Por qué los cadáveres desecados de los antiguos reyes eran objeto de una veneración tan intensa? ¿Qué fuerza obligaba a muchos súbditos de los incas a continuar cumpliendo con sus deberes tributarios asignados por el Estado vencido bastante después de la conquista española del reino? En resumen, ¿por qué los incas tenían tal control sobre el trabajo, la imaginación y la lealtad de muchos (cuando no de todos) sus antiguos súbditos, incluso después de que quedara dolorosamente claro que habían perdido de manera irrevocable su dominio frente a los invasores extranjeros? Toledo intuyó la presencia de profundas corrientes de poder social que representaban un desafío potencial para la autoridad española, canalizadas bajo la superficie de la abyecta derrota militar de los incas. Para suplantar en definitiva a los incas, tan recientemente dominantes en los Andes, Toledo buscó comprender y luego eliminar las fuentes de ese poder social, ya fueran derivadas del prestigio de linajes nobles vivos o de objetos materiales inertes, pero profundamente cargados de significado.

La tarea de este libro es similar al desafío que enfrentó Toledo. Para entender a los incas, debemos entender la esencia del poder social en su mundo. ¿Cómo concebían el poder los propios incas? ¿Qué creencias, objetos, relaciones sociales, fuerzas económicas e instrumentos políticos desplegaban para extender y consolidar su poder? ¿Qué roles desempeñaban la violencia, la coacción, la diplomacia, la sociabilidad, el sentimiento religioso y el deseo compulsivo de renombre, riqueza y poder en la historia del surgimiento del imperio inca? Para tratar de responder estas preguntas, primero debemos analizar la naturaleza del poder social en sí mismo; solo entonces podremos proceder a explorar los campos específicos de poder que estructuraron el mundo inca y moldearon la trayectoria histórica de sus ambiciones imperiales.

Las formas elementales del poder social

La detención y el ejercicio del poder, en diferentes formas e intensidades, radican en el corazón del imperio: lo último implica necesariamente lo primero. Pero, ¿qué tipos de poder social reconocían, privilegiaban y desplegaban los incas? ¿Cómo lograron concentrar el poder hasta tal punto que en menos de un siglo pudieron crear la entidad política más extensa que haya existido en las Américas precolombinas, mucho más grande que cualquiera de las ciudades-estados aztecas, toltecas o mayas en México? ¿Qué fuerzas sociales, económicas, políticas e ideológicas convergieron en las clases dirigentes incaicas que les permitieron transformar el orden social de un grupo étnico relativamente pequeño, limitado y no particularmente poderoso, uno entre muchos otros de la sierra centro-sur del Perú, en un Estado depredador que operaba en un vasto espacio geopolítico? ¿Qué los motivó a hacerlo? En otras palabras, ¿cuáles fueron los medios y los fines del poder social incaico? Para comprender los tipos y las aplicaciones particulares del poder que respaldaron el impulso inca hacia la supremacía política en el mundo andino antiguo, primero debemos considerar las formas elementales del poder de manera más general. ¿Qué es el poder social? ¿Cómo se produce y circula? ¿Qué impacto tiene la aplicación del poder social en las partes involucradas en cualquier transacción cargada de poder?

En términos generales, el poder es la capacidad de producir efectos causales, de transformar un objeto, un estado del ser o una relación social a través de acciones deliberadas e intencionadas. Como señala John Scott, el poder social «es una forma de causación que tiene sus efectos en y a través de las relaciones sociales» (2001, p. 1). En este sentido, el poder social involucra a agentes humanos, ya sean individuos o colectivos (redes familiares, clases, grupos de interés, partidos políticos), que ejercen algún tipo de fuerza, ya sea positiva (persuasión, incentivos) o negativa (violencia, coerción), en otros agentes para lograr un efecto deseado. En el sentido en que uso el término aquí —uno profundamente pertinente para las sociedades jerárquicas estratificadas por clases como el imperio inca—, el poder social conlleva una relación diádica entre «principales» (o agentes superiores) y «subalternos» (agentes subordinados) (ver Gramsci, 1971, p. 52). Los efectos causales de tal relación diádica no necesariamente fluyen en una dirección; es decir, de un principal más poderoso a un subalterno menos poderoso. La relación puede ser una forma mucho más sutil de interdependencia mutua en la que las creencias, los deseos, las acciones y las prácticas sociales de los subalternos pueden hacer que los principales alteren su comportamiento para lograr un resultado deseado. En otras palabras, la mayoría de las formas de relaciones sociales implican un juego de poder en el que cada lado de la díada implementa estrategias específicas para influir en el comportamiento del otro. Las reglas de este juego de poder, sin embargo, no constituyen un campo de juego nivelado. Por definición, los agentes dominantes poseen ventajas estratégicas sociales y políticas que les permiten hacer valer su voluntad de manera más completa y frecuente que los subalternos.

