El secreto de la novia - Helen Brooks - E-Book

El secreto de la novia E-Book

Helen Brooks

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Beschreibung

Julia 956 Dos años atrás, Marianne se había sentido la mujer más feliz del mundo cuando Hudson le propuso matrimonio. Pero también se sintió atrapada por el escándalo: su padrastro le hacía chantaje, pretendiendo llegar hasta Hudson a través de ella. Y Marianne estaba dispuesta a hacer cualquier sacrificio por él, aunque eso implicara abandonarlo y desaparecer de la faz de la tierra. Sin embargo, Hudson finalmente la encontró, y a pesar de los años transcurridos estaba decidido a hacerla su esposa. Sólo que en esta ocasión era orgullo lo que le impulsaba a hacerlo, no amor.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 1998 Helen Brooks

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El secreto de la novia, julia 956 - enero 2023

Título original: THE BRIDE'S SECRET

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411415972

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

 

MARIANNE? ¿Qué ocurre? Parece como si hubieras visto un fantasma.

Marianne había oído la pregunta, pero se sentía tan incapaz de responder como de viajar a la luna. Aquel enorme cuerpo delgado, aquella forma de mover la cabeza… Sólo había una persona en el mundo que adoptara esa posición tan arrogante y tan desdeñosa para con el resto de la humanidad. Tenía que ser Hudson de Sance.

—¿Marianne? —insistió Keith—. ¿Qué ocurre?

Se inclinó hacia ella y volvió la cabeza en la dirección de su mirada. No había nada que pudiera llamar su atención. Todo eran turistas y hombres de negocios disfrutando de una comida al aire libre en la terraza del restaurante, el tipo de clientela que uno esperaría encontrar en un lujoso hotel de cinco estrellas en Tanger.

—¿Qué? Ah, nada, nada… estaba en las nubes.

Aquella respuesta no consiguió engañarlo, pero era de esperar. Keith y ella habían trabajado juntos durante mucho tiempo, y él siempre sabía si decía la verdad.

—No me mientas. Por tu aspecto se diría que acabas de recibir un puñetazo donde más duele —contestó Keith, preocupado volviendo los ojos hacia las mesas llenas de gente frente a ellos—. ¿Has visto a algún conocido, a alguien con quien preferirías no encontrarte?

—Olvídalo, Keith, por favor.

Marianne había apartado la vista por un momento para mirar en dirección a las mesas, y al volverla sobre el espectro al que creía haber reconocido éste había desaparecido. Era imposible que fuera Hudson, se dijo a sí misma. Seguramente habría en el mundo docenas, incluso cientos, de hombres altos de cabello oscuro que inclinaran la cabeza de ese modo. De todas formas sólo lo había visto de espaldas, admirando el paisaje de la ciudad extendida a sus pies desde lo alto del hotel.

No obstante su corazón siguió latiendo acelerado. El camarero les ofreció la carta con el menú y tomó nota de las bebidas. Tenía el estómago en un puño. Hudson de Sance. Aún invadía sus sueños y sus fantasías, de día y de noche, tan implacablemente como cuando lo abandonó, dos años atrás. No había vuelto a verlo desde entonces. ¿Es que no iba a superarlo nunca?, se preguntó. Tenía que superarlo, era una persona adulta, independiente. Tenía que conseguirlo.

—Creo que la sesión fotográfica de hoy ha ido muy bien. ¿Qué opinas tú? Desde luego la localización de los exteriores era perfecta.

Keith estaba haciendo un esfuerzo por darle conversación, y tenía que agradecérselo. No obstante, su expresión revelaba que era consciente de su estado de ansiedad.

—Creo que los exteriores eran buenos, sí, pero tú estuviste tan brillante como de costumbre —sonrió—. Las fotos que le hiciste a Marjorie en el puerto estuvieron muy inspiradas. No pensé que podríamos sacar nada bueno de ella hoy.

