El primer bebé del año - Christie Ridgway - E-Book

El primer bebé del año E-Book

CHRISTIE RIDGWAY

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Beschreibung

Julia 1039 Cuando el reloj dio las doce, en lugar de estar en la fiesta para dar la bienvenida al Año Nuevo, el rico playboy Michael Wentworth estaba mirando embobado al recién nacido de una bella desconocida. Y lo peor era que todo el mundo parecía pensar que él era el orgulloso padre del precioso hijo de Beth Masterson. Pero la verdad era que la había conocido apenas unas horas atrás, cuando se había presentado en su casa con información sobre el heredero Wentworth desaparecido. También era cierto que, para conseguir su herencia, Michael necesitaba una esposa… y a la reciente madre soltera le vendría muy bien un hombre que la ayudara a salir adelante. ¿Pero estaba Michael, el empedernido soltero, dispuesto a ser ese hombre?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 1998 Christie Ridgway

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El primer bebé del año, JULIA 1039 - noviembre 2023

Título original: The millionaire and the pregnant pauper

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411805315

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

EL reloj de doscientos años del abuelo resonó parsimoniosamente en el vestíbulo. Michael Wentworth se acurrucó en la butaca de piel de la biblioteca y contó cada áspero gong… siete…ocho …nueve.

«Maldición». Tres horas más hasta la medianoche.

Víspera de año nuevo. La noche de los ligones.

¿Quién podría creer que la noche de todas las noches, en vez de tomar champán y acariciar hermosas mujeres estaba contando campanadas como Cenicienta?

Pero la comparación no era exacta. Cenicienta tenía un saludable temor a la medianoche. Sin embargo, Michael estaba impaciente por recibir el nuevo año.

«Ding dang ding dong». Michael gruñó. En esa ocasión no era el reloj, sino el anticuado sonido del timbre de la puerta principal.

Con el servicio de permiso, había contado con estar a solas toda la noche.

«Ding dang ding dong». El condenado timbre otra vez. Probablemente Elijah, con LeAnne o Val, fingiendo no haber escuchado su mensaje de última hora diciendo que no iba a salir

—¡No hay nadie en casa! —gritó, pero se levantó y anduvo hacia la puerta de todos modos. Ni él ni sus amigos aceptaban fácilmente un no por respuesta.

Desabrochándose un botón más de la camisa del smoking para dejar bien claro que no pensaba asistir a la juerga del club Route, Michael llegó al vestíbulo justo cuando el estruendoso timbre sonaba otra vez.

—Ahórrate la saliva, Elijah —refunfuñó, tirando de la pesada puerta de hierro forjado y cristal.

Pero al otro lado no estaba Elijah. Ni LeAnne o Val. Ni nadie que hubiera visto antes. De pie, ante él, se hallaba una mujer con unos gastados vaqueros, una gastada parka y una evidente expresión de conmoción en el rostro.

—Soy Beth Masterson —dijo la mujer, con voz entrecortada, los puños apretados y dos blanquísimos dientes sujetando su labio inferior—. Siento molestarlo, pero voy a tener un bebé.

Michael pensó que las campanas y campanillas habían afectado a su oído.

—¿Perdón? —preguntó. No había querido encender las luces de fuera y sólo los débiles rayos de luz del aplique del vestíbulo iluminaban el pelo rubio claro de la mujer, que resplandecía como la luna contra su oscura parka.

—Yo… —comenzó de nuevo la joven. Apretó los puños y un perceptible escalofrío recorrió su cuerpo.

—Por el amor de Dios —dijo Michael, tomándola por un brazo y haciéndole atravesar el umbral de la puerta. El escurridizo tejido de su abrigo le hizo sentir frío en las palmas de las manos. Giró el interruptor de la lámpara del vestíbulo para verla mejor.

Ella parpadeó contra la resplandeciente luz.

Ojos azules. Labios azulados por el frío.

