El sendero a Oeria - Alex S. Aguëra - E-Book

El sendero a Oeria E-Book

Alex S. Aguëra

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Beschreibung

"Tu destino está escrito en esa carta..." Esas fueron las últimas palabras que Erien Larhan, un joven de diecisiete años, escuchó en el lecho de muerte de su padre. En la misiva mencionada, descubre que realmente él pertenece a un mundo llamado Oeria. Cierto día, un misterioso chico llamado Kai, se presenta en su casa alegando que es el encargado de llevarle hasta su nuevo mundo. A partir de ese instante, la vida de Erien cambia por completo, viéndose inmerso en un emocionante viaje en el que nada es lo que parece, y durante el cual se dará cuenta de que su acompañante es alguien con unas capacidades increíbles y, a la vez, aterradoras. Oeria es un mundo que desborda fantasía y peligros a partes iguales, y que pondrá a Erien a prueba, llevándole hasta el límite y a hacer cosas que jamás habría podido imaginar.

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Alex S. Agüera

EL SENDERO A OERIA

1ª edición: septiembre 2018

© Alex S. Agüera

© Ilustración de portada Mónica Navarrete Galván

© De la presente edición Terra Ignota Ediciones

Diseño de cubierta: Mónica Navarrete Galván

Terra Ignota Ediciones

c/ Bac de Roda, 63, Local 2

08005 – Barcelona

[email protected]

ISBN: 978-84-949235-1-7

IBIC: FM YFH 2ADS 5AQ

La historia, ideas y opiniones vertidas en este libro son propiedad y responsabilidad exclusiva de su autor.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45)

Contenido

PRÓLOGO

1La carta de la verdad

2El chico misterioso

3Nuevo mundo

4La ciudad de Linaria

5Hacia el próximo destino

6La capital del reino

7Nuevas amistades

8La academia de Aralia

9El museo de historia

10Secretos

11Caos y destrucción

12Revelaciones

13El pasado de Kai

14Decisiones

15 Primeros pasos

16Magia y confesiones

17La prueba final

18Celebración

19Confabulación en las sombras

20 Princesa y escolta

21 Primera misión

22La misteriosa mansión

23Ataque inesperado

24Represalias

25 La base de laOrganización Fantasma

26Emociones

27 Bajo una dura instrucción

28 Preludio a la batalla

29La hora de la verdad

30En la boca de la serpiente

31 Peligros en cada esquina

32 El verdadero artífice

Epílogo

PRÓLOGO

La primavera por fin había llegado tras un duro invierno. La temperatura y el paisaje colorido transformaban aquel aburrido pueblo en algo único. Erien, un joven de ojos esmeralda y cabello negro, miraba con atención aquel paisaje a través de la ventana del autobús que utilizaba día tras día. El instituto más cercano estaba situado en una ciudad ubicada a seis kilómetros de distancia. Erien vivía en un insignificante pueblo donde jamás ocurría nada interesante y la rutina estaba a la orden del día. Él se había planteado en innumerables ocasiones marcharse a otro lugar con más vida, como ya habían hecho muchos jóvenes de su misma edad. A pesar de que aquella idea había pasado por su cabeza, no podía abandonar el pueblo a causa de los problemas de salud de su padre, ya que no había otra persona que pudiera atenderle.

Erien llegó a la parada de autobús y descendió los pequeños escalones con la mochila colgada del hombro. El conductor cerró las puertas y prosiguió con su trayecto. Faltaban pocos minutos para las tres y diez de la tarde. Su estómago rugía con fiereza como si no hubiese comido en varios días, y su cabeza solo pensaba en llenar su estómago de comida. Sin embargo, eso tendría que esperar; antes tenía que ir a comprar a la única tienda de comestibles del pueblo.

Tras una larga caminata, llegó a la puerta de un pequeño establecimiento de fachada vieja y desgastada, situado en la esquina de la calle principal. El chico atravesó la puerta y se acercó al mostrador. Una mujer de sesenta años y propietaria de la tienda conocía al chico de toda la vida. Le había visto desde pequeño cuando él acompañaba a su padre en sus compras.

―Buenas tardes, Erien ―sonrió con amabilidad―. ¿Cómo se encuentra tu padre?

―Ayer tuvo uno de sus achaques; por suerte, esta mañana parecía sentirse mucho mejor.

―Deberíais mudaros a un lugar con más atención médica. En este pueblo carecemos de ella.

―No es la primera vez que se lo propongo, pero es demasiado cabezota y no atiende a razones.

―Mira quién habla, tú eres igualito a él ―se rio entre dientes―. ¿Por cierto, qué necesitas?

―Tomates y lechuga.

La dependienta sustrajo una bolsa de papel marrón de debajo del mostrador, se volteó hacia una estantería de madera y se cubrió las manos con unos guantes transparentes. Cogió todo lo necesario y guardó lo que había pedido en la bolsa. Erien agarró la mochila, abrió un pequeño bolsillo de la parte lateral y rebuscó en el interior.

―Oh… Vaya ―dijo, buscando con más ahínco.

―¿Ocurre algo?

―Siempre suelo guardar la cartera en la mochila, pero parece que me la he olvidado en casa.

―No te preocupes. Llévate la compra.

―No puedo hacer eso. ―Erien se sintió avergonzado.

―Olvídate de eso. Cógela y vete ―insistió.

―Gracias ―le agradeció y cerró el bolsillo de la mochila.

Aún sin saber qué contestar, cogió la bolsa y después de despedirse de la mujer abandonó la tienda. Una vez fuera soltó un suspiro y empezó a caminar dirección a su casa. Mientras avanzaba por la estrecha calle, no podía olvidarse del hecho de que se había marchado sin pagar la compra. En los últimos días, estaba algo despistado. Él no solía olvidarse de sus cosas y mucho menos de algo tan importante como era la cartera. Aquel descuido había sido provocado por la falta de tranquilidad en su vida y eso había hecho mella en su ordenada cabeza.

Cuando se plantó frente a la puerta de su casa, sacó la llave de sus desgastados tejanos y la introdujo en la cerradura, la hizo girar y empujó la puerta. Al entrar, dejó las llaves en un centro de cristal que se encontraba sobre un mueble de madera. Dio un par de pasos hacia a su derecha y entró al comedor. El interior era espacioso y contenía todo lo necesario. En el centro de la estancia había una mesa de madera de roble junto a unas cuatro sillas. La pared situada al lado de la puerta por donde había entrado, estaba ocupada por un sofá de piel marrón y un par de butacas. Una chimenea de piedra grisácea ubicada en la otra pared del fondo, aún conservaba algunos leños a medio quemar. El claro parqué mostraba signos de desgaste y contrastaba con las paredes pintadas de un intenso color canela, que necesitaban una urgente mano de pintura.

―Ya estoy en ca… ―empezó a decir.

Dirigió la mirada a la mesa situada en el centro del comedor, puesta con un mantel blanco de tela bajo dos platos hondos hasta arriba de humeante sopa. De la cocina salió un hombre alto de facciones duras vestido con un delantal. Tenía una delgadez extrema y estaba pálido y demacrado. Bajo la zona de sus ojos grises, unas pronunciadas ojeras acrecentaban aún más aquel horrible aspecto.

Si Erien dijese que su padre era un vampiro, sin duda le creerían.

―Deja la compra y la mochila y pongámonos a comer de inmediato ―ordenó a la vez se quitaba el delantal―. La sopa fría no vale nada.

―Papá ―suspiró Erien―, ¿no deberías estar en tu cama descansando?

―Estoy bien; además, no quiero parecer un inútil.

―Tienes peor aspecto que ayer.

―Eso son tonterías ―espetó.

Dorian Larhan padecía una extraña enfermedad que le estaba matando poco a poco. Ningún médico había logrado sacar un diagnóstico claro. Le habían mandado todos los tipos de medicamento posibles, pero ninguno de ellos había surtido ningún efecto. Los síntomas habían comenzado a brotar cuando Erien ni siquiera levantaba medio metro del suelo. Los años fueron transcurriendo con su padre medianamente estable. Sin embargo, cuando Erien cumplió los dieciséis años, su salud cayó en picado.

