El secreto de Josefina - Daan Gallop - E-Book

El secreto de Josefina E-Book

Daan Gallop

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 Muchas veces la vida nos sorprende con historias de amores y desdichas.    Esas veces, solo dependen de una mente inquisidora que rebusque sus anhelos para que sean descifrados.   Judith y Fernando, dos vidas, dos historias, dos amores. ¿Dos desdichas?    Es que entonces, ¿debían abandonarse a vivir sin hacer el esfuerzo de encontrar lo que soñaban?   Tal vez… aunque si pensamos en el premio, el vellocino de oro se halla siempre al final de la cruzada.    Por eso entonces, si deseamos algo con ahínco, debemos, sin tardanza, comenzar a caminar. 

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DAAN GALLOP

El secretode Josefina

UNA HISTORIA DE SUEÑOS Y EMPEÑO

Daan Gallop

El secreto de Josefina : una historia de sueños y empeño / Daan Gallop. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Tercero en Discordia, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga

ISBN 978-987-8492-70-4

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas Románticas. 3. Novelas. I. Título.

CDD A863

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor.

ISBN 978-987-8492-70-4

Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723.

Introducción a modo de reflexión

Muchas veces la vida nos sorprende con historias de amores y desdichas.

Esas veces, solo dependen de una mente inquisidora que rebusque sus anhelos para que sean descifradas.

Judith y Fernando, dos vidas, dos historias, dos amores. ¿Dos desdichas?

Es que entonces, ¿debían abandonarse a vivir sin hacer el esfuerzo de encontrar lo que soñaban?

Tal vez… aunque si pensamos en el premio, el vellocino de oro se halla siempre al final de la cruzada.

Por eso entonces, si deseamos algo con ahínco, debemos, sin tardanza, comenzar a caminar.

Agradecimientos

A Raquel, que aún me sigue cuidando.

A mis hermanas, que aún me siguen acompañando.

A mis amigos, que aún me siguen abrazando.

Nota del autor

Esta historia no podría haber sido contada sin la ayuda de muchas personas que consciente e inconscientemente influyeron en mí.

Gracias a mi amigo hermano Marcelo, a Chago, Cacho, Silvia G., Claudia, Nico, Hernán, Silvia C, a todos y cada uno de los que cada día me contienen y me dan ánimo para intentar, nuevamente, contar una parte de mis sueños.

1

A pesar de la extraña dirección que iba a tomar su vida, en esos últimos días de Fernando en la gran ciudad nada indicaba que fuera a modificar la exacta percepción del destino que había imaginado. Sabía, porque el reloj no detenía su marcha, que su tiempo allí había terminado, no obstante –aunque su partida fuera casi inminente– se aseguraba de cumplir todas y cada una de las monomanías que a lo largo de esos años había acumulado.

Primero, al despertarse, antes de llegar a la ventana y correr las cortinas para que entrara la luz a raudales, se desperezaba en forma metódica y aspiraba intensamente el aire húmedo y tibio que sentenciaba el otoño casi perpetuo en esa parte del país. Luego, una vez concluidas las tareas elementales del baño, a las que les dedicaba un tiempo esmerado y minucioso, preparaba café y encendía el reproductor con música clásica para que ahuyentara al silencio arrellanado, como siempre, entre la quietud y la soledad.

El ruido de la calle a esa altura –piso 25– casi no se escuchaba, sólo eran murmullos apagados, alterados cada tanto por alguna bocina estridente o el pitido del tren que a las 7 AM atravesaba el puente que se hallaba del otro lado del río. Esta era la razón –pensaba para sí– por la que se escuchaba tan nítido y claro. El agua trasmitía sin distorsiones ni tropiezos el sonido y lo esparcía por todo el sur de la ciudad.

En cuanto a él, escucharlo le producía una sensación de alegría, una especie de complemento en la rutinaria existencia que afanosamente, sin concienciarse, administraba.

El sabor amargo del café lo sacó de las ponderaciones acostumbradas y, aunque aquel era día de descanso laboral, decidió seguir con la costumbre y terminar de vestirse para realizar su trote matutino.

