El sueño más real - Liz Fielding - E-Book
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El sueño más real E-Book

Liz Fielding

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Beschreibung

Un pacto muy apasionado. Veronica Grant necesitaba un hombre que la acompañase a la boda de su prima y que consiguiese mantener a distancia a su insistente madre, que quería casarla a toda costa. Un hombre como Fergus Kavanagh. Si lograba convencer al codiciado magnate de que asistiera a la boda como su supuesto amante, su madre dejaría de presionarla. Fergus era el candidato perfecto. Tenía dinero, atractivo, encanto… y parientes a los que prefería evitar. Así que se haría pasar por su amante si ella accedía a hacerse pasar por la de él. El problema surgió cuando Fergus cometió el error de enamorarse de Veronica, una mujer que tenía una muy buena razón para permanecer soltera.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1998 Liz Fielding

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

El sueño más real, n.º 2558 - enero 2015

Título original: A Suitable Groom

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Este título fue publicado originalmente en español en 1999

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6060-5

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Publicidad

Capítulo 1

 

–GRACIAS por traerme, Nick.

–Es lo menos que puedo hacer, teniendo en cuenta que has venido a las seis esta mañana para supervisar esas cifras –Nick Jefferson sacó el pequeño maletín de Veronica del maletero–. Llámame cuando sepas en qué tren vuelves mañana y te recogeré. Mejor aún, ¿por qué no vienes a cenar? Cassie va a probar una nueva receta. Estoy seguro de que agradecerá que le den una opinión imparcial, y hace semanas que no la ves.

–Tu esposa debería descansar, con lo poco que falta para que llegue el bebé, en lugar de hacer de esclava para cualquiera que tú invites a cenar.

–Ven a cenar y podrás decirle tú misma que descanse, además de comentarle algo sobre la receta. Puede ser que te escuche.

–Lo dudo –Veronica tomó el maletín–. Además, hay más de un modo de hacer que una dama se quede en la cama, Nick. Ofrécele hacerle masajes en la espalda… o algo así.

Nick sonrió.

–¿Cómo no se me ocurrió? ¡Eh! ¡No te olvides de la caja del sombrero! Cualquiera creería que no quieres ir a esa boda.

–Realmente no tengo muchas ganas. Quiero mucho a mi prima, pero las bodas familiares no son muy de mi agrado. Casi prefiero ir al dentista. No lo sé. Mi dentista me hace reír, por lo menos.

–Entonces, ¿por qué vas a ir?

Veronica sonrió forzadamente y contestó:

–Mi familia se toma las bodas muy en serio. Se supone que debes ir, a no ser que lleves un justificante del médico que certifique que estás muy enferma –miró la caja del sombrero con disgusto–. ¿No conoces ningún médico a quien se pueda sobornar?

–Me temo que no. ¿No sirve una nota de tu jefe? Que diga algo así como: «Veronica no puede salir hasta que no termine un informe sobre marketing de nuestra última línea de frigoríficos para esquimales…».

Ella se rio.

–¡Dios no lo permita! Ya he causado bastantes disgustos a mi madre poniendo siempre por delante mi profesión –tomó la caja del sombrero–. Será mejor que me marche. Perder el tren tampoco me valdría como excusa.

Afortunadamente, el tren de las ocho y cuarto tenía comedor. Empezar el día a las seis la había dejado extenuada y aquel sería un día agotador.

El camarero sonrió al verla.

–Buenos días, señorita Grant. Deje que me encargue de la maleta.

–Gracias, Peter –dijo ella, entregándole la maleta y dejando la caja del sombrero en el asiento libre de la mesa para dos antes de sentarse. Miró por la ventanilla. En ese momento el guarda estaba recorriendo el andén para asegurarse de que todo estaba en orden.

Cuando el hombre llevó el silbato a sus labios, algo llamó su atención y la de ella: unos pasos resonaron por encima del piso de piedra.

–¡Espere! ¡Sujete esa puerta! –ordenó una voz con el tono de alguien acostumbrado a la obediencia de los demás.

