El sol de Argel - Esther Ginés - E-Book

El sol de Argel E-Book

Esther Ginés

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Beschreibung

Matías tiene treinta años y una vida prometedora, pero decide suicidarse. Martín, su gemelo idéntico, desconoce qué lo condujo a actuar de esa manera. Desorientado e incapaz de pasar página, emprende una acelerada investigación que cambiará su forma de entender la estrecha relación que los unía. Convertido casi en un detective, se sumerge en los últimos meses de vida de su hermano para encontrarse con un Matías desconocido. ¿Con quién se citaba en un antiguo edificio medio derruido en el centro de Madrid? ¿Quién es M., esa misteriosa persona de la que él nunca oyó hablar y que alteró la existencia de Matías?El sol de Argel es una novela de identidades, de cómo no somos quienes creemos o decimos ser. Una historia de búsquedas, de encuentros y desencuentros. Un viaje que todos, en algún momento de nuestra vida, hemos emprendido.CRÍTICAS"Ginés sabe conducirnos a través de una trama que avanza con los reclamos de la novela negra, pero que se demora en los detalles psicológicos. El resultado es una novela muy cuidada, donde nada rechina, y que es toda una promesa de futuro." - Care Santos, El cultural “Una ópera prima de gran calado y profundidad.” - Carmen Fernández Etreros, Top Cultural “Una obra difícil de soltar, una novela psicológica para reflexionar sobre nuestra existencia, la lucha por la identidad propia, el perdón, la unidad y el amor como constantes básicas del mundo que vivimos.” - Pepe Rodríguez, El placer de la lectura “Una novela de claras reminiscencias camusianas.” - Alberto Martínez Arias, El Ojo Crítico de RNE “Una novela que nos invita a hacer un viaje a nuestro interior.” - Revista Vanity Fair EL AUTOREsther Ginés Esteban (Ciudad Real, 1982) es periodista literaria. Ha estado vinculada a la escritura desde muy joven, primero con poesía y luego con relatos y novela. Reside desde el año 2000 en Madrid, donde ha trabajado en varios medios de comunicación ligados al ámbito digital, y como lectora para una editorial. Actualmente es editora en Tusrelatos.com y colabora con varias publicaciones literarias. El sol de Argel es su primera novela publicada.

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Este libro es para mi familia, especialmente para mi hermana Elia. Y para Patricia, que siempre creyó en que esto vería la luz.

“A nuestra manera, todos somos pájaros huidos del frío que a veces encontramos, por casualidad, cornisas para nuestros llantos.”

Parpadeos Eloy Tizón

“El libro es como la sepultura de un ser querido. Le vas a poner flores, pero no sirve de nada. Su alma no está allí, revolotea por los lugares donde dejó su semilla.”

La reina de las nieves

PRÓLOGO

Enero

Esperaba apoyada en los ventanales del Café Comercial, arrebujada en su abrigo naranja de lana, los pies ya fríos comenzando a impacientarse por estar quietos. El año nuevo había entrado con mucho viento y unas temperaturas que rozaban los cero grados, y a través de las grandes cristaleras de la cafetería se podía ver a los camareros con bandejas repletas de tazas humeantes. Se arrepintió de no haber quedado dentro, y pensó que en ese momento la espera podría ser mucho más agradable si estuviese sentada frente a la ventana, tomando un té caliente o un chocolate mientras contemplaba a la gente pasar. Resignada, se acercó al quiosco de la glorieta y curioseó entre las cajas de películas antiguas, libros y otras promociones de los periódicos. En la calle, entre el pitido constante de los coches, varias furgonetas empezaban a quitar las luces de Navidad y Madrid volvía a recuperar la normalidad tras los días de fiestas y compras.

Volvió a mirar la hora. Tan solo llevaba esperando diez minutos, pero el frío hacía que se sintiera como si llevase allí horas. Abrió su bolso y sacó un cigarro que encendió con mucha dificultad. Pensó que fumar acabaría con la opresión en el pecho que llevaba dentro desde que salió de casa y que en esos momentos parecía agudizarse. “A saber qué querrás, Matías, para qué me habrás hecho venir hasta aquí”, se dijo mientras ajustaba la boina para que le tapara bien las orejas. Pensaba en el inminente encuentro, en lo que él necesitaría decirle con tanta urgencia que no había sido capaz de esperar hasta el día siguiente, martes, que era cuando se veían siempre. Se apartó un mechón de pelo rojizo que le caía sobre uno de los ojos y se enfundó los guantes agradeciendo el calor inmediato. En ese momento vio a Matías salir de la estación de metro. Respiró profundamente, se obligó a olvidar el dolor en el pecho, que ya era como un martilleo constante, y trató de aparentar la tranquilidad que había perdido en algún lugar del camino.

—Hola, Mati —saludó.

