La flor y la muerte - Iria G. Parente - E-Book

La flor y la muerte E-Book

Iria G. Parente

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Beschreibung

Marte, 2628. Olympus es una gran corporación que se extiende por la galaxia y divide a la sociedad en trece Servicios basados en las funciones de los antiguos dioses olímpicos. Asha es una hades y lleva toda la vida rodeada de muerte. Ianthe es una deméter y lleva toda la vida enraizada en la soledad. Cuando ambas entran en la Akademeia, ya saben lo que les espera: tres años de internamiento y la Odisea, la prueba por grupos donde se elige a los mejores candidatos para liderar los Servicios. Pero la competición es dura y hay mucho en juego. El poder lo conseguirá quien esté dispuesto a todo por Olympus. La flor y la muerte da comienzo a la serie de Olympus (de las autoras de Sueños de piedra, Antihéroes y El orgullo del dragón), compuesta por novelas de ciencia ficción independientes e inspiradas en los mitos griegos. Cita de reseña crítica: «Iria G. Parente y Selene M. Pascual consiguen hablarnos de los conflictos más actuales de nuestro mundo y de sentimientos complejos a través de personajes memorables que, cuando los descubres, pasan a formar parte de ti». Javier Ruescas, autor de Cuentos de Bereth «La flor y la muerte ha sido un viaje que me ha hecho feliz, que me ha hecho llorar y del que salgo con amigos. Se quedará conmigo incluso cuando empiece la primavera». Clara Cortés, autora de Somos astronautas «Con La flor y la muerte Iria G. Parente y Selene M. Pascual se adentran en la ciencia ficción, dejando claro que dominan cualquier género que se propongan». Sebas G. Mouret, autor de Nuestro último verano.

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© de la obra: Iria G. Parente y Selene M. Pascual, 2020

© de las ilustraciones: Xènia Ferrer, 2020

© de las guardas y las capitulares:

Toltemara, Shutterstock - Kilroy79, Shutterstock

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

[email protected]

www.nocturnaediciones.com

Primera edición en Nocturna: diciembre de 2020

Edición digital: Elena Sanz Matilla

ISBN: 978-84-18440-06-9

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Para Finn, Poe, Lance y Keith. Por venganza y justicia.

Y para Oscar Isaac: sabemos que lo intentaste.

Y para ti, que eres irremplazable.

LA FLOR Y LA MUERTE

Antes de que me marchara, mi madre me dijo:

—No tienes por qué hacerlo.

Ambas sabemos que no era eso lo que yo quería escuchar. Tendría que haberme convencido de que todo estaría bien, de que era capaz. No creo que sus palabras vinieran de la falta de confianza, por supuesto; no creo que piense que soy inútil. Sé que, en su caso, lo que habla es el miedo, el deseo de que todo se haga bajo sus propias condiciones.

Pero ha tenido que ceder, por primera vez.

—Haré que te sientas orgullosa de mí —respondí antes de separarme de ella.

—Siempre lo he estado, Ianthe —declaró—. Más que de ninguna otra cosa en mi vida.

Quería llevarme esa última frase conmigo, así que no le permití que añadiese nada más. En lugar de eso, eché un vistazo al complejo, pero, sobre todo, al enorme invernadero en el que he pasado tanto tiempo a lo largo de mi vida. Aunque el mundo insista en que eso es lo único que debería importarme, hace mucho que sueño con ver más allá.

Por eso, en comparación, la Akademeia parece un mundo lleno de posibilidades.

Por eso estoy tan contenta de estar al fin aquí. Porque soy consciente de que ahora se me permitirá llegar hasta los confines del universo. Consciente de que tengo el control sobre lo que ocurre a mi alrededor.

A partir de mañana seré una estudiante más. Ya lo soy, supongo, mientras me abro paso hasta la residencia. Al fin y al cabo, no hay mucha diferencia entre los demás y yo: todos acompañados por nuestras maletas, con el aire despistado de quien llega a un sitio nuevo. Yo, por mi parte, voy examinando todo a mi paso, aunque este lugar no dista demasiado de cualquier otro complejo de la ciudad: los edificios de metal y cristal consiguen que el día sea más brillante; los colores en la ropa de la gente vibran en el aire tras ellos. Siento los pies tan ligeros que dudo que esté tocando el suelo, como si hubieran manipulado la gravedad de Marte. Me siento libre en mi anonimato, en la idea de no tener nombre, de no tener Servicio o, por lo menos, de que no puedan asociarme con el mío por el momento. Y aunque una parte de mí me susurra que estoy siendo egoísta, que hay algo casi ilícito en mi actitud, le aseguro a esa voz (que tiene el mismo timbre y tono que mi madre) que sólo será hoy. Sólo será durante unas horas.

No es como si pudiera presentarme como otra persona ante quien vaya a compartir cuarto conmigo, de todas formas. No es como si pudiera hacerme pasar por alguien o algo que no soy, pero durante estos gloriosos minutos fingiré que no he crecido apartada y que sé perfectamente cómo es sentarme en una clase junto a mis compañeros, cómo es la vida en la ciudad.

Las mariposas de mi estómago desatan un huracán dentro de mí al tiempo que las puertas de la residencia se abren. El vestíbulo huele diferente al exterior, a la mezcla de perfumes de la gente que viene y va, a desinfectante, al polvo de la atmósfera y a metal. Llego al ascensor justo a tiempo para colarme detrás de otra persona. Dejo que el escáner lea mi eidola y presiono el botón de la última planta antes de que las puertas se cierren. Intercambiamos una mirada en un silencio incómodo y yo decido esbozar una sonrisa.

La figura pasa la vista de mi rostro a la temblorosa gardenia que cargo entre los brazos y sonríe como si algo le hiciera gracia.

Por supuesto. Seguro que nadie podría adivinar tu Servicio, Ianthe.

Dejo escapar un suspiro en cuanto sale, mucho antes que yo, y siento ganas de darme de cabezazos contra la pared de metal. Pero me resigno a que todo el mundo sepa que soy una deméter (está bien, no tiene nada de malo) y me aliso la falda. Me preparo para encontrarme con un pasillo concurrido, pero, cuando la cabina se detiene y las puertas se abren, me recibe un corredor casi desierto. Las puertas numeradas de los dormitorios están cerradas. A medida que avanzo ante ellas, percibo risas tras una y ruego para mis adentros que, por favor, esa sea la clase de relación que tenga con mi compañero de cuarto: quiero una amistad, no una persona con la que sólo cruzarme por las mañanas y por las noches. Quiero a alguien de Apolo, de Hermes o incluso de Artemisa. Alguien con quien hablar de lo que nos une, pero también de quien aprender.

Una de las puertas se desliza un poco más adelante y una brillante flor sale de su habitación, con un susurro de pétalos amarillos en torno a sus piernas.

—Hola —dice antes de llegar a verme de verdad. Le basta con darse cuenta de que estoy en medio del pasillo para que el saludo salga de su boca.

Pero entonces se gira del todo. La blusa blanca destaca contra su piel oscura, aunque es la sonrisa que se va extendiendo en sus labios lo que realmente la llena de luz.

Nos reconocemos.

—¿Ianthe?

Yo intento que mi sonrisa no parezca tan temblorosa como la siento.

—Minna —digo con convicción. Hacía mucho que no nos veíamos en persona, pero la reconocería en cualquier parte. Llevamos siguiéndonos en redes sociales aproximadamente desde diez minutos después de que yo cumpliese los doce y ya no necesitase el permiso de mi madre para abrirme una cuenta.

