El sueño del principe - Fiódor Dostoievski - E-Book

El sueño del principe E-Book

Fiodor Dostoievski

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Beschreibung

El sueño del Príncipe es una novela corta de Dostoyevski , escrita en 1859.En la obra encontramos muchos de los temas que obsesionaban a este gran autor.

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Veröffentlichungsjahr: 2017

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I

Marya Aleksandrovna Moskalyova es, por supuesto, la primera dama de Mordasov. De esto no cabe la menor duda. Se comporta como si no necesitara de nadie y, por el contrario, como si todos necesitaran de ella. Verdad es que nadie le tiene afecto, mejor aún, que muchos la detestan cordialmente; ello no quita que todos la teman, que es lo que ella quiere. Esto es ya señal de alta política. ¿Por qué, por ejemplo, Marya Aleksandrovna, que es aficionadísima a las habladurías y no pega ojo en toda la noche si la víspera no se ha enterado de algún chisme, por qué sabe conducirse, no obstante, de modo que quien la mire no sospechará que esta grave señora es la chismosa más grande del mundo o por lo menos de Mordasov? Se pensaría más bien que el chismorreo debiera desaparecer en su presencia, que los murmuradores debieran ruborizarse y temblar como escolares ante el señor maestro, y que la conversación debiera versar sólo sobre los temas más elevados.

Por ejemplo, ella sabe de algunos vecinos de Mordasov cosas tan sorprendentes y escandalosas que si las contara en ocasión oportuna y las demostrara como ella sabe demos-trarlas provocaría en Mordasov un terremoto como el de Lisboa. Sin embargo, es muy discreta en cuanto a esos secretos y los revela sólo en situaciones extremas y sólo a sus amigos mas íntimos. Ella se limita a dar sustos, insinúa que sabe algo y prefiere mantener a ese caballero o aquella dama en estado de terror constante a darles el golpe de gracia. ¡Esto es talento, esto es táctica! Marya Aleksandrovna siempre se ha destacado entre nosotros por su irreprochable comme il faut que todos toman por modelo. En lo tocante a comme il faut no tiene rival en Mordasov.

Sabe, por ejemplo, destruir, despedazar, ani-quilar a un rival con una sola palabra, de lo cual somos nosotros testigos, a la vez que finge no darse cuenta de lo que ha dicho. Sabido es que tal modo de obrar es propio de la más alta sociedad. Puede decirse que en tales ardides le lleva ventaja hasta al famoso ni-gromante Pinetti. Sus relaciones son incontables. Muchas de las personas que visitan Mordasov se marchan entúsiasmadas de la recepción que les hace y más tarde se car-tean con ella. Hasta se ha dado el caso de que le escriban versos, y Marya Aleksandrovna los enseña con orgullo a todo el mundo.

Un literato itinerante le dedicó una composición que yo leí en casa de ella durante una velada y que produjo una impresión sumamente agradable. Un científico alemán que vino de Karlsruhe con el propósito específico de estudiar una rara especie de gusano con antenas que se cría en nuestra provincia, y que había escrito cuatro tomos en cuarto sobre tal gusano, quedó tan encantado de la cordial acogida que le dispensó Marya Aleksandrovna que desde entonces mantiene con ella, desde Karlsruhe, una correspondencia respetuosa y edificante, Marya Aleksandrovna ha sido comparada en algún particular hasta con Napoleón. Esto, por supuesto, lo hacían en broma sus enemigos, más con afán de caricatura que en aras de la verdad. Pero aun aceptando sin reservas lo desaforado de la comparación, me atrevo a hacer una pregunta inocente: ¿por qué, vamos a ver, se le fue a Napoleón la cabeza cuando llegó demasiado alto en su carrera? Los partidarios del antiguo régimen lo atribuían a que Napoleón no sólo no era de estirpe real, sino que ni siquiera era gentilhomme de buena casta, y era natural por lo tanto que acabara por asustarse de su propia grandeza y recordara su verdadero puesto. A pesar de la evidente agudeza de tal conjetura que hace recordar los tiempos más brillantes de la antigua corte francesa, me atrevo a agregar por mi parte: ¿por que a Marya Aleksandrovna nunca jamás se le va la cabeza y sigue siendo todavía la primera da-ma de Mordasov? Ha habido ocasiones en que la gente decía: «Habrá que ver cómo se comporta Marya Aleksandrovna en estas difí-

