El romance del bosque - Ann Radcliffe - E-Book

El romance del bosque E-Book

Ann Radcliffe

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Si Horace Walpole puede considerarse el padre indiscutible de la novela gótica, Ann Radcliffe fue sin duda la madre. La ingeniosa y racionalista Ann Radcliffe evoca en sus obras los aspectos más sombríos y dramáticos de la naturaleza con una cierta poesía. Mediante una recargada ornamentación y una extravagante dramatización de las más variadas formas de transgresión (incesto, violación...), que prometían peligros inminentes, luego desplazados o incumplidos, lograba captar la atención del lector. Fue la más eximia representante de la escuela gótica y logró poner de moda aquel género en las postrimerías del siglo XVIII. Su influencia alcanzó a escritores como Byron, Shelley o las hermanas Brontë.

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Veröffentlichungsjahr: 2016

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ANN RADCLIFFE

El romance del bosque

Edición de Juan Antonio Molina Foix

Traducción de Juan Antonio Molina Foix

Índice

INTRODUCCIÓN

Los embates de la subversión

Madre del gótico

Gótico versus Romántico

Rituales del catolicismo

Retraída vida provinciana

Hiélase la sangre

Horror y terror

Sobrenatural aparente

Escenarios de la mente

La austera belleza del silencio

Los resortes del miedo

ESTA EDICIÓN

CRONOLOGÍA

BIBLIOGRAFÍA

EL ROMANCE DEL BOSQUE

Advertencia

Volumen I

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Volumen II

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Capítulo XIII

Capítulo XIV

Volumen III

Capítulo XV

Capítulo XVI

Capítulo XVII

Capítulo XVIII

Capítulo XIX

Capítulo XX

Capítulo XXI

Capítulo XXII

Capítulo XXIII

Capítulo XXIV

Capítulo XXV

Capítulo XXVI

CRÉDITOS

INTRODUCCIÓN

A Olivia y Valeria, que no se asustan de nada

Full on this casement shone the wintry moon,

And threw warm gules on Madeline’s fair breast,

As down she knelt for heaven’s grace and boon.

KEATS(The Eve of St. Agnes, xxv, 1819)

He, wrapt in clouds of mystery and silence, Broods o’er his passions, bodies them in deeds, And sends them forth on wings of Fate to others, Like the invisible Will, that guides us, Unheard, unknown, unsearchable.

ANN RADCLIFFE (The Italian, 1797)

 

Retrato de Ann Radcliffe.

LOS EMBATES DE LA SUBVERSIÓN

LA novela gótica, verdadero punto de partida de la literatura fantástica propiamente dicha, la llamada (por Nodier) «fuente de juventud de la imaginación», en su día brindó un refugio y una pertinente respuesta a las impaciencias y exigencias de la naciente generación romántica, y en la actualidad parece volver por sus fueros en esta era de decadencia y crisis a la que hemos llegado.

Como una especie de válvula de escape a la cruda realidad de la segunda mitad del siglo XVIII (preludio, sin duda, de la Revolución Francesa), la novela gótica, o negra, se convirtió, gracias a su recreación de una tenebrosa época histórica, definitivamente periclitada mas no olvidada, en la que los prodigios y maravillas estaban a la orden del día, en el primer gran género popular que se benefició de la invención de la imprenta. Frente al materialismo ateo que despertaba en Europa en aquellos años inciertos, los escritores góticos prefirieron el irracionalismo y la barbarie del Medievo (el «barbarismo medieval» como alternativa al agustinismo entonces imperante) y elaboraron una fulgurante estética de lo macabro y lo horrible (Shelley alabaría poco después la «tempestuosa belleza del terror» en su poema «On the Medusa in a Florentine Gallery»), cuya formulación y ulterior desarrollo (no hay que olvidar que el prolífico movimiento fue «inglés en su origen, inglés en sus materiales e inglés por readopción», en palabras de Coleridge) tuvieron una enorme acogida en todo el continente durante más de medio siglo, e incluso se exportaron a América.

Lo que caracteriza en general a la novela gótica es su actitud límite ante el pasado: una mezcla de atracción y repulsión, de miedo pero asimismo fascinación, tanto a la violencia del pasado como a su agresiva y opresiva influencia sobre el presente. Pretende hacer comprensible el presente en función del pasado, aliviar dentro de lo posible dicho pasado en función de un presente amenazador. Se adentra impúdicamente en el laberinto de corredores de la represión (miedos y tabúes sexuales) mediante una hábil estructura paranoica que distorsiona la realidad, permitiendo explorar a fondo la naturaleza humana, así como propiciar la búsqueda de uno mismo en circunstancias especiales de ruptura, fragmentación o aislamiento. El escritor gótico actúa, consciente o inconscientemente, en las lindes de lo aceptable, pues es en esa zona fronteriza donde reside el miedo. Sus satánicos héroes condenados apuntan hacia una ruptura de los valores establecidos, su principal cometido es instalar la revuelta y la subversión en el seno mismo de la literatura1.

Cuando en 1798 Jane Austen empezó a escribir Northanger Abbey, con la que pretendía satirizar la novela gótica, buscó la más típica representante del género y descubrió con sorpresa que The Mysteries of Udolpho era todavía la más leída. Su autora era Ann Radcliffe, una mujer completamente al margen del mundillo literario inglés que vivía retirada lejos de Londres. Si Horace Walpole puede considerarse el padre indiscutible del género, Ann Radcliffe fue sin duda la madre.

La ingeniosa y racionalista2 Radcliffe, la «madre Radcliffe» como la llamaba Keats, evocaba los aspectos más sombríos y dramáticos de la naturaleza con una cierta poesía. Tenía la fuerza que, según Henry James, es el sine qua non para una auténtica narración: describe sus personajes de manera que resume sus conflictos y los hace memorables; sabe captar gestos. Frente a la sencillez y precisión estilística del excéntrico Walpole, ella hacía gala de una recargada ornamentación y lograba captar la atención del lector mediante una extravagante dramatización de las más variadas formas de transgresión (incesto, violación...), que prometían peligros inminentes, luego incumplidos o desplazados por nuevos desarrollos narrativos, que disipaban eventualmente las emociones previstas al confirmarse mucho menos horrorosos de lo que el texto parecía sugerir (como apunta Coleridge: «la mayoría de las veces la curiosidad es más suscitada que satisfecha, o más bien es suscitada en tan alto grado que no es posible darle una gratificación adecuada»3).

Ella fue sin duda alguna la verdadera punta del iceberg de la pléyade de escritoras con las que el género adquirió la mayoría de edad y su máxima aceptación (no hay que olvidar que el público destinatario de aquella ficción era en su mayoría femenino). La llamada por Walter Scott «primera poetisa de la ficción romántica»4, fue la más eximia representante de la escuela gótica y logró poner de moda aquel género en las postrimerías del siglo XVIII, cuya influencia no sólo es rastreable en sus epígonos (Lewis y Maturin sobre todo) sino que alcanzó a escritores como Byron, Shelley o las hermanas Brontë.

MADRE DEL GÓTICO

De su vida se sabe muy poco. Cuando Christina Rossetti, que la admiraba profundamente, quiso escribir su biografía en 1883 no tuvo más remedio que abandonar la idea porque el material que había podido recoger era muy escaso5. Hoy en día, además de los exiguos datos aportados por sus contemporáneos (Mrs. Barbauld, Coleridge, Walter Scott, William Hazlitt o Thomas N. Talfourd), se dispone ya de otros muchos gracias a estudiosos más recientes como Clara F. McIntyre, Aline Grant, Devendra Varma, Eugene Murray, Pierre Arnaud, Robert Miles, Debora D. Rogers o Rictor Norton.

Ilustración para The Old Manor House (1793), de Charlotte Smith.

Ann nació en el céntrico barrio londinense de Holborn6 el 9 de julio de 1764 en una familia adinerada y de elevada posición social («aunque su padre era comerciante estaba emparentado con familias de fortuna y alta alcurnia», en palabras de su supuesto primer biógrafo Thomas N. Talfourd7). Fue hija única de William Ward, que regentaba una próspera mercería, y de Ann Oates. La tía de su padre, Mrs. Harwell, fue su madrina de bautismo. Su abuela paterna era una Cheselden, hermana del célebre cirujano, y su abuela materna, Ann Oates, era tía de Sir Richard Jebb, catedrático de griego primero en Glasgow y luego en Cambridge, famoso por sus traducciones de Sófocles, Baquílides y Teofrasto, por lo que estaba emparentada con los Halifax, tanto el obispo de Gloucester como el médico del rey8.