La muchacha me examina con ojo crítico antes de permitirse una risa que suena a bienvenida.

—Por supuesto que estás aquí —dice, y se acerca a mí.

No sé qué responder. No sé si es algo bueno o algo malo, de hecho. Se me tensan los músculos de los hombros sin quererlo, alerta, porque esa simple afirmación podría tener demasiados filos.

—Esperaba encontrarte mañana, cuando nos eligieran a las dos para el primer grupo.

Dejo escapar el aire en una risa un poco jadeante. Claro que no hay maldad alguna. Mamá se sentiría orgullosa de saber que ya pienso como ella y que le saco punta a los comentarios como si fuera a lanzárselos a la cara a mis competidores en cuanto tuviese oportunidad.

—Eso quizá sea adelantarnos.

—¿Estás siendo modesta?

—Sólo digo que alguien podría haberlo hecho mejor que yo.

Pero eso sería dar por hecho una derrota en la que no me permito pensar. Que alguien me haya adelantado sería algo imperdonable, una deshonra para mí, para mi madre y, probablemente, para mi Servicio entero. Algo que pondría en duda todo lo que la Deméter actual ha hecho durante los últimos dieciséis años de vida. La totalidad de mi vida.

—Pues yo no tengo dudas: he sido la mejor entre los míos. Así que espero que formemos parte del mismo grupo. —Casi se hace más alta cuando habla con esa seguridad, y yo no puedo evitar sonreír.

—Eso me gustaría mucho, Minna.

Me mira como si no entendiera a qué viene mi incertidumbre, pero está de verdad contenta de verme. También lo estaba hace ocho años, cuando nos conocimos en el centenario de la colonización de Marte, en aquella gran fiesta organizada por Zeus. Durante un instante, me siento de nuevo pequeña y perdida en mi vestido verde, mirando a la niña de mi edad que se había acercado y me prometía enseñármelo todo.

—¿Vas a tu habitación? ¿Puedo acompañarte?

—Claro.

Con ella a mi lado, vuelvo a concentrarme en los números ascendentes de las habitaciones mientras me cuenta que le ha tocado una atenea bastante simpática de compañera de cuarto.

—Estoy segura de que podremos preguntarle si tenemos dudas con lo que sea, si la de nuestro grupo no es muy colaborativa.

El corazón me da un vuelco cuando habla en plural, incluyéndome con tanta naturalidad.

—Si no necesitaste ayuda para llegar hasta aquí, dudo que vayas a necesitarla ahora.

—Lo peor del instituto no fueron ni por asomo los estudios. Hay cosas de las que te has librado por estudiar en casa que creo que ahora vas a odiar.

La observo con curiosidad al tiempo que me detengo ante la última puerta del pasillo. Mi nuevo cuarto.

—La gente —declara entonces Minna, como si fuera obvio.

—Bueno, espero que el sistema haya sido piadoso y me haya dado un buen compañero de habitación. No estoy aquí para que alguien haga de mis próximos seis meses una pesadilla.

Minna no parece convencida, aunque yo estaba bromeando.

—Tu compañero no es lo peor que puede pasarte en la Akademeia —dice con voz siniestra.

Me echo a reír de nuevo, esta vez con algo de nerviosismo, y extiendo la muñeca hacia el lector para que reconozca mi eidola. Todavía no me ha escaneado cuando la puerta se abre de repente. Mi paso hacia atrás es instintivo pero torpe, y estoy a punto de perder el equilibrio. Unas manos me cogen de los codos y durante un instante creo que son las de Minna. El mismo instante que necesito para darme cuenta de que no es ella la que está delante de mí, tan cerca que percibo el calor de su cuerpo.

Tengo reminiscencias de otras manos el mismo día que conocí a Minna. De otro tropiezo. De otra vergüenza que hizo que me ardieran las mejillas durante semanas.

Alzo la vista casi con miedo a haber vuelto atrás en el tiempo.

Las palabras de Minna todavía resuenan en el aire, como si llamaran a la desgracia. «Tu compañero no es lo peor que puede pasarte en la Akademeia».

Creo que se equivoca, porque tengo delante a mi peor pesadilla.

Tras dieciséis años rodeada de muerte, hay una única cosa que he aprendido sobre la vida: que se compone de recuerdos.

La memoria es lo único inmortal. Si conservas la memoria, lo conservas todo. Son los recuerdos los que nos configuran y los que, al final, se transforman en datos para mantener nuestra existencia en el mundo. Un recuerdo importante y vívido puede regalarte un pedazo de alguien perdido y convertirlo en algo infinito; un montón de recuerdos extraídos con absoluta precisión pueden regalarte la eternidad.

Sabiendo lo que sé de la memoria y los recuerdos, consciente como he sido siempre de que nada nos hace estar más vivos, es obvio que he trabajado mucho para tener muy claras cada una de las piezas del rompecabezas que soy, generado alrededor de un montón de pequeños fragmentos que por separado no valen demasiado, pero que juntos me han traído hasta aquí.

Entre esos fragmentos, por mucho que me moleste admitirlo, está ella.

Ella y el primer día (y el último) que la vi.

Recuerdo la fiesta llena de gente, los colores de los Servicios desperdigados por la sala y las risas y las conversaciones. Recuerdo las miradas a las que por entonces estaba empezado a acostumbrarme, pero que ahora me resultan hasta benevolentes en comparación con las que vinieron más adelante. Recuerdo la música y la sensación de formar parte de algo que era mucho más grande que yo y que no terminaba de entender (claro que no lo entendía, tenía ocho años, ¿quién entiende algo con ocho años?). No sé por qué llamó mi atención. Bueno, mentira: sé perfectamente por qué llamó mi atención. Fue por cómo lo observaba todo. Apoyada en la balaustrada blanca del entrepiso, parecía una princesa encerrada en la más alta torre.

Y tenía aquellos ojos verdes.

Eran tan verdes que recuerdo que pensé: No pueden ser de verdad si los veo desde aquí. Y también: ¿Por qué alguien habrá elegido ese verde para unos ojos? Son demasiado verdes, llaman demasiado la atención. Y seguí preguntándome: ¿Quiere llamar la atención?

Y luego no pensé nada más porque los ojos verdes se fijaron en mí desde lo alto y mi mente se calló.

El contacto duró menos de un latido, o quizá mi pulso tardó en recuperarse del impacto. Tenía ocho años y no me relacionaba demasiado, y mucho menos con niñas de mi edad; no estaba acostumbrada a la gente guapa con ojos imposibles.

No estoy diciendo que pensase que era guapa, aunque, bueno, sí, es posible que lo pensara.

No es algo que piense ahora que la tengo frente a mí de nuevo, claro.

Pero sus ojos siguen siendo igual de verdes y nadie más en el mundo tiene esos ojos, porque a partir de aquel día comparé ese color con todos los tonos de verde que había a mi alrededor y nunca volví a encontrarlo, así que es ella.

La misma chica con la que choqué en aquella fiesta, muchas horas después de habernos visto de lejos.

La que en aquel momento me miró con cara de susto y después soltó un grito.

Ahora me observa con la misma expresión atemorizada de aquella vez y yo no puedo evitar esbozar una sonrisa afilada mientras cruzo los brazos sobre el pecho y me apoyo contra el marco de la puerta.

—Bu.