El guarda sujetó la puerta y Veronica casi se quedó sin aliento al ver aquella figura alta y esbelta atravesar el andén a gran velocidad y andar por el borde del tren.

La puerta se cerró. Sonó el silbato, y el tren salió de la estación.

–¿Está lista para pedir, señorita?

Veronica se volvió al camarero.

–¿Me equivoco o ese era Fergus Kavanagh, Peter? –preguntó sorprendida.

Estaba segura de que el director de Industrias Kavanagh debía de ser un hombre de Rolls Royce, con chófer incluido.

–Sí, lo es. Viaja con nosotros casi todas las mañanas. Como él dice, si él no viaja con nosotros, ¿quién lo hará? –sonrió el camarero al ver que ella alzaba una ceja–. Es el dueño de una buena parte de esta línea. ¿Lo conoce?

–No. Todavía no.

 

 

Fergus Kavanagh era normalmente un hombre de buen carácter, aunque no había que tomar aquella afirmación muy en serio. Simplemente ocurría que poca gente se atrevía a irritarlo.

Pero aquel día no era normal para él.

Se habría alegrado de tener la oportunidad de ahorcar a dos de las mujeres más irritantes y entrometidas con las que tenía la desgracia de tener parentesco.

El guarda sujetó la puerta del tren para que él subiera cuando estaba a punto de tocar el silbato. Así había podido tomar el tren de las ocho y cuarto a Londres.

–Ha llegado a tiempo por los pelos esta mañana, señor Kavanagh –dijo el guarda.

–Me paso toda la vida corriendo, Michael –contestó Fergus cuando subía los escalones.

El hombre sonrió.

–Siempre pasa lo mismo con las bodas. He pasado por dos de ellas con mis hijas. Sé cómo son. Piense en lo tranquilo que se quedará cuando termine todo, y así no lo pasará tan mal –y después de estas palabras de consuelo, el guarda tocó el silbato y cerró la puerta.

«Tranquilidad», pensó Fergus, mientras atravesaba los vagones en dirección al coche comedor. El concepto de paz parecía que siempre se había negado a acompañarlo. Pero él había creído realmente que después de la boda de Dora realmente sería posible.

Con sus dos hermanas casadas, y sus dos maridos para que se hicieran responsables de ellas, podría concentrarse en los negocios, en sus propiedades y los sencillos placeres de un soltero. Él era un coleccionista de arte, le gustaban las carreras de caballos y las empresas con altos rendimientos.

Debería haberlo imaginado. Sus hermanas, Poppy y Dora lo habían vuelto loco con decisiones como el color de las flores y los globos, el problema de acomodar a tres mujeres que habían estado casadas con el mismo hombre, o las objeciones de un niño pequeño a llevar un traje de satén.

Bueno, podían olvidarse de él y organizar las cosas a su manera. Él se negaba a tomar parte en esas tonterías. Su club sería aburrido, pero las mujeres estaban excluidas, y con Dora en posesión temporal de su casa, él estaba decidido a quedarse en el club hasta la boda. Él se habría quedado allí hasta incluso después de la boda, hasta que no quedaran rastros del confeti, de las pisadas en el jardín.

Desgraciadamente tenía obligación de ser quien entregase a la novia. Y como el deber era algo que no rehuía, no podía dejar de hacerlo.

Se detuvo en la entrada del coche comedor y miró al camarero.

–Buenos días, señor Kavanagh. El coche está un poco lleno esta mañana. Las damas parecen haber aprovechado el descuento especial para ir a las rebajas de primavera. No solemos verlo en viernes –le dijo, mirando alrededor–. Si no, le hubiera reservado una mesa. Me temo que tendrá que compartir la mesa…

Se sintió más irritado aún. No estaba de humor para estar en compañía. Había estado deseando tener un viaje tranquilo, en el que poder leer el periódico financiero tranquilamente, y olvidarse de su hermana y de su boda.

