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Nick Troiano no imaginaba que perder un tren cambiaría el curso de su vida. En Carven Hills conoce a Lavinia, una mujer enigmática que marca el inicio de una cadena de eventos imprevisibles. Junto a su esposa Gail, enfrenta la dura realidad de la infertilidad, los dilemas éticos de la gestación subrogada y la muerte. A través del drama humano y la fragilidad emocional, El sobreviviente expone las tensiones de un matrimonio llevado al límite por el deseo de ser padres. Un relato profundo que oscila entre la esperanza, la pérdida y la reconstrucción de una vida rota.
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Seitenzahl: 358
Veröffentlichungsjahr: 2025
ROSA AMALIA GALLO
Gallo, Rosa AmaliaEl sobreviviente / Rosa Amalia Gallo. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-6854-0
1. Narrativa. I. Título.CDD A860
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
UNO
DOS
TRES
CUATRO
CINCO
SEIS
SIETE
OCHO
NUEVE
DIEZ
ONCE
DOCE
TRECE
CATORCE
QUINCE
DIECISEIS
DIECISIETE
DIECIOCHO
DIECINUEVE
Busca… busca con una mirada
Que lo abarque todo a tu alrededor.
Mira cómo se despliegan
las luces de un misterio inexplicable.
Y deja que se apaguen más tarde.
No sientas temor en la oscuridad…
Porque no te servirá de nada.
CANCIÓN ANTIGUA
El hombre detrás del mostrador, lo miró con un rostro decepcionado ante su rechazo por la explicación recibida.
—¡Tengo que cambiar mi boleto! – exclamó Nick Troiano, a punto de agotar su paciencia– ¡Necesito llegar a Londres antes del mediodía!
—Y yo necesito un uniforme nuevo, pero nadie por aquí parece dispuesto a dármelo…
Bueno, había que comenzar aquella conversación una vez más y borrar la impresión de estar perdiendo el tiempo en inútiles explicaciones.
—Escuche…por favor. Se trata de un asunto de negocios y mi cita es para las quince y treinta del día de hoy – Nick arrastraba las palabras y su pronunciación había adquirido un tono melodramático – Estoy a tiempo de remediar eso…pero su actitud no parece la correcta.
El hombrecillo enarcó una ceja y su rostro dejó de ser sombrío, por un breve momento.
—¿En serio? – preguntó, fingiendo sentirse alarmado por el comentario – Su cabeza parece llena de horarios y de preocupaciones, señor. No comprendo para qué le sirve…
—¿A qué se refiere? – el tono de voz en Nick seguía siendo teatral, cercano al enfado.
Una mano delgada y macilenta se agitó en el aire, en un gesto que desechaba las explicaciones que Nick, anticipándose, había considerado inservibles.
—Usted sabe…horarios, eso que destruye el tiempo…humano.
—¡Es que no habrá un próximo tren hasta las dieciséis! Perderé mi cita, mi negocio…
—Pero no perderá la vida.
El cambio de expresión en el rostro de Nick fue imperceptible. Si el asunto iba a llegar tan lejos, debía prepararse para una discusión más aguerrida.
—Escúcheme bien… – siseaba su voz– ¡Me obligará a interponer una demanda!
Unos ojos sin brillo lo observaron de arriba a abajo.
—El tren que llega a Londres a las once cincuenta y ocho tiene pasaje completo.
Parecía una sentencia más que una explicación. Pero lo peor para soportar era la indiferencia de ese hombre frente a su amenaza.
—¡Es usted un empleado testarudo! ¡Seguramente habrá más de un trasbordo en esta estación, de modo que no puede negarme un lugar en el dichoso tren!
—¿Ha dicho trasbordo? – A pesar de lo inerte en su mirada, cierta sorna se dibujó en la rígida curvatura de sus labios – Esto es Carven Hills, señor. Nadie hace trasbordos aquí y mucho menos llega para quedarse.
Nick tuvo una súbita revelación interior: nada ni nadie haría cambiar de opinión al desaprensivo empleado. El había cometido la torpeza de perder su tren y él pagaría las consecuencias de aquel error. ¿Por qué había supuesto que el hombrecito indiferente al otro lado del mostrador, iba a apiadarse de su contratiempo? Le pagaban por comportarse de ese modo, exactamente. No estaba allí para complacer a nadie: sólo tenía que vender pasajes.
En tanto esta idea se apoderaba de él y se instalaba en su ánimo, como el acápite de su repentino abatimiento, Nick buscó el teléfono celular en el bolsillo de su abrigo, sin quitarle los ojos de encima a aquel “malnacido” que acababa de arruinarle el día.
Marcó el número de Russell Brighton, su editor, y aguardó a que respondiera, con el último resto de paciencia.
—Dime, Nick…
—He perdido mi tren a Londres. No voy a llegar a tiempo, Russ. Lo siento…
Escuchaba su propia voz y le sonaba como la de un niño contrariado en sus caprichos.
—No te preocupes. Tal parece que todo el mundo ha tenido dificultades para este encuentro.
Cuando ya se formaban las palabras de disculpa en su mente, aquellas otras lo sorprendieron, dejándolo boquiabierto.
—¿Qué significa eso? – a último momento cambió su perorata por una pregunta.
—Carl tuvo que viajar a Boston, al funeral de su suegra. No estará de regreso hasta el viernes…
—¡No lo puedo creer! – Esta vez su voz parecía un resuello. De pronto se sentía indignado – Si íbamos a posponer la cita… ¡alguno de ustedes tenía que informármelo! En todo caso, no digo Carl que se habrá trastornado con la noticia de la muerte de su suegra, pero tú, Russ…
—¡Escucha, por favor! – lo interrumpieron del otro lado de la línea – ¡Carl y yo intentamos comunicarnos contigo pero fue imposible! Tu teléfono sólo avisa que te encuentras fuera del área de cobertura de llamadas.