—No habrás venido hasta aquí caminando, ¿no? —Michael miró los pies de la joven, acertadamente cubiertos por unas botas de invierno. ¿Se habría estropeado su coche en medio de la carretera?

Ella negó con la cabeza, como si se hubiera quedado muda. Permaneció extrañamente quieta. Al cabo de un momento, la tensión desapareció de su cuerpo.

—He venido en mi coche. La calefacción está estropeada.

—Y has tenido que recorrer todo el sendero desde la carretera —sin saber qué hacer con ella, Michael le indicó con un gesto el pasillo cubierto de mármol que llevaba hasta la biblioteca—. Cuando he oído el timbre he imaginado que serían unos amigos con intención de sacarme a rastras esta noche —había unos doscientos metros de distancia desde la entrada de camino asfaltado hasta la puerta principal.

Ella no se movió, a pesar de que él volvió a indicarle el caminó hacia la biblioteca.

—Eh… ¿puedo hacer algo por ti? ¿Quieres que pida un taxi? ¿Una grua? —preguntó.

Una llamada de teléfono y podría regresar a su solitaria vigilia de año nuevo.

Las pequeñas manos de la mujer, carentes de anillos, se deslizaron sobre la parka hasta el centro de su cuerpo.

—Lo siento mucho, señor —la joven tragó con visible esfuerzo—. Pero se lo he dicho hace un minuto. Voy a tener un bebé.

Una docena de pensamientos invadieron la mente de Michael. Finalmente, señaló el asiento del vestíbulo.

¿Qué hacía una joven embarazada y sin anillos en el vestíbulo de la mansión Wentworth?

No podía tratarse de la que estaba embarazada de su hermano Jack. La familia Wentworth estaba buscando a Sabrina Jensen. Él había visto su retrato, incluso había encontrado a la melliza de Sabrina, y no se parecía en nada a aquella delicada joven.

Tampoco podía tratarse de algún ligue suyo olvidado. Siempre era muy precavido, y aunque la hubiera conocido en la noche más loca de su vida, nunca habría olvidado su pelo color luz de luna.

De manera que…

La joven tomó con fuerza una muñeca de Michael.

—Creo… —su voz se apagó por un instante, pero enseguida, armándose de valor, dijo—: Necesito ir al hospital, ahora.

Aquello dejó paralizado a Michael.

Aterrorizado.

Había visto parir a bastantes yeguas como para saber que lo mejor era apartarse de su camino.

Tras rechazar dos absurdas sugerencias, llamar al médico de la familia y pedir un helicóptero, la joven le pidió educadamente que la llevara al hospital del condado.

Oh sí, e incluso podían ir en su propio coche.

Él no se molestó en comentar aquella sugerencia. Tras telefonear al hospital para advertir de su llegada, llevó a la joven hasta su todo terreno. Con la calefacción al máximo, la mujer recostada en el asiento del copiloto y su cazadora forrada de piel cubriéndola para proporcionarle calor extra, Michael tuvo por fin unos segundos para pensar un poco en sus propias urgencias.

—Llevo teléfono en el coche —dijo, lazándole una fugaz mirada—. ¿Cuál es el número de teléfono del padre del bebé? Puedo llamarlo de tu parte.

La boca de la joven se tensó cuando trató de sonreír. Se estremeció antes de renunciar a conseguirlo.

—Es el 1-800-HA VOLADO —dijo, haciendo un nuevo y valiente intento de sonreír—. Pero si puedes llamar a Bea y a Millie a la panadería pastelería Freemont para decirles que mañana no podré ir a trabajar…

Su voz se apagó y Michael supo que había sufrido una contracción.

Trató de distraerla.

—Así que la panadería Freemont Springs, ¿eh? No he tomado uno de sus bizcochos desde hace mucho tiempo. ¿Aún hacen esos pastelillos blancos con puntos de chocolate encima? Mi hermana Josie adora los agujeros de sus donuts. ¿Y qué hay de las rosquillas de Millie? Sin duda, son las mejores…

—Ya puedes parar —dijo ella.