No pretendía halagarlo. Keith era uno de los mejores fotógrafos de Londres, tenía suerte de poder trabajar para él. Todas las top models lo requerían para que las fotografiara. Sabían que podía hacerles parecer espléndidas incluso en sus peores días. Y él podía escoger los trabajos que le apetecía realizar, era capaz de hacer hablar a la cámara. Ella, en cambio, era simplemente una buena fotógrafa.

—Me parece que Marjorie bebió demasiado anoche. Creo que llamó por teléfono a ese chico con el que sale últimamente y que la cosa salió mal. Está haciendo el tonto. Nunca comprenderé por qué sigue con él.

—¿No será por amor? —sugirió Marianne.

—Esa obsesión que la esclaviza no es amor. El amor no es así. Ese chico es como una droga para ella.

El camarero les sirvió las bebidas y Marianne se alegró de la interrupción. Su jefe volvía a mirarla otra vez de ese modo especial, como con una mezcla de deseo y sumisión como la de un perro. Últimamente esas miradas eran cada vez más frecuentes en él, a pesar de que ella le había sugerido muy diplomáticamente que no estaba interesada en mantener relaciones personales con él.

—Marianne… —comenzó a decir Keith en cuanto se fue el camarero, viéndose interrumpido de nuevo por otra voz más profunda que provenía de detrás de ella.

—¿Marianne Harding? Ha pasado mucho tiempo.

Marianne se quedó helada, pero se obligó a sí misma a girar para mirar al hombre que se había acercado a su mesa. Sus ojos grises brillaban duros como el acero y sus labios no sonreían.

—Hola, Hudson —consiguió decir.

—¿De vacaciones?

Recordaba muy bien que Hudson se negaba a malgastar palabras inútiles de cortesía. Aparte de eso, por lo demás, aquel hombre podría haber sido un extraño. Nunca, en el pasado, la había mirado de aquel modo, con esa frialdad y ese semblante carente por completo de toda expresión.

—No, no… estoy trabajando —contestó medio tartamudeando—. Éste… éste es mi jefe, Keith Gallaway —añadió mientras Keith se ponía en pie y le ofrecía su mano—. Keith, Hudson de Sance.

—He oído hablar de usted, es usted un fotógrafo famoso —comentó Hudson en un tono tal que aquellas palabras, en lugar de sonar amables, parecieron un insulto.

—Gracias —contestó Keith mientras se estrechaban las manos sin sonreír—. Yo también he oído hablar de usted. Si alguna vez necesito a un abogado para que me saque de algún lío lo llamaré.

Tampoco aquel comentario sonó muy halagüeño. Marianne se sintió violenta.

—No creo que pudiera usted pagarlo.

—Puede que le sorprenda.

—Hay muy pocas cosas en este mundo que me sorprendan, señor Gallaway —dijo con voz de seda—. ¿No es verdad, Annie?

Annie era el nombre con el que siempre la había llamado. Se quedó mirándolo sin decir palabra, con los ojos muy abiertos, molesta. No quería sentirse así, vulnerable, asustada. Él ya no formaba parte de su vida, no tenía derecho alguno sobre ella. El pasado había quedado atrás.

—Aunque la pequeña dama aquí presente es la excepción que confirma la regla —añadió volviéndose hacia Keith para sonreír sarcástico y afirmar—: Estoy seguro de que usted también encuentra a Marianne muy sorprendente.

—Escuche, no sé a dónde quiere ir usted a parar pero…

—No, claro que no lo sabe —contestó Hudson volviendo sus ojos de acero hacia Marianne y observando su cabello dorado, sujeto en una coleta alta—. Pero Annie sí lo sabe —añadió obligándola a sostener su mirada.

Marianne bajó la vista y se ruborizó, y entonces él se marchó. Hizo un leve gesto con la cabeza hacia Keith y entró en el comedor interior del hotel, donde se encontró con una pelirroja con la que se detuvo a hablar. Luego él la tomó del brazo y ambos se alejaron junto con un grupo de gente.

Por un momento, Marianne sintió que iba a desfallecer. Era como una ola repentina de oscuridad y náuseas que parecía querer llevársela. Tenía que hacer un esfuerzo y recuperar el control.

