El príncipe de mis sueños - Elizabeth Bevarly - E-Book

El príncipe de mis sueños E-Book

Elizabeth Bevarly

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Beschreibung

¿Era él su príncipe? Sara Wallington no tenía claro que quisiera ser la acompañante del posible heredero al trono de su país. Resultaba que Shane Cordello, probable príncipe de Penwick, no era el tipo regio y sereno que ella había esperado, sino que era alguien demasiado alto, demasiado guapo, demasiado... Shane también estaba confundido por lo que sentía cuando estaba con Sara, y la cosa se complicó aún más cuando se vieron inmersos en una difícil situación de la que debían salir con la ayuda del otro. Pronto Shane se encontró luchando por un país que ni siquiera estaba seguro de sentir como suyo. Cosa que no le ocurría con la mujer que tenía a su lado...

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Seitenzahl: 183

Veröffentlichungsjahr: 2014

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Editado por Harlequin Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2002 Harlequin Books S.A.

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

El príncipe de mis sueños, n.º 1220 - agosto 2014

Título original: Taming the Prince

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2003

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4682-1

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Sumário

Portadilla

Créditos

Sumário

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Uno

Shane Cordello no necesitaba demasiado para ser feliz. Se conformaba con un cielo sin nubes, la brisa del sur de California agitando su pelo, el aroma a hamburguesas y cebolla en la parrilla y el rítmico e incesante golpeteo de un martillo neumático mientras pulverizaba el pavimento cercano.

Sí, la vida no podía ser mucho mejor.

Lo que significaba que aquel era un día ideal para Shane. Después de fichar en la obra en la que trabajaba como capataz, se encaminó al remolque de comida a tomar una hamburguesa. Mientras caminaba se quitó el casco y pasó una mano por su pelo castaño, humedecido por el sudor.

Al aflojar la corbata que estaba obligado a llevar como capataz notó que el frente de su camisa vaquera también estaba mojado de sudor, al igual que las rodilleras de sus gastados vaqueros, aunque aquello no era debido al sudor, sino al hecho de que había tenido que arrodillarse en el barro para recuperar la pluma Waterman de oro que su madre le había comprado a principios de año como regalo por su veintitrés cumpleaños. Cuando por fin la había encontrado la había guardado en el cajón de su escritorio, y allí pensaba dejarla. No se consideraba la clase de hombre que andaba por ahí con plumas de oro; a él le iba más un bolígrafo Bic.

No merecía la pena apegarse a nada material en la vida, porque antes o después, de un modo u otro, uno se quedaba sin ello. Si no otra cosa, al menos había aprendido aquello durante su estancia en el planeta.

Entrecerró los ojos para protegerse del sol mientras avanzaba hacia el remolque. El otoño en Los Ángeles no era tan frío como en otras partes del país, pero no había duda de que el aire era más fresco que durante los meses de verano. Durante aquellos días siempre llevaba su traje de neopreno cuando hacia surf, porque la temperatura del agua había descendido bastante.

Aparte de eso, pocas cosas habían cambiado en su vida durante los últimos tiempos. Y tampoco anticipaba ningún cambio cercano.

Y, por supuesto, así era como le gustaban las cosas.

Amy Collins, encargada del remolque de la comida, sonrió al ver que Shane se acercaba y se puso a prepararle una hamburguesa bien cargada de cebolla.

Todo el mundo en la obra sabía que Amy no había dejado de intentar atraer la atención de Shane desde el primer día. Y lo cierto era que él no se había mostrado totalmente inmune a sus encantos. Amy era bonita, morena, charlatana y tenía todas las curvas necesarias, todo lo cual satisfacía los gustos de Shane. Pero también había algo en ella que le decía que buscaba una relación duradera, y aquello era algo que él no quería, sobre todo porque sabía que lo «duradero» no existía... al menos en su pequeño rincón del mundo. De manera que se mantenía alejado de Amy, pues sabía que, algún día, ella encontraría su príncipe azul.

—Hola, Amy —saludó mientras se detenía ante el mostrador y buscaba unas monedas en el bolsillo.

—Hola, Shane —replicó ella con una especie de ronroneo cantarín.

Shane sonrió en respuesta, no porque le gustaran los ronroneos, que en realidad encontraba bastante desalentadores, sino porque siempre respondía a las mujeres con una sonrisa. A Shane le gustaban las mujeres. Todas las mujeres. Mucho. Y él también gustaba a las mujeres. A todas las mujeres. Mucho. De manera que era natural que sonriera cuando veía una. Aunque ronroneara.

—¿Cómo te va? —preguntó. La pregunta era mecánica o, como mucho, hipotética. En realidad, Shane no esperaba una respuesta.