—¡Eso no puede ser! – se exasperó Nick, aún más – ¡Estoy sólo a ciento noventa millas de Londres y mi compañía telefónica me aseguró que no iba a tener ningún problema en ese sentido! Si esto es lo que ha ocurrido… ¡entonces voy a demandarla! ¿Acaso no estoy hablando contigo ahora mismo, desde Carven Hills?
Nick se había alejado del mostrador de ventas, pero no lo suficiente para no percatarse de la mirada burlona que lo enfocaba. Sintió que su furia se fortalecía porque no podía evitar saber lo que el viejo empleado estaba pensando acerca de él. Y le fastidiaba aceptar que, además, tenía razón. Sólo un bravucón idiota se la podía pasar amenazando con demandas a todo el mundo.
—Escucha, Nick… – trató de tranquilizarlo su amigo – Nada es tan grave como parece. Laszlo Glimbert va a quedarse en Londres por unos cuantos días. ¡Acordaremos otra cita para la próxima semana y todos en paz!
—¿Así de simple? – preguntó, tras una breve vacilación – El director de cine más exitoso de Hollywood accede a permanecer en Londres… ¿sólo porque algunos de nosotros no pudimos asistir a la reunión a tiempo? ¡Suena increíble!
—No he dicho que lo hará por esa razón, Nick. Tiene otros negocios que atender y por eso va a quedarse más tiempo de lo previsto.
Lentamente, una especie de calor reconfortante fue acomodándose en Nick para devolverlo a la tranquilidad.
—Parece que estamos de suerte, pese a todo…
—Llámame un día de estos y ya tendré acordada la cita. No dejes de hacerlo…por si vuelvo a tener problemas con tu línea.
Cuando la comunicación concluyó, el mundo había vuelto a tomar color. Por un momento, Nick sopesó la idea de acercarse otra vez al viejo mostrador para ensayar alguna disculpa con el empleado. Pero éste parecía ya totalmente desentendido del asunto, por lo que creyó más prudente echar el incidente al olvido. Se volvió para marcharse al tiempo que una voz a sus espaldas lo obligó a girar sobre sí mismo.
—Tendrá que intentar la puntualidad en su próximo viaje…
Una bella muchacha de profundos ojos oscuros lo observaba, sonriendo a medias, mientras decía aquello que era… ¡una gran intromisión en sus propios asuntos!
—No parece muy educado de tu parte esto de escuchar conversaciones ajenas.
Su sonrisa se amplió para responderle. Y Nick quedó prendado de su simpatía.
—Usted conversaba en voz muy alta. Demasiado, por tratarse de un lugar público, donde cualquiera puede escucharlo aun sin proponérselo.
—Tienes razón – admitió, sin argumentos – Entonces, soy yo quien debe disculparse
—¿Por qué? – preguntó la muchacha con evidente sinceridad.
—Bueno… – vaciló Nick – supongo que…por haber gritado.
Y sonrió, él también.
La muchacha, en cambio, se puso tan seria que su rostro de piel blanca y delicada parecía, de pronto, el de una antigua estatua griega.
—Es un día tan bello, pese al frío.
Nick se sorprendió por el modo en que lo expresaba. Parecía abatida por una inexplicable nostalgia.
—Podrías disfrutar de ello, en lugar de entristecerte… – dijo, casi intentando consolarla, sin saber de qué.
—No estoy triste – le aseguró ella – Rara vez sonrío, eso es todo.
—Entonces, he sido un mortal afortunado porque lo primero que conocí de ti fue tu sonrisa. Que por cierto…es muy bella.
La joven permaneció observándolo en silencio, circunspecta.
—¿Cómo te llamas? – preguntó Nick, conmovido por aquella sombría belleza.
—Lavinia…Morgan.
—¡Oh, qué nombre tan…especial!
—¿Especial?
—Me refiero a que no es nada común. Ya nadie se llama así por estos días – se apresuró a decir Nick, temeroso de haberla ofendido.
—Fui bautizada con el nombre de mi abuela. Sé que es algo antiguo pero me gusta.
—Te diré algo… – Nick se sentía repentinamente ingenioso, como efecto de haber salvado su mal día, a último momento – También me gustará, a cambio de que sonrías más a menudo.
Ella continuó enfocándolo con una mirada penetrante hasta que, finalmente, aceptó el desafío.
—De acuerdo – dijo. Y volvió a sonreír.
—¿Puedo acercarte a alguna parte? Tengo mi coche en el cobertizo de la estación…
Lavinia lo miró, de pronto, con expresión sorprendida.
—¿Por qué no se decidió a viajar en él a Londres, entonces?
—¿En mi coche? – Nick rió por lo bajo – Ya sabrás la razón cuando lo veas con tus propios ojos.
En efecto, lo que había quedado estacionado en el viejo cobertizo, junto a la estación, era un destartalado modelo “Dodge” de 1949, que exhibía inequívocamente, la falta de atención por parte de su dueño.
—Este horror no puede llevarme a ninguna parte…que esté a más de quince millas. Espero que no sea el caso de tu hogar…
A pesar de lo dicho de sí misma, Lavinia rió con ganas.
—Debió pedir el reintegro del dinero por su fallido viaje a Londres. Usted debe ser alguien muy pobre…
Nick ya estaba conduciendo su coche, rumbo a la carretera principal, cuando escuchó el comentario de Lavinia. La miró con picardía.
—¿Crees que me hubiese atrevido a tanto con el “Señor del Mostrador”? – le guiñó un ojo – No, después de la terquedad que mostró conmigo. Si realmente escuchaste nuestra discusión, no tendrías que decir eso. Tampoco soy tan pobre…
—Está bien – se rindió Lavinia – Es su dinero, de modo que si no le importa a usted…carpe diem.
Nick se volvió a mirarla, asombrado.
—¿Conoces el significado de esa expresión?
—¿Por qué lo pregunta?
—Porque la has usado de una manera bastante adecuada, si acaso tu intención fue desearme un buen día, a pesar de mis errores…
—Será, entonces, porque conozco su significado – Lavinia hizo un mohín, a medias de disgusto – Su pregunta no tuvo sentido…a menos que me tome por una campesina ignorante.
