El sol y la mentira - Iria G. Parente - E-Book

El sol y la mentira E-Book

Iria G. Parente

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Beschreibung

Marte, 2634. Olympus es una gran corporación que se extiende por la galaxia y divide a la sociedad en trece Servicios basados en las funciones de los antiguos dioses olímpicos. Armand Cordroy es diseñador en el Servicio de Afrodita. O eso parece. En realidad, es también un espía en las altas esferas de Marte y tiene un plan: llegar hasta la cúpula de Zeus, el Servicio que controla Olympus. Para conseguirlo aspira a engañar y manipular a alguien de dentro... ¿Y qué mejor opción que Enid Dusan, principal candidata a ser la próxima líder? Pero lo que Armand no sabe es que Enid es tan retorcida como él y está acostumbrada a utilizar a los demás. Definitivamente, ella también tiene sus propios planes. El sol y la mentira forma parte de la serie Olympus (de las autoras de Antihéroes y Sueños de piedra), compuesta por novelas autoconclusivas de ciencia ficción inspiradas en los mitos griegos; en este caso, el mito de Ícaro se combina con el de Eros y Psique.

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Seitenzahl: 708

Veröffentlichungsjahr: 2022

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© de la obra: Iria G. Parente y Selene M. Pascual, 2021

© de las ilustraciones: Xènia Ferrer, 2021

© de las guardas y las capitulares: paseven/Shutterstock - Kilroy79/Shutterstock

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

[email protected]

www.nocturnaediciones.com

Primera edición en Nocturna: octubre de 2021

ISBN:978-84-18440-19-9

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

A toda nuestra comunidad lectora. Gracias, selirienses,

por hacer de las redes sociales un lugar en el que sentirnos arropadas.

EL SOL Y LA MENTIRA

Recuerdo la primera vez que estuve en un acto oficial de Olympus. Tenía cuatro años y mis madres, flanqueándome, no me soltaron las manos en ningún momento. Recuerdo entrar con ellas en el vestíbulo del edificio y quedarme embelesado con el color dorado que formaba filigranas en las paredes y en el suelo e incluso en las decoraciones. Recuerdo a Zeus, vestida de oro de arriba abajo, con la corona de laurel sobre sus cabellos, dando su discurso y prometiendo que cuidaría de Olympus durante su mandato. Recuerdo que, acostumbrado a mi mundo de color de rosa, la imagen me impactó tanto que no pude más que pensar que, si Olympus era siempre así, tenía mucha suerte de poder quedarme en la cima, donde siempre había cosas bonitas y brillantes; donde el dorado nunca perdía su lustre y me sentía poco menos que el príncipe de un cuento.

Después de aquello, dije durante mucho tiempo que el dorado era mi color favorito. Le pregunté a mi madre si podía hacerme un traje como el que llevaba Zeus aquella tarde en que la vi en persona por primera vez. Le pregunté, también, qué tenía que hacer para cambiar de Servicio. Le pregunté dónde estaban los niños vestidos de oro y por qué no había visto ninguno aquel día, aunque no habían faltado representantes de mi edad de los demás colores. Valentina, con paciencia infinita, me sentó sobre su regazo y me explicó que el dorado estaba reservado para los zeus y que yo había nacido afrodita. Que si hubiera sido como yo quería, no tendría dos madres (a ella y a Melissa) que me quisieran con locura. Me contó que los niños de Zeus eran demasiado especiales para juntarlos con los demás y que no conocería a ninguno porque los criaban alejados de todo y todos, para que fueran los mejores. Para que fueran los líderes del futuro, que nos llevarían más lejos y más alto cada vez.

—¿Más? —pregunté, porque no concebía que Olympus pudiera ser todavía mejor.

—Más —me respondió ella, con la sonrisa que sólo me dedicaba a mí.

En aquel momento supuse que «más» solamente podía significar «mejor». Que se traduciría en más fiestas, en más brillo, en más telas hermosas desperdigadas por la casa, en más tardes sentado en el taller, a los pies de su silla, creando mis propias obras bajo su atenta mirada.

Durante toda mi adolescencia, soñé con ese «más» y quise con todas mis fuerzas formar parte de él. Quería disfrutar del brillo dorado de Zeus, incluso si no podía tocarlo. Pero pensé que, si algunos destellos caían sobre mí, si (aunque sólo fuera por un instante) me teñían la piel de dorado, quizá pudiera pertenecer. Quizá pudiera sacar algo de ellos.

Quizá todavía piense que puedo hacerlo, mientras observo desde una esquina los vestidos y los trajes de oro de aquellos niños que nunca pude conocer. Aunque ahora, por supuesto, ya no es tan fácil que me deslumbren. Ahora puedo ver a través del brillo, de las máscaras. Ahora sé que el cielo sobre nuestras cabezas no es el de verdad, sino una proyección para que las estrellas se vean más cercanas y más claras. Ahora sé que lo que se ve a través de los ventanales que cubren las paredes no es la ciudad, sino una copia que alguien ha creado para estas ocasiones: el caos de neones está demasiado ordenado, con el brillo justo, con la simetría adecuada. Han depurado la ciudad tal y como la conocemos y han creado una ilusión más parecida a lo que a ellos les gustaría que fuera: reluciente y perfecta y con lugar sólo para Olympus y su élite. Quieren dar la impresión de que sólo existimos nosotros, hermosos, importantes, llenos de luz y poder. Eso parecen decir, al menos, las telas holográficas o llenas de luces, los trajes que van cambiando de color y de forma, con cortes y curvas imposibles, el maquillaje fluorescente, las joyas a medio camino entre la elegancia más clásica y los sistemas informáticos más avanzados.

Es todo una fachada, una mentira impecable en la que yo, de alguna manera, participo incluso más que el resto, porque soy más consciente que muchos de los que están aquí de lo que hay detrás. Porque estoy dispuesto a congraciarme con las estrellas aun cuando sé que su brillo no es más que un espejismo.

—Es una mala idea.

La voz de Diane tiene un leve tono acusador. ¿Cuándo me ha seguido hasta esta esquina de la sala a la que me he retirado? Estaba tan distraído que ni siquiera la he sentido acercarse. Y no sólo eso: es obvio que se ha dado cuenta de a quién estaba mirando. Lo sé porque se fija en mí con las cejas alzadas, como si quisiera que me sintiera culpable.

Yo le dedico una sonrisa edulcorada.

—No sé de qué me hablas, querida.

Mi amiga pone los ojos en blanco, pero vuelve la vista hacia la gente repartida por la sala. Parece que nos agrupáramos por colores, manteniéndonos cerca de nuestros Servicios. Con miedo a que nos pillen fuera del lugar que Olympus ha diseñado para cada uno de nosotros, quizás, o con la certeza de que no encajaremos si nos alejamos de los nuestros. Yo mismo he pasado la noche cerca de los afroditas de la sala, demasiado consciente de cuál es mi sitio, aunque sin dejar de observar al resto.

De observarlas a ellas, a las tres, doradas y luminosas como soles, deslumbrantes incluso entre el gentío.

Las llaman las Cárites, las tres Gracias, y representan aquello a lo que cualquier persona querría aspirar: son jóvenes, hermosas, exitosas, llenas de gloria. Nunca he hablado con ellas. Por supuesto, nunca me he acercado, pero las conozco como se conoce a las personas fuera de tu alcance, a partir de unas cuantas palabras abandonadas en redes sociales y entrevistas y de algunas fotos donde muestran siempre su mejor perfil y sus mejores sonrisas. En otras palabras: no las conozco absolutamente de nada. Sólo he visto lo que ellas han querido enseñarle al mundo.