La deméter de ojos de uranio da un respingo y sé que recuerda el momento exacto en que gritó ante esa misma palabra antes de salir corriendo entre la gente.

A la Asha de ocho años le escoció más de lo que le admitió a nadie sentir que daba tanto miedo, así que tal vez ahora me esté regodeando en justicia por su jovencísimo corazón roto. ¿Me convierte eso en alguien infantil? Puede ser. Mala suerte.

Esta vez, Ianthe Kore, Hija de Deméter y futura Jefa de su Servicio, no se achanta como lo hizo hace tanto tiempo. No se le llenan los ojos de lágrimas ni sale corriendo para buscar a su mamá; al contrario, sus labios gruesos se convierten en una fina línea cuando los aprieta y esos ojos inverosímiles se achican cuando los entrecierra. Sus manos se aprietan en torno a la maceta que lleva con ella. Tengo curiosidad por saber qué va a decir, aunque su molestia es evidente.

Nunca llegué a escuchar su voz, más allá del grito.

Nunca me dijo nada.

No es ella, sin embargo, quien habla:

—No me digas que tú vas a ser su compañera de cuarto.

Chasqueo la lengua y aparto la vista para fijarme en Minna. Sabía que me la cruzaría en la Akademeia, pero tenía la esperanza de que no fuese a ocurrir pronto. Ha puesto los brazos en jarras y levanta la barbilla en un intento de aparentar ser más alta de lo que es; supongo que le jode muchísimo que le saque unos centímetros. Minna no asumirá jamás que yo sea mejor que ella en nada, ni siquiera en la estatura.

—¡Minna! ¿Qué tal las vacaciones? ¿Has encontrado ya algún antídoto para el veneno que sueltas por la boca o todavía no?

—No hay ningún antídoto para eso, aunque para lo que definitivamente no hay cura es para tu insoportable carácter.

—Oh, no, cuantísimo lo siento…

Minna bufa, molesta. Su mano toma el brazo de Ianthe y trata de tirar de ella.

—Seguro que podemos pedir un cambio de cuarto.

Vuelvo la vista hacia mi inesperada compañera de habitación; me pregunto si este será el motivo por el que salga corriendo en esta ocasión. Tal vez sea capaz de ir a llorarle a Atenea en persona para evitar tener que respirar el mismo aire que yo.

Ianthe, sin embargo, alza el mentón como si se estuviera enfrentando a algo terrible y yo contengo las ganas de poner los ojos en blanco. Igual hasta se cree muy valiente. Seguro que Minna le dirá que es admirable soportar semejante martirio con tanta entereza. Quizás ella misma lo esté pensando.

—¿Me dejas pasar? Estás en medio.

—Uf, no sé, ¿eres lo bastante valiente? Hay holoánimas por todo el cuarto, aunque eso no es nada comparado con el sicario que vive en el armario…

Los ojos verdes a los que estoy mirando se entrecierran un poco más.

—Por suerte, estoy segura de que no necesitaré nada de tu armario.

Y a continuación me hace un gesto con la mano para que me aparte. Levanto las cejas mientras Minna la mira con sorpresa y aprobación. La apolo esboza esa sonrisa pretenciosa suya, la que te grita que es mucho mejor que tú y que te rindas.

—A la florecilla le han crecido espinas —comento. Al final me muevo, pero sólo porque en realidad ya me marchaba—. Quién lo iba a decir hace ocho años, ¿eh?

Sé que eso la avergüenza y yo me marco otro tanto. Si vamos a compartir habitación (alguien no quiere dejarme tener mi nueva vida en paz, porque lo que yo esperaba era compartir cuarto con Aden, no con un recuerdo de la infancia), pienso recrearme. Al menos que me sirva para eso.

—Te acuerdas muy bien —replica.

La miro por encima del hombro al pasar por su lado.

—Tú también.

No sabe qué decir. Creo que busca algo mordaz e ingenioso, pero yo ya me estoy alejando.

—Ni se te ocurra llenarme la habitación de flores, me dan alergia.

Casi tanta alergia como ella.

No esperaba que el encuentro con mi compañera de cuarto fuera a ser tan desastroso.

Contemplo la habitación, lo bastante amplia como para que no tengamos ni que rozarnos. Si los dos escritorios no estuvieran el uno al lado del otro (y, lo más probable, anclados al suelo y la pared) y las dos partes del dormitorio fueran un poco más simétricas, podríamos dividir el cuarto con una línea invisible y mantenernos fuera del camino de la otra.

—¿A qué ha venido eso?

Minna me sigue con la mirada mientras dejo la gardenia donde creo que estará más cómoda, aunque dudo un instante. No decía en serio lo de la alergia, ¿verdad? Sólo estaba intentando sacarme de quicio. Frunzo el ceño, molesta por mi preocupación. No se la merece, teniendo en cuenta cómo me ha tratado.

—Creo que no le caigo muy bien.

—Es Asha, eso no es ninguna novedad. La verás sólo con dos personas, porque son las dos únicas personas en todo el sistema solar capaces de aguantarla. Lo que no me esperaba es que la conocieras.

—No la conozco. Dudo que habernos cruzado una vez en la vida se considere conocerse. Ni siquiera intercambiamos una palabra. —Noto que las mejillas empiezan a arderme, pero me rindo y digo—: Fue en la misma fiesta en la que nos vimos por primera vez, ¿te acuerdas? Tú me explicaste que no debía acercarme nunca a una hades y yo, cuando la tuve delante…, me asusté.

No se lo echo en cara. Teníamos ocho años y yo no sabía nada del mundo. Conocía algunos datos de los otros Servicios, pero no los suficientes, y Minna debía de tener la cabeza llena de historias de miedo de las que se les cuentan a los niños para que se porten bien. Me explicó los rumores: los mismos que, meses después, cuando me atreví, encontré en la red.

Obviamente, Minna no necesita saber que le chillé a la cara.

—Es siniestra —suelta, y se deja caer sobre la silla de mi escritorio. La otra tiene una chaqueta colgada del respaldo—. Si pidieras un cambio de habitación, nadie te culparía. Eres una Hija, así que quizá la dirección acceda. Que la pongan con otra hades o…

—No. —Aunque le sorprende mi cortante respuesta, trato de quitarle importancia—: Sólo nos veremos para dormir y poco más, ¿verdad? Creo que podré soportarlo.

Eso y que no quiero ningún tipo de trato preferente por ser una Hija. Cojo aire y me obligo a ser positiva mientras abro la maleta.

—Si te sirve de consuelo, no creo que la veas mucho. Seguro que se pasará todo el tiempo con su novio.

—¿Novio? —Me hubiera gustado que la voz no me sonase como si fuera una sorpresa.

—Una de las dos personas que la aguantan. Aden, el Hijo de Hefesto.

—Parece…

—¿Poderoso? ¿Atroz? ¿Una terrible idea? Creo que es una de mis peores pesadillas.

—La palabra que buscaba era inesperado. Mi madre siempre dice que Hefesto es muy pragmático.

En realidad, lo que dice es que no debe de haber un corazón en ese pecho de androide suyo, pero sé que solamente es una respuesta a la frustración de hacer negocios con él, las pocas veces en las que sucede.

—Y esa es la razón por la que tengo la esperanza de que él recapacite.

Empiezo a colocar la ropa en el armario.

—Bueno, si se gustan… —murmuro.

