El presagio de las campanas - Miquel Casals - E-Book

El presagio de las campanas E-Book

Miquel Casals

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Beschreibung

Nadie como Javier Villanueva, Doctor en Historia y Teología, y colaborador externo del CNI, conoce la masonería, su historia... y, sobre todo, su nuevo papel en la sociedad del siglo XXI. Asier, Josefina, Amane, el detective Amas, el comisario Orejuela... viejos conocidos de La Carpeta Roja, nos recuerdan su misterio, el de una nueva realidad que afecta a millones de personas sin que nadie lo sospeche. Esta entrega comienza con el hallazgo en la Gran Vía de Madrid de los cuerpos sin vida de Jesús y Abantza... antiguos «tutores» de Asier. Paralelamente aparecen en París, Londres y Berlín otros quince cadáveres. En todos los casos con unas notas escritas y el número 1793211. ¿Qué significa? Comienza el asalto al poder. Se recogen los frutos de las semillas sembradas. Sobornos, coacciones y amenazas llegan hasta el mismísimo CNI. Más de una docena de personajes te guiarán por el laberinto del misterio y de la creación de un Nuevo Mundo. Si crees saberlo todo sobre sociedades secretas... siento decirte que estás equivocado. Las sorpresas no parecen tener límite... y no acaban en El presagio de las campanas.

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Cubierta y diseño editorial: Éride, Diseño Gráfico. Dirección editorial: Ángel Jiménez

Edición ebook: abril 2024

El presagio de las campanas

© Miquel Casals

© éride ediciones, 2023

Éride ediciones Espronceda, 5 28003 Madrid

ISBN: 978-84-10051-39-3

Diseño y preimpresión: Éride, Diseño Gráfico

eBook producido por Vintalis

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Miquel Casals Planas

Nacido en Sant Andreu de Llavaneres el 22 de diciembre de 1958, actualmente reside en Sant Iscle de Vallalta. Ambos municipios pertenecen a la comarca del Maresme (Barcelona). En el año 2015 publicó su primer libro Abro mi espíritu, y en el año 2016 el segundo, Sin la verdad todo es mentira. Los dos libros (relatos), fueron donados por el autor a Cáritas y, por consiguiente, no fueron comercializados. En el año 2018 publicó su primera novela, ¿Quiénes somos?, la primera entrega de su trilogía, Camino empedrado. Le sigue El poder oculto publicada en el año 2019. Por último, en 2020, ofreció la última entrega de dicha trilogía con la novela Complot letal.

En el año 2021 publicó la primera entrega de una nueva serie con la novela La carpeta roja. Continúa con la presentación de El presagio de las campanas.

A mi hermana, María Victoria, que se fue antes de que yo llegara. ¡Cuánto echo de menos sus abrazos que nunca pudo darme! ¡Cuánto echo de menos los abrazos que no pude darle! Sus besos imposibles, los míos en el aire con la esperanza de que la alcanzaran. Sus consejos que nunca podrían llegarme, mis suspiros para que se obrara el milagro y pudiera hablarle, aunque fuera solo un instante. No te vi, no te conocí pero… ¡Cuánto te quiero… hermana! Tú eres mi ausencia absoluta. Tú eres mi discapacidad. Tú eres todo lo que me ha faltado siempre. Sí. Eres. Pero no te veo, no te abrazo. No me abrazas. Eres el corazón de todas mis necesidades. Cuando esté a punto de expirar, te llamaré. Espérame. Hemos de contarnos muchas cosas. Entre abrazo y abrazo. Entre beso y beso. Te quiero María Victoria.

Miquel Casals Planas

1. LORENZO AMAS

De buena mañana y cuando el despertador iba a cumplir su función más pronto que tarde, me sobresaltó el sonido de una sirena que supe distinguir como la producida por un coche de la policía que se había detenido frente al edificio donde no solo vivo, sino donde se halla mi oficina desde la cual desempeño mi oficio de detective privado. Un rellano separa ambos habitáculos. Aún y estando como surgiendo de un sueño, supe que no se trataba de un coche de la policía local de Madrid, cuando a oídos de cualquiera hubiera podido ser perfectamente o incluso confundirlo con una ambulancia o con un vehículo de bomberos. Mis quince años desempeñando las funciones de policía nacional y desde la misma Dirección General, sita en la Puerta del Sol, me da el absurdo privilegio de saber distinguir y, por tanto, diferenciar el sonido estridente que producen las sirenas desde cada uno de ellos. Y doy fe que esta diferencia existe… al menos, y con toda seguridad, en mi cabeza.

Mientras me acercaba a la ventana de mi habitación, que da justo a la Gran Vía, la jodida sirena dejó de sonar. Tras el coche, del cual descendieron dos policías de forma inmediata, llegó sin escándalo un furgón del mismo Cuerpo deteniéndose al lado del coche de sus compañeros. Entre los dos ocupaban todo un carril. Algo grave había sucedido, pues los ocupantes del furgón saltaron del mismo con gran rapidez para cortar la circulación de vehículos y acordonar la zona.

Mis ojos, aún algo soñolientos no alcanzaban a comprender qué estaba ocurriendo no dando, pues, ninguna pista a mi cerebro.

Mientras todo esto sucedía, dos coches más del Cuerpo Nacional de Policía llegaron a la zona, ya casi acordonada por completo. Los ocupantes de los vehículos que fueron obligatoriamente detenidos deberían tener paciencia. Alguno salía de su coche y hablaba por teléfono: «Oye, que voy a llegar tarde. Que han cortado la Gran Vía…», como si le oyera. Los peatones lo tenían más fácil. Podían girar sobre sus propios pasos y dirigirse hacia donde debían, a través de calles colindantes. Otros querían saber qué pasaba, pero fueron amablemente invitados a seguir en sus cosas para evitar acumulaciones.

Desde uno de los últimos vehículos que llegaron, salió un hombre de paisano. Lo reconocí al instante.

Era inconfundible. Mi buen amigo el comisario Francisco Orejuela. Paco.

El comisario, desde que salí del Cuerpo para ejercer mi actual profesión como detective privado, ha colaborado conmigo y me ha asistido en todo aquello que he necesitado. Nuestra colaboración está al margen de cualquier consideración oficial. Lorenzo Amas, que es como me llamo, y Francisco Orejuela, mantienen la férrea amistad que surgió desde el respeto jerárquico que supimos mantener, en horas de servicio, y de forma indiscutible e innegociable como es preceptivo y obligado. Él era mi superior y como tal se comportó él y como tal me comporté, siempre, yo. Como un agente de policía a sus órdenes.

