Verdad, valores, poder - Joseph Ratzinger - E-Book

Verdad, valores, poder E-Book

Joseph Ratzinger

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Beschreibung

Los tres artículos reunidos en este breve libro surgen por motivos muy distintos, pero en el fondo de todos ellos late un mismo mensaje. Ratzinger aborda la conexión entre libertad individual y justicia social, conciencia y verdad, o democracia y Estado, en un mundo en el que la subjetividad y el poder de la mayoría pretenden relegar a los valores absolutos. En el curso de la lúcida argumentación del autor, dos principios básicos "la verdad y el bien" se alzan como fundamento y garantía de una conciencia recta, de la libertad y los derechos humanos, y de una sociedad justa y pluralista.

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JOSEPH RATZINGER

VERDAD, VALORES, PODER

Piedras de toque

de la sociedad pluralista

Octava edición

EDICIONES RIALP

MADRID

Título original. Wahrheit, Werte, Macht taken from Werte in Zeiten des Umbruchs, by Joseph Ratzinger

© Libreria Editrice Vaticana

© 2005 Verlag Herder GmbH. Freiburg im Breisgau

© 2020 de la versión española, realizada por JOSÉ LUISDEL BARCO,

byEdiciones Rialp, S. A.,

Manuel Uribe 13-15 - 28033 Madrid

(www.rialp.com)

Realización ePub: produccioneditorial.com

ISBN (versión impresa): 978-84-321-5332-7

ISBN (versión digital): 978-84-321-5333-4

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

LA DEMOCRACIA VACÍA

PRÓLOGO DEL AUTOR

I. LA LIBERTAD, LA JUSTICIA Y EL BIEN. Principios morales de las sociedades democráticas

1. LA DEMANDA PÚBLICA DE LA CONCIENCIA

2. LIBERTAD INDIVIDUAL Y VALORES SOCIALES

3. RESPETO DE UN SUSTRATO FUNDAMENTAL DE HUMANIDAD

II. SI QUIERES LA PAZ, RESPETA LA CONCIENCIA DE CADA HOMBRE. Conciencia y verdad

1. UN DIÁLOGO SOBRE LA CONCIENCIA ERRÓNEA Y PRIMERAS CONCLUSIONES

2. NEWMAN Y SÓCRATES. GUÍAS DE LA CONCIENCIA

3. CONSECUENCIAS SISTEMÁTICAS: LOS DOS PLANOS DE LA CONCIENCIA

4. EPÍLOGO: CONCIENCIA Y GRACIA

III. EL SIGNIFICADO DE LOS VALORES MORALES Y RELIGIOSOS EN LA SOCIEDAD PLURALISTA

1. ¿ES EL RELATIVISMO UNA CONDICIÓN DE LA DEMOCRACIA?

2. ESTADO, ¿PARA QUÉ?

3. RESPUESTAS CONTRADICTORIAS A LA PREGUNTA SOBRE EL FUNDAMENTO DE LA DEMOCRACIA

4. RESUMEN Y CONCLUSIONES

5. CONSIDERACIÓN FINAL: CIELO Y TIERRA

AUTOR

LA DEMOCRACIA VACÍA

EN LA ÉPOCA DEL ADIÓS a los grandes relatos, el crepúsculo del deber, la generalización del conformismo, la propagación del pesimismo cultural y la difusión de la versátil ética mínima, indolora y acomodada, se anuncia un oscurecimiento del valor. La luz del bien, se dice, ha perdido su antiguo resplandor. Brilla débilmente sobre una desamparada paramera, y la inmensa llanura de la verdad, otrora fértil e inagotable, es ahora un pedregal sequeroso. ¿Qué hay de verdad en esta semblanza sombría? ¿Se ciernen sobre el valor inquietantes amenazas? ¿Puede remontarse a sus fundamentos el pensamiento atenuado hoy en boga?