Pero eso no implica que no pueda desear un poco de su brillo, ¿verdad?

Un camarero les ofrece las copas sobre su bandeja y ellas las cogen sin ni siquiera mirarlo. Brindan, y yo supongo que lo hacen por el poder. Por ser jóvenes y bonitas y estar a un par de peldaños de la cima. Algunas más que otras, por supuesto: todo el mundo sabe que Enid Dusan tiene más papeletas para convertirse en la próxima Zeus, mientras que sus amigas se quedarán atrás. Ella, en el centro del grupo, brilla con el doble de fuerza, con su piel bronceada pareciendo casi tan dorada como sus ojos.

—Sé lo que te gusta la belleza y el poder, Armand —dice Diane, obligándome a apartar la vista de la zeus—. Pero hay veces que la belleza está fuera de tu alcance y esta es una de ellas. Hasta tú sabes a qué puedes aspirar.

—Sólo estaba pensando en cómo les quedarían mis nuevos diseños.

—Pues sigue imaginándolo, porque es la única manera en que las verás con ellos —declara Diane, sin rodeos—. No eres nadie. Acabas de empezar con tu marca, como quien dice. ¿Cuánto llevas? ¿Cuatro meses? Y gran parte de la gente que está interesada en ella es porque hiciste ese vestido para Ianthe Kore y ella accedió a ponérselo porque es tu amiga.

Chasqueo la lengua. Hace que suene como si no pudiera crearme un público. Pero he trabajado duro (han sido más de cuatro meses, si cuentas el tiempo previo que he necesitado para prepararlo todo), tengo talento y…, sí, puede que tenga algunos contactos. Los suficientes, al menos, como para empezar a hacerme un hueco.

Pero también me he quedado atrás. Otra gente de mi edad tiene ya una carrera sólida. Claro que otra gente de mi edad no se pasó cinco años de su vida como comandante en una nave de investigación de Deméter, al contrario que yo.

Así que necesito un pequeño empujón. Y si tengo la oportunidad de camelarme a quien pueda dármelo, ¿por qué no iba a hacerlo? No soy estúpido. No creo que el trabajo y el esfuerzo sean lo único que te llevan a la cima. No en Olympus.

¿Y quién no ha imaginado alguna vez estar cerca de Zeus, aunque sólo sea para diseñar su ropa? ¿De qué no hablarán los poderosos a puerta cerrada? Cuatro halagos bien pensados, una pregunta casual y, si tienes suerte y habilidad, puedes soltarle la lengua a cualquiera. Y no me atrevo a imaginar cuántos cotilleos y secretos tendrán esa chica para contar. Cuántos planes de Zeus…

—Nadie más va a fijarse en mí si no me arriesgo un poco, ¿no crees? Al menos, no a corto plazo.

¿Y qué es lo peor que puede pasarme? ¿Intentarlo y que me ignoren? ¿Que se burlen de mí? Mi ego podrá soportarlo.

—Adelante, haz el ridículo: será divertido de ver y todavía más de contar —se burla mi acompañante.

—¿Es un reto, querida?

—Son hechos. Pero si quieres que apostemos…

No necesito ningún aliciente para que esto salga bien. Además, Diane puede ser… retorcida. Y me conoce más de lo que quisiera.

—Así que ya has bebido lo suficiente como para cometer todo tipo de errores, como apostar en mi contra. Pero ahora siento curiosidad: ¿qué quieres si me ignoran?

Diane finge pensárselo. Sus ojos repasan la sala, el arreglo de colores, y luego se posan de nuevo sobre las tres chicas. Me pregunto si le gustaría ser como ellas, aunque ya sea perfecta y exitosa a su manera. Me pregunto si se ha imaginado alguna vez vestida de dorado en una de estas fiestas. Yo soy consciente, de pronto, de lo bien que encajaría el color contra su piel negra, de cómo brillaría su belleza envuelta en oro.

—Ni una gota de maquillaje durante un mes en tu preciosa cara —dice de pronto—. Ni la base más simple del mundo, Armand, ¿entiendes? Y yo te elegiré la ropa para las siguientes fiestas.

Resoplo cuando me dedica su sonrisa más terrible. Sabe que preparo con mucho cuidado qué me voy a poner cada día de cada semana y que considero el maquillaje un arte.

—Muy bien —accedo. Si yo no confío en mis capacidades, ¿quién lo va a hacer?—. Pero si gano yo, llevarás mi colección y recomendarás Eros en todas tus redes. Gratis.

Diane mira mi mano extendida con confusión, pero la estrecha tras un instante de duda.

—Sabes que si consigues acercarte a cualquiera de ellas no te haremos falta para nada ni yo ni mis seguidores, ¿verdad?

—Oh, pero disfrutaré de verte perder.

Mi sonrisa es lo bastante contagiosa como para que ella vuelva a esbozar la suya.

—Pareces muy seguro de ti mismo.

—Tú sólo observa.

Diane se cruza de brazos, como si esperase el inminente desastre, pero sé que, mientras me mezclo entre la gente, no me quita la vista de encima.

Ojos de un azul tan claro que parece transparente; sonrisa de estrella a punto de caerse; pasos tranquilos de bailarín. Te veo mirarme antes de que cruces la habitación, aunque estoy segura de que piensas que no me he dado cuenta. No sabes que he contado la duda de menos de un segundo, que he visto la manera en que has analizado todo a nuestro alrededor hasta que has decidido adelantarte para coger una copa de un camarero cercano justo antes de que lo haga yo.

Siento decirte que, si esa es tu mejor táctica para presentarte, ha sido bastante decepcionante. Sobre todo para ser un afrodita con la suficiente seguridad en sí mismo como para acercarse a tres zeus.

Para acercarse a mí.

—Normalmente diría que el más rápido tiene derecho a la victoria, pero…

La copa de ambrosía se alza frente a mis ojos cuando me la tiendes, y tú estás al otro lado, y tu cara de ángel tiene cien deseos tras ella que no vas a contarme y que yo voy a fingir no ver.

Hola, querubín. Dime, ¿qué vienes a buscar?

A mis lados, Seira y Gina reaccionan y sé cómo lo hace cada una sin necesidad de mirarlas: Seira está pensando que eres un iluso y ya está imaginando cómo echarte de aquí si te pones pesado; a Gina le pareces un chiste divertido y seguramente encantador, y por eso emite una risilla. Después me dirá: «¿Aquel afrodita? ¡Qué mono!». Y se reirá y Seira resoplará y me dirá que no debería haberte seguido el juego.

Porque voy a seguirte el juego. Sólo porque me aburro y porque admito que hacía mucho que nadie de otro Servicio se atrevía a acercarse con tanto descaro, tan pocas dudas y tantas claras esperanzas. Pero ¿la verdad? Aunque me suena tu cara de algo, no tengo ni idea de quién eres, y si yo no sé quién eres, probablemente no seas nadie. No me relaciono con gente que no es nadie, pero sólo por un rato voy a dejar que pienses que sí.

—Ceder lo justamente conseguido no es una actitud muy sensata en Olympus, ni siquiera si es una copa —digo mientras la tomo.

Supongo que mi sonrisa te sorprende o te hace sentir victorioso. «Ah, lo conseguí —imagino que piensas—. Me ha hecho caso». ¿Te has apostado algo? ¿Cuántos minutos crees que puedes mantener esta conversación? ¿Quieres una foto? ¿Vas a hablarme de ropa, de cosméticos? Estás aquí, en esta fiesta, así que eres hijo de alguien o conoces a las personas adecuadas. ¿Eres una joven promesa o sólo alguien que quizá lo fue y ahora espera otra oportunidad?

