El Pueblo del Hielo 20 - Las alas del cuervo - Margit Sandemo - E-Book

El Pueblo del Hielo 20 - Las alas del cuervo E-Book

Margit Sandemo

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Beschreibung

Por primera vez en español. La serie La Leyenda del Pueblo del Hielo ya ha cautivado a 40 millones de lectores en todo el mundo. En un tenebroso valle en lo profundo de los Alpes de Transilvania hay un pueblo aislado y un imponente castillo. Quienes viajaban allí desaparecían y no se volvía a saber nada más. Cuando Heike Lind y sus compañeros Mira y Peter llegan allí, descubren que los habitantes del pueblo viven bajo un constante temor opresivo, un miedo que parece provenir de las damas del castillo, la princesa Feodora y la impresionantemente bella Nicola... El Pueblo del Hielo es una conmovedora leyenda de amor y poderes sobrenaturales, un relato de la lucha esencial entre el bien y el mal.

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Las alas del cuervo

La leyenda del Pueblo del hielo 20 – Las alas del cuervo

Título original: Korpens vingar

© 1985 Margit Sandemo. Reservados todos los derechos.

© 2022 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

Traducción Daniela Rocío Taboada,

© Traducción, Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

ePub: Jentas A/S

ISBN 978-87-428-1031-6

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

Agradecimientos

La leyenda del Pueblo del hielo está dedicada con amor y gratitud al recuerdo de mi querido esposo fallecido Asbjorn Sandemo, quien convirtió mi vida en un cuento de hadas.

Margit Sandemo

Reseñas del Pueblo del hielo

Margit Sandemo es simplemente maravillosa.

—The Guardian

Una historia llena de personajes convincentes, bien planteada en la línea temporal y reveladora: hará que los lectores abran los ojos de par en par y que probablemente sientan tensión en la ingle... Es una novela gráfica sin imágenes; no puedo esperar a leer qué sucederá a continuación.

—The Times

Una mezcla de mito y leyenda entrelazada con eventos históricos: esta creación imaginativa atrapa al lector desde la primera página hasta la última.

—Historical Novels Review

Aclamada por las masas, la prolífera Margit Sandemo ha escrito más de 172 novelas hasta la fecha y es la autora más leída de Escandinavia...

—Scanorama magazine

La leyenda del Pueblo del hielo

La leyenda del Pueblo del hielo comienza muchos siglos atrás con Tengel el Maligno. Él era despiadado y codicioso, y solo había un modo de obtener todo lo que él deseaba: hacer un pacto con el diablo. Viajó hasta las profundidades del bosque e invocó al diablo con una poción mágica que había cocinado en un caldero. Tengel el Maligno obtuvo riquezas y poder ilimitado, pero a cambio maldijo a su propia familia. Uno de sus descendientes en cada generación serviría al diablo realizando hazañas infames. Cuando terminó, Tengel enterró el caldero. Si alguien lo encontraba, la maldición terminaría.

Así que la maldición fue transmitida entre los descendientes de Tengel, el Pueblo del hielo. Una persona en cada generación nació con ojos de gato amarillos, una señal de la maldición, y con poderes mágicos que usaron para servirle al diablo. Un día nacería el más poderoso del Pueblo del hielo.

Eso cuenta la leyenda. Nadie sabe si es verdad, pero en el siglo XVI, nació un niño maldito entre el Pueblo del hielo. Él intentó transformar el mal en bondad, y por eso lo llamaban Tengel, el Bueno. Esta leyenda es sobre su familia. De hecho, es más que nada sobre las mujeres de su familia; las mujeres que tuvieron el destino del Pueblo del hielo en sus propias manos.

Capítulo uno

Los dos hombres que desaparecieron sin dejar rastro en el año 1793 en la aldea de Stregesti en Siebenbürgen no fueron los primeros. ¡Al contrario! Como susurros en el viento, contaban leyendas de casos semejantes, de personas que desaparecieron y nunca las volvieron a ver.