Su tío Thomas Bentley, casado con una hermana de su madre (Hannah) y sin descendencia, tomó mucho cariño a la pequeña Ann, y es muy posible que en las visitas a su casa la niña tuviera ocasión de conocer a alguna figura de la élite intelectual londinense —como Lady Mary Wortley Montagu (1689-1762), famosa tanto por sus disputas con Pope como por su lucha a favor de la inoculación en Londres de la vacuna contra la viruela, o la gran amiga de Samuel Johnson, Hester Lynch Thrale (o Piozzi, 1763-1784)—, que de alguna manera pudieron servir de estímulo a la futura escritora.

De educación humanista, Bentley era un ilustrado mecenas artístico y socio de la famosa empresa de porcelana Wedgwood, y durante su juventud había viajado por Francia e Italia. Excelente conversador, muy aficionado a la literatura y la música, amigo de personajes como el escritor, político y científico norteamericano Benjamin Franklin (1706-1790), Daniel Solander (1736-1772), botánico sueco que acompañó al capitán Cook en su vuelta al mundo, Joseph Priestley (1733-1804), químico y ministro presbiteriano, o Sir Joseph Banks (1743-1820), eminente explorador e historiador, Bentley era un disidente9, fundador de la Presbyterian Academy en Warrington (a la que perteneció el descendiente de hugonotes franceses Rochemont Barbauld, marido de Anna Lætitia Aikin) y la Octagon Chapel en Liverpool10.

Cuando sólo tenía ocho años su familia se trasladó a Bath, ciudad en el condado de Avon (al oeste de Inglaterra) famosa por su balneario, en donde su padre se puso al frente de una sala de exposiciones de cerámica de Derbyshire, propiedad de Thomas Wedgwood. Debió de recibir la educación típica de su época: arte, música y lectura de clásicos. Si bien no existen datos concretos que lo atestigüen, el hecho de que en 1781 las hermanas Sophia y Harriet Lee inauguraran en aquella localidad una escuela para señoritas hace pensar a sus biógrafos que pudo haber asistido a ella11. Poco más se sabe de ella hasta su boda, cuando sólo contaba veintitrés años.

A pesar de que en un principio su madre se oponía a la boda por las ideas políticas (supuestamente radicales) del pretendiente, en enero de 1787 Ann se casó con William Radcliffe, joven graduado en Oxford que había cursado estudios de abogacía (en uno de los cuatro colleges de los Inns of Court) pero nunca llegó a ejercer. El joven Radcliffe se inclinó por el periodismo (su primer trabajo como tal fue de reportero parlamentario para el Gazetteer12, periódico relacionado con los círculos del político liberal Charles James Fox) y ocasionalmente por la traducción13, convirtiéndose en 1791 en propietario y director del semanario literario The English Chronicle.

A partir de entonces son cada vez más escasas las noticias acerca de su vida. En «Memoirs of Mrs. Ann Radcliffe», la describen como «de baja estatura y delgada, pero exquisitamente proporcionada, y de semblante hermoso y expresivo»14. «Era resistente a la fatiga, buena paseante y valerosa jinete»15. Se supone que su matrimonio fue feliz. Durante el verano solían viajar por el oeste y el sur de Inglaterra y Ann anotaba cuidadosamente sus impresiones en un diario. Adoraba todo lo pintoresco: montañas majestuosas, campiñas verdes, noches de luna, lagos tranquilos y música al atardecer al borde del mar. Como no tuvieron hijos, su marido la animó a escribir para entretenerse en las largas y solitarias tardes de invierno. Asimismo es posible que la publicación en 1785 de The Recess de Sophia Lee la moviera a probar fortuna como escritora. En todo caso una cosa es cierta: sin duda no fue la necesidad de dinero lo que impulsó su carrera literaria, que se inició en 1789 con la publicación de forma anónima de The Castles of Athlin and Dunbayne: A Highland Story, una novela histórica con escasos ingredientes góticos, ambientada en las Tierras Altas de Escocia en plena Edad Media.

GÓTICO VERSUS ROMÁNTICO

Aunque fue muy criticada por su abundancia de anacronismos e inexactitudes (en especial sus pintorescas descripciones del paisaje escocés), y sobre todo por la sensibilidad decimonónica de sus dos heroínas feudales, la novela incluía ya un soneto a la manera de Gray (cuatro cuartetos heroicos) y adelantaba los inquietantes misterios y el romanticismo rampante que luego desarrollaría su autora de forma tan convincente en obras posteriores. En medio de un ambiente tenebroso, que presagia sus futuros logros y pronto iba a convertirse en el sello característico de la escritora, cuenta la venganza de un joven conde cuyo padre ha sido asesinado por un terrateniente vecino, el barón Malcolm, «enormemente injusto y profundamente cruel», perfecto antecesor de los violentos villanos góticos que más tarde le darían fama. Un par de episodios paralelos, en uno de los cuales está implicada una joven destinada a casarse con el barón en contra de su voluntad, redondean la trama y la ayudan a concluir con un feliz desenlace.

A Sicilian Romance, publicada un año después, también anónimamente, confirmó con creces sus progresos y curiosamente contiene el germen de Northanger Abbey (1818), de Jane Austen, y de Jane Eyre (1847), de Charlotte Brontë. Ambientada en 1580 en la costa norte de Sicilia, la novela cuenta la historia del marqués de Mazzini, casado en segundas nupcias, que pretende que su hija contraiga matrimonio contra su voluntad. Mucho más ambiciosa y con un comienzo muy sugestivo (un viajero se detiene junto a las ruinas de un castillo y se refugia en un monasterio cercano, en donde encuentra un manuscrito que relata la historia de aquellos vetustos restos), la enrevesada trama narra la huida de la joven, su captura y su posterior fuga. En el primer capítulo comienzan los fenómenos extraños: las puertas se abren y cierran solas, misteriosas luces vagan de manera esquiva por el ala desierta del castillo, de vez en cuando rompen el ominoso silencio terribles gemidos ahogados, supuestamente emitidos por el espectro del asesinado della Campo que está enterrado en el sótano, pero que al final resulta que proceden de la primera mujer del marqués, que no ha muerto. La explicación por causas naturales de esas luces y gemidos, y la utilización del paisaje para crear una atmósfera de terror, intriga y suspense, revelan que Radcliffe ya ha descubierto el peculiar estilo de prosa lírica que buscaba a tientas en su primera novela.

Sus dos siguientes novelas —The Romance of the Forest, que a partir de la segunda edición apareció ya con su nombre, y The Mysteries of Udolpho, su primera obra firmada expresamente— ampliaron considerablemente su popularidad y establecieron definitivamente su consagración como preeminente novelista gótica.

Aun cuando su acción transcurre en el siglo dieciséis en varios países europeos (Francia, Italia y Suiza) y está basada en hechos reales, en The Romance of the Forest no hay ningún personaje ni hecho histórico reseñable, y tanto su lenguaje como sus caracterizaciones podrían pertenecer perfectamente a la época en que se escribió. Mucho más romántica que gótica, plagada de imaginativas descripciones de ruinas y de escenarios naturales, y salpicada de poemas, su trama,

llena de ingeniosas complicaciones, está expuesta de manera tan relajada, que su seductora demora estimula nuestra curiosidad tan eficazmente como la deliberada calma de un raconteur que, con vistas a realzar su efecto artístico, hace una pausa para encender una pipa en el punto culminante de su historia16.

Como en sus demás novelas el tema central es el triunfo de la virtud sobre la iniquidad, muy propio de una devota cristiana como era su autora, pero está aderezado con terribles revelaciones familiares, tremendas injusticias, malentendidos románticos y algún que otro anacronismo, todo ello en el marco de una abadía abandonada que en realidad sirve de refugio a unos bandidos.

Grabado para The Mysteries of Udolpho (1830), vol. 3, pág. 130.