Pero Amy se la dio de todos modos.

—Lo cierto es que podría irme mejor —dijo, y sonrió—. Esta semana ha sido bastante solitaria y aburrida. Pero este fin de semana estrenan la última película de Schwarzenegger —añadió, pues había oído que Shane era un gran admirador del actor y de sus películas de acción—. ¿Quieres que vayamos juntos el viernes?

—El viernes no puedo, Amy, pero gracias de todos modos.

—¿Y el sábado?

Shane negó con la cabeza.

—Este fin de semana no puedo. Tengo cosas que hacer.

Amy suspiró casi con impaciencia y su sonrisa decayó un poco.

—Cosas que hacer —repitió—. Si no tienes un poco de cuidado podrías conseguir que cualquier chica se acomplejara, Shane.

—Oh, eso es lo último que querría —dijo él sinceramente—. Pero es cierto que voy a estar ocupado este fin de semana, Amy. Eso es todo —Shane decidió que no había motivo para explicarle que iba a estar ocupado haciendo nada.

—Sí, claro —Amy puntuó sus palabras con un bufido—. Seguro que la reina de Inglaterra te ha llamado para invitarte a tomar el té.

Shane sonrió y estaba a punto de darle una respuesta adecuada cuando oyó que alguien gritaba su nombre. Al volverse vio a Daniel Mendoza, el contratista de la empresa, y también su jefe, ante la puerta del remolque en el que estaban las oficinas. Sostenía su mano con el pulgar y el índice extendidos junto al oído, en un gesto internacional con el que pretendía indicarle que tenía una llamada.

¿Quién lo habría llamado al trabajo?, se preguntó Shane con ansiedad. La mayoría de sus amigos eran compañeros de trabajo en la obra, y a los que no lo eran no se les ocurriría molestarlo durante las horas de trabajo. Su madre estaba de luna de miel con su quinto marido en Tahiti, de manera que no había duda de que tendría otras cosas en la cabeza en aquellos momentos.

Y su hermano Marcus vivía en Chicago y tenía demasiado que hacer en su vida de adicto al trabajo como para llamarlo más de una o dos veces al mes, y Shane acababa de hablar con él hacía una semana. Marcus y él tenían una relación sólida que trascendía la necesidad de una comunicación constante. Y no había sido fácil llegar a aquel grado de comunicación, sobre todo teniendo en cuenta que habían sido separados a causa del divorcio de sus padres cuando tenían nueve años. Shane fue a vivir con su madre y Marcus con su padre, pero pasaron juntos un mes todos los veranos mientras crecían y, a pesar de lo limitado del tiempo que compartieron, lograron establecer un lazo de unión que algunos gemelos ni siquiera llegaban a alcanzar viviendo siempre juntos.

Hacía tiempo que Shane había perdido el contacto con su padre, así que dudaba mucho que fuera este el que hubiera llamado. De manera que si sus amigos estaban en la obra y sus familiares estaban a cientos de kilómetros de allí y con otras cosas en la cabeza... ¡debía de tratarse de una emergencia!

Sin tomar la hamburguesa que Amy había dejado para él en el mostrador, Shane corrió hacia el remolque en el que aguardaba su jefe.

—¿Qué sucede, señor Mendoza? —preguntó sin aliento mientras subía las escaleras metálicas de dos en dos.

Su jefe frunció el ceño.

—Os he repetido cien veces a todos que está prohibido hacer o recibir llamadas personales en la obra.

Shane se relajó al oír aquello. Si el señor Mendoza estaba tan enfadado, no debía de tratarse de una emergencia.

—Lo siento —se disculpó, aunque él tenía muy poco control sobre quien pudiera descolgar el teléfono y marcar aquel número—. ¿Quién es?

—Una mujer —replicó su jefe con evidente desagrado.

La preocupación de Shane dio paso a la confusión.

—¿Una mujer? —repitió—. Nunca he dado este número a una mujer —de hecho, no se lo había dado a nadie excepto a Marcus, y con estrictas instrucciones de que solo lo utilizara en caso de emergencia—. ¿Qué mujer? ¿Qué quiere?

—¿Cómo diablos voy a saber yo qué mujer? —espetó Mendoza—. Ha dicho que es «personal» —añadió, casi con repugnancia. Era obvio que los asuntos personales le desagradaban aún más que las mujeres—. Y parece una mujer lo suficientemente mayor como para ser tu madre. Francamente, Cordello, no quiero entrar en eso. Es demasiado... —puntuó su afirmación con un estremecimiento exagerado de todo su cuerpo.