Te tengo que admitir la serenidad. No te pones nervioso o, si lo haces, nada en tu cara lo deja ver. Tu sonrisa se mantiene intacta mientras le doy un trago a la bebida. Te atreves a mirarme a los ojos, que ya es más de lo que han conseguido las últimas cuatro personas que se han acercado a nosotras esta noche.

—En Olympus no nos enseñan a ceder, es cierto, pero a veces es bueno hacerlo si el beneficio puede ser mayor.

Levanto las cejas. Bueno, al menos juegas de frente.

—Beneficio. —Suspiro como si no supiera perfectamente que a eso se reduce todo siempre. Como si no lo hubiera visto en tu boca ya antes de que pronunciaras la primera palabra—. Ah, cómo se ha perdido la amabilidad y el desinterés en esta nuestra sociedad, qué lamentable…

Miro a mis compañeras. Seira pone los ojos en blanco mientras apoya una mano sobre su cadera; Gina, en cambio, me ríe la broma escondiendo la sonrisa tras su vaso, sus pecas saltando en sus mejillas. Seira está deseando que nos dejes bailar, aunque en parte lo que ocurre es que le gustaría que alguien se acercase a ella desde el principio, pero eso no pasa cuando yo estoy, ¿verdad, Seira? Sé que a veces te cansas de ser la sombra, sé que quieres el foco para ti, pero quizá no has hecho lo suficiente para ganártelo por derecho propio. ¿Honestamente? Estás mejor así. Hay luces que brillan demasiado y tú te quedarías ciega, no podrías soportarlo: las dos lo sabemos. Gina sabe que tampoco podría y por eso ella ni siquiera lo intenta.

Por suerte para todas, yo reflejo la luz y tengo suficiente para alumbraros a vosotras también. Entre nosotras no hay que pelear por ella.

Volvamos al querubín.

—Y cuéntame: por una copa, ¿qué esperas conseguir? Porque no es mucho como intercambio, la verdad. Aunque si quieres puedes tener el honor de llevársela de vuelta al camarero.

Gina deja escapar otra risita.

—¡La mía también!

Las dos tendemos nuestros vasos al tiempo que esbozamos dos sonrisas perfectas. No pareces humillado pese a que te tratamos como a un criado. Las comisuras de tus labios no se derrumban ni un poco y tienes el descaro de rozarme la mano cuando coges mi copa. Finjo no enterarme. En su lugar, me fijo en que has querido tocarme a mí, pero no buscas tocar a Gina cuando coges la suya. Sabes a quién te estás dirigiendo y qué atención te interesa.

—En realidad, poder intercambiar unas palabras con vosotras esta noche ya parece suficiente beneficio.

—Ah, interesado pero con poca ambición. Esa no parece una mezcla ganadora en este mundo, afrodita.

—¿Eso crees? —Tu risa es tan calculada como todo lo demás—. Yo prefiero considerar que tengo los pies en el suelo. Todo el mundo sabe lo que pasa cuando vuelas demasiado cerca del sol. —La sonrisa cambia justo en ese momento. Es tan sutil que quizá no lo vea nadie más; podría pasar por una sombra o un efecto de la iluminación de la sala, pero está ahí, y la dulzura de caramelo se convierte en algo que pica en la lengua cuando te atreves a dar un paso adelante, inclinarte hacia mí y bajar la voz—: ¿De qué sirve llegar más lejos que nadie si luego no puedes disfrutar de ello?

Seira resopla y yo levanto una ceja con burla. Demasiado rápido, querubín.

—¿Sabes quiénes tienen miedo de acercarse demasiado al sol? Los mortales. Las estrellas, en cambio, no corremos peligro: estamos hechas del mismo material. Así que en vez de demostrar lo poco ambicioso que eres, quizá deberías intentar convertirte en otra estrella para así poder acercarte al sol todo lo que quieras. —Levanto la mano para apoyar un dedo en su pecho, en una camisa rosa tan brillante como probablemente pretenda ser él. Su paso atrás no cuesta ningún esfuerzo cuando le empujo—. Ahora mismo, sin embargo, ya te estás quemando.

Aunque mi mano se mueve en un ademán que pretende despedirlo, nuestro particular Ícaro parece haber decidido que las alas con las que se ha impulsado hasta nosotras todavía no se han derretido y por eso ríe. No es una risa nerviosa, de quien sabe que ha dado un paso en falso, y supongo que puede que sea modelo y por eso me suena su cara, porque se le da muy bien mantener esa pose. Siento ganas de mirar alrededor para comprobar si no está intentando ganar algunas fotos desde cualquier rincón.

—No es tan maravilloso ser una estrella: ellas apenas pueden moverse, así que no pueden acercarse a nadie realmente. Por el contrario, los mortales podemos ir a donde queramos.

El siguiente paso que das atrás busca demostrármelo, ¿verdad? Tu mirada, de nuevo en mis ojos, me dice: «Tú deberías envidiarme a mí». Y eso, por fin, llama mi atención, porque no es lo que suele pasar. Los afroditas no se pasean ante los zeus para decirles que es mucho mejor pertenecer al Servicio dedicado a la moda y la belleza que al que mantiene el control de todo nuestro mundo.

Dime, querubín, ¿dónde he visto tu cara antes? ¿Qué quieres de mí?

—Disfruta de tu corta vida entonces, mortal —digo, no obstante. Entiéndelo: no puedo darte el gusto de hacerte el caso que quieres. Pensarías que tienes algún tipo de poder—. Creo que, pese a tu poca ambición, tienes futuro como camarero.

Mi sonrisa es maliciosa. Seira sonríe de la misma manera antes de hacer un gesto con la mano como si airease el espacio a nuestro alrededor. Gina se vuelve a reír.

—¡Sí! —exclama ella, jovial—. De hecho, puedes seguir trayéndonos copas toda la noche.

—No sé —reflexiona Seira con expresión consternada—. ¿No es un trabajo que requiere demasiada coordinación para un afrodita? No creo que pueda traer las copas de tres en tres…

¿Cómo vas a responder a esta humillación, Ícaro? ¿No te duelen las alas? ¿No vas a ponerte colorado por el calor?

—Me temo, queridas estrellas, que la vida de un mortal es demasiado corta para dedicar una noche entera a serviros copas —dice, aunque otros matarían por hacer eso mismo. A continuación, nos dedica una reverencia sin perder la sonrisa—. Aun así, estoy convencido de que, si me necesitáis para alguna otra cosa, sabréis atraerme con vuestro brillo.

Un camarero pasa justo en ese momento por nuestro lado y dejas mi copa y la de Gina en su bandeja al tiempo que tomas una nueva para ti. Antes de que puedas brindar a nuestra salud, sin embargo, mi mano se lanza hacia la tuya. No te esperabas que fuera a tocarte, ¿verdad? Lo sé porque tus dedos te traicionan y se sobresaltan bajo los míos durante el breve segundo del contacto, antes de que me quede tu bebida. Cuando te miro, veo tus alas consumirse mientras tu mirada se enciende; algo te grita que hay peligro y que si sigues volando muy cerca te vas a quemar, y a lo mejor hasta te sientes tentado a ello, ¿verdad? Pasa siempre. El sol atrae demasiado. El dorado atrae demasiado.

