El sentido de la vida - Lisbet Domínguez Herrera - E-Book

El sentido de la vida E-Book

Lisbet Domínguez Herrera

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Beschreibung

Hay quien, afortunado, navega por su propia existencia como si fuera esta un mar en calma, sin apenas obstáculos que sortear. Otros, olvidados por un sistema que cierra los ojos ante su sufrimiento, se ven envueltos en un eterno vendaval, un torbellino de vivencias que los arrastra, los vapulea y hace añicos su esperanza. El sentido de la vida es un estremecedor recorrido por el huracán que es la vida de Lía, una joven cubana que se siente un fantasma en su propia historia. Obligada a crecer antes de tiempo, víctima de la violencia machista y sistémica, Lía no tardará en conocer la cara más oscura de la realidad y deberá luchar con uñas y dientes por salir adelante incluso en las circunstancias más adversas.

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© Derechos de edición reservados.

Letrame Editorial.

www.Letrame.com

[email protected]

© Lisbet Domínguez Herrera

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

Diseño de cubierta: Rubén García

Supervisión de corrección: Celia Jiménez

ISBN: 978-84-1068-475-1

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

PRÓLOGO

Hay pocos tesoros tan preciados como la infancia, esos mágicos años en los que cada mañana da comienzo una aventura diferente y uno sueña, despierto y dormido, con imposibles que aún parecen al alcance de la mano. Qué valiosos son esos días en los que aún no tememos a los traspiés de la vida y somos capaces de levantarnos de nuevo en cuestión de segundos si caemos, sin apenas darle importancia al rasguño que haya en nuestra rodilla. Jamás debería un niño tener que despedirse a marchas forzadas de un tiempo tan especial. Sin embargo, y por desgracia, son muchos los que se ven obligados a crecer y dejar de jugar, a enterrar sus ensoñaciones para aprender, sin quererlo, a comportarse como adultos.

Se abre en esos niños una herida que ya difícilmente sanará; y entonces ya no les queda más remedio que mirar de frente las sombras y los horrores que esconde ese mundo que antes estaba repleto de colores. Así le sucede a Lía, la protagonista de El sentido de la vida: testigo desde pequeña de la violencia machista que sufre su madre, humillada y maltratada por la familia de su padre y víctima, ella misma, del abuso de los hombres que la rodean, a Lía le arrancan temprano su niñez y su propia voz, sin que ella pueda siquiera reclamarlas; y vaga sin rumbo por una vida injusta que no se apiada de su dolor insondable.

Con todo, como se suele decir, la esperanza es lo último que se pierde. Animo a los lectores a acompañar a Lía en su valerosa y complicada lucha hasta encontrar, como bien dice el título de la novela, el sentido de su vida. Una razón para volver a soñar.

.

Corrían los años ochenta, y Cuba se encontraba en la mejor década en el proceso político. Nuevas oportunidades se abrían paso para aquellos jóvenes que querían emprenderse en un nuevo futuro y hacerse con una carrera. Años atrás, no era posible, por lo que ahora aprovechaban cualquier impulso para cultivar sus conocimientos y que estos aflorasen.

Debido a los nuevos cambios y pertinencias, muchos jóvenes se movían de sus ciudades natales a otras aledañas para ejercer en sus profesiones o, sencillamente, para encontrar ese empleo soñado, que les diera la ocasión de encarrilarse en su mundo. Y en busca de esa ocasión, en la ciudad Bayamense era donde los jóvenes que dieran vida a la protagonista se conocieron.

Ahí estaba él. De familia poco convencional y siendo el pequeño de once hermanos, Antoni era un chico atractivo, ojos color café y cabello rizado a lo afro. Portaba pantalones campana y camiseta ajustada; siempre llevaba anteojos cuadrados, que disimulaban su redondo rostro. Su piel morena y su porte altanero hacían de él un atractivo sonante. Cabe al caso argumentar que, con sus dieciocho años, ya conducía un Cadillac del 68, de color rojo. Llamativo ya era él como para pasar desapercibido sobre ruedas. A nadie ni a ninguna dejaba indiferente en sus años de juventud. Bien parecido y talentoso en su trabajo, se adentraba en el mundo profesional, en el que, con tanto esfuerzo, había conseguido un buen puesto de trabajo.