—No seas tan ruda para decir ciertas cosas – le reprochó Nick – Solamente cometí el error de creer que por ser joven y bonita, tus intereses serían otros, más propios de tu generación.
—Seguro…el latín no forma parte de esos intereses – el breve encono desapareció rápidamente – Mi abuela lo decía todo el tiempo. ¡Y sí que sabía emplear la expresión!
Se instaló un corto silencio que Nick aprovechó de todos modos, para que el mal efecto causado por su actitud se olvidara.
—¿Adónde vives, jovencita? – preguntó, por fin.
—Puede detenerse en la próxima señalización. Caminaré hasta mi casa…
Nick decidió no insistir en acercarla más allá de donde ella pedía. Quizás no tenía deseos de mostrarle el lugar donde vivía o se avergonzaba de él.
Lavinia sintió curiosidad antes de descender del coche.
—¿Por qué alguien como usted maneja esta calamidad?
—¿Como yo? – Nick enarcó una ceja.
—Quiero decir…este vehículo parece más apropiado para un campesino del lugar.
—Venía con la casa que compré. Nadie me pidió dinero por él, de modo que no hice ningún mal negocio por quedármelo.
—¿No tenía usted coche propio?
Una expresión sombría opacó, por un momento, el rostro de Nick.
—Es una larga historia… – fue todo su comentario, en tanto volvía su mirada sobre la lejanía del camino que tenía por delante.
Lavinia descendió tan silenciosamente que cuando Nick regresó de su breve abstracción, la vio de pie, al otro lado de la portezuela del desastroso “Dodge”.
Sonreía.
—Me gusta tu nombre – comentó él, para cumplir con el trato.
Gail se sorprendería al verlo de regreso. Por primera vez pensaba en ello, mientras conducía en medio de los extraños estertores del motor. De todos modos, estaba acostumbrado al ruido, que ya era casi música para sus oídos.
Se sentía otra vez de buen humor al saber que su importante cita en Londres no se había malogrado, después de todo.
De pronto, se reconoció como un hombre verdaderamente afortunado. Había empezado a superar aquel tiempo en su vida, después del accidente. Y aunque era a Gail a quien más le costaba sobreponerse, era evidente que haberse instalado en un lugar tranquilo y…un poco desolado (sí, tenía que admitirlo) como Carven Hills, había traído cierta mejoría a su estado de ánimo. Si bien era cierto que aún permanecía melancólica y algo indiferente, al menos ya no lloraba por los rincones ni lo miraba con aquellos ojos cargados de un encono que a él le era muy difícil de soportar.
En aquel momento, mientras se distendía, los recuerdos le llegaban con la fuerza de un río salido de su cauce…
La vida de Gail había sido dura desde un principio. Una afección cardíaca congénita le había impuesto toda clase de limitaciones y condicionamientos, aun en su propia profesión. A sus veintisiete años, había logrado cierta notoriedad como pintora y algunos de sus cuadros llegaron a venderse a excelentes precios en el mercado. Pero, en el auge de su cotización, la enfermedad comenzó a imponerle restricciones que terminaron por minar su voluntad. Gail abandonó la pintura en aquellos años difíciles y todo su mundo pareció desmoronarse.
Se transformó, lentamente, en una auténtica mujer enferma, que lejos de la posibilidad de sublimar a través de su obra artística, comenzó a quedar pendiente todo el tiempo de la más dolorosa carencia de su vida: el no haber podido concebir un hijo.
Pero los médicos habían sido terminantes en ese sentido. Su precario estado de salud no le permitiría sobrellevar un embarazo. Gail debía renunciar a la maternidad o, sencillamente, pensar en adoptar un niño.
Ese breve recuerdo hizo sonreír a Nick con cierta ironía. Aquello que al principio había ilusionado a ambos de un modo esperanzador, no había tenido nada de sencillo. Ingresar a un programa de adopción y permanecer en él durante un tiempo inconmensurable, terminó convirtiéndolos en dos personas ansiosas, dedicadas a actuar nada más que como un frío número en largas listas de espera. Nick acabó por creer que su deseo de ser padre no existía y que se había dejado llevar por el entusiasmo de su mujer, casi de las narices.
Discutían mucho por entonces, a causa de esa situación y cuando la enfermedad de Gail empeoró, no dudó en retirar sus nombres del programa de adopción y enviar al olvido todo aquel asunto. Lo que sintió al hacerlo, fue simplemente alivio.
Pero a los treinta y cuatro años, la vida de Gail se apagaba inevitablemente. También recordaba el dolor y la angustia de aquel tiempo desesperante que transcurría bajo el convencimiento de que iba a perderla muy pronto.
Cuando la desolación estaba a punto de llevarlo a golpear contra la última roca en su camino, una nueva esperanza asomó en el horizonte, para ambos. Gail ingresó a otro programa, esta vez a la espera de un trasplante de corazón… ¡que llegó a tiempo para salvarle la vida!
Pero entonces, y a medida que recuperaba su salud y sus fuerzas, aquel viejo deseo de ser madre, abandonado cuando las circunstancias fueron tan adversas, resurgió en ella con todo su ímpetu intacto. Y una vez más debió enfrentar la oposición de los médicos…
Nadie quería exponer a una mujer cardiotrasplantada al riesgo de un embarazo. Gail protestó y se enfadó pero apenas consiguió una tenue promesa para el futuro. “Quizás, en unos cuatro o cinco años…”
Esa fue otra etapa difícil, recordó Nick. Tal vez la más difícil de todas. Porque la recuperación de Gail fue tan rápida y contundente, que no era posible convencerla todo el tiempo, acerca de postergar aquel anhelado embarazo. Por otra parte, se daba cuenta que el transcurso del tiempo jugaba en su contra. Su reloj biológico le indicaba que su vida fértil se acortaba considerablemente.