La enorme macroplaza, a la que llegaba en pocos minutos, constituía el lugar obligado del mismo. Recorría los senderos poblados de flores y canteros en forma meticulosa y repetida sin alterar un solo metro el itinerario programado de antemano.

Algunas veces, para su sorpresa y resistiendo hábitos formados por la inercia, sensaciones raras y nuevas aparecían de repente en los rincones de las plazas que atravesaba. Esas veces, sin proponérselo, aminoraba el paso y se permitía prestar atención al entorno que lo envolvía.

Al pasar por la fuente de Neptuno en la plaza Alberto Mérida el agua que bailaba entre los dioses se transformaba en una especie de neblina casi transparente, formada por el viento que corría entre los corceles marinos y las ninfas que la recibían con emoción y encanto, y esta refrescante llovizna influía en su adormecido espíritu de una manera rara y especial, como si el mojarse en ella le limpiara milagrosamente del aturdimiento rutinario de su vida.

Corría despacio y sistemáticamente, inhalando y exhalando grandes cantidades de aire por la nariz, apretando los labios en un gesto reiterado, contendiendo con ahínco pensamientos maliciosos o negativos, ese tiempo era para disfrutar del ejercicio y la vida alrededor. Era sólo en esos momentos que se permitía escabullirse del enfadoso tedio de sus días laborales y dejaba que su mente volara a lugares a los que fantaseaba conocer.

Sin embargo, su postura almidonada y estirada no dejaba lugar a dudas de que esos minutos de carrera solo eran delgados parches insustanciales que no alcanzaban a remendar viejas heridas, que subsistían en la dura capa de hielo que cubría sus sentimientos.

Al doblar ensimismado por uno de los senderos que conduce a la vereda principal de la plaza Zaragoza, llegando al Faro de Comercio, se estrelló con una mujer que corría en dirección contraria, provocando que ella cayera de espaldas con un sonido sordo sobre la grama de un cantero con vedelias.

Se detuvo de inmediato, no podía concebir cómo pudo suceder no haberla visto, su meticulosidad lo dejaba –estaba convencido de ello– inmune a las fallas y tropiezos de imprudencias o descuidos, mas, no cabía hesitación, la mujer se quejó con un gemido y fue entonces que Fernando comprendió que la inefable convicción de la que estaba conformado era sólo una más de las figuras de sus falsas certidumbres.

Con un gesto de vergüenza y preocupación, se agachó y le extendió la mano para ayudarla a ponerse de pie, pero ella–sin dejar de quejarse– se tomaba el brazo derecho con la mano libre, mientras intentaba levantarse.

Al ver esto, Fernando comprendió que algo malo estaba en ciernes, algo que no estaba compilado en su estatus elaborado y aprobado, algo que hacía que todo su mundo empaquetado, medido, pesado y anaquelado fuera de una fragilidad extraordinaria, y el castillo de naipes que componía su existencia estuviera a punto de quebrarse justo en una de sus puntas. Pero esto no era lo importante en ese momento, algo en el brillo de esos ojos disparó en él una especie desconocida de sentimiento, una rara combinación de ternura y ansiedad al mismo tiempo.

Quedó estático, atrapado en el fulgor hipnotizante de aquellos ojos desconocidos y, a la vez, un hormigueo en todo el cuerpo lo abrazó como una frazada, gruesa y ardiente.

-- ¿Me ayuda por favor? –sintió que decía la mujer mientras le tendía la mano.

Fernando salió del sopor y con la delicadeza de quien levanta una frágil flor le tomó la mano y con la otra la sostuvo por la cintura para alivianar el peso.

--Perdón, no la vi… discúlpeme…– balbuceaba Fernando a la vez que la mujer con una mueca de dolor volvía a tomarse el brazo derecho a la altura del codo.

--Está bien, no se preocupe– decía en ese momento ella intentando seguir su camino.

Al verla alejarse, encorvada, con la cabeza gacha y pasos inseguros, Fernando se adelantó y se puso enfrente de ella.

--Permítame llevarla a un hospital, tal vez requiera atención, no me quedaré tranquilo hasta que la revisen.