—¿De qué diablos estaba hablando ese hombre? —preguntó Keith sorprendido—. No me habías dicho que conocieras a Hudson de Sance. Es toda una leyenda en los Estados Unidos, sobre todo desde que ganó aquel caso de los sindicatos ante los tribunales, hace un par de años.

—Sí, lo conocí, pero hace ya mucho tiempo —contestó desde el vacío en el que se había convertido su mente.

Para ser exactos desde hacía dos años, tres meses, y cuatro días. Y si miraba al reloj podría decirle incluso las horas y los minutos.

—No sabía que hubieras vivido en los Estados Unidos ni que hubieras estado allí de visita.

—No he estado —contestó Marianne respirando con fuerza—. Él es americano, pero la familia de su padre es francesa, y mi madre también lo era. Nos conocimos cuando él estaba en Francia visitando a sus abuelos y yo a mi familia. Eso es todo —añadió intentando sonreír sin éxito—. Salimos juntos durante un tiempo.

—¿Que salisteis juntos durante un tiempo? ¿Tú y de Sance salisteis juntos?

Aquello parecía asombrarle. Si le hubiera dicho que había estado saliendo con Napoleón no se hubiera sorprendido más.

—Sí, salimos durante un tiempo, pero luego todo terminó. Fin de la historia —dijo mirándolo cortante.

—Marianne… —hizo una pausa, tras la cual pareció hablar más para sí mismo que para ella—. Está muy claro que no fue él quien quiso que todo terminara.

—¿Y qué te hace pensar eso? —preguntó deseando terminar con aquella conversación.

—Su expresión. Nada más verte ha puesto la misma cara que tú antes. Porque era a él a quien habías visto, ¿no es cierto?

—Sí. ¿Podemos hablar de otra cosa, Keith? Eso… eso ya es historia, como suele decirse, y no quiero seguir discutiendo.

—Creo que Hudson de Sance no piensa lo mismo. Yo diría que ese hombre tiene mucho de qué discutir.

—Pero si no lo veía desde hacía dos años. Creo que con eso queda todo dicho, todo terminó entre nosotros.

—Hmm…

El camarero llegó en ese momento con los platos interrumpiendo aquella conversación. Marianne hacía esfuerzos por tragar, pero no dejaba de recordar cada segundo de aquel encuentro. Hudson estaba maravilloso, pensó. Aterrador, pero maravilloso. Era tan alto que constituía todo un muro para los demás hombres. La ropa apenas ocultaba la fuerte musculatura de sus hombros y de su pecho, y el pelo negro y los ojos grises le conferían un atractivo devastador. No obstante nunca hubiera pensado que él pudiera mostrarse tan cruel y despiadado con ella como aquel día. Había estado descortés y antipático, incluso amenazador. Por primera vez probaba ella misma la fiereza con la que se enfrentaba a sus oponentes en los tribunales. En el pasado, con ella siempre se había mostrado dulce, cariñoso, amable y… terriblemente sexy.

—¿Marianne? ¿Dónde estás, otra vez en las nubes?

De pronto se dio cuenta de que Keith llevaba un rato hablando y de que no había escuchado ni una sola palabra.

—Ah, lo siento.

—No, yo lo siento —contestó molesto—. Aún no lo has superado, ¿verdad? Hasta un ciego podría darse cuenta.

Aquella no había sido exactamente una pregunta, pero Marianne contestó como si lo fuera.

—¿Superarlo? ¿A Hudson de Sance? No seas tonto, ya te he dicho que hace dos años que no lo veo. De todos modos no hay nada que superar…

De repente se interrumpió. Le estaba dando a Keith demasiadas explicaciones, y ambos lo sabían. Se ruborizó y se quedó mirándolo.

—No voy a suplicarte, Marianne, sólo quiero decirte algo. Eres una buena fotógrafa, muy buena, y me molestaría mucho que dejaras que esto interfiriera en tu trabajo. Puedes llegar a la cima, ¿comprendes? —Marianne asintió en silencio—. Te lo digo porque me preocupas, porque trabajamos juntos y…, bueno, porque somos un buen equipo.

