Misterios Legados - Daan Gallop - E-Book

Misterios Legados E-Book

Daan Gallop

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Beschreibung

Rodrigo tenía todo lo que deseaba y/o hubiera imaginado, pero la vida se encargó de mostrarle que no siempre se alcanza a entender la vastedad de sus designios. Esta es una historia que quizás se repita de tiempo en tiempo, pero no por eso, cuando llega, se sienta menos exclusiva o excepcional. Vivir cada historia personal no siempre implica conocerla, esperar algo más de la vida no solamente significa esperanza o fantasía, conseguir llegar a estar en paz con uno mismo casi nunca se consigue si no se logra perdonar las desventuras. Pero que no sean estos pensamientos tan místicos los que distraigan la atención de leer un relato diferente. Al final, cada uno decidirá si le alcanza lo conseguido, la verdad seguirá existiendo indiferente a los anhelos.

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Daan Gallop

Misterios Legados

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Libro digital, EPUB

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ISBN XXXXXXXXXXXXXXX

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EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Tabla de contenidos

1. Najac, Francia, 1998

2. Condado de Willacy – Texas, 1994

3

4. LYFORD – TEXAS VERANO DE 1994

5. Najac, 1998

6. Aún en Texas, 1996

7

8

9. Najac, 1998

10. Salamanca, España

11. Valle de Aranguren

12. Espelette, Francia

13. Aún en Najac

14. Texas, finales de 1999

15

16. Najac, Marzo del 2000

17

18. Aún en algún lugar entre Carlisle y Carstairs. Inglaterra

HOJAS SUELTAS DEL DIARIO DE GABRIELLE LEFEBVRE

19

20

Hitos

Table of Contents

A Marcelo, mi amigo hermano, que detuvo su camino tan temprano.

1

Najac, Francia, 1998

…El viento le susurraba que allá muy lejos, el calor de una caricia esperaba su llegada…

Dejó el teclado y se acomodó en el fondo del sillón, la novela no avanzaba como lo había programado, las crónicas no cerraban como había imaginado, en alguna parte se había perdido y desde hacía varias páginas solo divagaba por los contornos de la historia.

Respiró, miró hacia el techo tachonado de pequeños machones de humedad, y la pereza lo atrajo con sus cantos de sirena, solo, que, en un último segundo, consiguió apartarse de su hechizo e intentó seguir con el relato.

El libro llevaba ya seis diez meses sin lograr su cometido. La diégesis se arrastraba sin llegar a convencerlo, y un ahogo parecido a la tristeza, lo cubría algunas veces cuando bajaba la guardia, últimamente más a menudo desde que había regresado a la vieja casona de su abuelo.

Se recostó sobre la espalda, exhaló largamente y en el entrecejo de los ojos volvió a evocarla.

La narración la nombraba quedamente, sutilmente, solo rasgos que pudieran exponerse, los demás no formaban parte de la gente. Comenzaba empecinado cada día, en seguir viviendo con su ausencia, con la fatídica decisión de no olvidarla, con la imperativa convicción de impedir que se esfumara.

Empezó a la sazón a evocar el recuerdo del último año. Sin jueces ni verdugos, sólo él, con su coraje y sus principios.

* * * * *

Era todavía primavera, con el sol que de mañana pretendía tenazmente brillar a través de los cristales cubiertos de polvo, y el viento errando todo el día en los jardines.

Esa tarde, alguien llamó a la puerta y el sonido de la aldaba sobre el inmenso medallón de bronce que oficiaba de barba del león de la portada, lo sobresaltó e hizo que detuviera su trabajo.

Un silencio espeso e incómodo comenzó a cubrir todo, hasta que Emma, con su blanco delantal y sus tacones cubanos, lo rompió en pedazos dirigiéndose a la cancela.

