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Dos gritos por la noche. Dos gritos horribles, acompañados de un olor a carroña en un almacén entre Colón y Concordia, me permitieron, una noche de luna llena, verificar una citación muy conocida: «El problema con las leyendas es que, a veces, son ciertas». Francés, saboyano de corazón, emigrante en búsqueda de sus antepasados perdidos en un viejo flujo migratorio, me enamoré de Argentina ya hace tres años. Durante este tiempo viví en Villa Elisa, Entre Ríos, y pude colaborar en el centro Saboyano de San José dando cursos de francés a algunos alumnos tan interesados como entrañables. El campo estaba sumergido en su historia, su origen, con su museo, sus asociaciones, sus escudos familiares sobre cada tranquera de cada estancia. Con sus leyendas también. De aquella noche trágica nacieron preguntas, una investigación, algunas respuestas, una certeza: el hombre ha olvidado las advertencias reales de su historia, de sus cuentos. Hoy, en un último intento, me gustaría conducirle por un camino un poco particular, una mirada diferente sobre una leyenda con un fondo de historia auténtica. Si quiere seguirme…
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Seitenzahl: 166
Veröffentlichungsjahr: 2023
Philippe Morote
Morote, Philippe El séptimo hermano / Philippe Morote. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-3853-6
1. Narrativa. I. Título. CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Prólogo
Capítulo 1: Llegada a Hocker
Capítulo 2: El Almacén
Capítulo 3: La cocina
Capítulo 4: Una noche particular
Capítulo 5: Rasco
Capítulo 6: Principio de encuesta
Capítulo 7: Seguir las pistas
Capítulo 8: Viaje al centro de la tierra
Capítulo 9: Una tarde en los años 1800
Capítulo 10: El misterio se hace más espeso
Capítulo 11: En el museo
Capítulo 12: El centro Saboyano
Capítulo 13: Esperando a Noé
Capítulo 14: Encuentro cercanodel tercer tipo
Capítulo 15: Manipulación, mentira y amor
Capítulo 16: Salvar o morir
Capítulo 17: El retorno del rey
Capítulo 18: Un regalo a medida
Capítulo 19: El último encuentro
Informaciones complementarias
Sobre el autor
“El problema con las leyendas es que,a veces, son ciertas”
Ghost rider
Los siglos han pasado sobre la ciudad y las banderas santas de las primeras cruzadas no ondulan más al viento. El ruido de los caballeros y de sus monturas ha sido sustituido por el de una noria de comerciantes ávidos de viajes y negocios. Las Américas han sido descubiertas, pero todo quedaba por hacer, por organizar. Desde el puente de La Fortune, velero mercante enarbolando pabellón francés, un hombre en espera mira alejarse la alta torre cuadrada de La Lanterna. El quinto faro más alto del mundo, un cíclope de 75 m de altura, parece prevenirlo. “Te vas, ardiente conquistador. ¿Sabrás sobrevivir?”. En verdad, este hombre se llama Victor Laffin, tiene 24 años y, con más de cien de sus compatriotas saboyanos, forma parte de estas primeras migraciones organizadas mucho antes de la afluencia masiva de los años 1857 a 1922 para encontrarse en las Américas. En su caso, Argentina1. En esta época, antes del fatídico tratado del año 1860 que iba a dividir nuestro antiguo ducado de Saboya, parte del reino de Cerdeña, en vulgares departamentos provinciales franceses, italianos o suizos, fueron muy pocos los que pudieron aprovecharse de la balbuceante organización del señor Antoine Dunoyer, saboyano nativo de Samoëns, y cónsul general de Cerdeña. Algunos años antes de los emisarios suizos y sus organizaciones propias, este hombre llegado hacia 1828, rápidamente jefe de una empresa de importación y exportación, iba a aprovechar de sus redes de conocidos para informar y ayudar a nuestros primeros candidatos a la emigración. Pero emigrar nunca es fácil, me atrevería a decir y, por distintas razones personales, sobre todo a Argentina.
Después de algunas inclemencias mediterráneas, por fin La Fortune iba a cruzar el estrecho de Gibraltar el 23 de junio, haciendo escala en las Canarias el 27. El 23 de agosto se abastecen en la isla de Santa Catherine a lo largo de Brasil, para finalmente llegar el 18 de septiembre a Montevideo y, luego el 24, a Buenos Aires. L’Annette y La Caroline iban a seguir 10 días más tarde con un poco más de 300 nuevos saboyanos. Estos cuatro meses de travesía, desgraciadamente lastrados con algunos muertos, marcarán los últimos años de la marina de vela.