Michael volvió a mirarla, y en esa ocasión vio una dulce sonrisa en su cara, no una gran sonrisa, pero era tan real, tan genuina que…

Que no podía esperar a llegar al hospital. Afortunadamente, éste apareció en aquellos momentos ante su vista. Aquella mujer, el cercano nacimiento de su hijo y su sonrisa, no significaban nada para él. Nada, más allá de su responsabilidad de buen samaritano de llevarla a tiempo al paritorio.

Tomó el desvío del hospital y siguió las flechas luminosas hacia la puerta de urgencias.

Mirándola de reojo, vio los blancos nudillos de sus dedos agarrando con fuerza la cazadora de ante que le había dejado. El estómago se le encogió al ver que se mordía el labio inferior.

¿Que demonios podía hacer por ella?

Se sorprendió a sí mismo dándole palmaditas en sus pequeños puños.

Tenía la piel fría. Los frotó cuidadosamente hasta que detuvo el todo terreno frente a la puerta de urgencias.

Protegiendo sus ojos de las potentes luces, saltó del vehículo. Las puertas del hospital se abrieron y un enfermero de guardia les acercó rápidamente una silla de ruedas.

—¿Un bebé? —preguntó.

Michael asintió mientras corría a abrir la puerta de pasajeros. La joven se volvió y Michael la tomó en brazos para sentarla en la silla de ruedas. Después, él dio un paso atrás.

«Bien, ahora esto ya no es problema mío».

La silla avanzó, empujada por el enfermero.

—¡Espera! —se oyó Michael gritar a sí mismo. Recogió la cazadora del coche y, poniéndose en cuclillas ante la joven, rodeó con ella sus piernas.

Ella apoyó una mano en su hombro.

Michael alzó la mirada.

Las brillantes luces del hospital iluminaron el rostro de la joven. Su pelo relució como un pálido y frío fuego, y sus ojos azules, azules turquesa, le produjeron una inexplicable inquietud.

—Gracias —dijo ella, y acarició con un frío dedo la mejilla de Michael.

A continuación, empujada por el enfermero, la silla avanzó hacia la entrada y en unos instantes desapareció tras las balanceantes puertas.

 

 

Michael volvió al todo terreno y cerró la puerta. Se apoyó contra el respaldo del asiento, dio un profundo suspiro e intentó relajarse.

Pero no pudo.

El interior del vehículo olía a la mujer. Un tenue aroma, fresco y dulce. Abrió una rendija de la ventanilla para que entrara una ráfaga del frío aire de Oklahoma, pero eso le hizo recordar el dedo de la joven cuando lo había tocado y el brillo de su pelo color luz de luna.

¿Estaría bien?

Giró la llave de contacto y bombeó el pedal del acelerador, esperando ahogar aquel pensamiento en el ruido de los ocho potentes cilindros.

Maldijo a Jack. Su hermano mayor no debería haber muerto a los treinta y cinco años, y menos aún en la explosión causada por un atentado terrorista en una plataforma petrolífera en la costa de Qatar.

Maldijo a su abuelo. Empeñado en conocer los detalles de la muerte de su nieto, Joseph Wentworth había ido a Washington D.C.

Por si acaso, también maldijo a Josie, su hermana recién casada.

Todos ellos habían permitido que las responsabilidades de la compañía petrolífera recayeran sobre sus espaldas.

Después de la muerte de Jack, Michael no había querido saber nada al respecto, pero su abuelo, el viejo manipulador, sabía cómo doblegarlo a su voluntad

Sólo necesitó mencionar «los pocos años que le quedaban» y repetir varias veces «ahora que Jack no está con nosotros» para que Michael, culpabilizado, volviera corriendo a su despacho en la empresa.