ciles circunstancias. » Pero llegaban las circunstancias difíciles, pasaban... y nada. Todo quedaba igual que antes, por no decir que mejor. La gente recuerda, por ejemplo, que su marido, Afanasi Matveich, perdió su cargo por incapacidad y mentecatez, rasgos que provocaron la ira de un inspector general que pasó por Mordasov. Todos creían que Marya Aleksandrovna quedaría anonadada, que se humillaría, que solicitaría, que rogaría, en una palabra, que plegaría las alas. Pues nada de ello. Marya Aleksandrovna comprendió que ya no podría sonsacar más y se las arregló de manera que no perdió un ápice de su ascen-diente en la sociedad; y su casa sigue siendo considerada como la primera de Mordasov. La mujer del fiscal, Anna Nikolaevna Antipova, enemiga jurada de Marya Aleksandrovna aunque amiga en apariencia, ya cantaba vic-toria. Pero cuando se vio que era difícil poner a Marya Aleksandrovna en un aprieto se llegó a sospechar que la señora tenía raíces mucho más profundas de lo que antes se pensaba.

A propósito, ya que hemos aludido a él digamos también unas palabras de Afanasi Matveich, marido de Marya Aleksandrovna.

En primer lugar es hombre de aspecto gallar-do y aun de principios muy aceptables, pero en situaciones críticas, sin que se sepa por qué, se aturde y parece un borrego que ha visto un nuevo portillo en el redil. Es hombre de dignidad poco común, sobre todo en los banquetes onomásticos, cuando lleva puesta su corbata blanca. Pero esa gallardía y dignidad duran solo hasta el momento en que abre la boca. Entonces, perdonen ustedes, lo mejor es taparse los oídos. Francamente, no es digno de pertenecer a Marya Aleksandrovna. Tal es la opinión general. Hasta el cargo que tuvo lo debió exclusivamente al ingenio de su mujer. Según mi más ponderada opinión, hace ya tiempo que debería estar sirviendo de espantapájaros en un huerto. Allí, y sólo allí, podría ser de verdadero e indudable provecho a sus compatriotas. Y por eso Marya Aleksandrovna hizo muy bien en des-terrar a Afanasi Matveich a una propiedad rural cercana, a tres verstas de Mordasov, con ciento veinte siervos -y digamos de paso que ésa es toda la hacienda, ésos son todos los recursos con los que mantiene tan en alto la dignidad de su casa. Todo el mundo sabía que había tenido a Afanasi Matveich a su lado sólo porque ése era funcionario público y percibía un sueldo y... algunos otros ingresos.

Pero cuando cesó de percibir uno y otros fue alejado inmediatamente a causa de su inutili-dad e inepcia. Todo el mundo alabó a Marya Aleksandrovna por lo claro de su juicio y lo decisivo de su carácter. En el campo Afanasi Matveich está en su elemento. Yo fui a verle y pasé con él una hora entera con bastante agrado. Se prueba corbatas blancas, se lim-pia él mismo los zapatos, no por necesidad, sino por amor al arte, ya que le gusta que le brillen; toma té tres veces al día, se desvive por los baños... y tan contento. ¿Recuerdan ustedes la historia infame que se urdió entre nosotros hace año y medio con relación a Zinaida Afanasievna, hija única de Marya Aleksandrovna y Afanasi Matveich? Zina es indis-cutiblemente una belleza y posee una educación excelente, pero tiene ya veintitrés años y hasta ahora sigue soltera. Entre las razones que explican por qué Zina no se ha casado todavía, una de las principales parece ser el siniestro rumor sobre ciertas extrañas relaciones que tuvo hace año y medio con un pobre maestro de escuela del distrito, rumor que aún se oye hoy día. Todavía se habla de un billete amoroso que escribió Zina y que pasó de mano en mano en Mordasov. Pero, díganme, ¿quién vio ese billete? Si pasó de mano en mano, ¿a dónde fue a parar? Todo el mundo ha oído hablar de él, pero nadie lo ha visto. Yo por lo menos no he tropezado con persona alguna que lo haya visto con sus propios ojos. Si se alude a ello en presencia de Marya Aleksandrovna ella sencillamente no sabe de qué se habla. Supongamos ahora que, en efecto, ese billete (yo mismo hubo algo y que Zina escribió creo que efectivamente fue así): ¡qué destreza entonces la de Marya Aleksandrovna! ¡Qué manera de poner coto y echar tierra a un asunto tan peliagudo y escandaloso! ¡Ni un rastro, ni una alusión!