Pero gracias a uno de los descendientes del Pueblo del hielo, aquellos dos hombres fueron los últimos en desaparecer.

Los talentos especiales de los «elegidos» del Pueblo del hielo, les permitían contactar con muchas criaturas sombrías que las personas comunes no eran capaces de percibir. Pero nadie del Pueblo del hielo había experimentado nada tan aterrador como lo que sucedió en Stregesti.

***

Era un bosque extraño. Era como su tuviera cincuenta mil años y estuviera sumido en un sueño profundo, esperando el sonido de las trompetas del Juicio Final para despertar.

Todo en el bosque había crecido salvajemente. El suelo, las rocas y los tocones estaban cubiertos de musgo y plantas trepadoras. Los troncos estaban envueltos en hiedra, lo cual hacía que todo el paisaje pareciera cubierto por un velo ondulante verde y suave.

Velo parece una palabra amenazante: por desgracia, en este caso, la descripción era muy apropiada.

Las ramas de los árboles cubiertas de musgo colgaban somnolientas en el bosque primitivo. No había pájaros cantores. Ni siquiera el modesto ruiseñor se atrevía a romper el silencio con su voz hermosa.

El bosque estaba en Siebenbürgen, el puesto de avanzada en el extremo más oriental del imperio austrohúngaro. Aquel lugar montañoso y salvaje era el hogar de los más increíbles mitos y leyendas, de historias de terror sobre vampiros, hombres lobos y otras fuerzas oscuras tan horrorosas que los visitantes solo se aventuraban a recorrer esos valles profundos y misteriosos con gran reticencia.

La población era una mezcla de valacos, sículos, sajones y rumanos, entre los que estaban los restos de otros pueblos que en el pasado habían inmigrado, como los godos, los hunos, los gépidos y los ávaros de Asia Central. Pero los rumanos eran la mayoría, junto con los magiares, más conocidos como los húngaros.

Los rumanos denominaban aquella tierra Ardeal, los húngaros la llamaban Erdély y otros le decían Transilvania. Pero el nombre oficial en alemán, dado por sus gobernantes actuales, los Habsburgo, era Siebenbürgen [que significa «Siete Burgos»], en referencia a sus siete ciudades importantes.

El antiguo bosque rodeaba una aldea montañosa pequeña y escondida llamada Stregesti. Sería complicado explicar cómo la aldea obtuvo ese nombre, porque muchos grupos de personas diferentes habían viajado por el país, pero algo era seguro: la palabra italiana strega significa «bruja».

***

Los dos desconocidos habían perdido el rumbo en Siebenbürgen bajo circunstancias extrañas. Eran un aristócrata francés y su sobrino, quienes huían de la revolución en su hogar, que ya había entrado en su cuarto año. Un gran número de miembros de la aristocracia ya habían conocido la guillotina, pero aquel caballero, el Barón de Conte, había tenido la suficiente suerte de escapar junto a su sobrino, Yves.

¿Quizás, después de todo, la guillotina hubiera sido una mejor alternativa a lo que les esperaba?

Al principio, les había aterrado tanto la idea de terminar en manos de la muchedumbre, que no se habían atrevido a conversar con nadie, por lo que se anduvieron escondiendo en bosques y montañas mientras escapaban. Y por esa razón, no notaron que habían cruzado la frontera francesa.

La Revolución Francesa había sembrado el caos político en toda Europa. Así que los dos aristócratas continuaron alejándose cada vez más con la esperanza de llegar a una región más pacífica. Con el tiempo, descubrieron que habían llegado a zonas extranjeras, pero estaban tan nerviosos que todavía no confiaban en nadie.

Y así fue cuando perdieron el rumbo y llegaron a Siebenbürgen...

Vaya, ¡qué silencioso era ese sitio! No existía lugar más tranquilo o pacífico que esos misteriosos y tranquilos valles.

Era fácil tomar el sendero equivocado al bajar del Paso de Mures camino a una de las ciudades grandes al este de Siebenbürgen. El barón y su sobrino, que no conocían en absoluto la zona, cometieron el mismo error que otros viajeros. De pronto, llegaron a los Cárpatos rumanos.