Su hermano Salva, alto, bien parecido, fue el primero en contraer matrimonio, con la mujer de sus sueños, con la que llevaba años saliendo: Mariana. Mariana era la segunda de cuatro hermanas, a ella la seguía otra llamada Eloise. En la ceremonia de matrimonio entre ellos, Eloise y Antoni se conocen. Es ahí donde comienzan a estrechar una relación dos hermanos con dos hermanas.

Eloise, una joven de diecinueve años, madura para su edad, ya tenía su carrera y un oficio al que dedicaba atención con esmero. Cada día, viajaba camino al pueblo, donde un ingenio azucarero daba vida al municipio. Debido a la oferta y demanda de empleo, muchos aldeanos se acercaban día a día a bregar; y allí, en aquel poblado, Eloise ejercía su oficio de relojera.

Mantenía una relación con el joven atezado, hombre que la hacía feliz, tanto que obviaba sus andanzas, sin percatarse de lo que ya en aquel entonces era.

Una tarde salen a caminar por los fastuosos jardines que circundaban los campos de arroz. Antoni sostiene de la mano a Eloise, ambos llevan un año de novios y este tiene una propuesta que hacerle:

—¡Eloise, Eloise! —musita con voz retraída.

—¿Sí? —contesta ella.

—Tengo algo que manifestarte. —Le oprime fuerte las manos, mientras aligera el paso.

Eloise está temblando, los nervios irrumpen en su cuerpo, el corazón se agita y late de prisa; ella, cree, le dirá lo que lleva tiempo esperando. Pero también tiene algo que decirle y cree es mejor que lo haga ella primero. Eloise se detiene, le mira a los ojos.

—Antes que digas nada, tengo algo que confesar —dice mientras su mejillas se tornan ruborizadas, grana que desprende impregnación; la situación la hace sudar, está nerviosa. No sabe cómo le sentará a Antoni lo que está a punto de confesar.

Antoni la mira y, esta vez, su rostro muestra preocupación; no sabe qué le dirá, pero, por alguna extraña razón, presiente no le agradará mucho.

—Estoy embarazada —confiesa Eloise sin tapujos. Ella es muy joven y, aunque no tiene un hogar fijo, está dispuesta a llegar hasta el final. Está decidida, quiere dar a luz ese fruto, que para ella es de su amor, amor que lleva cargado en su vientre, con tanto miedo, pero llena de ilusión.

Antoni suelta su mano. Intenta encubrir su semblante, pero el gesto que deja ver su rostro no es precisamente de aceptación. Sacude la cabeza e intenta disimular. La mira atónito y pregunta:

—¿Estás embarazada?… Pero ¿cómo lo sabes?, ¿desde cuándo? —Con preguntas, evade el asombro que le ha causado, que, evidentemente, no dictaminaba ser de su agrado.

Eloise, con mirada alicaída por la reacción de este, agacha la cabeza, avergonzada, y responde:

—Hace tres semanas. Esperaba me llegara el periodo, pero no ha sido así y ayer me lo confirmaron.

Antoni reacciona en un instante. Vuelve a cogerla de la mano; la aprieta fuerte, con pasión, mientras la mira fijamente:

—Imagino no lo tendrás… Somos muy jóvenes, ahora no podemos atarnos a un hijo —dice decidido—. Ya está, tengo un amigo que trabaja en el hospital; ¡iremos y el me hará el favor!

Eloise quita su mano.

—No, yo no iré al médico, es mi hijo. Y si no me apoyas, aun así, lo tendré —responde enojada. Ella le ama, y con su edad, cree es el hombre de su vida, pero no esperaba esta reacción. Cuando comenzaron a vivir juntos, ella le veía como el hombre de sus sueños, el definitivo, el padre de sus futuros hijos. Es cierto que, a esa edad, es muy prematuro pensar en descendientes; pero ella era de ideas claras, sabía qué pretendía en un mañana próximo y lo que sí no quería era interrumpir su embarazo.

—Pero yo no puedo hacerme cargo de un hijo ahora, tengo un gran y prometedor porvenir. No puedo, lo siento. No entiendo por qué no te cuidaste, tú sabes que yo aún no tengo un puesto fijo y vivimos en una casa agregados —agrega él culpándola despiadadamente, como si solo fuera cosa de ella el hecho de estar embarazada.

En su interior, prefiere mantener el silencio, antes que seguir desperdigando sin fin palabras que no le dejarán muy bien parado. Antoni se ve sumido en la confusión, no sabe qué hacer: la ama, pero no está seguro si será suficiente para atarse de esa manera a ella.