Si dirigiéramos la atención a los valores estéticos, dominados por un vacío formalismo, nos sentiríamos inclinados a confirmar el negro vaticinio. El arte ha abrazado un zafio ideal estético que consiste en programar sensaciones. Para ese fin vale todo. El Weihnachtsoratorium de Bach, la música de Anna Lockwood, las albas figuras de Zurbarán, la pintura de Pollock, el western o la pornografía. La igualación estética ha arrasado con los valores artísticos. El prodigioso Dostoïevski fue de los primeros en vislumbrar el eclipse de la belleza. «La idea fundamental, dice sobre su novela El idiota, es la representación de un hombre verdaderamente perfecto y bello. Todos los poetas, no solo de Rusia sino también de fuera de Rusia, que han intentado la representación de la belleza positiva no lograron su empeño, pues era infinitamente difícil. Lo bello es el ideal; pero el ideal, tanto aquí como en el resto de la Europa civilizada, ya no existe. Solo hay en el mundo una figura positivamente bella: Cristo»[1]. Dostoïevski conserva su vista aguda cuando Europa la ha perdido. Con ojos de lince capta de una tacada el valor y su fundamento.

No muy diferentes son las cosas en el ámbito de la moral. Evocar los valores solo sirve, al parecer, para romper el consenso social. Hablar de ellos significa enredarse en insustanciales juegos de palabras. Quien los invoca deja traslucir su oculto carácter dogmático. El único lenguaje legítimo es el hipotético y quien no está dispuesto a ver los valores como hipótesis revisables se comporta como un fanático intransigente. «La moral, dice solemnemente Niklas Luhmann, es el paradigma perdido». A esta tópica embestida contra los valores morales se añade en nuestros días otra aún más airada. La formularé con unas palabras que tomo prestadas de esta obra de J. Ratzinger: «El concepto moderno de democracia parece estar indisolublemente unido con el relativismo, que se presenta como la verdadera garantía de la libertad»[2]. He dado en un hueso duro. Acabo de tropezar con la principal dificultad. Quien no quiera embarrancar en el bajío, ni encallar como endeble barcaza en el cenagal, deberá abrazar el nihilismo moral. El nihilismo moral es el fundamento de la democracia, que no puede admitir valor alguno sin introducir furtivamente un dogmatismo extraño a su naturaleza. La democracia necesita hombres sin convicciones, seres ágiles, ligeros, liberados del fardo del valor, sin escrúpulos morales que les impidan brincar de una constelación de sentido a otra. Mann ohne Eigenschaften, ser sin cualidades: he ahí el modelo de hombre democrático.

Ilustraré el concepto de democracia vacía glosando algunas ideas de dos célebres defensores suyos: Hans Kelsen y Richard Rorty. El jurista austríaco, padre del positivismo político y paladín de la posición relativista, expone su opinión al comentar un texto evangélico: el pasaje del Evangelio de san Juan en que Pilato pregunta a Jesús: «¿Qué es la verdad?» (Jn 18, 38). La interrogación de Pilato es una pregunta solo en apariencia. En realidad es una respuesta rotunda que se podría formular así: la verdad es inalcanzable. La prueba de ello está en que no espera contestación, sino que se dirige a la multitud para que decida con su voto un difícil problema. Pilato expresa con esa maniobra el necesario escepticismo del político, que ha de ser desconfiado, incrédulo, indiferente, desinteresado y frío. Su credo es no creer en nada: ni en la verdad ni en el bien ni en la justicia. Al proceder como lo hace. Pilato se comporta como perfecto demócrata. El perfecto demócrata debe encogerse de hombros —o lavarse las manos— ante los dilemas morales y trasladárselos a la mayoría, que es fuente, origen, principio y raíz del valor. Figura ejemplar de la democracia relativista y vacía: eso es Pilato. Como tal desdeña apoyarse en la verdad o en el bien. Su único sostén son los procedimientos. A Kelsen no parece inquietarle que el demócrata Pilato, que obra con pulcra exquisitez democrática, sin remilgos morales, atento solo a las formas, se lleve por delante la vida de un inocente. Como no existe más verdad ni más bien que los de la mayoría, carece de sentido preguntarse si son justos o legítimos. Para enviar a un justo a la muerte tan solo hace falta contar con el beneplácito mayoritario, es decir, tener apoyos suficientes. Kelsen llegó al extremo de defender la necesidad de imponer, con sangre y lágrimas si hiciera falta, la certeza relativista. Es preciso creer firmemente en la necesidad de no creer en nada. He ahí el superficial imperativo democrático[3].

Muy parecida es la actitud de Rorty. Es tan relativista como la de Kelsen y aún más huera. Al valor le resulta imposible levantar cabeza, ahogado ahora en un mar de frivolidad, futilidad, ligereza, insubstancialidad e intrascendencia. Tras el ocaso de la utopía comienza a propagarse un frívolo nihilismo de funestas consecuencias. Spaemann cree que Rorty es el principal defensor de la utopía banal y el más encendido propagador de un tipo de sociedad liberal en la que no tienen cabida los valores absolutos, las convicciones firmes y los principios incondicionados. El único valor incuestionable es el bienestar. La invitación paulina «aspirad a los bienes de arriba», es sustituida por la nietzscheana «permaneced fieles a la tierra».