—¿Gustarse? Dudo que las relaciones entre Hijos, sobre todo entre estos dos, tengan mucho que ver con los sentimientos. ¿Con la rebeldía? Tal vez. ¿Porque sus circunstancias son parecidas? Claro. Pero, si me preguntas, creo que lo hacen sólo por fastidiar. Así que sólo nos queda esperar a que maduren.

Alzo las cejas, de espaldas a Minna. Suena demasiado amarga. Suena también como si creyese que yo soy un poco inocente por pensar que esa relación es algo sincero. Quizá sí lo sea, por otro lado. Conozco las relaciones entre Servicios en la teoría, pero se me escapan este tipo de detalles. Tampoco puedo decir que me importase demasiado hasta ahora, pero de pronto entiendo que a partir de hoy estoy en el medio de todo esto. No puedo seguir girando la cabeza y fingiendo que el resto del mundo no existe porque, es más, formo parte de él.

Las mariposas de mi estómago suben hasta mi pecho y consiguen que el corazón empiece a latirme más rápido. Siento vértigo, como si la nueva situación se abriese de pronto a mi alrededor. Creo que empiezo a ser consciente de dónde y con quién estoy ahora.

No me vuelvo, aunque lo único que quiero es acercarme a Minna y asegurarme de que es real y no sólo un holograma.

—Lo cierto es que creo que tengo mucho que aprender todavía sobre la ciudad —comento—. Y sobre el lado más personal de Olympus.

Por encima de mi hombro, compruebo cómo los labios de la chica empiezan a darle forma a una sonrisa.

—Sabes que eso tiene solución, ¿verdad?

Intento no parecer demasiado ansiosa cuando me giro.

—Cuéntamelo todo.

Y ella, por supuesto, lo hace.

—No me puedo creer que a vosotros os haya tocado juntos y a mí, con ella.

Aden no deja de organizar su parte de la habitación, llenándola de muchos de los cientos de aparatos que ha tenido siempre en el gigantesco cuarto de su apartamento. Por supuesto, aquí no le caben ni la mitad, pero sé que se las arreglará para convertir el limitado espacio en un rincón lleno de cables y pantallas.

—Pues yo te lo cambio cuando quieras —dice mientras enchufa algo más. Es capaz de dejar a la Akademeia sin electricidad para utilizarla toda él.

Su compañero de habitación se muestra claramente ofendido. El contraste de su lado de la habitación es evidente: mientras que Aden siempre ha sido de colores neutros y sobrios (como el marrón de su Servicio), Armand se ha encargado de llenarlo todo de una explosión de brillo y purpurina. Donde todo es tecnología para Aden, en la parte de Armand sólo hay un maniquí, un montón de telas y una máquina de coser de última generación. Hace mucho que la ropa ya no se hace a mano, pero Armand dice que los androides y las inteligencias artificiales nunca van a igualar a una persona que cose: en su opinión, el arte necesita alma.

Aden opina que es una estupidez y yo un poco de lo mismo, la verdad. No en vano soy la heredera de un negocio que demuestra que el alma, precisamente, es contenible y materializable.

—Literalmente, soy lo mejor que te podría haber pasado, desagradecido —protesta Armand, que ni siquiera aparta la vista de las uñas que se está pintando de rosa neón.

Aden me mira con expresión exasperada; yo me permito sonreírle con burla desde su cama, en la que me he tirado nada más entrar como si fuera el lugar en el que estaba destinada a morir.

—Casi no puedo dejar nada en el baño porque está lleno de cremas, maquillaje y mil cosas más —se queja mi amigo.

Armand levanta la vista, incrédulo, como si no entendiera dónde está el problema.

—¿Es que acaso crees que la belleza es algo natural? Si no la cuidas, se marchita, ¿entiendes?

—A ti te concibieron para que fueras perfecto —replica Aden.

—Por supuesto, pero hay que ayudar a la madre genética. A lo mejor vosotros dos podríais aprender algo de mí. No estáis tan mal, pero si pusierais un poquito más de vuestra parte… O si os pusierais en mi manos… ¿No os dejé divinos en el baile de graduación del instituto?

Aden y yo soltamos un bufido a la vez; yo me incorporo sobre mis codos y miro al Hijo de Hefesto.

—¿No puedes meterte en el sistema y trucarlo para que nos cambien de sitio? Un nombre por otro; no será tan complicado para un genio de la informática como tú.

—¿Y crees que nadie se daría cuenta? —Se sacude las manos y se acerca para sentarse a mi lado, con las cejas enarcadas—. Venga, no la conoces. A lo mejor no es tan terrible y sólo tiene mal gusto para las amigas. ¿Qué fue de los buenos deseos para esta nueva vida?

—Que se acabarán rápido si tengo que aguantar a Minna paseándose por mi habitación a menudo, porque me arrestarán por homicidio. Aunque también puedo matarme yo antes, y así no tendría que ver a la deméter todos los los días… ¿Cómo preferís conservarme? ¿Holoánima, realidad virtual, que os dé visitas gratis a Paraíso…?

—Tenemos que hacer algo con ese humor negro suyo —declara Armand.

Aden resopla, pero está de acuerdo.

—No seas tan dramática; a las malas, siempre puedes venir aquí a buscar refugio.

Suspiro. Quizá tenga razón.

—Supongo que esperaba que mi compañero de cuarto fuera un buen amigo… o alguien desconocido que no supiera nada de mí. Eso, definitivamente, no entra dentro de «reencuentro con aquella chica que lo primero que hizo al verme cuando éramos niñas fue chillar como si hubiera visto un reptante». Hoy no ha gritado, al menos; pero, vamos, que tampoco es que tuviera mucha menos cara de susto.

Se hace un silencio tenso antes de que mire a mis compañeros y compruebe que están intentando con todas sus fuerzas no echarse a reír. Armand no lo consigue y yo chasqueo la lengua.

—Perdón, perdón. Es que todavía no me puedo creer que chillase.

—Admite que una parte de ti quería asustarla, tanto de niña como hoy —dice Aden—. Y abochornarla un poco.

—No sé de qué me hablas.

Claro que lo sé. Y él también, porque me conoce mejor que nadie.

—A lo mejor deberías dejarle ver que es todo fachada y que en realidad eres…

—¿Un algodoncito de estrella? —completa Armand, y Aden asiente.

Paladeo con disgusto. Siento que me pican las mejillas, así que les saco el dedo corazón; es mucho más fácil que lidiar con la vergüenza.

—Qué mona, intentando hacerse la dura…

—Armand, sigue y te juro que el asesinado al final serás tú.

Aden sonríe, divertido, y choca su hombro con el mío. Con él resulta fácil relajarse de nuevo. Si él cree que esto seguirá saliendo bien aunque no vayamos a ser compañeros de cuarto como habíamos fantaseado, a lo mejor yo también puedo.

—Si todo resulta ser demasiado horrible, te dejaremos dormir sobre la alfombra —bromea.

—¿Y qué vamos a hacer cuando Armand empiece a traer chicas a vuestro cuarto?

Mi amigo abre mucho los ojos, como si ni siquiera hubiera pensado en la posibilidad. Como si no hubiera visto a Armand en el instituto, ligando con todas y con una novia diferente prácticamente cada semana, cuando no varias a la vez.

—Armand no va a hacer eso.

El afrodita parpadea.

—Ah, ¿no?

Aden se pone rojo sólo de pensarlo y ambos comienzan a discutir sobre los derechos y limitaciones de traer a otras personas a la habitación. Yo, pese a todo, los observo y disimulo una sonrisa.