Cuando Gail le propuso recurrir a la técnica de criopreservación de óvulos y esperma, Nick se sintió empujado a un mundo de ciencia–ficción. Ese podría ser el argumento de una de sus novelas, pero no podía ocurrirle a él, en la vida real. Al principio, creyó que todo se debía a alguna lectura banal en una de esas tontas revistas femeninas y estuvo dispuesto a “pagar el precio”. Pero cuando su esposa le aseguró haberse contactado con las personas idóneas para llevar adelante su propósito, la perspectiva cobró un realismo aterrorizante.
Terminó por acceder de muy mala gana, a presentarse en aquella primera consulta médica concertada en el Centro Rootsinal de Downing St. –la mejor y más seria clínica especializada en técnicas de reproducción asistida.
Llegar hasta allí había sido un arduo logro para Gail, porque no habían faltado discusiones encendidas y hasta desagradables peleas y portazos, antes de que él aceptara acercarse por lo menos al tema, en aquella cita médica.
El doctor Robert Lehvenson, reconocido como una eminencia en la materia a nivel mundial, (y en esto Nick repetía con precisión las mismas palabras de los tabloides y de las revistas científicas), era un hombre que a sus cincuenta años y en la plenitud de su vida, tenía fama y fortuna suficientes para comportarse con toda fatuidad si se le antojaba. No obstante, lejos de vanagloriarse de su posición profesional, resultó ser una persona agradable y bien predispuesta. Esto constituyó el pequeño primer detalle por el que Nick permaneció en su consultorio, cada vez más involucrado, hasta el final de la entrevista.
El doctor Lehvenson había dedicado la primera hora del encuentro en ponerse al tanto de las razones que los habían llevado hasta las puertas de su Clínica. Escuchó con inusitada atención la descripción detallada y minuciosa de los problemas de salud que Gail había enfrentado. Y cuando pese a ello, él creía haber pasado por alto algún detalle, les hacía repetir lo que acababan de decir y tomaba nota todo el tiempo de aquello que consideraba relevante.
Nick recordaba haber temido en algún momento, que después de tener en su conocimiento el historial clínico de Gail –que ella había respaldado con la presentación de informes médicos, placas ecográficas y análisis– el doctor Lehvenson la devolviera a la misma frustración de todos los diagnósticos. “Usted nunca podrá engendrar un hijo, señora Troiano”. Casi cuando él esperaba esa sentencia, el doctor Lehvenson les ofreció la primera esperanza digna de ser tenida en cuenta.
—Me parece que han tomado la mejor opción para llegar a ser padres en un tiempo prudencial.
Una semana después regresaban a la Clínica, dispuestos a someterse a la práctica y el tratamiento médicos de los que habían sido informados. El propio Lehvenson les había pedido que se dieran un tiempo de reflexión, antes de encarar una decisión que por razones éticas no podrían luego descartar, al menos sin acarrearles algunas consecuencias.
Nick aún recordaba fragmentos enteros de aquellos diálogos entablados en el consultorio de Robert Lehvenson y en otros ámbitos del Centro Rootsinal, a los que éste los había derivado en busca de la información pertinente. En todos ellos aparecían, inevitablemente, las dudas y los temores propios de quienes habían llegado tan lejos en una decisión trascendental para sus vidas. Especialmente él, que había sido arrastrado a aquel límite sin ninguna convicción de su parte. Y del lado de los especialistas surgía un acopio interminable de datos técnicos, acompañados de toda clase de consejos y sugerencias que, de algún modo, tendían a aplacar todas sus incertidumbres. Aunque en ocasiones habían contribuido –al menos en él– a profundizar la confusión. No obstante, así estaban los hechos, cuando la noticia que verdaderamente había impactado a Gail, la tarde de su regreso al Centro, fue la de saber que el doctor Lehvenson se había comunicado con su cardiólogo personal. En parte, porque éste era el detalle que acomodaba toda la situación en un contexto de realismo asombroso, acerca de lo que podía suceder de allí en más. Y Gail así lo sintió.
Aguardar el resultado de aquella conversación telefónica desató toda la ansiedad agazapada en ella. Nick podía rememorar su mirada detenida en el rostro de Lehvenson y atenta a cualquier gesto que él hiciera. Por último, cuando una leve sonrisa fue insinuándose en su expresión, Gail reaccionó como si le hubiesen devuelto el Cielo. No aguardó por las palabras de Lehvenson, anticipándose a su explicación.
—Entonces… – comenzó a decir, insegura – ¿Tengo el alta…del doctor Manson para…concebir un hijo?
Nick notó que sus manos se aferraban a los brazos del sillón donde estaba sentada, con una fuerza tal que la sangre había desaparecido de ellas. Estaba pendiente de una respuesta en la que, evidentemente, le iba la vida.
—De acuerdo con los últimos estudios médicos que le practicaron, ya estaría en las mejores condiciones, señora Troiano. Su recuperación ha sido realmente asombrosa. Ni el doctor Manson ni yo creemos que haya razón para que usted no haga una vida casi normal. Sin embargo…
Gail había vuelto su mirada hacia Nick, mientras él tomaba conciencia de que ahora llegaban a esa parte de la explicación que, descarnadamente, iba a mostrar los escollos. Tenía que haberlos, sin dudas…
—Se trata de la medicación que no puede dejar de tomar. Usted sabe…las drogas para el control del rechazo de órganos trasplantados no son compatibles con un embarazo.
Aun observándola de reojo, Nick supo que las lágrimas se habían agolpado en ella y estaban a punto de rodar por sus mejillas.
—Su probabilidad de abortar es altísima en este momento de su tratamiento, señora Troiano. Y lo será por los próximos años – el doctor Lehvenson hizo el esfuerzo de no prestar atención a los sollozos de Gail – Pero es posible que, en cinco o seis años, esta dificultad pueda ser superada. Sus dosis de medicamento serán sensiblemente menores y, además, no debe olvidar los avances que suelen producirse en el campo de la medicina para…
—¡Tendré cuarenta y uno por entonces! – estalló Gail.
