El reencuentro - Annabeth Berkley - E-Book

El reencuentro E-Book

Annabeth Berkley

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Beschreibung

Novela ganadora del premio Kamadeva en 2021 ¿Y si de repente toda tu vida se viniera abajo? ¿Y si empezaras a ver cosas extrañas a tu alrededor? ¿Buscarías respuestas? Triora. Génova. Siglo XVI. Una atroz caza de brujas hace que muchas de ellas huyan despavoridas y se escondan en otros lugares. Salem. Boston. Siglo XXI. Tras un golpe con el coche, el pasado olvidado de Gianna Sullivan la envuelve de repente. En medio de su confusión conoce a Luka Ferri, un atractivo italiano, amigo de la familia materna a la que no conoce. Él la incita para que vaya a Génova y descubra lo que no sabe. Gianna no está convencida, pero la curiosidad y la atracción que siente por Luka son mayores que sus dudas. Buscando respuestas, su vida da un giro con el que no contaba y que le va a costar asimilar. Amor, amistad, secretos de familia... ¡Acompáñala en El reencuentro con su auténtica vida! De la autora bestseller Annabeth Berkley, nos sorprende con una novela muy romántica y con un toque de magia.

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Annabeth Berkley

El reencuentro

© Annabeth Berkley

© Kamadeva Editorial, diciembre 2021

ISBN ePub: 978-84-124240-4-1

www.kamadevaeditorial.com

Editado por Bubok Publishing S.L.

[email protected]

Tel: 912904490

C/Vizcaya, 6

28045 Madrid

Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Con todo mi cariño a esas personas

que se atreven a seguir su voz interior.

«La sorpresa más deliciosa de la vida

es reconocer de repente su propio valor».

Maxwell Maltz

Índice

Portada

Créditos

El reencuentro

El reencuentro

«¿Es posible que el día vaya peor?», se preguntó Gianna Sullivan Vitale saliendo del hospital con un molesto dolor de cuello.

Siguiendo el orden, a primera hora de la mañana la habían despedido sin contemplaciones después de diez años trabajando en una prestigiosa empresa de bienes raíces. La razón que le dieron fue la falta de trabajo, aunque ella intuía que se debió a la nueva esposa del jefe y sus celos infundados. Había sido mucha casualidad que solo hubieran despedido a las tres mujeres que había en el departamento para sustituirlas, antes de que salieran por la puerta, por tres becarios masculinos.

Al salir de la empresa, el tacón de uno de sus preciosos y costosos zapatos se había enganchado en la acera y se le había roto. Había caído de rodillas delante de algunos de sus ya excompañeros. Se las sacudió como si nada hubiera pasado y fue cojeando hasta su coche, tratando de mantener la dignidad cuando solo tenía ganas de llorar.

De camino a casa, y tras comprarse unos nuevos zapatos, había tenido un aparatoso accidente de coche que la había llevado a ella al hospital a pasar la tarde y al coche al desguace, directamente.

Ante un semáforo en rojo, el coche que iba detrás había colisionado con ella y la había empotrado contra el que tenía delante. Afortunadamente estaba en punto muerto y el impacto no había sido muy fuerte, aunque sí lo suficiente como para que su coche pareciera un acordeón y se lo llevara la grúa sin posibilidad de arreglo alguno.

A esas horas, solo quería meterse en la cama. Estaba cansada, triste y abatida.

Había llamado a su recién proclamado exnovio para que fuera a recogerla, pero no le había cogido el teléfono, así que tuvo que utilizar el transporte público en hora punta para llegar a su casa.

Hacía solo una semana que habían roto la relación de tres años que mantenían, pero seguían llamándose todos los días. La falta de tiempo había sido la principal causa de la ruptura, por lo que no era incómodo, de momento, seguir manteniendo el contacto.

Le había pillado por sorpresa la llamada inesperada de Billy a mitad de una mañana de domingo. El «tenemos que hablar» con el que empezó la conversación había acabado en una inevitable ruptura. Le había sorprendido más que dolido. Apenas se veían. Ambos trabajaban muchas horas y vivían en puntos opuestos de la ciudad pero, si en esos tres años no habían encontrado motivos para eliminar las distancias, evitar la ruptura por ese mismo tema habría sido absurdo.

