El sueño de un príncipe - Maisey Yates - E-Book

El sueño de un príncipe E-Book

Maisey Yates

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Beschreibung

Jessica no era apropiada para el trono, pero era apropiada para su cama. Jessica Carter tenía éxito en el negocio de emparejar a la gente. Y eso era lo que el príncipe Stavros Drakos quería, una pareja adecuada; una mujer radicalmente distinta a su celestina particular… pero ninguna de las elegantes candidatas le gustaba tanto como ella. El imperturbable Stavros deseaba descubrir lo que ocultaba aquella mujer tan quisquillosa, pero no sabía si aceptar su oferta: un mes de pasión pura antes de que él se casara con una mujer más adecuada para el trono.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2012 Maisey Yates

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El sueño de un príncipe, n.º 320 - agosto 2021

Título original: At His Majesty’s Request

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-838-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

–Emparejar a la gente es una ciencia.

Jessica Carter se echó el cabello hacia atrás y abrió el ordenador portátil, cuya pantalla ocultó parcialmente su cuerpo. Stavros lo lamentó, porque estaba disfrutando de la vista.

–La educación, la experiencia vital y la clase social son fundamentales para conseguir una relación feliz y duradera –continuó ella, sin apartar la vista del ordenador–. Pero yo he ido un poco más lejos. Creo que emparejar a la gente no es solo una ciencia, sino también un arte. El arte está en la atracción, y no se debe subestimar.

Stavros Drakos, segundo hijo del soberano de Kyonos y heredero al trono, se echó hacia atrás en el sillón y observó a la rubia de ojos verdes y labios ligeramente entreabiertos a la que había contratado.

–El aspecto artístico no me interesa mucho, señorita Carter. Busco a una persona que sea adecuada para mi país y que tenga las caderas necesarias para ser madre.

Jessica se puso tensa.

–Ah, caderas… ¿no es lo que quieren todos los hombres?

–No lo sé. Y sinceramente, no me importa –contestó él–. La mayoría de los hombres no están obligados a pensar en el bienestar de toda la población de su país cuando se deciden a buscar esposa.

Stavros había sido sincero. Él no era un hombre normal y corriente. Su vida había cambiado cuando las circunstancias lo condenaron a asumir el puesto de su hermano mayor y convertirse en el heredero al trono. En ese momento, sus deseos y sus necesidades dejaron de tener importancia.

Ella suspiró.

–Sí, por supuesto –Jessica le dedicó una sonrisa tan brillante y perfecta como la de un anuncio de dentífrico–. Pero dígame, ¿por qué me ha contratado para que le encuentre una esposa? He leído mucho sobre usted y tengo la impresión de que es perfectamente capaz de despertar el interés de las mujeres.

–Cuando necesito un traje, contrato a un sastre; cuando tengo que organizar una fiesta, contrato a un especialista en fiestas. No creo que esto sea distinto.

Ella ladeó la cabeza. Llevaba un vestido de cuello alto, tan conservador como su cabello, recogido en un moño. Stavros pensó que parecía sacada de un programa de televisión de la década de 1950.

–Veo que tiene una opinión muy pragmática de las cosas.

–Tengo que dirigir un país. No puedo perder el tiempo con tonterías.

–Bueno, he hecho una lista de candidatas posibles que…

Él se inclinó hacia delante, giró el ordenador para acceder a la lista e hizo clic en varios iconos, pero no la encontró.

–¿Dónde está?

Jessica le quitó el aparato.

–Parece que no tiene mucha experiencia con ordenadores… ¿Quiere que excluya de la lista a las mujeres tecnológicamente hábiles?

–No es necesario. Pero excluya a las mujeres que no saben cerrar la boca.

Ella sonrió.

–Alguien tendrá que ponerlo en su sitio…

–Nadie tiene que ponerme en mi sitio. Le recuerdo que soy el príncipe heredero y que voy a ser soberano de mi país.

En realidad, Stavros no era el príncipe heredero; pero la renuncia de su hermano mayor, Xander, había cambiado las cosas. Y estaba decidido a asumir la responsabilidad.

–Comprendo.

Jessica arqueó una ceja y tecleó algo en el ordenador.

–¿Qué está escribiendo?

–Que tiene tendencias dictatoriales… Es un detalle negativo para la interacción social, pero puede ser positivo para las A.A.

–¿Las A.A.?

–Las actividades amorosas –respondió ella con brusquedad–. ¿Necesita que la candidata sea virgen, príncipe Drakos?

A él no le sorprendió su franqueza. Jessica Carter tenía fama de ser directa y algo descarada; pero también era famosa por sus éxitos profesionales. Le habían asegurado que no había nadie mejor en su campo y que era muy consciente de la función social y puramente práctica del matrimonio.