La observa cuidadoso, mientras Eloise, fuerte, ensimismada, mantiene su posición.

—Dame tiempo, necesito pensar —expresa él.

Ella, en medio de tanta oscura penumbra, ve un ápice de luz. Sonríe, ha visto un rayo de esperanza: también le ama y no quiere perderle.

—Está bien, amor. Iremos juntos al médico para confirmarlo y, mientras, te piensas si quieres que sigamos adelante con lo nuestro, porque mi embarazo seguirá —dice ella enfrascada. De pronto, recuerda que Antoni quería decirle algo—: ¿Tenías algo importante que decirme?…

Antoni la mira evadiendo la pregunta y, en su mente frustrada, busca entre recovecos una respuesta que la convenza. Ya no quiere declarar lo que venía a decirle. Él ya no desea proponerle matrimonio. La noticia lo ha dejado paralizado, ha visto su vida, como diagrama, pasar le por delante, en forma de pequeñas escenas de película, y de pronto se ha visto a sí mismo, en cuestión de segundos, atado a un futuro que él no había anhelado; no era lo planeado para su vida. Así que, como puede, intenta escapar.

—Nada, no tiene importancia, yo solo te iba a proponer un viaje, así juntos los dos —le dice con una sonrisa fingida—. Quiero presentarte a mi familia y conozcas donde nací.

Eloise, emocionada, le responde con un abrazo, abrazo de esos que devuelven las energías.

—Sí, claro que quiero ir de viaje contigo y conocer a tus padre y hermanos —responde ella emocionada. No era esto lo que esperaba, pero estaba bien para romper aquello que oprimía su corazón; lo que le planteaba le servía para balancear el dolor que le había provocado su abnegación al embarazo y, sin dudas, era un buen paso en su relación. Y a diferencia de él, ella pensaba que esto afianzaría aún más el amor que se sentían.

Se toman de la mano y, casi sin decir palabra, regresan al coche para volver a casa.

Pasan los meses y, aunque no se volvió a hablar del tema, el viaje a Guantánamo fue reconfortarle y, entre líneas, quedó dicho que tendrían al bebe. Para las cuñadas, enterarse de la noticia fue agradable, cuatro de ellas también estaban encintas y la noticia de que su hermano pequeño sería padre les agradaba aún más, a lo que Antoni no tenía nada que objetar. Y así, sin previa planificación ni una aprobación directa por parte de este, queda zanjado el tema.

En mayo del 86, llegó a sus vidas Lía y su relación no mejoró como pensaba Eloise; por el contrario, fueron nueve meses de triste soledad e incertidumbre por el rumbo que estaba cogiendo su relación con este.

Antoni, cuando aún no sabían el sexo del bebe, apareció un día con una bolsa pequeña y un roponsito de niño. Al enterarse que sería niña, tal fue su conmoción y el desencanto que nunca más volvió a participar ni de regalos para el bebe ni de compañías al especialista ni ninguna otra cosa que tuviera que ver con el embarazo. Él lo tenía claro: no quería tener hijos y lo que no nace no crece, por lo que Eloise se dedicó sola a todos los preparativos para la llegada de su primera bebe.

Nació la pequeña y ella, que siempre estaba sola con su trabajo, los quehaceres de la casa y la nena, también tenía que lidiar con los descaros e infidelidades de Antoni.

Un día, después de no haber aparecido en toda la noche en casa, eran las siete de la mañana, se presenta por la puerta. Su ropa está espachurrada, como quien estruja un papel y lo lanza al suelo; el olor a colonia de mujer es tan fuerte que es evidente: pasó la noche acompañado. Porta unas gafas de sol oscuras que no dejan ver su semblante cansado, como quien ha tenido mala noche. Entra de largo y, sin decir palabra, se dirige a su habitación. Eloise le ha visto llegar y, por el olor, que podía percibirse a metros, decide no acercase y mucho menos cruzar palabra. Está cansada, ya no aguanta esa situación; es un día sí y otro ya no es el mismo hombre del que se enamoró; la relación pende de un hilo y él está a punto de tirar por donde este se está crujiendo.

Antoni se acuesta en su cama tal cual venía y, después de un rato, cuando nota que Eloise no le hace caso, se le escucha desde la habitación hablando en voz alta:

—En esta casa no hay amor por uno, estoy cansado de que mi mujer no se preocupe por mí —dice él, hipócritamente.