Mi padre fue guardia civil y, hasta que fue asesinado en esa misma Gran Vía por un terrorista yihadista, mantuvo su antigua amistad con el comisario. Amistad que databa de muchos años. Sin duda esta circunstancia influyó en la que siguió entre Paco y yo… aunque siempre me constó que mi padre le exigió a su amigo que no tuviera miramientos conmigo. Y no los tuvo. Jamás. Ni yo lo hubiera permitido. Eso conseguí, sin cruzar una sola palabra al respecto, transmitirlo al comisario con mi servicio constante facilitado por mi gran vocación que tenía, sin embargo, un objetivo muy claro por mi parte y que sabían tanto mi difunto padre como su amigo Francisco Orejuela, Paco. Mi ADN estaba y está impregnado de un fuerte halo de autodidacta que no me ha dejado nunca. En cualquier ámbito de mi vida. No solo profesional. Quizás por eso vivo solo a mis casi 50 años.

Mi buen amigo Paco, siempre que sale a colación mi vida privada, me pregunta hasta cuándo voy a soportarme yo solo. Muchas veces sonrío y callo. Otras le contesto que no siempre estoy solo ni lo he estado. Que me gustan las mujeres… pero las de otros. Él se ríe sin mucho convencimiento. Me quiere como si fuera su hijo y piensa que «no es bueno que el hombre esté solo». Lo cierto es que de mi especie también las hay. Y es con alguna autodidacta con quien cubro mis necesidades sexuales, que no de otra clase. A mis compañeras de especie les interesa lo mismo que a mí.

* * *

Lo que estuviera pasando ocurría delante de mis narices y, además, ahí estaba mi buen amigo el comisario.

Su presencia estaba indicándome que lo que lo movilizó no era ninguna cosa menor.

Sin pensármelo más, me vestí. Mi aspecto no sería el más serio, pero si me duchaba y me afeitaba corría el riesgo de que mi buen amigo, una vez cumplimentada su labor, se marchara de ahí.

Una vez en la calle, como todo el mundo, me topé con policías que impedían acercarse dónde estaba el grueso de miembros del cuerpo y, claro está, los que dirigían las diligencias con Paco al frente. Le indiqué a uno de los policías que era amigo del comisario Francisco Orejuela.

No hizo falta decirle nada más. Levantó la cinta y me dejó pasar.

—¡Paco! —grité.

Él se giró. No hizo ningún gesto de sorpresa. Sabía dónde vivía y había estado conmigo en mi oficina y en mi vivienda en muchas ocasiones. Me acerqué, nos dimos un buen apretón de manos y…

—Estaba convencido de verte, Lorenzo. Te lo han puesto a huevo… —me dijo con una leve sonrisa.

—¿Qué ha ocurrido?

Me cogió del brazo y nos dirigimos unos metros hacia una zona verde donde se encontraba una zona delimitada para un espacio infantil que recientemente habían renovado. Los de la científica estaban tomando muestras del suelo, y fotografiaban dos cadáveres. Hasta que no estuve delante de ellos no pude ver con claridad si se trataba de adultos o jóvenes y de qué sexo eran.

Estaban tendidos boca arriba. Era un hombre y una mujer de unos 60 años o más. Solo presentaban, los dos, un orificio de bala en la frente. Eran producto de unos disparos que se debieron producir bastantes horas antes, pues apenas había señales de sangre. Quienes fueran los que cometieron el presunto asesinato tuvieron la delicadeza de limpiar la sangre. No había rastro de la misma ni en la ropa. Estaban limpios…

—Nos ha llamado un vecino de la zona. Los encontró cuando paseaba al perro, tal cual los ves. El juez aún no ha llegado, aunque ya hemos tomado alguna muestra que la científica ha encontrado a su lado, como una colilla, y… —estuvo unos segundos callado—. Una nota escrita y depositada debajo del pie del hombre.

Mientras escuchaba lo que me decía, me fijé con detalle en los rostros de los fallecidos. Tenían los ojos algo abiertos, y una extraña sonrisa «dibujada» en sus labios… como si alguien los hubiera querido mostrar así. Estaban cogidos de la mano y la impresión que daban no era de sufrimiento. Esa sonrisa manipulada y forzada por alguien, se me antojaba que no era ninguna casualidad. Era un mensaje. Así se lo dije a Paco.

—Sí. Es muy probable. Ya hemos practicado la sesión de fotos para estudiarlas con más calma. —De su bolsillo y envuelto en un plástico quiso enseñarme la nota encontrada—. En cuanto pueda, te la dejaré leer.

Me extrañó. No tenía por qué hacerlo. Me quería dar a entender que, como en otras ocasiones, necesitaría mi ayuda como en otras circunstancias yo le había pedido ayuda a él. No habíamos firmado nunca ningún acuerdo al respecto. Nadie más que nosotros y Lourdes, mi secretaria, sabíamos de esas colaboraciones.

Lourdes es una agente de policía extraordinaria. Oficialmente sigue bajo las órdenes de Paco, pero hace años me la cedió de forma absolutamente extraoficial. Nunca he sabido cómo ha sido posible pero, y eso sí lo sé muy bien, Francisco Orejuela tiene muchos galones en el Cuerpo Nacional de Policía… aunque sean virtuales. Yo le digo muchas veces que desde arriba deberían reconocer mucho mejor su trabajo, sus méritos, que no han sido pocos. Él, jocosamente, me dijo en una ocasión: «No te preocupes. Cuando fallezca, aunque no sea en un acto de servicio, me los darán todos…».

* * *

Me volví a fijar en sus rostros. Algo había en ellos que me recordaban a alguien. Y…

—Paco… —Los recordé. Mi mirada no se apartaba de ellos.

—¿Qué ocurre, Lorenzo? Tu cara está pálida…

—Sé quiénes son —le dije sin apartar mis ojos de ellos.

—¿Los conoces? —Paco estaba sorprendido. Seguramente, al ver mi expresión en la cara entendió que no era un mero reconocimiento…

—Sí. Tú también… aunque no recuerdo que los hubieras visto nunca. —Dejé pasar unos segundos—.

Son Jesús y Abantza… —Su cara reflejó que sabía de quiénes estaba hablando. Recordó esos nombres. No lo disimuló.