The Mysteries of Udolpho, su más celebrada novela, es para muchos (aunque no para mí) su obra maestra. El editor le pagó por ella lo que Walter Scott consideró «la inaudita suma de 500 libras», pero las suculentas ventas demostraron que no se había equivocado ni mucho menos. Ambientada en Francia (Gascuña) e Italia, es claramente una bildungsroman (novela de aprendizaje) cuya complicada trama rastrea la suerte de Emily St. Aubert, que pierde sucesivamente a su padre y a su madre, queda bajo la tutela de su tía, que la lleva a Udolpho, un sombrío castillo en los Apeninos propiedad de su malvado esposo, el intrigante y siniestro Montoni, en donde padece una infinidad de incomodidades, sorpresas y angustias, hasta que logra escapar para reunirse con su más bien insípido pretendiente con el que por último se casará.

Mas a pesar de la profusión de cámaras secretas, trampillas en el suelo, ruidos misteriosos, paredes desmoronadas, lóbregos sótanos, cadenas que chirrían, figuras encapuchadas, gemidos sobrecogedores, o el indescriptible horror que esconde una hornacina detrás de un velo negro, no hay en toda la novela ninguna circunstancia verdaderamente sobrenatural: al final todo tiene una explicación racional. Una vez más lo romántico se impone a lo gótico17. Y pese a estar fechada en 1580, tanto Emily como su fiel sirviente Annette parecen más bien criaturas de Rousseau, interesadas únicamente en la contemplación de paisajes idílicos a lo Poussin y Salvatore Rosa, o en escribir poesía sobre la naturaleza, animada e inanimada, y pintar acuarelas. Con tales distracciones elegantes comienza y concluye la ajetreada carrera de Emily, tras un sinfín de aventuras a cual más alucinante en las que la joven se desmaya ante el más ligero indicio de horror. En cuanto al malvado Montoni, es el arquetípico villano radcliffiano, sin otro rasgo que lo redima salvo que es más divertido que el resto de personajes.

De cualquier modo, esta novela desempeñaría años más tarde un papel destacado en la trama de la ópera prima de Jane Austen (1775-1817) Northanger Abbey, parodia del género en la que su protagonista, Catherine Morland, fiel lectora de romances góticos, imagina que la antigua abadía que visita encubre oscuros secretos de sus propietarios, los Tilney, cuyo hijo mayor Henry está enamorado de ella.

RITUALES DEL CATOLICISMO

Antes de publicar Udolpho Ann visitó con su marido Holanda, país de donde era oriunda su madre, continuó hasta Alemania y subió por el Rhin hasta la frontera suiza. Por problemas con su pasaporte no pudo entrar en Suiza y en su lugar regresó a su país para recorrer los lagos ingleses. Las impresiones de aquel viaje verían la luz un año después. Se trata de un voluminoso manual de 500 páginas con descripciones de puestas de sol en las montañas, toques de vísperas, noches de luna llena, anécdotas históricas y testimonios de leyendas y supersticiones locales. Un lector moderno probablemente lo encontraría excesivamente descriptivo, pero fue muy bien acogido por sus contemporáneos en una época en la que no abundaban los libros de viajes. Como muy bien expresó Thomas Green, «mucho podía esperarse de un tema tan apropiado a las bien conocidas facultades de esta escritora, pero una cosa es pintar con la imaginación y otra bien distinta copiar de la naturaleza»18.

Vivamente interesada por los rituales del catolicismo y las órdenes religiosas, durante su estancia en Colonia, en la que se alojaron en un antiguo convento, recorrieron la catedral, contemplaron la procesión del Domingo de la Santísima Trinidad y visitaron algunas de sus numerosas iglesias y capillas19. Sus vívidas descripciones de monjas arrodilladas bajo arcos rotos y deterioradas ventanas de celosía parecían anunciar la impresionante figura romántica del monje encapuchado y vestido de negro que desafía al viento en los acantilados de Boppart, una de las imágenes más imperecederas de su siguiente novela, The Italian; or, The Confessional of the Black Penitents.

Las 500 libras recibidas por Udolpho20 se convirtieron en 80021 por The Italian, que apareció en 1797, y muchos la consideraron una respuesta comedida a The Monk de Matthew Lewis, cuya publicación había causado sensación un año antes. Si en la escandalosa y furibunda obra de Lewis la desdichada Inés es forzada por su celosa tía (y rival amorosa) a ingresar en un convento, donde es soterrada inhumanamente en sus catacumbas cuando es descubierta a punto de fugarse con su enamorado Ramón de las Cisternas, en The Italian Radcliffe se vale del mismo motivo patético del conflicto entre el amor profano y los votos religiosos (que ya utilizara en A Sicilian Romance al hacer que la monja Cornelia muera en el altar mayor en presencia de su amante) en el pasaje en que el perverso fraile Schedoni encierra a la virginal Ellena en el convento de San Stefano. Pues, como afirma Mario Praz, «Lewis, Radcliffe y Sade pertenecen al mismo clima mental; ese clima que produjo tantas encarnaciones del tema de la doncella perseguida, y que encontró su máxima expresión pictórica en Goya»22.

Grabado de Sarah van Nierek para The Mysteries of Udolpho (1987).

A diferencia de sus anteriores novelas, la trama está situada en época mucho más cercana (hacia 1764) y no incluye ningún poema intercalado, recurso que por cierto la crítica ha valorado más tarde como lo más original de su estilo. Su comienzo es espectacular y, según Andrew Lang, digno de Nathaniel Hawthorne: un grupo de ingleses que está visitando la iglesia de Santa Maria dei Pianto en Nápoles ve a un individuo alto, cargado de espaldas, que recorre el atrio sigilosamente y se dirige a un confesonario. Al preguntar por él a un fraile de un convento contiguo, este les dice que se trata de un asesino que se ha acogido a sagrado. Es el preludio de una serie de inquietantes escenas dramáticas maquinadas por el pérfido monje capuchino Schedoni, confesor de la marquesa de Vivaldi, para impedir en connivencia con ella, la boda de su hijo con la bella Ellena. Si en Udolpho el telón de fondo era el castillo «encantado», aquí lo sustituye el convento en el que es confinada la heroína, en donde es amenazada y torturada por unas monjas crueles que tratan de obligarla a tomar los votos, y finalmente las celdas de la temida Inquisición con toda su parafernalia siniestra.

El personaje de Schedoni, que recuerda un poco al Satán de Milton, es, para muchos, el máximo logro de Radcliffe: el prototípico villano gótico, insidioso, enigmático y fascinante, en el que se ha visto, quizás algo indulgentemente, el origen del héroe byrónico. No es simplemente «un nombre sonoro, una figura atractiva», como dijo Hazlitt23 de sus otros héroes (Valancourt, Theodore y el resto). Al igual que Manfred, Schedoni, sin abandonar una perenne expresión de angustia gélida, se echa por encima un negro e impenetrable manto de cinismo, pero no se deja torturar por el remordimiento como aquel, y sobre todo sus motivaciones son sin duda más insignificantes. Bien que culpable de los más siniestros crímenes, es digno y admirable, tiene los rasgos necesarios que le redimen ante el lector y suavizan su repulsa. Como personaje está inevitablemente ligado a su magistral actuación en la escena más dramática del libro, muy elogiada por Walter Scott, en la que el monje está a punto de apuñalar a Ellena y se detiene al darse cuenta, por el colgante que lleva, de que podría ser su padre. La horrible sublimidad con que se describe tal descubrimiento es incomparable y sólo es superada cuando poco después se entera de que en realidad es su tío.

RETRAÍDA VIDA PROVINCIANA

The Italian fue la última publicación de Ann Radcliffe, a excepción de una breve antología que apareció en 1816, no autorizada por ella, de poemas (extraídos principalmente de sus novelas). No obstante en 1802, a raíz de una visita a las ruinas normandas de Kenilworth Castle, comenzó una sexta novela, Gaston de Blondeville, or the Court of Henry III, Keeping Festival in Ardenne, arriesgado experimento de romance histórico que aparentemente no tenía intención de publicar, y un año después escribió el poema narrativo St. Alban’s Abbey: A Metrical Tale. Ambos textos fueron encontrados entre sus papeles cuando murió y serían publicados póstumamente por su marido24.