—Gracias —suspiró—. Me gusta mucho mi trabajo, Keith, lo sabes. Además me brinda muchas oportunidades de viajar, más de lo que nunca hubiera soñado.

—Y por supuesto te brinda la oportunidad de trabajar al lado de un jefe dinámico y joven a cuyos pies se inclina el mundo, no lo olvides —bromeó—. Y ahora come. Nos espera una tarde de trabajo intensa. Tendremos que poner mucho de nuestra parte si queremos sacar algo en claro de Marjorie y June en el barco de pesca. Creo que las dos se marean en el mar.

La tarde fue bien, tal y como Marianne esperaba que fuera. El sol relucía en el azul cristalino del cielo y las olas reflejaban ese brillo en su ir y venir contra el barco pesquero, que constituía un marco perfecto para fotografiar a las dos modelos. En otras circunstancias, Marianne. hubiera disfrutado de aquel paisaje, pero no aquel día. Aquel día no hacía otra cosa que volver la vista hacia el puerto buscando en él una figura alta y oscura. Su mente le decía que aquello era una estupidez, que no volvería a verlo. Estaba con una atractiva pelirroja, ¿por qué iba a interesarle volver a verla?, se preguntó. Ella ya no significaba nada para él, tenía una vida nueva.

Sin embargo no cesaba de hacerse preguntas en silencio. ¿Habría ido a Tanger de vacaciones, o en viaje de trabajo? Y aquella mujer, ¿sería su novia, su amante… o su mujer? Marianne salió del barco. Aquel pensamiento fue como una bofetada. Se quedó parada en medio del puerto mientras Keith y los demás admiraban el océano. Era perfectamente posible que estuviera comprometido o casado, pensó. Tenía treinta y siete años, doce más que ella, y desde luego era un buen partido.

—¿Taxi o carruaje? —le preguntó Keith uniéndose a ella y señalando la fila de coches de caballos que esperaban alineados a los posibles clientes.

—Me da igual. ¿Qué van a hacer los demás? Creo que hablaron de ir a un bazar.

—Marjorie y June se van de compras con Guy, pero no sé nada más. Quizá podamos… —de pronto hizo una pausa y miró por encima del hombro de Marianne. Su rostro se tensó en un gesto de mal humor—. ¿Qué diablos está haciendo él aquí? ¡Demonio de hombre!

Marianne supo de quién estaba hablando antes incluso de darse la vuelta. Sólo Hudson de Sance era capaz de sacar tan pronto a alguien de sus casillas. Era una habilidad muy propia de él. En pocos segundos había acortado con soltura la distancia que los separaba y estaba junto a ellos.

—Hola otra vez. ¿Habéis terminado el trabajo por hoy?

Los miraba a los dos con tal frialdad y con tal expresión de condena que Marianne se ruborizó. Luego saludó con un gesto de cabeza a los demás, que se marcharon en direcciones varias, y por último fijó la vista sobre Marianne.

—Sí —contestó ella en un tono de voz tan indescifrable como el de él.

En realidad no pretendía sino ocultar el shock que le había producido volver a verlo. Se había quitado el elegante traje y llevaba una camisa azul pálida con el cuello abierto, por el que se dejaba entrever el bello rizado de su magnífico cuerpo. Los vaqueros negros se le ajustaban a las piernas como un guante, revelando una masculinidad aún más poderosa de lo que recordaba. Aquel cuerpo la torturaba y le cortaba la respiración.

—En ese caso me gustaría hablar contigo —dijo en un tono de voz tan formal que parecía que estuviera ante un tribunal—. En privado —añadió mirando de reojo a Keith—. Estoy seguro de que el señor Gallaway puede prescindir de ti por un rato.

—No creo que tengamos nada de qué hablar —contestó Marianne con una calma inexplicable teniendo en cuenta la velocidad a la que latía su corazón.

—No estoy de acuerdo —la rebatió él con seguridad y frialdad—, así que, si no te importa…

—Oiga, escuche señor de Sance, si Marianne no quiere hablar con usted…

La voz de Keith fue interrumpida por una mirada gris y amenazadora que pareció fundirlo como un láser.