—¿Estás seguro, Lorenzo…? —preguntó el comisario.

Yo seguía mirando los rostros de ambos cadáveres.

—Absolutamente. Son ellos. Olvídate de identificarlos… —Paco sabía a quiénes me refería y a qué.

Reaparecía el caso de la carpeta roja…

2. LORENZO AMAS

«Olvídate de identificarlos…», con esas palabras me despedí del comisario, pidiéndole que me mantuviera informado.

—Por supuesto, Lorenzo. Por supuesto.

Paco estaba tan sorprendido como yo, y sabía que ante él tenía dos cadáveres que no podrían desembocar en un caso convencional. Fuese lo que fuese lo que les hubiera ocurrido. Los forenses tendrían, en pocos días, su informe terminado sobre la o las causas de su muerte. Pero solo él y yo, en aquellos momentos, sabíamos que de ahí no podríamos avanzar ni un centímetro. No a corto plazo. Quizás nunca.

Jesús Fernández González y Abantza Garmendia Moreno desaparecieron hace unos años y los únicos que avisaron, pero no lo denunciaron, fueron, en el caso de Jesús, el bufete de abogados dónde trabajaba, y en el caso de Abantza, la Doctora Abantza, el Hospital Gregorio Marañón donde desempeñaba su especialidad en gastroenterología.

Supe de ellos, por primera vez, cuando solicitó mis servicios un profesor de Filosofía y Humanidades en la Universidad Pontificia Comillas, aquí en Madrid. Asier Fernández Garmendia, para más señas. Por aquel entonces, Asier tenía 34 años. Cuando, a esa edad, se mudó de su casa paterna y se trasladó a un ático de la calle Londres, en alquiler, situado en el barrio La Guindalera, uno de los pequeños barrios del de Salamanca, se llevó con él, como es normal, todas sus pertenencias.

Ya instalado en el ático, totalmente amueblado, se dispuso abrir todas las cajas que el servicio de mudanzas amontonó en el salón comedor. Debía distribuir lo que contenían en su interior. Libros, muchos libros. Mayoritariamente académicos relacionados con su profesión. Informes y más informes sobre sus alumnos agrupados en carpetas y, cada una de ellas debidamente diferenciadas por cursos… Todo lo iba colocando en la mesa del comedor de forma ordenada para luego trasladarlo a los lugares pertinentes y que ya había elegido previamente. Una de esas carpetas no la recordaba. Era distinta a las otras. De un color rojo intenso. No. No recordaba haberla visto jamás. Pero si estaba allí, eso quería decir que había estado en su habitación en la calle Serrano, de donde venía.

Se sentó y la abrió. Lo que vio lo dejó atónito. Eran unos documentos, supuestamente oficiales, en los que se certificaba que Jesús y Abantza, los dos cadáveres que reconocí, habían adoptado al amigo Asier.

Jamás se lo habían insinuado y lo descubrió en aquel momento. No solo se lo habían ocultado sino que, y no tenía ninguna duda en aquel instante, eligieron una forma de «comunicárselo» muy dura, casi surrealista. No dudaba que aquella carpeta la colocaron sus padres adoptivos, entre sus libros e informes, poco antes de iniciar la mudanza. Estaba equivocado. No fueron ellos quienes colocaron esa carpeta en su habitación, entre sus libros y distintos dossiers. Fue la asistenta, la primera que conoció, Josefina, quien lo hizo años atrás, pero tampoco le dijo nada. Llegaría el momento de hacerlo. Su momento.

Y el momento llegó cuando Josefina, que mantenía esporádicos contactos con Abantza, se enteró de que Asier se había mudado. Josefina suponía que era la única persona que sabía que una carpeta con unos documentos aparentemente oficiales de adopción, estaban entre los demás documentos y libros correspondientes a la docencia de Asier en la universidad. Fue ella quien la colocó en la habitación, del por aquel entonces muchacho, después de encontrarla entre algunos libros de Derecho pertenecientes a Jesús y que debió retirar de su lugar por unas reformas en el ático donde vivía la familia y ella misma. A una llamada de Josefina a Asier, le siguió una visita de la antigua asistenta a la nueva residencia del profesor de Filosofía y Humanidades. Nada le contó aún. Fue cuando la invitó a cenar. Le pidió, eso sí, que en esa ocasión viniera sola. Josefina lo entendió. Sabía de qué le hablaría. En esa cena Josefina se lo explicó todo. La extraña sensación de que aquella carpeta debía esconderla y que solo él la encontrara. Algo muy intenso que descubrirían en un futuro muy próximo y que jamás hubieran imaginado, les unía y esa acción de salvaguardar aquellos documentos fue como un acto reflejo sin, aparentemente, ninguna explicación. Desde aquellos lejanos años, Josefina empezó a tener sueños y «visiones» en flashes que no reconocía ni sabía del porqué de ellos. Tiempo después, Asier y Josefina descubrieron que los dos «sufrían» de sueños recurrentes extraños y de flashes no menos extraños, aunque distintos.

Con todo, Asier seguía sin entender por qué debía enterarse de su supuesta adopción, de ese modo.

No entendía la actitud de Jesús y Abantza. Debía averiguarlo. Se invitó para cenar en la que fue su casa hasta hacía bien poco. Ahí pediría explicaciones. Se llevó con él la documentación de su supuesta adopción en su cartera de trabajo. Después de cenar, era el momento elegido por Asier en poner las cartasboca arriba, o lo que es lo mismo… mostrar los documentos que había encontrado y preguntarles qué significaba el hecho de que no le hubieran comunicado, cuando procedía, es decir al cumplir la mayoría de edad, que se trataba de un adoptado. Quería saber por qué se lo habían ocultado. Qué les motivo a hacerlo. Quería saber todo lo que se le ocultó. Pero no pudo hacerlo.

Antes de mostrar los documentos, empezó a sentirse mal y… nada más. Se despertó en la que había sido su habitación. Supuso que era domingo, pues él había estado cenando con Jesús y Abantza el sábado.

Cuando despertó, solo había en casa la nueva asistenta, Olga. Asier le preguntó dónde estaban… suspadres. Olga, muy extrañada, le dijo que estaban trabajando

—¿En domingo? —le preguntó.

Olga se asustó. ¿Qué le pasaba a Asier? Abantza le había contado, explicó a Asier, que su hijo había llegado a casa, bien entrada la noche de « ayer domingo» y que llegó con evidentes muestras de haber bebido mucho más de la cuenta y de lo habitual en él, y que no le molestara. Que dejara que durmiera cuanto quisiera. Al oír lo que le estaba contando Olga, no daba crédito.