Eloise, que no está muy lejos de la habitación, le escucha y ya con la paciencia agotada se dirige hasta él y pregunta:

—¿Por quién me he de preocupar?, ¿por ti?… Mira qué horas son, ¿y hasta ahora apareces? ¿Por ti, que sabe Dios con qué furcia andabas…? ¿Y todavía quieres que, cuando llegues a la casa, te esté esperando como una esposa sumisa?… Ya me cansé, no haces ni caso a tu hija. ¿Y quieres que yo te trate con amor, cuando no te preocupa nada más, absolutamente que no seas tú? No me hagas reír.

Él, para dar pena, se quita las gafas de sol y deja ver el morado de sus ojos hinchados. Ella se asusta al verle y se le acerca con pena.

—¿Qué te ha pasado?… —pregunta asustada temiendo por este.

—Nada, no me pasó nada. Tuve un problema y por eso no aparecí hasta ahora. Y tú enseguida pensando mal —le explica con tono de inocencia, como quien no rompe un plato.

Eloise se asusta y corre a buscar compresas de agua fría para bajar la inflamación. Él se deja arrullar y, entre caricias, queda dormido.

Días más tarde, Eloise llega de una consulta con la beba, enojada y muy furiosa. Entra, pone a la bebe en su cunita, la arropa y entra silenciosa en la habitación donde Antoni se encuentra tendido, sumido en un profundo sueño. Se dirige otra vez a la cocina, lágrimas saltan de sus ojos. Está enloquecida, poseída. Está fuera de sí: agarra un bote con gasóleo, unos fósforos y va apresurada a tirarlo encima de este. Antoni se despierta por el fuerte olor que bañaba todo su cuerpo y, de un tirón, se levanta apresurado de la cama

—¿Qué pasa?… ¿Qué me estás haciendo?, ¡¿te estás volviendo loca?! —grita y la agarra fuerte del brazo.

—¡Déjame! —vocifera ella—. ¡Déjame, suéltame! Te voy a pegar fuego, eso es lo que mereces, que te den candela.

—¡¿Pero qué pasa?! ¡¿Estás loca?! Esto ya pasó de castaño oscuro, ahora sí enloqueciste.

—¡Suéltame, mentiroso, eres un mentiroso! Nunca más confiaré en ti, mentiroso.

Antoni no está entendiendo nada y la agarra fuerte. Siente miedo. Ella se resiste. Logra por fin inmovilizarla y, con mucha rabia por la situación, la mira y le dice:

—¡Estás demente! Ahora sí te has trastornado.

Eloise grita:

—¡Falso, eres un falso, el otro día me dijiste que habías tenido un problema y yo pensé que era del trabajo, de tonta te creí. ¡¿En el trabajo?! ¡A ver, dime dónde fue! —grita abrumada, mientras de sus ojos corren lágrimas de decepción—. Tal vez olvidaste decirme que estabas siéndome infiel con una mujer mucho más joven que tú y casada además, ¿eh? ¿Se te olvidó decirme que esa tunda te la dio su marido?, ¿olvidaste ese pequeño detalle? —replica irónicamente—. Y yo todavía de ilusa, curando tus golpes, asustada por ti. ¡Te has estado riendo en mi cara! —brama, casi sin pausas entre palabras. Su enojo es tal que no puede detenerse, su voz se esparce con fuerza de su interior. De no ser porque la tiene inmovilizada, probablemente habría llegado hasta el fin, lo que en su mente era acabar con aquel hombre alevoso.

Antoni no articula palabra, sabe que ella tiene razón, esta vez no ha podido esconder lo que había hecho: solo queda aguantarla para evitar cometa una locura y socorrer su vida.

En ese momento, la bebe llora, es la hora de comer.

—¿Estás más calmada?… —pregunta—. Mira, con esas voces, has conseguido asustar a la niña.

—Suéltame, déjame ver a mi hija —dice Eloise, procurando soltarse por sí misma.

Él la suelta y ella se va por su hija. Mientras este la agarraba fuerte, una voz en su interior la hace recapacitar: no vale la pena cometer una locura por una persona que no lo merece, así que esta fue la última pelea que tuvieron. La relación ya estaba acabada, no había confianza, la había abrumado y humillado sin piedad; y, sin confianza, a ninguna parte los conduciría favorablemente.

Eloise le abandona con la niña en brazos. Se van a vivir a su pueblo en otra ciudad y deja todo. Se va sin más. Hastiada, desconcertada y con mucha pena en su interior. En su mente turbada, arremeten dudas de una joven desesperada; comenzar desde cero y esta vez con una bebe que dependerá únicamente de ella… Se verá obligada a hacer de madre y padre a la vez, pero coraje y voluntad le sobran.