Él sonrió y le dio un beso. El tacto de su boca sobre la mejilla era cálido y agradeció la sensación, aunque notó cómo enseguida apartaba la mirada y rompía el contacto visual. Matías, mucho más alto que ella, vestía una cazadora de cuero negra que contrastaba con su piel blanca. Se colocó a su lado, con el rostro dividido entre la seriedad y la apatía y los labios apretados en un gesto tenso. Durante unos momentos, pareció olvidarse de que ella seguía ahí, mirándole en silencio con las manos cruzadas, como si aún esperase la llegada de alguien. Por fin, levantó la cabeza y ella se fijó en sus fríos ojos azules, un azul eléctrico, tirando a cobalto, un azul casi de tormenta. No necesitó mucho más para confirmar que sus pronósticos se habían cumplido, que ésa no iba a ser una buena mañana de comienzos de año. Miró el cielo grisáceo, apagado, con unas nubes oscuras a lo lejos que amenazaban lluvia.

—¿Tienes tiempo para un café? —preguntó ella, mientras señalaba el Comercial.

Tardaba tanto en contestar que acabó con la mirada en un escaparate de una tienda de Fuencarral, donde dos empleadas vestidas de negro colocaban con algo de esfuerzo unos llamativos carteles anunciando las rebajas.

—No, tengo cosas que hacer —dijo al fin Matías—. De hecho, tengo bastante prisa.

Ella asintió. Su respuesta sonó poco creíble, incluso falsa, y supo que los dos se habían dado cuenta de ello, pero no dijo nada. Después de sus palabras vacías volvieron a quedarse en silencio, el uno junto al otro. Ella murmuró algo en voz baja y sacó otro cigarro del bolso, más por sentirse entretenida que por pura necesidad. Había fumado mucho esa mañana y se hubiera aguantado con facilidad de no ser por la situación tan tensa. Sabía que él lo había dejado, pero estuvo tentada de ofrecerle uno para abrir hueco al diálogo. “Fumar en silenciosa compañía a veces es mejor que una buena conversación”, se dijo mientras rebuscaba en los bolsillos del abrigo, creyendo que el mechero estaría en uno de ellos. Al final, volvió a meter las manos en el bolso de cuero marrón y empezó a revolver entre las cosas. Matías, inmóvil a su lado, la observaba sin decir nada. El mechero se había colado en un agujero del forro y tardó en sacarlo.

Encendió el cigarro y siguió con la vista el ir y venir de los coches que pasaban por la glorieta. En ese momento, los operarios que retiraban las luces de Navidad se habían cambiado de acera, y ella los vio en la esquina de Fuencarral. Tuvo la sensación de llevar ahí toda la mañana, plantada como un árbol, los pies helados y los ojos fijos en la gente que caminaba con prisas rozándole el abrigo y a veces dándole pequeños empujones. Le molestó la situación, perder el tiempo parados en medio de la calle, como dos extraños que coinciden mientras esperan a otras personas y parece, si uno no se fija mucho, que están juntos. Acabó hartándose de los silencios de Matías, de mirar de reojo su rostro pálido, el pelo castaño que se le movía con el viento, y optó por mandar su orgullo de vuelta a casa.

—Si tienes prisa, al menos déjame que te acompañe. Me estoy quedando helada aquí de pie.

Él asintió y comenzaron a bajar por Sagasta en silencio. De algún modo, se dijo mientras tiraba el cigarro, había algo en Matías que intimidaba. Pensó, una vez más, en sus prolongados silencios, sus sonrisas enigmáticas y esos ojos azules, que hechizaban a cualquiera, y que solían cambiar de intensidad dependiendo de su estado de ánimo. No terminaba de acostumbrarse a él, pero la barrera había estado ahí desde el principio. No recordaba una época en la que él fuera diferente, aunque sí menos distante. Le parecía, sin embargo, que eso había ocurrido demasiado tiempo atrás y que si quería recordarlo estaba obligada a viajar a una época de la que ya no le quedaba nada. Existía entre ellos una especie de pacto por el cual nunca hablaban de lo que sentía el otro. No había imposiciones ni preguntas incómodas, tenían toda la libertad para hablar o callar, compartir las cosas o guardárselas para sí mismos. Así había empezado y supo en cuanto lo vio llegar esa mañana que iba a terminar de esa manera, que Matías no la había llamado para hablar o confesarle algo que le preocupaba. Ella hubiera traicionado el pacto mil veces, pero sobre todo, hubiera dado lo que fuese por romperlo ese día, por preguntarle qué era lo que pasaba por su cabeza, por qué habían quedado ahí, un día antes de lo previsto, con una urgencia amenazadora. Una vez más, sin embargo, se calló y no dijo nada hasta que él dio el primer paso.

—¿Cómo vas escribiendo? —preguntó de repente.

Ella aceleró el paso y se metió las manos en los bolsillos. Matías caminaba rápido y le costaba seguirlo.

—Un poco parada, bueno, más bien atascada. Me gustaría terminar antes de que empiecen las obras, aunque no me han dado un plazo fijo. Sé que tengo este año y no quiero desaprovecharlo.

—¿Y luego?

Esta vez fue ella la que se quedó en silencio, sorprendida. Ya habían hablado de eso varias veces, muchas veces de hecho, para lo poco que trataban en profundidad las cosas. No quiso responder y Matías tampoco insistió. De repente hizo un gesto brusco con la mano para indicarle que cruzaran de acera. Por cómo actuaba, a ella le pareció que no tenía muy claro hacia dónde se encaminaban. Le hubiera preguntado, pero en el fondo le daba igual el lugar, y tampoco le importaba si en realidad él tenía algo que hacer o solo estaba disimulando para matar el tiempo y que ella se hartara.

