El Señor nos lleva de la mano - Joseph Ratzinger - E-Book

El Señor nos lleva de la mano E-Book

Joseph Ratzinger

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Beschreibung

Por primera vez, las palabras más íntimas de un Papa extraordinario. Este libro nos ofrece un tesoro espiritual inédito: las homilías pronunciadas por el papa Benedicto XVI durante las celebraciones eucarísticas que presidió en privado, tanto en su época de papa reinante (2005-2013) como en la de papa emérito (2013-2022). Lejos de los grandes auditorios, cámaras y protocolos, el Papa siguió predicando hasta el final a una pequeña familia espiritual, testimoniando su pasión por el Evangelio. La riqueza espiritual, el genio teológico y la libertad de espíritu de Joseph Ratzinger resplandecen plenamente en estas páginas, que aúnan la Palabra de Dios, las referencias a los Padres de la Iglesia y la actualidad de la vida del creyente. Al leerlas, casi podemos escuchar en la intimidad al papa Ratzinger, con su extraordinaria capacidad de explicar la Sagrada Escritura de un modo siempre nuevo, invitándonos a una relación viva y personal con Cristo.

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Seitenzahl: 438

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Benedicto XVI

El Señor nos lleva de la mano

Homilías privadas

Adviento, Navidad, Cuaresma, Pascua

Prólogo de Mons. Georg Gänswein

Introducción del P. Federico Lombardi S.I.

Edición de Riccardo Bollati, Luca Caruso, Federico Lombardi S.I.

Traducción de Fernando Montesinos Pons

Título en idioma original: «Il Signore ci tiene per mano». Avvento, Quaresima, Pasqua. Omelie inedite 2005-2017

© 2025 — Dicastero per la Comunicazione — Libreria Editrice Vaticana 00120 Città del Vaticano

Tel. 06. 698.45780

E-mail: [email protected]

www.libreriaeditricevaticana.va

© Ediciones Encuentro S.A., Madrid 2025

Prólogo de Mons. Georg Gänswein

Introducción del P. Federico Lombardi S.I.

Edición de Riccardo Bollati, Luca Caruso, Federico Lombardi S.I.

Traducción de Fernando Montesinos Pons

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Colección 100XUNO, nº 151

Fotocomposición: Encuentro-Madrid

ISBN: 978-84-1339-247-9

ISBN EPUB: 978-84-1339-580-7

Depósito Legal: M-19835-2025

Printed in Spain

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa

y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:

Redacción de Ediciones Encuentro

Conde de Aranda 20, bajo B - 28001 Madrid - Tel. 915322607

www.edicionesencuentro.com - [email protected]

Índice

Prólogo

Introducción

Tiempo de Adviento

Adviento: la «llegada» de Cristo a nuestra historia y a la del mundo

¡Entra en nuestra historia, Señor!

Cómo debemos vivir el Adviento

Adviento: el desierto, el camino, la voz

Una voz: «¡Alegraos! ¡El Señor está cerca!»

Alegría, porque nos sabemos amados

San José: el justo que escucha y actúa

El «sí» de María y el cumplimiento de la promesa

TIEMPO DE NAVIDAD

El bautismo de Jesús, el Siervo de Yahvé y nuestro bautismo

TIEMPO DE CUARESMA

¿Qué debe hacer el Redentor del mundo?

Para cambiar el mundo hay que adorar a Dios

La luz de la Transfiguración

Escuchar para salir y ser bendición

La Transfiguración: escuchar a Jesús para aprender el camino

Entrar en la luz, convertirse en luz

La Samaritana y el pozo del agua viva

El Decálogo y el cumplimiento de la Ley

«Yo soy». El Dios que nos mira y al que podemos llamar

Llegar a ser hijos de la luz en el bautismo

Vivir en la luz

El hombre vive cuando ve a Dios

El hermano mayor: de la amargura a la alegría

La alegría de estar en casa con el Padre

La vida eterna: sostenidos en la mano del Señor

La conversión

TRIDUO PASCUAL

Comer la Pascua, deseo de encuentro de amor

TIEMPO PASCUAL

Pascua: nueva Creación, perdón y misión

El Resucitado y la nueva Creación

La visión de Juan en el día del Señor

Emaús: siempre es Viernes Santo y siempre es Pascua

El Buen Pastor

El pastor que guía y defiende de los lobos

La multitud de los salvados

Nuestro sacerdocio real

Permanecer en el amor del Señor, que lo sabe todo

Dar gracias, pedir, caminar en la alegría

La fe en el corazón y el testimonio en los labios

Dar fruto: el don del vino

La ciudad de Dios con los hombres

La Iglesia en espera del Espíritu

«¡Ven, Señor!»

El misterio del Espíritu Santo

Pentecostés: comunión universal, amor que transforma, viento que purifica

Pentecostés: la fiesta de la catolicidad

SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD

Trinidad: alegría por el Dios cercano

¡Un Dios tan cercano!

En el monte: promesa y mandato

«Por tu inmensa gloria [...] te damos gracias»

OTRAS FESTIVIDADES. MARÍA SANTÍSIMA. SANTOS

Entregarse a Dios para iluminar el mundo

«Escucha, hijo». San Benito, maestro de sabiduría

La misión de Pedro y la ofrenda de Pablo

La fe de Tomás: solo quien cree toca a Jesús con el corazón

Configurarnos con la Cruz de Cristo

El amor de Dios lleva a lo alto

Piedras vivas del Cuerpo de Cristo

María está cerca de nosotros porque es Inmaculada

Índice según el calendario litúrgico

Índice cronológico

Índice bíblico

Prólogo

«Cristo no triunfa sobre nadie que no lo quiera. Solo vence por medio de la persuasión: es la Palabra de Dios». En estas palabras de Orígenes, que el cardenal Joseph Ratzinger citó en su discurso con ocasión de su admisión en la Academia francesa, se encuentra la clave de la singular importancia de la actividad del predicador. Para Joseph Ratzinger, anunciar la Palabra de Dios significa dar testimonio del esplendor de la verdad que se encarnó en el Hijo unigénito de Dios. Es más, anunciar la verdad se ha vuelto para él una misión y una pasión.

A lo largo de su vida pronunció innumerables homilías, la mayoría de las cuales son accesibles en la Opera Omnia en su versión original, en el sitio web del Vaticano y en otros libros publicados. La presente edición de las homilías inéditas de Benedicto XVI es singular, se caracteriza por una particularidad única: ninguna de estas homilías se pronunció en público ante una gran asamblea, sino «en privado» ante unas pocas personas, tanto durante el pontificado como después de su renuncia al mismo.