Diversos factores contribuyeron al sorprendente fin de su brillante carrera literaria cuando mayor era su éxito y sólo tenía treinta y tres años. Un enigma indescifrable que para Andrew Lang es más misterioso que cualquiera de sus misterios. McIntyre aduce que debió lamentar los comentarios desfavorables sobre su último libro, que Walter Scott explica señalando con razón que le reprochaban «que no poseía las excelencias adecuadas a un estilo de composición totalmente diferente al que había intentado». ¿Acaso creía ella que ya no podría superar Udolpho y The Italian? ¿Que su público había madurado y ya no estaba dispuesto a aceptar las tramas complejas pero espesas, obvias y banales de sus novelas?

Otra hipótesis es que le disgustaba profundamente la enorme cantidad de burdas imitaciones de su obra que surgieron, de las que posiblemente no podía evitar sentirse en cierta manera responsable, así como «la publicación de otras novelas bajo nombre ligeramente cambiado con el propósito de engañar al lector, y el frívolo uso del término “escuela de Radcliffe” por escritorzuelos de toda laya»25. O que «su salud se debilitó [padecía asma] y sufrió una disminución de facultades físicas y mentales»26. Una razón más personal para el cese de su actividad podría haber sido el legado que recibió por una herencia, lo que le permitió una completa independencia económica, pero eso supondría que hubiera empezado a escribir por estrictos motivos pecuniarios, lo que es impensable. Otra teoría presupone la melancolía causada por las muertes casi seguidas de su padre y su madre27. Incluso hay quien sugiere que le desagradaba la asociación de la novela gótica con la Revolución Francesa.

Por otro lado no hay que olvidar su timidez, que la hacía sentirse incómoda con los elogios. Sentía profunda aversión por la inevitable notoriedad que conllevaba la autoría. «La sola idea de aparecer en persona como autora de sus novelas escandalizaba a su delicadeza»28. El modelo de literata virtuosa y cursi no borraba el malestar generalizado en aquella época acerca del decoro de las mujeres que escriben, que, al exponerse a la vista del público y competir con los escritores, se arriesgan a que las comparen con otro tipo de profesional femenina en contacto con los hombres: la prostituta.

En cualquier caso se convirtió en una figura misteriosa y su retirada de la vida pública fue tan completa que su nombre no figuró en A Biographical Dictionary of the Living Authors of Great Britain and Ireland (Londres, H. Colburn, 1816) y circularon leyendas de que había muerto29 o se había vuelto loca. La confusión sobre su supuesta muerte fue más bien un malentendido provocado por la publicación en 1811 de The Memoirs of Mrs. M. A. Radcliffeinfamiliar letters to her female friend, de Mary Ann Radcliffe (1746?-1810?), una imitadora que nada tenía que ver con ella, autora de Manfroné; or the One-handed Monk (1809) y el panfleto feminista The Female Advocate: Or An Attempt to Recover the Rights of Women from Male Usurpation (1799). En cuanto a lo segundo, Walter Scott admitió que, como otros muchos, creyó que «a consecuencia de darle vueltas en la cabeza a los espantos que describía, finalmente había perdido la razón, y que la autora de The Mysteries of Udolpho se había convertido en la melancólica inquilina de un manicomio privado»30.

A pesar de aquellos insistentes rumores, cada vez más extendidos, la escritora no abandonó su reclusión voluntaria y siguió viajando de incógnito con su marido por Inglaterra durante los veranos, si bien para entonces comenzaron sus malestares respiratorios y aparecieron los primeros síntomas de asma. En 1813 se fue a vivir cerca de Windsor, en el condado de Berkshire (sudeste de Inglaterra), en donde permaneció hasta 1816. En marzo de 1822 una inflamación de los pulmones la mantuvo bastante tiempo indispuesta y aquel mismo otoño se trasladó a Ramsgate, localidad costera en el condado de Kent (sudeste de Inglaterra), para recobrar su maltrecha salud. Allí permaneció hasta comienzos de 1823 en que regresó a Londres, donde murió súbitamente el 7 de febrero de insuficiencia respiratoria, probablemente derivada de una neumonía. No tenía más que cincuenta y ocho años. Fue enterrada en el cementerio de Saint George, cerca de Hanover Square, hoy en día conocido como St. George Fields, en Bayswater Road cerca de Hyde Park, y entonces célebre por ser blanco predilecto de los ladrones de tumbas31.

Grabado para El italiano, o el confesionario de los penitentes negros (1836), tomo II, pág. 29.

Todos los obituarios que se publicaron coincidieron en elogiar su obra pero aportaron muy pocos datos nuevos sobre su vida.

La sociedad se ve privada de uno de sus miembros más amables y valiosos, y la literatura de una de sus más brillantes honras.

Nunca apareció en público, nunca se mezcló en sociedad sino que se mantuvo al margen, como el melodioso pájaro que trina, oculto y sin ser visto [...] Fue más que recompensada por los placeres que promovió en la sombra; y tal vez pocos autores eminentes han tenido una vida tan irreprochable y tan feliz.

HIÉLASE LA SANGRE

En 1824, un año antes de comenzar su diario, Walter Scott escribió un largo ensayo sobre Radcliffe, en el que la llama su autora predilecta, aun cuando no se exceda en elogios. En su opinión le faltaba penetración en el corazón humano, no dominaba las pasiones. Y se pregunta por qué le gusta, reconociendo que produce miedo, que atemoriza, que crea una fantasmagoría de pintoresquismo externo y paisajes espléndidamente descritos a los que el lector se escapa; que escribe melodramas. Afirma que «recurre a esos poderosos focos de interés: un sentido latente del pavor sobrenatural, y la curiosidad por todo lo oculto y misterioso»32. Él mismo recurrió a ellos en alguna ocasión. Ciertas novelas como Woodstock (1826) o Anne of Geierstein (1829) recuerdan un poco a Radcliffe no sólo por el tema, sino sobre todo por el tratamiento.

Otros contemporáneos opinaron igualmente que «no tiene rival en torturar el alma con horrores imaginarios, poner la carne de gallina y crispar los nervios»33, o «si hubiera leído en mi infancia Udolpho y el resto de sus novelas se me habrían puesto los pelos de punta como a los demás chicos»34. Y antes que ellos, Anna Seward (1747-1809), el «Cisne de Lichfield» que legó su obra poética a Scott para que la publicara después de su muerte, confesó en su correspondencia que «hay pocas plumas que posean la facultad de sugerir esas inocentes fantasías tan gratificantes a la imaginación, la cual exige para su complacencia algo más que una historia amorosa. La pluma de Mrs. Radcliffe es una de ellas»35.

Más de un siglo después, otro genuino representante de la mejor literatura de terror, H. P. Lovecraft, confirmaba esos antusiasmos admirativos en su celebérrimo ensayo Supernatural Horror in Literature:

A los conocidos atavíos góticos de sus predecesores, Mrs. Radcliffe añadió un genuino sentido de lo sobrenatural, tanto en los escenarios como en los incidentes, que raya en la genialidad; cada pormenor de la ambientación y de la intriga contribuye artísticamente a crear la impresión de horror ilimitado que ella quería transmitir. Unos pocos detalles siniestros, como un rastro de sangre en las escaleras del castillo, un gemido procedente de un sótano apartado, o un misterioso cántico en un bosque durante la noche, pueden evocar en ella las más intensas imágenes de horror inminente, rebasando con mucho las extravagantes y arduas elaboraciones de otros cultivadores del género36.

Su lugar en la historia de la literatura inglesa está hoy en día más que asegurado, es una figura imposible de ignorar en el ámbito de la novela. Su prestigio imperecedero reside en el hecho de que sus cualidades imaginativas y sus méritos literarios jamás pudieron superarlos sus imitadores. Su estilo no tuvo parangón en sus contemporáneos. Su prosa constituyó un interesante experimento en el tratamiento de lo sobrenatural y en el difícil arte de inquietar al lector. Sus tramas hechizaban y encantaban de una forma hasta entonces desconocida: afectaban a la imaginación para luego disiparse como un sueño. Su éxito engendró un montón de imitadores, sobre todo mujeres como Regina Maria Roche (1764-1845), Isabella Kelley (1759-1857), Eliza Parsons (1748?-1811), Catherine Cuthbertson (?-1830), o Sarah Green (?-1824), pero ninguno37 pudo eclipsar su habilidad para crear emociones de sorpresa, asombro o inquietud, y evocar sensaciones de peligro inminente y presencias sobrenaturales a través de misteriosas sugerencias.