En cambio se había visto obligado a dirigirse a una mesa donde una mujer estaba mirando la carta.

No, realmente, era lo que le faltaba. La barrera de un periódico solía servir para no verse envuelto en una conversación indeseada frente a otros hombres. Pero las mujeres eran diferentes. Solían tener más astucia. El criar a dos hermanas pequeñas le había enseñado eso. Peter debería haberlo sabido. Pero una sola mirada le había bastado para tranquilizarlo: el asiento frente a la dama tenía una caja de sombrero. Era una excusa perfecta para alejarse.

Descubrió un asiento libre al otro extremo del compartimento, pero cuando se dio la vuelta para señalarlo al camarero, la mujer lo abordó.

–Quite esa caja de sombrero y siéntese –lo invitó, en un tono susurrante y bajo. Había bajado levemente la carta, y lo estaba mirando por el borde, de manera que él podía ver una melena rubia platino y unos ojos azules.

Él dudó un momento, entre su deseo de evitar la compañía y la cortesía. La expresión de sus ojos parecía dejarle claro que sabía lo que estaba pensando, y parecía entretenida por aquel dilema y cómo lo resolvería.

–No muerdo –dijo ella sin sonreír.

En circunstancias normales, él habría murmurado algo cortés, aunque distante, simplemente, y se habría marchado. Pero aquellos ojos lo habían dejado pegado al suelo, y su aire de autoridad, o de confianza en sí misma, en que él haría lo que ella le dijera. Cualidades extrañas en una mujer. Lo suficientemente extrañas como para desviarlo de su propósito, aunque su sola belleza podría haber sido suficiente para eso.

Era elegante, se la veía segura, tenía la edad suficiente como para ser interesante, y era lo suficientemente joven como para hacer que los hombres la mirasen. No. Eso no era así. Tenía el tipo de estructura ósea que haría que la mirasen aun con noventa años. Y definitivamente, no iba a las rebajas de primavera. La seda gris de su falda era un complemento perfecto para sus ojos. Y las perlas en sus hermosas orejas tenían el brillo que solo una concha natural podía producir. Un brillo que la misma dama tenía y que hacía del conjunto algo perfecto.

Él pensó un poco sorprendido que era una de las mujeres más adorables que había visto en su vida. Sin embargo se trataba de algo más que de belleza. Había un toque de perversión en aquellos ojos que le hacía estar completamente seguro de que sería una compañía más que entretenida para el viaje, mucho más que el periódico.

De pronto, la mesa que estaba a unos metros de allí, y que prometía un viaje tranquilo, perdió su atractivo. Pero habría sido un error demostrar demasiado interés.

–¿Está segura de que no la molesto? Puedo sentarme por allí… –el tren se movió y él se vio obligado a agarrarse del asiento de ella. Sonrió a modo de disculpa–. Tal vez sea mejor que me siente.

–Sí –contestó ella sonriendo con cortesía, nada más.

Sin embargo había algo en ella…

Él se sintió intrigado. Alzó su bolso de mano al portaequipajes, cerca de una maleta Vuitton pequeña, que supuestamente sería de ella. Luego levantó la caja del sombrero.

Era liviana, pero demasiado grande para el portaequipajes, y no había lugar suficiente para ella debajo de la mesa, aunque el comprobarlo le había dado la oportunidad de mirar sus delgadas y largas piernas, y sus pies estrechos, lo que hacía juego con el resto de la dama.

La caja del sombrero, no obstante, era un desafío a su ingenio. Pero no por mucho tiempo.

Empujado a llevar el control de un conglomerado industrial cuando aún tenía veintitantos años, a Fergus Kavanagh no le faltaba ingenio. Se dio la vuelta y le dio la caja al camarero.

–Tal vez encuentre un lugar seguro para dejar esto, Peter –dijo. Se sentó, asintió con la cabeza levemente a su compañera de desayuno y abrió el Financial Times. Era lo que se esperaba de un hombre de negocios inglés, y todos sus instintos le decían que la dama no le permitiría que la ignorase durante demasiado tiempo.