La nueva vida no ha empezado como esperaba, pero creo que tengo ganas de ver qué nos depara.

Al parecer, Armand tiene que hacerse su rutina de limpieza facial, así que prefiere no acompañarnos a la cafetería. Yo agradezco un respiro de lo intenso que llega a ser y la oportunidad de pasar un rato a solas con Asha. No creo que ella esté feliz, porque con Asha no es una palabra que usar a la ligera, pero la emoción brilla en sus ojos al darse cuenta de que nadie cuchichea por lo bajo cuando pasamos a su lado ni nos mira dos veces. Llevaba mucho tiempo soñando con empezar de cero y la Akademeia le ha dado la excusa perfecta.

La miro de reojo antes de apartarme para que un grupo demasiado ruidoso salga del ascensor. En cambio, a mí me da igual llamar o no la atención, pero el lugar no termina de agradarme. Demasiada gente. Demasiadas voces que casi impiden que escuche mis propios pensamientos.

Nos hacemos sitio al fondo de la cabina del ascensor.

—¿Contenta? —inquiero, y ella mira alrededor y estudia a una criatura antropomórfica con la piel de color ceniza y marcas rojas en su rostro. Los extramarcianos no son una visión tan común en la ciudad, así que no pasa desapercibida.

—No hasta que no sea comandante, ya lo sabes —responde.

Hundo las manos en el bolsillo de mi sudadera mientras observo a las personas que entran y salen en los distintos pisos. En nuestro último día de instituto, sentados sobre el césped artificial con nuestros trajes de gala, Asha me confesó que estaba dispuesta a hacer lo que fuera para convertirse en comandante del mejor grupo de la Akademeia y que luego me nombraría oficial. Además, sé que ha estado entrenando y estudiando duro durante las vacaciones para conseguirlo. Aunque también es cierto que ella no tiene un padre que la haya arrastrado a las oficinas de Hefesto cada condenado día para instruirla en el «negocio familiar» y repetirle en todo momento qué es lo que se espera de un Hijo de Hefesto.

Han sido unas vacaciones demasiado largas.

Asha me da un golpe con el codo al ver que no digo nada.

—Anda, vamos a por tu café. Creo que te hace falta.

Dejó escapar un sonidito de satisfacción al pensar en el calor en el estómago y el amargor sobre la lengua, y me adelanto en cuanto el recibidor del primer piso queda a la vista.

—Eh… ¿Perdonad?

Siento que mi amiga se queda atrás y compruebo de soslayo cómo va al auxilio de cualquiera que lo pida. No es que demasiadas personas le hayan pedido ayuda a lo largo de su vida, pero la conozco lo suficiente como para saber que, precisamente por eso, no podría resistirse.

Por eso y porque, aunque se haga la dura, Asha tiene un corazón de oro.

La persona que ha llamado su atención tiene una sonrisa amplia en medio de una expresión ligeramente apurada y se pasa la mano por la nuca. La mira a ella y luego me lanza un vistazo a mí. Lleva varios pendientes en las orejas, azules y plateados, y anillos en algunos dedos. En la ceja izquierda brilla un piercing también celeste, brillante; el color contrasta con su piel tostada.

—No quería escucharos, pero me ha parecido entender que ibais a la cafetería —explica—. Y la verdad es que es posible que sea el tío con peor sentido de la orientación de la galaxia.

Asha abre la boca para responder y (como si no la conociera) ofrecerle que nos acompañe, pero yo atajo la conversación con un gesto hacia el cartel que hay en todos los recibidores, por encima de nuestras cabezas. Las flechas en los letreros tienden a ser bastante fiables, aunque la gente no les haga demasiado caso.

El recién llegado vuelve los ojos de la señal a mi cara.

—He tardado más de media hora en encontrar mi habitación; no voy a volver a cometer el error de seguir las flechas.

Tengo en la punta de la lengua las palabras para soltarle lo que opino de que esté en la mejor institución de enseñanza de la galaxia cuando no sabe ni seguir las instrucciones más sencillas, pero Asha me da un codazo que no tiene nada de cariñoso y se adelanta un paso. No sonríe, pero el tono de su voz es amable:

—Este sitio es enorme, ¿verdad? Acompáñanos, seguro que la encontramos juntos.

Dejo que se adelanten un par de pasos mientras me froto disimuladamente el brazo.

—¿Cómo te llamas?

—Oscar Elikya —responde él, que sí sonríe—. Vengo de Hellas.

—¿Un colono?

La pregunta sale de mis labios sin mi permiso. Hellas es uno de los planetas terraformados, habitable tras un trabajo casi tan arduo (aunque mucho más corto) como el que tuvo que hacerse en Marte. Con la diferencia de que, mientras que en Marte no había casi nada que salvar, en Hellas se hizo una intervención que consiguió mantener casi intacta la flora local, al tiempo que se habilitaba la atmósfera y su composición de gases para que no matara a los colonos. Fue una batalla de precisión de la que mi padre está especialmente orgulloso, ya que la máquina que lo hizo posible salió de nuestros talleres.

—¿Tengo pinta de alienígena? —ríe él. Al ver que no le respondo, sino que frunzo el ceño, continúa—: Fui de los primeros en llegar a los asentamientos humanos allí. Era muy pequeño por aquel entonces. —Se encoge de hombros.

—Eso debió de ser interesante —admito en voz baja.

Lo creo de verdad. Mucho más interesante que pasar toda tu vida en Marte. Mucho más que quedarse encerrado para desarrollar los inventos que cambian el mundo mientras dejas que otros sean quienes los ponen en funcionamiento. Si yo hubiera tenido la oportunidad, no me habría conformado con fabricar el dispositivo de terraformación: querría haberlo visto en funcionamiento, querría haber sido testigo de todo.

Oscar ladea la cabeza y sus ojos se fijan en mí. Los tiene azules, del mismo color que algunos de sus pendientes y de las líneas de la chaqueta que lleva.

—Ni la mitad de interesante que otras cosas que veo por aquí.

Su mirada me barre de arriba abajo y su sonrisa se ladea de una manera diferente. Asha, junto a él, enarca las cejas y sonríe con una malicia que guarda siempre sólo para mí. Yo, como si hubieran manipulado el termostato, siento una ola de calor reptándome hasta el rostro.

—Es una pena que el interés no sea mutuo —respondo antes de que Asha diga algo.

El aludido suspira con resignación.

—Y yo esperando que alguien me diera una calurosa bienvenida a este planeta…

—Aden no es muy caluroso —bromea Asha—. Pero yo soy Asha, encantada.

Veo cómo ella extiende su mano y él se la estrecha con satisfacción.

—¿Tú sí vas a darme una calurosa bienvenida? —ronronea.

El muchacho le guiña un ojo y yo pienso que es tan fascinante y tan horrible como ver un accidente entre dos naves en el espacio. No obstante, soy incapaz de apartar la vista, esperando que Asha le diga cuatro cosas, pero, en cambio, se le escapa el principio de una sonrisa. Una que no tiene nada que ver con que se sienta halagada o con que le haya divertido el comentario, sino con que no tiene muchas oportunidades de bromear con nadie, excepto conmigo y, en menor medida, con Armand. Desde luego, no suele bromear con gente totalmente nueva.

—¿Después de que le hayas tirado los trastos a mi mejor amigo en mis narices? Paso, me sentiría como el segundo plato.

—Va a ser una noche fría, entonces.