El punto esencial de la democracia es, según Rorty, la libertad. No parece haber razones de peso para rechazar una proposición tan pacífica. El problema está en el tributo que se pide a cambio. Nada menos que el bien, y con él los demás valores, deberán desaparecer del horizonte democrático. El valor representa un peligro para la libertad, pues señala una frontera infranqueable que recorta sus alas. De ahí la necesidad imperiosa de tomárselos a broma y unir la democracia y el relativismo. El único criterio de la moral y el derecho de que dispone la democracia es la convicción mayoritariamente compartida. Es difícil no estremecerse y sentir una sacudida interior, un como renitente repeluzno, ante una doctrina que convierte el principio mayoritario en fuente de la verdad y el bien. Su legitimidad para determinar la titularidad del poder está fuera de toda duda. Pero transformarlo en fuente de moralidad significa concederle prerrogativas que no tiene y dejar expedito el camino a la arbitrariedad y el atropello. A Rorty no se le escapa esta dificultad. No puede evitar la insatisfacción que le produce su propia doctrina. De ahí su confesión sorprendente de que la razón que se orienta por el juicio de la mayoría incluye siempre ciertas ideas intuitivas, por ejemplo, el rechazo de la esclavitud. «En eso se engaña, dice J. Ratzinger. Durante siglos, e incluso durante milenios, el sentimiento mayoritario no ha incluido esa intuición y nadie sabe durante cuánto tiempo la seguirá manteniendo»[4]. Y en otro lugar añade: «La evolución de este siglo nos ha enseñado que no hay una evidencia así como fundamento firme y seguro de la libertad»[5].

Kelsen y Rorty propugnan una democracia y una libertad vacías. La primera no tiene otro cometido que asegurar la división y transmisión del poder, y la segunda persigue crear un ámbito social sin obstáculos que permita al individuo moverse en todas las direcciones posibles. Aquella renuncia a llenarse de contenido comprometiéndose con la dignidad del hombre y los derechos humanos. Esta repudia su entraña ética, se abastarda y envilece, se convierte en una actitud de permanente indecisión —cree que si se usa se gasta— y desiste de convertirse en estilo de vida. Se entiende la inquietud de Hölderlin cuando pregunta «¿quién comprende esta palabra?».

Los promotores de la democracia vacía entienden la ética de una manera peculiar. Está muy difundida la idea de que la ética es una dama severa de rostro torvo y desagradable, vestida de negro, que vive alejada de la luz en una lóbrega cueva dedicada a reprender al hombre y leerle la cartilla. «Tenemos el runrún de que la moral solo puede medrar en aires clausurados de catacumba o celda, como los mohos. Moral entona mejor con el color morado, de medio luto, que con este azul ensoberbecido y alegre»[6]. Mientras medito estas ideas y busco palabras para expresarlas, veo cómo reverbera la luz sobre la mar zafírea, que se envanece al recibir su radiante estallido.

No encuentro ni rastro de la moral sombría en este espectáculo de luz complaciente. ¿Es, de verdad, la ética un recetario de prohibiciones? ¿Es moralina paralizante con derecho de veto? ¿Es un ave de mal agüero que adivina calamidades y catástrofes y hecatombes? Rorty cree que sí. La ética tradicional consistiría en tomarse las cosas por la tremenda. Ha llegado el momento de tomárselo todo a broma, empezando por la moral, a la que no hay que prestar demasiada atención, dar importancia o dedicar interés[7]. Es hora de desprenderse de los valores y las convicciones y arrojarlos por la borda como fardos inútiles. La sociedad liberal exige la astenia ética. Mientras no se generalice la moral anoréxica, una moral debilitada y sin fuerzas que rehúya invocar los valores, la democracia estará amenazada e insegura. La más alta garantía democrática es la frivolidad. Hay que renunciar a los principios, vivir superficialmente, perseguir lo baladí, ser ligero de cascos. Tomarse algo en serio significa creer en ello, y la creencia es intolerancia potencial, es decir, inquina antidemocrática. La democracia, que se debe poner «delante de la filosofía», obliga a renunciar a los valores.