El suicidio de Occidente - Alicia Delibes Liniers - E-Book

El suicidio de Occidente E-Book

Alicia Delibes Liniers

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Desde hace unos años, está cada vez más a la vista que nuestros niños salen de las escuelas con graves deficiencias en comprensión lectora, muchos razonan sin discernimiento y pasan de curso sin haber aprobado. Se les nota aburridos y sin rumbo, buscando sentido en un sistema que dice que la educación de las emociones lo es todo. ¿Qué ha pasado para que los sistemas educativos de los países occidentales, y España con ellos, estén inmersos en el creciente desprecio a la transmisión de los conocimientos en las aulas de sus escuelas e institutos? Alicia Delibes, que conoce como pocos la educación desde la práctica y la gestión política con la experiencia acumulada de más de cincuenta años dedicada a la enseñanza, repasa en El suicidio de Occidente todos los pensadores y las teorías que, en los últimos 250 años, se han dedicado a la educación en Occidente. Explica cómo y quién controla las «líneas de suministro» de los futuros ciudadanos y cuál es la historia y el presente del plan que pretende neutralizar la base de nuestra civilización. Este libro ofrece una imagen clara de cómo poco a poco sucedió la decadencia de la educación occidental —desde Francia hasta los EE.UU., pasando por España; desde personajes como Rousseau hasta el wokismo y la Ley Celaá—, con la esperanza de que los padres, profesores y personas interesadas en la educación entiendan de dónde viene esta crisis y la puedan detectar y afrontar lo antes posible. «Quizá sea ya tarde para impedir la consumación del cataclismo en la enseñanza, pero el diagnóstico que nos ofrece Alicia Delibes resulta tan exacto como claramente expuesto. Comprender no equivale a arreglar, pero consuela lo suyo». —Jon Juaristi

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Alicia Delibes

El suicidio de Occidente

La renuncia a la transmisión del saber

© La autora y Ediciones Encuentro S.A., Madrid 2024

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Colección Nuevo Ensayo, nº 143

Fotocomposición: Encuentro-Madrid

ISBN: 978-84-1339-184-7

ISBN EPUB: 978-84-1339-517-3

Depósito Legal: M-5779-2024

Printed in Spain

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa

y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:

Redacción de Ediciones Encuentro

Conde de Aranda 20, bajo B - 28001 Madrid - Tel. 915322607

www.edicionesencuentro.com

Índice

Introducción

PRIMERA PARTE. EDUCACIÓN VS INSTRUCCIÓN

I. La instrucción pública en la Revolución francesa. Nicolas de Condorcet

Condorcet, un matemático revolucionario

La filosofía pedagógica de Condorcet

Educación vs Instrucción. La apuesta de Robespierre

II. Rousseau y la educación occidental

Rousseau, ¿un loco interesante o un santo incomprendido?

Pedagogía y política en la obra de Rousseau. Emilio y El contrato social

Influencia de Rousseau en la educación occidental. La Escuela Nueva

Alternativa pedagógica de Gramsci

Isaiah Berlin: Rousseau, uno de los grandes enemigos de la libertad

III. La educación en la Europa del siglo XIX y primera parte del XX

La educación en Prusia. Wilhelm von Humboldt

Jules Ferry y la escuela de la III República francesa

La instrucción pública en España. De la Constitución de 1812 a la Segunda República

El krausismo y la Institución Libre de Enseñanza (ILE)

SEGUNDA PARTE. LA REVOLUCIÓN PEDAGÓGICA

I. La crisis de la educación norteamericana. El virus igualitario llega a Europa

John Dewey y el movimiento de la educación progresista

Hannah Arendt analiza en profundidad la crisis de la educación norteamericana

El igualitarismo académico gana la batalla en Inglaterra

II. Mayo del 68, una revolución «introuvable»

Los hechos

Raymond Aron y el psicodrama de Mayo

La comuna universitaria

El triunfo político de la derecha y su rendición pedagógica

III. Las ideas que sacudieron Francia

Los revolucionarios de Mayo

La izquierda de Nanterre

El fin del carnaval. La Universidad de Vincennes

La irrupción del feminismo y otros grupúsculos

Una escuela libre y democrática

TERCERA PARTE. La revolución cultural en Europa

I. Contra la Ilustración

La Nueva Izquierda y el pensamiento del 68

El relativismo cultural y la derrota del pensamiento

El posmodernismo y la instrucción

II. La educación en España de 1970 a 1990

Antecedentes. Mayo del 68 en España

La Ley General de Educación de 1970

La educación en la Constitución española

La LOGSE de 1990

III. La reforma «neoliberal» británica

Una ministra liberal en un ministerio socialista

La reforma conservadora de Margaret Thatcher

Education, Education, Education. El viaje de Tony Blair

Las Grammar Schools, esas malditas escuelas de excelencia

IV. Críticas a la escuela unificada y a la pedagogía progresista en EEUU y en Francia

Estados Unidos, una nación en peligro

El fin de la Escuela republicana francesa

CUARTA PARTE. La Educación DEl siGLO XXI

I. La crisis de la educación occidental

La irrupción de PISA

Algunas reformas interesantes

España, un pacto imposible

II. La educación del siglo XXI. Nuevas falacias

El mundo orwelliano de la educación

El multiculturalismo como ideología

Los nuevos mitos pedagógicos

La LOMLOE y la novísima pedagogía

III. De la deconstrucción a la destrucción

El posmarxismo y el socialismo del siglo XXI

La política identitaria y la imposición de un pensamiento único

El wokismo invade las universidades

¿Qué hacer?

QUINTA PARTE. DE LA EDUCACIÓN. Seis DEFENSORES DE LA LIBERTAD

Alexis de Tocqueville (1805-1859). De la igualdad y la libertad

John Stuart Mill (1806-1873). De la individualidad y la educación

Bertrand Russell (1872-1970). De la educación progresista

Friedrich August von Hayek (1899-1992). De la libertad y la responsabilidad

Jean-François Revel (1924-2006). De la transmisión

Roger Scruton (1944-2020). De las falacias de la educación

La renuncia a la transmisión

Introducción

«Es así como muere una civilización, sin trastornos, sin peligros y sin dramas y con muy escasa carnicería, una civilización muere simplemente por hastío, por asco de sí misma».

Michel Houellebecq, Serotonina

El historiador británico Niall Ferguson publicó en el año 2011 un libro titulado Civilization: The West and the Rest(Civilización: Occidente y el resto, Debate, 2012),en el que hacía un análisis de los factores que, en su opinión, habían contribuido a lograr la supremacía de la cultura occidental en el mundo para conducirnos a la pregunta final: ¿contamos con suficientes datos como para pronosticar que estamos poniendo fin a esa supremacía?

Un año más tarde volvía sobre el tema en el libro The Great Degeneration(La gran degeneración, Debate, 2013). Su tesis era la siguiente: dado que, según Adam Smith, la grandeza de Occidente se debía a la fortaleza y eficacia de sus instituciones, para saber hasta qué punto la civilización occidental está en peligro, es a nuestras instituciones a las que debemos poner el termómetro.

Una de las instituciones que hicieron grande a Occidente fue su escuela. Sobre ella debía reposar la responsabilidad de transmitir los saberes y los valores de una a otra generación.

Cuando en la antigua Grecia se crean las primeras escuelas, hace más de dos mil quinientos años, se hizo con el objeto de instruir a los más jóvenes, de prepararlos para entrar en la comunidad de los adultos y de transmitirles los saberes que sus mayores habían adquirido. Y cuando Condorcet, en plena Revolución francesa, presenta ante la Asamblea su Informe sobre la Instrucción Pública, insiste en que el cometido esencial de su proyecto es culturizar a los ciudadanos, dar al individuo los conocimientos necesarios para que pueda organizar su vida según sus propios principios, aptitudes e intereses.