No puede evitar llorar de vez en cuando, pero cada vez seca sus lágrimas, que más que lágrimas son como manantial que esparce y da fuerza, vigor que le permite salir adelante por ella misma y sacar adelante a su bebe sin su padre.

No era mucha la diferencia de vivir con el padre de la niña a vivir sola, puesto que este poco se ocupaba de ambas, pero cuando una madre tiene su primer hijo, siempre piensa que lo va a criar junto a su padre. Por eso, hacía caso omiso a lo que ya le decían por la calle de él; miraba para otro lado y mantenía su confianza en él. Intento fallido: cuando un cristal se cuartea, por ahí se rompe; y eso era él, un cristal roto en mil pedazos; y lo que había pasado era imperdonable. No podía seguir humillándose, compartiendo su vida al lado de un ser que no la respetaba ni como mujer ni como madre de su primera hija; y cuando las cosas llegan a tal punto, mejor criar a un hijo solo que vivir atada a una mentira. No merece la pena tal sacrificio con tal de que los hijos se críen con su padre.

Y así da comienzo la vida de esta niña, que, con su corta edad, ya se preparaba para las adversidades que la rodeaban, e iban a caminar de su manecillas.

LOS PRIMEROS AÑOS

Tres años buenos pasaron, y Antoni no había dejado ni una sola vez de venir a por su pequeña hija para llevarla a pasar los veranos con la familia en Guantánamo. La cargaba en brazos haciendo autoestop por las desiertas carreteras que conducían al majestuoso valle donde vivían.

La nena, pequeña aún, hacía pipí encima de su papá y, hasta no llegar, nadie la cambiaba. Así se fue acostumbrando desde muy chica a los viajes con su padre.

El verano que Lía cumplía sus cuatro añitos, por problemas en el trabajo de papá, no iba a poder ir como cada año, así que este estío lo pasaría con mamá en Las Tunas, en la casa de la tía Mariana junto al tío. Sería divertido, el primo Roy tiene casi la misma edad que Lía y los tíos son muy afectuosos.

Sin dudas, las vacaciones fueron de las mejores. Los días se hacían cortos. Los tíos tenían una caseta de madera pintada de azul, con un portal bajo; los cimientos eran de unos troncos fuertes, que sostenían las paredes y el techado.

La casa, aunque casi todas por la zona eran por el estilo, tenía una característica que pocas podían gozar en aquellos tiempos: piso cementado pulido; brillaba cuando pasaban el trapeador, como espejo. Dejaba lucir su limpieza. Era como un lujo, porque lo normal era un suelo de tierra; y los pequeños pasaban gusto de jugar en él.

Al primo, le hicieron un columpio atado al techo con un trozo de cuerda fuerte, que se dejaba caer a tres o cuatro pies del suelo formando una u, donde de soporte ponían un trozo de madera, que hacía de escabel y quedaba perfecto para los niños se mecieran a contra viento. El primo era muy divertido, siempre cantaba a pulmón abierto: «Quiero llegar a la luna, quiero llegar a la luna»; y se abalanzaba cada vez más alto. Cuando era el turno de mecerse Lía, se sentaba y estiraba sus pequeños pies descalzos; se columpiaba mientras una mariposa aleteaba en su panza provocando aire frío. Era agradable y ella sonreía.

Cuando el tío llegaba del trabajo, era un festín. Se tiraba al suelo haciendo de caballito, subía en su espalda a Roy y saltaba a su manera; galopaba por todas las habitaciones. La nena le iba detrás mirando y riendo a carcajadas mientras el primo se lo pasaba pipa.

El habitáculo se encontraba entre una arboleda que obnubilaba la imaginación; con sus grandiosas y frondosas copas, formaban unidos en lo más alto una especie de tejado dejando sombreadas las bajas tierras debajo, producido por la opacidad que abundaba. La vegetación era del verde más cálido y sutil que podrías fantasear; los helechos, humedecidos por el rocío que reinaba, formaban el sendero por donde pasaban los tíos para llegar a un pozo de brocal, como dibujo en cuadro a pincelada. Allí estaba, majestuoso, en medio de tanta flora; roca sobre roca, formando un conglomerado, como si cada risco en su magnífica conjunción hubiese sido creado para dar forma casi perfecta a dicha fuente. El color verde del musgo se hacía eco entre tanto cantil y daba a este un toque aterciopelado impecable.

