El secuestro de la princesa - Michelle Smart - E-Book

El secuestro de la princesa E-Book

Michelle Smart

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Beschreibung

Bianca 2990 La secuestraron de la torre del castillo… ¡Y fue directa a los brazos del príncipe! Cuando el osado Príncipe Marcelo Berruti rescató a Clara Sinclair de una boda forzada, apareció en los titulares de la prensa internacional. Por ello, tendría que enfrentarse a una crisis diplomática… a menos que se casara con la bella prometida. Clara era una mujer honesta que no había confiado en nadie desde su infancia. No obstante, le debía la vida al apuesto Marcelo. ¡Lo menos que podía hacer era fingir que estaba locamente enamorada de él! Cuando estalló el deseo entre ambos, aquella mujer virgen se percató de todo lo que se había perdido hasta entonces. Sin embargo, ¿estaría preparada para pasar el resto de los días bajo el foco de la realeza?

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Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2022 Michelle Smart

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El secuestro de la princesa, n.º 2990 - marzo 2023

Título original: Crowning His Kidnapped Princess

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción.

Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411413862

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

CLARA Sinclair paseó de un lado a otro de la celda. Siendo caritativa, podría admitir que la celda, que medía unos diez metros por diez metros y tenía una cama con dosel, un baño privado y tres grandes ventanas con vistas al puerto privado del palacio, era el tipo de celda por la que matarían la mayor parte de los delincuentes presos. El uniforme carcelario que llevaba también era más llamativo de lo que llevaría un interno, ya que era de seda blanca y encaje. Si no la hubieran forzado a ponérselo, quizá le habría parecido bonito.

Clara deseaba que las guardas todavía estuvieran en la celda con ella. Así podría tener la satisfacción de llamarlas cosas desagradables y ver cómo enrojecían sus rostros. Sin embargo, se habían marchado para prepararse para el evento de la década de Monte Cleure, el matrimonio de Clara con el rey Dominic. Sus otros guardas, dos hombres musculosos, estaban apostados a cada lado de la puerta, en el mismo sitio que se colocaron después de que ella tratara de escapar. Ella no les había gritado desde hacía veinte minutos, así que, golpeó la puerta y vociferó:

–¡Ojalá las sábanas se os llenen de chinches gigantescos! ¡Cerdos!

Igual que todas las otras veces que los había insultado durante esas dos semanas, lo único que recibió como respuesta fue el silencio.

El reloj de pared marcó el cuarto de hora. Bien. Solo quedaban quince minutos para que la casaran con el mayor cerdo de todos, el propio rey. Y ni siquiera aparecería en la capilla real, no después de la amenaza sobre la vida de Bob. Dominic también lo haría. Y, probablemente, disfrutaría con ello.

¿Qué clase de bastardo le daría un cachorro a una mujer y lo utilizaría como arma para amenazarla? El hombre con el que iba a casarse quince minutos más tarde. De momento, Bob estaba a salvo y dormido en su cesta. Permanecería a salvo solo si ella pronunciaba el sí quiero, sin pegar al novio. O al cura. O a alguno de los invitados.

Hasta que ella llegó a Monte Cleure y la retuvieron contra su voluntad, Clara nunca había pegado a nadie en su vida. Ni siquiera a su hermanastro, quien la había tratado mal desde que su padre murió y que era igual de responsable de su situación como el propio rey.

¿Qué clase de bastardo vendería a su propia hermana? Su hermano, el Honorable Andrew Sinclair.

Clara golpeó la puerta de nuevo.

–Os quemaréis en el infierno por todo esto, ¿lo sabéis? –gritó antes de tirarse al suelo con dramatismo.

Bob despertó y se acercó a ella para acurrucarse sobre su regazo.

Acariciándole la cabeza, Clara no sintió ganas de llorar. Estaba demasiado enfadada y llorar no solucionaría nada. Clara lo había aprendido de pequeña, cuando las lágrimas no le sirvieron para devolverle la vida a su madre. También aprendió que lamentarse acerca de la mala fortuna tampoco solucionaba nada.

Si iba a escapar, necesitaba ponerse en marcha.

¿Qué estaba haciendo? Le quedaban diez minutos antes de que la llevaran a la capilla.

«¡Piensa!».

Habían tapiado la chimenea en cuanto descubrieron que Clara estaba intentando trepar por ella. Las salidas de ventilación estaban selladas por si acaso. Abrir la ventana y gritar para pedir ayuda solo le había servido para que colgaran a Bob por la ventana y la amenazaran con tirarlo al puerto privado.