El doctor Lehvenson tenía sus codos apoyados sobre el escritorio, las puntas de sus dedos unidas por delante de su rostro apacible. Y tamborileaba con ellas, como única muestra de cierto nerviosismo. Se aprestaba a encarar una larga explicación que conformara a Gail, en lo posible.
—Muchas mujeres son madres a esa edad. Y, de todos modos, recurrir a una técnica de congelación de óvulos siempre implica la existencia de alguna razón para postergar un embarazo.
—¡Pensé que podíamos hablar de la mitad de ese tiempo! – Lo interrumpió Gail, ahogada en su propio llanto – ¡Usted me lo aseguró en nuestra primera entrevista!
—No creo haber asegurado nada bajo esos términos, señora Troiano – replicó el médico sin inmutarse – Y me parece que su esposo puede atestiguar en ese sentido…
Nick se sintió aludido en el peor momento. Pero sabía que el doctor Lehvenson decía la verdad. Había hablado solamente de “algún tiempo” de un modo bastante inespecífico, por cierto.
—Gail… – Nick intentó tranquilizarla, acariciándola. Se veía tan vulnerable en aquel momento que él hubiera hecho o dicho cualquier cosa que le evitara un nuevo desengaño – No te hará bien angustiarte por esto…
Pero lo único que Nick podía hacer, en realidad, era permanecer a su lado en silencio, soportando la misma decepción. ¡Había cometido el error de creer, como su esposa, que existía finalmente una esperanza para ellos!
El doctor Lehvenson se puso de pie y comenzó a deambular por su espacioso consultorio. Entre los sollozos de Gail y cierta mirada acusadora de Nick, consideraba que la situación se había salido de control. No le gustaba cuando eso ocurría, pero aun así, él no perdió su aplomo.
—Creí que se encontraban mejor preparados para estas circunstancias – comenzó a decir – Incluso, nuestro equipo de psicólogos…
Una vez más fue interrumpido. En esta ocasión, por Nick.
—¡Escuche, doctor Lehvenson! ¡Tenemos un problema con esto de las esperas! Aunque no será un impedimento en este caso, siempre que Gail esté de acuerdo…
Nick no tenía demasiado en claro por qué era él quien se ponía al frente de la decisión, cuando nada había querido saber con eso, en un principio. Sólo sabía, por experiencia, que los “tragos amargos” se bebían de una sola vez.
Ambos se dirigieron con la mirada hacia el rostro compungido de Gail. Ella, por su parte, los observó con la misma expresión que hubiera reservado a un par de extraños.
—No se confundan conmigo, sólo por derramar unas cuantas lágrimas – dijo, en tono de reproche – Tengo la fortaleza suficiente para vérmelas con esto…
El doctor Lehvenson sonrió, satisfecho. Pero Nick, por alguna razón inexplicable, se preocupó por aquella súbita reacción.
Lo que había ocurrido de ahí en más, tuvo que ver con un conjunto de hechos y situaciones que transformaron sus vidas en lo más parecido a un experimento de laboratorio. Y, en todo caso, Gail llevó la peor parte.
Pero para extrañeza de Nick, ella parecía animada por una fuerza superior. Fueron tales su fortaleza y buena disposición anímica, que el doctor Lehvenson llegó a asegurarles que la actitud en sí misma ya predecía el éxito del tratamiento.
Los análisis hormonales realizados fundamentalmente para conocer su período de ovulación y el de la caída folicular, entre otras averiguaciones clínicas, fueron soportados por Gail con increíble paciencia. El método para la obtención de óvulos potencialmente fecundables resultó ser invasivo, comparado con lo que él debió sobrellevar para la donación de su esperma. Sus análisis clínicos fueron rutinarios y, por lo demás, para decirlo con franqueza, tenía que admitir que lo suyo había sido placentero en extremo.
En cuanto a los riesgos y algunos consecuentes problemas éticos, el Centro Rootsinal había encarado a todos ellos con un máximo criterio de responsabilidad. No se escatimaron detalles en cuanto a la explicación de la posibilidad de subsistencia de los ovocitos, una vez sometidos a la práctica de criopreservación. La tasa no era de las más altas, sino más bien esperable, para expresarla en los términos que Nick suponía que se correspondían con un adecuado concepto del éxito, bajo aquellas circunstancias. Un cuarenta o cincuenta por ciento de probabilidad de resistir el procedimiento de congelación, no dejó de ser una performance aceptable, precisamente para ellos, acostumbrados a vérselas con todas las desventajas.
El costo económico, básicamente enfocado en el proceso de conservación y mantenimiento que llevaría algunos años, tampoco los acobardó en su propósito. Era algo que podían encarar, en base a algunos pocos sacrificios. De modo que cuando todo quedó perfectamente establecido bajo contrato, y luego de algún tiempo de estudios y prácticas médicas, los óvulos de Gail y el esperma de Nick fueron, por último, salvaguardados en el banco privado del Centro Rootsinal.
El nivel de ansiedad de ambos había vuelto a sus umbrales normales de tolerancia, cuando fueron informados del número de óvulos sobrevivientes al procedimiento.
Pero Nick había cambiado su malestar inicial por una incipiente preocupación acerca del comportamiento de su esposa. Gail decía haber entrado en contacto y tratativas con un antiguo museo de Southampton que se había interesado en la compra de algunas de sus nuevas pinturas, para exhibiciones privadas. Quería aprovechar, según decía, su momento de inspiración y su regreso al arte, después de tantos años transcurridos desde que lo abandonara. Y esto era algo a lo que Nick, obviamente, no podía oponerse. Sólo le llamaba la atención que siendo Londres un maravilloso centro artístico y cultural, su elección pasara por una ciudad portuaria como Southampton, básicamente dedicada al comercio.
—Es que allí se mostraron interesados. Y no en otra parte… – le explicaba ella.