Con una roldana y un cubo amarrado de la punta, se dejaba girar hasta el fondo de la oquedad. Cuando este tocaba agua, dabas un ligero toque para sumergirlo y llenarlo.

A los más pequeños de la casa, rara vez les dejaban coger a esta parte del patio, por el peligro que suponía el pozo; y a Lía especialmente no le gustaba ir por las ranitas, que, al acercarse, ya se las podía escuchar croando, y es que parecían aguardaban su llegada; muchas veces, las divisaba y ahí estaban mirándola fijamente, como si quisiesen saltar a ella. Y por mucho que esto le asustara, el sitio era un paraíso terrenal, un pequeño edén, así que el temor a dicho anfibio se hacía soportable ante tanto esplendor.

Las comidas que hacía la tía también eran ricas al paladar; y cuando, de vez en cuando, el tío aparecía con alguna pinta de helado, se hacía un festín al que ella no estaba acostumbrada. Así fue la estancia en casa de los tíos, indescriptible, inefable y única.

CONGOJA

Era junio, a punto estaba de comenzar el verano. El sol dejaba ver entre rayos por su dorado brillar que faltaba poco para el mediodía, hora en la que a la pequeña Lía se la tendría que recoger del colegio. La escuela estaba a escasos metros del lugar donde la pequeña vivía con su madre y su padrastro.

La dedicada madre, cuando las campanas del colegio daban por finalizadas las clases del día, siempre se encontraba ahí, aguardando a que su pequeña apareciera, pero ese día no estaba allí; en su lugar, una buena vecina se ofreció a hacerle el favor. La pequeña, asombrada al ver a Olga, pregunta con voz tímida:

—¿Dónde está mi mamá?…

La vecina comunicaba el motivo a la maestra, susurraba palabras que apenas alcanzaban al entendimiento de la pequeña. Agacha la mirada y le responde:

—Mamá está en casa, cariño, ahora la verás.

Y continuó su conversación. La coge de la mano y se despide mientras comienzan la andada de regreso.

De camino a casa, la infante apresuraba sus pequeños pies, intentando alcanzar el ritmo, mientras entre paso y paso sentía como sus zapatos golpeaban las piedrecillas del camino. Las calles eran sin asfalto, tierra viva, que suelta en su lecho, esparcida por el movimiento; se acumulaba en los zapatos o incluso en la ropa. Cuando a su alrededor pasaba algún viandante a caballo, podías sentir el polvo que quedaba suspendido en el aire, provocado por el galopar de la bestia.

Olga la lleva de la mano, mientras saluda a conocidas que, sentadas en el portillo de sus casas, miran a los que por allí pasan.

Cerca de la casa, podías divisar el jardín que sobresalía del cercado, las mariposas sobrevolando los ramos de flores y las rojas amapolas que ondean suavemente bailando entre las hojas mecidas por el viento.

Se abría una pequeña puerta hecha de trozos de madera que se había reciclado, entrabas y dabas al portal de la casa donde vivía la abuelastra. Para arribar hasta su casa, o pasabas por dentro o atravesabas el jardín, dejándote llevar por un camino que, desgastado, formaba un trillo sin plantas ni malas hierbas. Llegabas a un gran patio y, de pronto, te encontrabas con un cercado de cactus dejando ver la división desde donde comenzaba su pequeña casa.

Olga se detiene en la entrada y llama:

—¡Eloise!, ¡Eloise! —Pero nadie contesta.

Al fondo se escucha un llanto de alguien llorando y la voz de un hombre que vocifera enojado.

—¡Eloise! —llama, una vez más.

La puerta se abre, y ella aparece con las mejillas rojas. Sus ojos húmedos asienten divisar tristeza y vergüenza a la vez.

—Aquí estoy —responde con tono apagado y voz desgastada.

La niña corre a abrazar a su mamá. Mientras, Eloise solo intenta encubrirse para no dejar entrever que sufre. La agonía y el dolor que está atravesando se hacen visibles. No importa lo mucho que intente ocultar: lo que no se ve se cuenta por el pueblo. Alfonso es un joven al que le gusta empinar el codo, tiene fama de maltratador. Es un hombre alto y de buen parecer, de ojos claros y cautivadores, probablemente eso fue lo que la conquistó: bonito por fuera; por dentro, ¿quién sabe?