De cualquier manera, se había acomodado y acostumbrado a una relación sin apenas contacto. Siendo sincera con ella misma, sabía que la relación tenía los días contados y que se rompería en cuanto uno de los dos quisiera sentir algo más… pero le había contrariado igualmente.

¿Qué esperaba Billy? ¿Más ilusión? ¿Más pasión? ¿Más vida? ¿Podría darse eso en una relación? «Quizá», suspiró.

Estaba deseando darse una ducha, meterse en la cama y no despertar hasta el día siguiente.

Casi de noche, Gianna entró molesta, dolorida y frustrada en su bonito y funcional apartamento. Dejó las llaves y el bolso en el aparador de la entrada y fue decidida a su dormitorio. Se quitó los zapatos nuevos, se desnudó y se metió bajo la ducha.

Necesitaba que el agua la despejara y le ayudara a pensar con claridad.

Se enjabonó con fuerza el cuerpo, se limpió bien la cara y se lavó el pelo. No quería ninguna mala sensación pegada a ella. Parecía que un velo oscuro la envolviera.

Sin coche y sin trabajo. Suspiró. El coche probablemente se lo repondría el seguro en un tiempo pero, ¿el trabajo? Por lo menos el dinero que le habían dado por el despido sumado al de sus ahorros le daba la oportunidad de estar un tiempo sin la necesidad de aceptar la primera vacante que encontrara. ¿Qué tal buscar un trabajo que realmente le gustara? ¿Por qué no? Llevaba unos días dándole vueltas a la posibilidad de cambiar de trabajo y ahora tenía la oportunidad y la obligación de hacerlo. Sabía que podía llegar muy lejos. Era ambiciosa y muy responsable. Se organizaba muy bien y no le importaba trabajar duro.

Le pareció sentir cómo la rabia en forma de humo le salía por la cabeza, así que siguió bajo la ducha todavía un rato más.

Salió cuando escuchó el timbre del teléfono. Se refugió en su albornoz y se envolvió, con prisa, el cabello en una toalla.

Reconoció el número. No se lo sabía de memoria pero, cuando era tan largo, solo podía ser su abuela materna desde Italia. No tenía apenas trato con ella, pero la mujer a la que apenas recordaba, la llamaba de vez en cuando.

—Hola Gianna, ¿cómo estás? —le preguntó con su melosa voz y su característico acento italiano.

—Hola, abuela —le saludó extrañada por la pregunta tan directa—. Estoy bien, ¿y tú? —No pensaba entrar en detalles.

—¿Me podrías hacer un favor importante?

Gianna se extrañó por la pregunta. Nunca le había pedido un favor. Realmente nunca le había pedido nada, ni siquiera que fuera ella la que llamara alguna vez…

—Sí… Supongo…

—Un amigo de la familia falleció. Nos acabamos de enterar… El funeral es mañana en Salem, al norte de Boston, a tus siete de la tarde.

Gianna parpadeó extrañada.

—¿Quieres que vaya al funeral de un desconocido?

—No, Gianna, no es un desconocido. Es un amigo muy querido de la familia. Te pido el favor.

—De acuerdo… —aceptó, confundida.

¿Qué iba a hacer ella allí? El funeral de un desconocido, yendo en nombre de una familia a la que apenas conocía… Pensó que era el perfecto final para un día horrible. No le apetecía ir, pero sentía que no podía negarse y realmente tampoco tenía nada mejor que hacer al día siguiente.

No tenía mucha confianza ni mucho trato con la familia de su madre, y no le importaba seguir así. Nunca se había planteado establecer contacto estrecho con una familia que apenas se había interesado por ella. Su madre había muerto cuando ella era una niña y su padre apenas hablaba de ellos.

Después de hablar de cosas superfluas, colgó la llamada con el ceño fruncido. Acababa de recordar que no tenía coche. Su abuela le había dicho que debía ir al norte de Boston…, a Salem. ¿Salem? Eso le recordaba a algo sobre brujas pero, ¿a quién le importaba? Resopló. Tendría que ir en tren. Encendió su ordenador para comprar el billete. Solo tenía ganas de meterse en la cama.

