El taller literario - Francisco Bitar - E-Book

El taller literario E-Book

Francisco Bitar

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Beschreibung

Gori Lizmayer, autor de la saga Colapso, empieza a entender que sus novelas –apreciadas en su momento por un grupo selecto de críticos– pronto caerán en el olvido. Se gana la vida como docente en un secundario y haciendo horas extras en un periódico agrícola. Y, para llegar a ser escritor, decidió no casarse ni tener hijos. Ahora está bloqueado: hace rato que no escribe una sola página. Una noche sale a caminar y en una charla con la empleada de una estación de servicio se entera de la existencia de un taller literario en su ciudad litoraleña. La información se le revela como una invitación a embarcarse en un experimento que quizás le sirva para reanimar las brasas casi extintas de su escritura. Al volver a su casa, se pone en contacto con el coordinador del taller y decide anotarse. Pero claro, él es Gori Lizmayer, el autor de la saga Colapso, y no puede hacerlo con su nombre real. Así es como nace Ghito Londres, una identidad falsa que, transitando el peligroso filo entre mentira y ficción, lo llevará a conocer el amor, el compañerismo y el impensado sinsabor de no ser tomado en serio. En esta novela sumamente realista, con visos de comedia, Francisco Bitar se ríe del tantas veces anunciado fin de la literatura haciendo un hermoso homenaje a la imaginación y a la importancia que tiene en nuestras vidas.

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A Sonia, Rosita y su mamá

PRIMERA PARTE

1

Después de casi dos décadas de trabajo incesante y de una presencia firme en los suplementos literarios, Gori Lizmayer siente que su obra cayó en el olvido.

Los lectores genéricos, como era de esperar, siguieron alegremente su camino entre las mesas de novedades, pero también sus más fervientes defensores pasaron a respaldar a los autores de siempre, los que cada año deleitan al público con un nuevo libro. Tal es el caso de Higuero, el periodista cultural que decía esperar «con una excitación cercana al miedo» cada entrega de Colapso, y también de la agente literaria de Gori, Frisca Comaly, en otro tiempo entusiasta y solícita, hoy hace rato ausente.

Está trabajando, en secreto, como siempre, dirán algunos; ya no escribe, dirán otros dando sin querer en el clavo. Pero lo cierto es que pocos deben hablar ya de él y muy pronto nadie lo hará.

Es como si Gori Lizmayer se hubiera esfumado, o todavía peor, en tanto hablamos de alguien que escribe o escribió: es como si nunca hubiera existido.

Si no lo horrorizara la posibilidad de sentarse a su mesa de trabajo para fallar otra vez, redactaría su obituario:

Gori Lizmayer. Autor de la saga Colapso. Hizo todo lo que estuvo a su alcance para proteger su carrera: no trabajó de periodista, se abstuvo de vivir con una mujer, mucho menos tuvo hijos.

En todo caso, no tiene dudas respecto al contenido de su epitafio:

GORI LIZMAYER ¿No se habrá equivocado?

2

En un principio está Gori Lizmayer haciendo horas extras en El Agrario después de haber pasado toda la mañana dando clase en la escuela secundaria; en un segundo momento, se lo ve apagando el tubo fluorescente bajo el cual corrige las pruebas del periódico, y más adelante aparece cerrando el garage donde funciona la redacción, tan tarde como le resulta posible hacerlo. Recién después de bajar el portón metálico a sus espaldas y de cruzarse sobre el pecho el morral de cuerina, alisa su barba con ambas manos como si quisiera exprimirle el largo chorro blanquecino de las horas de luz acumuladas frente al monitor.

Como hace cada uno de los días de su vida laboral, Gori toma por el camino en S que lo lleva a casa después de interrumpirse en la planta embotelladora del vino más barato del país. Afuera el mundo continúa. Unos chicos tatuados se saludan con un choque de manos que resuena a media cuadra. Dos chicas invitan a una tercera a subir al taxi con la puerta abierta, y la tercera, subida al escaloncito de sus zapatillas de plataforma, guarda el celular en su bolso y se mete de un salto.