Lo peor era que todos sabían que a Joseph Wentworth aún le quedaban por lo menos veinticinco años de vida activa ante sí, y que a todos les correspondía tomar las riendas de Wentworth Oil Works. Además, si no llegaran a encontrar la respuesta a la muerte de Jack, o al bebé que éste había engendrado antes de morir, Joseph necesitaría Wentworth Oil Works más que nunca.

Y Michael necesitaba librarse cuanto antes de aquella carga. Con Jack muerto y su hermana Josie casada con el ganadero Max Carter, era hora de que él siguiera adelante con su propia vida. Y su propio sueño. Un hombre no podía construir un establo lleno de caballos campeones desde una oficina en un ático del edificio Wentworth.

Giró en dirección a la salida del hospital y miró el reloj. Eran las diez menos cuarto. Por lo menos ya faltaba poco para medianoche. Y a medianoche sería casi el nuevo año, y esperaba que en el nuevo año el abuelo volviera a centrarse en el negocio familiar en lugar de en la tragedia familiar.

Si al menos apareciera aquella escurridiza y embarazada Sabrina…

Embarazada.

La joven, Beth, surgió en su mente de nuevo. Su temblorosa sonrisa y los pequeños puños que la ayudaron a ocultar el malestar que sentía.

Pero aquello no era asunto suyo.

No era su problema.

Debería estar en casa con un vaso de whisky en una mano y una cerveza en la otra, viendo en la televisión la llegada del nuevo año.

Sin embargo, algo estaba dominando su mente. Su pie pisó con fuerza el pedal del freno, una mano dio un volantazo al coche, y un instante después volvía al aparcamiento del hospital.

 

 

Alguna mente despejada del Hospital del Condado de Travis había pintado rayas de diversos colores en el suelo para guiar hasta su destino a los visitantes a través del sospechoso laberinto de pasillos . De camino a la sección de maternidad, Michael llegó cuatro veces a la cafetería y una al ala de psiquiatría.

«No levantes la vista», se dijo para sí, apartando la mirada de la observadora enfermera a cargo de esa zona para volver de nuevo a las rayas de colores del suelo.

Debía estar loco para haber vuelto a buscar a aquella mujer al hospital… No tenía sentido tentar al destino de aquella manera.

Paredes pintadas con cigüeñas en tonos pastel le indicaron que finalmente había encontrado el lugar correcto. Una enfermera con una insignia en la solapa se hallaba de pie detrás de un mostrador. Alzó las cejas y siguió a Michael con la mirada cuando éste entró en la desierta sala de espera. Michael ocupó rápidamente un asiento y tomó una revista deportiva de la mesa.

—Estoy esperando a alguien —explicó a la enfermera—. Me quedaré aquí por si me necesita para algo.

O hasta que recuperara el sentido común y decidiera volver a donde debería estar: su casa.

Segundos después, una pequeña enfermera con aspecto de ratoncillo dobló una esquina y fue como una exhalación hacia Michael.

—¡Ahí está! —un fuego combativo ardió en sus ojos.

Aquella mirada de fuego hizo que Michael se levantara de inmediato.

—¿Qué sucede? —preguntó, mirando hacia atrás y a los lados, sintiéndose incapaz de moverse mientras la mujer ratón seguía acercándose.

La enfermera metió un dedo en el bolsillo de la chaqueta de su smoking y tiró de él en dirección al lugar del que venía.

—Un hombre en smoking —dijo con voz estridente—. Han dicho que la ha traído un hombre vestido de smoking.

Sin parar para tomar aliento, la mujer lo arrastró hasta un pasillo enmoquetado con anchas puertas a los lados. Su áspera voz se convirtió de repente en un susurro.

—Lamento fastidiarle la noche, querido, pero vamos hacia el paritorio, donde está a punto de ser padre.

Michael tragó con esfuerzo.

—Pero…

—Pero nada —con una sacudida de su imaginario rabo, la enfermera le hizo pasar a una habitación con luz tenue y música suave—. ¡Mira a quién he encontrado, Beth! —susurró, dirigiéndose a la joven que estaba en la cama.