El ama de llaves abrió la enorme puerta de la entrada, y unas voces altisonantes comenzaron a agredirlo, no entendía lo que hablaban, pero por el tono chillón y afilado, supuso que sus vecinas, esas no tan soportables viejecitas que vivían después del parque que separaba las viviendas, llegaban nuevamente a importunarlo.

Emma tenía orden de no interrumpirlo, por lo que estaba seguro parapetado detrás de la puerta de su estudio, en un momento las despacharía y todo volvería a la normalidad.

Pero… siempre hay un, pero. Aquella vez, las voces no se fueron y comenzó a sentir pasos en la alfombra de la escalera que llegaba hasta su refugio.

Emma golpeó suavemente esperando la orden para pasar. Al no obtener respuesta llamó nuevamente.

Esta vez no pudo dejar de decir secamente y sin ganas;

—Pase.

Entró Emma y con el aplomo acostumbrado le informó que una situación urgente lo requería en la entrada.

Con desgano y renegando por lo bajo la pérdida de su tan preciado tiempo, (ya que seguramente la “situación urgente” no sería más que la invitación a alguna feria de caridad o acto en la alcaldía) bajó las escaleras para encontrarse con Carmen y Carmelita, las hermanas octogenarias que insistían con que la vecindad era un símbolo de unión, y porfiaban a brazo partido por mantener esta premisa. De todos modos, las trataba con respeto y hasta casi con un dejo de simpatía.

Vestidos grises, largos, cuellos con encajes y dos sombreros diminutos que oficiaban de adorno soportados sobre un prolijo y trabajado rodete, lo esperaban de pie cerca de la chimenea de la sala.

—Buenos días, exclamó Rodrigo.

Y las dos hermanas al unísono respondieron con una amplia sonrisa:

—Buenos días Rodrigo, un placer verlo tan bien.

Comenzó diciendo Carmelita (la más vivaz, de las dos):

—Sí, tan bien,…

Repitió Carmen, mirando al piso.

—Tomen asiento por favor, ¿A qué se debe el honor de su visita?

—Bueno, hemos venido a traer una tarjeta para que asista, “como invitado de honor” a la reunión para recaudar fondos para los damnificados por el terremoto en La Fouillade que se realizará en el salón de la Iglesia San Bartholomeo el próximo sábado al mediodía.

Rodrigo impostó su mejor cara de complacencia, como dando a entender que aquella invitación era lo mejor que podía esperar.

Otra más, pensaba para sí, imaginando charlas repetidas, discursos tediosos, sobremesas interminables, tertulias abrumadoras, repartiendo sonrisas y saludos por doquier, un día perdido, en fin.

—Les agradezco mucho, allí estaré entonces,…

Y la frase se cortó abruptamente como para indicar que la visita había finalizado. No obstante, las hermanas no se movieron ni un ápice, con la sonrisa plantada en sus caras miraban fijamente a Rodrigo alargando el tiempo.

Al ver que la sutileza no era captada, agregó con tono de curiosidad,

—¿Estará allí el Sr alcalde también?

—O si, por supuesto, el Sr. Bouissiere no puede faltar, él también es invitado de honor como Ud.

—Qué bien, ¿y el Sr. Cura?

—Sí, el oficiará la misa primero y luego podremos disfrutar de la comida preparada especialmente por Hubert Delmur, que es el mismo que dirige la preparación del fouace en el festival de Saint–Barthélemy. Todos están muy entusiasmados con esta reunión antes del festival y también podremos escuchar algunas piezas populares interpretadas por un conjunto venido de La Fouillade con la participación del coro de la iglesia, de la cual nosotros somos miembros desde que se creó hace 9 años, y eso que en principio había mucha duda sobre si podríamos hacerlo, pero el maestro de música el Sr. Betancourt, muy obstinadamente siguió adelante y consiguió que nos facilitaran el salón de la iglesia para ensayar y también que arreglaran el piano que hacía años estaba arrumbado en una bodega llena de humedad, y por ese motivo hubo que reemplazar algunas piezas, porque como Ud. sabe la humedad ataca a esos instrumentos tan delicados…

Rodrigo había dejado de escuchar hacía ya unos minutos y con la vista fija en las viejecitas intentaba no parpadear para demostrar interés. Siempre la misma historia, no había forma de detenerlas cuando comenzaban a hablar.