Cuando Condorcet cae en desgracia, Robespierre presenta su alternativa para la escuela pública. El objetivo revolucionario ya no es la instrucción de los ciudadanos, sino cambiar el mundo, y para construir esa nueva sociedad es preciso crear un hombre nuevo. Entonces vuelve sus ojos a Rousseau, porque nadie como él ha sabido enseñarnos cómo educar al hombre considerado como miembro de un colectivo, como un ciudadano ajeno a la herencia del pasado y capaz de hacer de la voluntad general su propia voluntad.

Las posiciones de Condorcet y Rousseau van a marcar el dilema de la educación durante los últimos dos siglos en Occidente. Y si bien durante todo el siglo XIX y gran parte del XX, la instrucción pública se organizó en Europa según los cánones establecidos por Condorcet, hoy el triunfo absoluto de las ideas de Rousseau en la educación ha convertido, salvo para unos pocos nostálgicos franceses, al matemático revolucionario en casi un desconocido.

En los años treinta y cuarenta del siglo XX surgió en EEUU un fuerte movimiento, el Progressive Education Movement, que hizo de del famoso pedagogo John Dewey su maestro y que se llevaría por delante todos los métodos tradicionales de enseñanza.

La educación norteamericana parecía haber encontrado la fórmula perfecta para educar al ciudadano de un país libre y democrático. Sin embargo, a finales de los años cincuenta comenzaron las críticas. Los alumnos llegaban a la universidad mal preparados, la indisciplina crecía en las aulas de secundaria y demasiados niños terminaban la enseñanza primaria sin saber bien leer y escribir. De todo ello se culpabilizaba a los pedagogos de la educación progresista, que con tanto entusiasmo habían llevado a cabo una auténtica revolución pedagógica.

A pesar de las críticas, el modelo de educación progresista no sólo se mantuvo en EEUU sino que, en la mayor parte de Europa Occidental, los revolucionaros de Mayo del 68 lo hicieron suyo.

Los revolucionarios de Mayo querían hacer tabla rasa de la educación burguesa y autoritaria que habían recibido. El sistema educativo tradicional perpetuaba un modelo sociedad que ellos rechazaban. Era necesaria una nueva escuela que fuera realmente «libre y democrática». Y, a pesar de su antiamericanismo visceral, hicieron suyo el modelo progresista norteamericano.

Pasado más de medio siglo desde aquella rebelión estudiantil de Mayo del 68, si, como sugería Ferguson, ponemos el termómetro a la institución escolar encontraremos serias señales de que esta sufre una enfermedad mortal: la escuela de hoy no quiere transmitir ni los valores ni los conocimientos de la civilización occidental.

Poco antes de la pandemia, en una mesa redonda en la que se iba a hablar de educación, coincidí con Jon Juaristi que, además de ser un extraordinario escritor y un profundo pensador, es un gran amigo mío. Al analizar el deterioro de la enseñanza, la falta de interés por la cultura y las primeras noticias que llegaban a España sobre las «cancelaciones» a profesores de universidades anglosajonas, aventuré que, quizás, en el origen de todo ese deprecio por la cultura, podía estar el relativismo cultural. Juaristi me cortó en seco: «No, relativismo no, es odio a la cultura occidental».

Yo no hubiera nunca utilizado la palabra odio sino más bien «desprecio», pero viendo lo que está ocurriendo en España y en el mundo, viendo el poder que va adquiriendo una novísima izquierda que promueve la destrucción de las creencias, los valores, la cultura y el arte propios de la civilización occidental, creo que Juaristi tenía razón. No es sólo el relativismo cultural del antropólogo ni el deprecio a la cultura de unos ignorantes, lo que se ha venido sembrando en el espíritu de muchos jóvenes a través de la educación es algo mucho más profundo y peligroso, es un sentimiento de odio visceral hacia la civilización occidental.

En su libro Civilización. Occidente y el resto, Ferguson comparaba el mundo de hoy con el de los años previos a la Segunda Guerra Mundial. Hoy, como entonces decía el historiador británico: «la mayor amenaza para la civilización occidental no viene de otras civilizaciones sino de nuestra propia pusilanimidad y de la ignorancia histórica que la alimenta». Pero cómo, se preguntaba Ferguson, van a ser capaces las nuevas generaciones de aprender del pasado si no lo conocen, si hoy en las escuelas no se estudia la historia.

Si la invasión de pedagogos ideologizados no hubiera impedido que se aprendiera historia, hoy todo el mundo sabría que la democracia no es garantía de libertad y que una civilización puede dejarse aplastar sin oponer resistencia. Al apartarse la escuela del fin para el que fue creada, la sociedad ignorante de su pasado queda a merced de los caprichos de cualquier gobernante déspota que quiera manipularla.

Lo que contiene este libro es el resultado de muchas horas de estudio y reflexión, millares de conversaciones, debates y discusiones con compañeros de profesión y también con políticos de todos los colores. Pero, sobre todo, si lo he escrito ha sido porque siento la responsabilidad de dar a conocer esas reflexiones y pensamientos que me han conducido a diagnosticar como un suicidio para Occidente el que la transmisión de los saberes acumulados durante milenios haya dejado de ser el eje central de los sistemas educativos de los países que lo conforman.

He querido escribirlo a partir de mi experiencia personal. Como profesora de Matemáticas durante treinta años pude comprobar el efecto de dos leyes muy importantes para España: la Ley General de Educación (LGE) de 1970 y la Ley Orgánica General del Sistema Educativo (LOGSE) de 1990. Dos leyes que buscaban la democratización de la escuela, es decir, la extensión de la enseñanza media a la mayor parte de la población. Gracias a ellas hoy están escolarizados todos los menores de 16 años; ahora bien, esa democratización se hizo eliminando todos los obstáculos académicos que tenía el sistema educativo anterior a 1970 con el argumento de que los hijos de familias donde la cultura es mayor tienen ventaja sobre aquellos que no pueden aprender en casa. Y como responsable de la cuestión académica en la Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid, he conocido y desarrollado las tres leyes que siguieron a la LOGSE, la Ley Orgánica de Calidad de la Educación (LOCE), la Ley Orgánica de Educación (LOE) y la Ley Orgánica de Mejora de la Calidad de la Educación (LOMCE). De ellas, así como de la última, la Ley Orgánica de Modificación de la Ley Orgánica de Educación (LOMLOE) puedo, en este libro, hablar con conocimiento de causa.

De mis lecturas he aprendido que el mal de la educación española es el mal de gran parte de los países occidentales. Cuando, desde el poder, algún político ha intentado recuperar la transmisión de conocimientos, es decir la instrucción, ha tenido que hacer frente a la oposición del establishment educativo y de una legión de pedagogos progresistas que trataban de lo impedírselo. En el libro expongo como ejemplos algo de lo ocurrido en EEUU, Inglaterra y Francia.

Querer borrar la memoria histórica y la memoria cultural de Occidente solo puede tener una explicación. El gran enemigo de la civilización occidental no viene de fuera, está entre nosotros.

PRIMERA PARTE. EDUCACIÓN VS INSTRUCCIÓN

El concepto de escuela pública se desarrolla por primera vez en la Revolución francesa. Hasta entonces la educación había estado casi exclusivamente en manos de las órdenes religiosas. El matemático Nicolas de Condorcet fue el encargado de elaborar el proyecto republicano para la instrucción pública. Condorcet, amigo de los girondinos y enemigo acérrimo de Robespierre, fue una de las primeras víctimas del Terror. Arrestado y encarcelado, murió en prisión el 27 de marzo de 1794, sin que nunca se haya podido saber a ciencia cierta cuál fue la causa de su muerte.