Miró el itinerario. Había media hora de distancia. Por lo menos estaba cerca. Y el funeral era a las siete… Estuvo planteándose los horarios. No le gustaba ir con prisas a los sitios, aunque no tuviera nada que hacer. Se llevaría un libro para el camino. Si cogía el tren de las cinco y media, tendría una hora para encontrar la iglesia donde se celebraba y que había apuntado siguiendo las instrucciones de su abuela. A la vuelta podía coger el de las nueve. Le dio al botón de comprar y miró el teléfono que había empezado a sonar.

—¡Billy! —Cogió el teléfono aliviada—. Te llamé antes.

—Estaba en una reunión —le explicó tranquilo y cordial, como siempre—. ¿Querías algo?

Gianna se alejó de la mesa donde estaba el ordenador y se sentó en el sofá subiendo las piernas, encogida.

—Tuve un golpe con el coche. Se lo llevó la grúa.

—¿Estás bien? ¿Necesitas que vaya a tu casa?

—No, no hace falta —le respondió sintiéndose triste.

Claro que no necesitaba que fuera a su casa, pero no le hubiera importado un abrazo, una palabra amable…

—Si quieres voy, pero tardaré en llegar. Hoy es viernes. Hay mucho tráfico.

—De verdad, no hace falta —insistió baja de ánimo—. El coche se lo llevó la grúa —le repitió.

—Ya me lo has dicho, pero lo que importa es que a ti no te ha pasado nada..

Gianna asintió con la cabeza. Realmente tenía razón.

—También me han despedido —le contó abatida.

Empezaba a sentirse peor por momentos. Más desanimada y triste.

—Seguro que encuentras trabajo enseguida.

—Seguro que sí —le respondió ella sin tenerlo tan claro como parecía que lo tenía él.

No quería que la animaran. Quería que la compadecieran, que le pasaran el brazo por los hombros, que le permitieran desahogarse y sentirse mal.

—¿Quedamos mañana por la tarde? —le preguntó Billy sin dar mayor importancia a lo que le había pasado.

—Tengo que ir a Salem.

—¿Qué se te ha perdido en Salem? Nunca te han gustado las brujas.

—Voy a un funeral. Un amigo de mi abuela.

—¿La italiana? ¿Y por qué vas?

—Porque me lo ha pedido.

—Pero si apenas hablas con ella.

—Pero es mi abuela. —Se sorprendió con la fuerza con que la defendió—. Es mi familia.

—Una familia a la que no conoces y que te llama ¿cuánto? ¿Una vez al mes? ¿Cada dos meses?

—¿Y a ti qué más te da cuándo me llaman? —le preguntó molesta y extrañada por querer aferrarse a ella.

Quizá en esos momentos necesitaba sentir que tenía familia, aunque no la conociera, aunque estuviera lejos.

—No te enfades, Gianna —le respondió serio—. Es solo que no tienes coche y dices que quieres irte mañana a Salem. ¿Irás en tren?

—Sí —le respondió. Qué remedio le quedaba si él no se había ofrecido a llevarla—. Acabo de comprar los billetes. Saldré a las cinco.

—Entonces nos veremos el domingo, si quieres. Ya te llamaré.

Gianna asintió despidiéndose malhumorada. No esperaba que Billy se hubiera ofrecido a acompañarla, pero era lo que le habría gustado. Podría haber ido a casa. Podría haberla abrazado, consolado por el accidente y la pérdida del trabajo. Podría haberse ofrecido a acompañarla al funeral, a Salem. Podrían haber ido juntos a pasar el día. Seguro que había cosas por ver. A ella nunca le habían llamado la atención las leyendas de brujas. Sabía que Billy recelaba mucho de todas esas cosas, pero se trataba de acompañarla. Un novio debería hacer todo eso, ¿no? Claro, por eso era su exnovio, se recordó. Si siendo novios no la acompañaba casi nunca, ¿qué esperaba si ya habían dejado la relación?