Asha sonríe un poco más, divertida, y yo maldigo para mis adentros. Siempre he pensado que dos personas, aparte de mi familia, son justo las que puedo controlar en mi vida. A partir de mañana voy a tener que relacionarme con otras diez a diario, a veces en espacios muy pequeños; exactamente una decena más de lo que me gustaría.

Así que sé que me voy a arrepentir antes de que las palabras salgan de mis labios. Pero estamos en la puerta de la cafetería ya y las mesas están abarrotadas de alumnos nuevos como nosotros, por lo que me adelanto antes de que nadie me detenga.

—Café con leche —digo con los ojos puestos en Asha. No es una pregunta porque sé lo que le gusta tan bien como ella—. ¿Y…?

El nuevo amigo de Asha se atasca con sus propias palabras cuando lo miro. Está claro que no se esperaba el ofrecimiento.

—Con caramelo.

Dudo que eso sea café de verdad, pero me guardo mis opiniones y les hago un gesto para que se vayan a buscar una mesa.

—Ah, así que es del tipo de caballero al que le gusta invitar primero —oigo que dice tras de mí.

—No tientes a tu suerte o te invitará a largarte, helliano —responde Asha.

Los veo sentarse juntos, el uno frente al otro, Asha atendiendo con mal disimulada curiosidad a su forma de hablar y de hacer aspavientos. Sé que voy a arrepentirme de haberlo invitado a sentarse con nosotros; sin embargo, si es por Asha, sé que romperé también mis propias reglas.

—¿Y cómo es tu compañera de cuarto?

No permito que mis dedos titubeen sobre mi cabello, que estoy trenzando con cuidado antes de acostarme. El otro lado de la habitación sigue vacío, y yo miro con recelo el armario de la hades. Aunque no es como si algo fuera a salir de ahí, estoy casi segura.

—Bueno, no he tenido mucho tiempo para hablar con ella —me excuso. Temo que mi sonrisa no sea lo bastante real, pero el holograma de mi madre no cambia de expresión—. Se iba justo cuando yo llegaba, así que no hemos tenido tiempo ni de decirnos nuestros nombres.

Tampoco es como si necesitáramos presentarnos. Ambas sabemos perfectamente quién es la otra y, de todas formas, Minna se ha encargado de rellenar los huecos que me faltaban. De ella, de Minna, le he hablado a mi madre con entusiasmo, aunque sin muchos detalles, y tiene su aprobación. Toda una victoria, pero partía con ventaja por ser una apolo. Es un Servicio respetable, incluso si no fuera la tercera Hija de su Jefe.

Sé que mi madre tiene muchas preguntas, pero, por suerte, algo la distrae a su derecha.

—Creo que me llaman del trabajo, cielo.

—No te entretengo, entonces. Hablamos mañana, ¿vale?

—Suerte en la ceremonia. Estaré atenta para ver cómo te ponen la insignia de Cronos. Te quiero.

Trato de ignorar el aleteo incierto de mi estómago. Ojalá tuviera su seguridad.

—Y yo a ti.

Hay un momento de estática antes de que la imagen desaparezca y todo se quede en silencio. Me desinflo y me dejo caer acostada en la cama, con la mejilla contra la almohada y los brazos rodeando el cojín que me he traído de casa. Echo un poco de menos mi cuarto, el olor que no he conseguido replicar. He echado agua de lavanda sobre la ropa de cama, pero no es lo mismo, aunque no sé si es tanto por la habitación en sí como por el otro lado de esta, que apenas han tocado. Mi parte es acogedora, cálida, pero cuando miro enfrente sólo siento frío. Está prácticamente vacía. Y la noche, que ha caído fuera, no suaviza la sensación.

La puerta se abre mientras estoy pensando en eso y me estremezco.

La Hija de Hades parece todavía más pálida bajo esta luz.

No esperaba que volviera esta noche. Supuse que la pasaría con su novio o que habría salido a hacer amigos. Aquí hay más hades, al fin y al cabo. Seguro que no le cuesta encontrar a alguien con quien ser siniestra…

Me amonesto en silencio por ese pensamiento, porque ha sonado como algo que Minna diría. No me ha dado más explicaciones de por qué se llevan tan mal, pero ya aprendí la lección con ocho años: no confiar a pies juntillas de todo lo que te dicen.

Nuestros ojos se encuentran. Es un momento incómodo; no sé si saludar o no. Y se me traban las palabras, ahora que no hay nadie delante. Ella no sonríe, ni siquiera de forma burlona, pero me hace un gesto con la cabeza. Durante un instante, pienso que, al menos, no me va a ignorar. Pero acto seguido me da la espalda y rebusca en su armario, y lo siguiente que sé es que se ha encerrado en el baño y oigo correr el agua de la ducha.

Qué frustrante.

Despliego la pantalla de mi eidola para mantenerme ocupada y reviso las notificaciones de la Akademeia: una bienvenida, recordatorios de las normas y sanciones, una publicación especial sobre las reglas de vestimenta y un aviso de que mañana se nos espera a las nueve en punto en el auditorio para el discurso de apertura y la asignación de grupos. Algo que todos los Jefes, desde sus despachos en lo más alto de sus torres de oficinas, no se perderán por nada del mundo.

La puerta del baño se abre y Asha sale envuelta en una nube de vapor que pronto desaparece, vestida con una camiseta del grupo Black Parade y unos pantalones igual de negros. Nuestros ojos se encuentran, pero ella es de nuevo la primera en apartarlos. Como yo, se tumba en la cama y se concentra en su eidola.

El silencio se me antoja irrespirable, como si el aire estuviera demasiado cargado, y yo no puedo apartar la vista de ella. Con un suspiro, de espaldas a mí, la hades hace desaparecer la pequeña pantalla.

—Ianthe. —La palabra sale de mis labios un poco más alto de lo esperado, un poco más aguda—. Me llamo Ianthe. Aún no me había presentado. ¿Y tu nombre es…?

Menuda tontería. Claro que sé su nombre. Minna lo ha pronunciado tantas veces que no sé si lo que siente es odio o amor.

—¿Me hablas a mí?

Podría ser un poco más agradable, que lo estoy intentando. Pero, por supuesto, su expresión es de fastidio cuando se retuerce para mirarme por encima del hombro.

Se me escapa un bufido.

—Oh, no, perdona, estaba hablándole al sicario de tu armario. Ya que voy a pasar tiempo con él, deberíamos presentarnos.

Tiene la decencia de incorporarse un poco para prestarme atención, aunque creo que sólo lo hace por su propia comodidad.

—Se llama Cerbero y tiene tres cabezas.

Me reiría, pero no ha sido tan original.

—¿Y su ama? ¿Tiene nombre?

—Sabes de sobra cómo me llamo. Si no lo sabías ya antes, porque realmente tu madre te tenía presa en una torre, estoy segura de que te lo habrá dicho la insoportable de Minna. —Sus ojos se entornan—. ¿Es alguna clase de trampa suya?

—Minna ha sido mucho más amable conmigo que tú, para empezar, así que igual deberías preguntarte si la insoportable no serás tú. —Esta vez soy yo la que le da la espalda. No tenía que haber abierto la boca—. Si prefieres el silencio, te prometo que esto será Paraíso, porque puedes hacer como si yo estuviera muerta. Buenas… —Me muerdo la lengua a tiempo y lucho contra el impulso de acabar la frase, porque no se la merece. Porque no estoy en casa. Porque ella no es nada para mí.

Cierro los ojos con obstinación y me concentro en dormir.