Nuevamente preocupado, Shane tomó el auricular.

—¿Mamá? —dijo sin preámbulos—. ¿Qué pasa? ¿Sucede algo malo?

Tras unos segundos de silencio, la voz de una mujer mayor sonó del otro lado de la línea.

—¿Señor Cordello?

Aunque solo había pronunciado dos palabras, Shane detectó en la voz de la mujer un acento vagamente británico, algo que no lo ayudó a discernir su identidad. Él no conocía a nadie en Gran Bretaña. Solo había reconocido el acento porque era un ferviente seguidor de la serie Benny Hill.

—Shane Cordello al aparato. ¿Quién es? ¿Qué ha pasado?

Tras otro breve silencio, la mujer dijo:

—Espere un momento, por favor, señor Cordello. Se va a poner su majestad la reina Marissa de Penwyck.

—¿Quién? —repitió él, convencido de no haber entendido bien.

—Su majestad la reina Marissa de Penwyck —repitió la mujer—. Espere un momento.

Shane estuvo a punto de colgar por una mera cuestión de principios. ¿Quién se creía que era aquella mujer para llamarlo al trabajo, nada menos, y para decirle que esperara? ¿Y de qué diablos iba aquello? ¿Por qué no le había preguntado también si tenía guardado al príncipe Albert en una lata?

Lo único que le impidió colgar de inmediato fue que su curiosidad era más potente que su orgullo. No había creído ni por un momento que la reina Penwyck fuera a ponerse al teléfono, pero si se trataba de una broma, no había duda de que era bastante sofisticada.

Tras un momento de ruidos estáticos en la línea, como si la llamada fuera realmente de larga distancia, oyó un clic que indicaba que alguien se había puesto al otro lado de la línea. Un momento después sonaba la voz de otra mujer que también habría podido ser su madre.

—¿Señor Cordello? —preguntó, con un acento que a Shane también le sonó británico.

—Sí, soy Shane Cordello —replicó con menos cortesía que antes—. ¿Quién diablos es usted? Y no se moleste en decirme que es la maldita reina de Penwyck, porque no me lo creo.

Hubo un largo silencio al otro lado de la línea seguido de una breve risita.

—No tengo intención de decirle tal cosa, señor Cordello.

—Bien.

—Porque no soy la... «maldita» reina de Penwyck.

—Lo sabía.

—Soy la reina de Penwyck a secas.

Shane miró a lo alto, exasperado.

—Vamos, señora. ¿Por quién me ha tomado? Por si no lo sabe, no nací ayer.

—Eso ya lo se —dijo la mujer tras otro breve silencio—. Nació hace veintitrés años. El catorce de abril, si no me equivoco.

Shane apartó lentamente el auricular de su oreja y lo miró como si haciéndolo pudiera obtener más información sobre la mujer que estaba al otro lado de la línea. Al ver que su jefe lo miraba como si se hubiera vuelto loco, lo acercó de nuevo a su oreja.

—Sí —contestó—. Esa es la fecha de mi cumpleaños, pero cualquiera puede averiguarla. Sigo sin saber quién es usted y qué quiere.

La mujer suspiró.

—Veo que esto va a ser un poco más difícil de lo que pensaba. Comprendo que se muestre escéptico, señor Cordello, pero le aseguro que soy la reina Marissa de Penwyck, y es importante que hable con usted sobre un asunto urgente...

—Sí, claro —interrumpió Shane—. Si usted es la reina de Penwyck, yo soy el príncipe de la oscuridad. Cuénteme otro cuento.

—Lo que acaba de decir no se aleja mucho de la verdad, señor Cordello —dijo la mujer.

Shane abrió la boca para protestar, pero lo único que surgió fue:

—¿Eh?

—He dicho que no está lejos de la verdad —repitió la mujer—, aunque no puede decirse que sea precisamente el príncipe de la oscuridad.

Una vez más, Shane trató de encontrar un comentario adecuado y, una vez más, solo fue capaz de repetir:

—¿Eh?

—Tal vez, lo mejor sería que antes hablara con su hermano Marcus.

—¿Marcus? —repitió Shane, cada vez más confundido.

Pero en lugar de oír la voz de la mujer, oyó la de su hermano.

—Hola, Shane. Soy Marcus.

La confusión que se había instalado en la mente de Shane durante los pasados minutos dio paso a la perplejidad más absoluta.

—¿Marcus? ¿Dónde estás? ¿Quién es esa mujer? ¿Qué diablos está pasando?