—Esto no tiene nada que ver con usted, así que vamos a dejarlo tal y como está, ¿no le parece? —Keith bajó la vista y Marianne sintió que la rabia se apoderaba de ella—. ¿Y bien? —volvió a preguntar mirando de nuevo a Marianne—. Nos alojamos en el mismo hotel, así que puedo llevarte de vuelta. Hablaremos por el camino. ¿Te parece lo suficientemente civilizado y cortés?

—Te he dicho que no, y por favor no te metas con mis amigos…

—Marianne está conmigo.

Keith había hablado al mismo tiempo que ella, pero en aquella ocasión, Hudson lo había mirado sólo de reojo. Se volvió hacia ella y la obligó a tomarlo del brazo.

—¡No! ¡Déjame! —exclamó sin aliento—. No te burles de mis amigos.

Hudson se quedó quieto por un momento observando su mano diminuta sobre el brazo. Luego levantó los ojos y mantuvo la mirada fija sobre ella durante unos segundos eternos antes de añadir:

—Por las buenas o por las malas, Annie, como prefieras.

—Está bien, volveré contigo al hotel —contestó ella con voz débi.

La asustaba. Aquel recién descubierto Hudson de Sance la asustaba. Hasta la muerte. No quedaba nada del hombre que había conocido en otro tiempo.

—Bien.

—Te veré más tarde, Keith. No… no te preocupes —añadió deprisa al ver una expresión de enojo en su rostro.

Keith sólo tenía unos pocos años menos que Hudson, pero su aspecto y su escasa estatura le hacían parecer un chico de veinte. Marianne no tuvo tiempo de decir nada más. Hudson la había tomado del codo y la arrastraba por el muelle a bastante velocidad.

—Éste es mi coche —dijo parándose delante de un elegante y reluciente deportivo rojo y abriendo la puerta para ella.

La observó con una mirada fría mientras subía al automóvil sin decir una palabra, y luego se unió a ella. Enseguida pudo oler la fragancia de su loción de afeitar, un perfume que le hacía recordar otros tiempos de los que hubiera preferido no acordarse.

—¿Cuánto tiempo vas a estar en Tanger? —preguntó con calma y sin interés aparente.

—Sólo unos pocos días —contestó Marianne. No era del todo cierto, pero no estaba dispuesta a contarle que después del trabajo, cuando Keith y los demás se hubieran ido, se iba en viaje de turismo. Pensaba visitar las cinco ciudades más grandes de Marruecos—. Es una verdadera coincidencia el que nos hayamos encontrado aquí, después de tanto tiempo… —añadió haciendo una pausa al ver que comenzaba a fallarle la voz.

—Es cierto —comentó él encendiendo el motor.

Sólo después de un rato, Marianne se dio cuenta de que no iban en dirección al hotel. Debería de haberse fijado antes, pero estaba demasiado ocupada combatiendo la proximidad de aquel cuerpo masculino. No se había atrevido a mirarlo, pero por fin lo hizo cuando entraron en una amplia avenida llena de tiendas y casas modernas.

—Este no es el camino de vuelta al hotel, ¿verdad?

—¿No? —contestó él con tal nota de inocencia en su voz que era imposible creerlo.

—Sabes muy bien que no. ¿A… dónde vamos? —preguntó nerviosa y sintiéndose vulnerable.

—Relájate, Annie —la animó mirándola de reojo con aquellos ojos grises, perfectamente consciente de su pánico—. No voy a raptarte ni nada de eso. Estás a salvo.

¿A salvo?, se preguntó Marianne. ¿Con Hudson de Sance? Era imposible estar a salvo con un hombre como él, pensó.

—Dijiste que me llevarías al hotel —insistió una vez que creyó que su voz dejaría de temblar.

—Y eso voy a hacer —y, después de una pausa, añadió en tono de burla—: luego.

—¿Luego? —repitió mirándolo atónita.

—Sí, significa después, más tarde.

—Sé lo que significa esa palabra.