Podemos definir dos formas elementales de poder social: el poder interpersonal y el poder institucionalizado o estatal. Estas formas de poder social son interdependientes, pero operan en diferentes escalas. Como observó el teórico social Michel Foucault, el poder interpersonal se relaciona de manera íntima con las estructuras institucionalizadas de dominación: «[…] si hablamos de estructuras o mecanismos de poder, es solo en la medida en que suponemos que ciertas personas ejercen poder sobre otras» (1982, p. 225). Ambas formas de poder social son muy relevantes para un análisis de los incas.

El despliegue del poder interpersonal para efectuar transformaciones sociales y políticas es particularmente característico de las formaciones estatales emergentes, no burocráticas y precapitalistas. El poder interpersonal opera en la escala de la interacción cara a cara; es un poder personificado que depende de las características personales de los individuos que afirman sus deseos en comunicación inmediata con los demás. El prominente sociólogo Max Weber analizó una dimensión del poder interpersonal en términos del fenómeno del carisma y la naturaleza del liderazgo carismático. Esta dimensión del poder interpersonal es fundamental para comprender el surgimiento y la rápida expansión del imperio inca. Según Weber, la autoridad carismática depende de los especiales «dones de la mente y del cuerpo» que permiten a una persona parecer extraordinaria e imbuida de autoridad sobrenatural o divina: el líder carismático «debe hacer milagros, si quiere ser un profeta. Debe realizar acciones heroicas, si quiere ser un caudillo» (Weber, 1978[1914], p. 1114). La dominación carismática se desarrolla en contextos en los que un individuo ejerce un tipo de atracción magnética sobre los seguidores, quienes consideran que el líder tiene habilidades y capacidades extraordinarias para organizar y motivar a otros, ya sea en la política, la religión, lo militar o en cualquier otro quehacer social colectivo.

Los líderes carismáticos tienen un sentido de misión personal, a menudo divinamente inspirada, que los impulsa en la búsqueda de sus objetivos. Según Weber, el líder «emprende la tarea para la cual está destinado y exige que los demás lo obedezcan y lo sigan en virtud de su misión» y la dominación de los otros por el líder carismático encuentra justificación «en virtud de una misión que se cree está encarnada en él» (1978[1914], pp. 1112 y 1117). El líder carismático tiene la capacidad de inspirar emociones profundas de asombro, fervor y reverencia en los seguidores debido a sus características personales excepcionales y a la creencia colectiva en esta misión carismática encarnada en él. Juana de Arco, la visionaria religiosa y líder militar francesa del siglo XV, fue un ejemplo clásico de una líder carismática. Pero los líderes carismáticos pueden sostener su poder de dominación solo si los seguidores continúan teniendo fe en su capacidad para realizar hazañas extraordinarias al servicio de su misión. El carisma es una cualidad personal evanescente que depende por completo de la creencia colectiva. Si los líderes no logran continuamente «hacer milagros» o «realizar actos heroicos», su carisma se disipa y sus seguidores desaparecen rápidamente. En este sentido, el liderazgo carismático es una forma de gobierno metaestable que requiere del líder una sensibilidad exquisita y una atención personal constante frente a las actitudes y conductas de sus seguidores. Una falla inherente en el liderazgo carismático como instrumento de gobernanza es el problema de la sucesión. Como una forma altamente personal de poder social, el carisma no se puede transferir de manera voluntaria de una persona a otra. Un rey carismático no necesariamente engendrará un hijo o una hija igualmente carismáticos para sucederlo. En este sentido, el carisma como forma pura de poder interpersonal es idiosincrásico y de duración relativamente corta, limitado a una sola vida. Más aún, cualquier intento por parte de un líder carismático de hacer algo rutinario o de institucionalizar esta forma personal de poder social inevitablemente lo transforma en algo distinto al carisma. Los seguidores del líder carismático original y la misión carismática pueden perder la fe en su eficacia y los intensos lazos emocionales necesarios para sostener esta misión se disolverán. La rutinización, la institucionalización y la despersonalización del liderazgo son todos anatemas para la autoridad carismática.