—¿Estás bien? —pregunta Olga—. ¿Necesitas algo?, ¿quieres que cuide la niña?

—No, gracias, de veras, muchas gracias —responde ella entre sollozos. Apenas puede articular palabra, su voz es tenue—. Agradecida de que hayas ido a por ella al colegio —prosigue Eloise mientras coloca su mano sobre la cabesita de la niña. Acaricia su rizado cabello y abraza con una cálida sonrisa que saca desde su más profundo interior.

Olga se retira, no quiere indagar ni abordar la situación: ella sabe que no es momento y, por qué no decirlo, cuando un hombre tomado está en plena discusión, es peligroso. Sobran las preguntas y las visitas. Lo deduce y la niña también siente el ambiente está cargado. Sabe que mamá estará toda la tarde triste y que Alfonso no le hablará a ninguna; entiende que han discutido y en las próximas horas, si está escondida o sentada sin decir palabra, será mejor.

Las tardes, los días y los minutos cuando la madre y Alfonso discutían era muy raro todo; después de cada pelea, lo mismo siempre: silencio y mal genio dirigido a cualquiera que intentara interactuar. Así era un día tras otro y otro. Y eso ya lo aprendió de pequeña, hay que saber en todo momento dónde está su sitio y cuándo es o no es el momento de hablar. Aprender a mantener el silencio cuando no es necesario es una virtud.

A día bueno, venían en forma de ciclo el augurio de tres malos. Lía, para estimular el buen ambiente familiar, llamaba cariñosamente papá a Alfonso. Un día sin más, producto de los constantes días tristes, Lía decidió llamarle por su nombre en lugar de como estaba acostumbrada, y es que en su mente infantil solo veía imágenes de maltrato hacía su mamá y a su corta edad decidió que quien causaba tanta pesadumbre a la que le dio la vida no merecía ser llamado papá.

Lía jugaba tranquilamente en el patio despreocupada y confiada de lo que en su mente era hacer lo correcto, y no era por venganza, solo hacía lo que dictaba su corazón. Aquella palabra insignificante para muchos que había cambiado desde lo más profundo de su pequeñito interior. Perdida en su inocencia, se deleitaba de sus juegos hasta que de pronto escucha golpes:

—¡Basta, ya basta, por favor! —grita dentro Eloise—. ¡Ya no más! —se le escucha con voz entrecortada por el llanto.

—¡Esto es para que aprendas a educarla! ¡Me tiene que respetar! —vociferaba Alfonso mientras azotaba con fuerza su cinturón de cuero sobre el menudo cuerpo de Eloise.

Lía corre asustada dentro de la casa, mira sosegada y amedrentada desde la puerta del salón: puede ver a su madre tirada en el suelo llorando y con las manos pegadas como escudo para evitar los golpes. Sus brazos llevan marcadas líneas en diferentes direcciones de color rosado, y es que cada vez que este azota, lo hace más fuerte.

Eloise gira la vista y ve a su pequeña hija atemorizada; dirige su mirada a ella, aguanta el llanto y la manda a salir fuera para que no viera lo que estaba pasando. La pena que siente por lo que está pasando justo en frente de la hija es más fuerte que el dolor que este le provoca con el cinturón.

—¡Ve al patio a jugar, mima! Maaa… má… ¡Mamá está bien! Ve fuera, por favor —dice entre lágrimas.

La niña se niega, y es que su mente vuela, tantas cosas pasan por su pequeña cabeza. Ella quiere estar al lado de su mamá; ella quiere ser grande, ayudarla, consolarla y defenderla. Poder arrebatar el cinturón a aquel que tanto daño le está provocando. Pero es tan pequeña…, nada puede hacer. Quiere poder ser soporte para su pobre madre, pero solo es una niña. Se siente impotente, se siente frágil ante esta situación. Y tras discurrir en lo que por su pequeña mente pasaba, no le queda otra que aceptar la orden de mamá e irse.

Se va despacio, se va dudando, se aleja con un nudo en la garganta. Quiere gritar, la situación la agita, la entristece, la vuelve pequeña. Siente miedo. En ningún momento teme por ella: solo teme por su madre, no quiere que le pase nada. Las personas adultas y hasta los niños tienen sueños, ilusiones que actúan como esperanza o motor impulsor en la vida; y ella solo quiere uno: quiere ver reír a mamá, quiere escucharla feliz, ilusionada y con fuerzas para salir, salir de eso que está viviendo.

Ahora solo le queda seguir comportándose y siendo la niña obediente que le han enseñado a ser. Es la única manera que ha aprendido para ahorrar disgustos innecesarios, hacer caso a los mayores y mantener las distancias cuando su presencia no aporta nada.

Horas más tarde, la niña escucha el motivo por el que aquel señor le había pegado con tanta rabia a la madre, y no era otro que porque ella había dejado de decirle papá; y aquel hombre de poco conocimiento no hizo más que tomarse una botella de wualfarina —como comúnmente se le nombra a una bebida en los barrios pobres— e ir a pegarle a su mujer. «Valiente cobarde, hasta para golpearle tenía que ingerir alcohol. ¿Y así pretendes te llame papá?, ¿ves tu comportamiento?, ¿ves lo infeliz que haces a mi madre?, ¿y tú quieres te llame como si me quisieras tan bien como a una hija?, ¿acaso crees que, aunque fueras mi padre, podría quererte como tal después de ver cómo te ensanchas locamente encima de mi mamá?», pensaba apesadumbrada y entre lágrimas, en su inocente mente, para evitar multiplicar esa rabia en su adentro. «Para que no le pegue, le llamaré papá, pero ya no será desde lo más profundo de mi corazón. Le diré como sus oídos quieren oír, no como yo lo siento».

En lo adelante, hasta mirarle a la cara le costaba; la situación era incomoda y, aunque al pronunciar papá con su boca era fácil, en sus adentros costaba que dicha palabra brotase con fluidez. La falta de sentimiento era evidente y, aunque le respetaba, evitaba cualquier roce o cruzada de palabras innecesarias. Mientras menos le veía, mejor. Y aunque los meses pasaban, la situación era repetitiva. Un día por esto, el otro por lo otro…, el tema era que esa era su naturaleza, y al final parecía le pegaba a Eloise por desahogarse, no más.

Todavía cuesta creer que a una persona maltratada le cueste ver que vivir una cosa así nunca es producto del amor, y es que el amor es como una flor: si la cuidas, reluce; si no, se marchita; y así contemplaba Lía el corazón de su madre, pero la veía totalmente incapaz de alejarse de aquello que tanto daño le hacía. Enamorada de su verdugo.

MARCADA POR EL DESTINO

Pasaron las semanas y por fin llegó: como cada año, su padre vendría desde lejos a llevarla de vacaciones. Para Lía, irse a estar con su familia paterna era lo más fabuloso, era su vía de escape a lo que vivía; pero aunque era lo más emocionante, también le producía tristeza alejarse de su mamá, recelar a su madre desolada, con todo lo que ya conocía. Pensar que lloraría, ahora con una aflicción insondable porque estaría lejos de su hija, eso convertía lo que debía ser una pincelada de escape y des conexión; no suprimía, no le transigía eximir la pena que invadía su pequeño corazón.

Por fin era el día y su papá, que parecía no era muy bienvenido, aguardaba en la entrada de la casa mientras esperaba prepararan a la niña para el viaje.

Los encuentros entre Eloise y Antoni no eran muy gratos.

—Yo espero me la traigas antes comience el curso, no quiero tener que llamarte para recordarte la traigas —decía Eloise reprendiéndole.

Antoni contesta, con un tono de voz más bajo, aunque retador:

— Sí, no me lo tienes que rememorar. —Y aprovechaba para fustigar la—: ¿Por qué no dejas que viva con nosotros..?, ¿es que no ves? No tienes condiciones y encima ahora tendrás otro… —recalca—. Mira, esta niña no tiene un par de zapatos decentes; yo le daré, yo la cuidaré, yo me preocuparé por ella.

—¡Sí! ¡Tú, tú, tú, el que más se preocupa! ¿Dónde está la manutención de este mes y del pasado? Mucho padre, sí, ¡y la que se preocupa día a día porque la niña coma soy yo!

—Ay, chica, habla bajito, la gente no se tiene que enterar de lo que hablamos, a los vecinos no les importa —responde Antoni procurando evadir el tema y urdir para que esta sintiera vergüenza y recapacitara sobre la cuestión.

—¡La niña se queda conmigo! ¿Para qué quieres te la deje?, ¿para desampararla a su abuela y sea ella quien se ocupe de atenderla? A mí, mi hija no me molesta y haré por ella lo que tenga que hacer —dice concluyente—. ¡Venga! ¡Date prisa, que el viaje es largo hasta casa!