Durante dos días, cabalgaron de valle en valle, cada uno más profundo cañón y salvaje que el anterior. A veces, llegaban a una aldea pequeña, pero la barrera idiomática era demasiado grande y no lograban que nadie entendiera lo que buscaban: encontrar una ciudad más grande y civilizada, sin importar cuál fuera. Porque querían asentarse en ese país, lejos de la revolución y el miedo, ¡pero no en medio de la naturaleza salvaje!

Luego, llegó el día cuando, una vez más, escogieron el camino erróneo y enfilaron por un profundo, un desfiladero, donde el sol apenas llegaba al suelo del valle. Era un paso situado en lo alto de las montañas y cuando salieron de él, se encontraron en el bosque embrujado.

Avanzaron con sus caballos.

Despacio, inhalaron la atmósfera de la tarde cálida y húmeda. Las ramas de los árboles rozaban la parte superior de sus cabezas, ramas tan retorcidas y pesadas que parecían tener mil años. El musgo que colgaba de ellas estaba cubierto de la viscosidad propia del paso del tiempo. No oían ni un solo ruido; lo único que reinaba era el denso silencio.

El bosque parecía contener el aliento ante la llegada de los dos hombres.

—Continuemos avanzando —murmuró el barón—. Tengo hambre y el camino debe llevar a alguna parte.

Y así fue. Después de haber cabalgado media hora, el valle de pronto se abrió ante sus pies y una pequeña aldea apareció a la vista.

El valle era como un hueco entre las montañas. Parecía que no había senderos que salieran de él. El barón se estremeció. Tenía la sensación de que habían llegado al final de su destino, en más de un sentido.

Las casas de la aldea estaban muy apretadas entre sí, como si se agruparan temerosas a algo incierto. ¿Miedo a las perturbadoras montañas de su alrededor? ¿O a algo más?

—El camino continúa —comentó Yves—. Mira, gira allí y desaparece detrás de ese acantilado grande en el otro extremo del valle.

—Sí —dijo el barón, desesperado—. Pero no parece muy transitado.

Yves estaba de acuerdo. Apenas veían las huellas de las ruedas que debían haber circulado por el sendero antes, aunque claro, quizás no las divisaban porque estaban demasiado lejos para ver mejor.

Yves se sentía incómodo.

—Parece que ese espeluznante bosque continúa al otro lado de la aldea —comentó.

—Rodea todo el valle —dijo el barón—. Me temo que tendremos que regresar por el mismo camino por el que vinimos, que no es una idea muy seductora porque hace bastante que nos topamos con el cruce de caminos. Sin embargo, ya que estamos aquí podríamos bajar al pueblo, comer algo y buscar un sitio donde pasar la noche. Siempre es más fácil iniciar un viaje por la mañana, con energía renovada.

Yves accedió y juntos cabalgaron con cautela hacia el pueblo por una estrecha y serpenteante ruta que no era más que un sendero.

El barón y su sobrino eran hombres señoriales, con narices de halcón y ojos negros. Habían tenido vidas ociosas en Francia, de moral laxa como gran parte de la aristocracia. Su comportamiento había sido apático y arrogante, pero el viaje por Europa había estado lleno de obstáculos que los habían fortalecido y casi los había convertido en hombres de verdad. Habían logrado sacar de contrabando grandes riquezas, así que nunca necesitarían nada o al menos no deberían haber necesitado nada. Pero ¿de qué servía la riqueza en ese país desierto y montañoso? Todavía llevaban la mayor parte de su fortuna encima, cosida en sus cinturones porque al principio no se habían atrevido a acercarse a otras personas. Habían sobrevivido con la comida que habían tenido el acierto de llevar.

Pero hacía tiempo que sus provisiones ya se habían agotado y la larga cabalgata del día les había afectado mucho a sus cuerpos. Ambos estaban molestos por el hambre y el agotamiento, y también porque la eterna cabalgata no los llevaba a las ciudades que querían alcanzar. La atmosfera del bosque del que acababan de salir se había posado en sus hombros como una capa húmeda.