Las observaciones de Norbert Elias sobre la distinción entre las formas carismáticas y absolutistas de la monarquía ofrecen una visión más profunda de la naturaleza de esta forma de liderazgo:

El jefe carismático, a diferencia de un gobierno [absolutista] consolidado, generalmente no posee un aparato administrativo establecido fuera de su grupo central. Por esta razón, su poder personal y su superioridad individual dentro del grupo central siguen siendo indispensables para el funcionamiento del aparato. Esto define el marco dentro del cual dicho jefe debe gobernar (Elias, 1983[1969], pp. 124-126).

Además, según Elias, el jefe carismático está:

[…] constantemente obligado a probarse a sí mismo directamente en acción y a asumir riesgos repetidamente […] El éxito en el control de incalculables crisis legitima al jefe como «carismático» ante los ojos del grupo central y de los súbditos en el dominio más amplio. Y el carácter «carismático» del líder y sus seguidores se mantiene solo mientras tales situaciones de crisis se repitan constantemente o se puedan crear (Elias, 1983[1969], pp. 125-126).

La monarquía carismática necesariamente crea y recrea un liderazgo en modo crisis. Los actos personales de la toma de riesgos, o al menos las acciones que el público percibe como que entrañan riesgo, se conciben en términos de una capacidad extraordinaria para el compromiso y la intervención personal por parte del líder carismático. Los fundamentos y justificaciones del poder real carismático se encuentran en la acción política personal, la visibilidad pública del jefe ante los gobernados, la resolución habitual de las crisis y el mantenimiento de la cohesión social entre la nobleza. En marcado contraste, el poder regio en el Estado absolutista se basa en concepciones jurídicas definidas universales y permanentemente legitimadas por textos legales, no por acciones personales. La intervención personal y el riesgo del gobernante se minimizan, al igual que la necesidad de una interacción social continua entre el gobernante y los gobernados. En otros lugares, sostuvimos que la monarquía andina —y en especial la inca—, como forma de poder carismático, dependía de un patrón cultural profundamente arraigado en la sociabilidad (Kolata, 1996 y 2003). El modo de conciencia de este tipo de poder se orientaba a los súbditos más que a los marcos legalmente enmarañados del gobierno absolutista. El gobierno orientado a los súbditos exigía un compromiso constante, o la percepción de un compromiso, con poblaciones subyugadas en todos los niveles de la jerarquía social por el propio rey, por sus representantes o por sus avatares sobrenaturales. Es decir, la legitimidad de los reyes incas requería una forma de intercambio social peculiarmente intensa y continua. Este intercambio social no se enmarcaba solo en términos de una circulación de productos en forma de tributos o regalos, sino que consistía en una manipulación de la obligación, la solidaridad, el poder social y los recursos instrumentales que cambiaba de manera constante y se desplegaba de forma estratégica. Exploraremos estas características de la monarquía inca basada en la autoridad interpersonal y carismática con mayor detalle más adelante en este libro.

La segunda forma elemental del poder social es el poder institucionalizado. Algunos teóricos destacados, incluido Max Weber (1978[1914]), conciben el poder como un juego de suma cero en el que el poder social depende de relaciones intrínsecamente jerárquicas de dominación y de subordinación: un lado de la pareja diádica logra un resultado favorable solo a expensas del otro. A Weber le interesaba en especial el proceso de institucionalización del poder y los medios organizativos para la aplicación de este. El clásico marco estructural para esta perspectiva es el de la autoridad enraizada en los estados burocráticos premodernos y modernos de Europa. Weber se concentró específicamente en los medios que utilizan los estados para desplegar el poder y concluyó, junto con León Trotsky, en que «todo Estado está fundado en la violencia»; además, perfeccionó aún más esta opinión al definir a los estados como «aquella comunidad humana que, dentro de un determinado territorio […] reclama (con éxito) para sí el monopolio del uso legítimo de la violencia física» y como «una relación de dominación de hombres sobre hombres, que se sostiene por medio de la violencia legítima (es decir, de la que es considerada como tal)» (1978[1914], pp. 77-78). En este contexto, Weber argumentó que la distribución del poder es sustancialmente asimétrica: algunos agentes poseerán e implementarán más poder que otros y habrá una lucha continua por el poder que dará como resultado claros ganadores y claros perdedores en el juego. Los principales en una relación de poder diádica son aquellos individuos que tienen la capacidad, a través de la fuerza, de constreñir las acciones y alternativas que se le presentan a un subalterno. Este concepto de poder social enfatiza los aspectos fundamentalmente asimétricos, coercitivos y represivos de los principales sobre los subalternos.