Ante aquella situación Olga llamó a Jesús, pero Asier se anticipó y le quitó el teléfono de sus manos.

Se produjo una discusión muy violenta entre ellos. Finalmente, pudo comprobar al poner en marcha la televisión que, efectivamente, era lunes. Entonces… ¿ Había estado «durmiendo» más de veinticuatro horas?

Su «padre» le había dado una versión absolutamente falsa. Asier recordaba perfectamente lo que realmente ocurrió… hasta que perdió el conocimiento, sin duda porque algo debieron ponerle en la bebida… o simplemente, y ese era el verdadero motivo, porque se excedió con la bebida en la cena. Recordaba que en ella bebió compulsivamente para desinhibirse antes de « sacar el tema» que lo había llevado allí.

Jesús, le contó que llegó el domingo totalmente borracho, sin previo aviso, y que lo acomodaron en su antigua habitación para que durmiese el tiempo que hiciera falta y, con eso, recuperarse del estado deplorable en el que se encontraba. Era muy obvio que lo estaba engañando. No le dio cuenta de su cartera. Le decía que había llegado sin ella. Era un hecho: le habían sustraído su cartera y con ella la carpeta roja con los documentos de su supuesta adopción dentro.

A minuto que pasaba el desconcierto en Asier se hacía más y más patente. Se marchó de allí hacia su nueva vivienda. Debía pensar… y mucho.

* * *

Cuando Asier visitó por primera vez mi oficina, vi en él a un hombre desorientado, triste, y con alguna dificultad en expresarse. Su decisión de buscar ayuda coincidió con la certeza que se mostraba frente a él como si de un muro infranqueable se tratara: no sabía quién era, no sabía quiénes eran, en realidad, Jesús Fernández González y Abantza Garmendia Moreno, no sabía qué había sucedido en casa de sus supuestos padres adoptivos en la noche de la cena, ni dónde estaban los documentos que supuestamente probaban que él fue adoptado. Era obvio que en aquella cena le sustrajeron los documentos que habían aparecido entre sus pertenencias y que Josefina puso a buen recaudo en su habitación. Era imposible saber si ellos, en alguna ocasión, supieron que Josefina había procedido a esconderlos. Cuando me visitó, Asier ya tenía más certezas.

Se había dirigido al IMMF, el Instituto Madrileño del Menor y la Familia. Sin nada que aportar, pidió que comprobaran si era cierto que fue adoptado. Tuvo suerte de encontrar receptividad y empatía, y con los datos que él aportó de memoria, le pidieron un par de días para comprobarlo.

Finalmente… aquellos documentos que estuvieron a su merced, eran falsos. El IMMF le certificó por escrito que no había nada registrado a su nombre ni con los nombres que él les facilitó. Nada había. Todo era falso, pues.

La intriga y el malestar se incrementaron. No podía más. Y ahí fue cuando encontró mi anuncio en el periódico y no dudó en solicitar mis servicios. Con cierta dificultad, me contó todo lo que sabía o creía saber desde el descubrimiento de aquella carpeta roja. Sus recordados y extraños sueños, especialmente uno que se repetía con alguna frecuencia. No les había dado mayor importancia pero, tras hablar con la antigua asistenta de su casa, Josefina, por aquel entonces con desconocimiento absoluto por parte de ambos, de quiénes se trataban en realidad, empezó a sospechar que dichos sueños podían tener alguna relación con su nueva realidad y de la que aún desconocía prácticamente todo. Todo lo que fuimos capaces de descubrir con el tiempo.

Por mi cuenta, acabé de comprobar en el IMMF, con la inestimable ayuda del comisario Francisco Orejuela que, efectivamente, lo que me había contado mi nuevo cliente era totalmente cierto. Al menos en lo referente a su verdadera identidad. Frente a mí, sin saberlo en aquellos instantes, tenía un caso de una trascendencia muchísimo mayor a la que podía imaginar… pero sí intuir con los datos que me fue facilitando el bueno de Asier.

Visité, como es lógico y normal, a Jesús y Abantza. No dudé nunca que negarían todo lo que me había contado Asier. Interpretaron su papel. Pero mi visita me aclaró lo que no dudaba. Mentían. A los pocos días… desaparecieron. Desaparición anunciada desde sus respectivos lugares de trabajo. Nada, hasta ahora, se supo de ellos. Nadie más denunció su desaparición. En su día, el comisario, ante esa desaparición no denunciada absolutamente por nadie, supo apartarla del protocolo habitual. Sabía que de hurgar en ello… solo conllevaría molestias innecesarias y absurdas al supuesto hijo de la pareja… o, como supimos más tarde, abrir un caso de desaparición de unos sujetos oficialmente inexistentes. Así ocurría con Asier.

Para regularizar su situación, Paco decidió con el beneplácito de su mujer, María Martínez, y de Asier, adoptarlo acogiéndose al artículo 175.2 del Código Civil que permitía, con carácter excepcional y siempre con la aprobación de un juez, la adopción de un adulto. Asier, ya era alguien. Y se llamaba Asier Orejuela Martínez. Josefina era, también, una mujer inexistente. Como él, se desconocía quiénes eran sus padres biológicos y, como él también, figuraba en el Registro de forma fraudulenta. Mi amigo el comisario aconsejó no mover ficha en ese caso, pues ella estaba casada con Raúl, el taxista, y en caso de necesidad para con sus hijos, todo descansaría en la tutoría absolutamente legal del mismo. En el caso de Amane era obvio que, por su ya avanzada edad, sería absurdo remover una identidad ya «consolidada». De Amane hablaré en su momento.

En plena investigación, íbamos estando más convencidos, por lo que nos iban contando Josefina y Asier, de que no estábamos ante un caso ni convencional ni normal.