Ahora Marya Aleksandrovna no hace caso siquiera de esa infame calumnia; y mientras tanto Dios sabe lo que quizá haya trabajado para salvar de toda mancha el honor de su hija única. Y en cuanto a lo de que Zina siga soltera, ello es muy natural: ¿qué novios po-drían salirle aquí? A Zina puede que no le cuadre más que un príncipe reinante. ¿Han visto ustedes en alguna parte una mujer tan hermosa como ella? Sin duda que es orgullosa, demasiado orgullosa. Dicen que la corteja Mozglyakov, pero no es probable que haya casorio. ¿Y qué es el tal Mozglyakov? Es joven, sí, bastante apuesto, un dandy, con un centenar y medio de siervos libres de hipote-ca, y natural de Petersburgo. Pero, en primer lugar, tiene un poco la cabeza a pajaros. Es algo veleta, habla por los codos y tiene ideas a la última moda. ¿Y qué son ciento cincuenta siervos, sobre todo cuando se profesan ideas de última hora? No habrá tal casorio.

Todo lo que el amable lector ha leído hasta aquí lo escribí hace cinco meses y sólo por sentimentalismo. Confieso de antemano que siento parcialidad por Marya Aleksandrovna.

He querido escribir algo así como una alabanza de esta espléndida señora y darle la forma de una festiva carta al lector parecida a aquellas que antaño, en una edad de oro, sí, pero que por fortuna no puede volver, se publica-ban en «La Abeja del Norte» y otras revistas.

Pero como carezco de amigos y padezco por añadidura de una congénita timidez literaria, mi composición quedó abandonada en mi mesa de trabajo como una primicia de escritor y como testimonio de un pacífico entrete-nimiento en horas de ocio y contento. Han pasado cinco meses y de repente ha ocurrido en Mordasov un acontecimiento sorprendente: una mañana temprano llegó a la ciudad el príncipe K. y se detuvo en casa de Marya Aleksandrovna. Las consecuencias de esta llegada han sido incontables. El príncipe pasó sólo tres días en Mordasov, pero esos tres días dejaron tras sí recuerdos tan indelebles como fatales. Diré más: en cierto sentido el príncipe produjo una revolución en nuestra ciudad. El relato de esa revolución constituye, sin duda, una de las páginas más me-morables de los anales de Mordasov. Esta es la página que, después de algunos titubeos, he decidido por fin elaborar en forma literaria y someter al juicio del muy respetable público. Mi narración contiene en detalle la notable historia del ascenso, apogeo y aparatosa caí-

da de Marya Aleksandrovna y toda su familia en Mordasov: digno y sugestivo asunto Para un escritor. Claro está que antes que nada es preciso elucidar lo que hay de sorprendente en el hecho de que el príncipe K. llegara a la ciudad y se detuviera en casa de Marya Aleksandrovna; y a tal fin, por supuesto, hay que decir algo acerca del propio príncipe K. Así lo haré. Amén de que la biografía de este personaje es absolutamente indispensable al ul-terior desenvolvimiento de nuestra narración.

Empiezo, pues.

II

Empezaré diciendo que el príncipe K. no era excesivamente viejo y, sin embargo, al mirarle se recibía involuntariamente la impresión de que iba a desmoronarse de un momento a otro; a tal extremo había llegado su decrepitud o, si se quiere, su desgaste. De este príncipe se han contado siempre en Mordasov cosas extrañísimas, verdaderamente fantásticas. Se ha llegado a decir que estaba ido de la cabeza. A todo el mundo le parecía raro que un terrateniente, propietario de cuatro mil siervos, hombre de esclarecida estirpe que, de haberlo deseado, hubiera podido tener gran influencia en la provincia, viviera solo, como un recluso, en sus espléndidas posesiones. Muchos conocían al príncipe desde una previa estancia suya en Mordasov y aseguraban que entonces no podía aguantar la soledad y que de recluso no tenía un pelo.