Al pensar en el poder, la mayoría de las personas está de acuerdo, de manera intuitiva, con un concepto similar al expresado por Weber: el poder es violencia (o la amenaza de esta) empleada por una parte sobre la otra para obtener algún beneficio, castigar una infracción o limitar las posibilidades de acción de la otra parte. Pero, como enfatizó Weber, para que un Estado tenga éxito, el monopolio de la fuerza necesaria para ejercer el poder debe ser percibido como legítimo por sus ciudadanos. Sin este reconocimiento de legitimidad, el Estado podría devenir en «una guerra de todos contra todos», anárquica y hobbesiana, lo que desestabilizaría, en primera instancia, el mismo monopolio del poder que respalda la autoridad del Estado. Entonces, esto presenta un enigma: ¿cómo se puede percibir y aceptar la violencia, o la amenaza de violencia, como legítima? Esta es una paradoja que tiene varias soluciones en términos de los presuntos fines del poder. El Estado puede justificar la violencia para mantener la seguridad interna; defender el territorio soberano y los recursos naturales; promover una «misión civilizadora» entre los estados más débiles y menos desarrollados; o, en términos contemporáneos, tal vez defender los ideales culturales de «libertad individual de elección» o «derechos humanos universales». Todos los estados intentan justificar su monopolio sobre la aplicación de la fuerza a través de algún reclamo de defensa, seguridad y necesidad de crear un territorio pacificado en el que los ciudadanos puedan realizar actividades productivas sin ser molestados. En otras palabras, la legitimidad del monopolio de un Estado sobre la fuerza solo puede sostenerse si los ciudadanos están convencidos de su necesidad, incluso cuando la aplicación resultante de la fuerza restringe su capacidad de libertad individual de acción. ¿Por qué los ciudadanos consentirían el subordinarse al poder del Estado? Una respuesta simple sería el miedo: el miedo a la violencia o a la coerción de los agentes del Estado, o el miedo a la violencia de otros poderes soberanos. Sea cual fuere el reclamo de legitimidad del Estado, los principios rectores de esta concepción del poder social son: capacidad diferencial para la acción autónoma, jerarquía, dominación, disciplina, coerción y exacción. Estas características ciertamente comprendían algunas dimensiones del régimen de poder de los incas, pero no son suficientes para explicar por completo cómo los incas tenían y ejercían el poder social.

Otra influyente línea de pensamiento social analiza las relaciones de poder desde un diferente —aunque complementario en potencia— marco de referencia de juego de suma no cero. Desde esta perspectiva, el poder social no se concentra de manera exclusiva en formas organizativas u órganos concretos del Estado. Más bien, el poder se difunde ampliamente en toda la sociedad, en individuos e instituciones, incluso si las formas más eficaces de poder no están distribuidas de modo uniforme. Esta es la visión del poder ejemplificada por Michel Foucault, quien, a diferencia de Weber, se enfocó en las estrategias y tecnologías del poder difusas que todos los actores sociales, principales y subalternos por igual, reproducen, despliegan y a menudo resisten. Como observa John Scott:

Según este punto de vista, el poder es propiedad colectiva de enteros sistemas de actores cooperantes, de esferas de relaciones sociales dentro de las cuales se ubican los actores particulares. Al mismo tiempo, no enfatiza los aspectos represivos del poder sino los aspectos facilitadores o «productivos». De particular importancia son los mecanismos comunales que resultan de las formaciones culturales, ideológicas o discursivas a través de los cuales se constituye el consenso […] [Todos] pueden ganar con el uso del poder y no es necesario que haya perdedores (Scott, 2001, p. 9).