—Mañana no iré a verte —dijo de golpe, muy serio, como si la frase le quemara en la boca.

“Al fin lo has soltado, Matías, al fin has dejado de marearme”, se dijo ella, incapaz de echárselo en cara. Le hubiese gustado parar en medio de la calle, agarrarle del brazo y quizás hasta chillarle que las cosas no se hacían así. Pero no era su día y prefirió callar. Alzó la cabeza y se lo encontró más cerca, con esa belleza glacial, casi nórdica, que podía impresionar tanto como dejar helado. Hacía bastante tiempo, pensó ella con tristeza, que Matías solo le producía el efecto de la nieve que cae sobre la piel desprotegida: el tacto es frío, soportable, pero si la dejas reposar acaba helándote por dentro. Sus ojos, antes tan vivos, habían llegado a parecerle inertes, y aun así, tenía que reconocer que seguían siendo los ojos más especiales que había visto en su vida. Pero esa mañana le resultaban indescifrables.

Iban a cruzar cuando oyeron la sirena de una ambulancia bajando a toda velocidad. Los coches se apartaron y ellos se pararon en la acera. La ambulancia tardó poco en desaparecer y solo quedó el molesto ruido de la sirena. El semáforo se había vuelto a poner en rojo y esperaron sin mirarse.

—¿No vas a decirme nada? ¿No vas a explicarme nada más? —logró preguntar ella al final.

Él se giró. Tenía los pómulos enrojecidos del aire y el frío.

—¿Qué quieres que te diga? No sé qué decirte, no tengo nada en particular que decirte.

Lo agarró del brazo, impidiendo que cruzara, y Matías suspiró, molesto. El tráfico era denso y de cuando en cuando los coches se impacientaban y se ponían a pitar. No supo adivinar por el gesto qué pensaba. Abrió la boca y quiso soltar todo lo que tenía dentro, pero las palabras se atascaban, congeladas. Calló un instante, lo justo para lanzarse a romper el pacto, “a la mierda el pacto, a la mierda tus silencios”, se dijo, en un intento por recuperar la confianza en sí misma. El semáforo cambió al fin y cruzaron. En la esquina con Francisco de Rojas, ella se paró.

—No voy a estar persiguiéndote como una loca para que me des una explicación, Matías. ¿Qué es lo que te pasa?

—Dame un cigarro, por favor.

Sacó uno de la cajetilla y se lo dio junto al mechero. Matías lo encendió con calma, con la mirada puesta en ella. Se fijó en que tenía los labios un poco cortados. Sus ojos azules se clavaron aún más en los suyos y bajó la vista. “¿Por qué me dan miedo tus ojos de tormenta, Matías?”, murmuró, pero él no la escuchó, o acaso no quiso responder.

—Déjalo, no intentes comprenderme a estas alturas —dijo con desidia.

Ella sacudió la cabeza.

—No seas cobarde, Matías. Ya estoy harta de toda esta historia de no preguntar, no querer saber… siempre estamos atascados con lo mismo —hizo una pausa y cogió aire que le hirió los pulmones al entrar—. Si me estás diciendo que no vas a volver, por lo menos sé sincero.

—No voy a volver.

La respuesta fue tan rápida como contundente. Matías era así, su respuesta era lógica, esperable por su parte, pero no por ello menos dolorosa. Ella agachó la cabeza. Al menos, pensó, había logrado la segunda respuesta sincera de la mañana.

—¿Es algo… —de nuevo se frenó, buscando la palabra adecuada— definitivo?

Matías asintió con la cabeza y ella vio que le temblaban las manos. Estuvo a punto de acercarse y abrazarlo, pero de sobra sabía que esa época ya estaba perdida.

—¿Es por algo que he hecho?

Él negó y ella quiso gritarle que hablara de una vez. Maldijo, de nuevo, sus silencios, sus manos imposibles de tocar, como si temieran el contacto físico, sus labios tantas veces mudos y esos ojos traicioneros que tenían que hablar lo que los labios callaban. Se ajustó la boina y sacó otro cigarro. Apenas le quedaban tres más. Las manos también le temblaban, lo notaba a pesar de los guantes. Y luego estaba lo de la presión en el pecho, que tampoco se le había quitado. Suspiró y se mordió el labio inferior hasta que el dolor hizo que reaccionara. “Tienes razón, esto tiene que acabar. Ya hemos tirado mucho de la cuerda”, pensó mientras daba otra calada.

—Matías, he intentado conocerte, a pesar del estúpido pacto, de las normas absurdas que hemos mantenido todo este tiempo…

Él volvió a andar, como si no estuviera dispuesto a escucharla, pero ella no se movió.

—¡Matías! —gritó—. No voy a ir detrás de ti de nuevo.

Se paró y se dio la vuelta, pero no se acercó. Aún tenía el cigarro en la mano, pero estaba casi consumido.

—No lo hagas. Nunca te he pedido que lo hagas.

Ella sacudió la cabeza. Había dejado de notar el frío y ya solo era consciente del cansancio de sus piernas, agotadas de perseguir los pasos de Matías. Quiso irse a casa, cerrar los ojos y meter los pies en agua caliente, olvidar esa mañana. Al final, Matías se había vuelto a acercar.