La vida de Condorcet durante la Revolución fue contada detalladamente por Élisabeth y Robert Badinter en una extensa biografía publicada en 1988 con el título Condorcet. Un intellectuel en politique («Condorcet. Un intelectual en la política»). El personaje y sus escritos sobre la instrucción pública despiertan hoy el interés entre los profesores franceses que buscan ideas para salir de la crisis de la educación que se ha apoderado del sistema educativo de su país. De ahí la relevancia dada al relato del matrimonio Badinter.

Pero no fue el modelo de enseñanza pública de Condorcet el único del que se habló en la Revolución francesa. Robespierre y los jacobinos querían que el Estado se ocupara, no solo de la instrucción como decía Condorcet, sino de la educación completa del individuo. Puesto que se trataba de formar ciudadanos para una nueva sociedad, su educación moral, religiosa y política también debía ponerse en manos del Estado; la Revolución no podría triunfar si no se construía al ciudadano del nuevo régimen.

El Emilio, la obra pedagógica de Rousseau, se había publicado en 1762, el mismo año que El contrato social. No fue una casualidad. El concepto de sociedad y de voluntad general que desarrolla Rousseau necesita la creación de un nuevo ciudadano. Ese nuevo ciudadano, para someterse a la voluntad general, deberá ser educado como Emilio. Ese fue quizás el gran atractivo que para los jacobinos tuvo la obra pedagógica de Rousseau. La educación completa del niño, no sólo su instrucción, debía ponerse en manos del Estado, representante de la voluntad general.

El modelo de instrucción pública que se siguió en Francia y en casi toda Europa en el siglo XIX y primeras décadas del XX fue el de Condorcet, sin embargo, ya a finales del siglo XIX surgió una corriente pedagógica de admiradores de Rousseau que empezó a extenderse por Europa y Norteamérica.

En 1921 se dio cita en Calais un grupo importante de psicólogos y pedagogos que constituyeron la que se llamó Liga Internacional de la Nueva Educación. Sus miembros estaban en contra de la enseñanza oficial y proponían una pedagogía, que tomó diferentes nombres: Nueva Pedagogía, Pedagogía activa, Pedagogía moderna o también Pedagogía centrada en el niño.

La Nueva Educación inspiró en Europa la creación de escuelas privadas que ofrecían una educación alternativa a la instrucción del Estado. Los pedagogos de nuestra Institución Libre de Enseñanza se interesaron enormemente por esa pedagogía de espíritu rousseauniano.

Esa Nueva Pedagogía entusiasmó también a los pedagogos progresistas norteamericanos de los años veinte y treinta del siglo XX y, posteriormente, a la izquierda europea heredera del 68. Y eso, a pesar de las reservas que Antonio Gramsci, inspirador la izquierda moderna y posmoderna, había mostrado hacia ella.

Isaiah Berlin consideró a Rousseau como uno de los grandes enemigos de la libertad. Resulta difícil de entender que las ideas del pedagogo ginebrino inspiraran a quienes se promocionaron como los grandes defensores de una «educación en libertad».

I. La instrucción pública en la Revolución francesa. Nicolas de Condorcet

«El contraste entre la benignidad de las teorías y la violencia de los actos, que fue una de las características más extrañas de la Revolución francesa, no sorprenderá a nadie si se tiene en cuenta que esta revolución fue preparada por las clases más civilizadas de la nación, y ejecutada por las más incultas y rudas».

Alexis de Tocqueville, Antiguo Régimen y Revolución

Condorcet, un matemático revolucionario

Marie Jean Antoine-Nicolas Caritat de Condorcet nació el 17 de septiembre de 1743. Cinco semanas después de su nacimiento su padre perdió la vida en unas maniobras de entrenamiento militar. La señora de Condorcet se entregó, en cuerpo y alma, al cuidado del pequeño en su mansión de Ribemont, una ciudad situada en el departamento de Aisne, al nordeste de Francia.

Nicolas fue un niño mimado por mujeres y sin más presencia masculina que la de un tío obispo, que, de vez en cuando, visitaba a su madre. A los 11 años ingresó en el collège de los jesuitas de Reims. No debió de ser fácil para aquel niño mimado por su madre adaptarse al sistema de enseñanza de los jesuitas, considerado en aquel tiempo como el más exigente y duro de Francia. Al cumplir los 15 fue enviado al Collège de Navarre de París, uno de los más afamados centros de estudios superiores de la época. Allí descubrió su pasión por las matemáticas.

En octubre de 1761, con sólo 18 años, Condorcet viajó a París para presentar en la Academia de Ciencias su primer trabajo matemático: «Ensayo de un método general para integrar ecuaciones diferenciales con dos variables». El trabajo fue rechazado. El joven Caritat no se desanimó, lo revisó y perfeccionó, y, cuatro años más tarde, envió un nuevo ensayo, más completo y novedoso, sobre el cálculo infinitesimal. Esta vez sí, Condorcet conseguía el aplauso de la Academia y atraía la atención del célebre D’Alembert, que se ofreció a tomarle como discípulo. El 15 de diciembre de 1770 fue recibido por la Academia en calidad de «asociado».

Tres de los ilustrados más notables del siglo XVIII tuvieron un protagonismo especial en la formación intelectual y política de Condorcet: el matemático y filósofo D’Alembert; el economista Turgot; y el filósofo Voltaire. Ninguno de ellos llegaría a ver el estallido de la Revolución1.

D’Alembert tenía cerca de 50 años cuando tomó al joven Condorcet bajo su protección. Le introdujo en los salones de París y le enseñó a valorar la verdad y a despreciar el dinero y los honores. Fue él quien le presentó al magistrado Malesherbes, a Diderot y al resto de los enciclopedistas. Condorcet participó en la última época de la elaboración de la Enciclopedia, encargado por D’Alembert de redactar los textos matemáticos que aparecen como «Suplementos»2.

Voltaire y Condorcet se conocieron a finales de la década de 1760, cuando ya el pupilo de D’Alembert era un asiduo lector del filósofo. Años más tarde, Condorcet tuvo ocasión de pasar unos días con el filósofo en su refugio de Ferney.

Condorcet ingresó en la Academia de Ciencias el 21 de enero de 1781. El 29 de octubre de 1783 fallecía D’Alembert. Muertos Voltaire, Turgot y D’Alembert, Condorcet se vio convertido en el faro de los jóvenes talentos. Él encarnaba ahora el espíritu de la Ilustración. Hasta el punto de que el rey Federico de Prusia le pidió que sustituyera a D’Alembert como su científico de cabecera y amigo.

En enero de 1786 Condorcet publicó la Vie de Turgot («Vida de Turgot») con el objetivo de dar a conocer el pensamiento político de uno de los hombres que más había admirado. Como Turgot, Condorcet pretendía establecer en Francia una monarquía constitucional al estilo de la británica, propósito que mantuvieron los Constituyentes desde 1789 a 1791. Y, como Turgot, Condorcet creía que la condición sine qua non del progreso estaba en la instrucción del pueblo, la cual era indispensable para que los principios de la Ilustración llegaran a todos los individuos.

En el verano de 1786 Condorcet conoció a Sophie de Grouchy. Él tenía entonces 43 años y ella tan solo 22. La pareja se instaló a vivir en el Hotel de la Moneda, donde Sophie organizó uno de los salones más chic de París. Por aquel salón pasaron personajes tan famosos como Thomas Jefferson, Thomas Paine, Benjamin Constant, La Fayette o Beaumarchais. Sophie debió de recibir también la visita de Adam Smith (1723-1790) y acordar con él la traducción de su Teoría de los sentimientos morales, pues a ella se debe la versión francesa del libro de Smith, publicada en 1795. El salón de los Condorcet se convirtió en un auténtico «laboratorio de ideas» para preparar «el nuevo mundo».