Hay que subrayar que ni Memores Domini ni el que firma más abajo pedimos a Benedicto XVI que predicara en las celebraciones eucarísticas. Fue una iniciativa suya que se convirtió para unos pocos en un regalo tan inesperado como precioso. A menudo nos preguntábamos, sobre todo después de su renuncia, por qué el papa emérito se esforzaba en pronunciar homilías para «cuatro gatos», viendo que sus fuerzas se debilitaban poco a poco. Encontramos un motivo entre nosotros, a saber, llegamos a la convicción de que Benedicto XVI quería dar una señal discreta de gratitud a la pequeña familia pontificia por su compañía en su «última etapa de vida terrena», como él mismo dijo en el balcón de la Villa Pontificia de Castel Gandolfo la noche del 28 de febrero de 2013.

Joseph Ratzinger-Benedicto XVI considera el anuncio del Evangelio como tarea irrenunciable del sacerdote, del obispo, del cardenal, del papa y también del papa emérito. Dio prueba inequívoca de ello en los últimos años de su recorrido en la tierra. Como en toda su vida, cada una de las homilías aquí publicadas se basa en la Sagrada Escritura, en su unidad de Antiguo y Nuevo Testamento, tiene en cuenta la tradición de los Padres y la enseñanza de la Iglesia, y concluye con una sencilla oración dirigida al Señor para que su gracia transforme nuestra vida y nos conceda la salvación.

Su lectura atenta y profunda de los textos bíblicos, no con los ojos de un exégeta distanciado, sino marcada por una participación viva, resulta enormemente cautivadora. Se ve que la meditación de la Escritura, dejándose interrogar por ella e interrogándola a su vez, le acompañó toda su larga vida; en cierto sentido es su vida misma no solo como teólogo, sino también como creyente y sacerdote en la comunidad de la Iglesia. Es lo que siempre ha hecho, pero con el paso del tiempo se había vuelto en cierto modo todavía más dominante a medida que disminuían otros compromisos y actividades. Se percibe justamente que vive ante Dios, en comunión con el misterio de Dios, intentando conocer cada vez más el rostro de Jesús, sintiendo el peso y a veces la dificultad de la Palabra del Señor.

Hago mías las siguientes palabras del padre Federico Lombardi en su amplia e importante Introducción a las homilías aquí recogidas: «La síntesis coherente y armoniosa entre la escucha profunda de la Escritura, la reflexión sobre la fe y su ‘contenido’ transmitido por la Iglesia, y su traducción a la vida cristiana es una característica impresionante y fascinante de la predicación de Joseph Ratzinger-Benedicto XVI. Exégesis, teología, catequesis, espiritualidad se entrelazan y se unen, conduciendo al oyente al corazón del misterio de Cristo. Va mucho más allá del ejercicio intelectual y conceptual para implicarse en una relación personal con Dios en toda su riqueza e intensidad».

Los últimos años de Benedicto XVI fueron un ejemplo de largo debilitamiento humano vivido ante Dios en comunión con la Iglesia y en una confianza cada vez más completa en el Señor. Esto puede deducirse del hecho de que sus homilías terminan siempre con una breve oración, que revela mucho de la autenticidad y la humildad de su vida de creyente en Jesucristo. La oración y la fe nunca son algo que se pueda dar por descontado, ni siquiera para alguien que ha sido papa. Leyendo estas homilías, se queda uno impactado por la continuidad de espíritu y de método que caracterizan toda la predicación de Joseph Ratzinger-Benedicto XVI desde el principio. Las homilías por fin publicadas constituyen un valioso testimonio del magisterio espiritual, no solo de un excepcional teólogo, sino de un no menos gran predicador.

Monseñor Georg Gänswein

Introducción

La celebración diaria de la Santa Misa, pero en particular la de los domingos y días festivos, ha sido siempre un acontecimiento fundamental en la vida sacerdotal de Joseph Ratzinger. No podía pensar su servicio ministerial en el día del Señor sin dar el debido lugar a la escucha y al anuncio de la Palabra de Dios, aunque a veces, dadas las circunstancias, la celebración tuviera lugar en una asamblea de dimensiones muy reducidas, no en una iglesia o lugar público, sino en una capilla «privada». Para él siempre fue así.

Por eso, incluso durante su pontificado, cuando Benedicto XVI no presidía la celebración de la Santa Misa en público, en Roma (en San Pedro o en parroquias) o en otros lugares durante sus viajes apostólicos, los domingos solía celebrar en su capilla privada, pronunciando una homilía cuidadosamente preparada sobre las lecturas previstas por la liturgia, aunque el número de los presentes fuera muy reducido.

De la pequeña asamblea formaban parte normalmente sus secretarios, S. E. Mons. Georg Gänswein y S. E. Mons. Alfred Xuereb (entre 2007 y 2013), la fidelísima secretaria Sor Birgit Wansing, las cuatro Memores Domini —Carmela, Cristina, Loredana, Manuela y (tras la muerte de esta última) Rossella— y los eventuales concelebrantes o huéspedes que estaban de paso.

Esta costumbre se conservó incluso después de la renuncia al pontificado. Es más, se volvió más frecuente y regular al desaparecer todas las celebraciones públicas, y duró mientras las fuerzas y sobre todo la voz permitieron al papa emérito pronunciar la homilía dominical. Después concelebraba, pero pedía a uno de los sacerdotes presentes que dirigiera la palabra a los presentes.

Nunca ha existido un texto escrito por la mano de Benedicto XVI para estas homilías. Como ha explicado varias veces su secretario, S. E. Mons. Georg Gänswein, y a veces incluso él mismo, Benedicto XVI preparaba la homilía del domingo a lo largo de la semana anterior, leyendo y estudiando atentamente los textos litúrgicos, haciéndolos objeto de reflexión y de oración, e incluso tomando notas en un cuaderno apropiado. Pero mientras que para las ocasiones de celebraciones públicas durante el papado preparaba él mismo un texto escrito completo —que se publicaba cada vez—, para las «privadas» no, porque tenía una memoria y una claridad de exposición libre extraordinarias. Sin embargo, el modo y el cuidado de la preparación eran sustancialmente los mismos.

Las MemoresDomini, testigos fieles y atentas de este precioso servicio espiritual de Benedicto XVI, al darse cuenta de su gran valor y con el deseo de conservar su riqueza para ellas mismas y posiblemente para otros, tomaron la iniciativa de grabar discretamente estas homilías y hacer una primera transcripción sumaria de la mayoría de ellas.

Tras la muerte de Benedicto XVI, su albacea, S. E. Mons. Gänswein, mencionó algunas veces estas homilías y la existencia del material grabado, y finalmente lo puso a disposición de la Fundación Vaticana Joseph Ratzinger-Benedicto XVI y de la Librería Editrice Vaticana en vistas a una posible publicación. Así nació esta colección, prevista en dos volúmenes, cuyos textos fueron editados por el que suscribe con la valiosa colaboración de Mons. Riccardo Bollati y del Dr. Luca Caruso.

***

Tras un atento trabajo de escucha, de revisión de las transcripciones ya existentes y de transcripción de las homilías de las que solo se contaba con la grabación de audio, se prepararon para su publicación un total de unas 135 homilías, distribuidas en el tiempo entre 2005, año del inicio del pontificado, y 2017.

Todas fueron pronunciadas por Benedicto XVI en italiano. Benedicto XVI dominaba esta lengua a la perfección, aunque, como es natural, a veces se notaban algunos germanismos, ya que no era su lengua materna.

Los lugares de celebración fueron tres en la práctica totalidad de los casos: hasta el final de su pontificado, principalmente la capilla privada de los apartamentos pontificios en el Palacio Apostólico; después, en los primeros meses tras su renuncia, la capilla privada del Palacio de Castel Gandolfo; por último, la capilla del Monasterio Mater Ecclesiae en los Jardines Vaticanos, última residencia de Benedicto XVI.

En la preparación de la publicación nos hemos atenido lo más fielmente posible al texto efectivamente pronunciado, conservando su carácter oral discursivo y el vocabulario habitualmente utilizado por el predicador. Nuestro trabajo ha consistido, principalmente, en cuidar la puntuación para facilitar la comprensión y hacer fluida la lectura, en eliminar algunas repeticiones, en reordenar la estructura de la frase según el uso italiano allí donde estaba demasiado marcada por el origen germánico del predicador.

Con respecto al texto original, se ha añadido un título a cada homilía, que, por tanto, no debe atribuirse a Benedicto XVI, sino a los editores de esta publicación. También se han añadido las referencias a los textos bíblicos citados por Benedicto XVI en el curso de las homilías, cuando no estaban ya incluidos en las lecturas del Leccionario que estaba comentando. Estas referencias son muchas. Es menester señalar que Benedicto XVI tenía un conocimiento y una familiaridad muy profundos con las Escrituras, de suerte que a menudo las citaba «libremente», sin referirse a una traducción italiana específica de la Biblia. Es más, por lo que se refiere al Nuevo Testamento, se preparaba por lo general a partir del texto griego, que conocía perfectamente y a partir del cual a veces hacía también algunas observaciones críticas sobre la traducción italiana utilizada en el Leccionario. Por eso no hemos intentado insertar en las homilías las citas según las traducciones oficiales italianas, sino que hemos respetado más bien el modo personal y original con el que el predicador presentaba los textos bíblicos1. Como es bien sabido, Benedicto XVI era también un profundo conocedor de los Padres de la Iglesia —en particular de san Agustín, pero no solo del obispo de Hipona—, por lo que sus citas, también en su mayoría referidas «libremente», son asimismo frecuentes en las homilías. En la medida de lo posible, hemos añadido también la referencia textual de las mismas.

Como ya hemos dicho, estas homilías «privadas», hasta ahora inéditas, suman en total unas 135 y se publican en dos volúmenes. Siguiendo el criterio ya utilizado en el volumen XIV de la Opera omnia en la versión alemana, en la publicación hemos preferido seguir no el orden cronológico, sino el del calendario litúrgico. Así pues, el primer volumen contiene las homilías para los «tiempos fuertes» del año litúrgico (Adviento, Navidad, Cuaresma, Pascua) y algunas otras festividades particulares, mientras que en el segundo volumen recogeremos las homilías para el Tiempo ordinario. Naturalmente, la colección no constituye en modo alguno un comentario completo del Leccionario festivo trienal, pero, con todo, es muy rica.

Además del Índice según el calendario litúrgico, que refleja fielmente la estructura de ambos volúmenes, ofrecemos también un índice cronológico de las homilías, así como un Índice bíblico. Este último no ha sido elaborado siguiendo el criterio de una exhaustividad analítica de todas las citas, sino siguiendo el de señalar todos los pasajes bíblicos de los que el papa Benedicto ofrece, efectivamente, en su predicación un comentario o al menos una breve profundización.

***

Como es natural, al presentar una nueva colección de homilías de Benedicto XVI, no podemos dejar de recordar que se trata de una parte relativamente pequeña de una inmensa actividad de predicación, desarrollada durante décadas con regularidad y con pasión, respondiendo a la vocación sacerdotal de servir al anuncio del Evangelio al pueblo de Dios. Como sacerdote, como obispo, como papa, Joseph Ratzinger-Benedicto XVI ha pronunciado en total varios miles de homilías, gran parte de las cuales han sido publicadas en diversas lenguas y son accesibles en diversas colecciones revisadas y aprobadas explícitamente por él mismo. Pensemos en los tres grandes volúmenes del tomo XIV de la Operaomnia en la edición alemana, con cientos y cientos de homilías anteriores al pontificado. Pensemos en el sitio web vatican.va, donde se puede acceder a todas las homilías pronunciadas en público durante el pontificado, incluso en todas las grandes solemnidades para las que no hemos encontrado homilías correspondientes en esta colección. Todo el año litúrgico, las fiestas de nuestra Señora y de los santos, las celebraciones sacramentales, innumerables ocasiones de la vida cristiana comunitaria y personal han sido acompañadas e ilustradas teológica y espiritualmente por las homilías de este gran pastor.

A Benedicto XVI se le considera generalmente como uno de los más grandes teólogos católicos contemporáneos, y con toda justicia, pero no hay que olvidar que también puede ser considerado como uno de los más grandes predicadores de nuestro tiempo, de modo particular en el ámbito litúrgico y sacramental. Y ambas cosas van juntas: enseñar y predicar la fe ha sido la misión de toda su vida.

Al leer y meditar estas homilías de la última etapa de su larga vida, uno no puede dejar de quedar impactado por la continuidad del espíritu y del método que caracterizan toda la predicación de Benedicto XVI desde el principio.

En uno de sus primeros sermones tras su ordenación sacerdotal, en 1954, el joven Ratzinger decía: «Si puedo contar algo de mis recuerdos, diré que ya como estudiante me alegraba muy a menudo con el hecho de que un día podría predicar, anunciar la Palabra de Dios a hombres que, incluso en la desorientación de una vida cotidiana a menudo olvidada de Dios, debían esperar, sin embargo, esta Palabra. Y me alegraba sobre todo cuando un pasaje de la Escritura o una conexión entre nuestra fe y nuestra vida se me aparecían bajo una nueva luz y me llenaban de alegría» (Menschenfisher, p. 666, cit. en Operaomnia, ed. ale., vol. XIV, Prólogo, p. 34).

Y en 1973 el profesor Ratzinger escribía: «La tensión interna de la predicación depende del arco que une: Dogma-Escritura-Iglesia-Hoy. No se puede quitar ninguno de estos pilares, sin que al final todo se derrumbe» (Prólogo a Dogma und Verkündigung, p. 849, citado en Operaomnia, ed. ale., vol. XIV, p. 33).

Como hizo a lo largo de toda su vida, en cada una de las homilías aquí publicadas Benedicto XVI parte de la Escritura, en su unidad de Antiguo y Nuevo Testamento, atraviesa y recorre la tradición de los Padres y el magisterio de la Iglesia de la que somos miembros, y llega a las cuestiones y dificultades actuales de la fe y de la vida cristiana, esbozadas con claridad y sinceridad. Por último, concluye con una oración, un diálogo humilde, directo y afectuoso con el Señor, para que su gracia transforme nuestras vidas y nos conceda la salvación. Siempre así. De la escucha atenta de la Palabra de Dios a la fe en Cristo que forma y transforma la vida, a la comunión en la caridad con su cuerpo que es la Iglesia, a la humilde petición final, llena de esperanza y de amor, dirigida directamente al Padre, dador de todo bien.

La síntesis coherente y armoniosa entre la escucha profunda de la Escritura, la reflexión sobre la fe y su «contenido» transmitido por la Iglesia, y su traducción a la vida cristiana constituye una característica impresionante y fascinante de la predicación de Joseph Ratzinger-Benedicto XVI. Exégesis, teología, catequesis, espiritualidad se entrelazan y se unen, conduciendo al oyente al corazón del misterio de Cristo. Va mucho más allá del ejercicio intelectual y conceptual para implicarse en una relación personal con Dios en toda su riqueza e intensidad. Incluso cuando las imágenes bíblicas alcanzan su cima de profundidad y belleza, cuando la cruz de Jesús se acerca al carro de fuego en el que el profeta Elías es llevado al cielo, uno se da perfecta cuenta de que el predicador no se guía por la complacencia estética, sino que nos está llevando a intuir el esplendor de la verdad.

***

A pesar de la sustancial continuidad de estructura y espíritu de las homilías de Ratzinger a lo largo del tiempo, es legítimo preguntarse si las homilías ahora publicadas presentan características específicas en relación con las ya conocidas. Se trata de una cuestión que merecerá un estudio ulterior más a fondo. Una respuesta adecuada probablemente tendría que elaborarse en el marco de una relectura global de la inmensa producción homilética a la que hemos aludido antes, reflexionando sobre su desarrollo a la luz de las distintas etapas de la larga vida de Ratzinger como predicador. Sin embargo, ya desde ahora podemos esbozar algunos aspectos.

En primer lugar, lo que tienen en común estas homilías, pronunciadas tanto durante su pontificado como después de su renuncia, es haber sido pronunciadas en una asamblea pequeña, o más bien pequeñísima, sin circunstancias particulares debidas a la situación de la celebración. En circunstancias diversas y públicas, como es natural, el predicador debía tener adecuadamente en cuenta al público presente o temas de específica importancia o urgencia que no podía dejar de abordar. Ciertamente, tampoco en estas homilías faltan referencias a acontecimientos o circunstancias, pero lo esencial es siempre un claro itinerario que va desde la escucha de los textos bíblicos, a la luz del misterio de Cristo, hasta los aspectos fundamentales de la vida cristiana personal y comunitaria. Las digresiones a partir de este sencillo hilo conductor son raras y contenidas. Por eso nos parece que la lectura de estos textos nos transmite casi con naturalidad el sello característico de la personalidad de Ratzinger, como creyente y formador en la fe, con su inteligencia y su reflexión honesta y profunda, su amor a Jesucristo y a su Iglesia, su equilibrio y su raro sentido de la armonía espiritual.

Quien conozca la gran trilogía del papa Benedicto sobre Jesús de Nazaret, como muchos de sus otros escritos u homilías, encontrará a menudo pensamientos e incluso formulaciones que ya le son familiares, pero nunca tendrá la sensación de estar leyendo algo meramente repetido. Por otra parte, el Ratzinger predicador nunca ha deseado decir ni remotamente cosas «suyas», «nuevas» u «originales», sino que solo ha buscado siempre insertar el servicio de su voz en lo que él mismo llama el «estruendo de las grandes aguas», es decir, en los ríos de las Escrituras que hablan de Cristo y son su voz (cf. Ap 1,15). En efecto, escuchando al último Ratzinger se percibe asimismo distintamente esa misma alegría que el joven Ratzinger recién ordenado decía sentir al descubrir una nueva pequeña gran luz en cada palabra de la Escritura. Cada vez que uno le escucha, siente el sabor del agua que mana del manantial. Y el manantial es inagotable. Esto se comprueba también en varias homilías de esta colección. Dado que el Leccionario dominical sigue un ciclo trienal, el predicador se encuentra comentando exactamente los mismos textos bíblicos cada tres años. Pero Benedicto, aunque a veces no pueda evitar volver sobre los mismos temas, completa cada vez de nuevo el itinerario de preparación de la homilía en la oración, y cada vez tiene cosas nuevas que decirnos, nuevas referencias que evocar, nuevas luces que hacer brillar.

Aunque las homilías están ordenadas para su publicación según el calendario litúrgico, no hay que pensarlas como pronunciadas todas en el mismo momento y en la misma situación. Aquí radica la gran importancia del índice cronológico. Este nos indica que las homilías están distribuidas a lo largo de un arco que comprende unos doce años. La mayoría son de los años 2013 y 2014, los primeros después de la renuncia; después se vuelven menos numerosas en los años siguientes, cuando su voz comienza a debilitarse, hasta la última, el 2 de abril de 2017, poco antes de su 90º cumpleaños, el 16 de abril... Casi todas se sitúan, pues, entre los 80 y los 90 años del predicador, que desde marzo de 2013 se ha «retirado al monte» para recorrer la última etapa de su vida en oración y reflexión. Uno casi tiene la impresión de que, con el tiempo, el análisis exegético de los textos se va abreviando y haciéndose más sencillo, y la atención se va desplazando cada vez más hacia la participación espiritual en el corazón del misterio de Jesús que nos conduce al Padre. Tal vez no sea casualidad que la última homilía, sobre el Evangelio de la Resurrección de Lázaro, sea precisamente una meditación sobre el diálogo entre Jesús y Marta acerca de la vida eterna, y concluya con una hermosa oración para que el Señor nos lleve siempre de la mano y en su mano sin dejarnos caer.

En el recogimiento de la pequeña «familia» que le rodea y acompaña en su oración, se perciben también, por tanto, el progreso del camino y el debilitamiento de la voz. Estas homilías se convierten así en un testimonio precioso y, en cierto sentido, único de la experiencia y del magisterio espiritual de un gran Pontífice, teólogo, predicador, pero ante todo un creyente en Jesucristo: «¡Señor mío y Dios mío!».

Federico Lombardi S.I.

Tiempo de Adviento

Adviento: la «llegada» de Cristo a nuestra historia y a la del mundo

1 de diciembre de 2013, Capilla privada, Monasterio Mater Ecclesiae

I Domingo de Adviento (Año A)

Lecturas: Is 2,1-5; Sal 121; Rom 13,11-14; Mt 23,37-44

Queridos hermanos:

La palabra «adviento» procede del latín del tiempo de Jesús, del lenguaje político y religioso de la época. Indicaba la primera visita de una gran personalidad a un lugar determinado. Por ejemplo, tenemos monedas de Corinto del siglo I, que hablan del «advenimiento de Augusto» —era Nerón— o noticias del calendario del siglo IV, que hablan del advenimiento, del «adventusibi», de Constantino. Pero también se puede llamar «advenimiento» a la visita de una figura de la divinidad al templo, es decir, a la venida de esta divinidad, por un tiempo determinado, a ese templo.

Los cristianos sabían que el verdadero emperador del mundo, la verdadera divinidad, el Hijo de Dios, ha hecho una visita a este mundo. Esto es el Adviento, la visita del emperador del mundo, de nuestro hermano, de nuestro Señor Jesucristo. La teología habla de dos advenimientos del Señor. El primer advenimiento en la carne, en su existencia terrena en Palestina, desde el comienzo de este primer milenio hasta el año 33; el segundo advenimiento, es decir, su venida como juez tendrá lugar al final de los tiempos.

Pero aquí surge un problema: si esto es así, entonces el cristianismo aparece en pasado, porque el primer advenimiento tuvo lugar en un pasado remoto; el segundo advenimiento, posterior, está igualmente lejano, porque nadie lo espera en un futuro próximo, es casi una cosa utópica e irreal. Así las cosas, el cristianismo no tendría un presente, sino solo un pasado y un futuro incierto. Pero no es así.

San Bernardo de Claraval, a principios del siglo XII, hablaba no de dos, sino de tres advenimientos de Jesucristo: el primero, uno intermedio y el tercero2. El intermedio se realiza permanentemente en la Iglesia. En realidad, ya los Padres lo habían comprendido, de suerte que el Adviento no es un puro hecho del pasado. San Agustín, por ejemplo, interpreta la Escritura en este sentido, diciendo que las nubes sobre las que viene el juez, de las que habla el profeta Daniel (cf. Dn 7,13-14), son la Palabra de Dios, y dice que el anuncio de la Palabra se realiza en esta nube, que es al mismo tiempo misterio y presencia3. La nube tendría así un doble significado: por una parte, indica la presencia de Dios en el templo y en el culto (cf. 1 Re 8,10-12), y por otra, este movimiento permanente de Dios al hablar con nosotros.

En realidad, me parece que se puede hablar de al menos tres modalidades de la venida permanente de Cristo: la primera es la que tiene lugar en la Palabra, la segunda en los sacramentos, la tercera en la historia. Debemos observar inmediatamente que este venir del Señor no es un movimiento unilateral, porque implica que también nosotros debemos ir al encuentro del Señor. La liturgia de hoy nos da las palabras clave para ello: la primera es «levanto mi alma»: «levanto», «sursum corda», «voy al encuentro del Señor»; a continuación, la lectura de san Pablo nos habla de revestirnos de Cristo y, por último, el Evangelio nos dice que seamos «dignos», es decir, que estemos preparados para su venida. Pero veamos más de cerca estos tres advenimientos, siempre desde esta perspectiva de movimientos de Dios y de movimientos nuestros.

En primer lugar, Dios, Cristo, viene en su Palabra, que no es una palabra del pasado. Él habla con nosotros y esta Palabra se anuncia en la Iglesia, que muestra así dónde está la presencia del Señor. Cada generación recibe de nuevo esta Palabra del Señor, que habla con nosotros. El Señor no ha sido nunca un libro muerto, sino que vive en el anuncio de la Iglesia, en la que vemos cómo también hoy el Señor sigue hablando, habla conmigo, habla con nosotros.

Debemos añadir que esta Palabra no es una teoría que concierne solo a nuestra razón, a nuestro pensamiento, sino que es una realidad, es un camino. Así, la primera lectura de hoy nos dice: «¡Caminemos en la luz, en la Palabra del Señor!» y, en este contexto, nos muestra un mundo penetrado por la Palabra de Dios, que camina realmente en esta luz. Este sería un mundo que vive en paz, un mundo donde las espadas se convierten en arados y las lanzas en podaderas.

El capítulo 11 del profeta Isaías retoma esta visión y la radicaliza todavía más (cf. Is 11,1-9): habla de una situación en la que el cordero convive con el lobo y el ternero con el león. Parece bastante irreal, pero no lo es en la medida en que la Palabra de Dios entra realmente en este mundo. La clave nos la proporciona precisamente este capítulo 11 de Isaías cuando, en la conclusión de esta visión del mundo reconciliado, dice que «el conocimiento de Dios llenará la tierra como las aguas cubren el fondo del mar».

Donde hay conocimiento de Dios, donde realmente el conocimiento de Dios es plena realidad en la vida del hombre, Dios está presente y crece el mundo reconciliado. El gran problema de nuestro tiempo es precisamente el analfabetismo religioso, el no conocimiento de Dios, la ausencia de Dios. Para una verdadera renovación del mundo, antes que todas las demás reformas que puedan ser necesarias, es fundamental esta otra: la nueva presencia del conocimiento de Dios, una escucha que se convierta en actividad y acción. El conocimiento de Dios no es un conocimiento como, por ejemplo, el de un número de teléfono, sino que es un conocimiento como el que tengo de una persona a la que amo, y a la que solo conozco realmente en el amor. Este conocimiento de Dios transforma el mundo: allí donde existe este conocimiento, nace el mundo reconciliado. Podemos verlo en esos pequeños paraísos que crecen allí donde hay comunidades religiosas que viven verdaderamente a la luz del Señor.

Oremos al Señor para que nos ilumine, para que nos ayude a escuchar realmente, para dejarnos permear por la Palabra de Dios, para ser configurados interiormente, para comenzar a conocer verdaderamente a Dios y a vivir con él; y así recibir la luz que se convierta también en luz para los demás, que se convierta en fuerza de paz y de renovación.

La segunda modalidad de la venida de Jesús, de Dios, en este tiempo, en el presente de cada generación, son los sacramentos. Pensemos solo en la Eucaristía. Aquí Jesús entra verdaderamente entre nosotros; el pan ya no es pan, es el Señor; el Señor resucitado viene, nos visita, está con nosotros, más aún, permanece en nuestros corazones. Y la Eucaristía no termina con la celebración de la Santa Misa; el Señor sigue presente, habita con nosotros, nos visita y nosotros podemos visitar a Jesús, hablar con él, y él entra en esta amistad con el mundo. Otro ejemplo: en la absolución, en la confesión, el Señor habla realmente conmigo y me dice: «Vuelvo a empezar contigo, tu pasado ya no vale, ahora hay un presente nuevo basado en mi perdón, en mi gracia». Y así en todos los sacramentos.

La liturgia de la Iglesia como tal es también una modalidad en la que Dios entra en nuestro tiempo y se hace sentir. En este día, debemos dejarnos penetrar profundamente por el hecho de que Dios, Cristo, nos visita realmente y ha vencido ahora, precisamente en la Santa Misa: está con nosotros, se entrega en nuestras manos. Oremos para que realmente nuestra existencia esté guiada por él.

En la segunda lectura aparece la expresión «Vestíos del Señor Jesucristo». En la Segunda Carta a los Corintios, Pablo define el cuerpo como el vestido del hombre y la resurrección como revestirse (cf. 2 Cor 5,1-5). El Señor resucitado entra en nuestra vida mortal y comienza así este «revestimiento» de nuestra existencia; con el Resucitado comienza la resurrección; en el momento en que el Resucitado nos toca, comienza la vida para siempre, la vida con Dios. Dejémonos revestir realmente de Cristo, con su cuerpo resucitado, con su vida eterna, con la alegría de su amor, con la fuerza de su presencia. Celebremos de verdad en la Eucaristía la venida del Hijo de Dios, que se ha hecho nuestro hermano, que nos reviste de sí mismo, de suerte que ya en este mundo seamos cuerpo de Cristo, de Cristo resucitado.

Por último, Cristo Jesús viene también en la historia, en la gran historia y en la pequeña historia. Pensemos, por ejemplo, en la obra de san Benito, que creó un nuevo modo de vida con la unión del trabajo y la adoración, creó nuevas comunidades, y creó así un nuevo continente, el continente europeo. La llegada de este modo de vivir era una «llegada» de Cristo: con esta Regla, con este hombre, con esta actividad suya, Dios mismo entró de nuevo en la historia, dio una nueva forma a la historia.

Pensemos en el siglo XII, con santo Domingo y san Francisco. También con ellos vuelve el Señor, es una «llegada» del Señor, un verdadero advenimiento. San Francisco era considerado con toda justicia por sus contemporáneos como icono de Cristo con sus estigmas: Cristo mismo aparece identificado con él y él con Cristo. Con Francisco la Palabra de Dios llegaba con una nueva frescura vivida, su palabra era vivir la Palabra del Evangelio siempre sin glosa, sin comentarios añadidos, una Palabra que transforma nuestras situaciones; vivir la Palabra de modo que esté presente entre nosotros con toda su fuerza. Con este movimiento franciscano, con el dominico, en la Iglesia rica de la época, un poco demasiado estable, entra así el dinamismo de una nueva alegría, del anuncio a los pobres, del anuncio también fuera del mundo cristiano europeo. Cristo llega así a la historia: esa es su verdadera «llegada» a la historia.

Pensemos en el siglo XV. Por un lado, está san Ignacio, con su nueva alegría de luchar por Cristo, de llevar la fuerza del Señor contra lo que se le opone. Por otro lado, están santa Teresa de Ávila y san Juan de la Cruz, y esta intimidad con Jesús, que entra realmente en el hombre, en el ser, lo transforma y le hace ver la presencia de Jesús.

Y también en el siglo XIX. Pensemos en las grandes comunidades religiosas que nacieron en aquel tiempo: eran una «llegada» de Cristo. Era un movimiento social de enormes dimensiones: hombres y mujeres se reunieron para servir a Cristo en los pobres, en los enfermos, para ofrecer educación a los pobres, para hacer presente la Palabra de Cristo, la Vida de Cristo. Todos vivimos ahora de los frutos de este gran apostolado, de una nueva «llegada» del Señor en aquel siglo de la Ilustración contrario a Cristo, el siglo que decía que Cristo estaba anticuado, que su tiempo había pasado. Precisamente en aquel tiempo se produjo un nuevo nacimiento de la Iglesia, un nuevo nacimiento de su mensaje, de su vida.

Y si estamos atentos, podremos ver que incluso en nuestra generación, también hoy, Cristo está llegando y es Adviento. Cuántas figuras: la Madre Teresa, Juan Pablo II y otros, son la entrada de Cristo en este tiempo, que nos da la fuerza para vivir de nuevo en la presencia del Señor, como en el pasado, también hoy y en la eternidad.

En la gran historia están, pues, los Advenimientos, los Advenimientos de Cristo. Pero también en nuestra pequeña historia personal. Si estamos atentos, podremos sentir que en diversas situaciones el Señor me toca, llama a la puerta de mi vida, me hace sentir su ternura, su bondad. Debemos tener más sensibilidad, más capacidad de percibir esta presencia misteriosa y real.

Pidamos al Señor que nos ayude, que nuestro corazón, nuestra sensibilidad estén abiertos para comprender que ahora el Señor me toca: este gesto es para mí, ahora él me llama, me informa, me habla, me guía. El Señor también está presente con muchos gestos en mi vida. A la vida de cada uno de nosotros llega hoy el verdadero Adviento, el Adviento de Cristo. Cristo no es solo un pasado, es un hoy, ¡es un futuro! Elevar el alma, ir al encuentro de Cristo, revestirse de Cristo, ser verdaderos, sensibles a su presencia: este es el ritmo interior del Adviento.

Pidamos al Señor que en estas semanas podamos celebrar verdaderamente su Adviento. Amén.

¡Entra en nuestra historia, Señor!

30 de noviembre de 2014, Capilla privada, Monasterio Mater Ecclesiae

I Domingo de Adviento (Año B)

Lecturas: Is 63,16b-17.19b; 64,2-7; Sal 79; 1 Cor 1,3-9; Mc 13,33-37

Queridos amigos:

«¡Ojalá rasgases el cielo y bajases!, ¡vuélvete Señor!». Estas palabras de la primera lectura son la oración de Israel, una oración de Adviento, tras el regreso del exilio de Babilonia.

Recordemos: durante setenta años, Israel fue como si no existiera, estaba disperso, en el exilio. Dios parecía haberlo olvidado, parecía que ya no existía. Y entonces ocurre lo inesperado: el rey de Persia, Ciro, vence a Babilonia, destruye el Imperio babilónico y da permiso a Israel para volver. Es un regalo de Dios. Los israelitas ven que este gran rey de los persas es en realidad un siervo de Dios, que les abre las puertas. Y conocemos estas hermosas palabras: «Preparad los caminos...» (cf. Is 40,3): es la idea de un camino de Dios en el desierto para volver a la patria.

Y así se produce un segundo éxodo, se vuelve de nuevo de la casa de la esclavitud a la Tierra Prometida; es un gran momento, en el que se hace visible la llegada de Dios. Pero después, de vuelta a la patria, Israel encuentra una terrible miseria: han sido abandonados por todos, la tierra está descuidada, tienen que empezar de cero, nadie les ayuda, la tierra no da frutos, no hay templo; Dios vuelve a estar totalmente ausente y calla. En esa situación, tras la gran alegría de la intervención de Dios, en el gran misterio de su silencio, nace esta oración: «¡Ojalá rasgases el cielo y bajases!».

Podemos ver aquí una cierta analogía con nuestra situación, con la situación de la Iglesia. ¡Dios ha venido! Ha venido a nosotros, ha nacido en el establo de Belén, es un niño, Dios se ha dejado tocar, ha vivido con nosotros, conocemos su voz, conocemos su rostro, conocemos su bondad, su humildad, su poder. ¡Ha venido! Esto es lo que constituye la alegría del cristiano.

Y, sin embargo, también es verdad en nuestro caso y debemos gritar: «¡Ojalá rasgases el cielo y bajases!». Porque estamos viendo, incluso en los países que ya son cristianos, cuántos problemas, cuánta violencia, cuánta incredulidad, cuánta destrucción de la fe, del hombre mismo; y en el mundo estamos viendo cuántos refugiados, cuántas guerras, y por eso debemos gritar: «Dios, ¿no ves? ¡Ven! Baja!» Este es nuestro Adviento. ¿Qué significa el Adviento? Dios ha venido y lo sabemos, nunca estamos detrás de Cristo, estamos con Cristo, no antes de Cristo, porque Dios ha venido. Pero estamos lejos de él.

Solemos hablar de dos advenimientos de Cristo: el primero en Belén, el segundo al fin del mundo. Pero esta expresión es absolutamente insuficiente. Si así fuera, tendríamos, por una parte, un pasado cada vez más lejano: Belén, la vida de Jesús; y, por otra, un futuro no deseado, porque ninguno de nosotros desea el fin del mundo, con todas las cosas tremendas de las que habla el Evangelio. Y por eso el tiempo del cristianismo sería esto: un pasado lejano, un futuro no deseado, y un presente que estaría vacío... ¡Pero no es así!

San Bernardo de Claraval dijo que debemos hablar, en cambio, de tres advenimientos de Dios: el primero en Belén, el intermedio y el final4. Y el intermedio es el que nos concierne. Dios no ha venido para volver al cielo tras una breve visita y dejarnos de nuevo solos. Él viene siempre. Se ha quedado con nosotros, está con nosotros en la santa Eucaristía, habita con nosotros, es nuestro conciudadano, se entrega en nuestras manos, viene de manera permanente en su Palabra, en todas sus gracias, viene con los santos, en quienes reconocemos de nuevo su presencia, su rostro, su humildad y su poder. ¡Dios viene siempre! Este Adviento intermedio es la permanencia del primero y la presencia anticipada del segundo. Ambos no son puro pasado o futuro, sino que se encuentran en un presente humilde y, sin embargo, verdadero.

Adviento significa, a continuación, espera, en el doble sentido de atención y de expectativa. Espera, atención a la presencia real del Señor. ¡Él está con nosotros! Solo que nosotros no lo percibimos, porque somos sordos y ciegos para esta presencia. Por eso el Adviento nos dice: abre tu corazón, abre tus ojos, abre tus sentidos, abre tus oídos y ve la presencia humilde y real del Señor cada día, en tantas realidades y sobre todo en la liturgia, en su Palabra, en el sacramento. Pero también dice expectativa, grito, para que Dios se muestre cada vez más, como en los grandes momentos de la historia.

Por eso, también hoy pedimos al Señor que entre de nuevo en nuestra historia: «Muestra tu presencia, como lo hiciste en la caída del muro de Berlín, en tantos acontecimientos de la historia, que en última instancia venían de ti; entra en nuestra historia y abre nuestros corazones». Estar expectantes, atentos a la presencia del Señor, esperando, orando, para que se me muestre cada vez más también a mí en mi vida. ¡Esto es el Adviento!

La liturgia presenta el Adviento no solo con pensamientos, con ideas, sino también en una persona. Para la Iglesia, María es el Adviento en persona. En María vemos todo esto, esta sensibilidad hacia Dios, esta capacidad de percibir su presencia, esta sobriedad, este valor para decir: «Pero, ¿qué quieres que haga?». Es esta disponibilidad a obedecer y, sobre todo, también esta alegría silenciosa, a pesar de todos los problemas y dificultades con que se encontraban, por difícil que fuera el nacimiento del Niño Jesús en un establo; esta alegría maravillosa: ¡ha nacido el Niño, Dios está con nosotros! Precisamente esto debería renacer en nuestros corazones: esta alegría de la presencia, esta alegría de que él está con nosotros, es humilde y bueno con nosotros y —precisamente así— ¡poderoso!

Por eso pedimos al Señor que nos ayude a estar atentos y abiertos y nos conceda la alegría humilde y hermosa de este tiempo, en el que percibimos que él está con nosotros: Yo estoy contigo, dice Dios. Y respondemos: «Gracias Señor, haz crecer en nosotros esta alegría de tu presencia». Amén.

Cómo debemos vivir el Adviento

3 de diciembre de 2006, Capilla privada, Palacio Apostólico

I Domingo de Adviento (Año C)

Lecturas: Jer 33,14-16; Sal 24; 1 Tes 3,12.4.2; Lc 21,25.28.34-36

Queridos hermanos y hermanas:

La liturgia del Adviento nos ofrece diversas imágenes, diversas visiones de lo que es existencialmente el Adviento, el movimiento de nuestra existencia que se expresa y se realizará en el tiempo de Adviento. Entre los temas que la Iglesia propone, está también el himno de apertura de la liturgia del Adviento, el salmo 24: «A ti, Señor, levanto mi alma».

Ya la primera palabra es importante: «a ti». El cristianismo ha descubierto el «ti», es decir, el Tú que se nos hace visible. Para el cristiano no se trata de una introspección, como en la mayoría de las místicas asiáticas, sino que se trata de una salida de sí mismo, de un éxodo hacia el tú de Dios. Aquí se expresa la esencia profunda del cristianismo, la relacionalidad de nuestra existencia, que no se encierra en sí misma, sino que es esperada, deseada, amada, llamada por el tú.

Por eso la primera comunidad, en esta dirección, dijo «a ti»: es esta apertura, este percibir la realidad del tú que me ha creado, que me ama, que me llama. «A ti, Señor, levanto mi alma». El movimiento «a ti» es el movimiento de elevación, y aquí el Salmo 24 se encuentra con las palabras introductorias de la plegaria eucarística, que son comunes a todas las grandes liturgias, y que se emplean desde los comienzos de la liturgia de la Iglesia: «Arriba los corazones». Levantar el corazón, elevarlo, es un movimiento hacia el tú de Dios.

En realidad, el corazón puede estar «abajo», puede estar muy consumido por las pequeñas cosas de cada día, las cosas que nos consumen a diario. El corazón puede estar abajo, desanimado por las preocupaciones de este mundo. Puede estar abajo, consumido por las diversiones, por todas las cosas materiales, como dice el Señor en el Evangelio de hoy: «Tened cuidado: no se os embote la mente con el vicio, la bebida y los agobios de la vida». Es una descripción del mundo mediático, que en realidad, mientras nos dice que nos divirtamos, que estemos bien, nos sobrecarga el corazón y nos lo echa abajo.