Si es cierto que podemos imaginar una proposición fundamentalmente beneficiosa para las partes (win-win) en cualquier aplicación seria de poder, y en la que «no debe haber perdedores», es evidente que para que el poder perdure en alguna forma relativamente estable se requiere el consenso de los gobernados. El consenso puede coaccionarse a través de actos o amenazas de fuerza por parte de los militares, la policía, las autoridades judiciales u otros agentes de disciplina; o puede fabricarse a través de «formaciones culturales, ideológicas o discursivas». El primer tipo de consenso (que, por supuesto, no es voluntario) es inestable y, en algún momento, insostenible, ya que se basa en una estrategia de imposición, en la aplicación constante de actos de fuerza, violencia y coerción en súbditos renuentes y alienados. Este estado de «consenso» es intrínsecamente limitado, ya que la subyugación incesante de las poblaciones distribuidas en grandes espacios geopolíticos requiere recursos casi inagotables en forma de ejércitos permanentes, fortalezas, guarniciones y un costoso aparato político de vigilancia. Los medios para mantener el consenso involuntario en poblaciones sometidas rara vez (si acaso) justifican los fines del poder consistentes en incrementar los intereses de la élite, de las clases dominantes. Igual de importante, el consenso impuesto con la fuerza se convierte, con el tiempo, en un caldo de cultivo para sentimientos revolucionarios, actos de subversión y rebelión.

Este tipo de «consenso construido» (manufactured consent), derivado de un acuerdo cultural colectivo, incorpora el consenso en un tejido de valores compartidos, estructuras sociales, preferencias culturales y prácticas consuetudinarias. Incluso si el mundo social habitado por poblaciones sometidas es inherentemente desigual, una clase dominante a menudo puede obtener el consenso voluntario de los subalternos a través de estrategias de socialización ideológicamente formadas que «naturalizan» el orden social. Esta es la nueva percepción fundamental de Antonio Gramsci (1971), quien examinó más a fondo el concepto de hegemonía para explicar la aparente paradoja de los subalternos que aceptan de manera voluntaria su propia subordinación. Aquí me gustaría señalar que, incluso en un modelo de juego de suma cero weberiano, el poder de un principal sobre un subalterno en la lucha continua por la dominancia consiste, en gran medida, en la capacidad de convencer a los subalternos de que sus intereses radican en hacer algo que, de hecho, es más beneficioso para los principales que para ellos mismos o incluso «perjudicial para ellos o contrario a sus intereses más profundos» (Scott, 2001, p. 3). Es decir, tanto la persuasión como la fuerza pueden lograr los mismos fines del poder estatal: garantizar el cumplimiento de las demandas de los principales. De los dos, la persuasión (y, como veremos, la transformación simultánea de la conciencia histórica que es parte integral de la persuasión) es a menudo la más efectiva. Los subalternos se involucran en el sistema de relaciones de poder incluso cuando reconocen de forma plena su condición de subordinados. Creen firmemente que obtienen suficientes beneficios materiales, emocionales e incluso morales de la relación de poder institucionalizada para justificar su consentimiento a la subordinación. Al igual que en el caso del consenso impuesto por la fuerza, la fabricación del consenso de los gobernados mediante la persuasión requiere recursos económicos considerables, ya que la persuasión efectiva a menudo exige una estructura de incentivos para inducir y reforzar constantemente dicho consentimiento. Las élites dominantes deben prestar mucha atención a los reclamos y expectativas materiales y morales de sus súbditos para mantener su conformidad y participación activa en el sistema de relaciones de poder imperante. Tanto los principales como los subordinados están insertados en un sistema interdependiente de expectativas, obligaciones, reivindicaciones y comportamientos. Para garantizar el consenso efectivo de los gobernados, las clases dirigentes deben financiar un sistema de incentivos que a menudo toma la forma de recompensas materiales estratégicas, tales como concesiones de tierras, acceso privilegiado a recursos naturales estratégicos, costosas fiestas religiosas, espectáculos patrocinados por el Estado, monumentos públicos, desarrollo de nuevas infraestructuras (como caminos, puentes, canales de irrigación, andenes y cosas similares) y otros beneficios sociales muy elaborados y visibles. Los enormes costos económicos de responder a las crecientes expectativas de los súbditos, mientras se mantienen simultáneamente campañas militares de conquista, pueden fácilmente llevar a la bancarrota a un rey y su corte. La historia está repleta de ejemplos de reyes sin un centavo forzados a mendigar regalos y préstamos de los súbditos más ricos para mantener cierta apariencia de poder. La persuasión, al igual que la fuerza implacable, tiene sus costos y revela la fragilidad subyacente y la evanescencia del poder. Si bien el juego del poder no es solo un cálculo frío de costos y beneficios, tanto los gobernantes como los subalternos recalibran de manera continua sus posiciones y sus propios intereses en el marco de las limitaciones y oportunidades que ofrece la estructura de poder prevaleciente.