—Yo también estoy segura. —Soy yo quien brinda ahora, y espero que entiendas lo que quiere decir eso: que si quiero que me consigas copas, al final lo harás, porque así es como debe ser. Yo siempre consigo todo lo que quiero; Zeus siempre consigue todo lo que quiere. Las estrellas no necesitamos movernos porque el resto del mundo gira a nuestro alrededor, y si a mí me apetece, tú lo harás también—. Disfruta de la velada, mortal.

Lo veo humedecerse los labios mientras me llevo la copa a la boca. Sueña, querubín, porque es lo único que podéis hacer los mortales, lo único que os queda para poder alcanzarlo todo sin límites. Lo único que te queda a ti para alcanzarnos a nosotras, desde luego.

Al final, ríes, y tu risa suena distinta a la primera, aunque sigue sin ser nerviosa y eso me molesta un poco. Con un gesto de cabeza que me concede la victoria y una despedida en forma de sonrisa cortés hacia Seira y Gina, te alejas.

—Espero que no te le hayas insinuado en serio —dice Seira.

—Por favor. —Casi me siento ofendida cuando la miro—. No me insultes. Sólo quería ver cómo se echaba a temblar.

—Pobre mortal. —Gina se ríe—. Pero sabes quién es, ¿no?

—Si no lo sé es porque en el fondo no tiene tanta importancia, pero supongo que tú sí estás enterada.

—Es sobrino de Afrodita. Armand Cordroy. Es diseñador, o quiere serlo: acaba de sacar su primera colección de ropa. Hace unos años tuvo una actuación bastante buena en la Akademeia, pero después desapareció del mapa.

Ah, mortal, entonces era eso lo que venías a conseguir. Un poco de publicidad gratis, ¿verdad? Tu ropa estaba bien: si la has diseñado tú mismo, tengo concederte que tienes cierto talento. Pero hay miles de diseñadores pegándose para que cualquiera de nosotras se ponga alguno de sus diseños como para perder el tiempo con un principiante.

—Supongo que quiere una reaparición en la esfera pública por todo lo alto, entonces —me burlo—. ¿Estáis preparadas para que pronto os lleguen invitaciones para alguna pasarela?

—No irás a darle alas, ¿no?

—No, no he dicho que vayamos a aceptarlas.

—Pero ¿podemos aceptar ropa? —pregunta Gina—. Es bonita, la verdad…

—Eso es justo lo que quiere, Gina —le indico como si no fuera obvio—. Una sola publicación en nuestras redes y lo tendrá todo hecho.

—¿Eso es que no? —Gina casi hace un puchero y Seira sacude la cabeza—. Había un vestido que…

—No —la interrumpo, llevándome de nuevo la copa a los labios. La ambrosía me sabe dulce, a control y poder—. En Zeus no ayudamos a quienes no están dispuestos a todo. Y ya le habéis oído: es alguien con miedo a acercarse demasiado al sol.

Y en Olympus sólo se premia a las personas dispuestas a arder.

Había olvidado el sordo dolor de cabeza que me queda tras una fiesta de Olympus a la mañana siguiente. Había olvidado que es el efecto del alcohol y la música y la galería de caras que siempre acompañan a la noche. Diane consideraría que lo que pasa es que estoy desentrenado: demasiado tiempo en el espacio, demasiado tiempo «sin disfrutar de las cosas buenas de la vida».

Aun así, trato de despertarme a la hora de siempre y de ponerme a trabajar. En veinte días hay un desfile y necesito que mi colección esté perfecta para entonces. Necesito llamar la atención de más gente, crecer, hacerme imprescindible. Tengo que demostrar que estoy a la altura, que puedo hacer algo que todo el mundo desee.

Sin embargo, no estoy pensando en todo el mundo mientras esbozo una idea en mi tableta. Estoy pensando en alguien en concreto, aunque no permito que la figura femenina que dibujo tenga su rostro o su peinado o las formas que se podían adivinar bajo el vestido que llevaba anoche. Formas perfectas, por supuesto, como toda ella.

Es una lástima que no tenga una personalidad a juego con su físico.

Una personalidad que no tiene nada que ver con lo que cuelga en sus redes sociales. Allí es encantadora, aparentemente cercana. Con sus fotografías y vídeos, me he hecho más a la idea de qué podría gustarle. De qué tono de dorado prefiere. De qué corte le quedaría mejor. De qué detalles está enamorada. Es como ensamblar un rompecabezas y me gusta cómo está quedando, aunque una parte de mí se rebela ante la idea. Sin embargo, intentar complacer a alguien que ni siquiera sabe quién soy es lícito si consigo meter un pie en sus redes sociales y en su vida con mi ropa. Si consigo acercarme a una zeus, a cualquier zeus, creo que el esfuerzo valdrá la pena.

Elain debería de estar de acuerdo conmigo.

Pese a que espero su llamada, me sobresalto cuando mi eidola empieza a sonar, como si me hubiera pillado haciendo algo malo. Mi brazo se mueve para escudar mi tableta de forma inconsciente cuando descuelgo, casi temiendo que el holograma que se proyecta en mi cocina pueda entender algo de mis caóticos trazos o de los pensamientos tras ellos.

—Armand.

Su voz llega con la más leve distorsión. La imagen ante mí, de hecho, fluctúa. Nuestra tecnología puede ser de lo mejor que hay en el espacio conocido, pero eso no impide que haya interferencias cuando intentas hablar con alguien que está en un planeta fuera de nuestro sistema solar. Y si tenemos en cuenta que la tecnología de holollamada que estamos usando no es la de Olympus, sino Iris, un programa pirata en teoría irrastreable, lo que me sorprende es que no dé muchísimos más errores.

—Elain —la saludo.

Su piel grisácea parece más oscura con la luz del sitio en el que está, y sus marcas rojas son pinceladas atravesadas por las cicatrices que recorren su rostro. Las mismas cicatrices que ella parece lucir con orgullo, pese a que estoy seguro de que un buen apolo podría borrarlas. Pero son un recuerdo, supongo. De quién es ella, de cuál es su papel.

De que no se llega a cabeza de una rebelión contra todo un imperio galáctico sin sufrir por el camino.

—¿Qué puedo hacer por ti? —me pregunta. Aunque sé que lo que quiere decir es: «¿Qué puedes hacer hoy por mí? ¿Qué información me traes?».

Y tal vez una parte de ella se pregunte: «¿Cómo sienta jugar a ser alguien que no eres? ¿Cómo es fingir que eres leal a Olympus mientras les cuentas sus secretos a los rebeldes que luchan por destruirla?».

—He tenido una idea que creo que aprobarás —digo mientras le doy vueltas a mi lápiz digital entre los dedos—. ¿Qué te parecería que me acercase al Servicio de Zeus? Quizá no lo suficiente para conseguir información de sus planes a largo plazo, pero ¿no estaría bien tener ojos y oídos cerca? Estoy seguro de que si alguien se entera de todo lo que pasa en Olympus son ellos.

No es que esperase una felicitación por la idea, pero tampoco que Elain, que siempre me mira con su rostro imperturbable, frunciera el ceño.

—Los zeus son peligrosos, Armand —dice, y lo cierto es que suena un poco condescendiente. Como si yo no supiera qué puede pasarme si no tengo cuidado—. Entiendo por qué te ha parecido una buena idea y no voy a negar la utilidad que podría tener, pero ese Servicio ni siquiera funciona como el resto. Si no te acercas a la persona indicada, será sólo una pérdida de tiempo para ti.

—¿Te parece una de las posibles candidatas a Zeus la indicada? —pregunto con fingida inocencia. Veo su cambio de expresión, la forma en que aprieta los labios, y decido adelantarme a sus reservas—: Se llama Enid Dusan y está en lo más alto de la élite. Por lo que sé, está trabajando en las oficinas principales, muy cerca del propio Zeus. Y aunque no está claro si al final la elegirán para heredar el mando del Servicio, está lo bastante arriba en la cadena como para saber qué ocurre en cada lugar de la galaxia.