Desde la ventanilla del Airbus A320 de Lufthansa, que me mostrará Fráncfort antes de llegar a Buenos Aires, miro la lluvia caer. Todo incluido, buses y aviones a ambos lados del Atlántico, necesitaré 24 horas para llegar a Villa Elisa, provincia de Entre Ríos, Argentina. Casi 162 años después de mis compatriotas saboyanos, yo también iba a intentar la aventura. Pero no sabía entonces que los antiguos buques no habían llevado solo personas. Algunas leyendas habían aprovechado el viaje. Con horror, iba a descubrirlo sin tardar.
1 Fuente: Académie Salésienne – Saboya.
Una miríada de nubes blancas y algodonadas constelaban un cielo azul profundo. Por la ventana abierta de mi auto, podía admirar el juego de la luz abriéndose camino a través de algunas pléyades perdidas. Por ahí, un perfil de pato modelaba una nube aislada, allá un perro, quizás también, más lejos, un oso. Seguramente algunas constelaciones, algunas estrellas, algunas pecas desconocidas. La ruta que separaba Villa Elisa de Colonia Hocker, mi destino en este momento, no me permitía conducir rápidamente. Así mismo, decidí disfrutar mientras recorría los doce kilómetros tranquilamente, llenándome de una belleza eterna y, sin embargo, cada día renovada. El campo humeaba bajo el radiante calor del verano.
A lo largo de los kilómetros, se podían ver algunos escudos de familia adornando las tranqueras de los terrenos, vestigios de una emigración siempre presente en la memoria. Un Walser a la vuelta de una esquina seguido de un Treboux, más lejos un descendiente Bonin, recordando a la gente local de donde vienen. Era como un sueño, como si nunca hubiera dejado Saboya, el Piamonte o el Valais y, como para hacerme comprender mejor, los dominios se sucedían al ritmo lento de una historia que se repetía. Saboyano y emigrante, lo soy aún hoy. Hace solo dos meses que dejé mis Alpes nevados. Argentina, la provincia de Entre Ríos, o Villa Elisa más concretamente, se convertía en mi nueva tierra de acogida. Mis pensamientos se extraviaron unos instantes.
Fuera, algunos bosquecillos de yatay o de eucaliptos albergaban unos grupos de vacas acaloradas. Manejaba tranquilo. En una curva, dos búfalos imponentes se refrescaban en un tajamar, el agua ocultaba sus patas hasta sus pechos dándoles un aire de nave oscura desbaratando un océano cualquiera, los dos cuernos de su proa rompiendo el aire.
Pronto, a mi izquierda, se dibujaron las cruces desordenadas del cementerio de la Colonia. Siempre estuve fascinado por la belleza tranquila de estos lugares. Algunos pueden ver aquí solamente tristeza, vidas pasadas, separaciones y penas. Amante de la naturaleza, prefiero adivinar en estas áreas un poco particulares los jóvenes crecimientos de algunos árboles futuros, cuyas ramas se elevan a izquierda y derecha de un tronco de acero hacia el cielo. Este, en particular, parecía un vestigio de zona de guerra, pero de guerra oculta. Quedé sorprendido. Las tumbas habían sido inclinadas por no sé qué hombros de monstruos subterráneos antiguos. Ellas yacían allí, destruidas, olvidadas, flotantes entre dos mundos, dos épocas. Al fondo, sola la morada del guardián, muy pequeña y en mal estado, se mantenía recta y orgullosa. Me prometí volver con la luz del atardecer, cuyas sombras afiladas debían de dar a este lugar una presencia fantástica. Algunos metros más y, en mi retrovisor, pude verlas desaparecer en una nube de polvo como el pasado en mi memoria. Una nueva vida empezaba.
Doblé a la izquierda para entrar en el pueblito. Más o menos ciento veinte personas vivían aún en esta Colonia. Había conocido altibajos desde su fundación en 1883, pero hoy soplaba un viento de renovación impulsado por un turismo creciente. La gente actual tenía sed de nostalgia y naturaleza.