Veronica miró un instante su pelo negro, su ancha frente y los delgados dedos que sujetaban el periódico. Todo lo que quedaba visible del señor Fergus Kavanagh detrás del periódico. Y ella se alegró de aquel momento de respiro.

Su corazón estaba bombeando aceleradamente. Hacía mucho tiempo que no se ponía nerviosa, desde que había negociado su primer gran contrato. El que Kavanagh fuera un hombre de negocios sugería que debía de ser un hombre dispuesto a asumir riesgos, preparado para las cosas no convencionales, pero a primera vista parecía un hombre muy distante, y un poco austero.

Pero había algo en cuanto al modo en que sujetaba el periódico, una quietud que sugería que no estaba leyendo, sino que estaba esperando que ella hiciera el primer movimiento.

Además tenía una sonrisa prometedora, aunque había sido breve, y unas arrugas alrededor de los ojos, que eran la huella de una risa fresca.

Tal vez debajo de ese disfraz de traje entallado y corbata anticuada latiera el corazón de un aventurero, después de todo. Ella esperaba que así fuera. En realidad, contaba con ello.

–¿Le importaría mirar mi carta, mientras Peter está acomodando mi sombrero?

Fergus sonrió detrás del periódico. Era lo suficientemente humano para disfrutar de la idea de que no se había equivocado. La mirada de la mujer era fría como la de Grace Kelly, pero su voz era muy seductora, casi un pecado; un pecado mezclado con humor. Él sospechó que, si espiaba por encima del periódico, aquellos ojos de plata se estarían riendo de él, perfectamente conscientes de que su intención inicial había sido la de pasar de largo, y deleitándose con la idea de que lo habían desviado de su camino. Pero ¿por qué? Ella no tenía el aspecto de ser una mujer que ligase con extraños a la hora del desayuno en una cafetería; entonces, ¿por qué tenía él el presentimiento de que había sido atrapado en un anzuelo y de que iban a enrollar el carrete?

–Gracias –respondió él muy cortésmente, mirándola brevemente.

Definitivamente, ella se estaba riendo por dentro. Las arrugas en la comisura de la boca la delataban. Aquel gesto le levantaba el ánimo, borrando el mal humor que lo había acompañado al subir al tren.

–Gracias, pero no será necesario –dijo él, contrarrestando su movimiento y luego haciendo uno él mismo–. Peter sabe lo que quiero.

Era una forma de ofrecerle empezar una conversación. Porque ella podría preguntarle si viajaba siempre en ese tren, o si tomaba siempre lo mismo para el desayuno.

O también podría suceder que ella tomase sus palabras como un cierre y no dijera nada más. Pero no creía que fuera a hacer eso. La dama quería algo. Los solteros, los solteros ricos desarrollaban un sexto sentido para detectarlo.

Ella lo dejó esperando un momento, en que le fue imposible concentrarse en el titular frente a él. Luego ella dijo:

–El artículo acerca de su relevo en la licitación está en la página catorce, si eso es lo que está buscando.

«¿Relevo?», pensó él. Ella no solo conocía quién era, sino que además estaba al tanto de las páginas financieras. Había tenido razón. Ella era más interesante que el periódico. Lo bajó para deleitarse en mirarla directamente. Y era adorable. Más que adorable. No era una belleza común. Era algo más profundo que la estructura ósea, la piel perfecta y el pelo brillante. Había mucho más que eso: carácter, una boca de risa fácil, ojos para morir. Que aquella dama lo enganchara en su anzuelo, decidió, sería un placer.

–¿Relevo? –preguntó él.

–Su relevo en GFM Transport. Hay una foto suya junto al artículo. Una no muy halagüeña, hay que admitir –hizo una pausa nuevamente–. Pero los periódicos, las fotos, no tienen vida, ¿no cree? Pensé que tal vez estuviera interesado en lo que el Financial Times tuviera que decir al respecto –movió imperceptiblemente los hombros–. Me refiero al relevo. Pero tal vez usted no esté molesto –luego, como él no respondió inmediatamente, agregó–: Lo siento. No debí interrumpirlo. El periodista dijo que había sido un movimiento astuto –dijo.