He aquí, sin embargo, lo que de fuentes fide-dignas he podido averiguar de él. Allá en sus años mozos -de lo que, dicho sea de paso, hace ya mucho tiempo- el príncipe hizo una entrada brillante en la sociedad, se divirtió a más y mejor, cortejó a las damas, residió varias veces en el extranjero, cantaba romanzas, hacía juegos de palabras y en ningún momento dio prueba de excelsas dotes intelectuales. Huelga decir que despilfarró toda su hacienda y que en la vejez se encontró sin un kopeck. Alguien le aconsejó que se trasladara a su finca rural, que ya empezaba a ser vendida en pública subasta. Así lo hizo, y vino a Mordasov, donde residió seis meses.

La vida provinciana le gustó sobremanera, y en esos meses malgastó todo lo que le quedaba, hasta las últimas migajas, siguiendo su vida disipada y manteniendo íntimas relaciones con varias señoras de la provincia. Era, no obstante, hombre buenísimo, aunque no exento de ciertas excentricidades que eran, sin embargo, consideradas en Mordasov co-mo rasgos típicos de la más alta sociedad, y que en vez de enojo producían agrado. Las damas, en particular, no cejaban en su entusiasmo por el simpático visitante. De él se guardaban muchos recuerdos curiosos. Se contaba, entre otras cosas, que el príncipe pasaba más de la mitad del día en su tocador y que todo él parecía compuesto de varias piezas. Nadie sabía cuándo y dónde se las había arreglado para desintegrarse de tal manera. Usaba peluca, y sus bigotes, patillas y hasta la perilla, todo ello era postizo, hasta el último pelo, y de un soberbio color negro.

Se blanqueaba y coloreaba el cutis todos los días. Se decía que se alisaba las arrugas del rostro con unos muellecillos ocultos muy cu-camente entre el pelo. Se aseguraba que, por añadidura, usaba corsé, porque había perdido una costilla al saltar con poco acierto por una ventana durante una de sus aventuras amorosas en Italia. Cojeaba de la pierna izquierda. La gente juraba que era una pierna artificial, porque la natural se la quebraron en Pa-rís a resultas de otra aventura y le habían puesto otra nueva de especial diseño. Pero

¿qué no diría la gente? Era cierto, sin embargo, que el ojo derecho lo tenía de cristal, aunque parecía de verdad. Los dientes también eran postizos. Durante días enteros se lavaba con diversas aguas patentadas y se cubría de perfumes y pomadas. Pero se recordaba que ya para entonces el príncipe empezaba a chochear perceptiblemente y a chacharear de modo inaguantable. Parecía que su carrera tocaba a su fin. Todo el mundo sabía que no le quedaba un kopeck. Y de repente, por esas fechas, una de sus parientes más allegadas, señora muy anciana que residía permanentemente en París y de quien no cabía esperar legado alguno, murió inesperadamente después de enterrar un mes antes a su heredero legal. Inopinadamente el príncipe quedó como tal heredero. Cuatro mil siervos en una magnífica finca a sesenta verstas de Mordasov pasaron indivisos a su exclusiva propiedad. Al punto se aprestó a atender a sus asuntos en Petersburgo. Para despedir a su huésped, nuestras damas le ofrecieron una opípara comida por suscrip-ción. Se recuerda que el príncipe estuvo en-cantadoramente alegre en ocasión de este último banquete, jugó del vocablo, hizo reír a los comensales, contó anécdotas harto insólitas, prometió instalarse lo más pronto posible en Duhanovo (su propiedad recién adquirida) y dio palabra de que a su regreso habría una infinidad de fiestas, jiras campestres, bailes y fuegos de artificio. Durante todo un año después de su partida las damas estuvieron hablando de los festejos prometidos y espe-rando a su simpático viejo con viva impaciencia. Durante la espera llegaron incluso a or-ganizar visitas a Duhanovo, donde estaba la vieja mansión señorial y había un jardín con acacias recortadas en forma de leones, túmulos artificiales, estanques por los que discurrían barcas con turcos de madera tocando caramillos, cenadores, pabellones, mon plai-sirs y otras atracciones por el estilo.

Por fin regresó el príncipe, pero con sorpresa y desencanto de todo el mundo ni siquiera se detuvo en Mordasov y se instaló en Duhanovo como un verdadero recluso. Co-rrieron extraños rumores y cabe decir que desde entonces la historia del príncipe se hizo nebulosa y fantástica. Se decía, para empezar, que en Petersburgo no le habían ido bien las cosas, que algunos de sus parientes, futuros herederos, querían, dada la chochez del prócer, imponerle una especie de tutoría, probablemente por temor de que volviera a despilfarrarlo todo Más aún, algunos añadían que se le había querido internar en un manicomio, pero que uno de los parientes, caballero de muchas campanillas, parecía haber intervenido en su favor, demostrando claramente a todos los demás que el pobre príncipe, contrahechura de hombre y ya con un pie en la sepultura, de seguro se moriría pronto y por completo y entonces todos heredarían sin haber tenido que recurrir a lo del manicomio.