Se levantó enfadada. Cerró el ordenador después de verificar la compra. Apagó la luz y se fue al cuarto de baño. No tenía ganas de comer nada. Billy podría haberla invitado a cenar, aunque fuera viernes. Resopló. ¿Por qué había consentido que cenaran juntos solo los sábados? La monotonía y el aburrimiento habían acabado con su relación, sin duda.

Se secó el cabello con el secador mientras pensaba en Billy. Se habían conocido en la universidad, pero no habían formalizado la relación hasta hacía tres años. Había sido un noviazgo cómodo y agradable. Ella siempre se había dejado llevar. Su padre había empezado a viajar por temas laborales y la soledad le pesaba como una losa, así que cuando un chico tan educado y formal como Billy decidió pasar de la amistad a la relación de pareja, le pareció bien. Supuso que la misma falta de pasión con la que aceptó el comienzo de la relación fue lo que acabó con ella. Suspiró mientras se miraba en el espejo. Su largo cabello castaño le quedaba perfectamente peinado. Eso le gustaba más que las ondas rebeldes con las que se levantaba cada mañana.

Estaba metida en la cama cuando recordó el vaso de agua que bebía antes de acostarse cada noche por algo que había leído sobre sus beneficios. Resopló fastidiada. Dio la luz de la mesilla y salió, disciplinada como era, para cumplir con una de sus costumbres autoimpuestas.

Al volver al dormitorio se asustó. Se quedó parada. Su pulso se había acelerado y estaba segura de que habría perdido el color de la cara. En un rincón de la habitación había una sombra enorme con la silueta de un ángel. No se atrevía a moverse, casi ni a parpadear. Buscó con la mirada de dónde provenía esa sombra. Se tranquilizó cuando se dio cuenta que era el efecto de la lámpara con el ángulo de la pared. Aun así, no se movió. Llevaba mucho tiempo con esas lámparas en ese piso y nunca había visto una sombra igual.

De puntillas, se metió por el lado opuesto de la cama y alargó la mano para apagar la luz. Se dio media vuelta y miró la hora en el reloj de su mesilla. Las once y once de la noche. Su padre estaba de viaje por alguna zona de Asia, no recordaba por dónde le había dicho. Llamarle era arriesgarse a despertarlo por la diferencia horaria. ¿Y para qué le iba a llamar? Nunca había sido bueno consolándola pese a que lo intentaba. ¿Cuánto hacía que no lo veía?

Se tapó hasta las orejas frustrada, triste, enojada. «Debería adoptar un gato», pensó. ¿Por qué un gato? Le extrañó el pensamiento. No le habían llamado nunca la atención los animales y mucho menos los gatos. Los consideraba independientes y desconfiados. Ella ya se consideraba así, ¿para qué quería un gato que se lo recordara? Se dio media vuelta y cerró los ojos intentando dormir. Lo consiguió después de varias vueltas en la cama y unos cuantos gruñidos.

Durmió fatal.

Después de un día marcado por el mal humor debido a su falta de descanso, Gianna llegó a Salem a mitad de tarde.

Nada más bajar del tren de cercanías, un escalofrío la recorrió de la cabeza a los pies. Pensó en que debería haberse cogido una chaqueta. Terminando como estaba la primavera y con la agradable temperatura de los últimos días, no se le había ocurrido pensar que pudiera sentir frío con el sobrio vestido de corte recto que se había puesto. Se pasó la mano por su repeinada y perfecta melena lisa mientras soltaba el aire que había retenido.

Llevaba anotada la dirección, así que empezó a caminar hacia Essex Street, que era la calle que había tomado como referencia para llegar a la First Church donde se celebraba el funeral. Prefería llegar con tiempo de sobra, aunque no fuera a conocer a nadie.

Le sorprendía ver a tantas personas por allí. Algunas con planos turísticos, otras haciéndose fotos… Suspiró. ¿Por qué Billy y ella no habían salido de excursión alguna vez? Seguro que Salem tenía muchas cosas que ver y no estaba tan lejos. Salem o cualquier otro lugar cerca de Boston. La pareció ver una pequeña sombra moviéndose a su derecha y giró con rapidez la cabeza. Un gato negro.

