El sol tiene color papaya - Daniel Campusano - E-Book

El sol tiene color papaya E-Book

Daniel Campusano

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Beschreibung

Después de un año alejado de las aulas, Antonio comienza a dar clases en un exclusivo colegio de Santiago. Agustina, una alumna insolente y grosera, ejerce en él una genuina fascinación que lo termina involucrando en una búsqueda familiar. Los límites exigidos entre alumna y profesor –y la relación con la vida escolar del barrio alto– desafían su personalidad confundiendo su vocación de profesor.

Daniel Campusano Galaz (1983) es editor y profesor universitario. Ha publicado las novelas La incapacidad (Lom, 2012) y No me vayas a soltar (2017) en esta misma editorial. En 2016 obtuvo el premio Pedro de Oña por esta última obra.

 

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A Lautaro, que prende y apaga la linterna.

¿Dos más dos, profesor?Dos, dice el profesor.Mejor respuesta que las anteriores (…)El profesor quiere irse con ella.Y otra vez se nos escapa.

Wislawa Szymborska, “El paseo del resucitado”

Cuando el sol se apague el sol estará liberado de todo.Y eso. Eso es.Mientras el sol tenga excedente como pararepartir muerte tan lentamente que parezcavida, durante ese tiempo la vida mantiene laficción en marcha.

Inger Christensen, “Eso”

 

1

«No la vayas a soltar, Antonio. No vayas a caer en sus manipulaciones. Ella está siempre probando los límites donde manejar un adulto». La inspectora Verónica me mapeaba las instalaciones del colegio y hablaba sobre formularios, anotaciones, turnos, salas audiovisuales, comunicados, pero rápidamente volvía a Agustina Silva. ¿No podía descuidarla o no podía descuidarme? Sería profesor de todos los cursos de enseñanza media, pero, según escuchaba, lo primordial era reprimir los caprichos de una adolescente inmanejable, grosera y mentirosa.

En tres días comenzaban las clases y debía estar alerta: Agustina podía ver debajo del agua, armar y botar un castillo de naipes, adelantar la hora de un recreo, robarse la «tablita de confesión», fingir un desmayo, una gripe aviar, un ataque de dolor uterino, un embarazo, o incluso, ya lo había intentado alguna vez con un profesor, sentarse en mis piernas para medir mi rango de incomodidad o vulnerabilidad. «Los hombres jóvenes deben cuidarse, Antonio. Supongo que me entiendes». 

Era marzo de 2014 y, después de meses fuera de las aulas, nuevamente me enfrentaba a la engañosa calma de un colegio vacío: el olor pegajoso de las cartulinas, la fealdad sideral de los diarios murales, la rigidez de los bancos apilados, el optimismo de las salas parvularias, el taconeo lejano de una profesora cuyo nombre de profesora no podría retener. 

A fines de 2012 había renunciado a otro colegio y me instalé a mil kilómetros de Santiago. En Puerto Natales arrendé una cabaña de madera calipso, atendí la recepción de un hostal, corregí una novela que nunca pudo convencerme y me emparejé con una argentina divorciada. A los seis meses el paraíso se tornó cotidiano y, una noche de junio, cargando de pellets la chimenea, le dije a Florencia que era hora de volver a Santiago. «¿De qué se escapa cuando se escapa, pelotudo?», me preguntó por WhatsApp tres días después de subirme al bus, apagar el celular y volver a la casa de mi madre en Providencia donde pasé más frío que en la Patagonia. Ese invierno lo recuerdo lleno de neblinas matutinas y nubes de incendio o smog. Las tardes eran generalmente rojas o naranjas. Casi no volví a ver la lluvia y, aunque me avergonzaba reconocerlo, el aire capitalino me adelantaba la alergia primaveral en estornudos, picazones y lagrimeos.

A fines de julio, comenzando el segundo semestre escolar, encontré trabajo en un preuniversitario frente al cine Hoyts de La Reina. Tenía un curso de Lenguaje a las seis de la tarde y otro seguido a las ocho, pero una mañana la directora me avisó que ambos se fusionarían y mi sueldo se estrecharía en un treinta por ciento. Me pidió acompañarla a los estacionamientos, lanzó su cartera platinada en el asiento del copiloto y, apoyada en la puerta de su jeep blanco, me dijo que los estudiantes habían disminuido, que a los padres les habían subido las mensualidades del colegio, que los jóvenes ahora se agrupaban y preparaban la PSU con un profesor particular, que incluso los preuniversitarios habían sido denostados en las movilizaciones estudiantiles como uno de los agentes más infames de desigualdad.

Antes de atender un llamado y cortar el ring de su celular —«acércame, te necesito, y te digo bang, bang, bang»— la directora me alentó a buscar trabajo en un colegio y estabilizar mi vaivén financiero: «Eres joven, Antonio, podrías proyectarte en algo más seguro: horario completo, un contrato, cosas así». Y aunque estaba lleno de resguardos, ascos e incertidumbres, una noche después de pelear con mi madre por juntar ropa blanca y de color en la lavadora, me puse a enviar currículos a colegios y buscar un sueldo menos incierto para arrendar un departamento. 

Al llegar al San Alfonso quizás no estaba desanimado ni buscaba un remezón de novedades: simple o complejamente levitaba en una adictiva ausencia de expectativas. Y en este escenario sería mezquino no reconocer que Agustina me sacudió como quien agita un árbol para botar nidos, agua de lluvia, un gato o una pelota atrapada entre las ramas. 