Beth no respondió. Michael notó que sus manos, apoyadas sobre la manta, se cerraron casi con violencia. Otra contracción. Quiso moverse, adelante, atrás, hacia cualquier sitio, pero la pequeña enfermera lo tenía firmemente sujeto por el brazo.

Un instante después, las manos de Beth se relajaron y su cabeza giró hacia él. Un mechón de su extraño pelo color luz de luna se había pegado a su mejilla a causa del sudor.

Sus miradas se encontraron y Michael sintió que la parte trasera de su cuello ardía.

¿Qué demonios estaba haciendo allí? Aunque Beth llevaba puesto un camisón y estaba cubierta por una manta, algo en el ambiente hospitalario y en la parafernalia médica que los rodeaba le hicieron sentir que estaba atentando contra su pudor.

Sonrió a modo de disculpa.

—Creo que sería mejor…

La enfermera ratón clavó sus diminutas garras en su antebrazo.

—Tengo que ir a ver a otra paciente, joven. No se le ocurra irse antes de que vuelva.

Una vez a solas, Michael volvió a sonreír y miró hacia la puerta.

—Creo que ha habido un error.

La sonrisa de respuesta de Beth fue la misma que Michael había tratado de olvidar a toda costa.

—Lo siento. Creo que han asumido… —respondió con voz temblorosa.

—No te preocupes por eso — Michael empezó a retroceder hacia la puerta. La muchacha estaba en buenas manos. Ya era hora de salir de allí y volver a su solitaria celebración del nuevo año.

Metió las manos en los bolsillos mientras seguía retirándose.

—Yo sólo… —su hombro topó con la puerta y la abrió, dispuesto a salir disparado.

Entonces, el prehistórico instinto de cazar o ser cazado se impuso y miró cautelosamente hacia el pasillo. Los rápidos pasitos de la enfermera ratón estaban engullendo a toda velocidad la alfombra.

En su dirección.

Volvió a entrar en la habitación tan rápido que la puerta le dio en el trasero al cerrarse.

—Creo que vuelve.

La expresión de Beth se tensó. Dos profundas líneas se marcaron entre sus cejas.

—¿Otra contracción? —preguntó Michael sin necesidad—. Voy a por la enfermera.

Alguien… cualquiera en lugar de él debería estar allí.

Al ver que, de forma apenas perceptible, Beth negaba con la cabeza, se quedó donde estaba, apretando los puños mientras ella superaba la última contracción.

Respiró cuando ella volvió a hacerlo.

—¿Te encuentras bien?

Ella asintió.

—En ese caso, será mejor que me vaya —lo era. La pobre mujer debía estar deseando recuperar su intimidad.

Beth volvió a asentir.

Pero antes de que pudiera moverse, Michael vio que se acercaba otra contracción. Empezó en las rodillas y ascendió hacia los hombros… y, de pronto, se encontró junto a ella.

Tomó en una mano uno de los puños cerrados de Beth. Cuando el dolor pasó, sus dedos se relajaron en los de Michael.

—¿Te encuentras bien? —preguntó él, mirando el sudor que corría por la frente de Beth. Cuando ella le dijera que estaba bien, podría irse.

—No quiero admitirlo —susurró Beth—, así que no se lo digas a nadie, pero la verdad es que estoy un poco asustada.

Nadie se fue después de eso. Pero sí entró gente. Mucha gente. Enfermeras, médicos, enfermeros con equipo…

Michael miraba a cada rato a Beth, esperando que ésta le dijera que se fuera. Pero ella no le soltó la mano ni un segundo. En lugar de apretar los puños había decidido apretarle los dedos a él, de manera que pronto dejó de sentirlos.

Pero qué diablos. ¿Quién necesitaba dedos cuando un bebé estaba naciendo en aquella misma habitación?

Michael no apartó la mirada de los ojos de Beth. Lo que estaba pasando por debajo del cuello de ésta era cosa de ella y el doctor. Lo que estaba pasando entre Michael y ella sucedía a nivel de la mirada. Con ésta, Michael trataba de decirle que creía en ella, que creía en su fuerza y en su poder femenino.