Se le heló la sangre. La respiración se le cortó. Recordó ese mismo gesto. Otro gato negro. Iba en el coche. Justo antes del accidente que le costó la vida a su madre. Ella se había cambiado de sitio con prisa para ver el gato. Le dijeron que ese movimiento le había salvado la vida. También le dijeron que su madre iba demasiado rápido. Un coche impactó contra el lateral izquierdo, donde su madre conducía sin el cinturón de seguridad puesto. Ella estaba sentada en la parte de atrás. Las lágrimas se agolparon en sus ojos. Las rodillas le empezaron a temblar. Sintió que le faltaba el aire.

Se llevó la mano al pecho temblorosa, casi jadeando. El recuerdo había sido demasiado real. Buscó apoyarse en una pared. Necesitaba sentarse. Solo unos segundos.

Su madre. La imagen que tenía de ella se había difuminado con el paso del tiempo. Pero había recordado el gato negro. Ella tenía seis años cuando tuvieron el desafortunado accidente de tráfico. Apenas tenía recuerdos de ese día. Nunca había podido hablar de ello. Su madre parecía nerviosa, asustada… y ella se había acercado a la ventana derecha cuando había visto el gato. No sabía nada más.

Se apoyó en un muro bajo de granito. Vio que había algunas piedras que sobresalían de la pared en forma de bancos. Todavía le temblaban las rodillas. Pensó en sentarse en uno de ellos. Le extrañó que en algunos hubiera pequeños ramilletes de flores o flores sueltas.

Fue a sentarse, pero se sorprendió al ver un nombre escrito: «Elizabeth Howe, colgada el diecinueve de julio de mil seiscientos noventa y dos». Pasó la mano con respeto sobre las letras doradas. Miró a su alrededor. Turistas haciendo fotos. Uno, dos, tres…, veinte bancos de piedra como el que estaba frente a ella.

Escuchó hablar a un turista sobre juicios de brujas. Retiró la mano como si la piedra le quemara. ¿Era un monumento a las brujas? Ella solo quería sentarse. No quería saber nada de brujas. Empezó a andar totalmente confundida y conmocionada por haber recordado el accidente de tráfico. Lo había visto tan nítido… Sentía tantas ganas de llorar.

Negó con la cabeza. Era absurdo sentirse así. El día anterior había sido horrible, apenas había podido dormir y ahora, de repente, recordaba el accidente en el que había fallecido su madre. Era normal sentirse más sensible, se consoló. Prefirió no seguir pensando. Negó con la cabeza, cogió aire, se echó la melena hacia atrás y decidió centrarse en encontrar Essex Street.

Le pareció simpática la escultura dedicada a la bruja de una serie de televisión. La mujer sonreía sentada encima de una escoba, sobre una nube, junto a la luna. Seguía habiendo turistas mirara donde mirara. A algunas personas las brujas les llamaban la atención, pero para ella eran algo que nunca se había planteado.

Recordaba que en su época más joven había varias series de brujas en la televisión, pero su padre enseguida cambiaba el canal diciendo que eran tonterías, que no eran cosas reales; y ella lo había asumido y aceptado como tal. Suponía que por eso nunca la había llevado a Salem ni por curiosidad, pese a estar tan cerca.

Más calmada, se distrajo mirando los numerosos escaparates de Essex Street. No podía imaginar tantas tiendas con productos esotéricos, figuritas de brujas, velas o piedras. Pensó sorprendida que aquella ciudad tenía que ser terrorífica en Halloween. También se ofrecían lecturas del tarot, de manos, de runas… ¿Quién podía creer en eso? ¿Cuántos incautos eran capaces de dejar su destino a manos de alguien que se suponía que tenía un don? Sonrió incrédula. No dejaba de ser un reclamo turístico y, sin duda, si se ofrecía era porque la gente estaba dispuesta a pagar por ello. Pensó, distraída, que esa era una de las bases de un buen negocio.

Se miró la mano con curiosidad. Además de la cicatriz que se había hecho en la muñeca, en la parte baja del pulgar cuando aprendió a ir en bicicleta, ¿qué le podían decir unas líneas? Nada. Negó con la cabeza parándose frente al escaparate de una de las tiendas pintadas de negro. Había toda clase de artículos de brujería: bolas de cristal, velas en forma de gato, amuletos protectores… Y la tienda estaba abarrotada de turistas curiosos.