La joven lo miró, y comprendió que, aunque quisiera alejarse volando de aquel lugar, el dolor la estaba doblegando. Con un movimiento de cabeza le dijo que sí y se dejó llevar hasta la calle donde detuvieron un taxi.

--Al hospital Monterrey, por favor– indicó Fernando al chofer y se dedicó a observar más claramente a la mujer que tenía al lado.

Tendría entre 25 y 30 años, si bien era delgada, mostraba un cuerpo bien formado, con piernas largas enfundadas en una calza celeste y una remera blanca, con la leyenda “I can Fly”, pintada en negro. El cabello negro y lacio llegaba hasta un poco por debajo de los hombros, las manos finas y delicadas, y por último, los ojos, a los que había estado tratando de esquivar desde el instante en que sintió que el tiempo se detenía.

Un destello almendrado con tonos violáceos lo conmovió nuevamente. Fernando descubrió que aquellos ojos lo separaban tan abismáticamente de su centro, que lo hacían incapaz de controlar o modificar sus acciones.

La joven respiraba con dificultad, una mueca de dolor en su cara y en el temblor de sus labios indicaban inefablemente que el mismo iba en aumento. Un fino hilo de sangre corría por su antebrazo, nada grave en apariencia, pero la lividez de su semblante no dejaba lugar a dudas que la situación era apremiante, de todos modos lo único que podían hacer era llegar lo más rápido posible al centro de salud.

Al arribar al hospital, el taxi se detuvo en el lugar destinado a las ambulancias y Fernando abrió apresuradamente la puerta para ayudarla a bajar.

Ya que no llevaba dinero encima, le indicó al chofer que esperara y ayudó a la joven a entrar en la guardia.

Adentro del hospital el silencio era casi total, el ajetreo normal de entrada y salida de camillas no existía, de alguna extraña manera parecía que todo se confabulaba para que fuera atendida inmediatamente.

Una mujer alta, con el cabello negro y vaporoso, y un gafete que rezaba Dra. M. Hope, apareció casi inmediatamente y cargándola en una silla de ruedas desapareció detrás de una puerta vaivén con el letrero de No Pasar.

Fernando se volvió al joven ubicado detrás del mostrador de ingresos y le informó que volvía en unos minutos, que por favor, la paciente no se fuera sin esperarlo.

Salió, le indicó al chofer su dirección y, apurándolo constantemente, llegaron hasta su edificio.

Le ordenó que lo esperara nuevamente, entró corriendo, se sacó el buzo y la campera de correr, se colocó una remera, un jeans, unas zapatillas sin cordones, tomó una campera, la billetera, el teléfono y descendió por el ascensor con el corazón latiéndole en el pecho y en las sienes.

Llegó nuevamente al hospital. Había transcurrido más de una hora desde que se había ido y preguntó a la asistente del mostrador, que en esos momentos reemplazaba al joven anterior, por la persona que había ingresado una hora antes.

La empleada no entendió bien a quién se refería, pero al notar el nerviosismo en la cara y los gestos de Fernando, condescendientemente consultó en el ordenador y, luego de unos minutos, descubrió que una mujer joven había ingresado con un fuerte dolor en el brazo y había sido llevada a cirugía.

Fernando sintió que unas gruesas gotas de sudor comenzaban a cubrir su cara y su día; si bien se había percatado del dolor y la postura de la joven, no esperaba que el desenlace tuviera mayores complicaciones.

Apeló a toda su fuerza interior para poder lidiar con lo que iba a venir y se sentó en uno de los sillones de la sala de espera a aguardar el final de la cirugía.

No tenía en claro cómo reaccionaría a las distintas posibilidades que se le presentarían, por lo que, después de un largo rato, cansado de calcular posibles alternativas, se fue quedando dormido sobre el apoyabrazos del sillón.

Un ruido fuerte lo despertó. En algún lado, alguien había dejado caer una bandeja con instrumentos metálicos y el sonido atronó todo el corredor.

Se enderezó de un salto y al despabilarse, vio parada frente de él a la Dra. Hope. Evidentemente había llegado justo en ese momento, no era razonable pensar que estaría esperando pacientemente que despertara. Fernando no entendió si lo miraba esperando encontrar respuestas sobre su permanencia en el lugar o si, por el contario, lo hacía responsable directo de la condición de la joven.