Detuvieron de nuevo el paso en el próximo mirador, esta vez estaba mucho más cerca de la aldea en lo profundo del valle.

Alzaron la vista al cielo para seguir el vuelo circular de dos cuervos. Los pájaros habían alzado vuelo desde la ladera de un acantilado inmenso que se erguía lúgubre en el otro extremo de la aldea. Volaban en silencio por el aire, acercándose cada vez más y más a los dos hombres mientras planeaban en círculo a su alrededor.

Los dos franceses observaron con fascinación a los pájaros negros.

En un momento, uno de los cuervos voló tan cerca que pudieron mirar directo su ojo titilante y negro como la noche. Luego, con un movimiento veloz de sus brillantes alas, los dos cuervos terminaron la expedición y regresaron al nido, que debía estar en alguna parte del acantilado boscoso.

Los dos hombres intercambiaron una mirada breve y continuaron.

—La aldea parece vacía —comentó Yves.

—La tarde está por cerrarse. Es probable que hayan ido al oficio de vísperas.

Había una iglesia pequeña en medio del grupo de casas. No se parecía a las iglesias católicas de Francia que ellos conocían. Ese país era ortodoxo hasta donde sabían.

Ahora habían llegado al final del valle y el terreno se volvió más regular. Cabalgaron lento, casi con reticencia y vacilación.

«Ese bosque desanima a cualquiera», pensó Yves, un soltero de casi treinta años.

Su tío apenas tenía diez años más que él. Y él también era un soltero crónico. Ambos habían tenido la reputación de ser mujeriegos incurables en su país natal, y eso les había enorgullecido. Pero ahora todo lo relacionado con su tierra de origen parecía distante en tiempo y espacio.

Y sabían que nunca podrían regresar.

—Sé que hay una ciudad grande en alguna parte de este condenado país —dijo el barón—. Se llama Cluj o Klausenburg, y es la capital de Siebenbürgen. Hay otra ciudad llamada Sibiu, y hablan alemán y húngaro en ambas. Al menos sabemos un poco de alemán. Pero ¡no entiendo por qué todavía no hemos llegado a una ciudad! ¿Cuánto tiempo más daremos vueltas por estas llanuras y valles en medio de la nada donde la población consiste en un par de mediocres que ni siquiera entienden gestos ni señas?

El barón no se detuvo a considerar que el culpable de la falta de comunicación era él, por su comportamiento condescendiente hacia todos los que se cruzaban en su camino.

Por ejemplo, el hombre que acababan de ver cerca del cruce de caminos. De inmediato, él había notado que esos dos desdeñosos y arrogantes caballeros debían ir en dirección errónea, lejos de las ciudades. Pero no era su problema. «Si ellos quieren vagar por la naturaleza, es cosa suya», pensó el granjero tranquilo, mientras continuaba por su camino. No era en absoluto un hombre de mal carácter, pero a nadie le agrada que le griten como si fuera un perro.

Por esa razón, ahora el barón e Yves iban camino al grupito de casas sencillas con tejados de tejas negras y onduladas. Dado que ninguna de las casas tenía ventanas con vistas a la calle, todo el lugar parecía muerto a primera vista. Con curiosidad, cabalgaron despacio por la calle pequeña hasta que, de pronto, el extremo más lejano del valle apareció ante ellos.

—¡Mira! —dijo Yves—. ¡Ese sendero que parecía abandonado desde lejos es una calle real!

—Sí, ¡no puedo creerlo! Parece que se desvanece detrás de los acantilados, así que tal vez mañana podríamos continuar directo desde aquí. Claro que tendremos que preguntarle a alguien cómo llegar a Klausenburg.

—A Cluj —lo corrigió Yves.