Y, como preveíamos, sin saber muy bien por qué, solo era el inicio de una historia que desembocó, poco a poco, en un caso de gran magnitud y que solo, refiriéndome exclusivamente a mi entorno formado por Asier, el comisario Paco, mi ayudante la agente de policía Lourdes, Josefina, Amane y yo mismo, conocíamos. Producto de la investigación sirva ahora para que sepan ustedes que Josefina es la hermana biológica de Asier y Amane la madre de ambos. Amane a la cual rescatamos del Estado mexicano de Tlaxcala y que no supo jamás, hasta que di con ella, dónde se hallaban sus hijos, una niña y un niño, de los que la separaron cruelmente. Amane era quien recordaba más y mejor su paso, desde su adolescencia, por una organización iniciática-masónica… así como recordaba a sus tutores, que desaparecieron de su vida tal y cómo aparecieron… sin previo aviso. Todos, víctimas de una organización que parecía que surgiera de la ciencia ficción. Y llegar a esa certeza y el cómo llegamos a ella, el parentesco de los tres, confirmaba que no estábamos en un caso personal… uno más. No, ni muchísimos menos. Todo el recorrido que tuvimos que transitar hasta llegar a esa verdad, era de una claridad solo comparable a la oscuridad de una trama puesta en marcha por algo o alguien con muchísimo poder… y que quería más, mucho más. Al sospechar que estábamos ante un caso de organizaciones secretas, herméticas, masónicas o no, aprovechamos lo que nos contó Josefina al inicio de la investigación sobre la identidad de Asier, cuando aún nada hacía presagiar el paralelismo del caso con ella. Nos contó que, en muchas ocasiones, «los señores» discutían con bastante agresividad, alzando mucho la voz, sin reparar si alguien podría oírlos. No entendía muy bien de qué discutían, pero sí le llamó la atención las muchas veces que mencionaban « México». Mi secretaria, la agente de policía Lourdes, al saber este detalle y observando el cariz que tomaba el caso, investigó si en México, en alguno de sus Estados, se conocía la existencia de alguna extraña organización. Es bien sabido que en muchas ocasiones son sociedades más discretas que secretas. Su investigación dio resultado. No fue suficiente con eso. Esta organización discreta o secreta, se hallaba en la capital del Estado de Tlaxcala, nombre también de su capital. Lourdes buscó alguna conexión española. Y la encontró. Un hotel regentado desde hacía muchísimos años por una familia catalana. Hasta allí me desplacé y, con sorpresa, encontré en ese hotel una receptividad exquisita. Su dueño, ya retirado, me confesó que sabía que tarde o temprano alguien les visitaría, porque era muy consciente de que por allí pasaron gente muy extraña y con comportamientos no menos extraños. Esos casos abundaban, así como la aparición de niños y niñas en edades que comprendían entre los diez y los quince años en la mayoría de casos. Sabía distinguir muy bien el señor Castellví, que es como se llama, entre un matrimonio normal con hijos… de lo que ya empezaba a ser cotidiano en su hotel. Parejas, en su mayoría jóvenes, acompañados de adolescentes que eran presentados como «sus hijos» pero que la lógica cronológica desmentía. A pesar de todo nunca quiso saber nada. No quería problemas. Eran clientes que pagaban sus cuentas, y solo le importaba eso. Gracias a él conocí a Amane. Las coincidencias cronológicas y una extraña y anónima nota que recibió ella donde, entre otras cosas, se le comunicaba el nombre de sus hijos, Josefina y Asier, nos decían a las claras quiénes eran sus hijos, lo que fue confirmado por las pruebas de ADN que se realizaron en Madrid. Amane regresó conmigo… pero necesité de las buenas maneras de Paco para que Amane pudiera salir de México. No era nadie… Mi amigo volvió a solventar un problema sin explicarme cómo lo hizo. Ni se lo pregunté. Eso nos hizo sospechar que cuando Asier y Josefina, aún muy pequeños, salieron de México lo hicieron de forma fraudulenta y que por tanto alguien muy importante en México y España había intervenido para que no hubiera problemas. ¿Sospechar he dicho?

El caso de la carpeta roja daba mucho de sí, pero en su momento tuvimos que dar carpetazo al asunto.

Todos sabíamos que algún día volveríamos a tratarlo. Coincidíamos que era absurdo darle bombo y platillo al caso. Era del todo contraproducente hacer partícipe a las autoridades pertinentes, de lo que habíamos descubierto a partir de una sencilla carpeta. Estábamos convencidos que, detrás de todo eso, podrían encontrarse parte de esas autoridades pertinentes. Como convencidos estábamos que, tarde o temprano, el caso volvería a situarse frente a nosotros. No sabíamos ni cuándo, ni cómo ni porqué. Pero el convencimiento siempre estuvo ahí. Y así ha sido…

La aparición de los cadáveres con un disparo limpio en la frente de Jesús y Abantza… cogidos de la mano, y una misteriosa nota escrita a mano y depositada bajo uno de los pies de Jesús, así como la sonrisa dibujada en sus rostros, eran una muestra inequívoca de que alguien nos había dejado una señal, con toda seguridad, nada tranquilizadora. Siempre tuvimos el convencimiento que quienes organizaron tamaña barbaridad, de la cual Asier y su familia solo eran unos meros ejemplos y que desde ellos nos llevó a descubrir, años antes, un plan a grandísima escala muy cruel, consistente en el robo, secuestro de recién nacidos en la mayoría de casos, sin descartar menores o adolescentes, llevados a cabo por tutores preparados para un adoctrinamiento masivo con el fin de crear un nuevo ser humano no ya solo manipulado sino, lo que es peor si cabe, abducido desde sus inicios en la vida con el fin de estar al servicio de una nueva clase dominante. Dónde se producían estas abducciones no lo sabíamos en su totalidad. Ni cómo. Pero Amane recordaba haber estado en un antiquísimo monasterio del siglo XVI a las afueras de Tlaxcala, la capital del Estado mexicano de su mismo nombre. Eso nos dio la pista de que, si no en el mismo lugar, sí en lugares parecidos habían estado, Asier y Josefina, durante un tiempo. Poco o nada recordaban de ello. Solo unos extraños recuerdos o sueños, que les asaltaban sin previo aviso, eran una constancia sobre esa sospecha.

* * *

Sin duda nos tenían localizados y vigilados. Nos habíamos acercado demasiado… quizás, solo quizás, podíamos saber demasiado. Y… nos avisaron… reapareciendo de una forma macabra a nuestros conocidos Jesús y Abantza.

Era un convencimiento que, por si dudábamos de él, quedó confirmado con la lectura de la nota encontrada bajo uno de los cuerpos sin vida hallados en la Gran Vía. Escrita con sumo cuidado, casi de forma caligráfica y escueta… nos dejaba un recado difícil de descifrar:

« Sonarán más campanas. Con disparos o sin ellos. En soledad o en compañía. Pero nunca podréis llegardonde estoy. No hay vuelta atrás.1793211».