—Contestaré por orden —dijo Marcus—. En primer lugar estoy en Penwyck. Has oído hablar de Penwyck, ¿verdad, Shane? Es una pequeña nación en la isla cercana a Irlanda y a Gran Bretaña. Últimamente ha salido mucho en la televisión porque piensa aliarse militarmente con Estados Unidos. ¿Estás al tanto?

—Uh...

—Creo que nuestra madre vino aquí de luna de miel con su marido número tres, si la memoria no me engaña —continuó Marcus—. Es un lugar precioso. Gente amable. Y me refiero a gente realmente amable. La comida podía ser un poco más fuerte, aunque no me estoy quejando.

Shane sabía que su hermano no era un hombre con el que se pudiera andar jugando. Marcus Cordello no se había hecho millonario a los diecinueve años a base de hacer llamadas de teléfono, y no mantenía su imperio multimillonario a base de preguntar a la gente si tenían al príncipe Albert en una lata. Si él decía que estaba en Penwyck, así era. Y si estaba en Penwyck, eso significaba que la mujer que se había llamado a sí misma «reina de Penwyck» podía muy bien serlo...

Oh, oh.

—¿Estás en Penwyck? —preguntó Shane, abatido.

—Estoy en Penwyck —confirmó Marcus.

—¿El Penwyck de la reina Marissa?

—De manera que sí has visto las noticias —dijo Marcus, que, claramente, estaba reprimiendo la risa.

—Eh, ¿Marcus?

—¿Sí, Shane?

—¿Era de verdad la reina de Penwyck la mujer con la que he hablado hace un minuto?

—Desde luego que sí.

—¿La mujer a la que he respondido de esa manera era realmente una reina?

—Me temo que sí.

—¿Así que estás junto a la reina de Penwyck?

—Así es.

—Esta muy... ¿enfadada?

Se produjo un silencio, como si Marcus estuviera tratando de averiguar el humor de la mujer que se encontraba junto a él.

—No —dijo finalmente.

Shane suspiró, aliviado.

—Creo que se conformará con cortarte la mano cuando vengas aquí —añadió Marcus.

—¿Qué?

Sorprendentemente, no fue la parte de «cortarle la mano» lo que más afectó a Shane. Lo que lo puso en alerta fue la parte de «cuando vengas aquí».

¿Pero por qué lo sorprendía aquello?, se preguntó. Marcus empezaba a hacer una costumbre soltarle una bomba de aquellas cada vez que llamaba. La última vez que habían hablado le había dicho que existía la posibilidad de que ambos hubieran sido adoptados siendo niños, aunque Shane no lo había creído, por supuesto. Y ahora Marcus estaba en Penwyck, visitando a la reina. ¿Con qué le saldría a continuación? Shane no quería saberlo.

—Lo cierto es que su majestad es una mujer muy agradable —continuó Marcus—, de manera que puede que se conforme solo con uno o dos dedos.

Shane cerró los ojos, alzó una mano y presionó el puente de su nariz en un esfuerzo por frenar el dolor de cabeza que empezaba a sentir.

—Marcus, ¿se puede saber de qué estás hablando?

Marcus dejó escapar un largo suspiro desde el otro lado de la línea.

—Estoy hablando de algo que probablemente no vas a creer. ¿Estás sentado?

Shane se dejó caer en el sillón de su jefe sin pedir permiso y, por algún motivo, le dio lo mismo que lo mirara como si aquel fuera su último día en la Tierra, o, al menos, su último día de trabajo en Wellman Towers.

—Estoy sentado —dijo—. Ahora, cuéntame qué está pasando.

—Hace mucho tiempo —empezó Marcus—, en un reino muy lejano, vivían un rey y una reina que recibieron la bendición de unos hijos gemelos...

Sara Wallington tiró ligeramente de la manga de su jersey de cachemir rosa, miró por sexta vez la hora en su reloj de oro y suspiró de impaciencia. El tiempo pasaba muy despacio cuando uno tenía problemas. Porque no podía haber nada divertido en la perspectiva de tener que actuar de niñera durante las siguientes veinticuatro horas; una niñera para el potencial heredero de un trono, pero una niñera de todos modos. Sin embargo, el heredero no aparecía por ningún lugar y se suponía que tenían que salir de Los Ángeles a las once en punto. En aquellos momentos eran casi las diez. Aunque fueran a volar en un avión privado, la hora de salida era muy estricta. Si llegaba tarde iban a tener problemas para mantener el programa. Además, ella odiaba la impuntualidad.

