5,49 €
En un mundo donde la lealtad es frágil y la traición acecha tras cada alianza, el Rey Enrique gobierna el más poderoso de los seis reinos de una isla inexplorada. Cuando un forastero trae noticias de una amenaza sin precedentes —enemigos de una fuerza descomunal capaces de arrasar naciones—, Enrique se ve forzado a unir fuerzas, reorganizar su ejército y enfrentar decisiones que podrían costarle su trono. Mientras las sombras del pasado resurgen y la guerra se cierne sobre el horizonte, el rey deberá demostrar que su poder no reside solo en la espada, sino en su sabiduría y valor. ¿Estará preparado para el desafío que se avecina?
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 364
Veröffentlichungsjahr: 2025
ENRIQUE GERARDO AGUILAR
Aguilar, Enrique Gerardo El reinado de Enrique / Enrique Gerardo Aguilar. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-7019-2
1. Novelas. I. Título. CDD A860
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Introducción
El reinado de ENRIQUE
Sinopsis
El siguiente relato está ubicado temporalmente en una aparente época medieval con todo su estilo de vida acorde a esa etapa del tiempo.
Esta fascinante historia sobre “El Reinado de Enrique” se desarrolla en una isla difícil de conquistar, debido a su geografía compleja. En la mayoría de las costas de esta isla solo hay acantilados; por tal motivo, solo consta con pocos accesos para ingresar tierra adentro. Esto dificulta la invasión de cualquier enemigo. Cada zona de este territorio tiene su propio clima y geografía.
Este territorio se divide en 6 reinos y cada uno tiene su propio rey. El más poderoso de todos es El Reinado y está comandado por el monarca llamado Enrique. Su prioridad principal es tener un ejército altamente preparado con el objetivo de repeler a cualquier fuerza hostil que provenga desde dentro o fuera de la isla. Este rey tiene mucho poder, dado que su ejército es el más numeroso y mejor entrenado de toda la ínsula.
Los seis reinos tienen autonomía casi propia, pero al momento de encontrar una amenaza, pueden unirse totalmente y ceder todo el poder al monarca del “Reinado de Enrique”. Todos los reyes pueden brindarle la autoridad, el dominio de todos sus territorios, así como también todos sus recursos al protagonista de esta historia, aunque solo si ellos lo quieren. Esto desencadenará tramas, intrigas, desconfianza y un sinfín de actos poco esperados.
Los combates estarán a la orden del día. Mientras avanza este relato, muchos personajes irán apareciendo, tanto amigos como enemigos de Enrique. Cada uno de estos protagonistas hará lo que pueda para cumplir con sus objetivos. En los momentos de paz, las espadas no hablarán. Es ahí donde aparecerán la intriga, el misterio, las revelaciones e imprevistos; estos momentos reemplazarán las batallas épicas que serán constantes.
Las alianzas y las traiciones jugarán una fase crucial en todo el desarrollo de esta historia. Estos protagonistas tendrán que lidiar con la sumatoria de sentimientos, rencores, problemas políticos y muchos otros aspectos del carácter humano.
Esta narración no tiene respiro casi en ningún momento; siempre aparecerá algo inesperado. Ninguno de los bandos tiene todo asegurado por más que lo aparente. Las decisiones de cada uno de los personajes determinarán su futuro. Somos amos de nuestras decisiones y esclavos de sus consecuencias.
Todo comenzó con el galope de un caballo negro y un jinete que exigía al máximo a su animal para escapar de una manada de lobos hambrientos. Eran cientos y no han probado carne en más de diez días por la falta de presas en la zona. El jinete cometió el error de internarse en su territorio. Tenía dos opciones para llegar desde lejos a la isla y luego al castillo del rey; sin embargo, el camino corto implicaba peligro de muerte.
Por esa decisión, el jinete de capa gris continuaba huyendo por su vida. Sabía que, si seguía cabalgando por la llanura alfombrada con un pasto corto y de un verde casi irreal, ese lugar sería su tumba, si es que los lobos dejaban algo de él y de su caballo. Dirigió al animal hacia una colina cubierta del mismo pasto, y al llegar divisó un bosque con sectores pantanosos y varios ríos caudalosos. Si lograba alcanzarlo, podría salvarse.
El jinete portaba una espada ligera de medio metro de largo. Mientras cabalgaba desde la base de la colina hacia el bosque, pensó que, si no lograba burlar a los lobos, tendría que luchar. Confiaba en que la ligereza del arma le permitiría resistir más tiempo en combate, pero como eran cientos, tarde o temprano lo rodearían y acabarían con él. Su única esperanza era cruzar el primero de los cuatro ríos caudalosos.
Atardecía, y si lo alcanzaba la oscuridad con la manada persiguiéndolo, todo estaría perdido. Descendió por la colina verde, pero cincuenta metros detrás, el pasto cambió de color al gris bajo la marea de una gigante jauría de lobos. No solo lo seguían por detrás: también a su izquierda otra manada inmensa lo acorralaba. Su caballo comenzaba a fatigarse, y aunque los lobos no habían ganado velocidad, cada vez estaban más cerca. Dos de ellos estaban a punto de morderlo; si lo lograba, todo acabaría.
El jinete desenfundó la espada y abatió a uno. El segundo pretendía atacar por el otro lado, entonces el jinete se vio obligado a cambiar de mano, la menos hábil. Apenas logró mover el arma, el lobo se alejó lo suficiente para darle un respiro. Ese instante fue decisivo: alcanzó el bosque pantanoso. Allí los lobos perdieron la ventaja de la llanura, aunque aún podían avanzar trepando raíces y ramas, pero sin la rapidez anterior.
Al otro lado del primer río caudaloso había una guardia de treinta hombres fuertemente armados, algunos en vigilancia y otros entrenando. El segundo al mando advirtió a su superior que los lobos estaban inquietos.
—Posiblemente persigan alguna presa o a un forastero con malas intenciones —dijo el segundo al mando.
—Que se lo devoren, porque a mí nadie me comunicó que vendría un mensajero. No es mi problema —respondió jefe al mando.
Dio la espalda al río y continuó supervisando a sus soldados.
Mientras tanto, en el bosque pantanoso, el forastero seguía intentando burlar a los lobos. Su caballo apenas resistía, pero el forastero estaba dispuesto a arriesgarlo todo para cruzar el río. Cuando se acercó a la orilla, divisó a la guardia en la otra ribera. El segundo al mando también lo vio y llamó a su superior; este también observó al jinete agitando un brazo para que lo ayudaran.
—¿Dejaremos que los lobos se lo devoren? —preguntó el segundo.
—No. Ve con cuatro hombres y levanten las cuerdas para que las vea —ordenó el jefe con cara de fastidio.
El segundo se mostró satisfecho tras persuadir a su jefe para salvar al forastero. Las cuerdas estaban ocultas y unidas a un sistema de poleas que conectaba ambas orillas, diseñado para cruzar el río. Solo podía activarse cuando cuatro hombres o más lo levantan, pues se encuentra camuflado para que ningún intruso lo descubriera. Por eso la guardia de treinta hombres permanecía siempre allí: su deber era impedir cualquier infiltración en el Reinado.
El segundo al mando se ató a su cintura una de las cuerdas que tenía este sistema y los 4 hombres comenzaron a mover unas manivelas; el sistema de poleas rudimentario empezó a trasladar al guardia élite que iba en ayuda del jinete. El forastero pudo ver lo que estaban haciendo para ayudarlo. Se acercó a la orilla a donde estaba por llegar el guardia armado. El jinete, perplejo, observó la inusual forma en que guardia cruzaba el río. Cuando llegó el segundo al mando al otro lado del río, encendió rápidamente 2 antorchas; una la dejó en el piso, la otra la sostuvo en su brazo izquierdo y en su brazo derecho tenía su espada pesada, pero corta, capaz de matar a un lobo de un solo movimiento. Le empezó a hacer movimientos con la antorcha para que se acercará el jinete que seguía eludiendo a los lobos. Burló brevemente a los lobos cuando se introdujo en el fango poco profundo; los animales salvajes que aparecieron por cientos se mostraron inquietos para meterse al agua, pero finalmente decidieron avanzar y eso hizo que su andar fuese más lento. El jinete aprovechó la ventaja y salió a toda velocidad con su caballo del pequeño pantanal para dirigirse a donde estaba el guardia armado. Cuando estuvo cerca del guardia y este le dijo que se ponga con su caballo detrás de él, y el jinete siguió sus órdenes al pie de la letra. Cientos de lobos salieron del pantano y se dirigieron hacia donde estaban los hombres. El segundo al mando aproximó su antorcha hacia una pequeña canaleta llena de una especie de brea y esta se prendió fuego y forma un medio círculo alrededor de ellos. Los lobos se asustaron cuando vieron el fuego que se levantaba alrededor de sus presas. Ató al forastero y lo hizo cruzar, luego a su caballo, y, por último, el segundo al mando también terminó de cruzar por el río. Una vez a salvo, uno de los soldados le ofreció de tomar agua al forastero y a su caballo. Después de eso, se acercó el jefe de la guardia fronteriza.
—Mi nombre es Yamir, soy el que está a cargo de este batallón y el que te salvó la vida se llama Timor. ¿Cómo te llamas, forastero? ¿Y cuál es tu propósito al querer entrar al Reinado?
—Gracias por ayudarme a escapar de esos animales salvajes —agradeció el forastero—. Me presento: Marti, mensajero y guerrero de Atia. Vengo a darle un mensaje a su rey en persona. No puedo comunicar esta información a nadie más. Y si usted quiere quitarme la vida por no compartirle mi información, que es solo para su rey, estaré encantado de morir justo aquí. Mi misión es más importante que mi vida.
Yamir le hizo saber que no podía fiarse de él sin saber qué le diría a su rey. Si le permitía entrar al Reinado, solo podría hacerlo desarmado y con los ojos vendados durante todo el camino hacia la ciudadela.
—Déjame pensarlo y mañana temprano te comunicaré mi decisión —Yamir le notificó al forastero.
Marti le dijo que no había tiempo para eso y que, mientras más rápido hablara con su rey, mejor sería para todos.
—Petición denegada —replicó Yamir con desconfianza al mensajero—. Te repito que mañana te diré si te dejo entrar al Reinado. Y ahora, a callar. Come algo y luego a dormir, que ya está anocheciendo.
El joven forastero, sin más opciones, lo miró. Qué terco es este hombre, pensó.
A la mañana siguiente, lo despertaron para informarle que monte su caballo y que le vendarían los ojos, porque iría a donde está el rey Enrique. Marti, desarmado y con los ojos vendados, empezó a ser guiado por tres jinetes. Mientras cabalgaron rumbo a la ciudadela, le preguntaron sobre su querida Atia y cómo hizo para cruzar las aguas interminables, el océano.
—Atia se encuentra al otro lado del interminable, a muchas noches de ustedes. Utilicé un transporte llamado barco de luna para llegar hasta aquí.
—¿Qué es un barco de luna? —preguntó uno de los jinetes.
—Es un transporte de madera que aprovecha las corrientes del interminable —respondió Marti amablemente—. Viajamos especialmente en luna llena para aprovechar mejor las mareas y las corrientes. Así es más rápido llegar a cualquier destino.
El viaje les llevó casi un día a caballo, pero ya estaban en la entrada de la ciudadela. Los tres jinetes informaron todo lo que dijo el forastero a un comandante llamado Adul. Este ordenó que uno de ellos acompañe al forastero al campamento militar y que los otros dos regresaran a la colina de los lobos.
En otro lugar, a las afueras de la ciudadela, se producía una fuerte discusión entre un hombre de 32 años y otro menor, de aproximadamente 30. Discutían sobre los territorios dedicados a la ganadería y al cultivo. El más joven le dijo al mayor que estaba rodeado de diez guerreros fuertemente armados y con armaduras imponentes.
—Enrique, no cederé hectáreas de mi territorio para ayudar a los tuyos si no me concedes lo que te pido —se expresó muy decidido el hombre más joven, llamado Antonias—. Somos familia, pero también necesito que valores mis necesidades como postulante a la corona y dueño de dos millones de hectáreas.
—El bienestar de la gente es la base de todo lo que poseemos y es más importante que ambiciones particulares —Enrique le habló como sugerencia—. Todos sabemos que los días de mal clima están por llegar a mi Reinado, y las tierras más aptas y con mejor clima son las tuyas, Antonias. Tenemos que hacer lo que nuestro juramento y las leyes nos piden, estimado primo.
—Son bonitas palabras, primo Enrique, pero hace dos años pasó lo mismo con algunas hectáreas mías y hasta ahora nunca me fueron devueltas; ese tipo de acuerdos no me conviene. Las leyes no dicen que sean tuyas, querido primo. Entiendo que, como tú eres el rey con más poder, a veces emitís decretos más fuertes que las leyes. No obstante, esos decretos son temporales y solo falta un año para que esas tierras vuelvan a mis manos.
—Conoces las leyes. Solo puedo tener esas tierras por tres años y luego devolverlas sin objeción. —Enrique mostró asombro por el conocimiento de su primo.
Antonias no respondió, montó su caballo junto con su escolta de dos hombres armados. Miró a Enrique y se pronunció:
—Seguiremos hablando en otro momento, porque ahora estás enojado y habrá que tomarse un tiempo para retomar este tema con la mente fría. Será lo mejor para todos.
Se retiró cabalgando a sus tierras. Uno de los asesores y guardaespaldas de Enrique le dijo que su primo es un interesado.
El rey respondió medio enojado mientras miraba cómo se aleja su primo cabalgando.
—Sí, tienes razón, August, pero también dejó claro que no quiere ceder ni un centímetro más de sus tierras para ayudarnos. No importa, volvamos a la ciudadela.
La belleza del Reinado de Enrique no tenía comparación con otra tierra conocida en este planeta. El verde de la vegetación era casi imposible de describir con palabras. La fauna, las montañas, colinas y llanuras le daban un toque de perfección al reino. El clima templado y las lluvias regulares hacían que esas tierras fuesen fértiles para la agricultura y ganadería. Por tal motivo, el alimento y el buen vivir siempre estaban asegurados.
Un anciano decía a unos jóvenes en las calles de la ciudadela:
—El Reinado de Enrique tiene la obligación de proteger los cuatro reinados de sus primos y a su aliado. El primer escudo y ejército más fuerte de los seis estados es el Reinado de Enrique. Su deber es proteger de cualquier invasor que pretenda apoderarse de estas tierras. Cuenta con un ejército activo de 80 000 hombres para una población de 5 millones. Sus primos tienen menos población y un ejército de 20 000 hombres cada uno. Las leyes son claras: el reino más cercano a la costa debe repeler cualquier amenaza y por eso tiene que ser el más fuerte militarmente. El Reinado es el escudo de toda la isla. Si el rey Enrique no cumple con la protección para la que fue elegido, perderá el título y será reemplazado inmediatamente por alguno de sus primos. La frase que le da poder a Enrique es: «Protege y reinarás».
El rey y su escolta personal entraron a la ciudadela. A unos kilómetros se veía una gran montaña empinada y una colina con un imponente castillo: el hogar del rey Enrique, toda una fortaleza. Para llegar a ella había que subir por una cuesta muy pronunciada y solo existía un camino hacia la puerta. La geografía lo convertía en un lugar difícil de conquistar. Sus muros tenían seis metros de altura y eran extremadamente gruesos. Además, contaba con una guardia de más de cien hombres.
Enrique llegó con su escolta a la ciudadela y fue recibido por los lugareños. Era muy apreciado por la gente. El rey les agradeció el recibimiento y luego se dirigió a un local donde servían bebidas de todo tipo. Él y sus guardaespaldas se sentaron a tomar algo. Dos meseras les preguntaron qué iban a beber. Casi todos pidieron Tizaro, mezcla de cerveza y vino tinto muy consumida en la ciudadela. August le dijo a una mesera que al rey solo le traiga un jugo de fruta, ya que no bebía alcohol.
—Gracias por avisar —respondió el rey Enrique a August.
La mesera le sirvió el jugo en un enorme jarrón de madera y le preguntó por qué no le gustan las bebidas alcohólicas. August intervino:
—No le hagas ese tipo de preguntas al rey, tuvo un día bastante pesado como para responder.
—No te preocupes, August, puedo responder a eso —contestó sonriendo el rey Enrique.
La mesera se puso colorada porque se dio cuenta de que se estaba metiendo en temas complicados e intentó disculparse.
—No se preocupe, mi rey, usted no tiene la obligación de responder esa clase de preguntas innecesarias.
—No hay problema, hermosa joven, pero primero dime tu nombre y te diré por qué no bebo.
—Mi nombre es Yuliana.
—Qué bello nombre. —El rey mostró entusiasmo por lo bella que era la mesera.
Pero justo cuando el rey le iba a decir el motivo por el cual no tomaba bebidas alcohólicas, fue interrumpido por Adul, el comandante que escoltó al mensajero Marti.
—Disculpe, mi rey, que lo interrumpa, pero ha llegado a nuestras tierras un forastero, que atravesó la colina de los lobos y luego fue escoltado por la guardia fronteriza hasta aquí.
Adul le relató todo al rey. Enrique tomó su jugo de un solo sorbo, se levantó y dejó una moneda de oro en la mesa como forma de pago por todos los tragos. Lo primero que dijo el rey fue lo siguiente:
—¿Cómo hizo ese hombre para cruzar la colina de lobos y aún estar vivo? Quiero hablar con él inmediatamente.
—Lo que usted diga, mi señor —respondió Adul, mientras le señaló con su mano el lugar donde está el forastero.
Enrique, antes de retirarse del lugar con sus hombres, le dijo a Yuliana:
—Mi padre se portaba mal cuando bebía. Yo presencié todo eso de chico y juré que jamás haría lo mismo de grande. Jamás le levantaría la mano a la mujer que amo.
Yuliana lo miró a los ojos.
—¿Entonces usted ya encontró a su futura reina? Quién será la madre de sus hijos.
—No, todavía no. Gracias, Yuliana, porque tu jugo estuvo delicioso.
Enrique se dio la vuelta y se marchó con su escolta personal para atender asuntos que requerían su presencia. Yuliana se quedó mirando al rey por varios segundos y su compañera la regañó para que dejara de soñar con algo imposible.
—Es hora de que vuelvas a tu trabajo —le dijo su compañera de trabajo de forma insistente.
August, su fiel asesor, le sugirió al oído lo siguiente al rey.
—Mi señor, ya tiene que ir pensando en dejar algún heredero para nosotros y para nuestras futuras generaciones.
—Pero qué cosas dices. —El rey expresó con asombro por las tontas palabras que dijo su asesor.
August insistió en el asunto de la mesera.
—Es una chica muy hermosa, y le confieso que hace mucho que no veía a una mujer morena de ojos verdes tan bella.
—Sí, es una hermosa mujer, pero tengo asuntos más importantes que atender; no tengo tiempo para eso —añadió el rey.
Entre tanto, el mensajero se encontraba en un destacamento militar, muy cerca de donde estaba el rey Enrique.
—¿Por qué tarda tanto el rey en llegar? —preguntó Marti.
Uno de los guardias que estaba junto a él le respondió que tan solo pasaron diez minutos y que no sea ansioso.
—Cada minuto que se pierde hará que todo se vuelva más difícil —le explicó Marti.
Se abrió la puerta y finalmente apareció Enrique junto con Adul y August. Dio la orden a la guardia de que se retiraran y los dejaran a solas.
—Estimado rey Enrique, es un honor poder comunicar las noticias que traigo desde el otro lado del mundo…
Los halagos de Marti continuaban, pero en un momento el rey lo interrumpió y le dijo lo siguiente:
—No has cruzado el interminable y la gigantesca jauría de lobos solo para darme halagos. Vamos, quiero que vayas al grano y me digas para qué vienes aquí, atiano. Tu acento te delata y sé que ustedes siempre tienen algo entre manos. Te recuerdo que nosotros los derrotamos tres veces.
—Está bien, rey Enrique —contestó el mensajero atiano—. Lo que voy a decirle es sumamente difícil y le pido paciencia. Como usted sabe, mi nación, Atia, y los Seis Reinados somos enemigos desde hace muchas generaciones, y como era de esperarse, tarde o temprano alguno de los bandos iba a atacar al otro. Los generales y altos mandos de Atia se aliaron con tres naciones más para poder atacarlos y ver si esta vez podríamos acabar con ustedes. Estas naciones se llaman Sai, Marán y Slon. Esta última nos duplica en número de hombres y su territorio se encuentra en los límites del mundo conocido. Nuestros espías nos informaron de sus movimientos para que no nos tomaran por sorpresa. Nos asustamos cuando supimos que tenían muchos más soldados que nosotros.
El rey Enrique lo interrumpió y se sentó junto a August y Adul.
—Déjame adivinar. Como los slonianos significaban una gran amenaza para tu país, desistieron de atacar mi Reino y por eso no supimos nada de ustedes en todo este tiempo. Continúa con tu relato, atiano.
«Algo así, rey Enrique. Como usted dedujo, fue por eso que no los atacamos. Volviendo al tema, nos aliamos con ellos porque preferíamos tenerlos de nuestro lado y no como enemigos; además, en un futuro cercano podrían ayudarnos a pelear contra ustedes. Sin embargo, los atianos somos desconfiados por naturaleza, incluso de nuestros propios aliados. Por lo cual, mandamos espías para saber más de nuestros vecinos. Uno de nuestros informantes en Slon nos reveló la verdadera razón por la cual tenían tantos hombres y muros de quince metros en su frontera.
»Al principio, lo que el espía nos dijo parecía increíble. Muchos de sus exploradores enviados más allá de sus tierras no regresaban. Algunos soldados encontraban los restos de esos hombres destrozados, como si algo poderoso los hubiera despedazado.
»Los slonianos organizaron cuatro grupos de avanzada para investigar quién estaba matando a sus exploradores. Solo un grupo logró regresar, y la mitad también murió. Lo que contaron fue tan espeluznante que nos aterrorizó; por tanto, ese fue otro motivo para que Atia no atacara a los Seis Reinados.
»Los sobrevivientes contaron que, al llegar a un bosque enorme, se reunieron con los otros grupos y pasaron la noche en la orilla para estar listos al día siguiente. Dejaron cuatro guardias vigilando, pero uno escuchó un ruido como de una soga y luego pasos arrastrando a alguien. Cuando fue a ver a su compañero, ya no estaba. Antes de dar la alarma, vio cómo otro soldado era arrastrado por el cuello con una soga gruesa.
»Dio la alarma y todos tomaron las armas. De pronto comenzaron a caer sogas por todos lados: uno tras otro, los hombres eran atrapados y arrastrados hacia la oscuridad del bosque. Solo se oían los gritos de los que desaparecían. Viendo que era inútil pelear, dieron la orden de retirada y huyeron a caballo. Algunos lograron montar, pero aun así las sogas seguían atrapándolos junto con sus caballos. Los que encendieron antorchas pudieron ver a sus atacantes; estos eran hombres como ellos, pero de tres a cuatro metros de altura y con una contextura mucho más robusta. Los slonianos entraron en pánico cuando vieron a semejantes seres monstruosos.
»Esto ocurrió hace más de dos años, y por ese motivo decidieron triplicar su ejército y construir muros enormes para detener a esas criaturas. Por fortuna, nunca más aparecieron. Esa fue la razón de su fuerza militar».
Mientras la reunión continuaba en el regimiento, un soldado a caballo llegó al destacamento militar preguntando por el rey Enrique o por Adul, al mando del regimiento. Se acercó un capitán para que se presentara.
—Soy el capitán Voraz. ¿Qué sucede? ¿Cómo se llama, soldado?
—Señor, mi nombre es Curri y vengo desde la frontera del Reino Mineral, al norte del Reinado. Cientos de lugareños de una zona cercana a nuestras fronteras están cruzando a nuestro territorio y algunos cometieron saqueos.
—Pero si el Reino Mineral tiene veinte mil hombres, podrían contener esa situación con apenas el diez por ciento de su ejército.
—Discúlpeme, capitán Voraz, pero el resto de la información es confidencial y solo puede ser revelada al rey Enrique o a Adul. Son órdenes del rey Moro.
—Está bien, espera aquí —ordenó Voraz al soldado.
Por otro lado, el rey Enrique no estaba convencido con el relato del atiano.
—A ver —Enrique le habló con un claro tono de desconfianza—. Llegas con una historia que contamos a los niños cuando se portan mal y esperas que te creamos sin ninguna prueba. Sabemos que ustedes son manipuladores y desconfiados. Lo siento, pero no puedo creerte a menos que tengas pruebas. Y si las tuvieras, ¿en qué influiría en mi gente? Nosotros vivimos en una isla continente, a muchas noches de sus tierras, muy lejos y con mucha agua de por medio. No encuentro la razón por la que debería importarme lo que les suceda, si nuestros pueblos no se quieren y no importa lo que pase con el otro.
—Estimado rey, lo que pasa es que estos seres monstruosos atacaron al reino más débil de nuestros aliados, Marán, que limita con el interminable “océano”. Acabaron con ellos en una semana y no mataron a todos. A los constructores de barcos los secuestraron, junto con miles de civiles. Esto sucedió hace once meses. Cuando nos enteramos, quedamos en shock. Los maranos y los atianos somos buenos navegando y tenemos cartografiado todo el mundo conocido, incluso su isla continente, estimado rey Enrique. Algunos sobrevivientes nos contaron que esos gigantes se llevaron a los constructores de barcos y todos los mapas que tenían los maranos. Ahora entiende a lo que quiero llegar: es para prevenirlos y, quizás en el futuro, esos gigantes aprendan a construir barcos y, si llegan aquí, los tomarían desprevenidos.
En un momento el rey se puso serio y su expresión reflejó por primera vez preocupación; entonces luego dijo.
—Necesito pruebas contundentes para poder tomar medidas acordes a la situación; de lo contrario, todo lo que me contaste será tomado como un cuento para niños.
El rey se levantó junto con sus hombres y ordenó mantener vigilado al atiano por el momento. Al salir, se encontró con el capitán Voraz, quien le informó que un soldado del reino Mineral lo estaba esperando para darle noticias sobre lo que estaba sucediendo en los límites de su frontera. Enrique, enojado por tantas noticias que llegaban de todos lados, ordenó que tendría la entrevista con el mensajero del reino Mineral en su castillo.
—Mensajero Curri, soy todo oídos —le habló el rey concediéndole la palabra.
El mensajero, visiblemente nervioso, logró calmarse y le informó al rey:
—Cientos y cientos de paganos de tierras sin dueños ni autoridades están cruzando nuestras fronteras. Mi rey Moro redujo su ejército de 20 000 a 3000 soldados, y el 75 por ciento de ellos se encuentra en la capital del reino Mineral. Como se dará cuenta, mi estimado rey Enrique, necesitamos ayuda militar para controlar esta situación.
El monarca se enojó y dijo en voz alta:
—Pero ¿qué le ocurre a mi primo al hacer eso? ¿De dónde sacó la idea de reducir su ejército?
—No se enoje, mi señor —respondió Curri para intentar calmar al rey—. Lo hizo para reducir gastos porque la venta de minerales ha caído y se vio obligado a ajustar el presupuesto de su reinado.
—Ese imbécil hará que saque fuerzas de mi reino para ayudarlo. Que no se hable más. Adul, prepara 10 000 hombres con sus caballos para que estén listos. Haremos una visita a mi primo Moro y resolveremos este asunto de una vez por todas. En tres horas salimos.
August le aconsejó a Enrique permanecer en la capital, porque podría ser peligroso, ya que tenía un presentimiento de que algo más estaba pasando en el reino Mineral.
—Sé que muchas veces tu instinto es certero, y por eso iré con un ejército fuerte de 10 000 soldados. A propósito, tú vendrás conmigo como siempre, pero Adul, vos tienes otro asunto: alistarás 100 000 hombres y los quiero preparados en un par de semanas.
—Sí, mi señor —dijo Adul con voz firme.
Si se confirmara lo que relató el mensajero atiano, Enrique calculó que se venían tiempos difíciles y que su misión de proteger a su gente, incluso a sus primos de los reinos linderos, sería muy complicada.
—Adul, envía 5000 hombres a reforzar la frontera de la colina de lobos —ordenó Enrique—. Creo que nuestro momento para defender toda la isla continente ha llegado.
A las pocas horas los refuerzos partieron hacia la colina de lobos. Solo faltaba que el rey Enrique y sus 10 000 hombres marcharan a caballo hacia el reino Mineral. August le informó que todos los soldados ya estaban armados con sus lanzas, escudos, cuchillos y espadas. También le dijo que el Regimiento del Fuego llevaba todo lo necesario. Este regimiento se encargaba de fabricar armas de fuego, como flechas incendiarias y todo tipo de proyectiles con brea. Incluso eran los guerreros más fuertes de todo el Reinado. Estos soldados vestían armaduras, portaban escudos y una espada de más de un metro, muy liviana.
Enrique le ordenó a August que encabezara la tropa, mientras el rey se quedaría en medio, junto con el Regimiento del Fuego. Una vez que todos estuvieran en sus respectivas posiciones, los 10 000 soldados iniciarían la marcha hacia las tierras del reino Mineral. No tenían idea de lo que les esperaba, pero sería algo que dejaría una marca en la mente de todos los presentes.
Enrique ordenó a sus hombres traer a Marti, el mensajero de Atia.
—Necesito hacerle más preguntas mientras viajamos hacia la tierra de mi primo Moro.
Uno de los soldados fue a traer al mensajero atiano. Una vez hecho eso, la marcha comenzó y el rey se alejó un poco de la tropa junto con Marti.
—No sé, pero algo me dice que no me contaste toda la verdad sobre lo que pasó en tus tierras y en las de tus aliados —dijo Enrique con voz calmada—. Ahora que estamos alejados de mis soldados, puedes contarme todo.
—Le dije que iba a ser complicado, rey Enrique. Le contaré el resto de la historia, pero júreme por su reino y su gente que no me matará cuando mi relato termine.
—Prometo que te mataré ahora mismo si no me decís todo de una vez. —respondió Enrique con tono furioso.
—Los mandos militares y el líder de mi tierra querían utilizar a esos gigantes como armas para que acabaran con ustedes. Solo había un problema: esos gigantes no se comunicaban por medio de señas, lo cual nos dificultaba entablar contacto. Nos preparamos para ese encuentro. Fuimos a la tierra de nuestros vecinos y, desde la seguridad de sus muros, poco a poco comenzamos a comunicarnos. Lo que comprendimos es que ellos solo se rigen por la fuerza, y si su poder determinaba que podían tomar y exterminar una nación, lo harían sin dudar. Otra cosa que supimos es que solo los altos mandos militares y su emperador, junto con su familia real, eran los únicos que podían hablar como nosotros. Al resto de esos gigantes se les prohibía hablar, bajo pena de muerte, si rompían esa ley. Por esa razón, solo usaban señas.
—Eso quiere decir que ustedes solo se comunicaron con soldados y rangos militares bajos.
—Sí, rey Enrique, pero un día llegó a los muros uno que podía hablar y nos preguntó: ¿Por qué quieren empezar una alianza si no los necesitamos? Ustedes, débiles, no tienen nada que ofrecernos, porque nuestra fuerza y número hacen que podamos tener todo lo que queramos cuando nuestro emperador lo ordene.
Jarem, un general atiano y segundo al mando después de mi líder, respondió: —Ustedes, guerreros, no pueden tomar todas las tierras que están más allá del mar, ni siquiera con su fuerza pueden cruzar ese vasto océano.
—¿Acaso existen más tierras más allá de estas aguas? —preguntó el gigante al mando.
Jarem le dijo que existía una isla llena de poderosos guerreros y tierras fértiles durante todo el año. Muchos imperios habían intentado conquistarla, pero nadie lo logró. Era un gran desafío. El gigante de cuatro metros, que era el más alto de todos, no dijo nada; solo miró a Jarem por un minuto y se retiró con sus hombres.
Al día siguiente, regresó con otro, un poco más alto que él, que también podía hablar. Preguntaron dónde quedaba esa isla, porque su emperador empezó a tener curiosidad. Además, dijeron que su líder quería hablar con Jarem para saber si conocía alguna forma de viajar por el océano. Jarem respondió que no sabía, pero que conocía a un pueblo que construía naves para viajar: los maranos. Esa fue la razón por la que los gigantes atacaron y aplastaron a Marán.
—Ustedes traicionaron a sus aliados cuando vieron la posibilidad de tener otros más poderosos. Típico de la naturaleza y política atiana. —El rey movió la cabeza de un lado a otro, incapaz de procesar el nivel de traición de los atianos.
Enrique miró el horizonte mientras cabalgaba y confirmó una vez más que los atianos eran embusteros.
—Ustedes no cambiarán jamás. Se deshicieron de los más débiles, apenas tuvieron la oportunidad y sin necesidad de usar su ejército. Solo señalaron dónde estaban los maranos, y los gigantes hicieron el resto. Atiano, das asco. Te mataría ahora mismo, pero te necesito para que sigas contando todo lo que sabes sobre esos gigantes y tu alto mando.
Tras dos días a caballo, llegaron a la capital del reino Mineral, Bursia. Los soldados de la ciudad recibieron al rey Enrique y lo guiaron al castillo donde estaba el rey Moro.
—August y tres escoltas de mi guardia personal vendrán conmigo. El resto del ejército que acampe fuera de la capital. —El rey dio media vuelta y se retiró cabalgando hacia el castillo de su primo Moro.
Los capitanes se dirigieron a sus sectores para cumplir las órdenes. Cuando llegó al castillo, el oro abundaba en cada detalle; entonces Enrique le dijo a August:
—¿Cómo es posible que mi primo haya reducido el gasto militar y viva rodeado de lujos?
Mientras caminaban por un pasillo adornado con platino, oro y diamantes, llegaron a una puerta grande de mármol y oro. Al ingresar, el rey Moro esperaba a sus salvadores.
—Hola, querido primo —saludó Moro al ver a Enrique—. Creo que ya sabes lo que pasa en la frontera norte de mi reino. Espero que, como protector de toda la isla continente y siendo el más fuerte, puedas ayudarme a resolver este problema y no sé cómo solucionarlo.
—Gracias por recibirnos, estimado Moro. Quiero hacerte una pregunta y necesito que seas completamente honesto: ¿por qué redujiste el gasto militar de tu reino si te sobran riquezas?
—No sé cómo decirlo, pero hace un tiempo hablé con nuestro primo Antonias y me aconsejó que lo más justo sería que el más fuerte de todos los reinos —o sea, tú, que tienes el mayor ejército— cuidara de todos nosotros, ya que fuiste elegido para eso. Solo seguí su consejo y, si no me equivoco, en nuestras leyes así está escrito.
—Es cierto, pero también está escrito que cada reinado debe contar con un mínimo de 20 000 hombres disponibles para contener problemas internos. Así que rompiste una de nuestras leyes o estás intentando beneficiar a alguien con esa reducción.
—No, Enrique. ¿Cómo puedes pensar eso? Jamás haría algo así. Igualmente, sé que vos quieres pedirle más tierras a Antonias, porque se vienen meses de mal clima en el sur de la isla y tu Reinado será el más perjudicado. También sé que pronto tendrás que devolverle las tierras que te arrendó a bajo precio. Nosotros, tus primos, tenemos muchos atributos y beneficios en nuestros reinos; vos solo tienes rebajas en precios de tierras, el paso libre a cualquier reino, por ejemplo. Así lo dicta la ley.
—Me quedó claro. Ahora averiguaré qué pasa en el norte de tus tierras y trataré de resolverlo o al menos contenerlo. Vos, Moro, reincorporarás el resto de tu ejército en pocas semanas y enviaré mensajeros a todos los reinos para una seria conversación. Como rey con más atributos en esta isla, tengo el poder de ordenar a los cinco reinados que mantengan su fuerza militar de 20 000, sea en guerra o en paz. Te olvidaste de esa ley, primo.
—No me acordaba, Enrique —respondió Moro.
El monarca del reino Mineral se sintió incómodo y furioso. Se dio vuelta y regañó a su asesor político.
—Sos un inútil, nunca me nombraste esa ley que me acaba de recordar mi primo. Por esa falta serás destituido.
Mientras tanto, Enrique y su guardia se retiraron del castillo dorado y blanco. Pero antes volteó a mirar la ciudad.
—Esta ciudad capital no está lo suficientemente custodiada por los hombres de mi primo, así que dejaré 5000 soldados de reserva aquí y el resto vendrá conmigo al norte.
Antes de marcharse, se acercaron dos jinetes: las hermanas Imar y Marín, excelentes guerreras y asesinas profesionales, especialistas en ataques nocturnos y emboscadas.
—¿Qué hacen aquí, Imar y Marín? —preguntó August a las hermanas—. Encima trajeron un batallón de 200 soldados. El rey Enrique se enojará.
En ese momento llegó Enrique con Marti.
—Hermanas del regimiento Noctum, ¿qué hacen aquí? Nadie les dio la orden de participar en esta misión —dijo el rey, observando al ejército compuesto por mujeres extremadamente fuertes y letales.
Las hermanas desmontaron de inmediato, apoyaron una rodilla en el piso y bajaron la cabeza para pedir permiso para hablar.
—Permiso concedido —respondió Enrique.
—Estimado rey, sabemos que no recibimos ninguna orden para venir y lo que hacemos es un acto de insubordinación. —Imar apoyó sus dos manos, como suplicando al rey que no se enoje por desobedecer—. Sin embargo, antes de que nos castigue, tenemos que recordarle que usted nos prometió llevarnos a la primera misión de este año, para probar nuestra lealtad y destreza en combate real.
—Sí, es cierto, no tengo objeción —se expresó el rey con una mirada de resignación—. Está bien, vengan, pero irán en el medio de la fila militar y eso no se negocia.
—Gracias, mi rey, así será —replicó Marín.
Enrique montó su caballo y le susurró al oído a August:
—Ahora resulta que todos en este reino tienen argumentos para cuestionar al rey de esta isla continente.
August se rio y luego dijo:
—No sé, mi rey, será que los tiempos están cambiando.
Enrique no dijo nada y dio la señal con el brazo para avanzar hacia el norte.
Después de un viaje a caballo de 10 horas, empezó a anochecer. Durante el recorrido hablaron con muchos extranjeros que venían desde más allá de las fronteras del reino Mineral. La gente huía despavorida con lo que podían, hasta donde sus fuerzas y sus animales de carga les permitían. A medida que avanzaban, se encontraron con soldados del reino Mineral, quienes les contaron que los extranjeros se escapaban de una tribu muy violenta, la cual había arrasado con tres pueblos. Pocos sobrevivientes escaparon de la masacre. La geografía del terreno no ayudaba a la movilización de grandes masas. Por eso la gente aparecía en pequeños grupos y caravanas que se dirigían al sur. El reino Mineral estaba lleno de montañas, riscos, acantilados, ríos secos, dunas y desiertos, aunque en su mayoría medianos o pequeños.
El rey Enrique llegó a un pequeño pueblo minero y pidió hablar con el alcalde. Un anciano se presentó como funcionario responsable, explicando que el alcalde había abandonado el lugar por miedo. Contento de verlo, el anciano pronunció las siguientes palabras.
—Bienvenido, nuestro verdadero rey. Usted ha llegado para protegernos, porque el rey Moro y su sobrino, que es el alcalde, huyeron como cobardes. Solo quieren mantener sus privilegios y se llevaron casi todos los soldados hacia Bursia.
—Gracias por tus palabras —le agradeció Enrique al anciano por ser tan amable—. Veo que eres el segundo funcionario de más alto rango aquí. Sobre el alcalde, no te preocupes, me encargaré personalmente cuando lo cruce. Como máximo responsable de este lugar, debió quedarse dando respuestas y organizando a su gente, no ser el primero en huir.
Enrique, August, las hermanas y el general del regimiento de fuego, Piromarco, organizaron la defensa por si la tribu llegaba.
—August, unos diez hombres y yo haremos la primera guardia; el resto descansará. Fue una larga travesía y tienen que recuperar fuerzas. Debemos estar frescos si se avecina una batalla —ordenó el rey.
Las hermanas, vestidas con ropas oscuras como ninjas, pidieron permiso para hablar al rey.
—Concedido, hermanas del Noctum.
—Mi rey, fuimos entrenadas para esto, para luchar en la noche. Por favor, permítanos hacer la guardia completa. —Le rogó Marín a Enrique.
—Petición denegada. Ya les concedí venir con nosotros; ahora solo les toca obedecer.
—Sí, mi señor. Así será. —respondió la guerrera Noctum.
Se retiraron, discutiendo en voz baja por no haber convencido a Enrique. August las miró, notó que no se cambiaban de ropa y se rio en silencio, porque las conocía y sabía que harían de las suyas.
En otro sector del pueblo, Enrique preguntó al anciano cuántas horas a caballo estaban de la frontera de tierras inexploradas. El anciano le dijo que a cinco horas.
Pasaron las horas y August creyó escuchar ruidos a la distancia.
—Mi rey, creo haber oído algo.
—¿Qué cosa? —el rey preguntó mientras agarró con su mano derecha el mando de su espada.
—Muchas pisadas atravesando los arbustos al mismo tiempo. —Mientras dijo esto, August parecía preocupado mirando a las afueras del pueblo.
—No sabemos si son refugiados o enemigos. No podemos arriesgarnos. Da la orden de despertar a todos.
—Sí, mi señor.
Una vez que todos se despertaron, tomaron sus posiciones, los arqueros ocuparon zonas altas del pueblo; la caballería se apostó en la plaza central, lista para salir en masa; la infantería se ubicó detrás de las barricadas de los accesos; y el regimiento de fuego terminó de preparar sus armas. Las guerreras nocturnas se escondieron en zonas oscuras para camuflarse.
Se ordenó apagar las antorchas innecesarias, dejando solo las imprescindibles, para ocultar el número real de soldados. El silencio se llenó de crujidos de arbustos. Enrique comentó a Marti y Piromarco:
—Esto se está poniendo tenso; ordena a tus hombres disparar flechas luciérnagas para ver qué pasa en esa maldita oscuridad.
—Sí, mi señor —contestó el general.
Piromarco hizo señas y se lanzaron tres flechas que iluminaron los alrededores, mostrando solo arbustos.
—Diles que disparen más —ordenó nuevamente Enrique.
Se lanzó otra oleada, y esta vez vieron cientos de hombres con el torso desnudo y el rostro pintado de negro. Los salvajes, al ser descubiertos, levantaron las cabezas de los pobladores asesinados en tierras inexploradas. Solo se mostraron en un sector. Sus hombres avisaron a Enrique, quien dijo:
—Estos malditos quieren que veamos lo que ellos deciden, pero mientras tanto rodean el pueblo. Lo que no saben es que está lleno de guerreros. Les haremos pagar por cada inocente asesinado. Cuando empiece el ataque, enciendan todas las antorchas. Creen que la noche les da ventaja, pero se la quitaremos.
Piromarco ordenó otra oleada de flechas luciérnagas y confirmaron que los enemigos estaban rodeando todo el pueblo.
—A mi entender —sugirió August—, creo que nos superan en número.
—¿Yo solo veré cómo pelean ustedes? —preguntó Marti, sintiéndose inútil.
Enrique todavía lo miraba con cierto grado de desconfianza, pero al final.
—Cubrirás la vivienda que está a 10 metros de aquí, donde hay 50 hombres del regimiento del fuego. Ya di órdenes para que te devuelvan tu espada. Así que vete para allá.
Marti corrió hacia la vivienda donde se encuentra su arma y los soldados que cubrirán ese flanco.
—Bueno, ya estamos listos —dijo Piromarco.
De repente, se escuchó el tumulto de pisadas que se dirigían hacia donde estaba Enrique y su ejército. El rey gritó:
—¡AHÍ VIENEN! ¡AHORA NOS TOCA LUCHAR POR LOS INOCENTES ASESINADOS Y POR EL FUTURO DE NUESTRA GENTE!
—¡Arqueros, disparen! ¡Infantería, enciendan todas las antorchas! —exclamó Piromarco con mucho coraje.
El cielo pareció iluminarse por la cantidad de flechas incendiarias que salían del pueblo minero hacia el exterior. Los salvajes empezaron a caer abatidos en cuanto las flechas alcanzan su carne. Sin embargo, la multitud seguía avanzando hacia Enrique y sus hombres. Esta tribu no tenía miedo a la muerte.
Finalmente, llegaron a las barricadas, donde los esperaba la infantería. Espadas contra lanzas de madera y hoces cortas: la ventaja era clara para el ejército del Reinado. Con mayor alcance y fuerza, los soldados comenzaron a masacrar a los salvajes.
Otra oleada descubrió una entrada sin aparente protección y se lanzó hacia allí. Piromarco, Enrique y algunos hombres los esperaban ocultos en la casa de madera. Los salvajes continuaban corriendo hacia el acceso, pero de repente una gran llamarada los envolvió. Muchos murieron calcinados en segundos; los demás retrocedieron horrorizados.
—Mi rey, por ahora los estamos conteniendo —dijo Piromarco.
El rey no respondió; solo observaba. Un soldado con el rostro cubierto de polvo y bastante agitado alertó al rey que una gran cantidad de salvajes estaba por romper el sector que defendía August.
—Iré a ayudar con 20 hombres del regimiento del fuego —ordenó el rey—. Tú, Piromarco, no te muevas de aquí.
El rey y sus hombres llegaron donde August peleaba con ferocidad. Lograron contener a los invasores, aunque algunos soldados del rey cayeron. Con espadazos certeros, el regimiento del fuego seguía eliminando a los pocos que pudieron atravesar las barricadas.