Aunque pudiera parecer una mera suposición, Paco y yo coincidimos que la nota iba dirigida a nosotros. No tendría sentido si no fuera así. O… quizás no iba dirigida solamente a nosotros. Era una posibilidad que nosotros desconocíamos y que desconocerían, en aquellos instantes, otros supuestos destinatarios…

El comisario, siempre a mi lado, y yo, fuimos los portadores de la noticia en casa de Asier. Le avisé yo mismo. Allí estarían, su madre Amane que vivía con él y que Paco consideró que lo más oportuno, teniendo en cuenta su ya avanzada edad, era no tocar su «no identidad», su hermana Josefina con su marido, Raúl, y la reciente pareja de Asier, Cristina. ¡Ah! Se me olvidaba. Más tarde llegó Lourdes. La incansable y discreta Lourdes, la mejor ayudante que podía facilitarme en su día mi buen amigo el comisario Paco. Discreta pero enormemente eficiente. Su labor de investigación nos fue muy útil en el pasado, cuando trabajábamos el caso más extraño que jamás podía imaginar encontrar en mi camino.

Jamás.

3. ASIER

La aparición de mis falsos padres biológicos y, a su vez falsos padres adoptivos, con un tiro en la frente en ambos, supuso para mí y fácilmente imaginable para mi hermana Josefina y sobre todo para mi madre Amane, el reinicio de una historia aplazada. Lorenzo Amas, siempre quiso advertirme que, en su momento, tendríamos novedades. Y que deberíamos saber aceptarlo. Él, en el fondo las deseaba. Su amigo el comisario Paco, mi padre legal desde hacía un año, era de su misma opinión… y con toda seguridad también las deseaba.

Tras intentar normalizar mi vida en los últimos años, era un hecho que la espontánea tregua, o no tan espontánea, había llegado a su fin.

Aparentemente no me importaba en absoluto la muerte de Jesús y Abantza. Ni me importaban los motivos ni tan siquiera qué significado podía tener la presentación de los cadáveres, cogidos de la mano, con una leve sonrisa… y la extraña nota que encontraron bajo sus cuerpos.

Aunque Lorenzo sabía mi respuesta, quiso saber si los quería ver antes de que empezaran el trabajo en el Instituto Anatómico Forense. Y mi respuesta fue un rotundo no.

Como ya había hecho tiempo atrás, le recordé a Lorenzo, el detective privado que contraté para aclarar el misterioso caso de la carpeta roja, que en todo lo que fuera posible obviara informarme de esas novedades que él, junto con el comisario Francisco Orejuela, preveía que surgirían cuando menos lo pensáramos. Mi hermana, en eso, no fue tan concluyente y mi madre… mi madre no decía nada. Era ella quien recordaba más y mejor lo que sucedió a su alrededor. Recordaba perfectamente el monasterio, vacío de monjes, allá en la capital del Estado mexicano de Tlaxcala. Cómo observó centenares de personas en una gran aula, sentados en unos pupitres y todos ellos con una carpeta roja delante. Como si de una gran aula, grandísima aula, de una facultad se tratara. Cómo pudo comprobar algunas hipnosis practicadas a compañeros o compañeras. Supo que no era la única aula que existía. En ese mismo monasterio en desuso había más grandes aulas. Tuteladas, cada una de ellas, por un profesor y en ocasiones por dos.

Recordaba que los ocupantes de dichas aulas eran personas de edades muy diversas. Adolescentes y jóvenes en su mayoría, pero le asombraba ver entre ellos a gente de mayor edad.

No recordaba de dónde provenía ella. Solo recordaba a sus tutores. Dos jóvenes que siempre la trataron muy bien hasta que acabaron su cometido con ella. Estaba convencida que mi hermana, Josefina, nació de una « no relación», tal y como le gustaba a ella calificarlo. No le cabía ninguna duda de que fue violada o inseminada mientras estaba hipnotizada, porque hasta que su físico no lo delató, su embarazo fue ignorado por ella.

Cuando parió supo que era una niña… que no volvió a ver hasta más de cuarenta años después, cuando producto de la investigación de Lorenzo Amas, su ayudante la agente de policía Lourdes y el comisario Orejuela, averiguamos la relación directa de mi caso con la que fue asistenta en mi casa durante muchos años, Josefina. La que resultó ser mi hermana. Mi hermana Josefina llegó a casa antes que yo.

Yo fui el resultado de, esta vez sí, de una relación amorosa de mi madre, con un compañero de trabajo. Unió su vida con un hombre que la hacía muy feliz y que, incluso, logró apartarle de su mente su pasado tan extraño y cruel. Pero… no. Su esposo, al nacer yo, y con ayuda de otras personas me separó de ella para entregarme a Jesús y Abantza. Y desde la entrega todo el entorno de un abogado de prestigio y una doctora muy apreciada en el Gregorio Marañón creyó su versión. Era un niño adoptado. A mi verdadera madre se le hundió, de nuevo, el mundo y acabó siendo un ser sin rumbo.

Lorenzo Amas, a consecuencia de lo descubierto por Lourdes, viajó hasta Tlaxcala y pernoctó en un Hotel propietario de un español… y en la capital en la que Lourdes conoció de la existencia de una organización iniciática-masónica. Ambos datos invitaban, como así fue, a pensar que tenían una relación directa con mi caso. Los continuos flashes que venían a visitar mi mente, así como unos extraños sueños, hacían pensar que no todo había acabado con una falsa adopción que supuso arrancarme de los brazos de mi madre. Las explicaciones de Josefina sobre sus recuerdos de extrañas situaciones vividas en casa y su mente visitada también por extraños flashes, condujo a resolver que era imprescindible probar suerte y dirigir la investigación hacia Tlaxcala. Lorenzo Amas y el comisario estaban de acuerdo que, tras saber por parte de Josefina, que esta había oído en bastantes ocasiones y en medio de fuertes discusiones cómo Jesús y Abantza mencionaban « México», debían seguir esta pista. De ahí que encargaran a Lourdes una exhaustiva búsqueda, en ese Estado, de cualquier indicio, lugar o lugares, que pudieran servir como punto de partida. Aunque se disponía de poca información, con los datos aportados, tanto por mí como por mi hermana, en forma de orígenes desconocidos por parte de ambos y siendo, como éramos, visitados por extraños sucesos mentales y con la certeza, esa sí, de que yo era un falso adoptado, la decisión sobre el trabajo encomendado a Lourdes era adecuado. Nada se perdería, porque nada teníamos, en caso de no encontrar nada en los puntos que Lourdes halló información. Pero en Tlaxcala estaba establecida esa organización iniciática, y en la misma ciudad un hotel regentado por españoles.