—No te hagas la víctima. Tú fuiste el primero que dejaste claro que tenías tu vida, que esto te interesaba solo como algo pasajero, como si yo fuera… un mono de feria, Matías. Todo lo de los vínculos, lo de no aferrarse a nada… es todo tuyo y yo no puedo continuar así. No soy una máquina.

Él levantó la cabeza. Se había dejado crecer el pelo y algunos mechones castaños le tapaban los ojos. Le pareció distinguir en su rostro un poso de tristeza y se preguntó si por una vez habría conseguido que él reaccionase.

—Nunca dijiste nada de esto.

Su voz, que sonó un poco más suave esa vez, estaba llena de cansancio. Ella empezó a golpear el suelo rítmicamente con su pie derecho. Se prohibió un último cigarro, y para evitar la tentación metió las manos en los bolsillos. Estaba a punto de hablar, pero de repente se oyó el ruido de un choque. A pocos metros de ellos, dos coches se acababan de dar un golpe y fue incapaz de acordarse de lo que iba a decir. Un taxista se bajó del coche y se puso a increpar al conductor de una furgoneta. Estaban en medio de un semáforo, y los demás vehículos se pusieron a pitar. Apenas se habían rozado, pero la calle se convirtió en un caos en tan solo unos segundos.

—Nunca dijiste nada de esto —repitió Matías, agarrándola del brazo—. ¿Me oyes?

Estaba distraída y se sobresaltó al notar la mano de él en su brazo. El taxista no paraba de gesticular, en un torpe intento por reproducir el golpe, mientras que el otro afectado, bastante más joven y visiblemente nervioso, había sacado los papeles del interior del coche y los estaba mirando. Probablemente, en unos minutos vendría la policía municipal, pensó ella. Volvió a fijar la vista en Matías. Él parecía ajeno a todo lo que estaba sucediendo a solo unos metros. No sabía qué responderle. Se quedó callada unos segundos, y luego susurró:

—Nunca lo dije porque no quería que te marcharas, que hicieras lo que hoy estás haciendo. En los últimos meses…no sé qué te pasa, Matías, pero lo has llevado todo al extremo, no creo que…

Fue incapaz de terminar la frase. La voz se le quebró y notó el rostro encendido por el calor de la vergüenza. Los ojos también le traicionaron y se giró hacia un lado. Matías asintió lentamente. Luego miró la hora y se ajustó la cremallera de la cazadora.

—Tengo que marcharme, lo siento, M. —dijo, y la llamó así por primera vez después de tanto tiempo—. Piensa que esto no merecía la pena.

Le acarició la cara, apenas un segundo, y en ese momento ella quiso agarrarle la mano, pero Matías ya se había dado media vuelta y solo pudo rozarle con los dedos. Esta vez aceleró tanto el paso que ella ni siquiera intentó ir detrás. Aunque hubiera querido, las piernas le habrían fallado. Bajo el abrigo, notó las rodillas trémulas, dispuestas a desmoronarse en cualquier momento. El frío se apoderó otra vez de ella mientras, apoyada contra la pared, miraba a Matías, que se marchaba como había llegado, una tarde de mayo, tiempo atrás. Su figura se difuminó entre el resto de gente y al cabo de un rato ya no fue capaz de distinguirlo. Se quedó parada mucho rato más, hasta que llegó el coche de la policía municipal y empezó a poner orden en la calle.

A lo lejos, Matías, alto, caminaba deprisa para escapar de sus demonios, con esos ojos azules que llegaban a dar miedo de lo intensos que eran. Como el mar en días de tormenta, pensó, en los que el agua bate con fuerza, se agita y se revuelve.

PRIMERA PARTE

1.

Me desperté con el sonido del teléfono metido en la cabeza. Había tenido un sueño agitado, muy intenso, y me incorporé sudando. Incómodo, aparté el edredón para refrescarme y me senté en la cama. A mi alrededor, todo estaba en silencio. De repente, me di cuenta de que el teléfono se me había acoplado dentro del sueño; el timbre era molesto, no necesitaba hacer muchos esfuerzos para recordarlo, y el aparato había sonado con insistencia. Era mi hermano quien llamaba, pero yo no alcanzaba a coger el teléfono, tenía las manos inmóviles bajo el nórdico y era incapaz de moverme. Sin embargo, estaba convencido de que era Matías, lo sabía con esa certeza con la que se nos aparecen las cosas más irreales en medio de un sueño. Yo trataba de liberarme y, justo en el momento en que lo conseguía, el trasto dejaba de sonar. Y fue entonces cuando me desperté, un despertar brusco, casi de pesadilla, como muchos años atrás, cuando era pequeño y soñaba que Matías se había ido para siempre. Me pasaba mucho de niño, y en esas ocasiones siempre tenía que venir mi madre a tranquilizarme y a explicarme que todo era un mal sueño, que cerrara los ojos y pensase en cosas bonitas hasta que el sueño me encontrara de nuevo y me llevase con él. Luego esperaba unos segundos, me besaba en la frente y se marchaba, dejando la puerta entreabierta, quizás para oírme mejor si me volvía a suceder algo así.