Ella haría que la vida de Dominic fuera un infierno. Podría ser la esposa de Hades. Si él pensaba que podría intimidarla para que lo obedeciera, entonces tenía otra…

El ruido de unos golpecitos la sacó de su pensamiento y provocó que levantara la cabeza. Había un rostro junto a la ventana.

Sin duda, lo estaría imaginando. Pestañeó, pero el rostro seguía allí.

Era un rostro atractivo, de amplia sonrisa, y le indicaba que se apresurara y abriera la ventana.

Clara se puso en pie y se dirigió hacia el extraño.

Mientras se disponía a abrir la ventana de guillotina, pensó en que el extraño le resultaba familiar. Y al ver que tenía dificultad para abrirla, se preguntó si Dominic no la habría sellado. No se le ocurría cuándo podía haberlo hecho, y menos cuando llevaba dos semanas encerrada en la habitación, asomando la cabeza por la ventana y preguntándose si no podría hacerse una cuerda con sábanas para bajar. Lo habría hecho si sus guardianas la hubieran dejado a solas más de veinte minutos.

Justo cuando pensaba que tendría que romper el cristal, lo intentó de nuevo y lo consiguió.

¡Sí!

–Hola –dijo ella, con una amplia sonrisa. De pronto, localizó de dónde conocía a aquel hombre–. ¿Eres de la caballería?

–Ciao, bella. ¿Te gustaría que te llevara en mi helicóptero?

Marcelo Berruti entró en la habitación y experimentó una excitación que no había sentido desde sus días en el ejército. De niño había escalado a menudo las paredes del castillo en el que vivía, imaginando que era un príncipe azul rescatando a una damisela en apuros. ¿Quién iba a decir que cumpliría los treinta y lo haría de verdad?

Aquella particular damisela no parecía nada angustiada. Si acaso, parecía que estaba a punto de reírse a carcajadas, así que, él le cubrió los labios con un dedo.

–Shh… –susurró él, señalando hacia la puerta.

Ella lo miró con sus ojos marrón oscuro, como si fuera una adolescente a la que un profesor hubiera pillado fumando. Él recordó cómo Alessia le había descrito a Clara Sinclair como la niña desobediente del colegio interno. Alessia se había olvidado de mencionar la belleza de Clara, y él se tomó un instante para contemplar aquel rostro ovalado de pómulos prominentes, nariz perfecta y labios carnosos. Su cuerpo era sinuoso y sus pechos estaban cubiertos por un vestido de novia.

La imagen perfecta se completaba con su cabello de color rubio oscuro recogido en un elegante moño.

Ella le sujetó la mano y le retiró el dedo de sus labios.

–¿Has venido a mirarme o a rescatarme? –preguntó ella, susurrando.

–¿Un hombre no puede hacer ambas cosas?

–No cuando estoy a punto de que me saquen de esta habitación para llevarme al altar en cinco minutos.

–En eso tienes razón –separándose de ella, Marcelo llevó la silla que estaba en el tocador hasta la puerta y la colocó bajo el picaporte para asegurarla. Miró el reloj y se volvió hacia ella–. Tenemos dos minutos. ¿Tienes algo de ropa para cambiarte?

–¿En dos minutos?

–Un minuto y cincuenta segundos.

Ella se encogió de hombros.

–Han tardado una hora en ponerme este estúpido traje.

–¿Tijeras?

–No están permitidas, por si se las clavo a alguien –explicó ella.

Él se arrodilló frente a ella y agarró el encaje del dobladillo del vestido.

–Quédate quieta.

–¿Qué haces?

–Esto… –mirándola, arrancó el encaje.

Ella lo miró sorprendida.

–Señor, si acabábamos de conocernos.

Él sonrió, colocó la mano sobre la cadera de ella y la giró para que el encaje se descosiera hasta la altura de sus caderas.

En la distancia se oyó el ruido del helicóptero acercándose. Tenía que desgarrar la seda del vestido. Y eso era más difícil que el encaje.

–¿Y si usas los dientes? –sugirió ella.

–Señorita, acabamos de conocernos –bromeó él, antes de empezar a hacer lo que ella proponía.