A mi izquierda, una antigua posada respondía perfectamente a esta demanda. “La Chozna”, vieja dama de más de cien años, erguía sus paredes en una gema de verdor. Edificada por un panadero Valesano, nativo de San José, se había convertido, con el tiempo, en la decana del pueblo. Incluso hoy sigue siendo la única construcción a tres niveles con un sótano húmedo y fresco. Entregada por el momento a los turistas, algunos la consideran embrujada. Parecería incluso que, durante ciertas noches de luna roja, cuando afuera sopla el viento del norte, los últimos noctámbulos pueden oír, entre dos ráfagas, varios gruñidos indefinibles. Seguramente, los sonidos de su viejo parqué de madera, me dirán ustedes. ¡A ver! En una espera continua, el dueño del edificio, Tesi, un gato de tres años, podrá explicárselo mejor que yo. Apareciendo cada vez mágicamente, rey de la sorpresa, convertirá en cuestión de honor el acompañarle, puntuando su visita con algunas felinas anécdotas. Pero ya el almacén Don Leandro desplegaba, delante del auto, su hilera de árboles cincuentenarios. Había llegado.
Como casi todos los sábados, desde hace dos meses, llegaba al restaurante alrededor de las diez. Había encontrado aquí, y gracias a Marina, la creadora del lugar, un trabajo que me permitía, sin ser en verdad independiente en cuanto a mis finanzas, al menos saciar mi pasión, la cocina. Abierto solamente durante el fin de semana, y para evitar demasiado idas y vueltas entre Villa Elisa y Hocker, habíamos acordado, ella y yo, quedarnos a dormir en la casa de sus padres. Don Leandro y su esposa nos acogían así, por una noche, con la hospitalidad legendaria de los paisanos acostumbrados a la vida difícil del campo. El sol brillaba ya alto en el cielo cuando yo saludaba a todos. Estaban aquí, además de los miembros de la familia, Cristina, la vecina cocinera, Natalia, su ayudante y Cecilia, una moza experimentada. Don Leandro, como un perfecto asador, ya encendía su fuego. En el almacén, detrás del mostrador, “la Pili”, su mujer, esperaba los primeros clientes. Más lejos, al fondo del terreno, un amigo de la casa cortaba el césped.
La llegada a estos lugares estaba para mí, cada vez, acompañada de una alegría indescriptible, un momento particular durante el cual el ritmo de la vida cambiaba. Este sitio gozaba de una tranquilidad propia que solamente tienen algunos espacios fuera del tiempo. La memoria de la Colonia vivía, y aún vive, aquí. Cada uno hubiera podido sentirla. Cruzar la puerta de la despensa es, por algunas horas, cambiar de época, olvidar la vida actual, las preocupaciones. Lejos de un mundo donde la gente piensa solamente en correr, podemos en fin disfrutar de la vida.
Empujaba las puertas del tiempo. Se bordeaban allí, en una multitud de estantes de madera, botellas antiguas; latas de bizcochos Canale; viejos sifones verdes y azules; una radio TSF, hoy muda; un compás en condiciones de funcionamiento pero habiendo perdido, a falta del norte, su barco; una moledora de uvas del tiempo anterior a la ley seca; algunos faroles de gas lindando con un cuadro al óleo recordándome una partida de cartas muy conocida del cine francés.2
—“Tu me fends le coeur”3 –la réplica de César a Panis aún resonaba en mis oídos. A través de un juego de carta, entre una “belote francesa”4 y una partida de truco argentino, el espacio desaparecía. En el tiempo de un recuerdo, Marsella y Hocker estaban reunidos. ¿Qué podría ser más maravilloso que hacer trampa entre amigos?
Al fondo de la sala, una antigua heladera de cuatro puertas de madera se despertaba y el ruido de su compresor frigorífico me sacó de mis sueños. Conservábamos allí chorizos secos y diferentes quesos de campo. Estaba en un museo, donde podía encontrar juntado a una multitud de antigüedades, conservas y alcoholes. Había, bien alineados en sus frascos de vidrio, como militares en un desfile, escabeches de morrones y berenjenas, otros de cucurbitáceas al curri, e incluso algunos de carne. Ciervo, pavita, conejo y carpincho se exhibían así, orgullosos, frente a unas legiones de petacas bien etiquetadas. Se podía leer “Revienta gaucho” sobre un licor de naranja, “Voltea China”, pintado sobre uno de limón, y, más cerca, un “Silencia loros”, (destinado a todas las suegras del mundo), que adornaba algunas botellitas de yatay, la fruta maestra de la provincia. A esto, humildemente había añadido mi producción personal: un elixir de cedrón y una crema de dulce de leche (de algún modo, el primer Baileys argentino).