Elain no titubea. O, al menos, yo nunca la había visto dudar. Pero el silencio que sigue a mi intervención parece pensativo y creo que quizá la he desestabilizado. Siento una punzada de orgullo al pensar que es así. Aunque sé que confía en mis habilidades (nunca me habría dejado trabajar para la rebelión si no fuera así, en primer lugar), creo que no esperaba que aspirara tan alto.

—Tienes que admitir que es una oportunidad demasiado jugosa para dejarla escapar —la presiono.

—¿Qué te hace pensar que vas a poder ganarte su confianza?

Que conozco a la gente. Desde luego, no va a ser un trabajo de dos días. Me va a costar meses, probablemente. Pero sé cómo derribar barreras. Y a esta chica la tengo calada: segura de sí misma, egocéntrica y consciente de que es mejor que los demás. Lo cual hace, también, que esté acostumbrada a que le sigan la corriente sin preguntar. Está acostumbrada a los halagos y será inmune a ellos. Pero sé que si consigo llamar su atención y conservarla, si consigo que sienta curiosidad por mí…

—No puedo saberlo, pero ¿qué me impide intentarlo? Me acercaré, tantearé el terreno y veré hasta dónde puedo llegar. No hay peligro.

—Lo hay. Lo has visto, o no me estarías preguntando si me parece una buena idea: si confiases ciegamente en tus posibilidades, ya te habrías puesto en marcha, sin más.

¿Quién dice que no lo haya hecho ya?

—A lo mejor confío en tu criterio más de lo que crees.

Elain decide no contestar a eso, aunque algo me dice que no se lo cree.

—Con precaución, Armand —me advierte—. Descubre si puedes acercarte y si podemos sacar algo de ella. Si ves que no va a ninguna parte, no insistas. Y, sobre todo, infórmame y no te involucres, ¿entiendes?

—¿Involucrarme? —La idea casi me hace reír—. Tengo muy claro mi objetivo, Elain. No te preocupes.

—Ten cuidado —me advierte de nuevo, separando las sílabas—. Y mantén el contacto.

No hay más despedida que esa. Elain Truva cuelga y mi casa queda sumida en un silencio casi opresor sin su voz y sin la estática que suele acompañar a las holollamadas a larga distancia. Sin Elain en medio de la cocina, el espacio parece más grande y un poco más oscuro, como si hubiera apagado una luz al marcharse.

Me quedo sentado a la mesa, con mi tableta delante de mí y el lápiz todavía entre los dedos. De pronto, tengo un poco más claro cómo deben ser las líneas y los detalles. Luz. Siento la sonrisa trepándome por las mejillas. Eso es exactamente lo que queremos ser todos, y estoy seguro de que Enid Dusan no es ninguna excepción.

Quizá ya sea una estrella, pero yo puedo hacer que brille más que nunca.

Cuando estás acostumbrada a tener el control sobre todo lo que te rodea, las únicas cosas que pueden llegar a ser un verdadero incordio son las que no puedes analizar o prever. Y si eres zeus, una buena zeus, no puedes permitirte que haya muchas situaciones en las que no puedas tener todo el poder y el conocimiento necesarios. Debemos estar preparados, siempre con todos los cálculos y datos posibles a mano, siempre sabiendo ver dónde hay pequeños desajustes que arreglar antes de que se conviertan en un problema.

Si no hacemos bien nuestro trabajo, si no estamos acostumbrados a verlo y controlarlo todo, pueden ocurrir desgracias. Dinero que se pierde. Recursos que no son rentables. Caídas de popularidad. Planetas que nos dan la espalda. Levantamientos de pequeños grupos descontentos con una gestión que debería ser brillante y perfecta. La gestión de Olympus, el mantenimiento del orden, nos corresponde. Debemos mantener la calma, el esplendor y la belleza.

Y Zeus sabe que, en eso, yo soy la mejor. Yo sé que soy la mejor.

Por eso me molesta que los datos que manejo esta mañana todavía no sean tan buenos como esperaba. Me molesta que todas las entrevistas, programas de entretenimiento, cotilleos controlados, campañas de publicidad y el resto de acciones que hemos estado diseñando en el último año, tras el que probablemente ha sido el golpe más fuerte que ha recibido Olympus desde su génesis, no basten para tener datos positivos sobre el sentimiento de nuestros ciudadanos alrededor del sistema y, sobre todo, de nuestro Servicio.

Pero todavía me molesta más cuando sé que no he mantenido el control sobre mi expresión o que hay una persona tan controladora como yo que siempre parece tener un ojo sobre mí.

—Esa cara no es digna de tu belleza, Enid.

Y tu belleza no es digna de tu carácter, Soren.

Por desgracia, no puedo contestarle eso al chico que ahora se está sirviendo un café justo a mi lado. Como de costumbre, ha lanzado ese dardo disimulado sin perder la sonrisa perfecta, así que yo le respondo con otra todavía más grande.

—Buenos días a ti también, Soren.

—Buenos días. ¿Mala noche? No deberías ir a tantas fiestas, luego se paga…

—Oh, no te preocupes: la velada de ayer fue estupenda. Tú deberías ir a más, ¿sabes? A este paso, la gente sólo va a saber quién eres por esas aburridas entrevistas en portales profesionales. Lo cual sería lamentable, claro. A Zeus debería conocerle todo el mundo antes incluso de ser Zeus. Ya sabes, para ganarse su confianza.

—¿De veras? Diría que la única confianza que importa es, precisamente, la de Zeus. ¿Cómo llevas tú esa, considerando que los datos de popularidad no han alcanzado el objetivo que te habías marcado, a pesar de que la semana pasada decías estar segura de haberlo sobrepasado?

Me trago un gruñido y las ganas de fruncir el ceño. No intento negarlo. Los datos son públicos para todo el equipo. Claro que él tampoco puede presumir.

—Diría que estamos igual, ¿verdad? ¿Cuánto decías hace un mes que se iba a rebajar el porcentaje de revueltas con tus magníficas estrategias de control de la población a base de aumentar la seguridad y la presencia de ares en zonas conflictivas?

Un 100%. Eso dijo. Desde luego, algo muy alejado del pobre 65% que hoy han mostrado los análisis. Soren, como yo, no pierde su sonrisa.

—Desajustes.

Ese argumento me lo sé.

—Los mismos que los míos, entonces.

—¿Y qué gran idea vas a desarrollar ahora para solventar esos desajustes? —continúa él. Oh, Soren, te aseguro que si no considerase que no merece la pena romperme una uña en el proceso, te borraría la sonrisa de un puñetazo—. Estoy ansioso por verlo. ¿Con qué vas a llenar ahora los medios? ¿O qué nuevo programa de entretenimiento te vas a inventar? ¿Qué fiesta vas a organizar y dónde vas a poner a Zeus a dar discursos…?

—Ya lo veremos. ¿Y tú? ¿Qué armas o controles te vas a inventar ahora con Ares y Hefesto, para ver si tu política del miedo por fin funciona por algún golpe de suerte?

—Ya lo veremos —responde él también, encogiéndose de hombros—. Tendré que ponerme realmente creativo.

