El siglo ausente - Eduardo Wolovelsky - E-Book

El siglo ausente E-Book

Eduardo Wolovelsky

0,0
5,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

¿Por qué hemos de admirar una razón y una práctica que nos ha empujado a la desesperación de no ser el centro del universo, a saber que en nuestro propio ser está inscripta la marca de un ínfimo origen; que nos ha llevado a comprender lo insignificante, en relación con la antigüedad de la vida, de nuestra presencia en la Tierra y a tener la certeza –tiempo más, tiempo menos– de nuestra extinción? Tan significativa como incómoda, esta pregunta ha sido negada de manera persistente por una pedagogía que afirma promover la reflexión y la autonomía intelectual de sus actores con la misma fuerza con que las niega en su acción. Marcado por el entrenamiento instrumental y la promoción del deslumbramiento por aquello que llamamos "ciencia", ese mismo compromiso pedagógico ha intentado conjurar los significados sociales, culturales y políticos de toda reflexión sobre la ciencia. Tras el conflictivo siglo XX no es posible obviar la crítica a este estado de situación. Es necesario pensar sobre la concepción tecnocrática que hoy domina toda discusión sobre la ciencia, reduciéndola fundamentalmente a una cuestión de expertos.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
MOBI

Seitenzahl: 117

Veröffentlichungsjahr: 2020

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Eduardo Wolovelsky

El siglo ausente

Manifiesto sobre la enseñanzade la ciencia

Wolovelsky, Eduardo

El siglo ausente : manifiesto sobre la enseñanza de la ciencia . - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2013. - (Formación docente. Ciencias naturales; 4)

E-Book.

ISBN 978-987-599-332-7

1. Formación Docente. 2. Ciencias.

CDD 507

© Libros del Zorzal, 2008

Buenos Aires, Argentina

Printed in Argentina

Hecho el depósito que previene la ley 11.723

Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de esta obra, escríbanos a:

<[email protected]>

Asimismo, puede consultar nuestra página web:

<www.delzorzal.com.ar>

Índice

Prólogo | 6

Introducción | 11

El siglo ausente | 14

Impartir el saber: cientificismo, publicidad y tecnocracia | 33

Dos culturas | 51

Enseñanza histórica (contextual)de la ciencia | 60

Extranjería | 74

Certidumbre y libertad | 78

El presente manifiesto pudo ser concluido gracias a la colaboración desinteresada de Gabriela D’Odorico, Alejandro Cerletti y Francisco D’Agostino.

A ellos mi reconocimiento.

Prólogo

Durante la primera mitad del siglo XX, la ciencia fue conceptualizada a partir de sus productos cognitivos. Hablar de ciencia era hablar de teorías, leyes y conceptos acerca del funcionamiento de la naturaleza y de su ontología. Caracterizar el “método científico”, establecer criterios de demarcación entre lo que es ciencia y aquello que no es ciencia, comprender los vínculos entre teoría y contenido empírico, o develar la estructura lógica de las teorías fueron las empresas que consumieron buena parte de las esfuerzos intelectuales de los especialistas, en general, filósofos especializados en lógica, análisis del lenguaje y metodología. En la producción de teorías, leyes o conceptos, la observación y el experimento eran instancias asépticas, idealizadas en la relación sujeto-objeto, meros mecanismos de validación o refutación. Ni los espacios sociales involucrados en la producción de conocimiento –universidades, institutos, laboratorios industriales o militares, observatorios, museos, organismos de financiamiento–, ni las dimensiones culturales alrededor del desarrollo de tradiciones de conocimiento, o de la tecnología resultante, ni las diversas formas en que fue usada la ciencia para obtener control político o ventajas económicas fueron considerados.