—Sí, es cierto. Los nativos de aquí seguro que no entenderán un idioma civilizado como el alemán. Bueno, ahora que el sol se ha puesto tras la colina, ¡de pronto este valle olvidado por Dios tiene un aspecto muy macabro! ¿Hemos llegado a una aldea abandonada? ¡Lo que nos faltaba!

Yves estaba pensativo.

—Algo me preocupa. El Imperio Austrohúngaro no es infinito. ¡Debemos tener cuidado para no terminar en un país salvaje y bárbaro!

—¡Tienes razón! —El barón asintió—. Hablamos al respecto con aquel hombre tan culto en Budapest. Él nos guio hasta aquí, dado que Budapest también se está viendo afectada por los disturbios tras la revolución. Y él dijo que el Imperio Otomano comienza al sur y al este de Siebenbürgen. Debemos tener cuidado de no meternos con los turcos, porque no son personas para tomar a la ligera.

—¡Mira allá! ¡Hay gente!

Habían llegado a una plaza pequeña y cuadrada. Era evidente que aquel era donde los paisanos se reunían después de un día de arduo trabajo. Y había una posada, que era precisamente lo que necesitaban. El ánimo de los aristócratas mejoró.

Mientras los cascos de los caballos de los franceses repiqueteaban sobre los adoquines, toda conversación cesó. Todos volvieron el rostro hacia los dos recién llegados.

El barón e Yves habían visto muchos trajes tradicionales coloridos en su viaje por Europa, pero allí todos vestían con tonos lúgubres. Negro con negro, con un tinte café y quizás algunos colores tierra en los chalecos y las camisas. Las mujeres estaban tan envueltas en ropa negra, que lo único visible eran sus rostros serios y agotados debajo de todas las capas de bufandas. El cuerpo y el rostro de los hombres parecían madera petrificada.

Solo veían un par de varones. La mayoría de los presentes en la plaza eran mujeres.

Los dos aristócratas franceses detuvieron sus caballos e inspeccionaron a la multitud con la mirada. El silencio flotaba pesadamente sobre la plaza mientras los dos bandos se observaban. El crepúsculo había llegado a una velocidad sorprendente.

—Tú. —El barón le habló con tono autoritario a un hombre que creyó que era el dueño de la posada porque vestía un delantal grande sobre su cuerpo robusto—. ¡Ven aquí!

Con reticencia, el hombre obedeció.

—¿Hablas alemán? —bramó el barón, quien creía que el único modo de hacer que esas personas se comunicaran con él era hablándoles con autoridad.

El posadero se encogió de hombros. Dado que nadie más respondió, el barón concluyó que allí solo hablaban en el idioma local. Así que tendría que conformarse con gestos para obtener comida y alojamiento. Solo por una noche.

Parecía que habían comprendido sus gestos y que les darían una habitación y alimento.

Pero a Yves no le agradó la sonrisita maliciosa que vislumbró en el rostro de uno de los hombres que estaba de pie cerca de ellos.

—¿Cómo de lejos está Klausenburg? —preguntó el barón.

—Cluj —lo corrigió Yves.

—Sí, eso, Cluj.

El barón repitió el nombre de la ciudad con tono incrédulo mientras sacudía los brazos.

Los granjeros intercambiaron una mirada y permanecieron callados.

—¿Hermannstadt? —intentó el barón.

—Sibiu —lo corrigió Yves.

—Sí, sí, eso, Sibiu —resopló su tío, molesto—. Dime, ¿quién está entablando conversación? ¿Tú o yo?

Yves guardó silencio. Mientras tanto, el nombre Sibiu había hecho reaccionar al grupo. Los franceses oyeron que algunos murmuraban «Nagyszeben», el nombre húngaro para Sibiu o Hermannstadt, como la llamaban los alemanes.

—¿Son húngaros? —preguntó el barón, sorprendido, porque creía que habían llegado más al este.

Los demás sacudieron la cabeza de lado a lado.

—Pero Sibiu es húngaro, ¿no?

—No, alemán —respondió el posadero en su propia lengua, pero los franceses comprendieron sus palabras.