Me puse en pie en medio del silencio de la casa y encendí la luz. El teléfono no sonaba —quién sabe si habría llegado a hacerlo— y el despertador marcaba la una y media de la madrugada. Empecé a notar una sensación conocida en el estómago, como cuando los nervios se instalan dentro del cuerpo y se van adueñando de él. Fui al baño, y mientras me mojaba la cara con agua fría pensé que apenas había dormido un par de horas. El sueño angustioso iba tomando forma y cada vez tenía menos lagunas. Conforme pasaban más minutos recordaba nuevas cosas, y otras, como el sonido del teléfono, se me habían quedado tan grabadas que no tenía que hacer apenas esfuerzos.

“Estaba dentro del cuerpo de Matías de nuevo”, me dije mientras contemplaba mi rostro adormilado en el cristal. El agua helada pareció aclararme las ideas y me puso en funcionamiento. Solo esta teoría justificaba que el sueño lo hubiera vivido desde mi lado, con las manos condenadas, sin poder responder el teléfono, pero también desde el lado de mi hermano gemelo. En el sueño, Matías insistía como si supiera con certeza que yo estaba en casa, metido en la cama, preparado para cogerle la llamada. Pero yo no llegué a descolgar, todo había pasado y el sueño era en ese momento un mero recuerdo. Bostecé. Me senté en el borde de la bañera y traté de espabilarme. Estaba tan desorientado que por un instante me pregunté si no estaría aún dentro del sueño. Recurrí al manido truco de los pellizcos hasta que me harté de clavarme las uñas en la piel.

Mi hermano y yo nos habíamos pasado la vida compartiendo cama hasta que nos pusieron las literas verdes, leyendo a la vez las historias de Michael Ende, escondidos bajo la cama con la linterna de nuestro padre, y jugando a los mismos juegos en un universo creado por y para nosotros mismos al que no dejábamos entrar a nadie. Tanto compartíamos y tan poco parecíamos necesitar al resto que casi acabamos convirtiéndonos en la misma persona dividida en dos cuerpos. Nacimos en junio, bajo el signo de la doble naturaleza, como si el zodiaco, a modo de broma pesada, nos quisiera dejar claro que nunca seríamos uno solo. Creo, sin embargo, que todo hubiera sido igual de haber nacido en el signo de Libra o en el de Leo. En casa, desde que éramos pequeños, nuestros padres decidieron vestirme a mí de un color y a mi hermano de otro. Nunca podíamos elegir, pero nos daba igual, porque cuando a uno le apetecía ir de verde el otro siempre estaba dispuesto a quitarse la ropa, a entrar en el juego de la confusión. Si nos cambiábamos los colores para engañar a nuestros profesores, nuestros padres nos prohibían pasar la noche juntos o mandaban a uno a casa de los abuelos. Con nosotros no eran útiles los castigos materiales que otros padres empleaban con sus hijos. A nosotros, nada nos dolía más que estar separados, pensé sonriendo mientras me ponía una sudadera y decidía qué hacer a esas horas. Después de haberme desvelado, tenía pocas ganas de volver a la cama. Me entretuve volviendo a las viejas historias, a pensar en lo compenetrados que estábamos, tanto que si uno de los dos se ponía enfermo los síntomas se repetían en el otro pocas horas después. “Os habéis sugestionado”, decía mamá, en un discurso que aún repite, a pesar de haber transcurrido más de veinte años.

Sin embargo, algo de razón tenía nuestra madre. Era imposible olvidar el momento en que llegaron a casa los informes del colegio hablando de pequeños problemas de socialización, así como de lo mucho que lamentaban nuestros profesores el haber descubierto nuestros juegos secretos, con los que nos entreteníamos en el recreo, y que por supuesto excluían a otros compañeros. A todo ello se unía el hecho de que Matías y yo teníamos palabras inventadas –‘achismajá’, que usábamos como sinónimo de divertido o gracioso, o ‘pastanixor’, que tenía múltiples significados dependiendo del contexto en el que se empleara–, y no nos importaba que nos castigaran cuando las usábamos delante de los maestros o de quien fuera. Al final, nuestros padres, hartos de no poder lidiar con una conducta que prometía llegar a ser rebelde, decidieron llevarnos a colegios diferentes.

Habían pasado muchos años, pero parecía ayer cuando todo empezó a cambiar para Matías y para mí. Las actividades y las rutinas fueron lo primero que modificaron, y lejos de sentir pena por nosotros, nuestros padres fueron más inflexibles que nunca. Matías empezó judo y yo baloncesto; de nada sirvieron nuestras quejas, ni tampoco les importó que en señal de protesta no terminásemos nuestro bocadillo a la salida de las clases. En casa, cuando yo leía, él estaba viendo películas en otra habitación, pero lo más duro fue empezar a dormir cada uno en un cuarto diferente. Eso conllevó el fin de los juegos bajo la cama, que era nuestro mayor entretenimiento por las noches. Una de las literas verdes se quedó vacía y yo me pasaba las noches como un tonto, enfocando con la linterna para ver si mi hermano había regresado de madrugada, aprovechando la oscuridad y el silencio de la casa. También en el colegio me quedé solo, y los otros niños me señalaban con el dedo y se burlaban de mí, pero yo nunca me permití soltar una lágrima delante de ellos. “Les hará bien conocer a niños distintos, además, así no estarán siempre juntos y aprenderán a verse como dos personas independientes”. Esas fueron las palabras de nuestra tutora el día en que mis padres se llevaron a Matías a un nuevo colegio, y a pesar de los años transcurridos, aún me acuerdo de ellas.