Repito una vez mas, ¿que no dirá la gente, especialmente aquí en Mordasov? Todo ello asustó al príncipe hasta el extremo de que cambió de carácter y se convirtió en un recluso. Más de un conciudadano nuestro, presa de curiosidad, fue a cumplimentarle, pero o no fue recibido o lo fue de la manera más extraña. El príncipe ni siquiera reconocía a sus antiguas amistades. Se aseguraba que ni quería reconocerlas. Hasta el gobernador le hizo una visita.

Este volvió con la noticia de que, a su parecer, el principe estaba en efecto algo ido de la cabeza, y desde entonces torcía el gesto cada vez que recordaba su visita a Duhanovo.

Las señoras pusieron el grito en el cielo. Ave-riguaron al cabo un detalle de gran importancia, a saber, que del príncipe se había apode-rado una desconocida, una tal Stepanida Matveevna que había venido con él de Petersburgo, mujer gruesa y entrada en años, que lucía vestidos de percal y actuaba como ama de llaves; que el príncipe la obedecía en todo, como un niño, y no osaba dar un paso sin su permiso; que ella hasta le lavaba con sus propias manos; que le mimaba, le llevaba y traía y le hacía carantoñas, también como a un niño; y que, por último, alejaba de él a todos los visitantes, y en particular a los parientes que cada vez más a menudo se des-colgaban por Duhanovo para ver cómo iban las cosas. En Mordasov se hacían toda suerte de conjeturas sobre esa relación incomprensible, descollando en ello las señoras. Como si no fuera bastante, se decía que Stepanida Matveevna llevaba la administración de todas las propiedades del príncipe, y ello de manera independiente y sin limitaciones; que despedía a los intendentes, los capataces, la servidumbre; que cobraba las rentas; pero que todo lo llevaba tan bien que los campesinos se congratulaban de su suerte. En lo tocante al príncipe se llegó a saber que empleaba sus días casi por entero en el tocador, probándose pelucas y levitas; y que el tiempo sobrante lo pasaba con Stepanida Matveevna; que jugaba con ella a las cartas, echaba la buenaventura, y de cuando en cuando salía de paseo en una mansa yegua inglesa, y que en tales ocasiones le acompañaba indefecti-blemente Stepanida Matveevna en un coche cerrado para atender a cualquier percance, porque el príncipe montaba a caballo más por vanidad que por otra cosa y apenas podía tenerse en la silla. A veces se le veía a pie, con gabán y sombrero de paja de alas anchas, con un chal de señora color de rosa al cuello, monóculo y en la mano izquierda un cesto de paja para recoger setas, acianos y flores silvestres. También le acompañaba entonces Stepanida Matveevna, y detrás iban dos fornidos lacayos y un carruaje por lo que pudiera pasar. Cuando se encontraba con él un campesino que le cedía el paso, se quitaba el sombrero y se inclinaba profundamente diciendo «Dios le guarde, padrecito príncipe, Excelencia, luz de nuestros ojos», el príncipe nunca dejaba de apuntarle con el monóculo, movía la cabeza afablemente y le decía con dulzura: «Bonjour, mon ami, bonjour.» En Mordasov circulaban muchos rumores por el estilo. No se podía olvidar al príncipe: ¡vivía tan cerca! ¡Cuál sería el asombro general cuando una hermosa mañana cundió la especie de que el príncipe, el recluso, el excéntrico, había venido en persona a Mordasov y paraba en casa de Marya Aleksandrovna!

¡Aquello fue agitación y sobresalto! Todo el mundo esperaba una explicación, todos se preguntaban lo que aquello significaba. Algunos se aprestaron a ir a casa de Marya Aleksandrovna. Para todos la llegada del príncipe era motivo de gran extrañeza. Las señoras se mandaron recados escritos, proyectaron visi-tarse unas a otras, enviaron a sus doncellas y sus maridos a explorar el terreno. Lo que más extraño parecía era que el príncipe se hubiera instalado en casa de Marya Aleksandrovna y no en otra cualquiera. Quien más lo lamentaba era Anna Nikolaevna Antipova, porque el príncipe era pariente muy lejano suyo. Pero para despejar todas estas incógni-tas es de todo punto menester acudir a la propia Marya Aleksandrovna, a cuya bondad apelamos para que reciba también al amable lector. Verdad es que son sólo las diez de la mañana, pero estoy seguro de que no se ne-gará a recibir a sus íntimos amigos. A nosotros, por lo menos, nos recibirá sin falta.