Para Stavros, era la solución perfecta; a fin de cuentas, no tenía interés personal en casarse. Y si la prensa se enteraba, tanto mejor; así sabrían que él era diferente y que iba a gobernar el país de forma diferente a su padre.

–Llámeme Stavros. Y no, no lo necesito.

–Me alegro. De lo contrario, tendría que pedir pruebas de su historial sexual a las candidatas; es una situación que siempre resulta embarazosa.

–¿Insinúa que ya lo ha hecho?

–Por supuesto.

–¿Con quién?

–Si se lo dijera, tendría que matarlo después –respondió en tono de broma–. Nunca hablo de mis clientes. Respeto estrictamente su anonimato.

–Pero su fama la precede…

Tres semanas antes, Stavros había quedado con un viejo amigo que se presentó en compañía de su prometida. Cuando se quedó a solas con él y le pudo preguntar de dónde había sacado a una mujer tan hermosa e inteligente, su amigo le dio el nombre de una profesional que se había hecho famosa por su trabajo entre millonarios, ejecutivos de alto nivel e incluso miembros de la aristocracia: Jessica Carter.

Ella era lo que necesitaba. No en vano, sus preferencias personales en cuestión de mujeres habían dejado de tener importancia cuando supo que tendría que sustituir a Xander, su hermano ausente, como heredero al trono. Necesitaba una mujer capaz de ser princesa, de convertirse en un icono de su país y de ayudarlo en las tareas de gobierno. Solo quería que fuera bella, inteligente, solidaria y fértil.

Y no podía ser tan difícil de encontrar.

–Recuerde que no la he contratado por mí, señorita Carter, sino por Kyonos –continuó–. Además, mi familia ya ha sufrido demasiado… Tengo que ser la roca en la que se apoyen; y para serlo, necesito un matrimonio sólido y duradero.

La muerte de su madre, acaecida diecinueve años antes, había sido un golpe muy duro para la familia de Stavros. Y la marcha de Xander, con su renuncia al trono, había desatado tantas dudas y conjeturas sobre los gobernantes de Kyonos que el país había sufrido varios meses de inestabilidad política y financiera.

Stavros se había esforzado por recomponer lo que su hermano mayor había roto. Había revitalizado la capital, Thysius, con hoteles nuevos y establecimientos de moda; e incluso había llevado la sede de su empresa al principado, a pesar de que la isla de Kyonos era demasiado pequeña para ser sede de compañías tan grandes.

Desde su adolescencia, no había hecho otra cosa que trabajar por el bienestar de sus conciudadanos. No había tenido una juventud de verdad. No había podido disfrutar de la vida. El destino lo había convertido en príncipe heredero y él tenía que estar por encima de todas esas cosas.

–Sé que esto es importante para usted y, sobre todo, para su país –dijo ella–. Le encontraremos esposa.

Él se encogió de hombros.

–Mientras sea adecuada…

Jessica suspiró.

–Príncipe Drakos… ¿le importaría ser menos directo en sus opiniones? Nadie querrá estar con usted si desprecia el amor romántico de esa manera.

–¿Ah, no? Seguro que miles de mujeres estarían encantadas de ser mi esposa a cambio de un título, la fortuna asociada a mi familia y un palacio donde vivir.

–El dinero no puede comprar el amor.

–¿No le parece que esa frase suena un poco manida? Parece sacada de una canción de los Beatles –ironizó Stavros–. Si empieza así, terminará diciendo que el dinero tampoco compra la felicidad.

Los ojos de Jessica se volvieron fríos como el hielo.

–Por supuesto que no –replicó–. Pero no estamos discutiendo de filosofía, sino intentando encontrarle una esposa. Y no me ayuda mucho.

–Bueno, diga que tengo modales impecables…

–Pues yo no los he visto –contraatacó–, y no tengo la costumbre de mentir. Usted es mi cliente y tiene mi lealtad, pero también debo mi lealtad al grupo de mujeres con las que suelo trabajar en mi negocio.

–¿Cree que una de ellas podría ser la esposa que busco?

–Sí, creo que sí –contestó–. Y si me equivoco, recorreré toda Europa hasta que encontremos a la persona en cuestión.

–Eso espero. Me han dicho que es la mejor en su campo… incluso ha conseguido que un viejo amigo mío, famoso por ser un soltero empedernido, siente la cabeza.

–Yo me limito a buscar la mejor pareja posible a mis clientes –afirmó–. Y siempre la encuentro, príncipe Stavros.

–Me gustaría compartir su entusiasmo, pero no puedo.

–No se preocupe por eso; yo tengo entusiasmo de sobra para los dos –Jessica volvió a mirar la pantalla del ordenador–. Su hermana se casa dentro de dos semanas, ¿verdad?

–En efecto.

–No quiero que asista a la ceremonia con acompañante.

Él frunció el ceño.