Entré en la cocina. De repente, noté el suave pelo de la señorita Cora entre los pies. “Creo que hoy te he despertado yo a ti”, le dije a la gata mientras me agachaba para cogerla. Apreté el interruptor y el fluorescente parpadeó un par de veces hasta que cogió fuerza. Me dañó los ojos y aparté la vista unos segundos. La gata se cruzó entre mis piernas, corrió al comedero y hundió su cabeza negra en el pienso. La miré comer durante un rato y luego, casi sin querer, seguí pensando en cosas de la infancia, en el día en que mi padre montó las literas, en los tebeos de Superman que la abuela nos compraba y en los álbumes de cromos que coleccionábamos junto a otros compañeros del colegio.

Fue la señorita Cora la que volvió a sacarme de mis recuerdos. Se apartó del comedero, se puso a mis pies y comenzó su rutina diaria de limpiarse entera, empezando, como siempre, por las patas blancas. El resto de su pelaje era negro y las cuatro patas de otro color parecían calcetines. Se tomó su tiempo y al cabo de un rato salió disparada y la vi perderse en el pasillo. Mi piso era pequeño aunque bien distribuido, con el mobiliario hecho a medida de los poco más de treinta metros, y en apenas unos segundos la oí maullar desde el salón. Fui tras ella, la cogí y me la llevé de vuelta a la cocina.

Hacía varios días que no desayunaba en casa, recordé al mirar la estrecha mesa blanca, plegada contra la pared. Abrí un armario en busca de algo comestible, pero, aparte de una gran reserva de té, solo encontré un paquete de galletas medio abierto. Realmente, no pasaba mucho tiempo en el piso, pero siempre me encargaba de tener la nevera llena, los armarios colocados y la ropa bien organizada. Pequeñas cosas en las que mi madre siempre había insistido mucho. Empecé haciéndolas por evitar sus regañinas, cada vez que venía a comprobar cómo me iba mi vida de independizado. Al final, cuando mi madre ya venía menos, acabé haciéndolas por costumbre y comodidad propia, para evitarme las palizas de los fines de semana que se daban mis amigos. Moví la cesta de mimbre con las infusiones para coger el bote del café. Acabé descartándolo y elegí un té con sabor a mango.

Mientras hervía el agua y ahuyentaba los últimos ecos del sueño, me fijé en una foto en la que estábamos Matías y yo de pequeños, disfrazados de vaqueros. Los sombreros nos quedaban un poco grandes, tapándonos parte del rostro. Mi hermano llevaba una pistola y yo, orgulloso, mi placa de sheriff. La tenía puesta en la nevera, sujeta con imanes. Las historias que protagonizábamos de pequeños daban para más de una anécdota y nuestros padres solían difundirlas en las reuniones familiares. Me vino a la cabeza el día en que Matías, ya en el nuevo colegio, convenció a sus profesores de que en realidad él era yo —“es que mis padres son los primeros que nos confunden, pero yo soy Martín, lo prometo”—, y cómo un día se escapó del recreo y apareció agarrado a la verja de mi colegio, que por fortuna estaba a tan solo unas calles de distancia. No pude evitar reírme al pensar el espectáculo que dábamos. Lejos de molestarnos que todo el mundo nos comparase, que la gente hablara de ese particular azul de nuestros ojos, y del remolino peleón que se nos formaba en las coronillas, o de lo buenos que éramos jugando al baloncesto, la verdad era que Matías y yo estábamos encantados de ser iguales. Nos parecía un juego cambiarnos la ropa, imitar los gestos del otro y responder a la vez cuando preguntaban por uno de los dos. Si nos castigaban por alguna travesura, acabábamos llorando y pidiendo a nuestros padres que nos perdonaran. Me acordé de haberlos llenado de besos y promesas que luego nunca cumplíamos, y de cómo la abuela nos perseguía con la zapatilla y muerta de la risa nos decía: “sois unos cuentistas”. En cuanto nadie nos veía, nos las apañábamos para estar juntos de nuevo, abrazados y pegando saltos en el salón. De alguna extraña manera, en esa época sabíamos que lo nuestro era una especie de tesoro, algo que no se podía compartir, algo que tampoco se podía esconder en un lugar oculto, pero, en definitiva, algo muy valioso por lo que éramos envidiados y que había que conservar como fuera.