Capaz hoy sea jueves, el día que los jóvenes, incapaces de esperar hasta mañana, eligieron para cargar de electricidad, haciendo que el resto de la especie humana se sienta igual a una pelusa que vuela por el costado. En todo caso, parece una serie digna de atención, porque, justo cuando la chica azota la puerta del taxi, las células fotosensibles mandan la orden y las luces del alumbrado hacen brillar los autos de la cuadra, incluso los más mugrientos.

Gori solía pensar un título al paso para estas series callejeras, en donde concurrían sonido y movimiento. Y lo haría todavía si no fuera porque el único espectáculo por apreciar lo ofrece, según su perspectiva, el piso bajo la suela de sus zapatos. Y lo único que se escucha es el estruendo proveniente del Sumatra, cuyo extractor pierde humo a presión por una fisura en el caño vertical.

Gori se interna en la bruma del restaurant y sale un minuto después, con una bolsa en la mano.

3

Una vez que pone un pie en el interior, el departamento donde vive es invadido por el olor que viene de su sobretodo, de su piel y de la comida. Cuando abre la bolsa, sube el vapor de salsa de soja comprimido por el nylon y las ventanas se empañan desde los costados hacia el centro, como una huella digital. Mientras dure caliente, el plato de aluminio será la única fuente de calor en el departamento: Gori Lizmayer conserva la costumbre de mantener la estufa apagada porque sigue creyendo en el frío como el medio natural de la inspiración.

Con todo, en lo que demora en tragar dos bocados grandes y apenas masticados, el ramen de pollo entrerriano se congela en el lago blanco del plato: este no será el día en que Gori recupere el apetito.

Como todas las noches desde que no escribe, Gori Lizmayer corre la comida japonesa de adelante y abre Facebook.

Dio de baja su cuenta por falta de actividad. Meses atrás había probado con refritos de notas firmadas por el crítico Higuero y con la foto de una librería del centro en cuya vidriera aparecía, de fondo, un ejemplar de En el último tiempo. La recepción del posteo fue tibia y, le pareció a Gori, condescendiente. Algunos likes, ningún comentario. Esa fue la humillación final.

Ahora Gori ingresa con el usuario «Ghito Londres», el nombre de quien pagaba la factura de la luz y que, supone Gori, murió antes de que él entrara al departamento (al menos no tenía perfil en Facebook). Todos los contactos del perfil anterior están también acá, esto es, todos sus competidores, a quienes no les interesa de dónde venga la solicitud de amistad siempre que se trate de un potencial lector (comprador).

Hoy las opciones son las mismas de siempre: avisos de lecturas en bares perdidos y enlaces a reseñas que nadie leerá. Uno anuncia con un chiste sin gracia la preventa de su nuevo libro; otra, que está en el aeropuerto, avisa que se irá becada a un país sin literatura.

Pferdeores, gruñe Gori sin dejar de morderse el bigote con los dientes de abajo.

Pero Arturo Lamboy, uno de sus competidores directos, ha compartido el aviso de un prestigioso concurso de un solo cuento que el propio Lamboy ganó el año pasado y en el que, en esta edición, figura entre los jurados. Gori mueve la cabeza de un lado al otro y suelta un chillido burlón que consiste en resoplar entre los dientes apretados.

É trucho, dice esta vez, un poco más fuerte que antes. De premio hay dinero suficiente para pedir licencia en la escuela al menos por un año. La extensión es de entre cinco y diez páginas a doble espacio y el cierre de la convocatoria es mañana.

Gori prende un cigarrillo y baja la tapa de su computadora, con lo que el paisaje de la silla vacía, al otro lado de la mesa, queda a la vista. Como cada vez que una noticia en Facebook le hace apretar los dientes, siente que el humo le sale por la nuca de la camisa.

Hoy, sin embargo, a diferencia de las noches en que la brasa llega a calentarle la nariz, Gori hunde el cigarrillo por la mitad en la montaña de arroz, descuelga el sobretodo de la silla y vuelve a la calle sin apagar la luz.