―Mira que eres cabezota, papá.

―¡Quién fue a hablar! ―exclamó.

―¿Por qué todos me dicen lo mismo?

―¿Qué?

―Olvídalo ―respondió mostrando una leve sonrisa―. Voy a dejar todo esto en la cocina.

Entró en la pequeña cocina y dejó las bolsas de la compra sobre la encimera de mármol. Miró a través de la única ventana que había y clavó sus ojos en un gran y majestuoso cerezo, situado en lo alto de una verde colina repleta de flores blancas. En aquel instante una breve sensación de nostalgia se apoderó de él. Le dio por recordar el momento de cuando hace quince años lo plantó con su padre en un día de primavera donde el sol brillaba con fuerza.

―Erien, deja de mirar por la ventana y ven a comer ―ordenó Dorian.

Regresó al comedor y dejó la mochila sobre el sofá lanzándola con la precisión de un jugador de baloncesto. Apartó una de las sillas y se sentó a comer junto a su padre.

―¿Qué tal han ido las clases? ―preguntó.

―Han sido largas y aburridas, como casi cada día ―respondió llevándose a la boca una cucharada de humeante sopa

―¿Y la prueba de educación física?

Quiso contestar a la pregunta de su padre, pero no lo hizo debido a que su boca le ardía y luchaba por no escupir el caldo. Cuando al fin consiguió tragar sus ojos estaban vidriosos e intentaba airearse la boca con la ayuda de su mano.

―He quedado de los primeros ―dijo, ya recuperado―. Resultó ser más fácil de lo que creía. Supongo que saltar obstáculos se me da bien.

Erien era bueno en los ejercicios físicos. Disponía de un cuerpo de lo más corriente para un chico de su edad; ni demasiado delgado ni demasiado gordo, aunque contaba con unos abdominales que más de uno desearía tener. Sus cualificaciones en educación física superaban a las de los demás alumnos de su curso. Sin embargo, fuera de esa asignatura se ubicaba en la media de un estudiante de bachillerato.

Padre e hijo habían estado conversando sobre varios temas. En los últimos días, no habían podido hablar como a ambos les habría gustado, así que esa comida era una buena ocasión para aprovechar y ponerse al día. En cuanto acabaron de comer, recogieron la mesa con una rapidez y perfecta coordinación. Una vez en la cocina, Erien ayudó a su padre a fregar los platos y a recoger todos los cacharros y utensilios. Al acabar con toda la faena que había, abandonó la estancia y caminó hasta el sofá para coger la mochila. Se dirigió hacia las escaleras y en cuanto puso el pie sobre el primer escalón, se detuvo.

―Papá, me voy a mi habitación ―dijo.

―De acuerdo, hijo ―respondió desde el interior de la cocina―. Yo aún debo limpiar un par de cosas.

―Ponte a descansar de una vez ―ordenó con firmeza.

―Ahora, ahora.

Erien dejó de insistir y ascendió con pasos lentos por las blancas y desgastadas escaleras de madera, apoyando la mano que le quedaba libre sobre la barandilla. Recorrió un pequeño pasillo y entró la habitación situada en la última puerta. Su habitación no era muy grande, aunque sí acogedora. Todo estaba limpio y ordenado. En la pared de enfrente había una ventana cubierta por un estor blanco que dejaba pasar una gran cantidad de luz. Bajo la ventana se encontraba la cama, cubierta con una funda de cuadros blancos y negros. Las paredes estaban pintadas con un color rojo oscuro ya algo descolorido, repletas de pósteres de series anime y grupos japoneses que disimulaban esa carencia de color.

Erien lanzó la mochila contra la silla de escritorio. Avanzó hasta su cama y se dejó caer boca abajo con los brazos extendidos, para a continuación emitir un extraño gruñido y cerrar los ojos. A los pocos segundos el móvil que portaba en el bolsillo de sus tejanos empezó a sonar bajo la melodía de un estridente rock japonés. Sin modificar la posición de su cuerpo, llevó su mano al bolsillo, con total parsimonia lo descolgó y se lo llevó a la oreja.

―¿Diga?

―Hola, Erien ―dijo la voz de una chica.

―¿Qué tal, Nadia? ―respondió.

Nadia era la mejor amiga de Erien. Se conocieron durante la secundaria y desde aquel entonces se habían vuelto inseparables. Nadia era la típica chica por la cual la mayoría de chicos babeaban como hienas. Más de uno consideraba a Erien un afortunado por estar al lado de alguien como Nadia; por ese motivo, en algunas ocasiones, solían mirarle con recelo.

―¿Estás muy ocupado ahora mismo? ―preguntó.

―Pues, en estos momentos, estoy tirado boca abajo sobre mi cama y en un rato voy ponerme a estudiar. ¿Por qué lo preguntas? ¿Va todo bien?

―Sí, va todo bien ―respondió ella―. Solo te llamaba por si querías venir conmigo y Noah. Se ha emperrado en ir al cine.

―Me gustaría ir, y lo sabes, pero también que soy demasiado responsable.

―Ya sabes lo que te dirá Noah si no vienes con nosotros ―advirtió.

―Dile a ese novio tuyo que no quiero hacer de carabina y ver cómo os pegáis el lote. ―Erien sonó seco.

―Ese novio mío da la casualidad de que también es tu mejor amigo; además, no vas a ser la carabina de nadie ―dijo Nadia, molesta―, aunque puede ser que sí nos lleguemos a dar el lote ―admitió.

―Quizás otro día.

―Erien, sé por qué no quieres venir con nosotros ―reveló―. Te conozco demasiado bien como para no conocer tus motivos.

―No hay ninguna otra razón ―dijo dándose la vuelta hacia el techo y colocando el brazo libre sobre su frente.

―Es por tu padre, ¿verdad?

Un incómodo silencio interrumpió la conversación y, tras unos interminables segundos, él respondió.

―Divertíos con la película. Nos vemos mañana en clase.

―Vamos, Erien ―insistió―. Si vienes, estaré enganchada a ti.

―Nadia…, no cambiaré de opinión.

―Si llego a estar allí, te llevo con nosotros a rastras.

―Lo sé, pero ahora mismo no estás aquí ―le recordó―. Así que no puedes arrastrarme a ningún lado.

―Tú y yo tendremos una seria conversación ―le amenazó.

―No te tengo miedo ―se burló.

―Eso ya lo veremos, chulito ―advirtió―. Tengo que colgar. Te veré mañana.

―Sí.

―Adiós, Erien.

Nadia colgó y Erien sin moverse ni un ápice dejó caer el móvil sobre la cama. Se recostó sobre un lado y suspiró. Él deseaba más que nada estar con sus mejores amigos, sobre todo con Nadia, por la cual sentía algo más que una simple amistad. Estaba enamorado de ella, pero jamás se había atrevido a confesarle sus sentimientos.

«Ponte a estudiar de una maldita vez», se dijo enfadado consigo mismo.

Después de pensárselo durante un breve instante, se incorporó y dejó la cama asqueado, pues le esperaba una agobiante tarde.

Habían transcurrido dos horas desde la llamada de Nadia. Erien se dedicaba a estudiar sentado en su incómoda silla de escritorio de color azul chillón. El escritorio estaba atestado de libros y apuntes de diferentes materias; desde las odiadas matemáticas hasta la tediosa historia del mundo contemporáneo. El sonido de un coche que pasaba por delante de su casa hizo que su concentración se esfumase. Se dejó caer sobre el respaldo de la silla y dirigió la mirada hacia la estantería que tenía enfrente. Estaba repleta de mangas y otras novelas como de fantasía o terror. Su colección de mangas alcanzaba el número de los cien ejemplares; había invertido una buena suma de dinero.

La puerta de la habitación se abrió muy despacio, casi como si el soplar del viento la hubiese empujado. Erien movió la cabeza en dirección a la puerta y vio a su padre que asomaba por ella.

―Pensé que dormías ―dijo Dorian.

―Estoy estudiando, o al menos eso intento ―dijo frotándose el rostro con ambas manos―. Soy incapaz de concentrarme.

―Tú sueles hacerlo aunque estén cayendo bombas, ¿ha ocurrido algo?

―Bueno…

―Cuéntamelo.

Erien se apartó del escritorio y giró la silla hacia a su padre.

―Hace unas horas me llamó Nadia para decirme si quería ir al cine junto a Noah.

―¿Y por qué no fuiste con ellos? ―preguntó.

―No me apetecía ir ―mintió.

―Me parece poco creíble que no te apetezca ir a un sitio con Nadia ―se sorprendió Dorian―. No puedes engañarme. Dime la verdad.

―No quería dejarte solo en tu estado.

―Soy mayorcito para cuidar de mí mismo, ¿no crees, hijo?

―Y ese no es el único motivo.

―¿Cuál es ese otro motivo? ―preguntó de nuevo.

―Verles juntos me mata por dentro ―confesó.

―Mmm ―sonrió―. Así que mal de amores, ¿eh?

―Algo así.

―Cuando yo tenía tu edad, me ocurrió algo parecido ―reveló―. Al fin y al cabo, todos hemos sido jóvenes.

―¿Y qué hiciste?

―Nada ―respondió―. Decidí ver a esa chica tan solo como una amiga y con el tiempo dejó de afectarme. Así que te recomiendo que tú hagas lo mismo con Nadia.

Erien no dijo nada y se mantuvo en silencio.

―Reconozco que no es algo sencillo; a mí me costó tiempo lograrlo ―reveló.

―Dudo que yo pueda hacer lo mismo que tú.

―Si le echas empeño, lo lograrás ―afirmó―. Erien, me voy a descansar al sofá, luego nos vemos.

―De acuerdo, viejo.

1

La carta de la verdad

Erien continuaba estudiando cuando de repente escuchó un estrepitoso porrazo en el piso de abajo, seguido de un fuerte alarido que le alertó e hizo que se pusiese en pie de inmediato.

―¡Erien! ―gritó Dorian.

Al escuchar a su padre salió de la habitación y bajó las escaleras como alma que llevaba el diablo hacia al piso de abajo. Fue hacia el comedor y se encontró a Dorian tirado en el suelo con la mano derecha presionando el lado izquierdo de su pecho.

―¡Papá! ―se agachó y le incorporó―. ¡Iré a pedir ayuda, espera aquí!

―No hay nada que hacer… Escucha con atención ―anunció con un fino y débil hilo de voz―. En una de las paredes de mi habitación hay una vieja caja de madera en la cual hay una carta muy importante…, encuéntrala y haz todo lo que hay escrito.

―¿De qué estás hablando? ―preguntó con las manos temblorosas.

―Tu destino está escrito en esa carta ―hizo una breve pausa y su voz desapareció.

Al ver a su padre enmudecer, se levantó como una exhalación y salió a la calle gritando pidiendo ayuda. Algunos de los vecinos al oír sus gritos de desesperación salieron alarmados de sus casas. Una mujer mayor acompañada de su esposo, fueron corriendo para asistir al muchacho.

―¿Qué ocurre, Erien? ―preguntó la vecina, desconcertada.

―Mi padre necesita ayuda ―anunció con los ojos vidriosos.

Sin más dilación entraron en la casa y les condujo hasta el comedor. El hombre, al ver el cuerpo inerte de Dorian, intentó reanimarlo practicándole un masaje cardíaco, pero ya era demasiado tarde. Había muerto.

Su vecino se levantó y negó con la cabeza.

―Lo siento ―dijo―, no he podido hacer nada por él.

El rostro de Erien empalideció y se le formó un nudo en la garganta que parecía cortarle la respiración. Retrocedió unos pasos con la mirada perdida y se dejó caer en el sofá, abatido. Era incapaz de creer que su padre acabase de morir de una manera tan fulminante y repentina. Inclinó el cuerpo hacia delante y se ocultó el rostro con ambas manos. La mujer se acercó a él con afecto e intentó consolarlo. Sin embargo, nada de lo que le dijese lograría hacerle sentirse mejor.

«No sé qué voy a hacer ahora», se dijo.

Había transcurrido poco menos de una hora desde el fallecimiento de Dorian. La ambulancia se había llevado el cadáver, y Erien fue informado de la hora en la que se realizaría el funeral. Los vecinos habían abandonado su casa, dejándole a solas con sus pensamientos. Permanecía en la misma posición desde que se había sentado en el sofá. Tenía los ojos enrojecidos y hundidos en lágrimas, mientras otras resbalaban por sus mejillas.

«Tu destino se encuentra en esa carta» ―recordó―. «¿A qué te refieres con eso, viejo?», se preguntó. Sin pensárselo dos veces, se puso en pie y subió con rapidez al piso de arriba. Entró en la habitación de Dorian, encendió la luz y miró a su alrededor con atención. Empezó a dar pequeños golpecitos en las paredes con la ayuda de sus nudillos con la intención de hallar alguna parte hueca. Había pasado un minuto cuando en la pared donde estaba la cama, logró distinguir el sonido inconfundible de una parte hueca. Dirigió la mirada a una de las mesillas de noche: necesitaba algo para agujerear la pared. Agarró una lámpara de metal y la desenchufó de un seco tirón. Se acercó a la pared y la golpeó con fuerza empleando la base de la lámpara para lograr su objetivo. Al hacer el agujero, soltó la lámpara sobre la cama e introdujo la mano dentro la cavidad y echó un vistazo. Dentro vislumbró lo que parecía una pequeña caja de madera. Introdujo la otra mano en el agujero y la sacó con cuidado. Se sentó en el borde de la cama y dejó la caja sobre sus piernas. Al levantar la tapa, lo primero que vio fue un trozo de papel doblado. Lo cogió y leyó de inmediato.

Si estás leyendo esta carta significa que he muerto. Sabía que este momento llegaría de un momento a otro, así que escribí esta carta para ti. Te he cuidado todo este tiempo ocultándote una gran verdad que debes conocer, quizás lo que voy a contarte a continuación te parezca una locura, pero es la pura realidad.

Erien, no perteneces a este mundo, perteneces a un lugar llamado Oeria, un mundo diferente al nuestro, donde las cosas son totalmente diferentes. Me gustaría darte más información, pero no puedo revelarte nada más, tendrás que descubrirlo todo por ti mismo.

Si te estoy contando esto es porque necesito que encuentres a una persona en ese otro mundo: tu hermana. Encuéntrala cueste lo que cueste sin importar lo que se interponga en tu camino.

Dejó de leer la carta y una mezcla de sentimientos le invadieron; en primer lugar, sorpresa, luego alegría y, por último, desconcierto. No podía creer el hecho de que tenía una hermana de la cual no conocía su existencia y que vivía en otro mundo. Él tenía la sensación de que toda su vida había sido un engaño y que, tras diecisiete largos años, la verdad había comenzado a salir a la luz.

Erien cogió fuerzas y continuó leyendo la carta.

Para ir a Oeria, tendrás que ponerte el anillo que encontrarás en la caja, hazlo cuando acabes de leer esta carta y alguien vendrá a por ti. Hay una maleta de viaje en mi armario, llénala de ropa y dirígete a tu destino.

Estoy convencido de que hallarás todas las respuestas.

Adiós, Erien.

Dejó la carta sobre la cama y buscó en la caja de madera el anillo mencionado. En un rincón encontró un anillo de plata con una línea grabada en el centro. Lo observó con detenimiento y sin vacilar lo hizo pasar por el dedo índice de su mano izquierda. Esperó algún tipo de reacción, o la llegada de alguien, sin embargo ninguna de las dos cosas ocurrió. El joven echó un vistazo a la hora en el móvil y vio que era momento de cenar. No tenía demasiado apetito, pero no quería acostarse con el estómago vacío. Bajó a la cocina y cenó las sobras de la noche anterior. Regresó al piso de arriba, entró en cuarto de baño y se cepilló los dientes. Entró en su habitación y sin encender la luz se tumbó sobre la cama con la cabeza hecha un lío. Todas y cada una de aquellas palabras de la carta estaban clavadas en su mente como una daga. «¿Es cierto lo que dice mi padre? ―se preguntó―. ¿O tan solo había perdido el juicio? En cualquiera de los dos casos, en unas horas saldría de dudas. Programó la alarma del móvil a las ocho de la mañana y lo dejó sobre la mesilla de noche.

Cerró los ojos e intentó descansar.

Los rayos del sol se colaban por la ventana de su habitación cuando la alarma a todo volumen le despertó. Abrió los ojos despacio, cogió el móvil, apagó la alarma y lo dejó sobre la cama. Se incorporó de mala gana, pues apenas había logrado dormir. Se levantó medio adormilado y dejó escapar un bostezo. Salió de la habitación con los ojos entreabiertos y entró en el cuarto de baño. Abrió el grifo y hundió el rostro bajo el grueso hilo de agua fría. Cuando terminó se secó con una toalla azul colgada del toallero de la izquierda. Tras cepillarse los dientes, abandonó la estancia y fue la habitación de Dorian. Abrió el armario y cogió la maleta de viaje que había en el fondo. Estaba nueva y aún conservaba la etiqueta.

―Lo tenías todo preparado, ¿eh, granuja? ―dijo en voz alta.

Sin perder el tiempo, llevó la maleta a su habitación. La depositó sobre la cama y la abrió por completo. Sacó la mayoría de la ropa que tenía en el armario y la guardó en la maleta en un perfecto orden.

Una vez cumplió con el tema del equipaje, guardó la maleta bajo la cama.

Quedaba menos de una hora para que comenzara el funeral de su padre, tiempo suficiente para desayunar y cambiarse. Se despojó de la ropa que llevaba puesta desde ayer y se vistió con una camiseta blanca con números estampados, una sudadera abierta de color gris y unos vaqueros negros. Se calzó las deportivas y bajó a la cocina a desayunar. Preparó un café bien cargado, además de unas tostadas untadas con mermelada de fresa. Al poco de terminar, el timbre de la casa provocó un sobresalto a Erien. Se quedó inmóvil y en silencio. «Quizás vengan a buscarme para llevarme a ese mundo», pensó. Caminó hasta la puerta e hizo girar el pomo, despacio. Abrió la puerta dejando una mínima abertura, y receloso, asomó la cabeza por la rendija. Al ver que eran sus dos mejores amigos se sintió aliviado. Abrió de par en par; revelando la figura de una chica y un chico: ambos atractivos. Ella tenía el pelo largo y de color caoba. Sus ojos eran almendrados y marrones. Portaba un pañuelo rojo en la cabeza y un piercing en la nariz en forma de aro. En cuanto al chico, era el típico skater; vestía ropa cómoda, zapatillas planas y anchas de la marca DC y un gorro gris de la misma marca.

―¿Nadia? ¿Noah? ―dijo sorprendido por su visita―. ¿Qué estáis haciendo aquí?

Sin mediar palabra, la chica se abalanzó sobre él y lo abrazó con cariño.

―Nos hemos enterado de lo de tu padre… ―dijo con pesar―. Lo siento mucho.

Noah se acercó y posó su mano sobre el hombro de él.

―Lo siento, tío ―repitió.

Nadia dejó de abrazarlo y dejó espacio entre ellos.

―¿Cómo os habéis enterado? ―preguntó, confundido.

―Resulta que tu vecina es la tía de una amiga mía ―respondió Nadia―, y justo ayer por la noche me llamó para decírmelo.

―Las noticias vuelan por lo que veo ―hizo una pausa―. Entrad ―les invitó haciéndose a un lado.

Erien miró a cada lado de la calle y luego cerró la puerta.

―¿Y bien? ―Erien se volteó hacia ellos―. ¿Habéis desayunado? Puedo preparar más café.

―De camino aquí hemos parado en un área de servicio ―dijo Noah―. Gracias por el ofrecimiento ―le agradeció.

―¿Ya te han arreglado el coche? ―preguntó.

―Han tardado menos de lo esperado ―se cruzó de brazos.

―Genial ―sonrió―. La verdad, no sé qué más os puedo ofrecer…

―No nos tienes que ofrecer nada ―dijo ella―. Si hemos venido hasta aquí es para hacerte compañía en estos momentos tan difíciles.

―Os lo agradezco, de veras, pero estoy bien.

―¿Crees que puedes engañarnos? ―dijo Nadia acercándose a él―. No intentes hacerte el duro.

―No me estoy haciendo el duro.

―A mí me parece que sí.

―Ahora mismo no tengo tiempo para discutir sobre eso ―espetó―. Tengo que ir al funeral de mi padre y debo llegar hasta la parada del autobús para ir a la ciudad.

―¿Autobús? ¿Estás de broma? ―Noah pareció ofendido al oír eso―. Nosotros te llevaremos.

―No, no vais a pasar por esto de ninguna manera.

―No pienses ni por un momento que vamos a dejarte solo en esto ―añadió Nadia.

―Pero… ―no acabó la frase.

―Te acompañaremos sin más ―dijo Nadia, tajante―. Noah, sal y enciende el motor.

―A la orden.

El chico salió a la calle cerrando la puerta de un inaudible portazo.

―¿Qué necesidad tenéis de hacer esto? ―preguntó.

―¡Ya basta, Erien! ―gritó enfurecida―. ¿Quieres dejar de preocuparte por los demás? Desde que te conozco siempre has sido igual, preocupándote por los de tu alrededor ―agarró su mano con suavidad―. ¿Pero qué hay de ti? ¿No te has parado a pensar en ello?

―Quizás tengas razón ―apartó la mirada hacia otro lado―. Puede que esa sea mi única debilidad.

―Estaremos contigo quieras o no.

―Está bien ―sonrió―. Ahora vayamos al funeral ―dijo soltando la mano de Nadia.

―Estoy de acuerdo contigo, vamos.

Abrió la puerta y dejó dejar pasar Nadia en primer lugar. Una vez en el exterior, cerró con llave.

El funeral duró menos de lo esperado. Todos los habitantes del pueblo estuvieron presentes en el lugar junto a otros allegados de Dorian. Erien se había mantenido sereno durante toda la ceremonia acompañado Nadia y Noah. Cuando todos comenzaron a abandonar el lugar para regresar a sus casas, él pidió quedarse a solas ante la tumba de su difunto padre. Allí, en silencio, miles de pensamientos pasaban por su cabeza como un circuito eléctrico que le impedían pensar con claridad. Los sentimientos comenzaron a florecer e instantes después rompió a llorar. Se negaba a aceptar que la persona más importante para él hubiese muerto. No dejaba de preguntarse cómo haría para afrontar el futuro sin uno de los pilares de su vida. Lo único que sabía es que no estaría solo. Tenía a sus mejores amigos, que estarían ahí para apoyarle.

Cuando Erien logró calmarse le dedicó unas últimas palabras.

―Hola, papá ―dijo―. Supongo que aquí podrás encontrar la paz que te faltó en vida. Estoy realmente triste… y también confuso e… incluso algo enfadado ―guardó silencio―. ¡Maldita sea! ―gritó―. ¿Cómo pudiste ocultarme algo como esto? ¿Otro mundo? ¿Una hermana?

Erien se secó las lágrimas y continuó.

―Tengo tantas demasiadas preguntas sin respuesta que estoy a punto de estallar ―dijo―, aunque quizás sea mejor descubrir la verdad por mí mismo. Donde quieras que estés te haré sentir orgulloso, viejo.

Esbozó una sonrisa a la tumba y abandonó el lugar con las manos en los bolsillos de la sudadera.

Fuera del cementerio aguardaban Nadia y Noah, apoyados en la parte lateral del coche; un Ford Mustang negro del 67. El chico lo había tuneado en su totalidad convirtiéndolo en una auténtica belleza, más de lo que ya era en su forma original. Noah provenía de una familia de clase alta. Su padre le había regalado el coche cuando cumplió los dieciséis, y cuando él tuvo el dinero suficiente, lo modificó a su semejanza.

Erien recorrió la distancia que los separaba y se plantó frente a ellos.

―Ya podemos irnos ―dijo.

―Puedes quedarte un poco más si lo deseas ―dijo Noah.

―No. Ya es suficiente.

―En ese caso sube. ―Noah le abrió la puerta.

Erien entró en el coche y ocupó el asiento trasero. Una vez los tres hubieron montado en el interior Noah hizo girar la llave y el coche rugió con un exquisito sonido.

―Suena mejor que antes ―comentó Erien desde su asiento.

―Le cambié el motor por otro más potente.

―No sé de dónde sacas tanto dinero.

―Con el sudor de mi frente. ―Se rio y colocó el espejo retrovisor en posición.

―¿Qué os apetece hacer ahora, chicos? ―preguntó Nadia.

―Podríamos ir al salón recreativo, los sábados abren a las diez ―propuso Noah.

―Yo mejor me voy a casa.

―Tú hoy te vienes con nosotros digas lo que digas ―dijo ella―; además, no te conviene quedarte solo en estos momentos tan duros.

―No me apetece.

―Te ayudará a distraerte.

Erien suspiró.

―Puede que tengas razón.

―¡Pues no se hable más! ―exclamó Noah.

Noah pisó el acelerador y abandonaron el cementerio.

El salón recreativo estaba vacío. Los sábados por la mañana solía estar poco concurrido, a diferencia de la tarde, cuando el salón se llenaba hasta la bandera. En el ambiente se escuchaba las animadas melodías y sonidos de las diferentes maquinas. El salón era enorme, contaba con todo tipo de juegos. Erien tenía predilección por los juegos de origen japonés, sobre todo los clásicos árcades; Noah, en cambio, se decantaba más por los juegos de disparos y carreras, aunque en realidad, jugaban a cualquier cosa que se les pusiese delante. Su habilidad para controlar todos esos tipos juegos era excelente debido a todos los años como jugadores habituales. Erien y Noah a pesar de sus habilidades tenían un rival en común que les superaba con creces. Ese rival era nada más y nada menos que Nadia. Les había humillado en innumerables ocasiones y ambos evitaban a toda costa enfrentarse a ella.

―Oye, Erien ―dijo Noah―, te reto a una partida en la DDR.

―¿Estás seguro de querer enfrentarte a mí?

―Me apuesto lo que quieras a que te doy una paliza ―advirtió.

―Ni en tus mejores sueños ―replicó.

―El que pierda tendrá que ir de compras con Nadia, y ya sabes lo que es ir de compras con ella.

―Una tortura.

―No es por nada, chicos, pero estoy aquí ―intervino ella.

―¿Qué me dices, Erien? ―preguntó Noah.

―Hecho.

«Podría perder adrede, pasar un día entero con Nadia no es mala idea», se dijo.

DDR eran las siglas de Dance Dance Revolution, un simulador de baile creado por una famosa empresa japonesa. El objetivo era alcanzar el máximo de puntos posibles ejecutando y acertando una serie de pasos. Los jugadores se colocaban en una plataforma donde había unas flechas dispuestas en forma de cruz. El objetivo del juego era seguir el ritmo de la música y pisar las fechas de la plataforma que aparecían en la pantalla. Cuanta mejor sincronización con los pasos indicados en la pantalla y las flechas, más puntos se le otorgaban al jugador. Noah se desenvolvía como pez en el agua con la DRR, obteniendo las puntuaciones más altas. Pocos lograban superarle, a excepción de Nadia, que aplastaba a cualquier otro jugador. Erien se hallaba casi al mismo nivel de Noah, pero no solía superar los registros de su amigo. Se dirigieron al final del salón donde aguardaba la nombrada máquina: una plataforma dividida por dos cruces de flechas individuales situadas en ambos lados y dos barras traseras para apoyar los brazos; además, también disponía de dos grandes altavoces que sostenían una enorme pantalla donde aparecían los pasos a seguir y distintos menús.

―¿Listo para morder el polvo? ―preguntó Noah, sonriente.

―Ahora lo veremos.

Nadia se situó en un punto donde poder observar la disputa. Noah escogió el lado izquierdo mientras que Erien se decantó por el derecho. Introdujeron una moneda y configuraron las opciones de la máquina a sus exigencias; la canción y la dificultad deseada.

―Te voy a mostrar cómo pierdes ante el mejor jugador de DDR.

―Quizás te lleves una sorpresa ―respondió lanzándole una mirada maliciosa.

Hicieron chocar sus puños y se desearon suerte. Después, se inició el duelo.

A los cinco minutos la partida acabó con un resultado favorable a Noah: que obtuvo la victoria por unos pocos puntos. Ambos bajaron de la plataforma y regresaron con Nadia.

―Ya te lo dije. Soy el mejor ―alzó los brazos en gesto de victoria.

―No te pavonees. Esta vez has ganado por la mínima.

―Lo que cuenta es que has perdido la apuesta y deberás apechugar.

―Yo estaría preocupado por ti, Noah ―dijo Nadia―. Quién sabe, quizás me guste más ir con Erien que contigo.

―Sabes que no soy celoso ―respondió Noah cruzándose de brazos―. Además, es de Erien de quien estamos hablando.

―¿Que no eres celoso? ―inquirió―. ¿Te recuerdo el incidente en la fiesta de Natalie?

A Noah se le borró la sonrisa y se limitó a desviar la mirada a otro lado.

―¿Qué ocurrió en la fiesta de Natalie? ―preguntó Erien.

―Un tío se acercó a flirtear conmigo y al listo de tu mejor amigo no se le ocurrió otra cosa que lanzarle todo el ponche de la fiesta encima.

Erien miró a su amigo, incrédulo. Noah intentaba hacerse el despistado tocando los botones de otras máquinas.

―Voy a jugar a los rallyes ―dijo Noah desvinculándose del tema.

―Jamás me lo mencionó.

―Se avergüenza de ello ―comentó―. ¿Y bien? ¿Te apetecería jugar contra mí a la DDR?

―Seguro que pierdo, pero está bien.

A las dos del mediodía habían abandonado el salón recreativo. Los tres jóvenes estaban parados frente a las paredes contiguas a la puerta del local. Tenían un gran apetito después de pasar tantas horas encerrados. Nadia y Noah se habían puesto a discutir por el hecho de que cada uno quería comer en un lugar distinto. La temperatura en el exterior era elevada para aquella época, lo que provocaba serios sudores al bueno de Erien.

―Poneos de acuerdo en elegir un restaurante ―exigió.

―Nadia… ―dijo Noah―, te digo que es mejor una hamburguesa con patatas.

―Ni hablar ―respondió tajante―. Siempre me llevas a los mismos lugares, por un día me gustaría escoger a mí.

―¿Por ejemplo?

―A un japonés, quiero sushi.

―¿De veras quieres comer pescado crudo? ―preguntó con una mueca de asco.

―¿Tú qué dices, Erien?

―Me gusta el sushi, pero hace tiempo que no como una hamburguesa.

―¡Así se habla! ―exclamó Noah―. Podemos ir a la hamburguesería que hay cerca de aquí.

La chica lanzó una mirada asesina a Erien y a él se le erizaron los pelos de la nuca. Si algo caracterizaba a Nadia era su mal carácter y ninguno de los dos, incluido Noah, querrían verla enfadada.

―La próxima vez te toca a ti ―dijo Erien, risueño.

―Eso espero.

La hamburguesería más cercana no se encontraba muy lejos de allí. Caminaron hasta el final de la calle, y después de dejar atrás un par de manzanas, llegaron a las puertas del restaurante. Al cruzar umbral, el aroma de la comida hizo que sus bocas comenzasen a salivar. En la barra no había más de dos personas comiendo. Las paredes de colores vivos y mobiliario retro desprendían un gran encanto. No era la primera vez que pisaban aquella hamburguesería, pues le tenían un cariño especial, ya que fue el lugar donde ellos entablaron amistad, a pesar de que iban al mismo instituto y se habían cruzado por los pasillos. Los muchachos se sentaron en una mesa situado al lado de la ventana. Al poco tiempo una joven camarera se acercó a tomarles nota. Vestía con una camiseta de negra de manga corta con el logotipo del establecimiento y una corta falda roja con cuadraditos blancos. Noah no pudo evitar dirigir su mirada a las esbeltas piernas de la camarera, a lo que Nadia reaccionó propinando un codazo a las costillas de su novio.

―¿Qué vais a pedir? ―preguntó amablemente dirigiéndose a la pareja.

―Para nosotros dos una hamburguesa con doble de queso, patatas fritas y una bebida grande ―respondió Nadia.

―¿Y tú? ―preguntó nuevamente, está vez a Erien.

―Lo mismo que ellos.

―Ahora mismo os lo traigo ―finalizó guiñándole el ojo.

La camarera dio media vuelta y antes de caminar hacia la barra echó una última mirada a Erien.

―Creo que le gustas ―dijo Noah esbozando una sonrisa pícara.

―Lo dudo ―dijo en un tono seco.

―¿Erien, te ocurre algo? ―preguntó Nadia―. Has estado bien todo el día, pero desde que hemos salido del salón estás muy raro.

―No es nada.

―Me da la sensación de que nos estás ocultando algo importante.

―Te cuento… ―empezó a decir―. Sí, es cierto, aunque es una locura. ―Erien se acercó a la mesa.

―¿Una locura? ¿A qué te refieres? ―dijo, intrigada.

―Escuchad ―dijo―, antes de ir a pedir ayuda para mi padre, él mencionó la existencia de una carta que guardaba en una caja.

―¿La encontraste?

En ese instante, la joven camarera llegó con sus pedidos y tuvo que esperar a que volviese a la barra para seguir con la conversación.

―Sí ―asintió―. En esa carta, mi padre…, mi padre me reveló que yo pertenecía a otro mundo.

―¿Leer tanto manga te ha afectado a la mente ―dijo Noah asestando un gran bocado a su hamburguesa.

―No estoy delirando ―musitó.

―Debe de haber alguna explicación ―dijo Nadia―. Quizás tu padre debido a su enfermedad perdió la cordura a última hora ―argumentó.

―Lo dudo ―dijo Erien―. Yo era quien vivía con él y puedo asegurar que estaba totalmente cuerdo. Ya no sé qué pensar de todo este asunto.

―¿Tienes la carta aquí? ―preguntó Nadia.

Erien negó con la cabeza y dio un sorbo al vaso de refresco.

―¿Qué vas a hacer? ¿Creerle? ―dijo Noah.

―Según mi padre, alguien vendrá a buscarme muy pronto.

―No te faltaba razón cuando dijiste que era una locura ―comentó Nadia.

―Bueno, olvidemos ya este tema ―dijo Erien―. Desde que he comenzado a hablar no he pegado bocado ―bromeó.

―¿Y si de verdad existiese ese mundo? ―preguntó Noah.

―No digas estupideces ―le respondió Nadia―. ¿Tú qué dices, Erien?

―Creo que perdió la cabeza en sus últimos días.

―Estoy de acuerdo contigo.

―Mejor sigamos comiendo ―dijo Noah―. La comida fría no vale para nada.

Dejaron la conversación a un lado y se centraron en acabarse las hamburguesas.

2

El chico misterioso

El sol había comenzado a esconderse tras el horizonte, convirtiendo el cielo en un mar de fuego. Erien tuvo que coger el autobús para volver al pueblo debido a que el Mustang de Noah había vuelto a averiarse como de costumbre. A él no le suponía ningún problema coger el transporte público; al fin y al cabo, era su único medio para viajar de un lugar a otro.

Bajó en la parada designada mostrando claros síntomas de agotamiento. Las últimas horas habían sido demasiado intensas y comenzaba a pagar el precio. «Estoy deseando llegar a casa», se dijo, viendo que aún le faltaba un buen trecho para llegar a su destino. Recorrió las calles iluminadas por los últimos rayos del sol y al fin alcanzó la puerta de su casa. Erien vio algo extraño: las luces del interior estaban encendidas. Por un momento pensó que quizás con las prisas las había encendido sin darse cuenta, pero lo descartó de inmediato. Él no era tan despistado. Sacó las llaves del bolsillo y entró en la casa. Nada más poner un pie en ella, un intenso olor a comida inundó sus conductos nasales. Era un olor agradable y automáticamente por su mente pasaron todo tipo de platos. Dejó las llaves en el mueble y entró en el comedor muy despacio sin apenas hacer ruido. Dirigió la mirada al interior de la cocina y vio lo que parecía un chico de espaldas, que se dedicaba a trocear varios tipos de verduras con una asombrosa destreza. Erien, con la atención puesta en aquel extraño que había ocupado su cocina, dio un par de pasos y tontamente chocó con una de las sillas del comedor. Ante el estruendo que provocó al tropezar, el chico de la cocina se volteó hacia él y los ojos turquesas de aquel desconocido se clavaron en el joven como estacas. Vestía con una camiseta blanca, bajo una chaqueta gris de algodón desabrochada. Portaba unos pantalones marrones claros y un cinturón rojo. También llevaba puesto el delantal de su padre. En la mano izquierda agarraba una patata a medio pelar, mientras que con la derecha sujetaba un cuchillo.

―Ya era hora ―dijo el desconocido―. ¿Qué horas son estas de llegar a casa?

―Eh…, pues yo ―hizo una pausa―. ¡Espera un segundo! ―exclamó―. ¿Quién diantres eres tú y qué haces en mi casa?

―Es cierto, por poco pierdo los modales ―soltó una pequeña carcajada―. Puedes llamarme Kai.

Tenía el cabello castaño y revuelto, que le daba un aspecto despeinado. Era alto y de buen físico.

―¿Cómo has entrado aquí? ―preguntó acercándose a él.

―Por la puerta ―señaló con el índice.

―Ya imagino que por la… ―calló en seco― puerta… ―acabó de decir―. ¿Se puede saber qué estás haciendo en mi cocina?

―La cena de esta noche. Estoy haciendo un estofado.

―Nadie te ha dado permiso.

―¿Quieres ayudarme a cortar las patatillas? ―preguntó moviendo la mano con la que sujetaba la patata.

―Voy a llamar a la policía.

Kai no le respondió y se volteó para seguir con lo suyo.

―No te quedes ahí parado como una farola y ven a ayudarme, chaval ―ordenó.

―Me llamo Erien ―le rectificó a la vez que entraba a la cocina.

―Perfecto.

―Respóndeme ―exigió apoyándose sobre la encimera.

Él siguió callado y continuó pelando el resto de la patata.

―Un momento ―hizo una pausa―. ¿Te envía mi padre?

―Has adivinado, amigo mío ―respondió sin alzar la vista―. Estoy aquí para llevarte a Oeria.

―¿Conocías a mi padre?

―Así que ese hombre era tu padre ―respondió.

―Explícate.

―Hace aproximadamente dos semanas me llegó una carta y un anillo de un tal Dorian.

―¿Qué más?

―Todo a su tiempo ―dijo cogiendo otra patata―. Empecé a leer la carta. Mencionaba algo de otro mundo y que tenía alguien allí. Evidentemente, en un principio le tomé por un loco gastándome una broma, pero cambié de opinión cuando reveló que era un antiguo amigo de mi padre ―explicó acabándola de pelar―. En aquel instante, supe que tenía que creerle. Continué leyendo la última parte de la carta, la cual eran básicamente instrucciones, decían que debía ponerme el anillo y cuando llegase el momento de partir, el anillo se iluminaría.

―Así que todo era verdad ―dijo con incredulidad―. Pero aún no me has dicho cómo has viajado hasta aquí.

―Por un portal.

―¿Un portal?

―Creo que eso es lo que he dicho ―respondió.

Cuando cortó todas las patatas, cogió los trozos con ambas manos y los introdujo en la olla con el resto de los ingredientes.

―Sé algo más explicativo ―le exigió.

―Sobre el portal sé lo mismo que tú, yo solo lo activé con el anillo, tal como se me dijo en la carta.

El joven abrió el grifo y se lavó las manos con ahínco.

―Pásame el trapo ―señaló la encimera que se hallaba tras Erien.

Él se volteó ipso facto y le entregó un trapo verde desgastado.

―¿Y bien? ―Erien parecía impaciente.

―Una luz cegadora me envolvió y cuando abrí los ojos aparecí frente a un árbol en una colina.

―¿Y cómo abriste la puerta?

―¡Oh, sí! ―exclamó como si recordara algo―. Por poco lo olvido ―él se rio y le mostró una llave―. Tu padre me la envió. Te la devuelvo.

Erien la cogió y se la guardó.

―Ese viejo no dejará de sorprenderme.

―¿Era viejo? ―preguntó.

―Es una forma de hablar ―respondió―. Oye, Kai, ¿te importa si voy a cambiarme?

―Por supuesto ―sonrió―. Haz como si estuvieses en tu casa.

Erien obvió su comentario: estaba demasiado cansado como para contestar. Abandonó la cocina y subió a su habitación. Encendió la luz y se despojó de la sudadera dejando ver su torso desnudo. Abrió un cajón de la cómoda situada justo al lado de la puerta y cogió una camiseta blanca de manga corta.

―Así que esta es tu habitación ―dijo Kai apoyado en el marco de la puerta―. Es bonita.

―Gracias ―respondió vistiéndose con la camiseta.

Kai entró a la habitación y dirigió la mirada a los pósteres de las paredes y los observó con atención, primero con curiosidad y luego como algo inusual.

―¿Por qué esas chicas tienen los ojos tan raros? ―señaló.

Erien se volteó hacia el póster de las chicas de Scandal.

―Son japonesas.

―Ya veo ―dijo embelesado―. Me gustan.

―No eres el único.

El chico siguió investigando el resto de la habitación y se plantó ante el escritorio, donde se hallaba la estantería repleta de mangas.

Alargó el brazo y cogió un ejemplar al azar.

―¿Qué es esto? ―preguntó analizando la portada.

―Es un manga.

―¿Qué es lo que pone?

―Dragon ball.

―¿Es un libro sobre dragones? ¡No me digas que en este mundo también hay dragones! ―dijo con el entusiasmo de un niño.

―Solo existen en los cuentos. Espera, ¿en Oeria hay dragones?

―Se extinguieron hace mil años ―respondió con resignación.

―Oh…, vaya.

―¿Puedo leerlo? ―preguntó indicando el manga.

―Te lo puedes quedar, tómalo como un regalo de presentación.

―Gracias, Urien.

―Es Erien ―le rectifico―. Un momento, ¿se puede saber por qué ambos nos entendemos? Es decir, somos de mundos distintos.

―No tengo ni idea ―Kai se encogió de hombros.

―¿No hueles como a quemado?

―¡Mierda! ―exclamó―. ¡Que se me quema el estofado!

Salió de la habitación a toda prisa llevándose el manga consigo. Erien quedó rodeado por un absoluto silencio. La primera impresión que había tenido de Kai era la de una persona molesta; sin embargo, con el transcurrir de los minutos, estaba comenzando a sentir empatía por él. Kai a simple vista parecía alguien bastante peculiar y quizás otra persona le hubiese enviado a un lugar poco agraciado, pero Erien parecía haber conectado.

Bajó al comedor, donde se encontró con la mesa puesta y la olla colocada en el centro de la mesa. Kai se había quitado el delantal y tenía un aspecto más corriente.

―Por lo que veo, el estofado no se ha quemado.

―El fuego no estaba demasiado fuerte ―dijo aliviado―. Bueno, ya podemos sentarnos.

Sin más dilación, ambos se acercaron a la mesa y se sentaron frente a frente. Kai volvió a levantarse para retirar la tapa de la olla. Cogió el plato de Erien y le sirvió el estofado, llenándolo hasta arriba. El color y el aroma eran perfectos y daba la sensación de que lo había cocinado un chef de alta cocina. El chico también se sirvió una cantidad considerable de estofado, que por poco no hizo rebosar el profundo plato.

―Tiene una pinta excelente ―comentó Erien sin apartar la vista del plato.

Kai se sintió alagado y volvió a sentarse en la silla de madera.

―Se me da bien la cocina. Desde pequeño siempre me ha gustado y en mis ratos libres siempre busco aprender nuevas recetas.

―¿Te han enseñado tus padres?

―No exactamente, todo lo que sé lo he aprendido yo mismo.

―Así que eres autodidacta.

Erien agarró la cuchara de plata y la hundió en el plato. Partió un trozo de carne con el borde del cubierto sin apenas esfuerzo. Lo mezcló con el caldo y las patatas y se lo llevó a la boca. La carne estaba tierna y sabrosa. El caldo tenía un sabor delicioso e intenso y las patatas se le deshacían en la boca.

―Jamás probé algo tan bueno.

―Tampoco es para tanto. ―Se rio.

―Si tú lo dices…

Siguió llevándose cucharadas a la boca y cuanto más lo hacía, más disfrutaba con el estofado.

―Y bueno, Erien ―dijo―, cuéntame algo sobre ti.

―No hay mucho que contar, soy un simple estudiante de bachillerato.

―Debo deducir que el bachillerato debe ser donde los jóvenes de este mundo estudian.

―Deduces bien.

―Yo también soy un estudiante, aunque se me da bastante mal ―soltó una carcajada―. ¿Y cuántos años tienes?

―Tengo diecisiete ―respondió Erien―. ¿Y tú?

―Diecinueve.

―Me superas por bastante ―dijo irritado.

―Así es.

―Por cierto, Kai, ¿cuándo viajaremos a Oeria?

―Mañana por la mañana, supongo ―anunció―. ¿Te gustaría despedirte de alguien?

―De mis amigos.

―No hay problema. Puedes hacerlo si es lo que quieres.

―Te lo agradezco ―sonrió―. ¿Crees que podré regresar algún día?

―Eeeeh…, sobre eso quería hablarte ―Kai se rascó la frente―. Tu padre mencionó que ambos anillos estaban conectados el uno con el otro y que solo podían usarse en dos ocasiones.

―Y tú ya lo has usado una vez…

―Exacto, es un viaje solo de ida.

―No sé de qué me sorprendo. Ya había pasado por mi cabeza la idea de que muy posiblemente no pudiese regresar.

―Quizás exista otra forma de volver, aunque a decir verdad no estoy demasiado puesto en viajes entre mundos.

―Mejor olvidemos el tema y sigamos con la cena.

Llegó la hora de acostarse cuando el reloj del móvil marcó las diez y media de la noche. Ambos estaban agotados por diferentes motivos. Cada uno, después de una serie de conversaciones, se acostó en su respectiva cama. Erien le había ofrecido su cama amablemente, pero Kai rechazó la oferta y pidió dormir en el sofá para no causar demasiadas molestias. Debido a la educación que le había brindado su padre, él se sentía mal por haber dejado dormir a un invitado en un incómodo sofá. No obstante, Kai parecía la típica persona conformista que se adaptaba a cualquier situación; por ese motivo, Erien dejó de lado esa sensación de mal anfitrión.

La noche había transcurrido con rapidez para los dos jóvenes. El sol matinal se colaba por toda la casa. Kai se dedicaba a preparar el desayuno en la cocina, mientras Erien ultimaba los últimos detalles para su viaje de no retorno en su habitación. Estaba calmado pese a lo que se le venía encima en apenas escasas horas, aunque a pesar de aquella visible calma, su cabeza no dejaba de pensar en cómo sería el famoso viaje.

Erien y Kai desayunaron en el comedor sin intercambiar demasiadas palabras, debido a que ambos tenían un mal despertar. Al terminar, recogieron la mesa en menos de un suspiro y se sentaron en el sofá.

―Tengo que hacer una llamada. Quiero despedirme de mis amigos.

―Adelante ―respondió mientras leía el manga que le había regalo Erien.

Marcó el número de Nadia y tuvo que esperar hasta el tercer pitido para que la voz de la chica sonara al otro lado del teléfono.

―Hola, Nadia.

―¿Erien? ¿Ocurre algo?

Kai tocó el brazo de Erien y este le miró.

―¿Qué? ―apartó el móvil de su oreja.

―Esta historia va hacia atrás.

―Tienes que empezar a leerlo por el final ―musitó en voz baja.

―Qué cosas más raras… ―dijo enarcando una ceja.

―¿Con quién hablas? ¿Hay alguien allí contigo? ―preguntó.

―Ssssí, es un amigo, más bien un conocido…, bueno, no importa ―respondió―. Te llamo para decirte que me marcho en unos minutos.

―¿A dónde? Oh, espera…, ¿de veras crees que ese sitio existe?

―Así es. Mi padre no había perdido la cabeza; decía la verdad sobre ese mundo.

Nadia guardó silencio.

―No sé qué decir, Erien ―respondió finalmente.

―Mira, me gustaría demostrártelo ―hizo una pausa―, pero es una auténtica locura incluso sabiendo que es cierto.

―Y en ese caso… ¿Cuándo regresarías?

―No creo que pueda regresar ―dijo Erien―. Esto es una despedida.

―¿Qué? ―dijo estremecida―. ¿Cómo qué no vas a volver?

―Esto es un viaje solo de ida.

―N-no, dime que no es verdad.

―Lo siento…

El silencio se apoderó de la conversación y a continuación se escuchó un sollozo desde el otro lado.

―¿Nadia?

―No me hagas esto, por favor ―dijo en voz apenas inaudible.

―No hay vuelta de hoja, debo marcharme.

―¡Pero yo te amo, Erien! ―gritó rompiendo a llorar.

Erien quedó petrificado ante la revelación de Nadia y tardó varios segundos en contestar.

―¿Estás de broma?

―No…, te amo desde hace algún tiempo. Debí habértelo dicho antes, pero no fui capaz.

―¡Has perdido el juicio! ―gritó―. ¿Qué hay de Noah?

Kai, sorprendido por el grito de Erien, pegó un bote que por poco hace volar por los aires el manga.

―Voy a dejarle ―anunció.

―No puedo creer lo que estoy oyendo ―sonrió con incredulidad―. Escucha, Nadia, me gustaría que las cosas fuesen diferentes porque yo también te…

Él no se atrevió a acabar la frase.

―Erien, ¿qué ha sido eso último que ibas a decir?

―Te amo ―respondió de golpe sin pensarlo dos veces―. Yo también estoy enamorado de ti.

Nadia suspiró.

―Necesito verte ahora mismo.

―Es mejor que no nos veamos; si lo hacemos, será mucho más difícil para ambos.

―No me importa lo difícil que sea.

―Nadia, tienes que escucharme…

―Espérame hasta que llegue ―le pidió―. No te vayas.

Nadia colgó y le dejó con la palabra en la boca. Erien sufrió un repentino arrebato de cólera y lanzó el móvil con rabia contra la pared del otro extremo del comedor.

―Entonces ―dijo Kai―. ¿Nos quedamos un poco más?

―Sí ―respondió intentando calmarse.

―De acuerdo.

―Tengo que enseñarte algo ―dijo Erien―. Así quizás pueda despejar la cabeza.

Se levantó del sofá y caminó hasta un rincón del comedor, donde se encontraba una maleta junto a un bolso de viaje. La maleta la había preparado Erien con antelación el día en que su padre murió. Tenía un tamaño considerablemente grande a lo contrario del bolso de viaje, que era mucho más pequeño y liviano. El chico cogió el bolso de viaje y lo llevó hasta la mesa y abrió la cremallera de lado a lado. En el interior se hallaba toda la colección de mangas guardada y ordenada a consciencia, aprovechando todo el espacio lo máximo posible.

―Ven a ver esto ―dijo Erien, haciéndose a un lado.

Kai fue hasta él y se colocó a su lado dirigiendo la mirada al interior del bolso de viaje.

―Como no voy a regresar, he decidido regalarte toda mi colección de manga.

―¿Bromeas?

―En absoluto.

―La verdad, no sé qué decir. ―Kai estaba atónito.

―No hace falta que digas nada ―sonrió―. Mejor dártelos a ti a que se queden en una estantería llenándose de polvo. ―Cerró el bolso y lo bajó al suelo.

Después de una larga e incómoda espera, el timbre de la casa sonó. Erien corrió a abrir la puerta. Sus pulsaciones se dispararon al ver a Nadia; al fin y al cabo, ambos se habían confesado poco antes mutuamente su amor.

―Me has esperado ―dijo aliviada.

―Era incapaz de irme dejando las cosas así.

―Ya veo.

Kai, picado por la curiosidad, dejó de leer el manga y se movió hacia la otra punta del sofá con disimulo.

―¡Kai! ―exclamó Erien poniendo la mirada sobre él.

―¿Sí?

―Vete preparando ―anunció―. No tardaré demasiado.

―Tranquilo, tú a tu ritmo.

Nadia, intrigada por esa escena, dio un paso al frente y asomó la cabeza para descubrir a la persona con quien estaba hablando.

―Oh, hola ―dijo Kai alzando su brazo a modo de saludo.

―¿Quién es? ―preguntó pasando la mirada a Erien

―Su nombre es Kai, como ya has podido oír ―respondió―. Él ha venido a buscarme para llevarme a ese otro mundo.

―No puede ser verdad ―dijo, incrédula.

―¿Tengo cara de estar inventándomelo?

―No estoy diciendo eso…

―Pues entonces no digas nada.

―Oye, estás actuando muy fríamente conmigo.

Erien agarró con suavidad los hombros de Nadia y la sacó fuera de la casa.

―Ya lo sé.

―¿Por qué te comportas así?

―Deberías hacerte una idea ―respondió irritado―. Creo que es obvio.

―Lo siento muchísimo. Sé que debería haberte confesado mis sentimientos antes.

―¿Y si lo sabes, por qué no lo hiciste?

Nadia miró a otro lado y sus ojos se pusieron vidriosos.

―Tenía miedo de perderte si lo hacía ―respondió sin mirarle.

―Eso no hubiese pasado.

―Yo no podía saberlo ―Nadia finalmente le miró―. No imaginaba que tú también me amabas.

―Ya no importa, es tarde para hacer cambiar las cosas.

―Aún no es tarde ―advirtió―. Quédate conmigo.

―No puedo quedarme, debo cumplir la voluntad de mi padre y encontrar a mi hermana.

La muchacha supo en ese instante que todos los intentos para convencerle serían en vano y se abrazó a él, para a continuación romper a llorar desconsolada. Erien la envolvió entre sus brazos y luchó por aguantar la compostura.

―No aceptaré que te vayas ―dijo ella.

―Por favor, no hagas esto más difícil.

―¿Qué es lo que haré sin ti? ―preguntó abrazándole con más fuerza.

Erien dejó de abrazarla y la apartó. Nadia tenía los ojos hundidos en lágrimas, las cuales resbalaban por sus enrojecidas mejillas.

―Debes ser fuerte y seguir adelante ―dijo secando las lágrimas de Nadia con sus manos―. Prométeme que lo harás.

―No sé si seré capaz.

―Hazlo por mí.

Ella agachó la cabeza y asintió.

―Erien, déjame pedirte una última cosa ―musitó.

―¿Qué cosa?

Ella levantó la cabeza y le miró directo a los ojos.

―Déjame sentir tus labios.

―Creo que no es una buena idea ―advirtió―. Porque si lo hago, quizás sea incapaz de separarme de ti.

Nadia no respondió al comentario de Erien, se acercó a él y agarró su mano con delicadeza sin apartar la mirada de sus verdes ojos. Ella posó la otra mano sobre la nuca de Erien y se dispuso a besarle. Él no pudo moverse, o más bien, no quiso hacerlo, y cuando quedaban escasos milímetros para que los labios de ambos se juntasen, Erien giró la cabeza.

―Yo, yo no puedo.

Nadia no pudo evitar sentir una profunda decepción, y una fuerte sensación de desaliento empezó a invadirla.

―Lo entiendo… ―Nadia le soltó y se apartó.

―Perdóname ―le pidió.

―Solo dime una cosa, Erien. Si no fueras a marcharte, ¿habrías rechazado el beso?

Esta vez Erien fue el que se dedicó a guardar silencio y en cuanto Nadia vio la cara que este puso, obtuvo una respuesta.

―Ya veo ―dijo esbozando una imperceptible sonrisa.

―Oye, debería irme ya ―dijo con pesar―. Kai debe estar cansado de esperar.

―De acuerdo… ―respondió apretando sus puños.