Era evidente que ella no lo sentía, como decía, pensó él.

–¿Astuto? –Fergus dobló el periódico y lo puso encima de la mesa.

Una mujer que leía el Financial Times era lo suficientemente interesante como para irrumpir en la legendaria reserva de los hombres británicos. Y él estaba seguro de que ella lo sabía.

–¿No le preocupaba que yo estuviera haciendo inversiones en otros mercados? –preguntó él, probándola un poco para ver si de verdad había leído el artículo o simplemente le había echado una ojeada por encima.

–¿Es eso lo que pensó su junta de directivos?

Él le habría dicho que solo algunos de ellos. Pero no era asunto de ella. Lo que estaba claro era que había sido la pregunta correcta.

–¿Es eso lo que piensa?

–Sería presuntuoso de mi parte tener alguna opinión al respecto. Estoy segura de que sabe lo que está haciendo. Pero ya lo he interrumpido demasiado tiempo. Por favor, continúe leyendo su periódico, señor Kavanagh.

–Gracias –dijo él con un toque de sequedad. Pero continuó mirándola mientras ella le daba la carta a Peter y pedía el desayuno–. ¿Debería saber quién es usted? –preguntó cuando el camarero se fue.

–¿Debería? –el corazón de Veronica seguía latiendo sin cesar.

Kavanagh era el hombre perfecto para el trabajo.

Ella sonrió mientras tomaba nota del silencio de él. Aquello era un juego y ella presentía que él lo sabía.

Pero ¿estaría dispuesto a jugar él?

–No hay ninguna razón por la que debería saberlo, señor Kavanagh. Mi nombre es Veronica Grant. Soy directora de marketing en Jefferson Sports –le dio la mano.

Era una mano de huesos finos, sin anillo y con las uñas perfectamente pintadas, un complemento perfecto para su hermosa boca, pensó Fergus, volviendo con la mente a su infancia, a las ciruelas de la huerta de Marlowe Court, que tenían el mismo color.

Toda ella era perfección, desde su pelo rubio platino a los dedos de los pies envueltos en zapatos hechos a mano.

Jefferson Sports. Tenían su central en Melchester, en una elegante torre con un centro comercial de lujo.

La empresa había sido formada por una conocida familia de deportistas que había aprovechado su nombre, pero desde que Nick Jefferson había ocupado el cargo más alto, se había empezado a expandir y a tomar alas de manera notable. Y aquella mujer era parte del equipo. Más que interesante.

–Encantada de conocerla, señorita Grant –dijo él tomando su mano y agitándola solemnemente.

–Lo mismo digo, señor Kavanagh –contestó ella, con igual gravedad.

El camarero llegó con una enorme bandeja con dos huevos cocidos, tostadas de pan integral y té chino para ella. Tostadas de pan blanco y café solo para él.

–Por favor, lea el periódico –dijo ella, mientras el camarero dejaba la comida–. No me importa en absoluto. Usted probablemente odie hablar en el desayuno. La mayoría de los hombres parecen odiarlo.

Él se preguntó con quién compartiría el desayuno ella. Luego casi prefirió no haberlo pensado.

Además, ella no debía juzgarlo sin fundamentos. Él no era antisocial en el desayuno. Cuando Dora y Poppy se quedaban en Marlowe Court, con o sin sus parejas, él se alegraba de poder hablar. Bueno, generalmente a él le gustaba hablar. Pero no aquel día. Aquel día estaba furioso con sus dos hermanas.

La señorita Grant, sin embargo confundió su silencio con asentimiento.

–He turbado el suave comienzo de su día de trabajo –continuó diciendo como disculpándose–. Espero que no la tome con su secretaria por mi culpa.