–Descuide, no tenía intención de ir con nadie.

–Y no se marche con ninguna de las damas de honor –continuó Jessica–. Tiene que dar la imagen de un hombre sin compromisos y disponible.

–Muy bien.

–Obviamente, no vamos a poner un anuncio para buscarle esposa, así que tendremos que hacerlo con sutileza.

Stavros volvió a fruncir el ceño.

–¿Y qué tiene de malo lo del anuncio? –bromeó.

Ella lo miró con exasperación.

–Siga mis instrucciones y todo saldrá bien.

–De todas formas, jamás me marcharía con ninguna de las damas de honor de mi hermana. Las amigas de Evangelina son demasiado jóvenes para mí.

–Ah… así que quiere una mujer de cierta edad… eso es importante.

–Sí, no quiero que sea tan joven como Eva –declaró–. Puestos a elegir, me gustaría que tuviera veintitrés años como poco… a fin de cuentas, una diferencia de diez años no es tan grande. Y no más de veintiocho, por favor.

Esta vez fue Jessica quien frunció el ceño.

–¿No más de veintiocho? ¿Por qué? ¿Acaso los veintinueve le parecen una edad muy avanzada? –ironizó ella.

–Porque busco una mujer que me pueda dar hijos. Y si tiene más años…

–Ah, ya –le cortó, muy seca.

Stavros sonrió al darse cuenta de lo que pasaba. Evidentemente, su comentario sobre la edad había ofendido a Jessica Carter.

–¿Empeoraría la situación si le pregunto cuántos años tiene?

–En absoluto. Tengo treinta años, príncipe Stavros. Aunque eso no es asunto suyo.

–Comprendo.

–Además, yo no me voy a presentar como candidata.

–Qué pena…

Jessica se ruborizó y puso las manos sobre la mesa, intentando disimular su temblor. Sabía que estaba siendo demasiado arisca con el príncipe. Siempre se ponía arisca cuando se ponía nerviosa.

Respiró hondo e intentó recobrar el aplomo y su fachada de mujer imperturbable, tan importante en su trabajo. Tenía que mantener las distancias con los clientes.

–He conseguido tres invitaciones para la boda de la princesa. Se las daré a tres mujeres que asistirán a la ceremonia –le informó–. Quiero que hable veinte minutos con cada una, no más, y que al final elija la que más le haya gustado… le daré una lista de preguntas que tal vez quiera formular.

–¿Ni siquiera voy a tener una cita en condiciones? –protestó.

Ella se puso rígida en la silla. El príncipe le resultaba tan sexy que la estaba sacando de quicio. Durante años, había conseguido alejarse de los hombres guapos mediante el truco de considerarlos objetos decorativos, que solo servían para mirarlos. Pero Stavros despertaba un calor muy particular en su cuerpo; un calor que llevaba mucho tiempo sin sentir.

Se levantó y se alejó de él, esperando recobrar el control de sus emociones.

–No necesita una cita de verdad. No en esta fase –dijo–. Cuando hablamos por teléfono, hice una lista de candidatas. Esas mujeres son las que, en principio, se ajustan más a sus criterios. Ahora solo se trata de comprobar si son compatibles con usted y si siente la atracción necesaria por ellas.

Jessica tragó saliva. Stavros la estaba mirando con una intensidad que la excitaba y que la empujaba a plantearse todo tipo de cosas absurdas; por ejemplo, el tiempo que había transcurrido desde la última vez que había besado a un hombre.

–Empezaremos con eso, con la atracción física. –Jessica hizo un esfuerzo por apartar la mirada de su mandíbula recta y de sus labios–. Seguro que alguna de las tres le resulta especialmente atractiva… Luego, tendremos que ver si es una atracción duradera. Pero eso será en otra fase del programa.

–¿Y usted me acusa de no ser romántico? Es curioso, porque lo tiene todo perfecta y fríamente calculado –declaró él con una sonrisa–. Discúlpeme, pero usted no es más romántica que yo.

Ella carraspeó y dio un paso atrás. Su voz era tan suave que casi se sentía acariciada.

–Está bien, admito que no soy una romántica. Lo fui, pero ya no lo soy. Además, ¿qué es el amor romántico? ¿Un encaprichamiento que nos hace proyectar deseos e ideales en otra persona? El amor romántico es una ilusión. Yo creo en cosas más concretas, como lo que se tiene verdaderamente en común… La gente tiende a equivocarse cuando se deja llevar por la atracción física inicial.

Él se pasó una mano por el pelo. Jessica notó que los músculos de su brazo se tensaban y se preguntó si serían tan anchos como parecía.

–Cualquiera diría que habla por experiencia propia –comentó él.

Jessica soltó una carcajada.

–Sí, más o menos. Sé lo que pasa.