El presupuesto que guió esta tendencia fue el mito de la singularidad de la ciencia como producto privilegiado de la cultura occidental. La “objetividad” de la verdad científica –no importa cuánto se haya escrito para estabilizar un sentido unívoco para este concepto– estuvo (y está) en el núcleo de esta idealización. Su dimensión social estaba delimitada por los llamados “valores mertonianos”: comunalismo, internacionalismo, desinterés y escepticismo organizado. La historia de la ciencia acompañó esta tendencia epistemológica en la forma de historia de las ideas científicas, enfoque que se preocupó por historizar genealogías de conceptos o “evolución” del pensamiento científico, casi como una rama de la historia de la filosofía y una hermana menor de la filosofía de la ciencia. Complementario de este enfoque, y compartiendo sus valores, fue la historia de las disciplinas científicas desde la perspectiva de sus practicantes. De esta forma, la historia se plegaba al programa fuertemente idealizado que concibió la ciencia como el único producto de la cultura que estaba al margen de los males de la sociedad moderna. Incluso, como el lugar de donde se recibirían las soluciones a muchos de estos males.

Ahora bien, la amplia área de producción académica llamada Estudios sociales de la ciencia y la tecnología, que se inicia aproximadamente a comienzos de la década de 1970, comenzó a cambiar radicalmente este panorama. El foco de atención se desplazó desde los productos cognitivos de la ciencia, como insumos culturales neutros, hacia la práctica científica en proceso de producción, sus contextos socioculturales y sus objetivos políticoeconómicos. Bajo esta nueva luz, la práctica científica demostró estar atravesada por ideologías, sensibilidades, valoraciones, intenciones, intereses y retóricas, identidades nacionales, “estilos” de construcción institucional, conexiones específicas del campo científico con el sector productivo, con el sector militar, con la enseñanza y la comunicación pública.

Hoy es evidente, por ejemplo, que el conocimiento científico y sus aplicaciones no son productos neutros, que la actividad científica no hace a las sociedades mejores a priori, que no soluciona los problemas de pobreza o la creciente desigualdad económica entre países o regiones, que ciencia y guerra no son conceptos antagónicos. Se sabe que esta práctica social se desarrolló desde fines del siglo XVII al amparo de algunos Estados nacionales, marcada por los valores y las ideologías que acompañan al capitalismo y sus transformaciones a lo largo de los últimos cuatro siglos. Éste es el escenario que toma como punto de partida el libro de Wolovelsky: la ciencia es cultura, es ética y es política. Por lo tanto, enseñar ciencia es (o debe ser) también enseñar sus componentes culturales, éticos y políticos.

Así, la primera cuestión que estructura El siglo ausente apunta a comprender las razones e intereses que llevaron a “la preeminencia de una perspectiva tecnocrática”, que niegan la posibilidad de intervenir críticamente a los que no son expertos –“el saber se imparte desde quien conoce hacia quien ignora”– y que hoy imponen en las aulas la imagen de una ciencia desvinculada de condicionamientos históricos. Desde esta perspectiva, los divulgadores y docentes pasan a ser eslabones intermedios en la cadena de transmisión de un conocimiento atemporal y vacío de interrogantes que vayan más allá de lo técnico y funcional. Entonces se hace natural pensar que la principal tarea de la divulgación es transformar la ciencia en entretenimiento, o apelar, como principal recurso, a la curiosidad lúdica del asombro. Para Wolovelsky, un análisis de las distorsiones que se derivan de este escenario lo llevan a una conclusión paradójica: este tipo de concepción, para ser consecuente, debe “negar el siglo XX”.

La segunda cuestión que enfrenta El siglo ausente es la de explicitar cómo esta perspectiva deriva, en la Argentina, en la preeminencia de mecanismos de clausura o banalización. En este punto, el análisis de algunas iniciativas editoriales muestra que “la ligereza pedagógica, epistemológica, e incluso ética, es hermana gemela de la promoción de la injusticia, la crueldad”. La conclusión es que ya no es posible “seguir jugando el juego de una supuesta neutralidad ideológica y social de la ciencia”. No es una conclusión menor en un país que conjuga escasa población de científicos e ingenieros con fuga de cerebros e incapacidad de integrar la producción de conocimiento al desarrollo económico.