Creó un nuevo estilo de ficción romántica en el que lograba mantener la tensión mediante una sugestiva utilización de su sentido del misterio y la melancolía, elevando el terror a las cumbres de la belleza. Su método narrativo se basaba en el principio que Walpole trató de materializar en su obra con éxito incompleto: el suspense; y es a este método, probablemente, a lo que debemos no sólo su inmediata popularidad, sino gran parte de su importancia en el devenir de la literatura. Su destreza para crear atmósferas de suspense muestra que entendía la importancia de la insinuación y hacía frecuente y consciente uso de ella. Su innegable poder de sugestión era lo bastante potente para inducir una cierta medida de terror, por lo que sus novelas se han ganado con creces el epíteto de «romances de terror»38.

Su deliberado uso del suspense como recurso artístico es algo completamente distinto del método empleado por antecesores suyos como Samuel Richardson (1689-1761) o Henry Fielding (1707-1754), que concebían los incidentes de sus narraciones para encajarlos dentro de un plan general. Ella, por el contrario, planteaba cada escena por separado: incorporó e hizo suyo el artificio netamente gótico del fragmento, del texto inconcluso o la narración fatalmente interrumpida, y como era avezada en el empleo de las indirectas y las asociaciones, revelaba sólo una parte de su relato y dejaba el resto a la imaginación del lector.

Hasta qué punto afectó ese método a escritores posteriores es una cuestión difícil de responder de manera concluyente. Pero Walter Scott, que confesó haber sido influido por ella en varios aspectos, tenía preferencia por las escenas individualizadas. Tanto a él como a Leigh Hunt (1784-1859) le encantaban sus descripciones de vaguedades místicas. Otros escritores ingleses que pueden considerarse herederos suyos en alguna medida fueron Byron, Keats, Shelley, Wordsworth, Coleridge, Thackeray, Wilkie Collins, el mismo Dickens, las hermanas Brontë y posteriormente Daphne du Maurier. Y en Estados Unidos, tanto Nathaniel Hawthorne como Poe, por no mencionar a su discípulo más aventajado Charles Brockden Brown, siguieron en buena medida su tratamiento de lo sobrenatural y lo misterioso. Aparte del método de excitar el interés mediante el suspense, Poe tenía en común con ella el hecho de que su principal propósito parecía ser producir en el lector un cierto efecto emocional.

Se puede decir que su contribución a la novela del siglo diecinueve no sólo fue una mera cuestión estructural sino que aportó un cierto espíritu indefinido de curiosidad y temor ante el misterio de las cosas. Su influencia se extendió también por toda Europa, donde fue admirada por Balzac e influyó en Victor Hugo, Dumas y Baudelaire. A tal punto que el folletinista Paul Féval la eligió como protagonista de su novela La ville-vampire (1875), delirante pastiche del vampirismo que narra la aventura que, según una confidente suya, vivió la escritora en las inmediaciones de Belgrado, lo que le inspiró su futura obra. Incluso el moderno cuento policial, con su elaborada mistificación y sus frecuentes soluciones decepcionantes, le debe mucho, sin duda alguna, a los métodos de Radcliffe.

Se le ha criticado su sensiblería, su psicología ni sutil ni profunda, la falta de verdadera motivación de sus estereotipados personajes privados de individualidad (el lector se interesa por ellos, dicen algunos, porque están envueltos en situaciones emocionantes no porque sean irresistibles por sí mismos), su impreciso y a veces defectuoso color local y su lenguaje afectado y envarado (nadie excepto los criados habla coloquialmente e incluso en los momentos más comprometidos sus heroínas son extremadamente selectas en su dicción), pero nadie pone en duda su destreza narrativa ni su contribución al desarrollo de una eficaz estructura dramática para subrayar las escenas y lograr inquietar al lector. La cualidad esencialmente dramática de sus novelas la demuestra el hecho de que todas ellas fueron adaptadas al teatro, y la mayoría de las funciones resultantes tuvieron un gran éxito39.

Grabado para Julia, o los subterráneos del castillo de Mazzini (1840), tomo I, pág. 233.

HORROR Y TERROR

En el prefacio a la primera edición de The Castle of Otranto, Walpole se presenta como editor del libro, cuya autoría atribuye a un «ingenioso sacerdote», y afirma que probablemente este lo escribió para «confirmar las antiguas creencias erróneas y supersticiones del populacho», lo que da a entender que para él la utilización de lo sobrenatural no obedece más que a propósitos puramente literarios. Walter Scott lo explica muy bien:

El lector, a quien se le solicita admitir la creencia de una interferencia sobrenatural, comprende perfectamente lo que se le pide; y si es un lector gentil asume la actitud que mejor se adapte a seguir el engaño [...] y acepta, durante el periodo de lectura, las premisas de las que depende la fábula40.

Idéntica actitud ante lo sobrenatural, que coincidía con ciertos estudios eruditos de aquella época sobre el romance medieval y renacentista41, mostraron tanto Nathan Drake, en «On Objects of Terror» (1804), como la propia Ann Radcliffe en su curioso ensayo inacabado «The Supernatural in Poetry», que iba a formar parte del prólogo a su novela Gaston de Blondeville y acabó siendo publicado en The New Monthly Magazine (en 1826).

Pues los góticos no sólo convirtieron en figura emblemática de su ficción al terror como fuente de deleite y belleza, sino que trataron de explicarlo razonadamente.

La desagradable sensación que inmediatamente nos produce una escena de sufrimiento —escribía Anne L. Aikin— es hasta cierto punto atenuada y mitigada por la sensación refleja de aprobación acompañada de virtuosa compasión, de manera que en definitiva nos proporciona un exquisito y refinado placer remanente, que nos hace desear de nuevo ser testigos de tales escenas, en lugar de huir de ellas con indignación y horror. [...] Pero el evidente placer que experimentamos al contemplar simples objetos que producen terror, en los que no está implicado en lo más mínimo ningún sentimiento moral, y no parecen suscitar en nosotros más que la deprimente impresión de miedo, es una paradoja del corazón, de mucho más difícil solución42.

Si a Drake le preocupaba que ese terror pudiese producir «más miedo que placer» y, para evitar que llegase a la repugnancia, proponía que debía introducirse «una descripción pintoresca o un sentimiento sublime y patético»43, Ann Radcliffe también expresa sin ambages sus ideas al respecto y se explaya en el citado ensayo acerca del empleo del escenario y la caracterización. A través de un diálogo ficticio entre «dos viajeros en el condado natal de Shakespeare, Warwickshire», Mr. Willoughton («el apóstol de Shakespeare») y Mr. Simpson («representante del sentido común filisteo»), sobre la forma en que los escenarios del célebre dramaturgo inglés afectaban a su audiencia, describe con algún detalle el uso que hicieron los góticos del paisaje. Mr. W. y su amigo no sólo expresan sus puntos de vista sobre la necesidad de que las novelas sentimentales y góticas capten las emociones del lector, lo saquen de sí mismo y lo metan en la mente y sentimientos de los personajes, sino que discuten la presencia y la práctica de lo sobrenatural y hasta mencionan las brujas de Macbeth.

Mr. W. afirma categóricamente no creer en brujas («la única bruja auténtica es la bruja del poeta»44) y pone reparos a la representación de las brujas.

El atavío extravagante, el aspecto no de este mundo, son características esenciales de los agentes de lo sobrenatural, que practican el mal en la oscuridad del misterio. Cada vez que la bruja del poeta condesciende a mezclar simples travesuras normales con su maldad, y a hacerse familiar, es ridícula y pierde su ascendiente sobre la imaginación; la ilusión se desvanece. Me fastidió tanto el efecto de las brujas en escena que probablemente habría abandonado el teatro cuando aparecieron, si la fascinante influencia de Mrs. Siddons45 no se hubiera extendido por toda la obra, haciendo que superase mi repugnancia e incluso me olvidara del mismo Shakespeare46.