Ampliando las ideas de Weber, Foucault y Gramsci, analizamos estos tipos sutiles de poder bajo el término general de «hegemonía», aunque nuestra interpretación del término no es idéntica a la desarrollada por Gramsci. Definiremos una serie de distintas variantes de hegemonía y de procesos hegemónicos basados en los lineamientos del poder social definidos por Weber y Foucault. Es decir, tal como los definimos, estos procesos hegemónicos funcionan como una dialéctica de fuerza y persuasión, dominación y consenso, de tal manera que oscurecen la aparente contradicción entre estas estrategias de poder al parecer opuestas. Históricamente, ningún Estado confió en una sola estrategia de poder. Vemos más bien una aplicación, supeditada a los casos, de la fuerza y la persuasión, de la dominación y del consenso en diversas intensidades y modalidades y según el contexto político. El poder nunca se aplica de manera abstracta, en formas puras, sino en varias combinaciones estratégicas de acuerdo con circunstancias concretas, a menudo cambiantes. En otras palabras, el poder social es siempre situacional. Como veremos, este concepto más amplio de poder social, en términos de hegemonías y procesos hegemónicos, tiene una gran relevancia para comprender las fuentes del poder del imperio inca y sus aplicaciones.

¿Cuál es la relación entre el poder en sus formas elementales y el fenómeno cultural al que nos referimos como hegemonía? La hegemonía implica, de manera específica, la construcción de sujetos políticos integrados en una jerarquía social caracterizada por principales y subalternos (cfr. Gramsci, 1971, p. 52). También podríamos estar tentados de emplear los términos hegelianos análogos de «amo» y «esclavo», pero esto exagera el poder de los principales para producir efectos causales deseados en los subalternos, y al mismo tiempo subestima la capacidad y agencia de los subalternos para producir ellos mismos efectos causales deseados en los principales. En sentido coloquial, la hegemonía es una calle de doble sentido, aunque el agente superior, que posee la capacidad de constreñir el comportamiento de los agentes subordinados, a menudo influye de manera considerable en las reglas del juego. Como señala John Scott: «El ejercicio del poder y la posibilidad de resistencia a él establecen una dialéctica de control y autonomía, un equilibrio de poder que limita las acciones de los participantes en su interacción entre ellos» (2001, p. 3). Sin embargo, Gramsci observó que la construcción del poder hegemónico nunca es completa y siempre se está desarrollando, vinculada a un proceso en el que los agentes colectivos buscan cumplir un proyecto de dominación. Dado que la «dialéctica de control y autonomía» implica el establecimiento de una relación interdependiente entre grupos opuestos, a menudo surge un lenguaje común de prácticas, discursos y símbolos. Como resultado, se desarrollan límites socioculturales que sirven para confinar y enmarcar posibles acciones. Esto no significa que tal proceso conduzca necesariamente a la restricción opresiva de la acción y voluntad humanas. Las posibilidades de acción emergen de un proceso hegemónico, así como otras son eliminadas. Con respecto a cómo los sujetos individuales pueden percibir sus elecciones para la acción, el proceso es tanto creativo como restrictivo.

Las aplicaciones antropológicas contemporáneas de la hegemonía están profundamente influenciadas por el uso que Gramsci hace del concepto para referirse a la particular relación histórica entre la formación de clases y la consolidación del Estado en la Europa capitalista e industrial. Desafortunadamente, al igual que los conceptos de valor o clase de Marx, la hegemonía se convirtió en una expectativa a priori dentro de la investigación antropológica, algo que los analistas buscan dentro de cualquier proceso político o período. Si la hegemonía debe ser un concepto útil, no se puede resolver en una fórmula única o «tipo ideal». Sin embargo, puede ser dividida de forma provechosa en un conjunto de categorías heurísticas que pueden ser la base para una comparación analítica adicional. Tales categorías están vinculadas a clases específicas de reclamos de soberanía, lo que resulta en la producción de tipos particulares de sujetos políticos.