La negación enfática de una concepción aristocrática, “que supone al lector como un tonto al que hay que seducir con juegos vulgares”, lleva al autor a la tercera cuestión que aborda este libro: la demostración de que es posible un escenario alternativo. Wolovelsky presenta numerosos ejemplos que pueden servir de guías en la tarea compleja de transformar el problemático escenario local de la enseñanza y la divulgación. Sobre Stephen Jay Gould, por ejemplo, destaca su denuncia de “una concepción academicista y autoritaria del conocimiento” y su convicción de que los escritos dirigidos al gran público no deben ser “obras degradadas”. En un espacio de reflexión crítica, la justificación de por qué se debe aprender ciencia estará motivada por cuestiones vinculadas a los problemas centrales del presente y al lugar, siempre problemático y polisémico, que en ellos juega la ciencia. La experimentación con animales o los campos de exterminio nazis, son algunos ejemplos ilustrativos. De esta forma, en una inversión de ciento ochenta grados respecto de los supuestos dominantes, el autor concluye que el desafío es entender justamente que la ciencia es socialmente problemática, políticamente polisémica, y que por esto es necesario divulgar y enseñar ciencia.

Una última cuestión: ¿por qué el término “manifiesto” en el subtítulo del libro? Parece claro que El siglo ausente es, además de una argumentación rica y contundente, una declaración de principios. La razón que impulsa a escribir un “manifiesto” a un autor que trabaja en la comunicación pública de la ciencia desde hace muchos años es indicio de la falta de espacios públicos de debate. Y esta ausencia es grave, porque significa ceder las instancias de legitimación de lo que debe ser la enseñanza y la divulgación de la ciencia a las “fuerzas del mercado”. Porque una cosa es que se vendan libros o que haya ciencia en los diarios y otra cosa es que haya reflexión efectiva, debate y producción de conocimiento relevante en el área.

La década de 1990 nos enseñó que el mercado, en un país periférico, está contaminado de intereses, estrategias y objetivos que están lejos de considerar las necesidades sociales. No importa las variantes, todas se reducen a estrategias corporativas que manejan, de manera consciente o “espontánea”, componentes autoritarios. La ausencia de diversidad y espacios de debate, las decisiones sin consenso –por ejemplo, en forma de comisiones de “expertos” o importación de programas para la enseñanza–, señalan inexorablemente la presencia de componentes autoritarios. El resultado es un proceso de realimentación hermético entre aquello que es bendecido por los medios masivos y lo que promueven las “altas esferas” ministeriales para su transformación en programas y políticas. Los resultados de este proceso “lloverán” sobre las cabezas de docentes, alumnos y público interesado en general. Los ciudadanos sólo interesan en tanto consumidores. Aquello que más vende no se preocupará por debatir o dialogar con lo que vende menos. Así se cierra el círculo autista del éxito de mercado.

En el año de la enseñanza de la ciencia, este libro presenta una mirada original, rigurosa y bien fundamentada. Pero lo más interesante, es que su perspectiva devuelve a la ciencia su verdadera riqueza, justifica su divulgación y su enseñanza desde una perspectiva cultural de orientación humanista, muestra su real dimensión de creatividad y sugiere un horizonte a través del cual poder vincular la enseñanza y la divulgación a la necesidad de construir vocaciones científicas a partir del lugar que debería jugar la ciencia en un país pobre.

Diego Hurtado de Mendoza

(junio de 2008).

Introducción

¿Qué puede sentir el hombre una vez que se demuestra que ni es centro ni es único?1

La pregunta que formulara Carlos Varsavsky en su legendaria obra Vida en el Universo admite muchas respuestas posibles, pero aquí hemos de considerar, en particular y por ser la más problemática, sólo una de ellas. Probablemente para quienes valoran de manera incuestionable la ciencia moderna, esa respuesta sea inesperada e incluso absurda. Sin embargo, podría ser la herramienta más significativa con la que contamos para iniciar un profundo ejercicio de reflexión acerca de las razones y los supuestos que, de manera inconsciente, se esconden en la enseñanza y en la divulgación de la ciencia.