Durante el invierno de 1787-1788, Condorcet dedicó casi todo su tiempo al estudio del cálculo de probabilidades. En la primavera de 1788, la tensión política se disparó a la par que la crisis financiera. En París la gente saltó a la calle exigiendo al rey que convocara los Estados Generales. Esta asamblea, formada por representantes del clero, de la nobleza y de la burguesía, la convocaban los reyes en situaciones muy excepcionales. Ante el malestar de la población, el 28 de enero de 1789 el gobierno decidió convocar los Estados Generales con la idea de que, de forma natural, estos fueran evolucionando hacia una Asamblea Nacional. El 9 de julio de 1789 se creó la Asamblea Constituyente.

No se tiene constancia de que Condorcet tuviera participación alguna en las jornadas del 11 al 17 de julio, claves para el estallido de la Revolución. Se sabe que estaba en París, porque el día 15 asistió a la sesión de la Academia que se desarrolló con total normalidad.

El 18 de septiembre de 1789 se celebraron las elecciones al Ayuntamiento de París. Condorcet fue elegido en el barrio de Saint-Germain-des-Prés. Condorcet se sintió escandalizado por el ambiente que reinaba en los plenos municipales, donde la oratoria importaba más que el contenido de los discursos y el rigor de la legislación. El matemático siempre reconoció que no estaba dotado para hablar en público.

Al final del otoño de 1789, se formó el «Club de amigos de la Constitución» que se empezó a reunir en el convento de los Jacobinos. En un principio Condorcet se incorporó a este club, pero en abril de 1790 decidió fundar una especie de academia de ciencias políticas para la élite intelectual a la que llamó la «Sociedad de 1789». Su intención era contrarrestar el creciente poder de los jacobinos, en el que veía un serio peligro para la libertad.

En agosto de 1790 se convocaron nuevas elecciones municipales. Esta vez Condorcet no resultó elegido. Abandonó la «Sociedad de 1789» y se incorporó al club de los jacobinos. Condorcet era un individualista, no un hombre de partido, de ahí que pasara de uno a otro club, según las posiciones políticas que en cada asunto estos iban tomando.

El 21 de junio de 1791 París amanecía con la noticia de que el rey había huido con su familia. A las 11 de la mañana una enorme masa de gente se traslada a las Tullerías e invade las habitaciones privadas de la familia real. Seis días después los reyes, detenidos y escoltados por la policía, son devueltos a París.

La situación de la Asamblea se vuelve muy difícil. Los constitucionalistas, que no concebían otro régimen que la monarquía, no pueden aceptar a un rey que ha intentado huir de Francia. La huida del rey acaba con las ilusiones de Condorcet que empieza a pensar en la posibilidad de una república para Francia.

Condorcet fue diputado en la Asamblea Legislativa por su región de Aisne, desde su constitución el 1 de octubre de 1791, hasta que, el 21 de septiembre de 1792, fue sustituida por la Convención Nacional. Entre 1791 y 1792 publicó cinco memorias sobre la instrucción pública. Para él, como para los filósofos de la Ilustración, la libertad solo podría triunfar si los hombres se libraban de la ignorancia.

El 30 de octubre de 1791 Condorcet fue nombrado presidente del Comité de Instrucción Pública con el encargo de redactar el Informe del proyecto de ley. El Informe estuvo listo en abril de 1792 para ser presentado ante la Asamblea.

El 20 de abril de 1792, el mismo día que Condorcet presentaba en la Asamblea su gran proyecto de Instrucción Pública, el rey, con cara de circunstancias y en traje de duelo, se dirigió a la Asamblea con una propuesta de guerra contra el rey de Bohemia y de Hungría. La Asamblea, casi por unanimidad, votó la declaración de guerra.

Al día siguiente Condorcet subía a la tribuna para proseguir la lectura de su Informe. Lo hizo sin entusiasmo y ante un público que apenas le escuchaba. La guerra y el conflicto con el rey, al que se acusaba de traición, absorbía toda la atención de los diputados. El 13 de agosto de 1792 el rey y su familia fueron detenidos. El 19 de ese mes las tropas prusianas entraban en Francia.

El 21 de septiembre de 1792 se decretó la abolición de la monarquía y la proclamación de la República. Condorcet fue elegido vicepresidente de la Convención. Su posición le permitía ejercer el liderazgo del comité que debería redactar la nueva constitución republicana. En menos de un mes, el intelectual se había visto convertido en líder político, que afianzó su amistad con los girondinos.

En el otoño de 1792 el asunto primordial de la Convención iba a ser la suerte que correría el rey. De ella dependería si el poder de la Asamblea caía del lado de la Gironda o de la Montagne3.

El 11 de diciembre de 1792 compareció el rey ante la Convención. Malesherbes, jubilado y con 72 años cumplidos, había aceptado actuar como defensor. El 15 enero comenzaron las votaciones. En la primera el objetivo era votar la culpabilidad del rey: ¿Es el rey culpable de traición? De los 718 diputados presentes, 691 votaron «sí» y 27 se abstuvieron. Nadie se atrevió a defender al rey. Al día siguiente, se votó nominalmente la pena de muerte. De 721 votos, 366 resultaron a favor de la pena de muerte, la mayoría absoluta era 361. Condorcet votó en contra.

El 21 de enero de 1793 el rey era guillotinado. Pocos días después, los montagnards se hacían con el control de la Convención. Cada día que pasaba la violencia subía de tono. Condorcet retomó su puesto en el Comité de Instrucción Pública. Temía la inseguridad y la violencia desatadas.

El 2 de junio de 1793 en una sesión de la Asamblea, a la que no asistieron ni la mitad de los diputados, se aprobaba el arresto de 22 diputados girondinos. Los montagnards tenían vía libre para gobernar a su antojo.

Condorcet no aparecía como girondino. Él estaba concentrado en su trabajo sobre la Instrucción Pública. Si hubiera permanecido callado cuando se dictó la orden de arresto contra los de la Gironda, posiblemente nadie se habría fijado en él. Pero callarse no era propio de su personalidad. La violencia contra la ley y contra la soberanía nacional de la jornada del 2 de junio le pareció totalmente inaceptable. Como diputado por Aisne, firmó una protesta solemne de condena de lo ocurrido.

El 24 de junio se aprobó la constitución republicana, en la que la democracia directa tenía un sitio de preferencia. Un proyecto que Condorcet juzgó públicamente indigno y peligroso para la República. El 8 de julio de 1793 el ex capuchino Chabot, bufón de cenas republicanas, que más tarde morirá guillotinado, pide a la Convención un decreto de arresto contra Condorcet por conspirar contra la constitución. Había pocos diputados presentes y muy pocos votaron, pero los que lo hicieron aplaudieron la condena de Condorcet. La mayor parte de los jefes de la Gironda ya habían sido detenidos.

Chabot ordenó al comisario de seguridad nacional que se personara en el domicilio de Condorcet y le detuviera. El portero de la casa dijo que el ciudadano Condorcet estaba en su residencia de Auteuil, a las afueras de París. Pero ya no se encontraba allí. Sus amigos le habían advertido y buscado un lugar seguro: en París, en la casa de la viuda Madame Vernet, en la tranquila calle Fosseyeurs. Allí permanecerá escondido hasta finales de marzo de 1794. Para el proscrito Condorcet refugiarse en aquella casa supuso la felicidad en medio de su desgracia.