Sí, ellos habían escuchado lo mismo: que Sibiu era en gran parte alemana, que la habían fundado alemanes hace muchos siglos. Y que áreas extensas de Siebenbürgen estaban pobladas por los magiares, pero no llegaban tan al oeste como aquí. También parecía que los aldeanos sabían dónde estaba Sibiu, porque ahora todos hablaban al mismo tiempo, haciendo gesticulaciones amplias y extensas....

A través de palabras y gestos, resultó evidente que Sibiu estaba lejos y que los dos franceses tendrían que dar la vuelta y regresar por donde habían venido. Lo que harían después no estaba claro.

El barón les preguntó acerca de la posibilidad de continuar avanzando por el valle.

Tuvo que repetir la pregunta de varias maneras diferentes antes de obtener una respuesta.

—Târgul Stregesti.

El barón confundido miró a su sobrino.

—Târgul significa «aldea», al menos eso lo sé. Pero parece que también hay algo más llamado Stregesti.

—Sí, quizás es un castillo o un lago.

—No hay lagos en esta zona. Y tampoco veo castillos. Pero la cuestión es que solo usan el término târgul cuando quieren distinguir entre una aldea y otra cosa.

—Podría ser el bosque o el río que corre por aquí. Bueno, ¿entramos a la posada?

En ese instante, oyeron los cascos de unos caballos y el traqueteo de unas ruedas aproximándose. Todos clavaron la mirada en la calle mientras un inmenso carruaje entraba en la plaza. Todos se levantaron para saludar con una reverencia. Los franceses después desmontaron de sus caballos.

El cochero vestido de negro era escuálido y pálido, pura piel y huesos. La cortina del carruaje estaba abierta y una mujer con un velo se asomó.

El cochero bajó y abrió la puerta para la dama. El barón e Yves estaban tan entusiasmados por ver quién bajaba del carruaje que no notaron que los aldeanos desaparecieron en silencio de la plaza. Cuando por fin se dieron cuenta, solo quedaba el posadero y él no parecía demasiado complacido ante la situación.

A los franceses solo les interesaban las dos damas que bajaron del carruaje. Una de ellas alzó el velo con un movimiento elegante de la mano y reveló un rostro típico eslavo con una belleza excepcional. Tenía aproximadamente cuarenta años y era evidente que estaba habituada a liderar y a darle órdenes a otros. Su cabello sedoso negro brillaba como las alas de los pájaros y sus ojos eran dignos de la Canción de Salomón.

Su acompañante no era más que una jovencita de una expresión tímida, casi asustada, en sus ojos oscuros. Era obvio que había un parentesco entre las dos: tenían el mismo color de piel y las mismas facciones hermosas. Pero también era evidente que la mayor de las dos dominaba a la menor por completo. Sí, Yves tuvo la impresión de que los dulces ojos de la joven le suplicaban con desesperación que la ayudara.

Aquello despertó su caballeroso instinto francés.

La imponente mujer se aproximó al posadero.

—Zeno, veo que tenemos visitas. ¿No nos presentarás?

El posadero parecía confundido. Aunque el barón no había entendido las palabras, comprendió el significado. Se volvió hacia la dama mientras la saludaba con una educada reverencia y habló en alemán:

—Madame, acabamos de llegar y este buen caballero aún no sabe nuestros nombres. Por favor, permítame presentarnos. Somos aristócratas franceses. Soy el barón de Conte y él es mi sobrino, Yves. Estamos a su servicio, madame.

Para sorpresa del barón, ella le respondió en la lengua nativa del hombre.

—¡Oh, franceses! Es una visita muy novedosa en este valle perdido. Caballeros, soy la princesa Feodora, hija del vaivoda de esta región, y ella es mi pariente, Nicola. ¿Ya han encontrado alojamiento en la posada?

—Sí, princesa —respondió el barón, aliviado por no tener que continuar haciendo un esfuerzo por hablar en alemán.