Volvió a suspirar mientras jugueteaba con su collar de perlas y colocaba un mechón de pelo pelirrojo de vuelta en su moño. Luego, echó un vistazo a las hordas de personas que caminaban por el aeropuerto como animales rabiosos y se preguntó cómo iba a encontrar a Shane Cordello entre todas ellas. Por supuesto, había sido la propia reina Marissa la que había metido a Sara en aquel lío. «Un favor», le había dicho Su majestad a la madre de Sara en Penwyck cuando había llamado para averiguar si Sara podía ocuparse de ayudar a Shane en sus viajes. Daba lo mismo que tuviera exámenes finales el mes siguiente y un trabajo que escribir. Acompañaría al señor Cordello a su país porque su reina lo había ordenado. En lo referente a Su majestad, los favores igualaban al deber.

De todos modos, localizar a aquel hombre no iba a ser fácil, ya que solo le habían dado una vaga descripción de él; pelo castaño, ojos azules, un metro ochenta y cinco de altura y setenta y cinco kilos de peso. De manera que había podido deducir que era un hombre bastante grande, aunque, como ya había comprobado en los cuatro años que llevaba allí, aquello no era ningún rasgo especialmente característico en Estados Unidos. Además, se suponía que Shane Cordello era bastante guapo, al menos según su hermano.

No podía decirse que fueran muchas pistas, pensó por enésima vez desde que había recibido la llamada de la reina aquella mañana. Era increíble lo que podían cambiar las cosas en doce horas. Apenas había tenido tiempo de explicar la situación a sus profesores y asegurarles que estaría de vuelta en clase el lunes siguiente.

Armada con sus libros de estudios y con el poco equipaje que necesitaría para un largo fin de semana, Sara aguardaba pacientemente a encontrarse con su destino. O, al menos, con Shane Cordello. También había llevado consigo un cartel blanco con la palabra Cordello escrita en él. Lo alzó con la esperanza de que el señor Cordello no fuera uno de aquellos varones atractivos pero no demasiado brillantes que tanto abundaban en aquella ciudad.

Aunque tampoco podía decirse que Sara hubiera pasado mucho tiempo con ningún hombre, brillante o no, durante sus cuatro de años de estancia en aquel país. Los estudios universitarios limitaban bastante las posibilidades de desarrollar una intensa actividad social, sobre todo si uno se los tomaba en serio.

Miró de nuevo su reloj. Vaya, habían pasado cinco minutos desde la última vez que lo había hecho. Debía de estar divirtiéndose bastante.

—¿Señorita Wallington?

Sara alzó la mirada hacia el hombre que acababa de hablarle y se dio cuenta de inmediato de que la descripción que le habían dado de él no le hacía justicia. Su pelo era del color del café, y sus ojos de un intenso azul cobalto que le recordaron a las profundidades más remotas del océano. En cuanto a lo de guapo... ¡guau! El adjetivo no hacía justicia a aquel hombre deslumbrante, extraordinario, espléndido...

Suspiró a pesar de sí misma.

«Magnífico». Aquella palabra sí definía a Shane Cordello. Con sus vaqueros, su camiseta blanca, su cazadora vaquera y sus botas, hizo que todos los sistemas de alerta de Sara se pusieran al rojo vivo. Nunca en su vida había sentido que la boca se le hiciera agua mirando a un hombre. Y mientras él la observaba con los labios curvados en una traviesa sonrisa, no solo la boca se le hizo agua.

Y cuando Sara notó todos aquellos cambios, no solo en su cuerpo, sino también en su psique, y se hizo consciente de que la mera presencia física del señor Cordello la había convertido en un volcán a punto de estallar, el alivio que había sentido inicialmente ante su llegada se evaporó al instante. Aquello solo podía darle problemas.

—Es un placer conocerlo por fin, Señor Cordello —dijo con toda la cortesía que pudo—. La reina Marissa me ha hablado mucho de usted.

La afable y abierta expresión de Shane se tornó de pronto en otra de cautela.

—¿Le ha hablado de mí?

Sara asintió.

—Me dijo que era bastante encantador.

En realidad, lo que le había dicho la reina era que Shane Cordello era un hombre que no aguantaba fácilmente la tonterías, pero ella se enorgullecía de ser una persona generosa.

—¿En serio? —replicó Shane con recelo.

—Desde luego —aseguró Sara, y tuvo que esforzarse por reprimir el cálido estremecimiento que recorría su cuerpo cada vez que escuchaba la rica voz de barítono de aquel hombre. Los acentos norteamericanos eran tan... agradables.

Pero debía poner fin a aquello de inmediato.

—El avión está listo para despegar —dijo, en el tono más eficiente que pudo—. ¿Le parece que subamos ya? La reina Marissa no podía prescindir del jet real, por supuesto, pero ha enviado uno de los jets pequeños. Nuestro vuelo de dieciséis horas a Penwyck será mucho más cómodo así.