A falta de treinta segundos para marcharse, lo único que quedaba de la falda del vestido de novia era unos jirones de seda que caían hasta la mitad del muslo de las piernas bronceadas más fabulosas que Marcelo había visto nunca. Marcelo tuvo que contenerse para no sujetar a Clara por las caderas y presionar el rostro contra su escote.

Nunca, ni en sus sueños más salvajes, había imaginado que su damisela en apuros sería tan sexy.

–La mirada hacia la cara, Berruti –lo regañó ella.

Él miró su bonito rostro.

–¿Sabes quién soy?

–No permitiría que me rescatara cualquiera.

Él deseaba besarla, pero no tenía tiempo, así que la agarró de la mano.

–¿Qué tal llevas las alturas? –preguntó él. El helicóptero sobrevolaba el lugar y hacía tanto ruido que no bastaba con susurrar.

–Supongo que estamos a punto de descubrirlo.

Apareció una cuerda frente a la ventana justo cuando el picaporte de la puerta comenzó a moverse.

–Ha llegado el momento. Vamos –dijo él.

–Espera un segundo –se soltó de la mano y se agachó para recoger una cosa peluda de color chocolate.

–No puedes llevarte eso –dijo él, mientras golpeaban la puerta y gritaban desde el otro lado.

–No puedo dejarlo aquí. Dominic lo matará.

Marcelo señaló la cuerda.

–No podemos escapar por una cuerda con un perro.

Clara miró hacia su escote y dijo:

–Rompe esto. ¡Rápido!

–¿Qué?

Se oyó un fuerte golpe contra la puerta.

–Rápido –dijo ella–. Rómpelo. Solo un poco.

Al darse cuenta de lo que ella pretendía, Marcelo agarró la parte de arriba del vestido y lo rasgó, dejando al descubierto unos grandes pechos ocultos tras un feo sujetador blanco.

Al ver que se había dado cuenta, Clara sonrió.

–Deberías ver mis bragas –y colocó al cachorro dentro del vestido.

–Es un cachorro afortunado –soltó él–. ¿Podemos irnos ya?

–Adelante.

Se oyó otro golpe fuerte y Marcelo se subió al alféizar. Agarró la cuerda y Clara se subió a su lado y se agarró a su cuello.

–Encantada de conocerte –le dijo, mirándolo con una sonrisa.

Él no pudo evitar sonreír mientras aseguraba la cuerda alrededor de ambos.

–Agárrate fuerte.

–No, tú agárrate fuerte.

Riéndose, él la rodeó por la cintura con un brazo. Levantó el dedo pulgar hacia el helicóptero y sujetó a Clara con fuerza mientras los levantaban en el aire.

 

 

Clara sintió un nudo en el estómago al ver que volaban. Se esforzó por mantener el miedo bajo control y continuar agarrada al hombre que era un viejo amigo de su hermano. Mirándolo a los ojos, trató de confiar en que los elevarían hasta un lugar seguro.

Al sentir las garras de Bob clavándose ligeramente sobre su piel, se percató de que el pobre animal debía de estar atemorizado.

Un tirón en la cuerda provocó que sintiera un fuerte revoloteo en el estómago y que cerrara los ojos, apoyando la frente contra el torso de Marcelo. Rezó para que sus cuerpos fueran una barrera que impidiera que Bob pudiera zafarse, y que al mismo tiempo no llegara a ahogarse.

Antes de que el sentimiento de culpa por haberse llevado al cachorro se apoderara de ella, alguien la agarró y la subió al helicóptero con brusquedad.

Un fuerte sentimiento de alivio se apoderó de ella.

¡Lo habían conseguido! Era libre.

Intentó recuperar la respiración antes de abrir los ojos, y tuvo que pestañear varias veces para ver con claridad. El helicóptero era enorme y parecía militar. Dos hombres de uniforme se habían arrodillado junto a ellos y trataban de deshacer el nudo de la cuerda.

Al pensar que estaba en el suelo de un helicóptero junto al príncipe de Ceres y un cachorro que trataba de liberarse, soltó una carcajada. Seguía riéndose cuando aflojaron la cuerda y pudo sentarse en el suelo para sacar a Bob. Entonces, el cachorro le lamió la mejilla y Clara no pudo controlar las lágrimas. De pronto, se dio cuenta de que tres hombres la miraban, sorprendidos por aquel instante de intensidad emocional, y solo sirvió para que llorara y riera con más fuerza.

Sus dieciocho días en Monte Cleure, dieciséis como prisionera, le habían afectado mucho.