4

La primera decisión está cargada de augurios, como ocurre con toda primera decisión cuando el relato es todavía una promesa. Por ahora, no hay peligro de fallar. Hasta este momento inicial, somos todos escritores geniales.

La primera decisión, entonces, involucra a Kristov Lundri, el protagonista de su saga. En este sentido, Gori Lizmayer no se apartará del libreto.

¿Los motivos? Gori conoce a Kristov como si se tratara de un hermano y sabe, en las distintas alternativas de Colapso, dónde quedan todavía cabos sueltos que un cuento podría enmendar. Regresará quizá a aquella escena de El libro del frío en que Kristov, para mantenerlos con vida, movía frenéticamente los dedos en guantes sin dedos. Y escribirá eso: una historia de los guantes sin dedos.

Tomada la primera decisión, se dice Gori, es posible seguir adelante.

Ahora empieza lo difícil.

Opta por el camino de la estación de servicio: aunque queden algunos Marineros en su paquete, ha decidido equiparse para más tarde. Lo espera una noche larga de trabajo.

La playera, a quien conoce de otros paseos nocturnos, va del surtidor al drugstore con movimientos nerviosos. Lleva visera, camisa azul con brazaletes de goma y unos pantalones de fajina a punto de abrirse por la costura. Más de una vez, Gori la ha visto desconectar con fuerza la manguera, de modo que, al raspar el tanque con las ranuras del pico metálico, los conductores daban un salto en el asiento delantero.

Pero esta noche la chica, desde el mostrador, lo recibe con una sonrisa. Ha notado, le dice, que últimamente compra cigarrillos con más frecuencia de lo que debería. ¿Está todo bien por casa?

Los uso para trabajar, responde Gori, y, para no explicarse, pone una sonrisa.

Aunque la transacción ha terminado, la playera no se despide. Mientras dura ese momento, la puerta corrediza se abre y se vuelve a cerrar sin que nadie entre, salvo, al parecer, por el fantasma que abre ligeros silencios en una conversación.

¿Sos escritor?, pregunta la chica finalmente.

Perdón, le devuelve Gori.

La libreta, dice la chica.

La libreta, abrochada con su birome negra, asoma por el bolsillo del sobretodo.

Yo también, dice ella. Voy a un taller.

Gori saluda con su atado en alto.

Deberías ir, insiste la playera, y rodea el mostrador para desprender un talón del aviso pegado frente a las barras de cereal.

Agüero dice que llevar libretas es para principiantes. Que el verdadero escritor trabaja frente a la página.

¿Agüero?, dice Gori.

El coordinador, dice la playera.

Una vez afuera, Gori piensa en las entrevistas que tendrá que responder cuando gane, igual que debió hacer Lamboy el año pasado. Elegirá un solo medio, el más importante, y dará una sola entrevista. Así evitará tanto el supremo analfabetismo de los periodistas culturales como la obligación de responder cien veces a las mismas preguntas.

¿Qué significa este premio? Gori no lo duda: el regreso al trabajo. Con el cuento, dejará atrás un tiempo de aridez, de comienzos en falso, de pérdida total de criterio. En lugar de todo esto, dirá: dinero.

¿A qué atribuiría sus años de silencio?, seguro van a preguntarle, aludiendo a aquel bloqueo que él habría preferido pasar por alto. Él confesará, contra su voluntad, que no lo sabe con certeza, pero que dentro de unos años, cuando se anime a leer otra vez el cuento premiado, quizá pueda encontrar ahí los motivos de su bloqueo. Gori no es el mejor al momento de interpretar los altibajos de su vida, pero siempre que vuelve a leer sus propios libros escritos tanto tiempo atrás, entiende algo más de su pasado.

Sin haber agregado una sola palabra, con el borrador de su mente en blanco, Gori llega al límite de la ciudad, donde el viento se filtra por el murallón de estacionamientos en obra. El resplandor inestable del cartel y los faros mortecinos del único remís que espera frente al casino pegan en su espalda. La sombra de Gori se proyecta sobre terrenos fiscales.