III

Las diez de la mañana. Estamos en casa de Marya Aleksandrovna, en la calle principal, en esa misma habitación que en ocasiones solemnes la señora de la casa llama su salón.

Marya Aleksandrovna tiene también un bou-doir. El salón tiene suelos bien pintados y el papel de las paredes, encargado especialmente, es bastante bonito. En el mobiliario, un tanto engorroso, predomina el color rojo.

Hay chimenea, sobre ella un espejo, delante de éste un reloj de bronce con un cupido de muy mal gusto. En la pared, entre las ventanas, hay dos espejos a los que ya se han qui-tado los guardapolvos. Delante de los espejos, otros relojes sobre mesas pequeñas. Junto a la pared del fondo un excelente piano que se ha traído para Zina. Zina es experta en música. En torno a la bien cargada chimenea hay varios sillones distribuidos en lo posible con pintoresco desorden. Entre ellos una mesita. En el otro extremo de la habitación hay otra mesa cubierta con un mantel de blancura deslumbrante. Sobre ella hierve un samovar de plata y hay un bonito servicio de té. Al cuidado del samovar y el té está una señora que vive con Marya Aleksandrovna en calidad de pariente lejana, Nastasya Petrovna ZYablova. Dos palabras sobre esta dama. Es viuda que ha rebasado la treintena, morena, de color fresco y ojos vivos castaño oscuro.

En general, no está mal de aspecto. Es de genio alegre, muy dada a las risotadas, bastante astuta y, por supuesto, chismosa, y sabe bien dónde le pincha el zapato. Tiene dos hijos en no sé qué colegio. Mucho le gus-taría casarse de nuevo. Mantiene su indepen-dencia con bastante celo. Su marido había sido oficial del ejército.

La propia Marya Aleksandrovna está sentada a la chimenea, en excelente disposición de ánimo y lleva un vestido verde claro que le sienta bien. Se ha alegrado lo indecible con la venida del príncipe, quien en ese momento está arriba atendiendo a su toilette. Está tan contenta que no se esfuerza siquiera por di-simular su gozo. Ante ella, de pie, está un joven que relata algo con animación. Por la expresión de sus ojos se nota que quiere agradar a sus oyentes. Tiene veinticinco años. Sus modales no estarían mal si no fuera porque a menudo se deja arrastrar por el entusiasmo y, además, con gran pretensión de agudeza y humor. Viste con distinción, es rubio y apuesto. Pero ya hemos hablado de él: es el señor Mozglyakov, en quien se cifran grandes esperanzas. Marya Aleksandrovna piensa para sí que la cabeza del joven no está todo lo llena que debiera estar, pero le recibe exquisitamente. Es aspirante a la mano de su hija Zina, de quien, según él, está enamorado hasta la locura. Se vuelve a cada instante hacia Zina, afanándose por arrancar de los labios de ésta una sonrisa a fuerza de ingenio y buen humor. Pero ella se muestra fría y distante. En este momento se mantiene un poco apartada, de pie junto al piano, hojean-do un calendario. Es una de esas mujeres que producen un asombro fervoroso y general cuando se presentan en sociedad. Es de extraordinaria belleza: alta, morena, de ojos espléndidos casi enteramente negros, de hermoso talle y de robusto y soberbio seno.