Se levantó de un salto y se quedó mirándola.

--La paciente va a estar bien. La operación fue un éxito, si bien le van a quedar algunas marcas cuando cicatrice, no serán tan importantes ni visibles. Desde ahora, hasta que la revise dentro de quince días, debe guardar reposo e inmovilizar totalmente el brazo. Le daré la receta de los antibióticos y un calmante por si el dolor no es tan tolerable, de todas maneras, fue mejor de lo esperado. El brazo a la altura del codo tiene muchas terminaciones nerviosas que no siempre responden bien a tratamientos de rehabilitación. En este caso, creemos que no se presentarán problemas cuando comience con los ejercicios.

Fernando la escuchaba como disociado de su cuerpo, obviamente, la doctora se estaba refiriendo a él como si se tratara de un familiar directo que debía hacerse cargo del paciente.

Comenzó a balbucear una aclaración cuando, por los altavoces, comenzaron a llamar a la Dra. Hope para que se presentara en urgencias. Al oír el llamado, ella dio vuelta sobre su eje alejándose rápidamente, al mismo tiempo que repetía:

--Recuerde, nada de movimientos bruscos, reposo total, los veré en quince días.

Y desapareció por el ascensor de servicio.

Todavía aturdido, Fernando se dirigió al mostrador de entradas que en ese momento se encontraba colmado de gente. Un accidente de ómnibus se había producido a unas cuadras del Hospital –lo supo después– y los heridos estaban siendo direccionados a ese centro. Los familiares que iban llegando apabullaban a los dos empleados que se encontraban en atención al público y no dejaban lugar para nada más. Claramente no iban a atenderlo con preguntas que no fueran las de urgencia del momento.

Volvió sobre sus pasos y comenzó a caminar por los corredores buscando los carteles de cirugía, desde allí comenzaría a preguntar y en algún momento la encontraría, no sabía si en internación o en terapia intensiva, con la agitación del momento no había tenido tiempo de preguntarle a la médica.

Después de unos minutos llegó al final de un pasillo que culminaba en una gran puerta doble vaivén con el cartel de “CIRUGIA”. Se paró cerca de ella y esperó a que alguien saliera. Pasó un tiempo que consideró desquiciantemente largo y, al no aparecer nadie –estaban limpiando el quirófano para las cirugías que se avecinaban del accidente–siguió andando y encontró una de las salas de enfermería que controlan las habitaciones de internación.

Una enfermera estaba en el fondo escribiendo en una planilla los datos de las mediciones de presión y pulso, indudablemente recién había terminado su ronda de control.

Al llamarla se dio vuelta y preguntó qué necesitaba, quitándose los anteojos que quedaron colgando de su cuello.

--Buenas tardes, disculpe, busco a una mujer joven que salió de cirugía hace poco y no sé dónde fue derivada.

--En este piso no han traído a nadie de cirugía desde esta mañana temprano, pregunte en mesa de entradas y desde allí lo guiarán.

--Sí, eso intenté hacer, pero el lugar está casi colapsado por una cantidad de personas reclamando información, ni siquiera pude acercarme.

--Ah, sí, el accidente, espere un momento por favor.

Fue hasta el teléfono, marcó un número y quedó esperando.

--Hola. Dora, sí, preciso saber dónde pusieron a la paciente…– hizo una pausa, alejó la bocina de su cabeza y quedó mirando a Fernando esperando una respuesta.

--No sé, yo solamente la traje cuando sufrió la caída.

--No sabe el nombre, fíjate en una cirugía de hace una hora más o menos, mujer…–pausa, mirada a Fernando– ¿joven?

--Sí, más o menos 25/30 años.

--Entre 25 y 30 años– repitió la enfermera y quedó en silencio escuchando por el auricular.

--¿Qué tipo de intervención le efectuaron, sabe?

--Sí, en el brazo derecho– contestó rápidamente Fernando.

--En el brazo derecho– repitió la enfermera.

Al cabo de unos segundos escuchó que le contestaban, pero desde donde se encontraba no podía entender qué es lo que decían.

Colgó y se dirigió a Fernando-