Y mientras su cuerpo traía al mundo un bebé, Michael vio cómo se transformaba de mujer en madre… y se sintió tan humilde y maravillado como podía sentirse en aquella situación un hombre de veintisiete años.

Finalmente, poco después de media noche, la habitación quedó en silencio y prácticamente vacía.

Gran parte del equipo médico había desaparecido, pero la cama seguía allí, y Michael, y Beth, y aquella cosita roja que parecía un cacahuete con bracitos y piernas.

El hijo de Beth.

El bebé estaba tumbado sobre su madre, dormitando. Beth también tenía los ojos semi cerrados.

Algo en aquella imagen de madre e hijo hizo que Michael sonriera. Y algo en aquella sonrisa hizo que surgiera en él su fuerte instinto de auto protección de soltero.

—Tengo que irme —dijo en voz alta. Dando una sonora palmada en sus muslos, se levantó de la silla que ocupaba—. Y felicidades.

Beth murmuró algo, adormecida.

Aliviado, Michael se acercó a la puerta. Probablemente, ella se alegraría de librarse por fin de él.

Como debía ser. Su lugar no estaba junto a ella.

La puerta se abrió de repente y la enfermera ratón se asomó al interior.

—No se vaya.

El tono imperativo de su voz sulfuró a Michael.

—Escuche, yo me he limitado a traer a esta mujer al hospital, ¿comprende? Yo no soy…

—Espera un minuto —Beth abrió los ojos y volvió la cabeza rápidamente hacia él. Parecía estar viéndolo por primera vez.

—Sólo una cosa más —el rostro de la enfermera parecía haberse iluminado de repente—. Una cosa muy excitante.

La puerta de la habitación estaba entornada, y a través de la rendija, Michael vio una sospechosa reunión de personas en el exterior.

—No tengo tiempo para nada más —protestó.

—Espera un minuto —volvió a decir Beth—. Wentworth, ¿no? ¿Eres un Wentworth?

Michael asintió, cada vez más nervioso.

—Podemos hablar sobre eso en otro…

—Dame un segundo —sosteniendo suavemente al bebé con una mano, Beth buscó el control remoto de la cama con la otra. Con un suave zumbido, la cama se irguió—. He ido esta noche a tu casa para decirte algo.

Uno de los sonrientes hombres que se acercaban a la cama de Beth no llevaba bata de médico ni enfermero. Llevaba una cámara. Un escalofrío premonitorio recorrió la espalda de Michael.

—En otro momento —dijo a Beth precipitadamente—. Ahora tengo que…

—Por favor. Es importante.

La enfermera ratón utilizó sus habilidades para empujar a Michael de nuevo hacia la cama.

—¿De qué se trata? —preguntó él, impaciente.

El hombre con la cámara apuntaba hacia ellos. La enfermera ratón hizo un amplio gesto con la mano.

—Este es el primer bebé del año —anunció—. ¡El primer bebé nacido en el condado de Travis este año!

—Oh, diablos —murmuró Michael, comprendiendo de repente en qué lío se había metido. Se apartó bruscamente de la cama.

—Sé dónde está Sabrina —dijo Beth.

—¿Qué? —Michael se quedó tan sorprendido que volvió a acercarse a ella—. ¿Sabrina?

Un flash destelló en ese momento.

Y así fue como obtuvo su portada del día siguiente el Freemont Springs Daily. Grandes titulares: ¡Freemont Spring da la bienvenida a su primer bebé del año! Gran foto del bebé, de la radiante madre, y, en el lugar del padre… ¡el soltero más solicitado de Freemont Springs!

Sí, allí estaba Michael Wentworth, mirando de frente, con los ojos de par en par y la boca abierta, mostrando el trabajo dental del que tan orgulloso se sentía su dentista, el doctor Mercer Manning.