Sólo dos semanas después del comienzo de aquella mentira, todo se derrumbó. No fue difícil relacionar sus sospechas por la falta de datos y de folletería en poder de Gail, asociada a un museo en aquella ciudad. Y le bastó comunicarse con todos los allí existentes, para descubrir que nadie conocía a Gail Troiano. Finalmente, el olvido de su teléfono celular sobre el escritorio de Nick, le permitió a éste llegar a la verdad.
Sólo algún tiempo después pudo elaborar la conclusión de que aquel acto fallido no había sido tal y apenas ocultaba su intencionalidad.
Cuando él atendió el llamado y la suave voz de una mujer preguntó por Gail, algo muy parecido a un mal presentimiento se apoderó de él.
—No está en casa en este momento. ¿Por qué asunto es?
La comunicación se había interrumpido inmediatamente.
Nick jamás olvidaría lo ocurrido, a partir de entonces. Acorralada por las circunstancias y aquel llamado que, en el fondo, la liberaba definitivamente de su engaño, Gail terminó por confesar la verdadera razón de sus visitas a Southampton.
—Su nombre es Victoria Marville. La conocí ocasionalmente en una reunión en casa de Jack, ¿recuerdas?
—¡No! – Nick se había exasperado – ¿Quieres decirme de qué se trata todo esto?
A pesar de su negativa, algo acudía a sus pensamientos, vagamente.
—Estoy intentando hacerlo. Pero tu hostigamiento lo hace muy difícil…
Sí recordaba a esa mujer, en cierto modo, y también la reunión que Gail mencionaba. Había sido una noche, tres semanas atrás, en casa de Jack Tornquist, un amigo en común y una especie de “mecenas” de su esposa, siempre entusiasmado en promocionar su trabajo artístico. A sus cuarenta años, había dado definitivamente la espalda a las fuertes tradiciones de una familia aristocrática para mudarse a los arrabales de Greenwich, con su pareja homosexual.
—Estuvimos hablando íntimamente, en esa fiesta aburrida…
—¿Íntimamente? ¿Quieres explicarme qué demonios significa eso exactamente?
Nick aún recordaba la mirada de Gail en su rostro azorado y cómo su expresión había mudado de la gravedad a la distensión, con una carcajada estentórea y cantarina, como solían ser sus risotadas.
—¿Qué estás pensando, pedazo de tonto? ¡Aún sigues casado con una mujer heterosexual, enamorada de ti!
Nick permaneció en silencio, aguardando por más explicaciones.
—Es la clase de muchacha agradable que actúa casi como una invitación a hacerle confidencias. Se la veía tan joven y bella…
Nick recuperó apenas una parte de su tranquilidad.
—Si la explicación acerca de tu orientación sexual no hubiera llegado a tiempo, estaría ciertamente alarmado a esta altura de tu comentario.
—Nick…me refiero a que se la veía fuerte y saludable. Y resultó ser, además, una buena persona – Gail dejó que su mirada reflejara la importancia de lo que estaba a punto de decir – ¡Victoria Marville es justo la mujer que necesitamos!
El comenzaba a sentirse más bien perplejo. No tenía en claro por qué lo involucraba con aquella desconocida.
—¿Necesitamos? – atinó a preguntar, señalando con sus manos el espacio entre ambos – ¿Tú y yo?
Se encogió de hombros, asimilando su sorpresa. Ella avanzó para abrazarlo y luego se apartó para contemplar el rostro del que conocía todas sus expresiones.
—Lamento haber tenido que mentir, mi amor. Pero no estaba dispuesta a decirte nada hasta asegurarme acerca de la decisión de Victoria. Su llamado de esta tarde confirma una buena noticia…
—Ni siquiera estabas en casa para responder…
—Quedamos en que llamaría sólo en caso de aceptar mi propuesta.
Nick tembló por dentro. ¿Qué estaba a punto de saber y por qué tenía la seguridad de que iba a conmocionarlo?
—Ella…es el vientre donde se gestará nuestro hijo.
Había creído ver a último momento, un brillo en su mirada que se intensificaba extrañamente. Pero ya no le servía para precaverse de nada: acababa de escuchar sus increíbles palabras.
Retrocedió. Recordaba aún el modo en que lo había hecho. Como si manos invisibles tironearan de él para alejarlo, con toda celeridad, de un lugar desconocido y peligroso.
—¿Te has vuelto loca?
Era evidente que lo que Gail había descubierto en su expresión, en ese momento, estaba cargado de algo que la desmoralizó y asustó, de pronto.
—¡Nick!... – se quejó – ¡No puedes decirme que no!
—¡Oh…claro que puedo, Gail! ¡No voy a tolerar un minuto más de esta conversación disparatada!
—¡Tampoco querías saber nada con el procedimiento de criopreservación y…!
—¿Y me convenciste? – concluyó por ella – ¡No lo harás esta vez!
—¡No lo hice! – protestó Gail – ¡Tú terminaste por aceptarlo y hoy te parece perfectamente lógico!
—¡Define “lógico”, por favor! – estalló.
—¡Me estás lastimando injustamente y ni siquiera te dispones a escucharme!
Nick había tratado por todos los medios de apaciguarse en aquel preciso momento. Quería imponerse recordar que pese a todos sus logros, la salud de Gail podía no estar aún en las mejores condiciones para soportar toda la presión de esa discusión absurda. Y lo escogió como argumento.
—Escucha, linda – comenzó a decir, más contemporizador – No es necesario que te alteres tanto por mi negativa. Creo que no has estado pensando en esto…por entero.
—¿A qué te refieres? – había lágrimas en sus ojos.
—No sería bueno para ti exponerte a toda la tensión que significaría esperar por el nacimiento de nuestro hijo, en esos términos.
—¿Te estás escuchando? – Se desesperó ella – ¡Sólo recurres a la excusa más tonta que tienes a mano, a sabiendas de que estás intentando manipularme! ¡No insultes mi inteligencia!
—¡No lo hago! – volvió a ofuscarse Nick – ¡Sólo quiero poner un límite a toda esta locura!
Se miraron, midiendo fuerzas.
—¡No puedes llamar locura a mi deseo de ser madre!