En un momento tosió muy suavemente llevándose la mano a la boca.

Esta era la señal que esperaba Emma, para hacer su entrada y recordarle que debía partir sin demora hacia una reunión urgente.

Una vez que se habían retirado Carmen y Carmelita, Rodrigo subió la escalera, se arrojó en el sillón y quedó estático mirando la ventana.

Si no encontraba una excusa importante y valedera para faltar a la reunión de beneficencia debería soportar todo el día, primero la misa con el sermón interminable, los agasajos, los cánticos, los sorteos de tortas y hacer como era la costumbre/obligación la donación voluntaria.

Si bien esto último era lo menos importante, –ya otras veces había enviado la donación en un sobre y se había ausentado imprevistamente por compromisos urgentes– lo realmente sustancial era pergeñar una excusa creíble y que no manchara su nombre y su reputación.

Desde ese momento, todo el esfuerzo por seguir con la historia que estaba escribiendo, perdería importancia y prioridad.

Bien, a evaluar las posibilidades:

Una enfermedad no era conveniente ya que se preocuparían por su salud y enviarían al médico para asistirlo sin contar que Carmen y Carmelita se instalarían a su lado para aliviar su pesar.

Un viaje inesperado tampoco, ya había usado esa excusa con desmesura,

Fallecimiento de un familiar, no sonaba convincente, en los últimos meses, ya lo habían hecho más de tres.

Emergencia sanitaria, descabellado, no había pestes declaradas desde hacía muchos años.

Uff, qué difícil era ser considerado importante.

El crepúsculo, que siempre significaba para Rodrigo algo especial y exclusivo, pasó sin ser percibido, una molestia semejante a la migraña lo acompañó durante un largo rato.

No podía determinar si era ira o incomodidad. No por tener que concurrir al evento en sí, sino por cómo le afectaba esta situación.

¿Cómo podía ser que algo tan insignificante y pasajero, lo sacara de su centro e hiciera que perdiera su tiempo y su energía?

Para cuando se sentó a la mesa a cenar esa noche, aún arrastraba jirones de su malhumor, no obstante, se decidió a revertirlo y –como en anteriores oportunidades– volvió a evocarla.

Ella representaba calma y reposo, todo lo que necesitaba para que su vida fuera deseable y buena. Mientras estaba en esa burbuja, el mundo de afuera no lo tocaba.

Por la mañana, después de un desayuno frugal en la galería este, la que mira hacia el parque de los pinos, se sintió mejor y con fuerzas, la molestia lo había desatendido, vagó durante el día alternando casa y jardines y por la tarde, al llegar al escritorio comenzó a escribir, lentamente primero y a medida que lo hacía una prisa poderosa comenzó a apoderarse de su cuento, como si fuera una carrera en que todo quedaba relegado a llegar desesperadamente hasta un lugar, o algún sitio que no alcanzaba a percibir pero sabía que existía.

…la distancia era para sus ansias inconmensurable, aun así, corría por sus venas la urgencia de estar a su lado, no existía otra idea u otra razón, solo el llegar hasta sus brazos y hundirse en el gris de sus ojos, sentir su calor y el murmullo de la vida rebullendo en todo su cuerpo, nada más importaba.

El tren tomaba en ese momento, una curva prolongada que mostraba todo el valle, allá, más abajo, una carretera serpenteaba los sembrados contorneando pozos de agua, el viento arrastraba nubes blancas sobre los peñascos a lo lejos, y el sol le calentaba el rostro a través del cristal de la ventana.

Ahora, el silbato del tren, anunciaba que entraba en un túnel de montaña, esos huecos que aparecen de pronto delante de la vía y evanecen toda la luz que, durante esos minutos se percibe desolada,...