Lo sobrenatural, por tanto, debe presentarse como «real» y ha de tener una realidad propia, distinta de la concreta de todos los días. El autor sólo necesita mantener la probabilidad de su existencia. Mr. W. no cree tampoco en fantasmas. Para hacer posibles los fantasmas asegura que basta con hacerlos «probables». Y pone como ejemplo de logro supremo el fantasma del padre de Hamlet, porque su efecto está realzado por

circunstancias que la más profunda sensibilidad sólo podía haber sugerido [...] La mezcla de grandiosidad y oscuridad, que Mr. Burke describe como una especie de tranquilidad impregnada de terror, y que origina lo sublime, sólo se va a encontrar en Hamlet; o en escenas en las que prevalecen similares circunstancias47.

Al llegar a ese punto Radcliffe distingue entre terror y horror:

son tan opuestos —dice Mr. W.—, que el primero expande el alma y despierta en grado sumo las facultades vitales, mientras que el otro las contrae, las congela y casi las aniquila [...] ¿Dónde está la gran diferencia entre horror y terror sino en la incertidumbre y la oscuridad que acompañan al primero con respecto al temido mal?48.

Esa distinción parece corresponder a las dos actitudes que iban a ser adoptadas por los novelistas góticos en el siglo diecinueve: el punto de vista optimista que sigue imaginando que el hombre es bueno y considera que el mal es una consecuencia del medio ambiente, y el juicio pesimista que cree que el mal es inherente a él y completamente inexplicable. El primero se expresa mediante el terror y lo sublime (por ejemplo, las novelas de Radcliffe), el segundo por medio del horror y lo grotesco (The Monk, Melmoth o Frankenstein). Robert D. Hume sugiere a este respecto que la distinción de Radcliffe entre las evocaciones de horror y terror diferencia las novelas que exploran la mente y son moralmente ambiguas de las que conservan un sentido moral absoluto49.

Otros estudiosos o practicantes de la literatura fantástica han ido modificando con el tiempo la definición de Radcliffe y consideran que ambos términos «aniquilan» las emociones, diferenciándose únicamente en la forma en que lo hacen. Para Dennis Wheatly «el terror es sólo una respuesta al peligro físico, el horror es miedo a lo sobrenatural»50. Peter Penzold distingue los «puros cuentos de horror cuyos motivos principales inspiran rechazo físico de los que Algernon Blackwood llama cuentos de “terror espiritual”, que más que verdadero terror o temor lo que producen es una sensación de aversión y repugnancia»51. Y para Devendra P. Varma

el terror crea una intangible atmósfera de pavor psíquico, un estremecimiento supersticioso de otro mundo. El horror recurre a una presentación más escabrosa de lo macabro mediante una exacta descripción de lo físicamente horrible y repugnante. Apela simplemente a la aprensión y la repulsa, recapacitando sobre lo deprimente y lo siniestro, y lacera los nervios estableciendo un verdadero contacto cutáneo con lo sobrenatural52.

Ilustración de S. Sharpe para The Black Forest; or The Cavern of Horrors (1802).

SOBRENATURAL APARENTE

Ciertos críticos han identificado los escritos de Radcliffe como parte de lo que ellos llaman «gótico femenino» o «tradición de narrativa romántica escrita por mujeres»53. Una de las características de este tipo de escritura es la explicación plausible de lo sobrenatural, que «evoca un mundo espiritual a través de sonidos y visiones espectrales inexplicados, aunque finalmente asigna un origen natural a todos los efectos»54. A veces lo sobrenatural no sólo es explicado, sino que resulta ser un engaño fraudulento. Este recurso no implica que Radcliffe descarte del todo lo sobrenatural a favor de la pura racionalidad, pues a menudo incluye referencias a la divinidad través de experiencias religiosas de sus personajes55. O sea, podría decirse que pone al descubierto el «falso» sobrenatural y revela el «verdadero» en las relaciones espirituales de sus personajes, que siguen reconociendo que el mundo es obra de Dios, pero ya no creen en la existencia de fantasmas.

Como afirma Andrew Lang, Radcliffe se mantiene fiel al sentido común, pero no adopta por completo la filosofía de David Hume. «Yo no digo que han aparecido espíritus —comenta—, pero si varias personas discretas y sin prejuicios me asegurasen que han visto uno no me atrevería a responderles que ¡es imposible!»56. Mientras se resuelve el misterio, se sugiere la explicación sobrenatural. Aun teniendo cuidado de reservarse la posibilidad de una explicación racional, la autora se confabula con el deseo del lector de ser cautivado. Contemporáneos suyos, como Hazlitt, arguyen que de esa manera creó un cautivador efecto terrorífico: «Describe lo indefinible y materializa fantasmas [...] con el sutil velo con que cubre los objetos de su fantasía nos obliga a creer que todo es extraño y casi imposible gracias a su misteriosa mediación»57.

La manipulación por parte del narrador de la comprensión del lector es un efecto deliberado, al que recurre con frecuencia su potencial creativo. Sin embargo, desplegado de manera ubicua por toda su ficción, decepciona a algunos lectores. Tras el preliminar asombro y consternación, manipulación y suspense, por último se sienten decepcionados. La explicación final minimiza los incidentes que les han afectado tan profundamente: el tenue y oscuro misterio se desvanece. Walter Scott, por ejemplo, censura la utilización de dichas explicaciones, aun considerando que la

norma que la autora se impuso a sí misma, de que todos los detalles de su narración, por muy misteriosos y aparentemente sobrehumanos que fuesen, estuvieran justificados mediante causas naturales al concluir el relato, es su principal característica58.

Y Mary W. Shelley se lamenta de que «su forma de justificar las apariencias sobrenaturales de un modo natural [...] reduce el efecto [...] el secreto se disipa»59.

En cuanto a la procedencia de esa ocurrencia tan novedosa, quizás la idea no fuera totalmente suya. Edith Birkhead cree que la pudo haber sacado de la lectura de la única novela de Schiller Der Geisterseher (El visionario, 1789), en la que los prodigios elaboradamente ideados por el enigmático personaje del armenio (al parecer, correlato histórico de Cagliostro) al final resultan ser proezas de prestidigitador60. Sin embargo, ese libro no se tradujo al inglés hasta 1795, y aunque Radcliffe lo hubiese leído en alemán, cosa harto improbable, no hay que olvidar que aquel mismo año ya había publicado su primera novela.

No obstante, como recuerda Lovecraft,

sus potentes imágenes no son menos eficaces porque se justifiquen hacia el final de la novela. Mrs. Radcliffe poseía una poderosa imaginación visual, que se manifiesta tanto en sus deliciosas pinceladas paisajísticas —siempre de trazo amplio y seductoramente gráfico, sin detenerse nunca en el detalle preciso— como en sus fantasías inverosímiles61.

Precisamente fue ella, de entre todos los escritores góticos, la que mostró en sus novelas un mayor interés por el paisaje, otorgándole en todas ellas un papel preponderante, que enfatiza su carácter autónomo dentro del texto y sus abrumadores efectos sobre los personajes que lo contemplan, mezcla de nostalgia, melancolía y terror. Como luego le ocurriría a Caspar David Friedrich62 y otros pintores románticos, el paisaje es para Radcliffe algo más que un marco físico: es el escenario en que está representada la tensión, a menudo dramática, entre la naturaleza y el espíritu humano.

ESCENARIOS DE LA MENTE

Myra Reynolds ha mostrado que los novelistas del siglo XVIII en general estaban poco interesados en el entorno de sus héroes63. A excepción de las novelas de Charlotte Smith, el paisaje se había empleado muy poco en las obras de ficción hasta que Radcliffe le concedió una importancia inusitada, especialmente en The Romance of the Forest64. Pese a que a veces sus escenarios sean tan vagos que decepcionan, en general sus descripciones de paisajes han sido muy alabadas. Henry Crabb Robinson (1725-1867) declara en su diario65 que las prefiere a las de Waverley (1814), primera novela de Walter Scott. Y cuando Byron visitó Venecia no encontró mejores palabras para describirla que las de Radcliffe que nunca la había visto66. Es otra curiosa peculiaridad de Radcliffe: nunca visitó los lugares que describe en sus novelas. Le bastó con los escasos libros de viajes de la época que llegaron a sus manos67 y su fértil imaginación.