A pesar de su extendida aplicación, la hegemonía aún es un concepto nebuloso. A menudo, se refiere tanto al «período» de dominación política como al «proceso» para establecerla. Aunque las ideas de hegemonía se aplicaron de varias maneras, la mayoría de los antropólogos utilizan el concepto de una de dos maneras: ya sea como «hegemonía sobre» o como «hegemonía entre». Cada una de estas aplicaciones implica diferentes nociones de subjetividad política; es decir, diferentes ideas del grado en que los súbditos pueden reflexionar sobre las condiciones de su subordinación. El concepto de «hegemonía sobre» se emplea a menudo en la investigación arqueológica para caracterizar la hegemonía como un período histórico en el que una clase o grupo de personas llegó a dominar políticamente a otras. Por ejemplo, muchos estudiosos hablan de la hegemonía inca sobre otros grupos sociales incorporados a la fuerza en un sistema centralizado de gobernanza (cfr. D’Altroy 2002); no obstante, esta aplicación no aborda la invalorable noción de Gramsci de que la hegemonía es siempre un proyecto en proceso, algo que nunca se completó de verdad o que no está por completo fijo en las instituciones sociales. En cambio, los investigadores que aplican el concepto de esta manera se enfocan en la hegemonía como un programa establecido de control político y de dominio extendido sobre las personas y el territorio, una formulación derivada, en última instancia, de un modelo de juego de suma cero de estilo weberiano. Esta interpretación de la hegemonía supone que una clase dominante es consciente de sus motivos e implementó el conocimiento de cómo debería organizarse la sociedad; es decir, tienen la capacidad de reflexionar sobre su afirmación de dominio político. La universalidad de este supuesto no es evidente por sí misma. En lugar de asumir que los Estados antiguos han «tenido» hegemonía sobre los demás, debemos considerar cómo los agentes gubernamentales intentan establecer el dominio al reclamar su soberanía política sobre un específico territorio o pueblo. Vincularemos los proyectos estatales que buscan alcanzar «hegemonía sobre» con dos tipos específicos de hegemonía, que denominamos «hegemonía laminar» y «hegemonía viral». Asimismo, enfatizamos que un proyecto para establecer «hegemonía sobre» rara vez se sostiene como previsto de manera original. Tales proyectos a menudo se alteran de forma significativa o incluso se desbaratan debido a conflictos prolongados de baja intensidad y, a veces, a batallas en curso entre élites, agentes estatales con intereses propios y grupos subalternos. Dicho de otra forma, varias palabras, símbolos, prácticas, objetos y lugares significativos pueden asociarse originalmente con un reclamo manifiesto de soberanía. Estos signos, elementos y prácticas se relacionan, de modo inevitable, en un proceso hegemónico a través del conflicto, la cooperación, la resistencia, la colaboración y el reconocimiento mutuo emergente entre todos los actores en el ámbito social.

La «hegemonía entre» se refiere en específico al disputado proceso durante el cual una clase busca implantar e implementar ideas y proyectos particulares para la reorganización del mundo. En este sentido, la hegemonía se refiere menos a un conjunto de ideas concretas que corresponden a un reclamo de soberanía y más al proceso político a través del cual tales ideas surgen y se discuten (Laclau & Mouffe, 1985). A lo largo de este proceso, diferentes grupos luchan por la definición de los símbolos, prácticas, objetos y lugares que gobiernan y organizan la experiencia diaria. La «hegemonía entre» considera que tales elementos culturales y materiales son hegemónicos en el sentido de que son reconocidos como destacados desde el punto de vista político por todas las partes involucradas, aunque puedan significar cosas diferentes para diferentes grupos. Esta definición de hegemonía se refiere a un proceso en curso de lucha por el significado y el reconocimiento mutuo resultante en el que los contendientes actúan como clases para sí mismos; esto es, como grupos que identificaron sus propios intereses colectivos. En contraste con la aplicación de la «hegemonía sobre», que a menudo pone en primer plano un período de soberanía política al parecer inmutable, la aplicación de la «hegemonía entre» se concentra en un proceso dinámico a través del cual ciertos símbolos, prácticas y lugares emergen como instrumentos cargados políticamente que se reivindican como representativos de un orden social. Esta aplicación recalca el punto saliente de Gramsci de que la hegemonía nunca es completa, sino un proceso a través del cual se definen diferentes grupos y sujetos políticos en relación con las posiciones que toman sobre temas clave.