—No lo haré…si permaneces en el acuerdo inicial de aguardar por un par de años.
—No será por un par de años, Nick. Y tú lo sabes – Gail se mostraba cada vez más obstinada – ¡Serán muchos años! ¡Y ni siquiera entonces obtendré toda la seguridad de poder llevar mi embarazo a buen término!
—¡Ninguna mujer alcanza ese porcentaje de seguridad que pides para ti misma!
—Las drogas inmunosupresoras son un obstáculo prácticamente insalvable. Y por mucho que sus efectos secundarios sean menores en relación con la disminución de la dosis… ¡siempre formarán parte del riesgo de un aborto! ¡No digas que es igual que en cualquier mujer!
—No estás confiando en el optimismo profesional del doctor Lehvenson, Gail – le aseguró Nick, porfiadamente.
—Te aseguro que ese optimismo del que hablas estuvo mucho más relacionado con la supervivencia exitosa de algunos de mis óvulos y con la posibilidad de una fecundación in–vitro – Gail parecía tan rotunda al respecto como Nick en su propio punto de vista – Sé leer entre líneas y lo mismo te ocurriría a ti si estuvieses tan atento como yo…El doctor Lehvenson no ha dado muestras de sentirse tan positivo con respecto al nacimiento de nuestro futuro hijo.
—¡No de momento! ¡Fue absolutamente claro en ese sentido! Además… ¡se trata de un acuerdo hecho con él y con su clínica que tendrás que romper para cambiar tan drásticamente las reglas de juego!
—El cambio al que te refieres no implica más que tiempo. ¡Sólo será antes de lo previsto!
—¡Estás hablando de involucrar a una madre sustituta, Gail! – Nick se mostraba irreductible en su posición – Si es necesario… ¡exigiré la destrucción de mi esperma!
Ella empalideció hasta la lividez absoluta.
—¡No…harías eso! – exclamó, azorada.
El se limitó a mirarla, desafiante.
El Centro Rootsinal había incluido una cláusula contractual por la que ellos constituían una pareja que “en la plenitud de sus facultades mentales resolvía intentar acceder a la paternidad por vía de un procedimiento de fecundación asistida, basado previamente en la criopreservación de ovocitos pertenecientes a Abigail S. Troiano y la conservación del esperma de Nicholas B. Troiano, bajo idénticas condiciones, para impedir cualquier situación no contemplada al momento de la firma del contrato, que llevara a la imposibilidad de obtener como único fin la gestación de un embrión de preservada identidad genética.”
En otras palabras, eso significaba que si él moría antes de la constitución de tal embrión, Gail podía exigir la fecundación de todos modos, y en forma absolutamente legal. Sólo en casos de divorcio o alguna otra razón imponderable que llevara a irreconciliables desavenencias, cualquiera de los cónyuges podía solicitar la anulación de su voluntad de continuar con el procedimiento. Esto siempre implicaba “caer” en los estrados judiciales para dirimir la cuestión del modo más ético posible, en caso de que la situación se produjera frente a un embrión ya constituido.
Gail sabía que aquel nivel de profundización no se había producido aún para ellos, por lo que la amenaza de Nick se volvía potencial y efectivamente peligrosa. No encontraría escollos para su decisión…
Para los “casos judiciales”, la posición del Centro Rootsinal se volvía básicamente dificultosa, puesto que una de las cláusulas llevaba implícita bajo sus términos, la prohibición de destinar embriones a proyectos de investigación. De manera que si era la madre quien moría antes de comenzar el período de gestación, se generaba una típica situación de intereses difusos que, por lo general, se resolvía “bajo cuerda” dando lugar a la intervención de algunas propuestas del Centro y la decisión de un padre malogrado, en la búsqueda de un justo medio,
En alguna ocasión, Nick creía haber escuchado por allí –casi como una cacofonía de fondo a la que no le había prestado ninguna atención– que el “alquiler de vientres” había solucionado situaciones difíciles como ésa en más de una oportunidad. Pero el asunto se volvía completamente absurdo si se trataba de incluirlo en la lista de probabilidades de su vida cotidiana.
Porqué habían terminado una vez más en el consultorio del doctor Lehvenson para hablar del tema, ya ni siquiera lo asombraba. Había cedido frente a todos los requerimientos de su esposa –para nada dispuesta a dejarse convencer por nadie– cuanto más después de aquella descompensación de su presión arterial, tras la vehemencia con la que él había intentado defender su posición. De modo que una vez superado el problema, sin mayores consecuencias, como el propio doctor Manson lo había asegurado, retornar al Centro no había sido sino un efecto “lógico”, completamente relacionado con su sentimiento de culpabilidad y sin que mediara ya ninguna ironía en el sentido que le había atribuido a la palabra.
Cuando el médico fue puesto al tanto de lo que Gail solicitaba, su azoramiento se plasmó por un momento en su expresión, aunque no lo suficiente para impresionar a nadie. Y, rápido de reflejos, logró que esto pasara prácticamente inadvertido para los Troiano.
—¿Es eso lo que realmente quieren?
Su pregunta quedó flotando en el aire como una pequeña nube amenazante. Ellos sabían que sus respuestas no eran todo lo que se necesitaba allí. Lo verdaderamente importante era la propia respuesta del doctor Lehvenson y, en el fondo, Nick se alegró por su actitud. Aún conservaba la esperanza de que Gail fuese por fin desanimada en su empeño.
—De ser así… – continuó – Creo que necesitarán hacer su petición a través de un abogado.
Gail frunció el ceño, en tanto su mirada parecía atravesarlo. Pero en la expresión de Robert Lehvenson sólo había naturalidad y coherencia.
—Hay un contrato con sus firmas que dice claramente cuál es el propósito perseguido por ustedes. Y ahora, veo que pretenden modificar los términos. Si una de las partes incumple con lo pactado…
—¡Doctor Lehvenson! – la interrupción de Gail fue terminante – ¡Si estamos aquí es porque deseamos llegar a un acuerdo! ¡Y usted está en la mejor posición para ofrecérnoslo!