Si bien The Mysteries of Udolpho se convirtió en su obra más famosa (diez ediciones en su primera década), curiosamente la que más entusiasmo despertó en sus contemporáneos fue The Romance of the Forest. Si Coleridge no le escatimó elogios en su momento68, y Walter Scott admitió que las «personas con un mínimo de sentido común» la prefirieron69, en esta última década la crítica la ha reivindicado casi unánimemente y hoy en día está considerada como la mejor de su autora, opinión que comparto por completo. En ella alcanza su plenitud una de las más valiosas contribuciones de Radcliffe a la novela: su encantadora y original utilización del paisaje natural. Poéticas descripciones de paisajes, sobre todo franceses e italianos, que no sirven simplemente de telón de fondo, sino que afectan a los personajes y a la intriga misma; exuberantes descripciones en las que el escenario natural armoniza con los sentimientos de los personajes.

Este interés poco habitual por el paisaje, como verdadero protagonista o como nostalgia de plenitud, y por la descripción de escenarios naturales con referencias continuas a los libros de viaje de sus coetáneos, como si la novela fuera producto de la experiencia personal de algún viajero impenitente (verdadero nómada espiritual en busca del Yo), una fuga sin fin «al fondo dionisíaco del mundo»70, es uno de los ingredientes fundamentales de The Romance of the Forest71, aparte de sus innumerables referencias poéticas que trufan y enriquecen el texto, y la exposición y discusión de las principales preocupaciones intelectuales de su tiempo (estéticas y sobre todo filosóficas).

Además de revelar una resuelta voluntad contemplativa por parte de los personajes y de convertirse para ellos en una de los más sensuales alicientes de gozo intelectual, el paisaje prepara al lector para la comprensión cabal de la historia, y sus elementos arquitectónicos incluso le sugieren la trama. Si para los románticos la contemplación de la Naturaleza llevaba implícita la percepción del espíritu del lugar, para los góticos la escenografía de lo natural constituía una verdadera escuela de la mirada.

El sosiego que encuentra Adeline al contemplar el paisaje, sentada en «alguna prominencia agreste» de Saboya con un «libro de Shakespeare o Milton» en las manos, le hace olvidarse de sus penas, mientras las escenas «deliciosamente románticas» de la naturaleza que rodea las ruinas de la abadía o la abundante fertilidad de los alrededores de Lyon le ofrecen similares posibilidades de alivio, consuelo o distracción. Las descripciones de escenarios naturales no sólo desempeñan un papel en la reanimación de la joven, sino que asumen también un rol importante dentro de la estructura narrativa. Al no aportar ninguna solución efectiva a cualquier amenaza de peligro inminente, tales descripciones a menudo sirven únicamente para mantener al lector en suspense, como en el episodio en que Adeline, esperando para huir de la abadía en ruinas, tremendamente consciente de que debe abandonar el edificio antes de que llegue el Marqués, se sienta junto a la ventana de su cuarto a contemplar el «raro esplendor» de «la puesta del sol detrás de las colinas lejanas»72.

La serenidad y grandiosidad de los paisajes descritos por Radcliffe reproducen con palabras el arte de pintores del siglo XVII, como los franceses Nicolas Poussin (1594-1665) y Claude Lorraine (1600-1682) o el italiano Salvatore Rosa (1615-1673); el voluptuoso frenesí de Rosa, el manierismo de sucesivas gradaciones tonales de Lorraine o la dulzura de Poussin resuenan en varios pasajes de sus novelas73. Son descripciones de escenarios muy elaboradas y prolijas, que revelan un excepcional sentido del color y del empleo de las luces y los matices del mar o de un cielo cambiante. «El paisaje se hace trágico, pues reconoce desmesuradamente la escisión entre la Naturaleza y el hombre»74.

Paisaje costero con Perseo y el nacimiento del coral (1673), Claude Lorraine.

Paisaje fluvial con Apolo y la Sibila de Cumas (ca. 1655), Salvatore Rosa.

LA AUSTERA BELLEZA DEL SILENCIO

Otra singularidad destacable de esta novela es la sabia utilización de un elemento que desempeñó un papel crucial en la estética gótica: las ruinas, símbolos de la fugacidad, del inevitable deterioro y desplome de las creaciones humanas, que parecían indicar que, en la tensión entre pasado y presente, el equilibrio era más bien precario. Más que un decorado, su presencia era la evidencia de que no hay edificación que no lleve en sí misma el germen de su propia destrucción. Al igual que las construcciones arquitectónicas, víctimas de la usura del tiempo, las novelas góticas participaban de esa doble condición aparentemente irreconciliable de ser duraderas y al mismo tiempo perecederas.

Los fatales personajes de Radcliffe [...] sufren el peso de la destructividad de los grandes anhelos. Para ellos se cumple el sueño y la pesadilla que los pintores románticos vislumbran en las ruinas: el porvenir de la Belleza es la Muerte, una Muerte que es, en sí misma, Belleza75.

Como dice Adeline en el capítulo XVII de la novela: «Parece como si camináramos sobre las ruinas del mundo, y fuéramos las únicas personas que hubiésemos sobrevivido al naufragio».

Esa ambivalente fascinación por las ruinas (por un lado, nostalgia de la creación y el ingenio humanos y, por otro, admiración por el poder destructivo de la Naturaleza y del Tiempo), además de participar de lo pintoresco, concordaba igualmente con otro típico capricho gótico: el culto de lo sombrío, pues ofrecía la posibilidad de servir de marco idóneo a sus tétricas y siniestras tramas, ya que los escritores góticos asociaban los edificios medievales con una época oscura y espantosa, caracterizada por sus tremendas supersticiones76 y sus duras leyes que imponían terribles torturas, y con fantásticos y misteriosos rituales místicos. Los castillos, abadías, conventos y monasterios, muchos de ellos en ruinas, provocaban sensaciones de miedo, sorpresa y confinamiento. El situar una historia en un edificio así cumplía varios propósitos: además de producir temor, implicaba que la historia se localizaba en el pasado, daba la sensación de aislamiento o separación del resto del mundo, y, de paso, permitía una velada crítica de la prácticas religiosas superficiales en aquella segunda mitad del siglo XVIII. Por ejemplo, en The Romance of the Forest Radcliffe aprovecha la tumba de un monje para dar su opinión sobre la vida monástica por boca de Louis La Motte. Y poco después, en The Italian, tratando de minimizar y llevar a su propio terreno los irreverentes planteamientos de Lewis en The Monk, ofrece una visión inhibida y excesivamente decorosa de los excesos de la vida monástica, aunque su monje Schedoni, si bien menos odioso y depravado que Ambrosio, sea tal vez más maligno.

A los edificios imaginarios de sus predecesores Radcliffe les añade una atmósfera de ruina, una sensación de desolación, que es su inevitable complemento, y les confiere la delicada y austera belleza del silencio. Más que macabra, Radcliffe es decididamente romántica. La mayor parte de TheRomance of the Forest transcurre en una abadía en ruinas y el edificio mismo sirve tanto de lección moral, como de marco prioritario y espejo de la propia acción. Lo mismo Adeline que el matrimonio La Motte77 viven con el constante temor de ser descubiertos, bien por el padre de la joven o por los oficiales del rey. Por otro lado, la abadía asimismo les ofrece bienestar, pues les proporciona refugio y seguridad. Como otros muchos edificios góticos, dispone también de una serie de túneles, que sirven a la vez de escondite para los personajes y de lugar que guarda secretos. Adeline se oculta del marqués de Montalt, pero al final el desvelamiento de los secretos de tan fiero personaje será su perdición y supondrá la salvación de la joven.