–Le puedo asegurar, señorita Grant, que la suavidad de mi día de trabajo ha sido turbada mucho antes de que la conociera en el tren. Y puesto que no voy a ir a mi oficina, mi secretaria está a salvo. Además ella es muy importante para mi trabajo como para que la use como blanco de mi enfado.

Ella lo miró. Detuvo sus ojos en su traje de hombre de negocios, pero no preguntó adónde se dirigía, ni por qué. En cambio empezó a romper la cáscara del huevo.

A Fergus le resultó irritante aquella falta de curiosidad. Se suponía que las mujeres eran muy curiosas, ¿no era así?

Puso mantequilla a la tostada y la mordió.

–Hoy tengo que ver a mi sastre –dijo de pronto.

No era del todo cierto. No tenía que ir aquel día. La semana siguiente bastaría. Pero le había parecido una buena excusa para huir de su casa en medio de los preparativos de la boda de su hermana. Aunque Dora no lo había mirado como si lo creyese. Lo que sucedía era que se sentía irritada porque sus planes habían sido frustrados.

–¿Al sastre? –tampoco parecía creerlo Veronica Grant–. ¡Oh, pensé que podría haber alguna crisis por el relevo!

Él alzó las cejas y preguntó:

–¿Es usted una accionista interesada?

–No. Solo interesada.

Ella sonrió. Él hubiera sospechado que ella estaba flirteando con él si no fuera por que la gente no hacía esas cosas en el tren a Londres de las ocho y cuarto. Al menos, eso era lo que él podía decir por su experiencia. Aunque tal vez fuera hora de que ampliase su experiencia.

Él sonrió. No era difícil.

Enseguida su irritación se había evaporado en compañía de aquella mujer intrigante.

–Para ser sincero, mi visita al sastre es una excusa –dijo él–. La verdadera razón por la que voy a la ciudad es porque quiero escaparme de los preparativos de una boda. Puedo asegurarle que un relevo es algo bonito al lado del esfuerzo que supone organizar algo tan sencillo como una ceremonia nupcial.

–¿Va a casarse?

Aquello la sorprendió.

–¿Yo? ¡Dios me libre! Y en el caso improbable de que estuviera lo suficientemente loco como para querer integrar ese grupo de infectados, señorita Grant, lo haré de manera muy sencilla. No habrá globos, ni flores ni damas de honor. No invitaré a cuatrocientas personas que estropeen el trabajo del jardinero…

Veronica tomó una cucharada de huevo.

–Puede ser que la dama con la que se case tenga otras ideas –señaló ella antes de comer.

–Entonces la dama tendrá que decidir si quiere una boda a lo grande o un marido. Yo tengo dos hermanas, señorita Grant. Una ya ha pasado por esa experiencia. La segunda está a punto de hacerlo. Ningún hombre podría pasar por ello tres veces.

–Dicen que a la tercera va la vencida.

–¿Sí? No es gracioso, señorita Grant.

–Por supuesto que no –ella contestó sin dejar de sonreír–. ¿O sea que se ha refugiado en un club de caballeros?

¿Era así de transparente?

–La tentación de desaparecer hasta que termine todo es muy fuerte. Pero desgraciadamente, tengo que entregar a la novia. Al menos eso me ha dado la excusa para ir a la ciudad.

Veronica frunció el ceño.

–¡Oh, el sastre!

–Al parecer necesito un chaqué nuevo para la ocasión. Ayer me llamaron para decirme que estaba listo.

–¡Oh!

–El que heredé de mi padre me queda bien, en realidad. Pero es negro. Y Dora dice que me hace parecer el director de una casa funeraria.

Veronica Grant se rio. Era una risa de verdad. Llamó la atención de la gente que se dio la vuelta a mirarla. Ella agitó la cabeza y dijo:

–Las bodas son horribles, ¿verdad?

–Esta lo será –dijo él con sentimiento. Y no solo porque estaba poniendo patas arriba su casa y su vida. Recordó el sombrero–. ¿Es ese el motivo del sombrero? ¿Va a asistir a una boda?