El 9 de julio Saint-Just, en nombre del Comité de Salvación Pública, presentó a la Convención un informe sobre el complot de los girondinos en el que no se nombraba en ningún momento a Condorcet. Este, callado en su refugio, habría podido salvarse, pero de nuevo eligió dar la batalla y, en un escrito público, acusó a sus perseguidores de haber traicionado los valores republicanos.

Sophie le visitaba con frecuencia. Ella le convenció para que olvidara sus guerras particulares y justificaciones y se pusiera a escribir el Esquisse d’un tableau historique des progrès de l’esprit humain(«Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano»).

El 30 de octubre de 1793 se presentó el acta de acusación contra los girondinos. Condorcet no figuraba en ella. Al día siguiente treinta y dos girondinos eran guillotinados en la plaza de la Revolución. Había comenzado el Terror.

Condorcet lloró la suerte de quienes fueron sus amigos y con los que había compartido batallas y convicciones. Temía lo que les pudiera ocurrir a su bienhechora, a su mujer y a su hija Eliza. Su suegro estaba en prisión por aristócrata. Sophie se ganaba la vida pintando retratos de aristócratas perseguidos. Abrió una lencería en el 352 de la rue Saint-Honoré y, disfrazada de campesina, acudía de vez en cuando al escondite de su marido.

Cuando Condorcet fue incluido en la lista de los «emigrados»4, Sophie temió por su vida y, sobre todo, por la de su hija. Sólo había una forma de protegerse: el divorcio. La demanda de divorcio fue presentada el 14 de enero de 1794. Las visitas y las cartas cesaron. Condorcet se había quedado solo.

El 13 de marzo de 1794, Saint-Just presentaba a votación un decreto para reforzar el Terror. El fugitivo que fuera decretado fuera de la ley podría ser guillotinado sin juicio y, quien le socorriera, sería considerado su cómplice. Para Mme. Vernet la guillotina estaba asegurada. Condorcet decidió abandonar su escondite. El 25 de marzo salía de casa de su bienhechora con la intención de refugiarse en la mansión de sus antiguos amigos, los Suard, en las proximidades de París. Los Suard no le dan cobijo y cuando intenta regresar a París es detenido.

Al día siguiente de su detención, el 29 de marzo de 1794, a las 4 de la tarde un vigilante entró en su celda y le encontró tumbado en el suelo boca abajo. Estaba muerto. La causa oficial de la muerte fue una «apoplejía sanguínea». Su cadáver fue conducido al cementerio Bourg-Égalité y enterrado en una fosa común.

Cuando en 1989, con ocasión del segundo centenario de la Revolución francesa, el presidente François Mitterrand quiso trasladar al Panteón de París los restos del marqués de Condorcet, los operarios encargados de la faena se encontraron con que la fosa común del cementerio donde se suponía que se hallaban enterrados, estaba vacía. Se realizó un traslado simbólico.

La causa de la muerte de Condorcet sigue hoy siendo una incógnita. Se sabe que, cuando las cosas empezaron a ponerse mal para él, había recibido de su amigo Cabanis un veneno que, supuestamente, había escondido en una sortija que siempre llevaba consigo. Nada en el acta de defunción hace sospechar que hubiera hecho uso de él.

La filosofía pedagógica de Condorcet

Cuando Condorcet fue designado como miembro del Comité encargado de elaborar un proyecto de decreto sobre la Instrucción Pública llevaba ya dos años publicando en la revista Bibliothèque de l’homme public sus reflexiones sobre cómo debería ser la educación del futuro ciudadano. Estas publicaciones componen el libro Cinq Mémoires sur l’instruction publique («Cinco memorias sobre la instrucción pública»)que, junto al Informe leído ante la Asamblea en abril de 1792, constituyen la obra pedagógica de Condorcet. Por primera vez se planteaba en toda su complejidad la idea filosófica de la institución escolar.

En sus páginas se pueden encontrar muchas de las cuestiones que hoy en día siguen siendo tema de discusión política cuando se habla de educación: las competencias del Estado, la formación en valores, la instrucción común a todos los ciudadanos, la atención a las diversas capacidades, la excelencia, la coeducación, la formación de los profesores…

Cinco memorias sobre la instrucción pública

La primera de las memorias que escribió Condorcet, la que hoy resulta más sugerente, Nature et objet de l’instruction publique, es una especie de tratado filosófico sobre la educación de los ciudadanos. Condorcet habla de instrucción, pero es consciente, y así lo explica, de que esta es solo un aspecto de la educación. «La educación, si se la toma en toda su extensión, comprende, no solamente la instrucción positiva, las verdades de hecho y de cálculo, sino que abraza todas las opiniones políticas y religiosas».

Pero, dado que el objetivo era formar ciudadanos libres, el poder político debía ocuparse de proporcionar a cada individuo la formación elemental que le permitiera llegar a ser realmente autónomo, a utilizar su razón para ir formando sus propios juicios. Esta idea era totalmente opuesta a la educación patriótica y espartana que proponían los jacobinos. Esparta, en el siglo VI a.C. había cambiado el modelo de educación ateniense por otro estatal, colectivista y obligatorio. A los siete años se separaba a los niños de sus familias para vivir con los compañeros de su misma edad, sometidos a un entrenamiento que buscaba convertirlos en guerreros perfectos, preocupados solo por el bien del Estado. Este modelo, con algunos cambios, era al que Condorcet se oponía.

Para Condorcet estaba claro que la instrucción de los ciudadanos debía ser competencia del Estado. En cuanto al otro aspecto de la formación, el que comprende las ideas, valores y principios morales de un individuo, ese no debía ponerse en manos del Estado, a menos que se tratara de unos valores generales aceptados por toda la sociedad. El individuo debía recibir en la escuela aquellas enseñanzas que le permitieran continuar por sí solo su propia educación, desarrollar su espíritu crítico y formar sus ideas y opiniones sobre el mundo que le rodea.

La libertad de estas opiniones no sería sino ilusoria si la sociedad se apodera de las generaciones nacientes para dictarles lo que deben creer. Aquel que al entrar en la sociedad no lleva más opinión que la que su educación le ha dado no es un hombre libre; es esclavo de sus maestros y sus cadenas son más difíciles de romper cuanto menos las sienta5. Creerá que obedece a su razón cuando lo que hace es someterse a la de otro6.

El matemático revolucionario ponía en manos de la familia la formación moral y religiosa de los más pequeños, aun siendo consciente de que muchos de los revolucionarios estaban en contra de ello:

Se argumentará que tampoco es libre si sus opiniones las recibe de su familia, pero en este caso, esas opiniones nunca serán iguales para todos los ciudadanos. El Poder público no puede tener el derecho a hacer enseñar opiniones como verdades, ni debe imponer ninguna creencia. (…) Es preciso, pues, que el Poder público se limite a regular la instrucción, abandonando a las familias el resto de la educación.

Condorcet tenía una confianza absoluta en la instrucción, no solo como herramienta de progreso social, sino también como vacuna para prevenir el abuso de poder de los gobernantes. El progreso social llegará mediante un sistema de enseñanza que permita que todos los individuos puedan desarrollar al máximo sus capacidades: «Sería importante tener una forma de instrucción pública que no dejase escapar ningún talento sin ser advertido».

En esa su Primera Memoria Condorcet también hablaba de la instrucción de la mujer. La cual, en contra de la opinión de Rousseau y de los jacobinos, debía ser igual a la del hombre, incluida la formación científica. Proponía incluso, y en eso fue muy adelantado a su tiempo, que niños y niñas asistieran a las mismas escuelas.

En su Segunda Memoria, De l’instruction commun pour les enfants, Condorcet estableció lo que se conoce en Francia como el «socle commun de connaisances et de competences», es decir, lo que toda la población debe aprender y aprender a hacer.