Gracias a eso, Lorenzo dio con Amane, facilitando la dirección en dónde residía, el dueño y señor del Hotel en cuestión dónde, por otra parte, había trabajado mi madre y dónde conoció a… mi padre biológico, del que nada se supo después de separarme de mi madre y, supongo, entregarme a los, ahora, asesinados Jesús y Abantza.

Por mi parte nada quise saber de él, y le pedí a mi madre que nada me contara al respecto. Y lo ha cumplido.

He trabajado muchísimo para desconectarme de mi, aún, velado pasado. Lorenzo lo sabe, lo ha sabido siempre. Por eso fue muy cuidadoso al darme la noticia de la aparición de los cadáveres. Hasta entonces habíamos conseguido protegernos del pasado, del negro pasado, del mío, del de mi hermana Josefina y, sobre todo, del de nuestra madre que era, al fin y al cabo, quien más recordaba sobre lo sucedido. Si algo había en positivo en mi hermana Josefina y en mí, era precisamente que, recordar lo que se dice recordar, no recordábamos nada claro de nuestra adolescencia, etapa en la que sin duda nos utilizaron con fruición. ¿Por parte de quién? Seguía siendo un interrogante no resuelto, y que quizás quedaría por resolver siempre.

Esta protección sobre el pasado, nuestro pasado, ha servido para que mi hermana siga su vida con su marido, Raúl, taxista de profesión. Ella, ahora, trabaja en una empresa de limpieza. Tienen dos hijos, Raúl y María, ambos acabando su carrera.

Mi madre hace su vida, que no es otra que relacionarse con vecinas de su edad, intercambiándose las visitas y practicando todo tipo de juegos con las cartas y el dominó, algo a lo que ella no había jugado nunca hasta encontrar a sus nuevas amigas. Amigas que nunca han preguntado nada. Amigas que fueron debidamente aleccionadas por… mi padre adoptivo, esta vez sí, el comisario.

Y yo… yo trabajo en la Universidad donde impartí clases de Filosofía y Humanidades. Eran otros tiempos. Tiempos anteriores a todo lo que vino después. Trabajo, codo con codo, con el rector de la Universidad Pontificia Comillas, el señor Castañeda. Por él supe que, sobre todo en mi último año como docente, en plena actividad impartiendo clases, dejaba mi yo para «montarme» en otro yo falseando a Aristóteles, al que realmente siempre he admirado, y confundiéndole con Nietzsche.

Parece ser que esos episodios se produjeron a partir de mi segundo año como profesor pero sin que nadie aparentemente, y así se me explicó, pudiera darse cuenta en primera instancia. Fue en el tercer año cuando los alumnos, muchos de los cuales los llevé desde el primer curso, denunciaron al rector mis… anomalías, sumamente extrañas e inexplicables. Aún hoy no recuerdo nada sobre mis anomalías en clase. Breves, me dijeron. No me cuadraba pero por prudencia no entré en discusión con el rector que fue quién me lo desveló. Costaba creer que mis… transformaciones pasaran desapercibidas, aunque fueran muy espaciadas en el tiempo y breves. Mi alumnado debía darse cuenta desde el primer instante.

No me decían la verdad… o solapaban una parte de ella. Mi estado, después de descubrirse lo que se hizo conmigo, con mi hermana Josefina y con madre Amane, era de una consciencia normal, de una liberación mental. Esa era, en aquellos momentos mi certeza y de ahí que tuviera el convencimiento de que mis resortes de análisis-comprensión funcionaban correctamente mientras el Rector desvelaba mis ensoñaciones en clase. Y algo, me «rechinaba» fuertemente.

Yo, insisto, sigo sin recordar nada. Sí recuerdo que llegaron a mis oídos rumores sobre que el Rector tenía pensado, para mí, una nueva función en la Universidad. Pensé que sería algo bueno. No tenía base alguna para pensar eso… pero llegué a creer que me destinaría hacia una función de mayor rango con la correspondiente mejora económica.

Después supe de lo que se trataba en realidad. Castañeda habló, en diversas ocasiones, con el detective Lorenzo Amas. Se cruzaron información y todo cuadraba para una buena justificación. Mis episodios en clase eran una de las consecuencias de mi velado paso por esa extraña y desconocida organización iniciática. Me habían iniciado en algo, tal y como reza una de las definiciones para conocer a qué nos referimos cuando hablamos de iniciático.

La conclusión a la que se había llegado era esa. Mi madre, mi hermana, yo… y miles y miles de personas éramos víctimas de algo. Sí… también lo fueron Jesús y Abantza. Pero… el comisario Orejuela jamás fue capaz de trasladar lo que sabía a ningún superior. Todo moría en el olvido.

Por su cuenta y riesgo, el comisario se puso en contacto con las autoridades policiales del Estado de Tlaxcala. El resultado fue el mismo. Silencio. Era evidente que, sin saberlo, estábamos anunciando que estábamos supuestamente cerca de… no sabíamos definirlo, pero cada vez teníamos más claro cuáles eran los objetivos de quienes estaban detrás de esa organización que, sin duda, no solo se encontraba en Tlaxcala. No se tenían pruebas. No se podían tener. Pero parecía obvio.

El contacto, pues, lo mantuvimos en todo momento, pero… con el convencimiento de que deberían pasar más cosas para tener alguna posibilidad de acercarnos a la verdad. Y el hallazgo de los cadáveres de Jesús y Abantza, podía ser una de esas cosas.

4. CASTAÑEDA

Me vi obligado a ello, hace un tiempo. Cité a mi despacho a quien iba detrás de mí desde hacía algún tiempo. Creí saber qué buscaba al querer hablar conmigo. Pero ya no había, por aquel entonces, nada que pudiera sorprenderme.

Mi secretaria me avisó de su llegada.

—Que entre, por favor —le indiqué.

Se trataba de una de las alumnas con más dificultades en sus estudios de Filosofía y Humanidades.