Esa mañana, la inspectora Verónica se extendió sobre «la estratégica alineación entre colegas», mientras yo me perdía en las fotos colgadas en la recepción del colegio entre galvanos, diplomas y crucifijos. Busqué un rostro para Agustina pero solo apunté delegaciones de alumnos en el Vaticano, en jornadas de scouts en Melbourne, en el campeonato de barras del Estadio Nacional, en alguna universidad de piedras en Estados Unidos o Inglaterra. 

Pero ese fin de semana encontré en Google una imagen que nunca he despejado del todo. En ella Agustina posaba del brazo de su abuelo en una exposición de autos antiguos. Aunque resaltaban elementos modernos —telones de proyección y refrigeradoras de cerveza Corona—, mi inminente alumna parecía mirar a la cámara desde décadas de distancia: era como si Agustina estuviera en sepia o derechamente fuera uno de sus antepasados. Llevaba un vestido rojo, un listón de flor en el pelo, un escote pronunciado. Como siempre era complejo dilucidar su estado de ánimo: su mirada al lente podía transmitir comodidad, sarcasmo o el más genuino desprecio. Fue la primera vez que vi su sonrisa fastidiada y el temor desafiante de sus ojos achinados. 

 

2

El colegio San Alfonso consistía en tres edificios medianos, un gimnasio, una capilla, un casino y una cancha de atletismo. El reducto exclusivo y bilingüe estaba ubicado entre los metros cuadrados más inflados de Santiago, y aquí —no se decía ni se negaba— solían matricular expulsados o repitentes de otros colegios del barrio. 

El primer día de clases Agustina se sentó al fondo de la sala, reposó su cabeza en el banco y le dio golpes a la madera a la altura de la oreja. Parecía mansa, cansada. Me miró unos segundos, se trenzó el pelo, digitó un iPhone y estiró un audífono por dentro de la camisa hasta esconderlo en la palma de su mano. Después interrumpió la presentación de una compañera, pidió permiso para ir a la enfermería y no volvió en el resto de la hora. Al salir se fijó en mis zapatos y encogió las cejas. Me miró con un rictus de extrañeza y, antes de cerrar la puerta, se rascó el antebrazo izquierdo y dijo en voz baja pero audible: «¿Por qué se vino a meter a esta mierda, profe Antonio?».

De las primeras semanas en el San Alfonso recuerdo oraciones en el patio central, charlas instructivas para rellenar el libro de clases, reemplazos a profesoras enfermas, conversatorios sobre educación sexual y dinámicas para «crear lazos entre el personal docente»: en una de ellas, cada profesor tomaba un ovillo de lana, enunciaba en voz alta sus miedos o fracturas y, luego de quebrar la voz, se quedaba con la punta de la lana y pasaba el ovillo a un siguiente colega. 

Ya finalizando marzo los desagrados se aligeraron cuando recibí una invitación del rector Joaquín Villarino a impartir un taller de escritura. Me explicó que los alumnos de tercero medio tendrían que escoger un curso electivo humanista o científico, y yo le respondí que podía ser un oxígeno adecuado para ellos: tanto facsímil de PSU de seguro los amargaba y sobreexplotaba. 

Al escucharme Villarino pareció incómodo, pero más que nada, temeroso de participar en un malentendido acerca de las prioridades académicas del colegio. «Te entiendo, Antonio, pero, por favor, no vayas a repetir eso ante los apoderados».

Una semana después, tres hombres y cuatro mujeres se acomodaron en un círculo para responder la primera pregunta de mi taller de escritura. Agustina azotaba su pie izquierdo contra el piso y, por primera vez, se veía curiosa en una situación de clases. 

—Ya pues, nadie ha respondido la pregunta de la pizarra. ¿Qué diferencia hay entre escribir para nosotros y escribir para los otros?

—Escribir para los otros es obligado, y escribir para nosotros es voluntario —opinó Raimundo, dubitativo.

—Estás cerca, Raimundo. Pero, a ver, piensen unos segundos, pónganse en las dos posibilidades.

Agustina torció la boca, hojeó su croquera y se detuvo a mirar uno de sus dibujos incomprensibles, monstruosos.

—Escribir para los otros sería pensar lo que los demás quieren que digamos —intentó explicar Vicente—. En cambio, escribir para nosotros mismos sería más fácil porque ya sabemos lo que nos duele.

—¿Sabes lo que te duele, Vicente? Qué afortunado… Pero sí, estás cerca. 

—No entiendo, profe —dijo Fernanda.

—Miren, imagínense que escribimos un diario de vida —al escucharme, Agustina dobló la cabeza como un perro descifrando un sonido—: como asumimos que nadie lo leerá, podemos escribir, incluso, mediante chistes y palabras inventadas solo entendidas por nosotros. Escribir para los otros, en cambio, ¿cómo sería?

—Lo contrario —respondió Fernanda, chequeando algo en las puntas de su pelo. 

—Escribir para los otros sería un ejercicio de comunicación —continué—. Debemos hacer el esfuerzo de que el otro entienda «eso» que buscamos contar, incluso si ese lector nunca nos ha visto en la vida.

—A ver, para —exclamó Agustina—. Yo no voy a escribir para otros. Esa hueá me da vergüenza, Antonio.

—Agustina, no me trates por el nombre. Y tampoco digas garabatos.

—Ya, pero contéstame, ¿vamos a tener que escribir algo para los otros y que todos lo lean? Ni cagando.

—¿Te da vergüenza?

—Ay, obvio. ¿Por qué los otros van a tener que saber lo que siento? Uno escribe para tener secretos, no para andar diciéndolos.