El matemático reflexionaba, además, sobre cuál debía ser el método más apropiado de enseñanza. Por ejemplo, cuando habla de los niños que están empezando a leer y a escribir, escribe: «no se les pedirá que aprendan muchas cosas de memoria, pero sí que expliquen lo que han leído, el significado de cada una de las palabras que escriben. Se trata de que retengan las ideas más que de que repitan las palabras».

Recoge así la máxima de Montaigne (1533-1592) cuando se refería a la elección de un buen maestro: «Mieux vaut une tête bien faite qu’une tête bien pleine»7.

En la Tercera Memoria, Sur l’instruction commun pour les hommes, Condorcet contemplaba la necesidad de ofrecer un tipo especial de instrucción de adultos dirigida a los padres y, en general, a los adultos que deseen ampliar su cultura.

En la Cuarta, Sur l’instruction relative aux professions, trataba de la formación profesional, la formación en las bellas artes y la enseñanza musical.

Y, por último, en la Quinta Memoria, Sur l’instruction relative aux sciences, el ilustre matemático expuso sus ideas sobre lo que debía ser la enseñanza de las ciencias, no solo de las matemáticas o de la física, sino también, de las ciencias humanas y políticas.

Muchas de estas ideas están presentes y materializadas en elInforme y proyecto de decreto sobre la Instrucción pública8 que presentó Condorcet el 20 de abril de 1792 ante la Asamblea Nacional con el plan organizativo de la instrucción que el Estado debía procurar a los ciudadanos. En muchos aspectos, el proyecto era contrario a la pedagogía de Rousseau desarrollada en su Emilio, de ahí que algunos de los miembros del comité de redacción del Informe no estuvieran totalmente de acuerdo con el proyecto que se presentaba.

Condorcet, como ya hemos visto, era consciente de que la educación completa del individuo comprendía, no solo la instrucción que recibiera, sino también los valores morales, religiosos y sociales que se le inculcaran, y tenía muy claro que a los padres les correspondía la formación moral y religiosa de sus hijos y que la escuela solo debía procurar los valores morales que toda la sociedad compartiera. Así se recogía en el Informe: «Los principios de la moral que se enseñen en las escuelas y en los institutos serán aquellos que, fundados sobre nuestros sentimientos naturales y sobre la razón, compartan todos los hombres»9.

A esos principios morales que debían enseñarse en las escuelas se refería Albert Camus en su libro póstumo, El primer hombre (Tusquets, 2019), al hablar de su maestro de Primaria, M. Germain, de quien dijo:

Exponía sus puntos de vista, pero nunca sus ideas. Como muchos de sus colegas, era anticlerical, pero jamás dijo en clase una sola palabra contra la religión, ni contra nada que pudiera ser objeto de una elección o de una convicción. Pero, eso sí, condenaba todo aquello que estuviera fuera de toda discusión, como el robo, la delación, el desaseo personal o la falta de delicadeza en el trato a los demás.

La edición de El primer hombre incluía la carta que M. Germain había recibido de su antiguo alumno Albert unas semanas después de que este hubiera recibido el Premio Nobel de Literatura. Merece la pena recordarla aquí como muestra de una época y de una escuela que ya casi ha desaparecido. Resulta emocionante esa mezcla de respeto y cariño que Camus guardaba hacia el que había sido su maestro de Primaria y que tan bien está expresada en esta carta:

19 de noviembre de 1957

Querido M. Germain

He dejado que se apagara un poco el ruido que me ha rodeado estos días para poder hablaros con todo mi corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, mi primer pensamiento, después de mi madre, ha sido para usted.

Sin usted, sin esa mano afectuosa que usted tendió al niño pobre que era yo, sin vuestra enseñanza y vuestro ejemplo, nada de todo esto hubiera sucedido.

No me hago un mundo del honor recibido. Pero, al menos, es una ocasión para deciros lo que habéis sido, y seréis, siempre para mí; y para aseguraros que vuestro esfuerzo, vuestro trabajo y el generoso corazón que en ello pusisteis están siempre vivos en uno de vuestros pequeños escolares, que, pese a los años, no ha dejado nunca de estaros agradecido. Os abrazo con todas mis fuerzas,

Albert Camus

Volvamos al Informe presentado por Condorcet ante la Asamblea en abril de 1792. El diputado, consciente de que las desigualdades nacen de las diferencias de las fortunas y de las inteligencias, aseguraba que la instrucción permitiría rebajar ambas causas y que, por tanto, con ella, se lograría una sociedad más igualitaria. Por otra parte, la instrucción de los ciudadanos era imprescindible para evitar que fueran manipulados por un gobierno con intenciones despóticas.

En cuanto a la instrucción pública, en el proyecto de Condorcet se decía que su objetivo era alcanzar el máximo desarrollo de las capacidades de cada cual. El plan contemplaba la libertad de apertura de colegios, la universalidad y gratuidad de las enseñanzas y la coeducación.

La organización de las enseñanzas se establecería en tres grados: primaria, secundaria y superior, que se impartirían en tres tipos de centros: escuelas de primaria, de secundaria e institutos. En las escuelas primarias, a lo largo de cuatro cursos, se enseñaría lo que cada individuo necesita para llegar a conducirse por sí mismo y gozar de sus derechos. Las escuelas secundarias estarían destinadas a los niños cuyas familias podían prescindir de su trabajo. En cuanto a los institutos, en ellos se enseñaría todo aquello que fuese útil para ejercer cualquier profesión, incluida la formación de los maestros.

Además, se establecerían Liceos para formar a los profesores y a quienes quisieran profundizar en el estudio de las ciencias y de las artes. «Allí se formarán los sabios, los que hacen del cultivo de su espíritu y de su inteligencia, su vida».

El proyecto contemplaba la creación de una Sociedad Nacional de Ciencias y de Artes, que se encargaría de la formación de los directores de centros escolares, del enriquecimiento del patrimonio cultural y de la difusión de los descubrimientos. En el Informe se pensaba también en los adultos que quisieran «continuar la instrucción durante toda la vida». Para ellos se programarían conferencias mensuales.

En contra de los más igualitaristas, Condorcet mantenía la tesis de que, si bien una parte de la instrucción puede ser compartida por todos, existen conocimientos más complejos que solo están al alcance de ciertas inteligencias. De estas enseñanzas reservadas a algunos también se beneficiaría el conjunto de la sociedad:

Hemos pensado que, en este plan de organización general, nuestro primer cuidado debe ser el hacer la educación, de un lado, tan igual y tan universal, y de otro, tan completa, como lo permitan las circunstancias; que era preciso dar a todos igualmente la instrucción que es posible extender sobre todos, pero no rehusar a ninguna parte de los ciudadanos la instrucción más elevada que es imposible que comparta la masa entera de individuos; establecer la una, porque es útil a los que la reciben, y, la otra, porque lo es también a aquellos que no la reciben.

Condorcet remarcaba la importancia de limitar el papel educador del Estado: «Ningún Poder público debe tener ni la autoridad ni aun el crédito para impedir el desenvolvimiento de las verdades nuevas ni la enseñanza de las teorías contrarias a su política particular o sea a sus intereses particulares».

Es remarcable la actualidad que cobran hoy las ideas político-pedagógicas de Condorcet. Y es que, casi todas las cuestiones que se plantean hoy cuando se habla de educación, ya se las planteó el matemático francés a finales del siglo XVIII. No es de extrañar que, cuando profesores e intelectuales franceses hablan de reconstruir la escuela, piensen siempre en recuperar a Condorcet.