Cuando crecimos, esa dualidad cambió con nosotros y tomó otro carácter: a la vez que nos cambiaban los rostros, que nuestras facciones se hacían adultas y que empezaban a interesarnos otros temas, nos volvimos más reservados, menos habladores, hasta celosos de nuestra vida privada. Pero nos bastaba con mirarnos a los ojos para saber qué pasaba por nuestra cabeza. No se me olvidaba, al igual que tampoco se le olvidaba a mi hermano, que en esa época empezamos a tener nuestros primeros problemas, problemas derivados de miradas en las que se cruzaban deseos y odios, afinidades y disparidades. Me hacía gracia acordarme de Laura Garrido en ese momento, a esas horas de la noche, cuando esa historia había pasado tanto tiempo atrás que ya no recuerdo si teníamos quince o dieciséis años cuando se cruzó en nuestras vidas y estalló la tormenta. Por primera y única vez, quisimos ser diferentes, y para ello pretendimos ignorarnos, nos esforzamos por resultar distintos a ojos de la primera chica de nuestros sueños. No pude evitar reírme al recordar que fue precisamente por ella por quien dejamos de hablarnos. Incluso llegamos a las manos una tarde, a la salida de clase, con medio instituto muerto de ganas por presenciar la pelea entre los siameses, como nos llamaban de manera despectiva. Al final, ella no se decantó por ninguno, y poco a poco, el agua volvió a calmarse.

Toda la cocina olía al aroma afrutado de la bebida. La señorita Cora, tumbada a mi lado, me miraba con los ojos medio entornados. Bostezó un par de veces y al final pegó un salto y se acomodó encima de mis piernas. Cuando se ponía pesada no había quien la moviera en horas. La gata se llamaba así por mi padre, que era un gran aficionado a Cortázar. Su cuento favorito, que Matías y yo habíamos leído varias veces, era La señorita Cora. En cambio, yo siempre había preferido Carta a una señorita en París, que a mi parecer era un cuento perfecto. A pesar de que mi padre nunca lo hubiese admitido, sabía con certeza que si uno de los dos hermanos hubiera sido chica, el nombre elegido para ella habría sido el de la gata. Por mucho que mi madre hubiese protestado, pensé, recordando que a ella le encantaban dos nombres bastante más rimbombantes pero igual de literarios: Ofelia y Penélope. “Al menos gracias a ti pudo cumplir un sueño”, le dije a la gata, que me devolvió un maullido desgarrado.

Sentado en la banqueta cerca de la ventana, me quedé con la mirada puesta en el movimiento de las hojas de los árboles. En medio de la noche, se agitaban de forma casi tétrica, amenazante, y eso me produjo un escalofrío. Apuré el té y me serví un poco más; el reloj de la cocina daba ya las dos y media de la madrugada y el sueño parecía haberse esfumado por completo, pero no así mi malestar del estómago. Me levanté, puse a la gata en el suelo y me fui hacia el salón mientras ella seguía cada uno de mis pasos muy pegada a mis piernas, como si en vez de un felino fuese un perro faldero. Hacía un poco de frío y cogí una manta para echármela por encima. No sabía muy bien qué hacer; pensé en ver la tele, hojear algún libro de batallas de la II Guerra Mundial –me encantaban los libros de Historia, pero a esa hora forzosamente tenía que provocar sueño adentrarse en Las Ardenas– o en mirar algo de trabajo pendiente.

“Tengo que llamar a Matías”, dije en voz alta, “si no, seré incapaz de volver a dormirme”. Sentí un extraño alivio al pronunciar la frase en voz alta, como el moribundo que entrega a un sacerdote su confesión de último minuto, el arrepentimiento que le conducirá a la gloria. La sensación me duró poco, porque un escalofrío se llevó todo el bienestar en escasos segundos. Lo noté recorrer todo mi cuerpo, desde la espalda hasta la nuca, aunque a mi lado la taza de té todavía estuviese templada. Pensé en la última vez que había visto a Matías. A comienzos de la semana anterior, recordé, habíamos comido en casa de nuestros padres. Matías, que de nuevo vivía con ellos, estaba raro, como ausente, pero llevaba así desde que lo había dejado con Carla. Apenas habíamos hablado del tema, pero me bastó poco más de una mirada para saber que seguía distraído por el mismo asunto. Matías tenía un aire taciturno que se reflejaba en sus ojos, que habían perdido algo de brillo. “Últimamente, ya ni os parecéis”, dijo mi padre, intentando romper el silencio instalado entre los cuatro, mientras comíamos en el salón con la tele encendida. Si lo pensaba con calma, lo cierto era que ese día no me preocupé mucho por mi hermano, y después de comer me marché enseguida, tenía trabajo pendiente.

A media tarde, sin venir a cuento, sentí que tenía que llamar a mi madre para calmarla. Habíamos tenido una despedida muy fría y no quiso acompañarme hasta que llegara el ascensor, como solía hacer siempre que uno de los dos se marchaba. Llamé y enseguida cogió el teléfono. “Estaba en casa leyendo”, me dijo, “matando un poco el tiempo”. Tuvimos una conversación muy larga, como si no nos hubiéramos visto en semanas. Resultó que los dos queríamos hablar, quizás desahogarnos más que charlar sobre cualquier tontería. Mamá empezó hablando de lo rápido que habían pasado los años, de lo mucho que extrañaba los tiempos en los que vivíamos los cuatro en casa, y acabó retomando su clásico discurso sobre cómo ahora, por primera vez en su vida, empezaba a ver a sus hijos como dos hombres diferentes y no como los gemelos idénticos que habíamos sido. Yo ya había oído eso muchas veces antes, pero la dejé continuar, porque la conocía perfectamente y sabía que ella necesitaba dejar salir ese tipo de cosas.