—Puedo hacerlo – terminó por decir el médico, lentamente y sin dejar de observarla con una mirada penetrante, difícil de soportar – Pero no debo antes de ponerlos al tanto del problema que van a encarar.
Gail no se dejó amedrentar. En cambio, Nick avizoraba ya todos los reparos que se impondrían al asunto.
—Necesitarán un abogado – insistió Lehvenson – Uno muy bueno para obtener el mejor acuerdo…No conmigo ni con el Centro, sino con quien será la madre sustituta de vuestro hijo.
Algo se aclaraba allí y Nick comprendió, de pronto, que el doctor Lehvenson no estaba oponiéndose ni siquiera en términos técnicos.
—Para casos de impaciencia como el suyo, señora Troiano – concluyó – esto puede ser un paliativo. Siempre que comprenda a tiempo la clase de riesgos a los que se expone.
—No serán peores al de esperar tantos años por algo que, finalmente, jamás me lleve al maravilloso momento del parto. Mi organismo es básicamente incompatible con esto y usted lo sabe, doctor Lehvenson. Aunque haya querido infundirme esperanzas, lo que por supuesto agradezco profundamente…
Tanto el médico como Nick parecieron quedar pendientes de aquellas palabras, atrapados por su drástico sentido. Hasta que la realidad se impuso.
—No existe en la actualidad una legislación que ampare los contratos de gestación por sustitución – comenzó a explicar el doctor Lehvenson – Habría serios problemas frente a un reclamo judicial de quien gestó al niño. Y este reclamo podría llegar hasta la exigencia de la filiación del hijo nacido bajo esas condiciones. La ley reconocería como madre real, en caso de litigo, a quien portó el feto en su seno, y en ningún caso a la madre contratante. Esto es algo que no puede desconocer, señora Troiano…
—Creo que tomaré el riesgo – expresó Gail por única respuesta.
—¿Su esposo está de acuerdo?
La pregunta provocó en Nick toda la incomodidad posible. Hablaban de él como si no estuviera presente en el lugar. La mirada de Gail, casi suplicante, llegó a tiempo para recordarle que aun en su supuesta invisibilidad, estaba allí para apoyarla. Aunque estuviese en desacuerdo…
El doctor Lehvenson sonrió a ambos y Nick recordaba haberse preguntado, por un momento, porqué lo que a él lo sobresaltaba por desmesurado, terminaba pareciendo siempre de un tono menor para el médico.
Decidió permanecer en silencio. Por alguna razón, suponía que ya era demasiado tarde para oponerse a nada…o no estaría allí.
—Sólo quise advertirlos – concluyó Lehvenson al percatarse del silencio de Nick – Podremos incluir esta nueva cláusula en nuestro contrato. No será la primera vez que nuestro equipo de abogados se ocupa de estas cuestiones.
Nick se encontró pensando que alguien allí estaba siendo completamente sincero. “Adivina quién”, le había soltado una irónica vocecilla interior. El cariz que aquel asunto tenía como negocio no iba a ser desperdiciado tan fácilmente. “Después de todo”, se dijo, “negocios son negocios, aun para el doctor Lehvenson, con todo su carisma y su prestigio a cuestas”.
“O gracias a ello…”
Fuera del consultorio y de regreso a casa, la conversación con Gail había vuelto a ser áspera y desagradable.
—¡Todavía no puedes apreciar por entero todas la ventajas de esta decisión, créeme!
¿Era su idea o Gail ya se comportaba como una mujer completamente obsesionada?
—Tú dime a cuáles ventajas te refieres, cariño. Escuchamos algunas advertencias del doctor Lehvenson, de modo que no están demasiado claras para mí…
—Es lo que trato de decirte. ¡Se reduce nuestra inversión en tiempo y en dinero! – le respondió Gail, obviando adrede el tema que Nick intentaba introducir con su comentario– ¡La fecundación in–vitro tendrá lugar apenas en un par de semanas! ¿Has tomado conciencia de eso? ¡Estaré embarazada en unos pocos días más!
Nick sintió que era necesario construir alguna contención a tanto entusiasmo disparatado.
—Nada de eso ocurrirá hasta que Victoria Marville se someta a una exhaustiva revisación médica. Tú misma lo escuchaste…
—¿Y qué hay de malo en eso? Ya te dije que es una mujer que reboza salud.
Nick se hubiera quedado observándola por un tiempo verdaderamente prolongado de no haber estado conduciendo. No podía terminar de aceptar el modo en que su mujer estaba encarando aquel asunto de su maternidad. No obstante, lo pertinaz de su obstinación no era ni lo más llamativo ni lo más alarmante. Ni siquiera la obsesividad de su reacción le preocupaba tanto como aquella actitud que parecía llevarla hasta su supuesta y futura función maternal por un atajo inexplicable: algo que ni siquiera le estaba permitiendo simbolizar correctamente la idea de un hijo.
Pero los acontecimientos se desencadenaron del modo previsto por Gail. Cuando él conoció a Victoria Marville, gran parte de la tranquilidad perdida le regresó al cuerpo. Inexplicablemente, Nick siempre terminaba tranquilizándose y, hasta el momento, no había podido conseguir que esto le reportara algún beneficio.
Se trataba de una muchacha sensible que escribía poesía y había cuidado de su madre enferma hasta el día de su muerte. La publicación de sus libros de poemas alimentaba su espíritu mucho más que su estómago y no dudó en admitir que el problema con sus finanzas era una seria razón por la cual aceptaba aquella propuesta. A Nick le había agradado su sinceridad.
—Además… – expresó con su mejor sonrisa – Gail merece su oportunidad de ser madre.
Dicho esto, cualquier otra cosa hubiera perdido sentido y se hubiera desvanecido, dejando como efecto, una límpida claridad en aquel inesperado vínculo, libre de cualquier temor o sospecha; a pesar de todas las incertidumbres de Nick, al menos ésta era su apariencia…