Tardó tanto tiempo en recuperar el control que probablemente se alejaron de Monte Cleure antes de que hubiera derramado la última lágrima. Clara miró los jirones del vestido de novia y arrancó un pedazo de tela para utilizarlo a modo de pañuelo.

Después, miró a Marcelo. Él estaba sentado junto a ella y la miraba con cierta preocupación. Bob se había sentado en su regazo y él le acariciaba la cabeza.

Tras arrugar el pedazo de tela que había utilizado para sonarse la nariz, Clara lo guardó en su sujetador.

–Debe ser el pañuelo más caro del mundo –dijo ella.

Él la miró frunciendo las cejas.

–Este vestido le ha costado a Dominic cien mil euros –explicó antes de soltar otra carcajada–. A lo mejor se lo mando como recuerdo del tiempo que hemos estado juntos.

Marcelo había visto lágrimas de mujer muchas veces en su vida. Su hermana, Alessia, era capaz de ponerse a llorar como si solo tuviera que abrir un grifo. Y Gianna, se había tirado al suelo llorando cuando él terminó la relación con ella, algo que le había sorprendido mucho puesto que solo llevaban juntos un par de meses. Sin embargo, las lágrimas de Clara Sinclair habían sido distintas.

–¿Te encuentras mejor? –preguntó él, sabiendo la respuesta.

–Mucho mejor, gracias. Y gracias por haberme rescatado –sonrió–. Te debo una.

–Ha sido un placer –y la idea de que aquella sexy criatura estuviera en deuda con él aumentaba su placer. Era una mujer fascinante.

Clara estiró las piernas y cruzó los tobillos. Él se fijó en que tenía unos pies bonitos. El cachorro saltó a su regazo.

Ella acarició al cachorro y después centró su atención en Marcelo.

–Acabo de darme cuenta de que llevas un esmoquin.

–Así es –convino él.

–Pensaba que los superhéroes iban vestidos con licra y con la ropa interior por encima.

Riéndose, él negó con la cabeza.

–Llevo puesto un esmoquin porque iba vestido para una boda.

Ella lo miró y se rio.

–¿Estabas invitado?

–Acepté asistir en representación de la familia real Berruti.

–Asombroso. ¡Y muy astuto!

Él se encogió de hombros como si rescatarla no hubiese supuesto ningún esfuerzo.

–La invitación llegó tres días después de que mi hermana me enseñara tu mensaje –el mensaje era tan directo como la mujer que lo había escrito:

 

El rey de Monte Cleure me ha encarcelado y va a obligarme a casarme con él. ¡BUSCA AYUDA!

 

Marcelo había supuesto que era una broma. Incluso Alessia no estaba convencida de que fuera cierto. Se sabía que Dominic estaba buscando esposa y Clara Sinclair tenía cierta reputación, pero cuando Alessia no recibió respuesta, comenzó a dudar y no paró de insistirle para que fuera a rescatar a su amiga. Justo después, un mensajero le entregó la invitación de boda y Marcelo encontró la manera de aprovecharse de un hombre al que odiaba y que trataba a las mujeres como basura, además de crear mala fama a las familias de la realeza. Y también de tranquilizar a su hermana. Además, estaba aburrido y no pudo resistirse a un poco de emoción.

El plan original era que sus viejos amigos del ejército se ocuparan de la misión de rescate mientras él estaba sentado en la capilla como invitado. No obstante, tampoco pudo resistirse a la imagen de sí mismo entrando como un príncipe azul y a la ola de adrenalina que la idea provocó en él.

Marcelo no había sentido algo así en los últimos tres años.

–No estaba segura de si el mensaje había salido –dijo Clara, entusiasmada con el éxito que había tenido. Los otros intentos de escapar habían sido fallidos–. Dominic me pilló escribiendo el mensaje y me arrebató el teléfono justo cuando presionaba el botón de enviar.

–¿A quién se lo enviaste?

–A todos mis contactos –a los diez que tenía. Alessia, su única amiga del colegio, era su mayor esperanza. Los otros contactos eran su tía en Australia, algunos compañeros de trabajo y una señora mayor que adoptó uno de los perros del refugio en el que Clara trabajaba.

–Muy lista.

–¿Ha tenido repercusión internacional? –preguntó ella.

–Me temo que no.

Ella puso una mueca de decepción y Marcelo se rio.