Educación vs Instrucción. La apuesta de Robespierre

El plan de Condorcet no fue del gusto de los diputados jacobinos. Entre los descontentos estaba el abogado aristócrata Louis-Michel Lepeletier, marqués de Saint-Fargeau, que elaboró un plan de educación alternativo, que, si bien coincidía con el de Condorcet en los niveles superiores, no lo hacía en la educación que debía ser común para todos los ciudadanos. Su propuesta era que la educación primaria, desde los 5 hasta los 12 años de edad, fuera igual para todos los niños y quedara bajo la tutela absoluta del Estado, única garantía de equidad.

No le gustaba a Lepeletier que Condorcet pusiera tanto énfasis en la instrucción ni que encomendara a los padres la formación moral de los niños. Lepeletier comulgaba con las ideas de Rousseau10 y defendía el modelo espartano en el que los niños son entregados al Estado para que se ocupe de su completa educación. Su plan contemplaba la creación de internados para los niños de 5 a12 años (las niñas de 5 a 11) en los que todos irían igualmente vestidos, recibirían las mismas enseñanzas e idéntica formación moral. De esa forma, decía Lepeletier en la justificación de su proyecto,

todos los niños recibirán el beneficio de la institución pública durante siete años, desde los cinco a los doce. (…) Esta etapa de la vida es decisiva para la formación física y moral del individuo. Es necesario dedicarle una vigilancia absoluta, todos los días y en todo momento.

Es bueno que, hasta los doce años, la educación sea igual para todos, pues no se trata de formar trabajadores, ni artesanos, ni sabios, sino hombres hábiles para cualquiera profesión.

Y resumía así su proyecto: «A los cinco años la patria recibirá al niño de manos de la naturaleza; a los doce, ella misma lo devolverá a la sociedad11».

El diputado jacobino Louis-Michel Lepeletier, marqués de Saint-Fargeau, pese a estar en contra de la pena de muerte, el 20 de enero de 1793 votó a favor de la ejecución de Luis XVI. Esa misma tarde, en un restaurante del Palais Royal, un antiguo guardia real le atacó con una espada dejándole malherido. Murió pocas horas después. Sus restos fueron llevados al Panteón donde se le rindieron honores como primer mártir por la libertad. Aquella ocasión fue aprovechada por Félix Lepeletier, hermano del asesinado, para dar a conocer el proyecto de su hermano sobre la instrucción pública que hasta aquel día había permanecido oculto.

El 13 de julio de 1793, cinco días después de ser aprobado el arresto de Condorcet, Robespierre subió a la tribuna de la Convención para leer el plan de Michel Lepeletier de Saint-Fargeau, solicitando que se debatiera en la Asamblea. El texto leído por Robespierre comenzaba con estas palabras:

Declaro que lo que ha sido dicho hasta aquí no responde completamente a la idea que yo me he formado de un plan completo de la educación. Me he atrevido a concebir una idea más amplia; y considerando hasta qué punto la especie humana se ha degradado por el vicio de nuestro antiguo sistema social, me he convencido de la necesidad de llevar a cabo una completa regeneración, y si se me permite decirlo, de crear un nuevo pueblo12.

En agosto el plan, tras grandes discusiones, fue votado y aprobado, pero ni éste ni el de Condorcet se pondrían en práctica.

Este va a ser el eterno debate de la Educación: cuál es el papel de Estado; en qué se diferencian la instrucción o transmisión de saberes, de la educación o formación completa de la forma de ser y de pensar de cada ciudadano.

II. Rousseau y la educación occidental

«Rousseau es el único hombre que, por la elevación de su alma y la grandeza de su carácter, se mostró digno del papel de maestro de la humanidad».

Robespierre

Rousseau, ¿un loco interesante o un santo incomprendido?

«Falso, orgulloso como Satán, ingrato, cruel, hipócrita y malvado (…) Un monstruo que se consideraba como el único ser importante del universo».

Diderot sobre Rousseau

Jean-Jacques Rousseau nació en Ginebra en 1712. Era el segundo hijo de Suzanne Bernard, una mujer que provenía de una familia adinerada, y de Isaac Rousseau, relojero por tradición familiar. A los pocos días de nacer Jean-Jacques, su madre murió de fiebres puerperales. El pequeño fue educado por su padre y una hermana de este. En sus Confesiones, Rousseau hablaba con cariño de su padre y de cómo, desde que cumplió los siete años, le invitaba a leer todo cuanto se conservaba de la extensa biblioteca de su madre: «Plutarco, sobre todo, se convirtió en mi lectura favorita». Sobre su hermano mayor, François, al que su padre había enviado a un reformatorio, escribió: «Apenas le veía, casi puedo decir que no le conocía; pero no dejé de amarle tiernamente». De su tía, así como del resto de adultos que le rodearon, recordaba que sólo recibió cariño y cuidados.

Esa paz hogareña fue interrumpida en 1722, cuando Isaac abandonó Ginebra para evitar un conflicto con la justicia. Antes de marcharse encomendó el cuidado de Jean-Jacques a su cuñado, Gabriel Bernard, quien puso en manos de un preceptor su educación, junto a la de su propio hijo. Tras dos años de estudio, Rousseau entró a trabajar de aprendiz con un grabador. Ni el oficio ni el maestro eran de su agrado, así que decidió fugarse mucho antes de que terminara el contrato de aprendizaje que el maestro había firmado con su tío. Abandonó Ginebra el 14 de marzo de 1728, tenía ya más de quince años y estaba decidido a buscarse la vida por su cuenta.

Desde muy joven fue capaz de ganarse el cariño de las mujeres. Su primera benefactora fue Madame de Warens, a la que siempre llamó «Maman» a pesar de que llegó a hacer de ella su amante13. Se encontraron por primera vez cuando el joven Rousseau había huido de Ginebra. Este vivió bajo su techo durante nueve años en los cuales ejerció diversos oficios: grabador, músico, lacayo, seminarista, granjero, preceptor, cajero, escritor e incluso fue secretario privado de un embajador. Tras romper con «Maman»en 1742, marchó a París dispuesto a aprovechar cualquier ocasión para introducirse entre la gente bien que frecuentaba los salones. Inició una fuerte amistad con Denis Diderot, casi de su misma edad y por entonces todavía un desconocido.

La relación de Rousseau con la joven lavandera Thérèse Lavasseur, diez años menor que él, comenzó en 1745. Tuvieron cinco hijos. El primero nació en 1747 y el último en 1751. Todos ellos fueron entregados a la inclusa, hecho por el que, en sus Confesiones, trata constantemente de justificarse. Estas justificaciones le ayudaron a conformar su filosofía política en lo referente al Estado. Seguramente, se decía Rousseau, los niños serían más felices en el orfanato que su propio padre lo había sido en el seno de su familia. Además, no hay duda de que el mimo de los padres vuelve débiles a los hijos. Este era el tipo de argumentos que siempre encontraba el gran Rousseau cuando quería acallar su conciencia y convencerse a sí mismo, y a sus lectores, de su buen obrar.

En 1750 la vida del pedagogo ginebrino cambió bruscamente. La Academia de Dijon había convocado un concurso de ensayos con el tema: «Si las ciencias y las artes han contribuido al mejoramiento de las costumbres». Rousseau decidió presentarse con un ensayo que fuera incorrecto social y políticamente. En plena euforia de la Ilustración se le ocurrió defender la tesis del «buen salvaje», que ya Montaigne había utilizado: las ciencias y las artes alejan al hombre de la naturaleza, o sea, de la bondad y de la verdad.

En su ensayo avanzaba la postura que más tarde, en el Emilio, sostendría sobre la educación:

Desde nuestros primeros años una educación insensata adorna nuestro espíritu y corrompe nuestro juicio. Por todas partes veo grandes establecimientos donde, con un elevado coste, se educa a la juventud para enseñarle todo tipo de cosas, excepto sus deberes14.