—Pues entonces no decepcionemos a este buen hombre. Pero mañana, deben venir a visitarnos. Solo deben seguir el mismo camino por el que vinimos nosotras.

Siguieron la mirada de la mujer hacia el extremo del valle más alejado de ellos y le agradecieron con calidez la invitación. Acordaron un horario y las damas se despidieron porque debían ocuparse de unos recados. El carruaje partió.

Al rato, ya les habían servido comida y vino a los dos aristócratas en la posada. Luego se retiraron a una habitación sencilla y antigua, pero limpia y decente. Fueron a la cama y, recostados, escucharon el gran silencio de las montañas.

—¿Notaste algo raro en el bar, Yves? —preguntó el barón.

Yves, quien acababa de quedarse dormido, se sobresaltó y respondió somnoliento:

—No, ¿qué has visto?

—Hemos viajado mucho por el este del Imperio Habsburgo y ¿cuántas veces hemos visto muestras de sus supersticiones?

—Sí —dijo Yves—, ahora entiendo a qué te refieres, tío. Siempre veíamos esas ristras de ajo colgadas en cada salón como protección contra los vampiros. ¡Y aquí no vimos ninguna!

—Exacto. Vimos solo la cantidad normal de ajo que un cocinero suele tener colgada junto al hogar. ¿Qué podemos concluir de esto?

—¡Que no debemos temer que aparezcan vampiros! —bromeó Yves.

—Comparto tu gracia —dijo el barón—. Porque los vampiros y los hombres lobo no son más que supersticiones para nosotros los franceses. Mañana le preguntaré al respecto a la princesa Feodora. Quizás esta zona no está afectada por esas nociones infantiles.

—Quizás —concordó Yves—. Porque la mayoría de las personas les tienen un miedo irracional a esos chupasangres inmortales. En general vemos ajo, cruces y espinas de rosas colgadas en todas partes. Pero aquí no.

—Es reconfortante —comentó el barón—. Qué maravilla que hayamos conocido a alguien que habla francés. La princesa parece muy culta. Estoy entusiasmado por visitarla mañana.

Yves era más escéptico.

—¿Notaste cómo de estricta era con la joven? Esa pobre chica estaba tan sometida; qué lástima.

—No, no me di cuenta. Solo vi a la hermosa Feodora.

Yves todavía estaba un poco incómodo.

—¿Acaso nuestro plan no era partir al amanecer?

—Es cierto, pero no podemos insultar a una dama tan refinada.

—La hija de un vaivoda... —dijo Yves—. ¿Qué es un vaivoda?

—Es un rango militar muy importante. Originalmente, era un comandante. Luego, le otorgaron el título a alguien electo para gobernar, como un príncipe a cargo de una zona extensa.

—Pero ¿por qué una persona semejante escogería vivir en una aldea olvidada como esta? No tiene sentido.

—Su padre era el gobernante. Puede haberse erradicado aquí por un motivo que desconocemos. Pero abandonaremos la aldea en cuanto hayamos visitado a las dos damas. Es probable que ellas también puedan decirnos cómo llegar a Hermannstadt, o Sibiu, o Nagyszeben, o como sea que lo llamen aquí.

Pocos minutos después, la respiración constante del barón indicó que había conciliado el sueño. Yves no podía dormir. Primero, le dolía otra vez el lateral derecho. Era algo que le había ocurrido varias veces durante el viaje y las puntadas de dolor eran cada vez más frecuentes. Segundo, no podía dejar de pensar en la joven Nicola, quien, sin palabras, había suplicado con mucha claridad que él la ayudara.

¿Era una chica animada a la que no le importaba que la controlaran de manera estricta? ¿O realmente sufría?

Yves creía que era la segunda opción.

¡Qué silencio aterrador que había! Y ese bosque. Una sensación de incomodidad abrumó a Yves al pensar en cabalgar de nuevo a través de esa área para salir del valle. Bueno, deberían asegurarse de partir mientras aún hubiera luz; así todo marcharía bien.