Con un guiño, Soren Polizo se marcha y yo sé que sólo ha venido a amenazarme, a dejarme claro que se va a poner a trabajar en serio en sus propios proyectos y que es consciente de que sus datos por objetivos han resultado ser peores que los míos y no va a dejar que se quede así. Que él será Zeus el próximo año, no yo. Que debería unirme a sus ideas y abandonar lo que él considera simples juegos de manipulación que no sirven para nada. «Son espejismos, nos hacen débiles; tenemos que demostrar que somos fuertes, que nadie puede reírse de nosotros». He perdido la cuenta de las veces que ha sostenido esos mismos argumentos en las juntas con Zeus, especialmente tras la pérdida de Ilión, por eso no me sorprende escuchar cómo repite esas mismas palabras en la reunión de horas más tarde, en la que varios zeus analizamos en conjunto los últimos datos recibidos. Gina me mira de reojo cuando lo escucha y sé que Seira contiene un resoplido, pero todas nos mantenemos en el papel de perfecta tranquilidad y cooperación que se espera.

Zeus no está contento, y me consta porque nos manda a trabajar, con los ojos dorados fijos en Soren y en mí cuando nos dice que dejemos de decepcionarlo.

Es esa mirada la que me mantiene despierta de madrugada esa noche y las siguientes, en las que analizo datos una y otra vez y esbozo el principio de una nueva estrategia.

Es en uno de esos días cuando recibo el mensaje de Afrodita. Al principio ni siquiera le recuerdo. Aquel querubín era guapo, pero no para tanto. Desde luego, no lo suficiente como para pensar en él cuando tengo a Zeus pendiente de todos mis movimientos y a mi principal competidor más molesto y decidido a destruirme que nunca. Así que no le presto atención a la invitación al desfile hasta que Gina me escribe:

Las predicciones de Enid Dusan eran ciertas una vez más.

La notificación brilla encima de mi brazo durante un segundo, hasta que las piezas encajan en mi cabeza. La satisfacción de haberme adelantado a los movimientos de alguien siempre se ve enfriada por lo previsible que es la gente. Apoyo la cara en una mano y abro la invitación con información del desfile. Es un evento con las principales marcas de ropa de Afrodita y no me cuesta más de una búsqueda averiguar cuál es la que le pertenece a él. Eros. Típico, para ser un afrodita. Peligroso, también, llamar así a una marca cuando no eres un Hijo. ¿Lo has hecho a propósito, querubín? ¿Quieres que se te perciba como el hijo de Afrodita aunque sólo seas su sobrino? ¿Eres así de retorcido o sólo yo sería capaz de hacer algo así?

Veamos, angelito: ¿quién eres? Que la red me cuente lo que sabe de ti.

Valentina, la hermana más pequeña de Afrodita, es una de tus madres. Por supuesto: así puedes entrar por la puerta grande a sus desfiles. ¿Qué más? Gina dijo que habías tenido un gran paso por la Akademeia. ¿Cómo de grande? Oh, fuiste comandante de Cronos, el grupo más importante de la institución. Felicidades, querubín: admito que no me lo esperaba, no tienes cara de líder. ¿Eso es lo que usas a tu favor? Seguro que sí. Te gusta que te infravaloren, ¿no es cierto? Eso te da más oportunidades. Entonces, si estás relacionado con la mismísima Afrodita y fuiste relevante en algún momento, ¿por qué yo no sé nada de ti? ¿De dónde sales de repente y dónde has estado hasta ahora? Formaste parte de un año interesante para el grupo de Cronos, definitivamente. Las noticias que me salen hablan del grupo maldito: tres Hijos ahora muertos pertenecían a ella; fue el primer grupo de Cronos que nunca llegó a graduarse. Los estudiantes que pertenecían a esa promoción ni siquiera completaron el primer año.

Qué interesante.

Tus redes sociales no responden a las preguntas que empiezan a aparecer en mi cabeza. Ahí estás brillante y rodeado de gente o absolutamente divino en distintos conjuntos que supongo que te has diseñado tú mismo. Veo la historia que quieres venderme: éxito, alegría, belleza. Pero no hay nada anterior a hace unos meses: las primeras fotos ni siquiera tienen sentido ni encajan con todo lo demás: son sólo telas, telas y más telas. Y lo siguiente, el logo de tu marca. ¿Borraste todo como parte de una estrategia de marketing? ¿Lo hiciste para generar más impacto o querías empezar de nuevo, de cero, y eso fue lo que te dio la excusa perfecta?

Analizo las fotos hasta que descubro una que me sorprende y al mismo tiempo me encaja que esté ahí. Ianthe Kore, Hija de Deméter. Estuvo en tu misma promoción de la Akademeia y tú le has hecho un precioso vestido negro y verde que has llamado Perséfone. Sigo ese hilo. Es el perfil de Ianthe Kore el que me da las respuestas que necesito. Tardo en encontrarte, pero ahí estás, en algunas fotos con una tripulación que trabaja para Deméter. Eso me llama la atención. ¿Te has pasado cinco años en una nave de Deméter? No es lugar para un afrodita, pero sobre todo no parece un lugar para ti. He hablado diez minutos contigo y ya sé que no te pega nada.

Ah. Y no estabas solo.

Hay otra cara que reconozco, aunque el perfil de Minna Hassal, la tercera Hija de Apolo, hace ya mucho que está desactivado: en concreto, desde que murió en un accidente del que nadie sabe demasiado, hace cerca de un año. Una de las víctimas de ese grupo maldito de Cronos. Apoyo la cara en una mano mientras sigo curioseando en la red. Estás rodeado de historias interesantes, pero ¿qué papel tienes tú en medio de todas ellas? ¿Por qué te fuiste a una nave de Deméter? Mira lo que has conseguido en pocos meses: tu marca tiene una buena base de seguidores y pronto presentarás una colección con los más grandes. Mira tu talento. Mira tus contactos. Cuando busco comentarios de tu Odisea, esa prueba ridícula que el resto de Servicios tenéis que pasar en la Akademeia, descubro que fuiste muy popular entre el público: quedan restos de tu participación en vídeos y redes sociales, aunque no tanto como yo querría encontrar. Lo tenías todo para, pasara lo que pasara con el resto de tus compañeros, poder seguir un camino brillante y directo a lo más alto de la élite de Afrodita, esa en la que ahora intentas hacer una carrera meteórica.

¿Por qué has perdido todo este tiempo?

Hay algo que no me encaja. Hay un desajuste en todo esto. Hay una parte de la historia que me estoy perdiendo y algo en el fondo de mi cabeza me lo advierte, como me podría advertir de un número mal sumado.

Otro mensaje de Gina aparece justo al lado de una foto en la que sales brindando con la misma sonrisa que tenías la otra noche. Una sonrisa hecha para ser capturada. Una sonrisa que quería que me quedase con ella.

Creo que te juzgué mal en una cosa: de pronto, no tengo nada claro que no seas ambicioso.

Siendo justas, nos ha invitado Afrodita, no él, así que ¿podemos ir? ¿Por favor?

Me echo hacia atrás en mi asiento. Mis dedos vuelven a abrir la página de Eros y repaso los diseños. El que has llamado Perséfone vuelve a captar mi atención. Verde y negro. El color de Deméter, pero también el color de Hades. Lo has hecho a propósito. Has mezclado los colores de Servicios bajo el nombre de la única diosa que podría hacer que tuvieran algo que ver.

A todas mis preguntas se suma una idea de fondo. Cuando respondo, lo hago sabiendo que quizá puedo matar varios pájaros de un tiro.

¿Cómo podríamos negarnos a una invitación de la mismísima Afrodita?

No sé qué quieres de mí, querubín, pero se me han ocurrido varias cosas que puedo sacar yo de ti.