Apuesto a que Paraíso sería mucho más agradable; al menos, lo bastante grande como para no tener que dormir a unos metros de ella.

Nos esperan tres años muy largos.

El café me quema en la lengua, pero me ayuda a despejarme. El primer sorbo es ambrosía y simplemente lo paladeo. El segundo me ayuda a ignorar el hecho de que Armand, apoyado en la pared, le está sonriendo a cada persona que se cruza. Todo en él parece brillar: su piel impecable, su pelo rubio, las uñas. Y, por supuesto, la purpurina rosa que lleva en los párpados, a juego con los detalles del uniforme que le indican a todo el que quiera fijarse que es un orgulloso afrodita.

Un arcoíris se despliega ante nuestros ojos en el recibidor. En comparación con los rojos y los morados, con el amarillo de Apolo y el verde brillante de las deméter, yo me siento bastante cómodo con el aburrido marrón que me cubre los hombros y se ciñe a mi cintura.

El negro también suele ser un color discreto en la calle, pero aquí dentro llama la atención como si fuera una amenaza. Asha se abre paso entre nosotros con cara de pocos amigos y la certeza de que la están mirando. Por un instante, volvemos a estar en el instituto y todos cuchichean sobre la Hija de Hades y sus oscuros secretos. Aunque en realidad ya no estamos allí. Hay más hades (nueve más, para ser más exactos) sólo en nuestro curso.

—Buenos días. —Su voz suena tan tensa como lo deben de estar sus músculos.

—Así que la deméter no ha intentado matarte esta noche aprovechando que dormías.

Asha resopla, pero acepta mi taza de café para darle un trago mucho más largo de lo normal. No sé si es bueno que alimente sus nervios con tanta cafeína.

—Creo que su plan es envenenarme poco a poco con el olor de sus flores y su colonia.

Armand olisquea el aire en su dirección.

—Ya me extrañaba que tú olieras tan bien.

Asha está a punto de ladrarle, pero primero huele la manga de su uniforme. Su cara de disgusto me parece un poco exagerada.

—Anda, vamos —digo. Tiro con suavidad del brazo de Armand y lo alejo de mi amiga, que está a punto de convertir en realidad los rumores que hablan de Hades como una mafia de asesinos—. Quiero coger buenos sitios para la ceremonia.

Atrás y centrados, a ser posible. Y lo más lejos que consigamos de cualquier persona que conozcamos del instituto. Todavía tengo la esperanza de que no nos toque con nadie de allí en nuestro grupo. Hay cosas que me gustaría superar, y la idea de tener a Asha lanzando rayos láser con los ojos es más de lo que podré soportar.

—Eh, ¿vais al auditorio?

Nos giramos. El chico de la cafetería de ayer está de pronto frente a nosotros, con su sonrisa despreocupada.

—¿Poseidón? —pregunta Asha con una ceja alzada.

Oscar hace más grande su sonrisa. El azul que envuelve sus hombros y evidencia su Servicio no es el mismo tono que el de sus ojos, pero se asemeja cuando le destellan con reconocimiento.

—Hades —responde él, y hace un gesto hacia mi amiga—. Te pega. —Su mirada cae sobre mí y da un repaso a mi uniforme que va más allá de comprobar mis colores—. Y un hefesto, claro. Me lo había olido. Eres de los que disfrutan más de las máquinas que de los humanos, ¿eh?

—Espero que tu grupo no dependa de tu sentido de la orientación —respondo con tono neutro—. Ya que no sabes ni seguir las flechas.

Él finge sentirse ofendido al llevarse una mano al pecho, pero antes de que diga nada, Armand carraspea a mi lado y se hace más alto si cabe. Más deslumbrante.

—Armand, este es Oscar. Oscar, este es mi compañero de cuarto, Armand.

—Un piloto, ¿eh? —Las uñas rosas destellan cuando extiende la mano para estrechar la de Oscar—. Estarás deseando salir al espacio.

—Llevo menos de veinticuatro horas en el suelo y creo que ya estoy empezando a marearme.

Aprovecho que están conociéndose y me pongo al lado de Asha para caminar con ella hacia el exterior. Nos miramos. No puedo leerle la mente, aunque no lo necesito: he aprendido a buscar las señales de cómo se siente en otros sitios. En la tensión de sus hombros, en los pequeños cambios de expresión. En sus ojos, que son más expresivos de lo que es su boca. Sé que se siente un poco aliviada de que Oscar no la haya rehuido por ser una hades, aunque ayer evitó explícitamente hablar del Servicio al que pertenecía. Lo hace siempre que puede; en el instituto no tuvo muchas ocasiones, por no decir ninguna. Me avergüenza recordar que incluso yo la traté de manera diferente durante un tiempo, así que supongo que Oscar me ha ganado en eso.

Mi mano roza su brazo con suavidad y le sonrío mientras acabo mi café.

—Todo irá bien —le prometo a media voz.

Ella asiente; no acaba de creerme. No lo hará hasta que nos hayan colgado la insignia de Cronos en los uniformes. O hasta dentro de unos meses, cuando la elijan comandante.

—¿Nerviosos? —pregunta Oscar. Quizá me ha escuchado o quizá sólo lo pregunta porque él mismo lo está.

—Es un mero trámite. Al final de la ceremonia los tres estaremos en el grupo de Cronos y lo celebraremos —responde Armand casi de inmediato. A veces me pregunto cómo puede desprender tanta confianza en sí mismo. Una vez me dijo que era difícil no hacerlo cuando se miraba al espejo y veía lo absolutamente maravilloso que era, pero no hablaba en serio. Creo.

Lo cierto es que con Armand es difícil saber dónde acaba la broma y dónde empieza la realidad. Todo en él es artificial y, sin embargo, nunca me ha resultado menos sincero que yo. Al principio pensaba que era una fachada, pero llegué a la conclusión de que no podía llevar una máscara puesta las veinticuatro horas y media del día.

Por eso prefiero las máquinas. Ellas no saben actuar ni mentir.

—Se te ve muy seguro —le dice Oscar, no sé si escéptico o impresionado.

—Hay que pensar en positivo y a lo grande.

Armand no duda; yo miro alrededor y me pregunto cuántas de las personas que caminan solas o en grupo hacia la torre principal de la Akademeia piensan igual. Muchos también tendrán la esperanza de ser los mejores. Yo soy un Hijo, y no tener la nota más alta de mi grupo en los exámenes de ingreso sería una vergüenza y un peligro para mi posición. Una posición que no me he ganado, lo sé, pero que el sistema me permite que mantenga con más facilidad que los hefestos de nivel más bajo. Ellos tienen que luchar el doble por llegar al lugar del que yo he salido en la carrera. En comparación, tengo muchísimo menos que demostrar.

Y muchísimo más que perder.

Miro la alta torre frente a nosotros. La gente desliza las muñecas por los lectores y las luces verdes de los sensores parpadean cuando la puerta se traga a alguien. Una vez que estemos dentro del edificio quizá podamos salir cuando queramos, pero una parte de nosotros empezará a pertenecerle a ese gran sistema.

Es irónico que Olympus sea una máquina y yo, que soy un hefesto, no tenga más poder que el resto sobre ella.

Aun así, le permito que se apropie de mi identidad y, como el resto, sin cuestionarme nada, dejo que me devore.