Tiene hombros y brazos como los de una es-tatua antigua, pies de seductora pequenez y un porte majestuoso. Hoy está un poco páli-da; no obstante, sus labios rojos y gordezue-los, de líneas maravillosas, entre los cuales brillan como hilo de perlas unos dientes menudos e iguales, se le aparecerán a uno en sueños tres días seguidos con sólo mirarlos una vez. La expresión de Zina es grave y severa. Monsieur Mozglyakov parece arredrarse cuando ella le mira con fijeza; por lo menos, cuando encuentra esa mirada se encoge un tanto. Los movimientos de Zina son altiva-mente desenvueltos. Lleva un vestido sencillo de muselina blanca. El color blanco le va muy bien, aunque, la verdad sea dicha, todo le va bien. En uno de los dedos lleva un anillo de cabellos trenzados que, a juzgar por el color, no son de su madre. Mozglyakov nunca se ha atrevido a preguntarle de quién son. Esta mañana Zina parece más taciturna que de costumbre, incluso triste, como si tuviera alguna preocupación. Por el contrario, Marya Aleksandrovna está dispuesta a charlar por los codos, aunque de vez en cuando lanza también a su hija una mirada peculiar, rece-losa, si bien a hurtadillas, como si ella también le tuviera miedo.

-Estoy tan contenta, tan contenta, Pavel Aleksandrovich -parlotea la dama-, que me dan ganas de ponerme en la ventana y gritárselo a todo el mundo. Y no es sólo por la agradable sorpresa que nos ha dado usted a Zina y a mí llegando quince días antes de lo convenido; eso ni que decir tiene. Lo que me colma de alegría es que haya traído aquí a ese querido príncipe. ¿Sabe usted lo mucho que quiero a ese anciano encantador? Claro que no. Usted no me comprenderá. Ustedes, la gente joven, no comprenderán mi entusiasmo por mucho que yo les diga. ¿Sabe usted lo que él fue para mí en el pasado, hace seis años? ¿Te acuerdas, Zina? Aunque me olvidaba de que tú estabas entonces visi-tando a tu tía... No se lo creerá usted, Pavel Aleksandrovich: yo era su guía, su hermana, su madre. Me obedecía como un niño. Nuestras relaciones tenían algo de inocente, de tierno y bien nacido; algo casi pastoril, por así decirlo... En realidad no sé cómo llamarlo.

He ahí por qué ce pauvre prince no ha pensado, en su gratitud, más que en mi casa. ¿Sa-be usted, Pavel Aleksandrovich, que quizá le haya salvado con traerle aquí? En estos seis años he pensado en él con pena. No lo creerá usted, pero se me aparecía en sueños. Dicen que esa mujer abominable le ha hechizado, le ha aniquilado. Pero por fin le ha librado usted de sus garras. Ahora hay que aprovechar la ocasion y salvarle por completo. Dígame una vez más cómo ha logrado usted eso. Descrí-

bame con todo detalle su encuentro con él.

Hace un momento, con la prisa, no me he fijado más que en lo principal, aunque todos los pequeños detalles son, por así decirlo, la verdadera esencia del caso. Me pirro por los detalles. Los detalles son para mí lo primero de todo, aun en las ocasiones más importantes ... ; y mientras que él sigue con su toilette...

-¡Pero si ya le he contado todo lo que había que contar, Marya Aleksandrovna!

-responde Mozglyakov complaciente, dispuesto a contarlo todo por décima vez, de gusto que le da hacerlo-. He estado viajando toda la noche y, claro, no he dormido en toda ella.

Bien puede usted figurarse la prisa que me he dado -añade volviéndose a Zina-; en resumen, maldije, grité, exigí caballos de refresco, hasta armé un escándalo por lo de los caballos en las estaciones de relevo. Si esto se imprimiera, resultaría un poema del gusto más moderno. Pero dejemos eso. A las seis de la mañana llegué a la última estación, en Igishevo. Estaba aterido, pero no quise calen-tarme siquiera y pedí caballos. Asusté a la mujer del encargado que estaba dando de mamar a un niño; ahora, por lo visto, se le ha cortado la leche... Una salida de sol encantadora. Ya sabe usted que la escarcha se tiñe de rojo, de plata. Pero no me fijé en eso; en fin, que llevaba una prisa atroz. Me apoderé de los caballos a la fuerza, quitándoselos a un consejero colegiado a quien casi desafié a un duelo. Me dijeron que un cuarto de hora antes había partido de la estación cierto príncipe que, después de pasar la noche allí, había continuado el viaje con sus propios caballos. Apenas hice caso. Me metí en el trineo y salí disparado como si me hubiera escapado de un cepo. Fet dice algo por el estilo en una de sus elegías. A nueve verstas de la ciudad, en el cruce con el camino que va al monasterio Svetozerski, vi que había ocurrido algo insólito. Había volcado un enorme coche de camino. El cochero y dos lacayos estaban junto a él, sin saber qué hacer, mientras que del coche volcado salían gritos y lamentos que partían el alma. Pensé en pasar de largo:

«¡Que se quede ahí volcado; no es de por aquí! » Pero salió ganando el amor al prójimo que, como dice Heine, siempre mete la nariz en todo. Me detuve. Yo, mi Semyon y el cochero, que también tiene un alma rusa, co-rrimos en auxilio de los accidentados, y entre todos los seis levantamos el coche y lo pusimos de pie, aunque en realidad no tenía pies porque iba sobre patines. También ayudaron unos campesinos que iban con leña a la ciudad y a quienes di una propina. Pensé que probablemente se trataba del príncipe. Miré.