Hegemonías laminar y viral

Para comprender la naturaleza de la hegemonía en un momento dado, uno debe reconocer y explicar las especificidades históricas de las estructuras preexistentes de poder, autoridad y gobierno. La creación y la extensión de la hegemonía pueden seguir un número indefinido de vías estructurales, dependiendo de la naturaleza de las diversas externalidades. En resumen, las condiciones de posibilidad y el carácter específico del poder hegemónico dependen directamente de los cambios en los principios y estructuras del gobierno antes y durante todo el proceso de emergencia hegemónica. Resulta fácil imaginar, por ejemplo, que importa considerablemente para tal análisis si la trayectoria histórica de la formación y la gobernanza del Estado implicaba en un inicio la imposición violenta del control directo sobre los territorios, los recursos y las poblaciones por parte de alguna forma de poder político, económico y militar dominante, o si, en cambio, la gobernanza se sustentaba a través de redes indirectas de alianza política, intercambio social y circulación de productos a través del comercio y de relaciones de tributación o clientela mutuamente aceptadas. Una tercera posibilidad implica una combinación dinámica de mutualismo, articulación y, tal vez, coconstitución involuntaria del poder político por parte de diferentes grupos sociales autónomos.

Aquí presentamos tres conceptos que aclararán aún más los procesos mediante los cuales pueden surgir las hegemonías. Primero, explicamos la «hegemonía laminar», un concepto usado para describir la imposición forzada de los principios gobernantes. Segundo, analizamos la «hegemonía viral estratégica», un concepto utilizado para describir una estrategia estatal explícita para incorporar a las personas como ciudadanos, sobre todo a través de la generación de consenso. Por último, consideramos la «hegemonía viral idiomática», un concepto que se usa para describir cómo los reclamos políticos ostensiblemente locales, pero idiomáticamente generalizados pueden condicionar el surgimiento de símbolos, prácticas, objetos o lugares hegemónicos (ver figura 1.2). Separamos estos conceptos con fines puramente analíticos y subrayamos que la mayoría (si no todas) las estrategias gubernamentales o los procesos políticos incorporan algunos elementos de los tres conceptos. Es decir, estas formas de hegemonía poseen variabilidad tanto espacial como temporal. Una formación estatal dada, por ejemplo, puede ejercer o producir, de manera simultánea, formas laminares o virales de hegemonía en diferentes contextos territoriales, temporales y socioculturales. Esto es en particular probable para los estados e imperios en expansión a medida que avanza el curso de la conquista, incorporación y encapsulación de las poblaciones sometidas. Como veremos, este fue el caso en la formación y consolidación del proceso hegemónico inca. De manera similar, un Estado que se caracteriza por una forma laminar de hegemonía puede, durante un período de tiempo (décadas o generaciones, por ejemplo) producir una forma viral de hegemonía con consecuencias materiales e ideológicas específicas.

Figura 1.2. Hegemonías laminar y viral.

Hegemonía laminar

La hegemonía laminar se refiere a una estrategia estatal que busca establecer un período de «hegemonía sobre» al poner en marcha un proceso de subyugación coercitiva y disciplinaria. La hegemonía laminar busca obtener poblaciones obedientes y dominadas, no ciudadanos autónomos. La coerción y la disciplina se convierten en instrumentos de poder privilegiados dentro de esta forma de hegemonía, aunque también se pueden emplear mecanismos gubernamentales que generan consenso. Aquí, la anexión territorial, la imposición de leyes y regulaciones de origen externo y, con frecuencia, una poderosa ideología colonial de «misión civilizadora» son fundamentales para la dinámica de la gobernanza. Un correlato institucional necesario de esta estrategia estatal es el despliegue potencial o real del poder militar y policial. Las materializaciones físicas de este poder incluyen cadenas de fortalezas, guarniciones y muros fortificados colocados de manera estratégica, pero también nuevas ciudades coloniales impuestas en el campo, a menudo con calles dispuestas en forma de damero o radiales, visualmente transparentes para mejorar la capacidad de vigilancia, seguimiento y tributación de las poblaciones sometidas por el Estado. En otras palabras, la estrategia de hegemonía laminar refleja la lógica militarista y la logística del imperio.

En una formación estatal estructurada de acuerdo con una estrategia política de hegemonía laminar, los efectos en la conciencia histórica de las poblaciones subyugadas podrían no ser profundamente transformativos, sino permanecer variables y evanescentes en potencia. La presencia material o los artefactos físicos del Estado superior (superordinate