Su voz sonó estridente. Estaba furiosa consigo misma por no ser capaz de mantener la calma en la misma medida en que lo hacía él, sobre todo cuando él la miró y levantó las cejas en señal de desaprobación.

—No grites, Annie, resulta de lo más desagradable.

Marianne contó mentalmente hasta diez, despacio, y luego dijo en el tono de voz más sereno que pudo:

—Sólo quiero saber a dónde vamos. Creo que es algo razonable y lógico para cualquier persona normal.

—Lo razonable no tiene cabida entre nosotros dos —contestó Hudson—. Deberías saberlo.

Entonces ella vio que tenía los puños cerrados con fuerza sobre el volante. No estaba tan sereno como pretendía aparentar, pensó sintiendo pánico.

—Hudson…

—Me abandonaste hace dos años sin decirme siquiera adiós. ¿Te parece eso razonable?

—Te dejé una carta explicándote por qué —protestó ella deprisa.

—Sí, una carta muy original, la leí. Y sin embargo justo la noche anterior me habías dicho que serías mi mujer.

—Pero te expliqué…

Marianne se interrumpió de pronto. Hudson había girado el volante en una esquina chocando casi de frente contra un burro que llevaba cestos de mercancía sobre los lomos. Su dueño se había parado a hablar con un vendedor de frutas de un puesto instalado a un lado de la calle. La escena era encantadora y pintoresca, pero habían estado a punto de atropellarlo.

Hudson juró furioso en voz baja, hizo sonar la bocina del coche y continuó por la calle polvorienta que daba a la parte europea de la ciudad, por la que habían pasado con anterioridad.

—Te lo expliqué —repitió Marianne después de unos instantes—. Nuestros estilos de vida son demasiado diferentes, acababa de terminar mis estudios en la universidad, y nunca he estado en los Estados Unidos. Todo ocurrió demasiado deprisa. No… no nos conocíamos realmente.

—Tonterías —contestó él—. Eso son tonterías y tú lo sabes. Si hubiera sido ésa la razón no habrías desaparecido de la faz de la tierra como lo hiciste. Estuve buscándote, pero por supuesto eso tú ya lo sabes. Tus tíos estaban destrozados por lo ocurrido, aunque lo cierto es que tu padrastro no lo estaba tanto. Fue él quien me dijo la verdad.

—¿La verdad?

El asunto se le iba de las manos, pensó frenética mientras su mente agitada daba vueltas y más vueltas. Hudson había visto a Michael, que era precisamente lo que ella había tratado de evitar al marcharse de Francia en mitad de la noche y sin decir adiós a nadie. ¿Pero qué le habría contado su padrastro exactamente?, se preguntó. Lo creía capaz de cualquier cosa.

—¿Cómo se llamaba ese chico de la universidad, Annie? ¿Y por qué diablos no me lo contaste tú misma en lugar de dejar que hiciera el trabajo sucio tu padrastro? ¿Por qué no me dijiste que estabas comprometida? No volviste a Escocia, ¿verdad? Desaparecisteis los dos de la faz de la tierra como por arte de magia.

—Fui a… a Londres —admitió Marianne.

—Y eso de Harding, ¿es tu nombre de casada?

—No… no me casé. Sólo me cambié de nombre, eso es todo. Harding era más adecuado para Londres que McBride.

—¿Que no te casaste? —repitió Hudson atónito—. Pero yo pensaba… —hizo una pausa—. ¿Tiene eso algo que ver con el accidente de tráfico, o fueron dos cosas distintas?

—¿Sabes lo del accidente? —preguntó ella volviéndose para mirarlo. Su perfil no dejaba entrever emoción alguna—. ¿Cómo te enteraste? Escocia está muy lejos de América.

—Digamos simplemente que durante un tiempo estuve atento a lo que pasaba. No fuiste al funeral de tu madre y tu padrastro. ¿Por qué?