En su obra Plantar cara,el físico Steven Weinberg plantea la siguiente descripción, derivada del estado actual de nuestro conocimiento del Universo:

Nada de lo que los científicos han descubierto me sugiere que los seres humanos tengan algún lugar especial en las leyes de la física o en las condiciones iniciales del Universo.

Si esto es verdad, entonces, no vamos a poder acudir a la ciencia en busca de ayuda para decidir qué hemos de valorar. Al final de mi libro Los tres primeros minutos del Universo, me permití observar que “cuanto más parece abarcable el Universo, más carente de sentido parece también”.2

Si esta descripción es válida, entonces el interrogante planteado por Varsavsky encuentra su respuesta en una humanidad marcada por un profundo sentimiento de desazón y un singular estado de desesperanza ante un mundo que, incluida la vida del hombre, carece de cualquier sentido particular.

Esta última afirmación abre un serpenteante, profundo y peligroso camino que nos obliga a formular otra pregunta, aun más arriesgada e irritante que la enunciada por Varsvsky: ¿por qué admiramos, o nos sentimos obligados a admirar, una razón y una práctica que nos han empujado a la desesperación de no ser el centro del Universo, de saber que en nuestro propio ser está la marca de un ínfimo origen, a comprender lo insignificante, en relación con la antigüedad de la vida, de nuestra presencia en la Tierra y a tener la certeza, tiempo más tiempo menos, de nuestra extinción?

Responder que la ciencia ha posibilitado la cura de enfermedades o el desarrollo de tecnologías que han mejorado la vida de las personas no resuelve la cuestión de fondo, sólo genera un poco de alivio.

Sin embargo existe una solución a todo este planteo: anular estas preguntas.

No hay en esta proposición ni juego metafórico ni sarcasmo alguno. Pretende ser, de manera harto resumida, la descripción de una decisión tomada en relación con la enseñanza de la ciencia en las escuelas, lo cual, por supuesto, no excluye que lo mismo ocurra en amplias producciones de lo que se ha llamado comunicación pública de la ciencia.

Esta decisión no es casual, responde a numerosas razones, algunas son de carácter epistemológico e histórico, otras provienen de concepciones didácticas y de la preeminencia de una perspectiva tecnocrática que les niega a quienes no son expertos académicos la posibilidad de intervenir críticamente y con buenos fundamentos sobre los enunciados que provienen del campo de la ciencia. Pero todas ellas parecen tener un denominador común: la necesidad de negar el siglo XX. Sin duda ésta parece una afirmación extraña. ¿No es acaso ésta la época de mayor esplendor de la ciencia? Los logros han sido excepcionales, desde la teoría atómica y la exploración espacial hasta la moderna genética molecular y todo esto se trata en las escuelas. Pero el problema no es solamente lo que se considera, sino cómo se lo plantea y los olvidos que conlleva. Hemos presentado uno que nos parece fundamental y que está relacionado con el sentido de la existencia humana, pero hemos de considerar otros que podrán parecer, a primera vista, menos dramáticos, lo cual no significa que no sean igualmente relevantes.

El siglo ausente

Abramos la Historia de la ciencia de John Gribbin, uno de los más prolíficos escritores en el campo de la comunicación pública de la ciencia. Astrofísico de formación, sus escritos revelan a su vez erudición y claridad, lo que no invalida la reflexión que aquí proponemos sobre su Historia de la ciencia publicada en su versión original en el año 2002. Comencemos por el final y luego podremos recorrer la obra hacia atrás y volver a transitarla en el sentido original de lectura para reconsiderar la validez de nuestra conclusión.

En la Coda de su obra Gribbin sostiene:

La ciencia es una actividad personal. Salvo unas pocas excepciones, a lo largo de la historia los científicos han empleado sus fuerzas, no por deseo de gloria o de recompensa material, sino para satisfacer su propia curiosidad por saber cómo funciona el mundo.3

Más adelante afirma que:

Aunque el proceso de hacer ciencia es una actividad personal, la ciencia en sí misma es esencialmente impersonal. Trata de verdades absolutas y objetivas.4