Me crie entre telas y bocetos descartados, entre maniquíes y carretes de hilo. Me crie descubriendo el lenguaje de la ropa y del maquillaje, lo que la gente quiere decir con su aspecto incluso cuando no pronuncia ni una sola palabra. Me crie entre bastidores de pasarelas de moda, rodeado de gente hermosa a medio vestir, entre retoques de última hora, consciente de que cualquier contratiempo podía arruinar el trabajo de meses.

Aprendí que si no eres capaz de tenerlo todo bajo control, que si no puedes mantener la calma cuando se requiere de ti, es que no sirves para el éxito ni, por descontado, para formar parte de la élite de Olympus.

A nadie le gusta caer desde lo alto, pero, por suerte, yo sé volar.

Por eso estoy tranquilo mientras ayudo a vestir a mis modelos. Mientras resuelvo problemas de última hora y doy los últimos consejos. Confío en mí mismo, en todas las horas de trabajo invertidas en esta colección. Y, por suerte, mi tía también confía en mí, aunque haya aceptado a regañadientes que añadiera un modelo de última hora al desfile.

Pero hasta ella ha considerado que merecía la pena. Y si tienes la aprobación de la mismísima Afrodita, ¿cómo no vas a triunfar?

Desde una esquina del escenario, veo salir al último modelo de la marca Anteros, la de mi primo. El único hijo de Afrodita (su Hijo, su heredero) y yo tenemos una relación de cordialidad, pero sé que nunca seremos amigos porque él me toma como un posible competidor, aunque yo nunca he querido ser un Jefe. Mis madres soñaron una vez con eso para mí, pero yo supe desde muy joven que no me interesaba. Como Familiar tengo más libertad de la que tendría como heredero de una gran compañía, y yo valoro mucho mi libertad.

Me uno a los aplausos cuando mi primo sale a recibir su merecida ovación. Tristán las recibe con gracia, caminando del brazo de sus dos modelos favoritos. Está acostumbrado a las cámaras, a los halagos, a hacerlo todo bien. Y eso es bueno, porque significa que nadie va a poder sustituirlo.

Hay pantallas en todos lados, tras el telón, pero aun así yo abro una en mi eidola. El desfile es sólo presencial para unos pocos elegidos; para los simples mortales se retransmite todo en línea, lo que también tiene sus ventajas. Los sistemas holográficos y de realidad virtual pueden convertirte en modelo y te permiten comprobar cómo te quedarían cada una de las prendas. Personalmente, aunque lo considero interesante, hay algo mucho más atractivo en ver la ropa delante de tus ojos. No importa lo realista que sea el sistema: un vestido en una pantalla nunca será lo mismo que un vestido en la vida real. Y hay al menos uno en mi colección que hay que ver en persona para apreciarlo en todo su esplendor.

Muevo el ángulo de la imagen ante mí para observar al público. Mi tía, Afrodita, se sienta en primera fila, junto a mis madres. No las oigo, pero parecen estar comentando algo animadamente, aprovechando el breve momento de descanso. Por lo general, me fijaría en sus expresiones durante el pase para hacerme una idea de lo que piensan de mi colección, pero hoy la persona en la que me concentro es otra. Se sienta entre sus dos amigas, con las piernas cruzadas y la sonrisa imborrable. Su vestido dorado parece cazar parte de la luz de la sala y reflejarla, como una luna. Aunque yo sé que, en realidad, Enid Dusan quiere ser el sol.

Me quedo con su imagen en la pantalla, pero mantengo un ojo en la pasarela cuando la iluminación y la música cambian. El logotipo de mi marca (una E alada y coronada) aparece proyectado en la pared, y mi colección está de pronto en la pasarela. Los meses de trabajo se convierten en sólo unos minutos bajo los focos, pero yo no observo tanto los trajes, sino que me concentro en las miradas de la gente que los estudia, en la forma en que cuchichean con sus acompañantes, en sus sonrisas o en la falta de ellas. En circunstancias normales, doy por hecho que la gente (a excepción de los afroditas entre el público) no llega a darse cuenta de la intención de cada corte y cada detalle, que no son conscientes de todo el trabajo que hay detrás de cada prenda. Que no prestan atención a la línea que suele conducir cada colección. Aun así, disfruto de sus expresiones de placer cuando algo les gusta. Hoy me doy cuenta, con satisfacción, de que las tres zeus siguen los movimientos de cada modelo con atención, y es obvio que no están disgustadas.

Y lo estarán todavía menos cuando vean el gran final.

Para él, las luces se atenúan, lo que convierte la silueta de Diane en sólo una sombra. Llevo fantaseando con verla vestida de dorado desde la fiesta, pero fue al verla con el vestido puesto cuando realmente supe que era la elección de modelo adecuada. Tiene el porte necesario, sus movimientos son elegantes incluso en la penumbra.

Y entonces, las estrellas empiezan a brillar, doradas y cálidas, llenando la falda y el corpiño de luz. Forman constelaciones, como si estuviéramos mirando esos cielos nocturnos imposibles de captar desde la ciudad, donde los neones lo eclipsan todo. La tela destella, como si atrapara la luz entre sus pliegues, y Diane parece disfrutar del efecto casi tanto como el público. Sobre su cabeza, besando sus cabellos, hay una corona que pretende imitar los rayos del sol.

Helios. Así he llamado este vestido, porque todas las grandes obras de arte merecen un nombre y esta es la mía.

Los aplausos que recibo a continuación me parecen más que merecidos. No me he matado a trabajar durante las últimas semanas como para dejar de disfrutarlos ahora. Camino por la pasarela del brazo de Diane para la vuelta de gloria, y casi me resulta difícil escucharla por encima de la música y el ruido del público:

—Estás esforzándote mucho para ganarte a esas zeus.

Hay algo de inquina en su voz. Es obvio que no lleva bien haber perdido la apuesta porque, técnicamente, las Cárites no me ignoraron en la fiesta. Mis ojos, de hecho, buscan a las tres chicas entre el público. Juraría que mi mirada y la de Dusan se cruzan, y yo le dedico una sonrisa brillante en el segundo que necesitamos para pasar ante ella.

—Te dije que merecía la pena arriesgarse —respondo, tras inclinarme hacia el oído de Diane—. Ahora estoy seguro de que tengo su atención.

Diane sabe que tengo razón y probablemente esté tan interesada como yo por ver a dónde me lleva esto, pero no tiene oportunidad de ser testigo de ello, porque no está conmigo cuando, un par de horas más tarde, una vez que el espectáculo ha terminado y sólo quedamos quienes hemos estado recogiendo, me encuentro una silueta dorada en el pasillo de los camerinos.

Estoy tan cansado que ni siquiera me había dado cuenta de que faltaba la corona de Helios entre todos los trajes y complementos usados en el desfile hasta que la veo sobre los cabellos de Enid Dusan. Reconozco que me sorprende, tanto verla con el adorno sobre sus cabellos castaños como que esté aquí, como si me hubiera estado esperando. La joya le queda perfecta, a juego con ese vestido corto que lleva y sus tacones de aguja. Juraría que sus piernas no parecían tan largas cuando estaba sentada, pero ahora son interminables. Mientras se apoya en la pared, las mantiene cruzadas a la altura de los tobillos, igual que entrelaza las manos tras su espalda. No puedo evitar mirarla, fijarme en su presencia aparentemente despreocupada pero tan elegante, en la perfección calculada que hay en toda ella, como en la mayoría de los zeus.