—Tenía mis razones. Escucha, Hudson, el pasado pasado está. ¿No podríamos dejarlo así? ¿Y además, a dónde vamos? —insistió nerviosa al ver que salían a una carretera secundaria—. Tengo que volver…

—Un amigo me ha invitado a cenar esta noche. No te sorprendas tanto, Annie. Tengo amigos, sabes. ¿Tan difícil te resulta creerlo?

—Estoy segura de que tienes amigos pero, ¿no crees que les extrañará que te presentes con una desconocida?

—Eso de «desconocida» lo has dicho tú, no yo —bromeó—. Yo hubiera empleado mejor la expresión «poco habitual» o incluso «especial». Decir que eres una desconocida es llevar las cosas demasiado lejos.

—Ya sabes a qué me refiero —contestó deseando poder pegarle una bofetada.

—Entonces… ¿a dónde fuiste cuando huiste de mí si no era para casarte con tu amante?

—Ya te lo he dicho, a Londres.

—Y te cambiaste de nombre y rompiste toda relación con tu familia hasta llegar al punto de no asistir ni siquiera al funeral —comentó extrañado, casi como si estuviera hablando para sí mismo en lugar de para ella—. ¿Por qué te pusiste en contacto con tu tía en Francia después de dos años?

—¿Cómo sabes que…? —de pronto Marianne se interrumpió y se puso pálida al caer en la cuenta—. Sabías que iba a venir a Tanger, ¿no es verdad? No ha sido una coincidencia.

Hudson la había llamado por su nuevo nombre durante la comida, la había llamado Marianne Harding, reflexionó.

—No has contestado a mi pregunta.

—Ni tú tampoco a la mía. Sabías que iba a venir aquí, a este hotel de Tanger, ¿no es verdad? Lo habías planeado todo.

—¿De verdad crees que iba a cruzar medio mundo para venir a verte? —preguntó él con desprecio.

—No… no era eso lo que quería decir —contestó humillada al acordarse de la pelirroja.

—Ya hemos llegado.

El coche atravesó un arco decorado con motivos tan delicados y complicados que parecían de encaje. La casa, en piedra y madera, era toda blanca, del más puro estilo marroquí. El aire estaba cargado del perfume de los árboles y las plantas. Había unas cuantas fuentes cuya agua murmuraba aquí y allá entre la vegetación. El lugar era tranquilo, sereno y bello.

—Mi amigo se llama Idris —comentó Hudson aparcando el coche—. Él y su familia están bastante occidentalizados, pero es un beréber auténtico, y está orgulloso de ello. Nos esperan para cenar.

Se sentía dominada por aquel hombre. Era como si él hubiera manejado su vida desde el mismo momento en que lo conoció, incluyendo aquellos dos años de separación.

—Pero… pero yo no puedo… no me conocen. Hudson, tienes que comprender que no puedo quedarme, sería demasiado atrevido por mi parte…

—Ellos saben que iba a venir con una amiga —contestó Hudson fijando sus brillantes ojos grises en los de ella, alarmados.

Salió del coche y dio la vuelta para abrirle la puerta. Sin duda esperaban que se presentara con aquella pelirroja, se dijo Marianne, que vio cómo su pánico se transformaba en celos en cuestión de un instante. ¿Y por qué no la habría llevado a ella?, se preguntó.

—Vamos.

La voz de Hudson, penetrante y profunda, la sacó de sus pensamientos. La tomó del brazo para ayudarla a salir del coche y sintió que aquel contacto la quemaba. Era una locura, no podía ser que estuviera ocurriendo aquello, se dijo. Debería estar en el hotel, a salvo. ¿Cómo era posible que se encontrara en aquella situación?

—Hudson… por favor…

—Hudson… por favor —la imitó con voz suave y cruel—. Solías decirme eso mismo en los viejos tiempos: «Hudson, oh, por favor… por favor». ¿Te acuerdas? Me lo decías cuando estabas en mis brazos, cuando te besaba, cuando te abrazaba. ¿Te transportaba al mismo mundo de ensueño tu joven amante inglés, Annie? ¿Te hacía sentirte como yo te hacía sentirte? ¡Contesta!

—Me estás haciendo daño —respondió intentando soltarse del brazo.