En lo alto de las montañas, oía el aullido de un lobo y muchos otros respondiendo con el mismo sonido. Sabía que Siebenbürgen era el hábitat de muchos animales salvajes. Tanto los bosques como las llanuras estaban plagadas de lobos.

«Bueno, al menos el sonido es una señal de vida», pensó con cierto humor desesperado. ¡Porque nunca había experimentado un silencio similar al que reinaba allí!

Vampiros... Yves entendía que allí no era necesario pensar en aquellas criaturas adorables. Pero había algo más...

Había algo enfermizo en aquel lugar. El bosque solo era una parte de él.

Y luego estaba esa pobre jovencita aterrada.

Nicola sabía algo.

Yves haría todo lo posible por sacarla de aquel lugar espeluznante y misterioso.

Su tío podría protestar todo lo que quisiera, pero Yves planeaba llevarse a la chica con ellos cuando se marcharan.

Capítulo dos

Yves despertó al amanecer con el peor dolor que había experimentado. ¡Y en ese sitio! ¡En esa aldea en medio de la nada! Probablemente no había ni un alma con experiencia médica en kilómetros. Y si la hubiera, lo más probable era que supiera más de brujería que de medicina.

Yves podía arreglárselas sin esa clase de conocimientos.

El dolor se le hizo insoportable, tanto que tuvo que despertar a su tío., Su tío se pasó toda la mañana ocupado llevándole sábanas tibias a Yves o corriendo escalera abajo para vaciar la cubeta de madera que estaba junto a la cama de su sobrino.

El barón no estaba demasiado contento con esa tarea. Pero también estaba preocupado. La idea de perder a su compañero de viaje era insoportable. Así que ambos suspiraron de alivio cuando el dolor cesó al mediodía.

Yves se desplomó sobre sus almohadas, agotado. Tenía los labios grises y la voz débil.

—Ahora me siento mejor, tío. Pero no creo que tenga energía para acompañarte a visitar a las dos damas.

—No, por supuesto, lo entiendo. ¿Preferirías que me quedara contigo?

—No es necesario. Pero en cuanto lleguemos a una ciudad, tendré que consultar a un médico. Es una pena... Me hubiera encantado haber hecho algo por esa criatura aterrada, Nicola. ¿Podrías intentar descubrir cuál es su historia? Y si crees que están haciendo daño a la chica, ¡intenta ayudarla a salir de este pueblo!

El barón adoptó una expresión impaciente.

—Veré que puedo hacer —dijo—. Pero nunca me dijeron dónde vivían. Bueno, supongo que solo es cuestión de seguir el sendero; en algún momento, llegaré a una casa o a otro pueblo.

—¿Les enviarías mis saludos y mis disculpas?

—Claro. Ahora intenta dormir un poco.

—No será difícil hacerlo.

Yves tenía razón. Concilió el sueño casi de inmediato después de que el barón saliera del cuarto.

***

Estaba oscuro cuando Yves volvió a despertar.

Es decir, la oscuridad no era total. El cielo había comenzado a aclararse al este: el sol estaba a punto de salir.

«He dormido durante casi veinticuatro horas», pensó Yves, preocupado. «¿Qué dirá mi tío? ¡Debe estar furioso!»

Pero el barón no estaba en su cama y no parecía que hubieran dormido en ella durante la noche. El chaleco de uso diario de su tío y su espada aún estaban donde él los había dejado antes de partir.

Afuera, Yves oía al personal de la posada preparándose para un nuevo día. Se vistió rápido y descubrió, aliviado, que el dolor en su lateral ahora era solo un latido suave. Corrió hasta la posada en el piso inferior.

La esposa del posadero estaba allí, ocupada con la limpieza.

Maldición, ¡ojalá él supiera el idioma de esa gente! ¡O si ellos hablaran francés!

En la cocina, había unas chicas ocupadas con la lavandería. Un anciano descargaba verduras.

Una vez más, a Yves le sorprendió que hubiera tantas mujeres y tan pocos hombres. Y los hombres que había eran o demasiado viejos, o eran niños o eran espantosos.