Rousseau ganó el premio del concurso y con él la fama. De la noche a la mañana se convirtió en un hombre cuya presencia era requerida en los salones más restringidos, donde se daban cita aristócratas e intelectuales. Aquel premio determinó su carrera como intelectual amante de la humanidad y comprometido con la moral y la virtud.

En 1753 marcha a Ginebra, quiere recuperar el estatus de ciudadano y, para ello, se reconvierte al calvinismo (años antes había tenido que hacerse católico para asegurarse la protección de Madame de Warens). De regreso a Francia, Rousseau conoce a Madame d’Épinay, Louise, a cuyos salones de Montmorency acudían los ilustrados de la época. En 1756, con Thérèse y la madre de ésta, se instala a vivir en el Ermitage, una vivienda arreglada para él por Madame d’Épinay. Al cabo de un año la idílica y provechosa relación con esta mujer entra en crisis, por un lado, porque Jean-Jacques se enamora de Sophie d’Houdetot, y, por otro, porque Madame d’Épinay inicia una relación amorosa con su amigo Melchior Grimm.

Madame d’Épinay (1726-1783) había perdido a su padre cuando tenía diez años. Su madre, al quedar sin apenas recursos económicos, retiró a los profesores que tenía la niña y se refugió con ella en un pequeño apartamento. Louise acudió dos años a un convento, de donde salió con una muy escasa instrucción. Se casó con un primo suyo del que se separó pronto. En 1749 abandonó a su marido y se instaló a vivir en el Château de La Chevrette, en el valle de Montmorency, un municipio con menos de dos mil habitantes, situado a unos veinte kilómetros de París. La Chevrette se convirtió en lugar de encuentro de intelectuales distinguidos, entre ellos, Francueil, Rousseau, Diderot, Voltaire, D’Alembert, Duclos, Montesquieu, Saint-Lambert y el abad Galiani. De ellos recibió Louise la formación intelectual que en su juventud no había tenido.

Madame d’Épinay tuvo dos amantes. El primero, entre 1749 y 1754, fue Louis Dupin de Francueil, abuelo de George Sand, con quien tuvo dos hijos y a través del cual conoció a Rousseau. A Francueil le sucedió Melchior Grimm, un escritor alemán afincado en Francia que había sido amigo de Rousseau, pero con el que, en las Confesiones, este se despachó a gusto.

La relación de Madame d’Épinay con Rousseau estuvo basada casi siempre en malentendidos, medias verdades, cuando no en auténticas mentiras. Rousseau aceptó vivir en el Ermitage casi como si estuviera haciendo un favor a su anfitriona, cuando esta creía que le hacía un generoso regalo. Cuando la relación se rompió, el uno y la otra utilizaron la literatura para saldar sus cuentas: Rousseau en sus Confesiones y Louise en sus pseudo-memorias póstumas, Histoire de madame de Montbrillant (1818). Sus desavenencias también se manifestaron en la teoría que ambos tenían sobre la educación de las mujeres.

A Rousseau nunca le faltaron benefactores. Abandonado el Ermitage, los duques de Luxemburgo le ofrecieron una vivienda deshabitada en sus posesiones. Allí, comenzó a escribir sus obras más conocidas: El contrato social y Emilio. En enero de 1761 publicó JuliaoLa nueva Eloísa que tuvo notable éxito, sobre todo entre las mujeres. Según Rousseau «se prendaron del libro tanto como del autor, hasta el punto de que había pocas, incluso en las de alto rango, cuya conquista no hubiera logrado de haberla emprendido»15.

En abril de 1762 se publicó El contrato social y dos meses más tarde Emilio o de la educación. Como Emilio tardaba en publicarse Rousseau acusó a los jesuitas de entorpecer la edición del libro que él consideraba su obra maestra: «Me figuré que los jesuitas, furiosos por el tono despreciativo con que hablaba de los colegios, se habían apoderado de mi obra, y que eran ellos los que habían detenido la edición16.»

En El contrato social Rousseau expuso su pensamiento político, su idea del Estado y de la voluntad general. Emilio debía ser educado para ser el «hombre nuevo» capaz de entregar su voluntad a la voluntad general, esto es, al Estado.

Tanto El contrato social como Emilio fueron condenadas por el Parlamento de París y por las autoridades de Ginebra, que decretaron una orden contra su autor. Obsesionado con la idea de que existía un complot contra él, en enero de 1766 decide exiliarse a Inglaterra donde permaneció quince meses17.

La última década de su vida la pasó Rousseau en Francia, quejándose siempre de su salud y de la incomprensión de sus conciudadanos. Para él, quienes le atacaban lo hacían por envidia; quien hablaba mal de él se convertía en un enemigo y todos sus enemigos, por supuesto, eran gente malvada.

Atacado por Voltaire, que censuró que habiendo abandonado a sus hijos pretendiera dar lecciones morales sobre la educación de los niños y rotas sus relaciones con Grimm y Diderot, Rousseau decidió escribir un libro que le permitiera reivindicarse como un hombre bueno a quien la sociedad había maltratado. Comenzó a escribir sus Confesiones en 1765 y las terminó en 1770. Hizo varias lecturas públicas de los capítulos que iba terminando, pero la obra no se publicó hasta después de su muerte18. El primer tomo comienza con una primera confesión, la confesión de un cínico: «Quiero descubrir ante mis semejantes a un hombre con toda la verdad de la naturaleza y ese hombre seré yo».

En su magna autobiografía muestra una arrogancia moral que no tiene límites:

Quienquiera que, incluso sin haber leído mis escritos, examine con sus propios ojos mi talento, mi carácter, mis costumbres, mis inclinaciones, mis placeres y mis hábitos y pueda creerme un malvado, es un hombre digno de la horca19.

A lo largo de todo el libro sobre su vida y sus sentimientos, Rousseau despliega un amor de sí mismo desmedido, no siempre cuenta la verdad y, lo más notable, es que suele justificar todas las malas acciones pues su «alma buena» no las hubiera cometido si no fuera por la maldad del mundo y la corrupción de la sociedad.

Teresa Lavasseur, a la que, según confesó, nunca había amado, permaneció con él hasta el final de su vida. La despreciaba por ser analfabeta pero también se despreciaba a sí mismo por tener tal compañera. Tenía obsesión con el dinero y acusaba a Teresa de ser una derrochadora. Se casó con ella de forma casi clandestina en 1768.

Rousseau murió el 3 de julio de 1778. Fue enterrado en la Île des Peupliers en el lago de Ermonville, que se convirtió inmediatamente después de su muerte en lugar de peregrinación laico para gente de toda Europa. En 1794 la Convención trasladó sus restos al Panteón de París. Aristócratas, intelectuales, profesores y pedagogos le consideraron su maestro y le veneraron como a un santo.

En las Confesiones observamos constantemente el efecto de la gran trampa de su autor. Rousseau es un hombre que siempre quiere hacer el bien, es un hombre justo y honesto, si actúa con maldad no es por su culpa. El responsable de su mala acción o es el otro o es la comunidad en su conjunto. Pienso que el gran éxito de la paradoja de Rousseau, y de las doctrinas colectivistas que se sustentan en ella, es que libera al individuo de toda responsabilidad y, por ello, de la mala conciencia de sus errores o de sus acciones perversas.

El escritor británico Paul Johnson dedicó el primer capítulo de su libro Intelectuales (1988; Trad. esp. Ed. Homo Legens, 2008) a Rousseau. Sobre la admiración que su figura ha despertado durante tantos años en filósofos, historiadores y literatos, escribió: