El reino de Mataleón - Pascual Martínez - E-Book

El reino de Mataleón E-Book

Pascual Martínez

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Del autor de La patria de los suicidas y El santo de VillalobosUna cima del noir rural en españolEl cuerpo sin vida del delincuente habitual Augusto Cayo, alias Cuchillo, aparece junto a la Torre del Homenaje del castillo de Priego de Córdoba. La jueza Arjona recurre a Ernesto Pitana, sargento de la Guardia Civil del cuartel de Iznájar, con quien ya ha trabajado en anteriores ocasiones, para que se encargue de la investigación. Pero todo se complica cuando descubren que el principal sospechoso es un primo carnal del excéntrico Antonio Palomeque, uno de los agentes a cargo de Pitana. Aunque confía en su inocencia, el sargento sospecha que el pariente de su subordinado esconde algo. Sin embargo, a pesar de sus esfuerzos, es incapaz de hacerle confesar, pero intuye que, detrás de su silencio, se oculta un misterioso personaje al que apodan «Mataleón». ¿Quién es en realidad? ¿Y por qué todos lo temen? Acompañado de la siempre fiel cabo Montero, Pitana tendrá que responder estas y otras muchas preguntas si quiere resolver un caso que parece complicarse con cada nueva revelación, y que amenaza con dejar más muertes por el camino…El reino de Mataleón pone fin a la trilogía que comenzó con La patria de los suicidas y tuvo su continuación en El santo de Villalobos, ambas protagonizadas por el sargento Pitana y enmarcadas en la fascinante y singular comarca de la Subbética cordobesa. «Asistir al proceso mental del sargento Ernesto Pitana, lleno de sentido común y buen humor, es todo un espectáculo». Juan Carlos Galindo, El País «Pascual Martínez ofrece al lector una muestra de su tremendo potencial como autor del policiaco más negro».Marina Sanmartín, ABC Cultural «Pascual Martínez demuestra una vez más su maestría a la hora de hacer novela negra».  La Lectura, El Mundo «Diálogos vivaces y una descripción gradual, dosificada, de los caracteres de los personajes». Iñigo Urrutia, El Diario Vasco

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Veröffentlichungsjahr: 2025

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Edición en formato digital: mayo de 2025

En cubierta: © siete_vidas, iStock / Getty Images

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© Pascual Martínez Pérez, 2025

© Ediciones Siruela, S. A., 2025

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

ISBN: 979-13-87688-11-0

Conversión a formato digital: María Belloso

Preámbulo

El hombre está tirado en el suelo en posición fetal, la respiración entrecortada tras la última patada en el estómago. La uña del dedo pulgar de la mano derecha empieza a amoratarse por el martillazo.

—¿Ves lo que me obligas a hacer?

La voz suena a escasos centímetros de la oreja del yacente.

—He tenido muchos gastos este mes…

La bombilla del almacén emite una luz mortecina. El destello de una linterna centellea en el aire. Hay una estantería con botellas, bolsas de aperitivos y latas de conservas. Al lado, cajas apiladas de refrescos y cervezas.

—¡Deja de mover la linterna!

Los gritos van dirigidos a un individuo esmirriado con pasamontañas.

La linterna enfoca la cara del hombre apaleado. El ojo izquierdo es la ranura de una hucha. El verdugo lo agarra del pelo y le levanta la cabeza.

—Tu hija es una preciosidad. ¿Cuántos años tiene?

—Dieci… siete…

—La mejor edad: todo prieto y en su sitio. Pasado mañana quiero el dinero. ¿Ha quedado claro? Por cierto, Mataleón te manda recuerdos.

El verdugo le palmea la mejilla.

Se marchan.

El hombre llora avergonzado.

1

Bocarriba, los ojos desorbitados, la cabeza destrozada, el rostro ensangrentado. En paños menores. Abandonado en un jardín, junto a la Torre del Homenaje.

El sargento Falcones apostaría una mano a que no hay huellas. El que ha perpetrado la escabechina sabía lo que hacía. El agente que lo ha acompañado ya ha vomitado dos veces. Falcones le ha ordenado que se aleje. Solo falta que contamine la escena del crimen. Dos días de tricornio, el pipiolo. Menudo estreno.

Se ha topado con el cadáver uno de esos tipos que se levantan de madrugada y se desfondan al alba como el coyote detrás del correcaminos. Runners, los llaman los modernos. «Iba a estirar y lo he visto. Luego he avisado», dice el runner.

Es alto, fuerte y moreno. Viste una camiseta que podría distinguirse desde el Himalaya. Calzón y zapatillas rojas. Aún no se le ha pasado el susto.

El sargento maldice. No está acostumbrado a lidiar con incidentes de tanto calado en Priego de Córdoba. La Ciudad del Agua, la denominan, por la cantidad de manantiales que brotan en sus alrededores. Y un homicidio no es la mejor manera de comenzar el mes de las flores.

La jueza Arjona —menuda, pelo corto, unos cuarenta y cinco años mal llevados— llega media hora después escoltada por el secretario judicial.

—¿Sabemos su identidad, sargento?

—Sí, señoría. No le han quitado la documentación.

Mal asunto. «El asesino quiere que todo el mundo sepa quién es», piensa la jueza mientras se recoloca las gafas en el puente de la nariz.

—Vivía en Iznájar, señoría.

A la jueza le viene a la mente el sargento de la Guardia Civil que comanda el cuartel de ese municipio: Ernesto Pitana. Ha trabajado con él en la resolución de dos casos, ambos mediáticos. Le cae bien, aunque no aprueba sus formas.

—Contactaré con el sargento Pitana. ¿Lo conoce?

Si alguien no ha oído ese nombre en los últimos meses en un radio de cien kilómetros es porque padece sordera, es un anacoreta o está muerto.

—Naturalmente, señoría.

Ernesto Pitana se despertó. Jacinta dormía a pierna suelta, entre bufidos silentes. Tres meses de idilio. Pitana se quedaba cada vez con más frecuencia. Mucho mejor encamarse con la dueña de la fonda y sentir el cuerpo de una mujer a tu lado que la soledad y el desamparo que lo asaltaban en la casona alquilada.

Cómo cambia la vida, reflexionó Pitana, mientras intentaba conciliar el sueño. Cerraba los ojos cuando sonó el teléfono.

El sueño se le disipó de golpe tras la llamada.

El cuartel de la Guardia Civil de Priego de Córdoba se caía a pedazos.

El edificio principal era un mamotreto de dos plantas y fachada desconchada. Se accedía a las dependencias por una puerta acristalada coronada por un tejadillo que flanqueaban dos ventanas enrejadas. Sobre una de ellas, una cámara de vigilancia.

En el aparcamiento, varios coches oficiales bajo una tejavana de uralita. Una bandera de España ondeaba en un mástil sobre una barandilla, al lado de un contenedor.

Pitana y la cabo Montero se apearon del vehículo y se dirigieron a la entrada. El agente de la garita de control avisó a un compañero y este los acompañó hasta el despacho del sargento Falcones.

—Pasen, por favor.

Tomaron asiento.

Falcones era espigado y desgarbado. Barbilampiño, sonrojado, ojos negros y cejas pobladas.

«Parece el gigante bueno de un cuento», pensó Pitana, que tenía la costumbre de atribuir una personalidad alternativa a los miembros de la Benemérita que se cruzaban en su camino. Una extravagancia que arrastraba desde su ingreso en el cuerpo.

El gigante se movía inquieto en la silla, fija la vista en un punto indeterminado por encima de los visitantes.

—Lo han encontrado sobre las siete de la mañana.

Pitana seguía preguntándose por qué la jueza Arjona le había instado a personarse en el cuartel de Priego a la mayor brevedad. «El sargento Falcones le pondrá al día», había sido su única explicación.

Falcones dejó unas fotografías sobre la mesa. Pitana y Montero las examinaron reflexivos.

«¿Dónde has visto esta cara, Pitana?».

—La víctima se llamaba Augusto Cayo Zamora. Alias Cuchillo. Cuarenta y seis años. Nacido en Ayamonte. Vecino de Iznájar.

Pitana empezaba a comprender. Otro iznajeño que le iba a joder el desayuno. «A los que no se empeñan en suicidarse, los matan».

—¿Quiere que interrogue a la mujer?

—Si no es molestia…

El gigante se frotaba las yemas de los dedos como si se quitara un pegote de cola. Montero, expectante, no abría la boca.

Falcones los puso al corriente del tal Augusto Cayo.

Un delincuente reincidente: posesión de drogas, extorsión, robo a mano armada, violencia de género… Una joya, el emperador. Sin embargo, en los últimos dos años ni una multa de tráfico. A Pitana no le cuadraba. Un talibán no se convierte en budista por obra y gracia del Espíritu Santo. Y menos de repente.

Pitana intuyó que el buche del pelícano guardaba más peces.

—¿Por qué no me cuenta de qué coño va todo esto?

A Falcones le sudaba hasta el páncreas.

—Tenemos un sospechoso.

—Pues mire qué bien. ¡Asunto solucionado!

—No es tan sencillo. El sospechoso de la muerte de Augusto es uno de mis hombres.

Pitana se tensó. Continuaba sin entender.

—Se llama Matías y es primo carnal de uno de sus agentes.

—¿De quién?

—De Antonio Palomeque.

2

Augusto Cayo y Matías Palomeque mantuvieron una acalorada discusión en el bar La Taranta, en la calle Ramón y Cajal, alrededor de las nueve de la noche de la víspera. No acabó ahí la trifulca. Fuera prosiguieron los improperios y, en un momento dado, Matías forcejeó con Augusto Cayo, lo tiró al suelo y le propinó un puñetazo en el rostro. La intervención de varios clientes del bar y de algunos transeúntes evitó males mayores. Los implicados en la pelea abandonaron el lugar de los hechos por direcciones opuestas antes de que la policía local, avisada por el dueño del bar, se presentara.

Por razones evidentes, el sargento Falcones prefería que Pitana se encargara del interrogatorio. Pero que Matías fuera familiar de Palomeque complicaba el panorama.

Pitana se preguntaba cómo iba a comunicárselo al más histriónico de sus agentes sin que a este le diera un ictus.

Pitana entró en la sala seguido por una incrédula Montero. «Es guapo, el condenado», juzgó la cabo.

Matías Palomeque. Unos cuarenta años, pelo ensortijado, ojos azules, barba de tres días, fibroso. Sus manos, que descansaban sobre la mesa, parecían concebidas para ejecutar el Bolero de Ravel en las teclas de un piano.

A la cabo se le pasó por la cabeza la imagen de Paul Newman en La leyenda del indomable. También un pensamiento: que no le importaría que esas manos palparan su cuerpo más allá del río Pecos. No podía creer que ese chulazo compartiera un solo cromosoma con Palomeque. Puta genética.

«Un piloto de Fórmula 1». Pitana se imaginó a Matías a bordo de un bólido —mono de carreras, casco aerodinámico y botas ignífugas— a trescientos kilómetros por hora.

—Soy el sargento Pitana y ella es la cabo Montero.

—¿Ernesto Pitana? Mi primo habla maravillas de usted.

«A este tío le caerán las mujeres del cielo», pensó Pitana, sin venir a cuento.

—Sí, tengo el don de la simpatía. La gente es la leche, Matías. Un hombre aparece muerto y les falta tiempo para avisar a la Guardia Civil y declarar que tú hostiaste a la víctima la tarde anterior. Y suman dos más dos. Qué malpensados…

—Yo no lo maté.

—Por supuesto. ¿De qué conocías a la víctima?

—Siempre estaba metido en líos.

—Si no me he informado mal, había vuelto a la senda de los benditos.

—Puede ser.

—¿Por qué habías quedado con él?

—Tenía que aclarar un asunto.

—¿Qué tipo de asunto?

—Un asunto privado.

—Ah, vale. Perdona. Entonces no hay más que hablar…

—Déjese de rodeos, sargento. ¿Qué quiere de mí?

—Saber por qué un familiar de uno de mis agentes, que para más inri es guardia civil, está acusado de asesinato. Tu primo se va a entusiasmar cuando se entere, si no lo ha hecho ya.

Matías apretó los labios y se rascó la frente. Pitana percibió un atisbo de duda.

—Cuchillo conocía bien los bajos fondos.

—No me fastidies. Ahora resulta que Priego es el Harlem.

—La realidad siempre supera la ficción.

—No te pongas filosófico, que me vas a hacer llorar. ¡Al grano!

—Había quedado con él porque me había llegado una información confidencial, y quería corroborarla. Pero no me ayudó en mis pesquisas.

—¿Por eso le pegaste?

—Me tocó las narices.

—Qué susceptible…

—No voy a declarar nada más. Mi pareja confirmará que llegué a casa a las nueve y media y permanecí allí toda la noche.

—Está bien. La localizaremos para que venga al cuartel. Luego procederemos en consecuencia.

—Ha salido de madrugada de viaje. Hasta mañana no regresa.

—¡Vaya por Dios! Pues pasarás la noche en el calabozo.

—No puede encerrarme.

—¿Que no…? Que duermas bien.

—¡Sargento!

Pitana se levantó.

—Por cierto, ¿cómo se lleva con el sargento Falcones?

—Bien.

Los guardias civiles abandonaron la sala.

—Intenta disimularlo, pero sus ojos transmiten miedo —dijo Pitana.

—Olas de miedo —ratificó la cabo.

—¿Qué puede ser? —preguntó Montero.

Falcones, Pitana y Montero debatían en el despacho del primero.

—Matías no se esperaba la confesión de Cuchillo. —Pitana tenía el estómago del revés—. Por eso se abalanzó sobre él. Un acto instintivo.

—No pensó en las consecuencias, ni en que había testigos.

—Estoy de acuerdo con la cabo: nadie en su sano juicio se pega en la calle con un tipo y lo mata a las pocas horas —dijo Falcones.

En ese instante sonó el móvil de Pitana. El número era el de la centralita del cuartel de Iznájar.

O mucho se equivocaba, o Palomeque ya estaba al tanto de la situación.

3

A las seis de la tarde, Pitana convocó a su equipo en la sala de reuniones. Palomeque era el único ausente. Por primera vez en su vida había cogido unas horas libres en el trabajo para ver a Matías, quien permanecía en el calabozo del cuartel de Priego de Córdoba.

Al comunicarle la noticia del arresto, Palomeque se mostró tajante. «Es imposible que haya sido él, mi sargento».

La comandancia era la casa de Tócame Roque. El agente Martínez se había despedido la semana anterior porque no había superado que Tavares le adornara la cabeza con una cornamenta digna de un alce después de acostarse con Espínola, que, por otra parte, se había liado con Sesma, la navarra de Cintruénigo que había llegado a Iznájar procedente de tierras gaditanas. Un triángulo amoroso que prometía explotar a la mínima. Pitana esperaba que no le alcanzara la onda expansiva. Improbable. Menos mal que el resto de sus agentes —la cabo Montero, Lebrija y Palomeque— se comportaba con cierta normalidad. Aunque en el caso de Palomeque el término normalidad sonara a blasfemia.

—Matías se separó hace dos años de Guadalupe Sarmiento —dijo Montero—, la única hija de un bodeguero de Montilla y una famosa actriz mexicana.

La cabo Montero, riojana de tronío, persistía en su particular cruzada: sacar de quicio a Pitana, manía que ejercitaba desde que el sargento puso un pie en Iznájar en agosto de 2007. Era la única que osaba enfrentársele y escupirle a la cara las verdades del barquero. Pitana la respetaba por ello. Los demás aún no le habían cogido el tranquillo al sargento gatuno. Este los seguía tratando de usted, salvo a Montero, que ya se había ganado el derecho al tuteo a fuerza de compartir tiempo, rifirrafes y melopeas. Borracheras, por cierto, en las que Montero siempre salía victoriosa.

—Guadalupe es la patrona de México.

—Gracias por el apunte, Lebrija, me importa un bledo…

Lebrija era una enciclopedia andante, versado en los más variopintos temas. Podía conversar de física cuántica y al minuto explicarte que en los Alpes vivía una salamandra negra cuya gestación duraba tres años. Y el personal con la boca abierta. Pitana nunca se había topado con alguien tan inteligente.

—¿Guadalupe Sarmiento era su mujer? ¡Pues está para ponerle un piso!

El que había soltado semejante perla era Espínola, quien no cultivaba el arte de la sutileza. Deslenguado e insolente, respiraba con un solo objetivo: cepillarse a cualquier persona, animal o cosa que se pusiese a tiro de su insaciable pene. No obstante, se le veía más calmado desde la llegada de Sesma.

—¿Me dejáis continuar? Al parecer, el motivo de la ruptura fue que Matías empezó una relación con una pintora uruguaya casi veinte años mayor que él. Se llama Eva Durante.

—¡La leche! —Montero miró iracunda a Espínola—. Lo siento.

—¿Ya han interrogado a la pintora? —preguntó Sesma.

Sesma miraba a Espínola con ojos bovinos.

«¡Ay, Palomita!, la hostia que te vas a dar», pensó Pitana, seguro de que más pronto que tarde ese noviazgo iba a acabar como el rosario de la aurora. Pero lo que más preocupaba al sargento era que con ese grado de atontamiento sentimental, Sesma ayudase en las investigaciones venideras con la diligencia de un hipopótamo bailando merengue.

—Regresa mañana de viaje. El sargento Falcones, del cuartel de Priego, ya ha contactado con ella —indicó Pitana.

—Mi sargento, ¿qué vamos a hacer nosotros mientras tanto? —Espínola se tomó la libertad de apoyar los pies sobre una silla. Al ver la mirada torva de Pitana, los bajó de inmediato.

—Hablar con la viuda de Augusto. Lebrija, ¿la ha localizado?

—Sí. Vive en la calle Cruz de San Pedro. Esta tarde iba al anatómico forense a reconocer el cadáver.

—Mañana la interrogaremos. Sesma, Tavares, dad una vuelta por el pueblo, a ver qué os cuentan de Augusto.

—Pero…

—¿Algún problema, Tavares?

Idaira Tavares, la canaria con nombre de princesa guanche, lloraba por las esquinas desde la marcha de Martínez. Había adelgazado, y lucía unas ojeras pardas que amenazaban con estropear su rostro de diosa élfica, siempre bronceado. O empezaba a comer potajes o en breve habría que lastrarle los bolsillos para que no alzara el vuelo con alguna ráfaga de viento traicionera.

—Ninguno, mi sargento.

Sesma y Tavares improvisaron un coro de suspiros, disgustadas.

—Es inocente —dijo Jacinta, preocupada.

Jacinta era prima carnal de Matías. Había abordado a Pitana nada más entrar en la fonda. Al igual que Palomeque, insistía en que era una locura pensar que fuera culpable del homicidio del que se le acusaba.

Pitana había cenado como un pajarito griposo, ante el disgusto de Jacinta, que odiaba que sus comensales no rebañaran los platos. «Con el hambre que hay en el mundo…», solía decir. Pero Pitana no estaba ese día para apreciar las excelencias culinarias de su pareja. Solo deseaba abordar a Palomeque en cuanto llegara al cuartel a la mañana siguiente y conocer las circunstancias que rodeaban la separación de Matías. Barruntaba que había una conexión entre la ruptura y el crimen que querían endilgarle.

4

Sobre las nueve de la mañana, Pitana y Montero se reunieron con Palomeque. La cabo se había sentado a su lado y, aunque hubiera deseado amamantar a su compañero en sus pechos de matrona irlandesa, debía mostrarse distante.

El excéntrico Palomeque, hombre leal, devoto de su esposa Carmen, parecía devastado por la noticia de la implicación de su primo en un homicidio. Él, que solo aspiraba a que nadie se colara en el cuartel sin su permiso y que su sargento no le abroncara un día sí y otro también, evidenciaba el ánimo de un gladiador al que lanzan a la arena del circo romano a luchar contra un león hambriento. Por extraño que sonase, Pitana le había cogido cariño, entre otros motivos, por su bondad sin fin y por su entrega incondicional a la Benemérita.

—¿Quién querría incriminarlo?

—No lo sé, mi sargento, no lo sé. —Palomeque se palpó la mosca que le nacía bajo el labio inferior—. Desde que se lio con la pintora no levanta cabeza. Su matrimonio era idílico. Se adoraban, tenían dos hijos modélicos. Y, de repente, apareció esa mujer…

—Dices que Matías no levanta cabeza…

El rostro de Palomeque se ensombreció.

—Así es, mi sargento. Unos meses después, Adrián, el hijo mayor de mi primo, sufrió un accidente: un caballo desbocado le coceó la cabeza y le provocó un aneurisma. Ahora está postrado en una silla de ruedas.

«Las desgracias nunca vienen solas», pensó Pitana.

—¿Ves a menudo a Matías?

—Desde su separación lo veo de higos a brevas… Aunque solemos hablar por teléfono.

—¿Conoces a Eva?

—Sí. Me la presentó hace medio año. Una señora educada y distinguida. Al parecer, Eva y la madre de Guadalupe eran amigas.

Pitana apreció la sinceridad de Palomeque; otro en su situación habría puesto a la pintora de vuelta y media.

—¿Y los padres de Matías?

—Mi tío está jubilado, mi cabo. Llegó a comandante de la Guardia Civil. Un hombre respetado. Mi tía es ama de casa. Viven en Rute. Tienen otro hijo, Joaquín. También es guardia civil.

—Hágame un favor: váyase a casa y descanse.

Palomeque se indignó.

—Yo no me voy a ningún sitio, mi sargento. Si me necesita, estaré en mi puesto.

Al mediodía, Pitana y Montero se citaron con Raquel, la viuda de Augusto Cayo.

Media melena, morena, ojos vacuos. Una cicatriz le atravesaba el pómulo derecho. Cincuenta kilos mojada.

—Sentimos la muerte de su esposo.

El cuarto de estar era una escombrera. Los sofás de escay lucían quemaduras de cigarrillo y en la mesita de centro habitaban varias legiones de termitas. Un mantelito de ganchillo intentaba paliar el descalzaperros. En otra vida debió de ser blanco.

Los guardias civiles permanecían en pie; la viuda se desvanecía en uno de los sofás.

—Ya reconocí ayer el cadáver.

La viuda posó la vista en Montero. Parecía preguntarse cómo un rostro podía albergar tantas pecas.

—Le haremos unas preguntas. Simple rutina —dijo Pitana—. ¿Cuándo vio por última vez a su marido?

—La tarde anterior a que lo encontraran. Se largó sobre las siete.

—¿El día 30 de abril?

—Sí.

—¿Le dijo adónde iba?

—Nunca me decía adónde iba.

—¿En qué trabajaba su marido?

—No lo sé.

—¿No lo sabía?

—Se lo pregunté un par de veces. A la tercera me dio una paliza y se me quitaron las ganas de preguntar.

—¿Cuánto tiempo llevaban casados?

—Unos dos años. Nos casamos por el juzgado. Por la niña.

—¿Y su anterior esposo?

—Me dejó cuando me quedé embarazada.

Montero experimentó lástima por aquella mujer. O quizás por todas las mujeres que son abandonadas estando embarazadas.

—¿Augusto le pegaba a menudo?

Pitana seguía con el interrogatorio con la sensación de que hablaba con una muñeca de plástico. Nada dentro. Solo aire.

—Casi a diario.

—¿Y por qué no lo denunció?

—Porque me pedía perdón y me prometía que no lo iba a volver a hacer.

—¿Y usted le creía?

—Aún estoy aquí, ¿no?

Montero cogió el testigo del sargento.

—¿También pegaba a la niña?

—Si lo hubiera hecho, lo habría matado.

Un arrebato de furia, una señal de que había un motivo para sacar las uñas. Y no eran palabras huecas, pensó Montero. Se hubiera llevado a su marido por delante antes de que tocara un pelo a la niña.

—¿Pasaban penurias económicas?

—Nunca. Siempre traía dinero a casa.

—Recapitulemos: no sabe dónde trabajaba su marido, aunque el dinero no faltaba; sufría maltratos sin que lo denunciara, y se casó por la estabilidad de su hija. ¿Es así?

—Qué pasa, pelirroja, ¿estás sorda?

La contestación pilló a la cabo con la guardia baja. Pitana dijo:

—¿Algún amigo?, ¿alguien que frecuentara?…

—A veces venía con un tipo que parecía no haber visto una mujer en su vida.

—¿Por qué dice eso?

—Porque me miraba raro. Me daban escalofríos…

—¿Sabe su nombre?

—Augusto lo llamaba Tavo. Me imagino que sería un apodo.

—¿Podría describírmelo?

—Bajito, poca cosa. Moreno. Gafas. Apenas hablaba. No recuerdo nada más.

—¿Por qué aguantaba la situación?

La viuda asió un cojín y se lo colocó delante del torso. Lo abrazó. Meditaba la respuesta.

—No es fácil que alguien acepte a una mujer con una niña de otro hombre. Augusto lo hizo.

Montero refrenó el impulso de golpear la pared. «¿Qué coño le pasa a esta mujer?».

—¿Aunque la maltratara?

—Los golpes duelen, pero el hambre es peor. Se lo digo por experiencia.

Se mantuvieron la mirada. ¿Cómo habrá sido su vida? Montero se estremeció.

—¿Dónde vivían antes? —preguntó Pitana.

—En Zuheros.

—¿Y por qué se trasladaron a Iznájar?

—Ni idea. Augusto lo decidió y a la semana siguiente nos mudamos. Fue en noviembre del año pasado.

Pitana formuló una última cuestión.

—¿Quién le ha hecho esa cicatriz?

Raquel soltó el cojín y esbozó una sonrisa helada.

—Por algo le apodaban «Cuchillo».

—¿Qué opinas?

—Que la vida es una mierda, mi sargento.

—Me refiero a Raquel.

—Yo también.

—¿Crees que oculta información?

—No. Pero si no fuera por su hija, ya se habría quitado de en medio.

—Apostaría un ojo a que de niña sufría malos tratos. Seguramente de su padre. Y se ha acostumbrado…

—Si te dicen desde la cuna que no sirves para nada, acabas por creértelo. Cuchillo la ultrajaba y ella obedecía; de lo contrario, ya sabía a qué atenerse.

—Hay que encontrar al tal Tavo como sea.

5

Pitana y Montero regresaron a Priego de Córdoba. El sargento Falcones les había comunicado que Eva Durante se había presentado en el cuartel y había certificado la coartada de Matías: habían estado juntos la noche de autos. Pitana quería interrogar a Matías una vez más y había rogado a Falcones que esperara a su llegada antes de liberarlo. Falcones lo apremió.

Entraron en el cuartel pasadas las cuatro de la tarde. No habían comido. Pitana estaba de un humor de perros. Montero se mostraba tan pancha, como si se alimentase de aire; aprovechó el trayecto para chinchar al sargento, y la comida era un tema recurrente. «Tiene que controlar la ansiedad. Ya comerá más tarde. Y no es por nada, pero debería ponerse a dieta. Está echando tripa». «Montero, vete a cagar».

—¡Menos mal que han llegado! —dijo Falcones—. La jueza Arjona ha puesto el grito en el cielo.

—Gracias. Yo hablaré con ella.

Matías no denotaba llevar treinta horas en el calabozo.

Pitana se sentó frente a él, hierático. Montero volvió a convencerse de que no había visto a un hombre tan guapo en su vida.

—Sargento, he quedado en libertad, así que no contestaré a más preguntas.

—Seré breve. Te lo prometo.

Matías se resignó.

—¿Conoces a un tipo al que apodan Tavo?

—No he oído ese nombre en mi vida.

—¿Estás seguro?

—Segurísimo.

«Miente».

—He estado reflexionando y he llegado a una conclusión interesante.

—Tiene pinta de ser un hombre cabal —dijo Matías, y resopló aburrido.

—Te equivocas. Lo mío es remover vísceras. Y tus ojos rezuman pavor. —Matías sonrió y agachó la cabeza—. Y no sabes cómo afrontar la situación.

—¿Es adivino?

—Ni mucho menos. Pero sé cuándo alguien está acojonado. Y tú lo estás.

—¿Puedo irme?

—Una última consideración: me imagino que tu exsuegra y Eva ya no serán tan amiguitas…

Matías se abalanzó sobre Pitana. Montero lo cogió por la espalda para impedir que lo golpeara.

—¡Cabrón!

Pitana se puso en pie, Montero aún aprisionaba a Matías, y se dirigió hacia la puerta.

—¿Se puede saber a qué ha venido eso?

Montero había alcanzado a Pitana a la carrera. El sargento Falcones, que había presenciado el altercado detrás del cristal, también vino a reprenderlo.

—Tranquilos, no pasa nada. Solo quería comprobar que a Matías le corre sangre por las venas.

—¡Pitana, me va a buscar un lío!

—Ya le he dicho que asumo toda la responsabilidad.

Montero conducía de retorno a Iznájar.

—Por cierto, ¿se ha fijado en la boca de Matías?

—¿Qué le pasa? —preguntó Pitana.

—Es una boca chula.

—¿Qué coño significa eso?

—Pues está claro: una boca bonita.

—¿Y por qué no dices que es una boca bonita?

—Porque me gusta más mi expresión. La oí en una canción y se me quedó grabada.

—Montero, eres muy rara.

—Le dijo la sartén al cazo.

—¿Qué se comenta por el pueblo?

Eran cerca de las nueve, pero antes de abandonar el cuartel, Pitana quería comprobar si sus agentes habían hecho los deberes.

—No mucho, mi sargento —dijo Sesma—. Augusto Cayo se mudó a Iznájar hace medio año y no se dejaba ver mucho por el pueblo.

—Aunque Manolo, el dueño de la Tasca Patio de las Comedias, ha puesto cara de haberse tragado un sapo cuando hemos mencionado su nombre —dijo Tavares—. Por lo demás, silencio absoluto. Nadie parece saber nada de él.

—Pueden retirarse.

Pitana entró en la fonda y fue directo a la barra del bar. Jacinta le sirvió una caña.

—Gracias. La necesitaba.

—Tienes mala cara.

Pitana bebió un trago. No quería hablar del trabajo con Jacinta y salió por peteneras.

—Tengo el estómago revuelto.

—¿Cómo está Matías?

—Bien, ya está en casa.

—¡Cómo me alegro! ¿Vas a cenar?

—Tomaré algo ligero.

—Anda, pasa al comedor y ahora te mando a Paloma.

Desde el ingreso en el centro de internamiento del novio de Paloma, esta lo ignoraba. Aun así, le servía diligente. «Ten paciencia. Ha sido un duro golpe para ella», le decía Jacinta. Pitana esperaba el regreso de la antigua Paloma, la muchacha del pelo azul y aretes en las orejas que le hacía reír con sus ocurrencias y su desparpajo.

Pitana ingirió una tortilla francesa y un yogur natural. Se quedó con hambre. Los dos comensales de la mesa contigua se estaban metiendo entre pecho y espalda unos callos que olían que alimentaban, pero después de haber mentido a Jacinta, no era conveniente recoger cable y pedir una ración. Jacinta se enfadaría.

Seguía dándole vueltas a la posible implicación del primo de Palomeque y Jacinta en la muerte de Cuchillo y no encontraba lógica en su proceder. O era más tonto que Abundio o se le antojaba improbable que lo hubiera matado después de haber discutido ante decenas de testigos. Y otra pregunta lo asaltaba: ¿dónde demonios habrían coincidido un guardia civil y una pintora de fama internacional?

Jacinta se sentó a la mesa de Pitana.

—¿Has hablado con Palomeque? —preguntó Jacinta.

—Algo me ha contado…

—¿Qué quieres saber?

—¿Cómo se conocieron Matías y Eva Durante?

—Valentina, la madre de Guadalupe, y Eva entablaron amistad en México, antes de que Valentina se casara con Hermes Sarmiento, el bodeguero, y se trasladara a España. Valentina se enteró de que Eva estaba en Madrid para inaugurar una exposición y la invitó a pasar unos días en Montilla. Le prepararon una fiesta de bienvenida. Matías y Guadalupe estaban invitados.

—¿Y…?

—Se comenta que Guadalupe empezó a sospechar de Matías y contrató a un detective.

—¡No me jodas!

—Sin joder.

—¿Y qué pasó?

—Que el detective corroboró la relación. Guadalupe los pilló in fraganti.

—¿En la cama?

—Pues sí.

—¿Y cómo es la relación actual entre Guadalupe y Matías?

—Imagínate. Guadalupe no quiere ni verlo.

—Palomeque me ha contado la desgracia del hijo mayor.

—Fue la guinda del pastel.

Hambriento y cabreado, Pitana se despidió de Jacinta y se marchó a su casa.

Aquella noche no tenía ganas de jarana.

6

Palomeque recibió eufórico a Pitana.

—A sus órdenes, mi sargento.

Palomeque seguía con la manía de cuadrarse y saludar, mano en la sien, aunque Pitana se lo hubiera reprochado mil veces.

—¿Alguna novedad?

—Mi primo ha quedado en libertad sin cargos. Estoy contentísimo.

—Lo sé, Palomeque. Yo también me alegro.

—Estaba seguro de su inocencia.

Entonces Pitana oyó un ruido procedente de la recepción.

—¿Ha oído eso?

—Yo no he oído nada.

Palomeque se interpuso entre la puerta y el sargento.

—Aparta.

Pitana abrió la puerta y «el demonio de Tasmania» salió a la carrera. Pitana no se cayó de bruces por el pelo de una gamba.

—¡Sansón,