El golpe en la puerta del estudio sonó como un trueno en su cabeza, sacándolo del deleite del viaje imaginario.

No respondió, y como de costumbre, el golpe se repitió luego de escasos tres segundos.

—Pase.

Entró Emma circunspecta como siempre, a anunciarle que la cena estaba lista y si prefería bajar al comedor o por el contrario, cenar “encerrado” en el estudio. –El hincapié en esta última opción la hacía con una mueca apretando los labios y meneando la cabeza negativamente.

—Aquí, en el estudio por favor, gracias Emma.

No quería salir de la concentración que había conseguido, volvió por unos minutos a sumergirse en el relato:

Al salir del túnel, la luz lo envolvió cegadoramente, achicó los ojos tratando de descubrir formas en la distancia y de nuevo una oleada de zozobras acometió en estampida.

¿Estaría en la estación cuando el llegara?

Se lo habían prometido en las cartas que durante 3 años intercambiaron con correos fatigosos, en ansiosas vigilias expectantes. Prefería pensar que su amor por ella era puro e inmaculado, y no la adoración de una imagen de su deseo. Porque, ¿cuánto sabía realmente de ella? Todo se reducía a frases dibujadas con caligrafía inmaculada y pensamientos en el aire que formaban expresiones de promesas y futuro, una fotografía deslucida de tanto examinarla, y un pañuelo blanco con bordados de jazmines, nada más…

No importaba, no medía la certeza del cariño por conocer las realidades, sino todo lo contrario. Así como el amor era un sentimiento –para algunos– incomprensible, la emoción que movilizaba sus pasiones no contabilizaba cantidades, se apoyaba solamente en convicciones que creaba diariamente, con esto le bastaba.

Consultó su reloj de bolsillo, la cubierta de plata con las iniciales LM (Louis Morton) lo detuvo por un instante. Cada vez que lo hacía, la cara de su abuelo le sonreía desde abajo de su gorra Gatsby de gabardina: 02:00 a. m. faltaban todavía muchas horas para llegar a Aberdeen, se recostó en el asiento y se dejó adormecer por el traqueteo de las vías y el verde de los campos que cruzaba.

Otra vez el golpe en la puerta del estudio, esta vez Emma no esperó el impasible “Pase”, y entró cargando una bandeja con la cena cubierta por una campana de plata, una copa de cristal y una servilleta blanca, la apoyó sobre la mesa ratona al lado de los sillones de fumar, frente a la chimenea, y sin decir palabra se retiró casi tan en silencio como cuando llegó.

Rodrigo la miró de reojo, no quería volver a distraerse y perder el hilo que había encontrado para seguir con la historia.

Se despertó de repente con el pitido del tren que anunciaba la llegada a la estación, se había quedado dormido apoyado contra el vidrio de la ventana y una mancha rojiza marcaba su frente recordándole este hecho. Se asomó por la ventana y alcanzó a ver el cartel: Carlisle, bueno, faltaban aún bastante, trataría de dormir un poco más, quería llegar descansado y fresco.

Pero, ya no pudo hacerlo, la inquietud nuevamente lo acechaba y las más de seis horas que faltaban por llegar a su destino, le parecerían días enteros.

Comenzó a revisar en su memoria, –¡por supuesto las sabía de memoria!– las doce cartas que había acumulado a lo largo de esos tres años, palabra por palabra: estudiando en detalle, insinuaciones o casualidades, afirmaciones o convencimientos, dudas o certezas y a medida que avanzaba por la vía hasta sus brazos, una puntada en la boca del estómago despaciosamente encetó a acosarlo.

Su nerviosismo respondía al momento en que la viera, a las palabras cuidadosamente estudiadas que diría, en el acento de su voz para que sonara contenedor, jubiloso, anhelante y lleno de promesas de futuro y protección, pero al mismo tiempo, que expresara sus deseos más profundos sin llegar a sobrecogerla o inquietarla.