Pero ya sonaba el teléfono. Hoy, superado por internet y otros “inseparables celulares”, no olvidamos que ha sido durante más de 30 años el único de la Colonia. Fuera, un viejo cartel enlosado siempre señala a la población su existencia. Testigo de la vida en esa época, imaginen lo que podría contar. ¿Cuántos nacimientos, cuántas defunciones, accidentes, cuántas alegrías y desgracias han resonado bajo el techo de este almacén? Cuántas risas también, cuando las hijas de la familia, jóvenes, corrían por los caminos el día de los inocentes, buscando una víctima para sus chistes:
—Señor, señor, por favor, rápido, rápido, lo vuelven a llamar por teléfono en cinco.
2 Trilogía cinematografía de Marcel Pagnol: Marius, 1929 – Fanny, 1931 – César, 1936.
3 “Me rompes el corazón”.
4 La Belote es el juego de carta más practicado en Francia junto con el Tarot.
Pero el tiempo ya no estaba en los recuerdos:
—Marina, una mesa más, de doce, a nombre de Carlos –advertía la Pili al colgar.
Me dirigía hacia la cocina. A mi izquierda, después de la mesa de las picadas, Cristina prendía tranquilamente el viejo calefón de leña. Si el tiempo y el óxido habían roído la parte exterior de la chimenea (se había caído la semana anterior), el acero del tacho todavía resistía, proporcionándonos suficiente agua caliente para las ocho horas de servicio. Al fondo, Natalia cortaba el repollo para las ensaladas. La mayoría de nuestros clientes venía para degustar el legendario asado de don Leandro, servido sin límites, siempre acompañado por un bol de verduras variadas. Lechuga, tomate, cebolla, zanahoria y huevos equilibraban así una comida de rey. Sobre el anafe, tres ollas de agua salada estaban calentándose, esperando ravioles, tallarines, batatas dulces y papas. Pero ya era hora de que empezase a trabajar.
Mi única contribución en este lugar, en un restaurante que funcionaba muy bien desde hacía 20 años, era solamente traer algunas recetas nuevas, a fin de dar un toque francés, y saboyano, a una clientela tan nostálgica como curiosa. Había introducido así tartiflette5, estofado de caza, filetes de ciervo con salsa Roquefort, brandade6, panna cotta con sus culis de frutilla, mandarina, mango, moras y algunas otras pequeñas delicias. Más o menos diez por ciento de los turistas preferían probar nuestros platos en lugar del asado. Con el pollo al puerro, el conejo a la mostaza, la boloñesa y el tuco de Cristina, podíamos ofrecer un nivel suficiente de elección a un público siempre renovado. Durante la víspera había preparado en mi casa cuatro kilos de estofado de ciervo. Se había marinado toda la noche en una mezcla de vino tinto y de hierbas aromáticas. Entreabrir la tapa era ya disfrutar de un perfume extraordinario. Había allí, entre otros secretos, hojas de laurel, cebollas finamente cortadas, algunas rodajas de zanahorias y trocitos de hongos. Solo me quedaba cocinarlo lentamente, con placer.
Algunas notas musicales empezaban a llenar la cocina. Al fondo, Cristina acababa de encender la radio. “Qué hermosas son las manos del humilde labrador que se sumen en la tierra, que trabajan sol a sol”. –La voz enfática de Sandro se mezclaba con un piano lloroso. Gracias a Cristina, y su nostalgia, podía aumentar mi cultura musical local de otra manera. Paso doble, fox–trot, tango y canciones románticas nos hacían cocinar al ritmo. Sin verdaderamente quererlo, al igual de Jules Verne, don Leandro había logrado inventar un viaje, el viaje al centro del tiempo.