No importa donde se muevan sus personajes, en un solitario paisaje agreste o en un risueño paraje idílico, Radcliffe nunca vacila en utilizar profusamente factores atmosféricos (tormentas, huracanes, truenos, avalanchas) para reforzar la acción. Plenamente consciente de la fascinación romántica por la Naturaleza en estado virgen, que conlleva lo mismo una promesa de totalidad que una amenaza de destrucción, la acuciante presencia en sus novelas de la furia devastadora de los elementos desatados nos recuerda la irremediable aniquilación cósmica. Hay que resaltar en concreto su gusto por la niebla, símbolo del romance. Siempre hay neblina en sus escenarios. Si el paisaje medieval se basaba en la claridad y la luminosidad, en el paisaje romántico «las formas de la Naturaleza están semiveladas —la niebla, las nubes, la difuminación, el claroscuro son sus velos— y [...] por tanto, sólo pueden ser traspasadas por la imaginación»78.

El escenario de las novelas de Radcliffe a menudo está oscuro o se contempla a través de una luz débil. Ella misma lo justifica: «Las dudosas formas que flotan en la oscuridad medio veladas proporcionan a una ardiente imaginación un deleite mayor que el paisaje más claro que el sol pudiera iluminar»79. Con su preferencia por la oscuridad frente a la claridad, toma partido una vez más por la teoría de lo sublime de Edmund Burke (1729-1797), que atribuye a aquella un papel importante en la creación de las experiencias más sublimes80, base teórica que sustenta las contradictorias emociones de placer y miedo que tratan de provocar simultáneamente las novelas góticas. La dulce oscuridad, el tenue velo negro, empaña siempre la hermosura de las heroínas radcliffianas. De hecho, antes incluso de que la opresión las entristezca, ellas sacan fuerza y consuelo del amanecer o del mar iluminado por la luna.

LOS RESORTES DEL MIEDO

A Radcliffe la han acusado de ser una escritora exageradamente «literaria» porque sus obras están llenas de citas y alusiones a sus variadas lecturas: los indispensables Shakespeare o Milton, Richardson, Rousseau, Prévost (leía francés con soltura) y la novela sentimental, otros muchos poetas ingleses del siglo XVIII, como Gray, Macpherson, Collins, Thomson, Young, Mason o Beattie. Pero lo cierto es que esas referencias casi siempre vienen a cuento, complementan la acción y en ningún momento estorban su discurrir. Aparte de que, no sólo aprovecha la ocasión para homenajear a sus poetas predilectos81, sino que se atreve a hacer sus pinitos, y además no lo hace nada mal, como puede comprobarse en The Poetical Works of Ann Radcliffe (Londres, Henry Coburn, 1834), publicación póstuma en dos tomos de casi setecientas páginas, en la que, además del extenso romance métrico en diez cantos St. Alban Abbey, que ocupa el primer volumen completo y parte del segundo, se recogen otros veintiocho poemas, ninguno de los cuales estaba incluido en sus novelas, y algunos tan excelentes como «Salisbury Plains-Stonehenge», «Shakespeare’s Cliff», «The Snow-Fiend», «December’s Eve, Abroad», «December’s Eve, at Home», «A Sea-View», «Written in the Isle of Wight», «Moonlight: A Scene» o «Edwy: A Poem in Three Parts».

La confirmación de esa considerable aptitud poética viene avalada por los numerosos poemas de cosecha propia que insertó en sus novelas, con los que obtuvo resultados más convincentes y más pintorescos que cualquier otro escritor gótico, a pesar de que ella afirmase que

los verdaderos amantes de la poesía están casi dispuestos a lamentar que vengan acompañando a la narración, donde por lo general son despreciados; pues ni uno entre ciento de los que leen novelas y pueden juzgarlas son capaces en modo alguno de apreciar los méritos de unos versos, y el lector normal siempre está impaciente por seguir la historia82.

Mrs. Barbauld considera por ejemplo que «Superstition: An Ode» (Sicilian Romance, cap. IX), «The Sea Nymph» (Mysteries of Udolpho, vol. II, cap. II), y sobre todo «To the Visions of Fancy», «Night» y «Song of a Spirit», estos tres últimos incluidos en The Romance of the Forest (capítulos III, V y XI, respectivamente83), «podrían ser cantados por Ariel de Shakespeare».

En cuanto a las constantes alusiones a la música en toda su obra, se trata sin duda de un recurso para reforzar el suspense: un mero efecto dramático. Ella era muy aficionada a oírla y procuró utilizarla con toda libertad. Constituye uno de los principales talentos de todas sus jóvenes heroínas, que, lo mismo que pueden componer versos, suelen saber tocar un instrumento, sea este laúd, guitarra, oboe o incluso trompa, en contraposición a sus villanos, caracterizados por la tolerancia sin restricciones que muestran con respecto a sus más bajas pasiones (lujuria y sadismo en especial), así como su rechazo total a cualquier tipo de moderación con tal de satisfacerlas. Y tampoco se trata únicamente de un mero refuerzo descriptivo, pues a menudo tiene un propósito diferente. En The Romance of the Forest, Adeline pasa de la melancolía y la desesperación al optimismo gracias a unos acordes musicales que, cambiando su humor, parecen anunciar la solución feliz de sus preocupaciones. Pues para Radcliffe la virtud se relaciona con el gusto84 lo mismo que con la sensibilidad.

En la reciente película angloirlandesa La joven Jane Austen (Becoming Jane, 2007), de Julian Jarrold, Radcliffe aparece brevemente (interpretada por Helen McCrory) en una escena en que nuestra escritora ya adulta anima a la joven promesa a emprender su carrera literaria. Parece sin duda una licencia de los guionistas, pues no hay constancia de tal encuentro, pero hoy más que nunca la influencia de Radcliffe, no sólo en Jane Austen, sino en toda la literatura anglosajona, sobre todo femenina85, es un hecho incontrovertible que deja bien claro la importancia cada vez mayor de su obra.

1 Véase un extenso y pormenorizado estudio de este género literario y sus características generales en la Introducción a mi edición de El monje, Madrid, Cátedra, 1995 (3.ª ed., 2008), págs. 10-26.

2 R. D. Spector dijo de ella que estaba «unida en matrimonio adúltero a la Razón» [Introducción a Seven Masterpieces of Gothic Hours, Nueva York, Bantam Classics, 1963, citado por Rafael Llopis en Historia natural de los cuentos de miedo, Madrid, Júcar, 1974, pág. 36].

3 Reseña de The Mysteries of Udolpho, en Critical Review, XI, 1794, pág. 362.

4 Véase Ioan Williams (ed.), Sir Walter Scott on Novelists and Fiction, Londres, Routledge & K. Paul, 1968, pág. 103.

5 Véase The Family Letters of Christina Georgina Rossetti, Londres, Brown, Langham, 1908.

6 Allí viviría poco después Dickens y su personaje Pip, figura central de Great Expectations (1860-1861).

7 En «Memoir of the Life and Writings of Mrs. Radcliffe», prólogo a The Posthumous Works of Anne Radcliffe, que William Radcliffe publicó tres años después de la muerte de su esposa.

8 Para más detalles sobre sus antepasados, véase Clara Frances McIntyre, Ann Radcliffe in Relation to Her Time, New Haven, University Press, Yale Studies in English 62, 1920, págs. 7-8.

9 Se llamó así a los cristianos protestantes ingleses que no eran miembros de la Iglesia de Inglaterra (o de Escocia), o sea: congregacionales, bautistas y presbiterianos.

10 Para más detalles sobre Thomas Bentley, véase Ric Norton, Mistress of Udolpho: The Life of Ann Radcliffe, Londres, Leicester University Press, 1999, págs. 41-53.

11 Al no conservarse registros de la escuela, tal suposición se basa únicamente en un comentario del obituario de Sophia Lee que apareció en el Annual Register de 1824 (McIntyre, op. cit., pág. 11 y nota 5).

12 El Gazetteer and New Daily Advertiser era un periódico radical londinense, editado por Mary Vint, que solía publicar también poesía de una variedad bastante amplia de escritores, como Robert Burns o Anna Seward.

13 Existe constancia de dos traducciones suyas: The Natural History of East Tartary, de Karl Ivanovich Hablitz, a partir de una traducción al francés (Londres, 1789), y A Journey through Sweden, «escrito en francés por un oficial holandés» (Dublín, 1790).

14 Prólogo a The Mysteries of Udolpho, Londres, J. Limbird, 1826, pág. iv.

15 Sir Devendra P. Varma, «Ann Radcliffe 1764-1823», en Everett F. Bleiler (ed.), Supernatural Fiction Writers,