–¿Puedes contarme cómo te metiste en este aprieto?

¿Que cómo me metí en este aprieto? Solo soy una víctima.

–Vamos, cuéntame. Tengo curiosidad.

–Hmm… –se incorporó una pizca y se apoyó en un banco que había en el lateral del helicóptero–. Bueno, mi hermano me pidió que fuera a Monte Cleure en su nombre para vender las propiedades donde produce el vino espumoso, en la finca familiar del rey de Monte Cleure. ¿Me sigues?

–Por supuesto.

–Estupendo –sonrió ella–. Yo acepté su propuesta y me fui a Monte Cleure, donde me recibieron como a una princesa, con una gran hospitalidad. Impresionante. Me alojé en el palacio y comí la mejor comida, tenía acceso a las piscinas y al spa, a todo. ¿Todavía te interesa?

–Sí –convino él, aunque le resultaba difícil concentrarse en sus palabras cuando los labios de Clara eran tan atractivos.

–Bien, porque ahora es cuando se pone interesante. La segunda noche, el rey me propuso matrimonio.

Él arqueó una ceja.

Ella asintió.

–Yo también reaccioné así. Me contuve para no reírme en su cara, pero le dije la verdad: que no quiero casarme. Me quedé satisfecha con no ofenderlo con mi negativa.

–¿No te tentó la propuesta?

–¿Lo has visto? Ese hombre es un cerdo.

–También es rey.

–¿Y qué? Eso no evita que sea un cerdo. Incluso come como un cerdo. Es asqueroso.

–¿Y cómo reaccionó ante tu negativa?

–Fue muy comprensivo. Al día siguiente, durante el desayuno, se dirigió a mí como su prometida. De nuevo, le dije que no quería casarme y se rio. Cuando fui a recoger mis cosas para marcharme, habían revuelto mi maleta y me habían robado el bolso y el pasaporte. Después, el rey vino a mi habitación y me dijo que iba a casarme con él, me gustara o no, y que era mejor que me hiciera a la idea o que habría consecuencias. Al día siguiente, llevó a Bob a mi habitación y me dijo que era el primero de los muchos regalos que recibiría si era buena chica.

–¿Bob?

Ella señaló al cachorro.

–Él sabía que me encantan los animales y pensó que un perro haría que cambiara de opinión. En serio, el hombre es de otro planeta.

–¿Y por qué tú? ¿Te lo ha dicho alguna vez?

–Ah, sí. Quiere casarse conmigo porque llevo sangre real en las venas. Al parecer, no importa que esté muy diluida. También porque soy virgen.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

POR primera vez desde que él apareció en su ventana, Marcelo parecía desconcertado.

–¿Disculpa? ¿Eres virgen?

–Sí –contestó ella, animada. Clara no se avergonzaba de serlo–. Al parecer, una virgen le da más garantías de que el hijo sería suyo. Evidentemente, cuando una mujer ha tenido relaciones sexuales se convierte en una ninfómana y ha de acostarse con cualquier hombre de los alrededores y, como está poseída por el deseo, se olvida de usar anticonceptivos, sobre todo cuando está por ahí con todos esos hombres que no son su marido.

Marcelo la miró sin más. Ella se percató de que los hombres que los habían subido hasta el helicóptero estaban mirándola desde sus asientos. Todos parecían perplejos.

–¿Qué pasa? –preguntó ella, mirándolos–. ¿No estaréis casados y os estáis preocupando por si vuestras esposas están acostándose con el vecino, verdad? En serio, eso solo era la mente paranoide de Dominic entrando en escena. Quiero decir, no sé, quizá vuestras esposas tienen aventuras con otros hombres, pero si las tienen, no es porque sean ninfómanas, sino porque son infelices en su matrimonio. Así que, mi consejo es que solucionéis esa infelicidad. A las mujeres nos gusta sentirnos queridas y apreciadas. Y deseadas. Las flores también se agradecen, pero no recomiendo utilizarlas a modo de disculpa… Si tenéis que disculparos y demostrar lo arrepentidos que estáis, una buena disculpa de rodillas funciona muy bien.

–Ah, ¿sí? –preguntó Marcelo.

–Bueno, eso es lo que yo preferiría si mi marido me hubiese disgustado. Aunque supongo que no puedo hablar por otras mujeres, y todo es irrelevante porque no pienso casarme. Aunque me gustaría que un hombre se arrodillara ante mí y me pidiera disculpas.