Pero el pelador corría de papa en papa. Cada fin de semana, yo preparaba así dos o tres kilos cortado en pequeñas partes. Lavadas y secadas, constituían la base común a muchas recetas, evitándome perder demasiado. En una sartén, cerca, unos pedazos de panceta ahumada se tostaban tranquilamente sin manteca; su grasa derretida sirviendo después a cocinar las cebollas finamente cortadas. En otra estaba tirando las papas aligeradas de su almidón. Salteadas con manteca, estaré obligado a darles vuelta muchas veces durante casi 20 minutos, el momento de aprender los ingredientes más importantes de cualquier cocina: la pasión y la paciencia. Habíamos comprado unas cazuelas de barro cocido, perfectas para servir este tipo de plato. Bien untada, en su fondo, con ajo crudo, iba a alternar capas de patatas y capas de cebollas con panceta para terminar con trozos de queso cremoso, sin olvidar un poquito de nuez moscada. Horneadas directamente, las sacaré solo cuando estén bien gratinadas, cuando el olor del queso tostado despierte en mí el perfume tan profundo de mis montañas nevadas.
Afuera, un ligero viento serpenteaba entre las mesas. Acercándose el mediodía, se habían llenado y los músicos estaban llegando. Dos grupos alternaban sus registros cada domingo para dar a este lugar un ambiente casero. Ezequiel y Herman Paz, con sus propios guitarristas, animaban y dirigían así a un público que, con las horas, se convertía en una única familia. La gente comía, bailaba, mientras que los más valientes cantaban. Existe en Francia un dicho familiar para eso, “L’idole chante au dessert”7 para sostener a un abuelo nostálgico o a un aprendiz tenor de 8 años. Podía encontrar en estas tardes el mismo sonido, la misma voluntad de compartir todo.
De repente, por la ventana de la cocina pude ver a nuestro inquilino preferido salir de debajo de la pila de leña. Un enorme lagarto8 negro y blanco de más o menos 1,20 m, con su lengua bífida al viento, se dirigía con paso tranquilo y ondulado hasta las mesas. Casi domesticado, se había convertido en una atracción que hacía gritar a algunas mujeres de pie sobre sus sillas, mientras que el resto de la gente aprovechaba el espectáculo. Nos íbamos a reír.
Y así fue, amigos lectores, que, de pollos en ciervos y de asado sabroso a estofado untuoso, pasó tranquilamente el día. Cada uno, en la cocina o sentados a la mesa, entre chacarera y chamamé, entre loros y cardenales, bajo la sombra protectora de la parra, y al ritmo de nuestros amigos músicos, cada uno, como decía, pudo disfrutar del instante.
5 Plato “nacional” de Saboya.
6 Bacalao mantecado.
7 “El ídolo canta al postre”.
8 Salvator merianae – Tejú argentino.
Luego cayó el atardecer y su silencio profundo, solamente enturbiado por el zumbido de algunos picaflores y de sus ronquidos aéreos. La gente se había ido. Lejos, el sol incendiaba el horizonte de un rojo incandescente. De nubes en nubes, su resplandor devoraba un cielo ahora sanguinolento. Habríamos creído ver los primeros destellos nucleares de la última noche sobre Hiroshima.
—Che, ¿seguís soñando? –La voz apiadada de Marina me despertó.
—Recuerda que mis padres están invitados a un cumple. Deben salir pronto. Cenaremos después de tu ducha.
¡Estábamos extenuados! Una jornada de labor, a pesar de la alegría y del buen humor, sigue siendo agotadora. Marina, con sus kilómetros de caminata entre las mesas, cargada como una mula, yo, corriendo tras mis cuatro o cinco platos al tiempo que buscaba utensilios de cocina migratorios. La cena fue muy rápida. Don Leandro y la Pili debieron comer fuera. Nos limitamos a terminar algunos restos del día, mientras que ellos se preparaban. A través del vidrio de la inmensa ventana de su casa, podíamos adivinar la formación de una bruma espesa sumiendo cada punto de luz en el océano profundo y negro de una noche todavía sin luna. Las farolas, de ahora en adelante inútiles, desaparecían tranquilamente, sin ruido, una a una, como desaparecen los barcos fantasmas en el mar de los Sargazos. Unos minutos más, el ruido de un motor que se enciende, un último bocinazo para saludarnos, y el auto de don Leandro se disipó en la oscuridad. Durante algunos segundos, pudimos ver aún cómo dos ojos rojos perderse en la noche; luego, nada más. Ahora estábamos solos en la casa.