–Pero no está casada…

–Lo estuve. Y ahora estoy felizmente divorciada. De hecho, acabo de celebrar el cuarto aniversario de mi divorcio.

Stavros arqueó una ceja.

–¿Y aún cree en el matrimonio?

–El fracaso de mi matrimonio me fue muy útil… Ahora entiendo lo que se necesita para establecer una relación firme y duradera –contestó–. En mi opinión, esto es como las casas; si se construyen sobre arena, se hunden. Yo voy a ayudarlo a construir su matrimonio sobre una superficie de roca.

–Me parece perfecto.

Stavros arqueó una ceja y se levantó del sillón. Era un hombre alto, casi treinta centímetros más alto que ella, y mucho más atractivo en persona que en las fotografías de los periódicos.

Jessica se sintió pequeña y más femenina que nunca a la vez.

–Trabajaremos juntos para conseguirle una mujer apropiada, que sea buena para usted y para su país –dijo, intentando aparentar seguridad.

Él se acercó y ella retrocedió un paso más, pero había llegado a la pared y no tuvo más remedio que quedarse allí. Cuando Stavros le ofreció una mano grande, morena e intensamente masculina, se quedó tan anonadada que no pudo recordar qué se hacía cuando alguien le ofrecía la mano.

Por suerte, él se le adelantó y se la estrechó brevemente. Aunque habría preferido que no lo hiciera, porque el contacto de su piel la excitó un poco más.

–Le tomo la palabra, señorita Carter. Pero le advierto que puedo ser un cliente muy pesado…

Ella contuvo la respiración.

–Sabré estar… a la altura.

Él soltó una risotada profunda y oscura como el café.

–Ya lo veremos.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

–¿Su alojamiento le parece satisfactorio?

Jessica se dio la vuelta, con el corazón en un puño. Stavros estaba en el pasillo del hotel, sonriendo.

–Sí, mucho… Pero no esperaba verlo aquí.

Él echó un vistazo a la habitación.

–No veo por qué. Este es uno de mis hoteles.

–Sí, pero di por sentado que…

–Dio por sentado que no dirijo personalmente mis hoteles, casinos, etcétera –la interrumpió–. Sin embargo, se equivoca. Si mi vida hubiera sido distinta, habría sido un hombre de negocios… como es la que es, divido mi tiempo entre las obligaciones asociadas a mi título de príncipe y las asociadas a mis empresas.

Ella intentó sonreír.

–De todas formas, me parece extraño que, con todos los hoteles que tiene en la isla, aparezca precisamente en el mío.

–Bueno, reconozco que no ha sido casualidad. He venido por usted, aunque también tengo un motivo profesional para estar aquí.

Jessica sintió un cosquilleo en el estómago y se tuvo que recordar que Stavros era un cliente, no alguien con quien pudiera mantener una relación amorosa. Además, todavía no se habían cerrado las heridas de sus cinco años de matrimonio con Gil. La habían dejado sin ánimo para salir con otros hombres.

Al pensar en ello, le pareció irónico que se dedicara a buscar pareja a los demás cuando ella se acostaba sola todas las noches. Su divorcio había tenido aspectos positivos, porque la había empujado a dejar su antiguo empleo y a crear su propia empresa; pero desgraciadamente su vida emocional distaba de ser tan exitosa como su vida profesional.

–¿Qué motivo es ese? –preguntó.

–Tenía que hablar con mi gerente para que se encargue de los invitados a la boda de Mak y Eva. Es uno de los regalos que voy a hacerles… Quiero que la familia de Mak, el prometido de mi hermana, se aloje en el hotel. Él dice que no necesita mi ayuda, pero me temo que soy muy insistente.

–Y supongo que siempre se sale con la suya, ¿verdad?

La pregunta de Jessica fue casi retórica. Ya imaginaba que Stavros no era de la clase de persona que aceptaba una negativa por respuesta; y por otra parte, era un hombre tan carismático y poderoso que la gente lo obedecería sin rechistar.

–Sí, siempre.

–¿Y por qué quería verme? –preguntó, insegura.

–Porque necesito asegurarme de que me entiende y de que entiende las necesidades de mi patria. De lo contrario, no podrá ayudarme a encontrar esposa.

–Descuide, he investigado mucho sobre Kyonos y…

–No, eso no basta. Tiene que conocer mi país.

A Jessica no le gustó lo que estaba insinuando. Ir a Kyonos implicaría pasar más tiempo con él, someterse a sus encantos.

–¿Se está ofreciendo a enseñármelo?

–Sí, algo así.

Jessica intentó encontrar una excusa para rechazar la oferta del príncipe, pero no se le ocurrió ninguna.

–Bueno, si lo considera necesario… acepto.

–Excelente. ¿Tiene que hacer algo antes?

–No. Estaba a punto de salir a comer, así que podemos irnos cuando quiera.