¡Santo Dios! Era el mismo, el príncipe Gavri-la. ¡Qué encuentro! Le grité: «¡Príncipe!

¡Tío!» Por supuesto que casi no me conoció a la primera mirada, pero casi me conoció... a la segunda. Confieso, sin embargo, que aún ahora apenas sabe quién soy, y, al parecer, me toma por otro y no por un pariente suyo.

Le vi hace siete años en Petersburgo cuando, claro, yo era todavía muchacho. Yo sí le recordaba, porque me impresionó mucho, pero él ¿cómo iba a acordarse de mí? Me presenté; quedó encantado, me abrazó, mientras todo él temblaba de espanto y lloraba, ¡y cómo lloraba! Todo eso lo vi con mis propios ojos.

Hablando de esto y aquello acabé por per-suadirle de que subiera a mi trineo y viniera siquiera un día a Mordasov para reponerse y descansar. Aceptó sin rechistar. Me dijo que iba al monasterio Svetozerski a ver al padre Misailo a quien honra y respeta; y que Stepanida Matveevna -¿y quien de nosotros los parientes no ha oído hablar de Stepanida Matveevna? el año pasado me echó de Duhanovo a escobazos- había recibido una carta informándole que un pariente suyo en Moscú estaba en las últimas: un padre o una hija, no sé quién a punto fijo ni me interesa saberlo; quizá los dos, el padre y la hija, y por añadidura un sobrino que es mozo de taberna... En suma, que la dama, muy soliviantada, decidió apartarse de su príncipe unos diez días y marchó aprisa y corriendo a la capital a fin de embellecerla con su presencia. El príncipe aguantó un día, aguantó dos, se probó unas pelucas, se untó de pomada, se maquilló, trató de echarse la buenaventura con las cartas (y quizá también con las alubias), pero todo se le hizo inaguantable sin su Stepanida Matveevna. Pidió los caballos y salió para el monasterio Svetozerski. Uno de los criados, temeroso de la ausente Stepanida Matveevna, se atrevió a objetar, pero el príncipe se mantuvo firme. Salió ayer después de comer, pasó la noche en Igishevo, de allí partió al alba, y en el cruce con el camino que conduce al padre Misailo, el coche, que iba a gran velocidad, casi se cayó a un barranco. Yo le salvé y le prometí llevarle a casa de nuestra común y muy respetada amiga Marya Aleksandrovna. Dijo que es usted la dama más encantadora de cuantas ha conocido en su vida. Y aquí estamos. El príncipe está arriba retocando su toilette con el auxilio de su ayuda de cámara a quien nunca se olvida de llevar consigo y a quien nunca, en ningunas circunstancias, se olvidará de llevar consigo, porque preferiría morir a presentarse ante las damas sin hacer algunos preparativos o, mejor dicho, algunas reparaciones... Ésa es toda la historia. Eine allerliebste Geschichte!

-¡Pero qué humorista que es, Zina!

-exclama Marya Aleksandrovna después de oír toda la historia-. ¡Qué bien que lo ha contado! Ahora una pregunta, Paul. Explíqueme exactamente qué parentesco tiene usted con el príncipe. ¿Usted le llama tío?

-A decir verdad, Marya Aleksandrovna, ig-noro el parentesco que nos une; parece que soy algo así como sobrino de primos segundos o quizás algo aún más remoto. De eso yo no tengo la culpa. La culpa la tiene mi tía Aglaya Mihailovna, que como no tiene otra cosa que hacer, se dedica a contar parentescos con los dedos. Ella fue la que me engatusó para que fuera a verle a Duhanovo el año pasado. ¡Ojalá hubiera ido ella misma. En fin, que para simplificar le llamo tío y él me contesta. Ahí tiene usted nuestro parentesco, al menos hoy por hoy.