«Arriba los corazones»: el corazón se mueve hacia arriba, se eleva hacia este tú. Me viene a la mente otra comparación: Pedro salta de la barca, va sobre las aguas hacia Cristo, y mientras ve a Cristo puede caminar sobre las aguas del mundo, sobre todas estas cosas del mar de la muerte que es el mundo (cf. Mt 14,24-33). Pero en el momento en que ve las cosas que están debajo de él, empieza a sumergirse, su gravitación le tira abajo. Y debe llegar a una nueva gravitación, la de la mirada de Jesús que tira de él hacia arriba. Caminar sobre las aguas de los tiempos con la mirada fija en el tú, en Jesús, construye una nueva gravitación, tira del corazón hacia arriba. En lo alto está también esta alegría de ser amados, de no estar en un mundo vacío, sino de estar en un movimiento, en una atracción hacia arriba, donde se encuentra la verdadera belleza, la verdadera felicidad.

Una segunda imagen corresponde a lo que se dice hoy en la oración de la Iglesia, que evoca la palabra clave de la liturgia de Adviento: «Excita», «Despiértate», «Despiértanos» Señor. Se supone que el hombre suele correr el peligro de no estar despierto, es decir, de estar encerrado en los sueños, de no percibir la realidad en su totalidad. «Sueño» significa que el hombre está encerrado en sí mismo por el sopor y no percibe la realidad como tal, sino solo los reflejos que se esconden en su subconsciente y aparecen como la realidad, pero solo son reflejos —incluso curiosos y entremezclados de realidad—, no la realidad misma.

«Despertarse» significa romper el velo del sopor y ver así la realidad como tal, no solo el reflejo de la realidad que ha quedado en mí. Los Padres de la Iglesia nos dicen: hasta las personas del mundo que se consideran muy atentas, en realidad están fijadas en lo material, en los afanes, en los pesares, en todo esto, pero están dormidas y sueñan, porque no ven la realidad en su totalidad, solo ven un fragmento que parece ser el todo, pero no es el todo, es solo un fragmento, que adquiere su verdadero sentido solo de la luz del todo, de la luz divina. Por eso el Señor nos dice a nosotros, al mundo: «¡Despertaos! Con esta vida que vivís, con esta vida presentada en los medios de comunicación, estáis en sueños, no percibís la realidad. Todo esto es encerrarte en un velo que oculta la verdadera realidad. Despertaos y percibid la luz, Dios mismo, el tú del Señor que viene».

Esta es nuestra oración en este Adviento: que el Señor nos ayude a ver la realidad misma. Y solo la veremos si percibimos la presencia de Dios en la Palabra de Dios, en los sacramentos, en la vida de la Iglesia, en la conversación personal con Dios, con el Señor.

Por último, la oración nos ofrece una imagen para meditar: «Dios todopoderoso: aviva en tus fieles, al comenzar el Adviento, el deseo de salir al encuentro de Cristo —que viene— acompañados por las buenas obras». Esa es la idea, la imagen del camino, del caminar. Todo lo que aparece en el corazón, en el despertarse, indica un camino, ponerse en camino hacia el Otro, y también está bien expresado en otra imagen del Adviento: ponerse en peregrinación, en camino hacia el Tú.

Naturalmente, nos preguntamos cómo podemos emprender este camino del corazón: este ir con el corazón, ¿cómo se pone en práctica? La oración nos indica dos respuestas fundamentales. La primera: haciendo el bien o, como se dice, con buenas obras, es decir, actuando según la Palabra de Dios, según las indicaciones que nos llegan de la vida de los santos, que han traducido en su vida la Palabra de Dios y sus mandamientos, y nos muestran así el camino, la verdadera manera de vivir, de ascender —muchas veces con dificultad— hacia arriba, hacia la realidad misma.

Y la segunda indicación: la oración. Orar es un concepto múltiple, pero como primer paso implica siempre la escucha, porque ¿cómo podríamos hablar a Dios sin haberle escuchado? Esta atención interior, la del que se deja penetrar por su Palabra, la del que entra en la profundidad de su Palabra, y también la personaliza —porque debo comprender que esta Palabra también me concierne a mí—. Escuchar, meditar, responder, hablar con el Señor, contarle nuestros problemas, nuestra incapacidad, nuestro deseo, nuestra voluntad de amarle. Y así avanzar realmente por el camino del corazón hacia ese tú que nos sale al encuentro.

Porque esta es la otra parte: no somos solo nosotros los que debemos elevarnos hacia un Dios lejano que permanece siempre en sí mismo. No. Dios viene de nuevo, baja y así nos toma de la mano y nos hace subir hacia él. Descender y ascender se encuentran en este movimiento del actuar bien, del orar, en el momento del sacramento, donde el Señor realmente desciende, se entrega en nuestras manos, hace que nuestros corazones se eleven.

Oremos: «Señor, ven y ayúdanos a ir hacia ti». Amén.

Adviento: el desierto, el camino, la voz

7 de diciembre de 2014, Capilla privada, Monasterio Mater Ecclesiae

II Domingo de Adviento (Año B) Lecturas: Is 40,1-5.9-11; Sal 84; 2 Pe 3,8-14; Mc 1,1-8

Queridos amigos:

Lo que es el Adviento, nos lo dice la liturgia ofreciendo a nuestra atención tanto personas —san Juan Bautista, la Virgen— como grandes imágenes. En las lecturas de hoy encontramos sobre todo tres grandes imágenes: el desierto, el camino, la voz.

En primer lugar, el desierto. San Juan Bautista no predica, como hará Jesús, en el templo o en las sinagogas, sino en el desierto. Quien quiera escucharle debe salir de la ciudad, debe tomarse un tiempo, unos días, debe llevar consigo solo lo necesario. Debe liberarse de sus costumbres, debe ser libre precisamente para escuchar el mensaje.

En realidad, el desierto tiene una gran importancia en la historia de las religiones: podemos decir que el monoteísmo nació en el desierto, y este es importante sobre todo para la historia de Israel. Todo comienza con el encuentro con la zarza ardiente. Moisés conoce a Dios personalmente, por su nombre, con su voz, en el desierto, no en la corte del rey, no en el marco de los trabajos de los hebreos oprimidos, sino que precisamente saliendo al desierto encuentra a Dios y Dios habla con él.

Israel se encuentra a sí mismo como pueblo en el Sinaí: aquí oye la voz de Dios, aquí recibe el derecho que le da forma, que lo crea como pueblo. También Elías, tras la matanza de los sacerdotes de Baal, debe volver de nuevo al Sinaí, al Horeb, para recibir de nuevo la voz de Dios, para renovar la alianza rota en el relato anterior.