Eso decían los expedientes. Pero nunca dudé de que, tras esa evidencia exterior, se escondía otra verdad. Y

no tardé en saber qué verdad. De una familia de la alta aristocracia madrileña, era impensable que tuviera ninguna tentación de dejar el camino académico que había emprendido. La presión social que provenía de su entorno no le permitiría reconocer ningún tipo de fracaso. Se admitía repetir curso. Nunca el abandono.

Hasta a mí llegó a engañarme. Durante más tiempo de lo normal, conociendo como conocía y conozco lasinterioridades de su famosa y muy pudiente familia. Nunca nadie de su conocidísima familia mostró interés alguno por ella. Empecé a sospechar. No sabía exactamente de qué, pero tanta dejadez me asombraba. Eso, podía formar parte de la lógica en un nivel social muy alejado de mi comprensión. Pero… hasta cierto punto. No tardé en ser informado y con ello se me despejaron todas las iniciales extrañezas sobre el comportamiento de Cristina, que es como se llama la alumna en cuestión, y la de su poderosa familia. Cristina era, y sigue conservando, una belleza que no pasaba desapercibida. Rubia natural, sus padres procedían del norte de Europa, concretamente de Suecia. Alta, cabello que descansaba por la mitad de su espalda, con unos ojos azules que parecían desprender luz del mismo color. Siempre vestía de marca y, aunque intentaba ser discreta en su vestimenta cara pero poco llamativa, su físico arrastraba las miradas de todos los chicos… y de más de una chica.

Coincidió con Asier en el último curso como docente. Él, en aquella época y ya era como una costumbre, no se fijaba, o eso parecía, en mujeres llamativas. Aunque si he de ser riguroso debo decir que no era, en absoluto, una prioridad para él tener una relación duradera, ni con mujer ni con hombre. No era misión de un Rector de Universidad fijarse en esos detalles. Pero ni Asier era como los demás, ni yo tampoco… ¿Apariencias? Si solo lo aparentaba, lo desconozco aún hoy, pero de ser así, he de reconocer que, a la vista de los resultados visibles que eran indisimulables por sus andares en solitario dentro y fuera de la Universidad, lo disimulaba muy bien.

Cristina, que había nacido en Madrid, tenía que hacer un trabajo muy delicado. Lo supe después y ello explicaba, en cierta manera, todo lo que envolvía a Cristina y su entorno familiar, así como sus correspondientes comportamientos. Sus padres, me avisó un buen amigo, estaban enterados de ello. Ella, bien alentada por su padre aunque menos por su madre, no tenía capacidad de respuesta. Su adolescencia, en algún lugar de Europa, fue dramática para ella. Era un diamante en bruto. Ese mismo buen amigo me puso en antecedentes y de nada sirvió de que me quejara de lo tardía de esa información: de muy jovencita se le había detectado un grado de inteligencia muy por encima de la media de su edad. Sus tutores hicieron un gran trabajo. En la actualidad, es la pareja formal de Asier. Cristina era de los poquísimos casos, ennuestro hábitat, en que sus padres biológicos eran quienes eran, y reconocidos como tales. Se me decía que, aunque lejos del núcleo iniciático-masónico, su posición social les permitió no pasar por los canales legos, que es como se denominaban a los que suministraba n potenciales iniciados de las capas bajas de la sociedad. En esas capas, ciertamente, hubo excepciones que confirmaban la regla y siempre eran motivo de un examen aparte y más exhaustivo, si el estudio preliminar así lo aconsejaba. Es lo que me comentaban mis fuentes. Luego, si procedía y hacía el caso, me informaban de cambios en ciertos apercibimientos. En el caso de Cristina y su aristocrática familia fue una constante. Mis fuentes alardeaban de una implacable sabiduría sobre ciertos sujetos a los que les seguían la pista. Pero yo mismo fui testigo de que no era así en algunas ocasiones y tuve, por ello, que dar señales a los que estaban por encima y controlaban a mis fuentes de información y control. Fue este el motivo que facilitó lo que sin duda ya estaba planificado.

Conocer de cerca la familia de Cristina. Dicho esto, y volviendo a lo que nos ocupaba, es bien sabido que entre las clases menos pudientes siempre encontraremos cerebros privilegiados… Pero la norma, de la que hoy aún no sé la procedencia exacta, era muy clara: « desarraigar de su núcleo familiar al potencial iniciado».

Esa era la «norma» en todas las logias masónicas. Dicho de otro modo, aunque no distinto, y mucho más realista, definía la atrocidad que se cometía: arrancar de los brazos de la madre, al objetivo u objeto. Un recién nacido o bien un adolescente. En todos los casos, las madres habían sido, previamente, sustraídas de su mundo. Era una cadena infernal pero inmutable salvo, insisto, en casos muy determinados y justificados. El infierno en la Tierra, con nulas consecuencias visibles en ninguna consciencia. De eso se trataba. Destrozar, aniquilar, un sistema societario, para sustituirlo por otro. Tiempo, agallas y, sobre todo, una maldad inmensa, inoculada en cerebros predispuestos y, por eso, escogidos tras unos estudios escrupulosos realizados bajo un complejo sistema de inteligencia artificial que detectaba a todo ser humano que se asomara a cualquier «ventana», de la última generación y correspondiente en el tiempo, de comunicaciones digitales y del ciberespacio. ¿Quién no, poco o mucho, no se asomaba a esa virtual ventana? De ese proceso se había logrado determinar qué individuo, con su determinada genética, podía producirse a partir de dos sujetos escrupulosamente «desnudados» sin dejar señales a nadie y en ningún lugar. Es decir, prácticamente todo el mundo era potencialmente observado y analizado y, por tanto…

potenciales iniciados o bien para producir, o bien para iniciar el camino, desde la niñez, con sus nuevos tutores. Se trataba, para decirlo en otras palabras y de forma escueta, de lograr que las grandes tecnologías que avanzaban a gran velocidad fueran utilizadas de forma capciosa y muy dañina gracias a los mejores expertos de las mismas e inteligentemente captados y muy bien tratados económicamente. El acrónimo de la inteligencia artificial, IA., figuraba en todos los informes y expedientes. Quizás, si salgo de esta, lo pueda contar con más detalle algún día. Si salgo de esta…

* * *

—Por fin, Felipe… —Cristina solía llamarme por mi nombre de pila cuando estábamos solos o en su casa.

En alguna ocasión tuve que aceptar la invitación que me hacía llegar su padre. Era autosuficiente, con una fluidez en sus comportamientos que en muy raras ocasiones podía o quería disimular. Tenía ya sus veintiséis años… y estaba impaciente por abordar