Las normas le dictaban que debía comportarse con recato y mesura, pero lo que bullía en su interior era precisamente todo lo antagónico, por lo tanto, comenzó a realizar inspiraciones largas y profundas con los ojos cerrados, tratando de convocar a los duendes de la calma y el sosiego.

Recordó entonces, una frase en una de las cartas justo antes del invierno:

“…el invierno está llegando prematuramente, el frío se enraíza en los portales y la nieve se recuesta en los tejados, haciendo que la vida se adormezca y el tiempo se retarde, pero esto no me afecta, mi alma vuela con el viento más allá de mis sentidos, hacia el sur, hacia la soleada y amada Exeter”.

¿Era esta amada una alusión a su ciudad natal o una velada insinuación hacia él?

¿Es que lo deseaba ella a él, tanto cómo el a ella?

¿Era esta una declaración o una casualidad?

Su mente divagaba por lugares que habían recorrido, esa tarde hacía 3 años en Exeter cuando su tío Thomas Morton lo había llevado de paseo unos días a la casa de campo de su primo Seymour.

Fueron pocos los momentos que intercambiaron miradas de reojo, palabras sueltas pero cargadas de una electricidad que no había sentido antes, algo de ella había descubierto en él, sentimientos que no conocía, algo parecido a una desesperación por estar cerca y formar parte de su entorno.

No podía sospechar que ella por su parte, sentía un nerviosismo que alteraba sus mejillas y la hacía sonrojarse solo con sentir la cadencia de sus ojos en los de ella.

No recordaba en detalle cómo fue que intercambiaron direcciones ni en qué preciso momento se animó a escribir la primera carta, no el día o la hora, –eso sí lo recordaba– sino el coraje que realizó la magia de comenzar con:

Estimada Srta. Mac Allan,…

el resto vino después, a los tres meses, cuando el correo le trajo su primera respuesta. Tenía grabada con exactitud, la congoja de que el tiempo pasara sin saber si sería correspondido o rechazado, si eso que sintió cuando la vio en la casa de Mr. Seymour era compatible entre los dos.

Los golpes en la puerta lo sobresaltaron, abrió los ojos y la luz que entraba por una hendidura en las cortinas de la ventana se estrelló contra sus ojos haciéndolo pestañar.

Otra vez los golpes, se enderezó en el sillón, se había quedado dormido sobre el teclado de la computadora y había varias páginas completadas con la letra z.

—Pase.

—Buenos días, saludó Emma, dejó sobre el escritorio, una bandeja con el desayuno, corrió las cortinas hasta que quedaron abiertas totalmente, abrió las hojas de la puerta ventana que llevaba hasta el balcón, retiró la bandeja con la cena intacta de la noche anterior, hizo una mueca de reprobación y se retiró sin agregar una palabra.

Se restregó los ojos, arqueó los hombros para desentumecerse, se levantó y fue hasta el balcón.

El día estaba soleado, una brisa suave traía el olor de los pinos que alargaban su sombra hasta tocar los rosales del jardín lateral, unos gorjeos se escuchaban desde abajo del tejado de la buhardilla del segundo piso, seguramente habrían nacido pichones nuevos en los nidos protegidos por las tejas, el jardinero arreglaba unos canteros cerca de la fuente de los pájaros todo funcionaba como siempre, la vida no detenía su carrera solo porque él no la observara.

Volvió sobre sus pasos, sin mucho entusiasmo revolvió el café que aún humeaba, sorbió unos pocos tragos y se sentó nuevamente a la computadora.

Comenzó a eliminar las páginas completadas con la letra z y se dispuso a seguir el relato.

Pero,… ya no encontró el lugar donde había dejado a Alain Morton viajando en el tren hacia su amada, intentó concentrarse, cerró los ojos en un vano esfuerzo por rescatar la magia que lo llevaba de vuelta a ese 1895 embelesante, pero no lo logró.