El aula magna de la Akademeia es una sala demasiado gigantesca para los sólo ciento veinte alumnos nuevos que la ocupamos ahora. Ese es el límite por año desde su fundación. Ciento veinte personas por curso para comenzar, lo justo y necesario para diez grupos de doce; en total, diez representantes por Servicio. Ni uno más, ni uno menos. Pocas plazas, definitivamente, para el centro académico más importante de toda la galaxia conocida y conquistada.

No puedo evitar lanzar un vistazo con avidez y nerviosismo. Hay alumnos de todo tipo, humanos y de otras especies; gente que viene de distintos planetas y diferentes lunas. Aun así, lo normal es que la mayoría de ellos sean de Marte; al fin y al cabo, los costes de venir aquí son demasiado elevados. Es una escuela de élite para educar a la élite, y la élite es la que tiene el dinero para permitírselo. Es en Marte donde está la élite, donde están los Jefes, donde está el Monte Olimpo y donde estamos los Hijos y los Familiares.

Aprieto los puños sobre mis piernas, con una expectación que espero que nadie descubra. Recuerdo otro primer día, en otro lugar completamente nuevo para mí, y las miradas de disgusto y los murmullos. El instituto fue todavía más exclusivo, un lugar preparado para las familias de los Jefes dentro de los límites del Monte Olimpo.

Incluso Aden me apartó la vista aquel día.

—Respira, Asha —me dice él ahora.

Yo me sobresalto y alza la barbilla con un carraspeo.

—Estoy respirando.

Armand se ha sentado al lado de Aden y se inclina para mirarme.

—¿Asha se pone nerviosa?

—No estoy nerviosa —replico.

—¿Por qué lo estarías? —me pregunta Oscar, a mi otro lado. Él parece casi divertido.

—Por nada, porque no hay razones para estar nerviosa, y por eso no lo estoy —corto, y cruzo los brazos sobre el pecho—. Y ahora a callar; no quiero que me echen el primer día.

Hago una señal con el mentón hacia delante, donde Atenea se ha subido al estrado. Cada año se encarga del discurso inaugural y anuncia la asignación de grupos según las calificaciones de la prueba de acceso.

No presto demasiada atención. No me importa el rollo sobre el valor de la Akademeia ni la grandilocuencia con la que habla siempre Atenea y la mayor parte de la gente de su Servicio. Aquí la cuestión es que nos esperan tres años de curso, de los cuales sólo medio será en las propias instalaciones de la Akademeia, antes de que empiecen las misiones en las ya trabajaremos para Olympus.

—La Akademeia no tiene nada que ver con vuestros institutos. No habéis venido a dar clases ni a aprender cosas básicas. Habéis venido a formar parte de Olympus, a crecer, a prepararos para ocupar un puesto importante de la sociedad que con tanto empeño hemos creado y que cada día se extiende un poco más en la galaxia. Habéis venido a marcar vuestro nombre en la Historia.

«¿Podrías empezar con los grupos ya, que es a lo que hemos venido?».

—Las pruebas a las que tendréis que enfrentaros serán más complejas que simples exámenes y…

Respiro hondo. No necesito que me explique cuál es el porcentaje anual de bajas, y no siempre por abandonos por no superar la presión o las expectativas. En Hades nos hemos encargado de los procesos de perduración de todas y cada una de las personas que han perdido la vida en este lugar y en las misiones. Algunas se han convertido en holoánimas; la mayoría, en Paraíso, con distintos niveles de privilegios; como siempre, depende de lo que sus familias puedan pagar.

—Para superar la Akademeia deberéis contar no sólo con vuestras habilidades, sino con las de todos los integrantes de vuestro grupo.

Por fin.

—Como ya sabéis, el funcionamiento es muy sencillo: diez grupos organizados por orden de calificaciones dentro de los propios Servicios. De los logros de vuestro equipo dependen los resultados de la competición para conseguir los mejores puestos en vuestros respectivos Servicios en el futuro. Durante estos tres años, aquí se fragua vuestro currículum; aprovechad la oportunidad. Dentro de cada uno de los equipos, además, habrá un comandante que se decidirá tras la Odisea, vuestra primera gran prueba.

Aprieto más los puños sobre las piernas mientras contengo la respiración. ¿Y si yo no estoy en el primer grupo? Aden lo estará, eso seguro. Es un genio. Y quizá yo fuese de las mejores de la clase en el instituto, pero eso no significa nada. En el instituto no todos se esforzaban: a muchas personas ni siquiera les preocupaba asistir a la Akademeia, porque ya tenían asegurados puestos con los que conformarse. Pero yo sé mejor que nadie que tal vez aquí haya alguien de Hades que sea mejor que yo, mi madre lleva toda la vida repitiéndome que no debo dar mi puesto por hecho. Y si hay alguien mejor, entonces estaré completamente sola en el equipo, rodeada de gente desconocida que, con toda probabilidad, no me considerará una de sus personas preferidas.

Me sobresalto cuando la mano de Aden cae sobre la mía. Trato de fingir que el corazón no se me va a salir del pecho y mantener la compostura, pero sé que él ve a través de ella con claridad.

El rostro de Atenea abandona las pantallas, en las que de pronto aparece un encabezado y una hoz dorada. Cronos. A lo largo de la historia de Olympus, los futuros Jefes de las distintas empresas han pertenecido a este grupo. El primero. El más importante. Nadie de Hades ha podido liderar nunca un equipo de Cronos. Nunca jamás, durante todos los años desde la fundación de la Akademeia y la invención de este sistema de méritos. Los hades, al fin y al cabo, no somos líderes. Somos quienes siguen las órdenes, quienes se quedan en la retaguardia. Los capitanes son siempre de Atenea, Ares o Poseidón, y, en menor medida, de los demás Servicios.

Hades nunca lidera porque todo el mundo nos teme, porque temen a la muerte y les parecemos poco fiables, dados a trucos y engaños. Hay tantas leyendas sobre Hades, tantas mentiras, que formar parte del Servicio implica entender que el mito y el terror asociado a él siempre será más grande que tú, al margen de quien seas, de lo que hagas, de lo que sientas.

Por eso las personas de Hades nunca somos comandantes.

Pero yo podría. Yo quiero serlo.

Quiero demostrar que no sólo puedo ser la mejor Hades que haya habido nunca: puedo ser la mejor de todos los Servicios. Puedo estar por encima del mito.

Tengo que estarlo.

Los integrantes de los grupos siguen un orden concreto por tradición. El primer Servicio en mencionarse siempre es Hera. En la pantalla aparece un nombre: Urien Sanda, de Luna. Es un muchacho pálido de pelo rojo, finísimo y corto. Su sonrisa es tan confiada que hace que cualquier tipo de seguridad que yo pudiera tener se tambalee. Su orgullo no me coge de nuevas: los hera suelen ser bastante conscientes de la importancia de su trabajo, lo cual no es otra manera de decir que se lo tienen bastante creído. Se consideran dioses, gracias a sus labores alrededor de la creación de la vida.

El chico se presenta ante Atenea y la saluda con una inclinación perfecta antes de que ella le ponga el primero de los emblemas.

—De Luna —susurra a mi lado Aden—. Pues suerte para él, a los niños de Marte no les sienta bien la competencia. Y menos a los heras.

Estoy a punto de echar un vistazo a mi alrededor para comprobar si puedo ver esa molestia cuando la pantalla cambia para anunciar al miembro de Poseidón.

Y así nos llevamos la primera gran sorpresa.

Oscar Elikya se pone en pie y se alisa su uniforme con actitud despreocupada.