Si yo la estudio, ella también lo hace conmigo. Sus ojos, de hecho, se entrecierran un poco mientras observa mi blusa y la sonrisa se le extiende por los labios pintados. Fue una de mis primeras creaciones cuando volví a Marte: seda blanca y un bordado de arabescos dorados sobre los hombros y las mangas. Me pareció muy adecuado para desfilar junto a Helios y formar parte de su brillo.

—¿No crees que es muy atrevido ponerse detalles dorados siendo un afrodita, Cordroy? —pregunta con una voz falsamente melosa—. Estoy segura de que, aunque sea para una pasarela, desafía un par de reglas…

Reacciono. Dejo de mirarla y recuerdo dónde estoy y qué tengo que hacer cuando le dedico mi mejor sonrisa.

—Creo que no hay peligro de que piensen que soy una estrella: tengo ojos de mortal. —Al contrario que los suyos, que son de un dorado tan intenso que distraen—. Además, este es el reino de Afrodita: mi tía permite ciertas concesiones.

Es obvio que ha estado buscando cosas sobre mí o le ha pedido a alguien que se las cuente: no le sorprende que sea uno de los sobrinos de la Jefa del Servicio. Me pregunto cuánto tiempo habrá dedicado a investigarme. Probablemente, no más del que he usado yo para investigarla a ella. Me pregunto, también, qué habrá visto de mí para que esté ahora aquí.

—Cuidado con esas concesiones —me indica con una suavidad que no me creo—: podría parecer que te consideras digno de vestir el dorado. O peor: que el dorado no significa nada y que Zeus no debería ser el único Servicio con poder sobre él. Un diseñador tiene que saber de la importancia de la ropa y sus mensajes. ¿O no?

Meto las manos en los bolsillos de mi pantalón y trato de parecer lo más inocente posible. En realidad, no esperaba que se lo tomase como un reto, sino que mantuviera ese concepto de que no soy nadie, de que el oro en mi ropa es un ofrecimiento de servir a los zeus, de que los admiro.

—Un diseñador puede saber de muchas cosas, sí. Por ejemplo, yo sé que el dorado no está prohibido. —Aunque se supone que en tu puesto de trabajo debes llevar el color de tu Servicio. Y la pasarela es parte de mi trabajo—. Y quizá quería dar un mensaje, para todo aquel que quiera leerlo.

—¿Y cuál es el mensaje, de todas las posibilidades?

—Si necesitas preguntármelo, a lo mejor no lo he formulado con suficiente claridad.

—Para nada: el arte tiene tantas interpretaciones como personas lo reciben, ¿no es cierto? —Los ojos de Enid destellan bajo la luz del pasillo cuando da un paso hacia delante. Descruza los brazos y, de pronto, me está tocando. Su dedo y su mirada acarician el hilo dorado de mi camisa y yo tengo que luchar contra el deseo de retroceder, sorprendido por el atrevimiento—. Estos bordados pueden significar todo lo que te he dicho y más. Puede significar desde que te crees un zeus a que quieres ser Zeus entre los tuyos.

—Esa parece una meta un poco alta para un interesado con poca ambición.

La sonrisa de Enid se vuelve sibilina. Sus ojos suben a los míos.

—Así que el mensaje era para mí —dice al tiempo que aparta su mano—. «Te equivocaste conmigo».

Su voz es seda sobre la piel, como si paladeara las palabras. Mi mirada, a su vez, se fija en la corona. ¿Qué intenta decirme ella con ese detalle? ¿Se la ha pedido a Diane? ¿Pretende explicarme que ella es la reina aquí o se está ofreciendo a ponerse el vestido que la acompañaba? Quizá es su manera de informarme de que sabe que Helios está hecho para ella.

—Aunque no iba tan desencaminada, en realidad —se burla—. Sé que eres un interesado. Pero concedamos que infravaloré tu ambición. —Retrocede un paso y vuelve a apoyarse en la pared—. Por eso tengo una oferta para ti.

¿Una oferta? ¿Eso significa la corona? «Llevaré tu vestido. Pero a cambio…».

—¿Qué puedo hacer por ti?

—La pregunta es qué podemos hacer el uno por el otro, Armand. —Cuando lo pronuncia, parece que mi nombre tuviera un borde en el que yo nunca me había fijado—. Tú quieres que me ponga ese vestido, ¿no es cierto?

A alguien le gustan demasiado las pausas dramáticas. O, más bien, tener el control de la conversación a través de las respuestas. Y yo, por supuesto, cedo:

—¿Y tú qué quieres de mí?

—Que diseñes una colección.

No digo nada. Sus ojos dorados están sobre los míos y parece que pueda ver dentro de mi cabeza. Y, por supuesto, también ve mi confusión, algo que parece satisfacerla tanto como si hubiera ganado un juego en el que competíamos sin que yo lo supiera.

—Lo cierto es que tienes razón sobre el color dorado: no está prohibido. Pero admitamos que, para la mayoría de la gente, es como si estuviera reservado para los zeus. —Su mano roza la falda de su vestido. La corona la hace parecer una estrella caída a la tierra. Incluso sus párpados están maquillados de oro. Incluso su boca, en la que me fijo sólo un instante—. Y si me lo preguntas, considero que es una lástima.

—¿Por qué?

—Porque nos aleja, ¿sabes? En Zeus nos dedicamos a velar por el bien de todos los Servicios, nos dedicamos a la concordia, al orden, y formamos parte de todo y todos; ¿por qué deberíamos ser percibidos como algo tan inalcanzable, entonces, que ni siquiera nuestro color parece algo que pueda usar cualquiera?

Tengo mis opiniones al respecto, pero me muerdo la lengua. Es fácil decir que formas parte de todo cuando ves el mundo desde la última planta de un rascacielos y no te mezclas más que con unos cuantos elegidos.

—Así que quiero una colección que solucione eso. Una colección que acerque el Servicio a quienes consideran que estamos tan lejos… —Enid se humedece su sonrisa brillante y observa la poca distancia que hay entre nosotros, como si quisiera indicarme que esto es lo que quiere que capte—. Y tú puedes hacerlo, ¿verdad? He visto tu diseño de Perséfone. ¿Sabes? Me pareció muy inteligente, llamarlo así por juntar el verde de Deméter y el negro de Hades. Yo quiero una colección que se llame «Ícaro», para que todo el mundo sienta que puede acercarse a nuestro sol.

Tengo que admitir que a lo mejor yo también la he subestimado a ella. Desde luego, no ha llegado a lo más alto por suerte: es lista y retorcida. Y, al parecer, no sólo considera mi trabajo digno de una zeus, sino que me está dando una oportunidad de oro. Sólo un tonto rechazaría una oferta así.

Pero yo no quiero convertir mi ropa en propaganda política, ¿verdad? Aunque eso me llevaría directo a la cumbre. Es un proyecto importante, pero no me sentiría cómodo. Claro que nadie dice que deba sentirme cómodo. Es un trabajo. Uno que me mantendrá a su lado, quizás incluso lo bastante cerca como para reunir todo tipo de información para los rebeldes. Elain estaría muy complacida con eso.

Lo de que sea yo quien le haga buena publicidad a Olympus, por otro lado, no creo que le haga mucha gracia.

—¿Por qué me lo estás pidiendo a mí? —pregunto en un momento de lucidez. No soy nadie. Soy un sobrino de Afrodita, nada más. Podría estar pidiéndoselo a Tristán, que es el Hijo—. ¿No es este uno de esos momentos en los que tu Servicio se dirige a Afrodita para pedirle que sea ella misma quien lo haga?

Enid se lleva un dedo a la barbilla y se da un par de golpecitos, con un mohín que parece casi decepcionado. Sus uñas metalizadas destellan con el movimiento.