Siguió andando, pensando en la posibilidad de llevarse algún recuerdo pero, ¿para qué? Afortunadamente Billy no la había acompañado. Aún era más reacio que ella a esos temas esotéricos. Para él, aquello que no podía verse ni explicarse con la lógica, no tenía sentido. En eso se parecía mucho a su padre. En eso y en muchas más cosas: atento, agradable, calmado, poco cariñoso, reservado con sus pensamientos y sentimientos, solitario… Seguro que había alguna base científica que podía probar cómo las hijas escogían como novios a hombres que se parecían a sus padres. Pero Billy pertenecía al pasado.

Paró frente a otro escaparate más discreto, más sutil, más elegante. No parecía tan orientado a los turistas. Decoración en madera, más inciensos, más velas, más amuletos…

—¿Buscas algo? —le preguntó la que debía ser dueña de la tienda dejando la puerta abierta como si de una invitación a entrar se tratara.

—Solo miraba —le comentó Gianna educada, fijándose en el cabello rojizo y largo de aquella mujer que le pareció un poco mayor que ella.

Dudando la siguió al interior, donde el olor a incienso la envolvió. La mujer llevaba un vestido cómodo, amplio, en tonos verdes. Con su piel tan blanca, parecía un hada del bosque más que una bruja, si es que lo era o lo pretendía aparentar.

—Creo que lo que buscas está allí. —La mujer le señaló unos colgantes con piedras preciosas en el mostrador.

Gianna miró extrañada hacia donde le había indicado. No buscaba nada. Lo tenía claro. Aun así, se acercó al expositor de colgantes justo cuando uno con una piedra de color azul intenso, caía sobre la mesa.

Gianna se sobresaltó. Ella no había tocado nada y la dueña de la tienda estaba en el otro extremo.

—Ya lo has encontrado —le dijo acercándose con una sonrisa.

—No, yo no…—le dijo Gianna sin poder apartar su vista del colgante que había frente a ella.

—Hummm… Sodalita… —comentó enarcando las cejas.

Gianna desvió su mirada hacia el expositor. Había muchos colgantes con piedras de diferentes colores, formas y tamaños. Todos le parecían bonitos, muy bonitos. ¿Por qué no llevarse uno? Su mirada volvió a la piedra azul que se había caído sola cuando ella se había acercado.

No sabía por qué, pero no podía dejar de mirarla. Sentía que era para ella. Frunció el ceño, incómoda. Una parte suya quería la piedra, otra parecía que se resistía a ella. Era como una batalla entre el corazón y la mente.

«Por dios, solo es un colgante», se repitió molesta ante sus dudas. No pasaba nada si lo compraba y luego no se lo ponía. No habría sido tan grande la pérdida económica y siempre podía considerarlo como un recuerdo de Salem.

Miró su reloj. Debía darse prisa para llegar a la iglesia.

—¿Te has decidido? —le preguntó la dueña de la tienda con una sonrisa.

—Sí, sí. Me lo llevo —le respondió Gianna sacando el monedero de su bolso.

—La sodalita te ayudará a equilibrar la lógica con la intuición. Creo que es lo que necesitas en este momento.

Gianna fingió una sonrisa como si entendiera de lo que le estaba hablando. No sabía a qué se refería, pero tampoco quería planteárselo. Ni siquiera creía en el poder que pudieran tener los minerales, pero le parecía mal comentárselo a una mujer que parecía creer tanto en ellos. Para ella un colgante con una piedra era solo un colgante con una piedra.

—También te facilitará la meditación, estimulará tu tercer ojo y te ayudará con la percepción espiritual.

Gianna asintió totalmente incrédula mientras pagaba y cogía la bolsita de tafetán en la que lo había metido.

Incómoda salió de la tienda y caminó más rápida en dirección a la iglesia. Decidió no entretenerse en ningún escaparate más. Sentía un molesto hormigueo por su espalda y una ligera tensión entre los ojos. Se llevó el dedo índice al punto exacto y se presionó ligeramente moviendo en pequeños círculos. ¿Le iba a doler la cabeza? De repente le entraron unas ganas enormes de irse a casa. Estaba claro que necesitaba dormir más.