“Nos esforzábamos por apreciar y potenciar cada pequeño detalle que os diferenciaba”, me dijo, como si fuera la primera vez que me confiaba esas reflexiones, “pero había veces en las que creímos que nos lo inventábamos. Ahora cada día os noto más lejos el uno del otro”, susurró, y noté, al otro lado del teléfono, que se le quebraba la voz. Me la imaginé sentada en su butaca roja, la que usaba para leer y tomar notas, sujetando el teléfono con sus manos fibrosas, de dedos largos, unas manos que siempre me habían parecido hermosas y que teníamos la suerte de haber heredado, junto con el color de los ojos.

Esperé a que terminase y le respondí, con todo el cuidado que pude, que se empezaba a hacer mayor y se obsesionaba por pequeñas tonterías a las que antes nunca hubiera dejado terreno. Mi madre había sido una mujer optimista y de carácter fuerte, pero los años empezaban a confundirla y cada vez se volcaba más hacia lo sensiblero. Tuve que parar para pensar cómo le podría decir algo que, para cualquier otra persona que no fuera mi hermano, sonaría a disparate. “Mamá”, dije al fin, tras un silencio prolongado, “puede que no hablemos a diario, que pasen semanas sin que nos llamemos, pero si le ocurre algo a Matías, te aseguro que seré el primero en saberlo”.

Antes de colgar, le prometí que llamaría a Matías para asegurarme de que todo lo que le pasaba en los últimos meses tenía que ver con la ruptura con Carla. “Esta vez no, esta vez te equivocas, hay algo más aparte de Carla, tú no vives aquí, Martín”, me dijo, y noté en su tono de voz un pequeño reproche que no quise tomar en cuenta. “Cuídate, mamá, volveré a llamarte en cuanto sepa algo”, le dije con cautela, midiendo el tono de voz, porque no quería dejarla otra vez mal, matando el tiempo con un libro, como recordaba haberle oído decir al empezar la conversación. Luego colgué sin esperar a que se despidiera.

La gata me asustó al saltar de la butaca al suelo unos segundos antes de que, por segunda vez en la noche, el teléfono volviera a sonar. Pero esta vez sí fue real. Lo dejé timbrar, igual de molesto que en mi sueño, pero mucho más cercano. Aparté la taza de mi lado y miré el reloj. El teléfono estaba en el pasillo y yo a tan solo unos metros. Me paré a su lado, con cada pitido el aparato parecía vibrar. Noté una punzada en el pecho, se me nubló un poco la vista y luego sentí el corazón acelerándose, como si intentara acompasar su ritmo al del teléfono. Entonces lo supe. Lo supe todo antes de descolgar el auricular, antes de escuchar la voz desgastada de mi madre, que ya no mataba el tiempo porque el tiempo se había parado, había dejado de contar. Lo supe como había sabido, años atrás, lo de Laura Garrido el día en que me crucé con Matías para ir a la clase de gimnasia. Enmudecí. Ella estaba al otro lado de la línea llamándome, pero la garganta no me obedecía. Fui incapaz de responder hasta que el llanto de mi madre acabó por desbloquearme y ya no quise o no pude seguir escuchando lo que ella trataba de explicarme, una explicación que mi propio hermano me había adelantado en el sueño, haciéndome partícipe de su agonía.

—¿Me oyes, Martín?, ¿estás ahí?

—Voy para casa, mamá —conseguí decir antes de que el teléfono se me escapara de las manos.

2.

El 17 de marzo, una semana después del suicidio de mi hermano, regresé a mi casa. Me costó mucho decidirme a dejar a mis padres en el estado en que los tres nos encontrábamos, pero el teléfono y el timbre de la puerta no paraban de sonar y las mismas preguntas, en idéntico orden, se repetían día tras día, haciendo que la imagen de Matías muerto, tirado en el suelo del cuarto de baño, un poco encogido sobre sí mismo, con un brazo tapándole una parte del rostro blanquecino y el otro pegado al cuerpo, no se esfumara de mi retina ni en sueños. Necesitaba estar solo, aislarme y no ver a nadie en unos días, así que cogí mis cosas y me marché. Era una actitud egoísta, pero en esos momentos la moralidad era un tema que había dejado de importarme. Lo único que de verdad importaba era que la muerte se había instalado entre nosotros, moviéndose a su antojo entre las paredes de la casa mientras nos envolvía con su manto negro.

Nada más entrar en mi piso, el aire se me hizo irrespirable y tuve que abrir las ventanas en un intento por oxigenarme. No sirvió de nada. Entré en mi cuarto y recordé el sueño de la noche en que Matías murió. Hubiera querido gritar para poder desahogarme, pero aún me faltaba el aire; hubiera querido hablar, pero no tenía con quién hacerlo. De repente recordé mi viejo cuaderno y sentí un alivio momentáneo. Saludé a la señorita Cora, a quien una amable vecina había cuidado durante mi ausencia, y me puse a revolver entre mis libros y mis papeles. Estaba seguro de que aún lo tenía, pero no recordaba dónde, así que fui sacando cajas con material de la universidad, resguardos y demás