Suspiró aliviada cuando distinguió la iglesia. Fue hacia ella con rapidez. Cruzó la verja que la invitaba a atravesar el jardín antes de entrar al viejo edificio de piedra gris. La torre rectangular que albergaba la puerta de madera la hizo estremecerse. Los alargados ventanales acabados en punta también le producían escalofríos. El edificio de líneas rectas y duras le pareció tétrico pese a ser de día. Y el árbol, enorme, de largas ramas que había cerca de la entrada no mejoraba la impresión en absoluto.

Había varias personas vestidas de negro a su alrededor hablando entre ellas. Suspiró. Decidió, sujetando con fuerza su pequeño bolso, que escucharía la misa, presentaría los respetos de su familia y se iría en cuanto todo eso acabara.

Se dio cuenta de que aún llevaba en la mano la bolsita con el colgante. Realmente era bonito. Decidió ponérselo conforme atravesaba la puerta. «Algo menos que tendré que guardar en el bolso», se justificó.

La planta rectangular parecía que se abría dándole la bienvenida. Gianna observó que había bastantes personas en su interior, hablando en susurros entre ellas. Vio el féretro cerrado junto a altar y a algunas personas que lo rodeaban murmurando. Junto a él había una foto del que debía ser el difunto. No pensaba acercarse. Daría el pésame a la familia cuando salieran de allí.

Decidió sentarse al final de uno de los bancos de madera. Parecía que le temblaban las rodillas o que el suelo fuera de goma conforme andaba. Nunca había sido miedosa, ni siquiera se asustaba con facilidad, pero no estaba disfrutando en absoluto de ese viaje. Y empezaba a creer que no todo se debía a su falta de sueño.

Afortunadamente Billy no había ido. Le hubiera gustado estar acompañada, así no se hubiera sentido tan ¿insegura? ¿vulnerable? Pero si ella no creía en nada que no pudiera ver, Billy aún era más estricto y tajante al respecto; y tampoco hubiera podido compartir con él tantas sensaciones como parecía que estaba experimentando.

Para entretenerse, observó a las personas que había por allí. Algunas hablaban animadamente, despreocupadas, pero otras estaban más cabizbajas y tristonas. Le extrañó percibir que algunas parecían desprender una luz más clara que las que estaban afligidas. Algunas la miraban con una sonrisa agradable, como si la conocieran. Parpadeó para estar segura de esa percepción, que no cambió al volver a mirar.

Había gente adulta de todas las edades. Le llamó la atención un hombre que tendría algún año más que ella, vestido con traje negro. Su pelo castaño estaba peinado hacia atrás. Sonreía amable a un par de abuelos mientras ponía su mano sobre el hombro de uno de ellos. «Vaya, inspira mucha calma», pensó antes de que él la mirara.

Sus miradas se cruzaron. Gianna sintió que su corazón daba un salto. Una imagen muy nítida de ella entre sus brazos, ambos desnudos, besándose, le impactó por sorpresa.

Desvió la vista cuando le pareció que él le sonreía. Se sonrojó porque supuso que le había visto mirándole descaradamente. Afortunadamente no podía saber lo que había pensado hacía unos segundos antes.

«Será italiano», se recordó mirando hacia otro grupo de personas que hablaban más animadas y a las que parecía que les rodeaba más luz. «Los italianos tienen fama de seductores y de atractivos», se dijo. Volvió a mirar al joven. Realmente la fama la merecía. Tenía un hoyuelo en la mejilla al sonreír, su boca carnosa, sus ojos marrones o verdes, alto, delgado. Le estaba costando dejar de mirarlo. Le resultaba familiar, pero tenía claro que no lo conocía de nada. Hubiera sido incapaz de olvidarlo.

Él también la miró de nuevo.

Gianna volvió a retirar la mirada para fijarse en el grupo iluminado cercano a él. Los que tenía frente a ella le sonrieron con cariño. Gianna extrañada, se fijó en la vidriera. Entraba luz, pero no tanta como para iluminar a ese círculo de personas. Pensó que serían las velas que estaban encendidas por toda la iglesia.