¿Qué más decir sobre los guantes sin dedos aparte de que han perdido la punta? ¿Que fueron un remedo para salir del paso, con el propósito de manipular objetos delicados? ¿Que a pesar de su delicadeza, o justamente a causa de ella, este remedo circuló primero entre los pobres, acostumbrados a manipular no billetes sino monedas? ¿Dónde detener esta deriva inicial, que ya se presenta lo suficientemente larga: dónde incluir a Kristov, que es lo que quiere el lector? ¿O es lo que quiere el público? O sea: ¿a quién podría interesarle esta historia? O, en todo caso, ¿podría interesarle a alguien la historia de un par de guantes sin dedos?

En eso, baja por el rulo del estacionamiento un auto de llantas rechinantes. Suena a que no tiene frenos o a que transporta a un delincuente moribundo o a que el delincuente tomó sin permiso el pozo de una apuesta gorda. Gori mira para arriba al mismo tiempo que un grano de material, desprendido de los pisos en construcción, se le mete en el ojo. Este instante de confusión sería suficiente para hacerlo terminar abajo de las ruedas del auto que huye, pero el motor se pierde en la noche y, parpadeando no tan frenéticamente como antes, Gori queda frente a un inmenso bloque que la retropala ha removido de la tierra. Una bola de lados achatados como una pelota de golf y del alto del baño químico que hay a un costado.

Si alguien la viera desde el último piso de un edificio cercano o ni siquiera tan alto, desde acá mismo, en el límite de la ciudad, donde todo, hasta la vida, parece achicarse, perfectamente podría confundirse esta bola de tierra con una partícula de polvo que un viento espacial arrancó del planeta.

¿Qué posibilidades hay de que ese viento intergaláctico se levante otra vez?

Si es por Gori, que vuelva a soplar ahora mismo.

Que meta al planeta entero en su licuadora y convierta la literatura mundial en polvo intergaláctico.

5

Cuando estés en dificultades, releé alguno de tus propios libros. Vas a ver que tampoco entonces fue fácil escribirlo.

Lo dijo uno de sus héroes literarios y ahora Gori pone otra vez en práctica el consejo. Ha entrado en la habitación que servía como estudio de trabajo sin prestar atención a la impresora, antes su objeto preferido de la casa, hoy dormida bajo su funda, hecha del mismo material que las bolsas mortuorias. Y sin mirar tampoco a Perla, la araña del rincón, en el trance de cambiar de hilo una de sus patas.

Parado como está, recorre con la punta de los dedos los tomos de Colapso en la biblioteca, retira al azar uno de los volúmenes y lo abre al medio. Es justamente El libro del frío.

La página habla de la mejor manera de conservar el calor corporal: piernas inmóviles, en posición de sentado. Existe la confusión de que, al caminar, el cuerpo va a entrar en calor, pero con el movimiento no entra más que viento helado por las muñecas y los tobillos. Ya podían preguntárselo a Kristov Lundri, quien, después de dejar su casa, su mujer y su trabajo en Los gemelos, debió defenderse del invierno con lo que llevaba puesto: su ropa de verano.

El hecho de quedarse quieto también era lo mejor para las finas medias del Sportman, todavía sin agujeros pero listas, ellas también, para abrirse en el primer punto corrido de su textura. Kristov no se quejaba: que las medias permanecieran todavía íntegras era más de lo que se podía pedir tratándose de una casa de ropa que hacía años había quebrado.

Gori disfrutaba especialmente de vestir a Kristov en su imaginación. Eran pasajes en que se largaba a recordar prendas viejas y amadas; el truco consistía en imaginarlas tal como se verían hoy, después de décadas, justo antes de que el tiempo terminara de destruirlas. Después ponía encima de Kristov esos trapos viejos; ya en ese momento, para el segundo volumen de la saga, Kristov Lundri iba camino de convertirse en un mendigo.

Y en efecto, tal como lo había dicho su héroe, no fue nada fácil escribir El libro del frío. Gori estaba entre vidas en aquella época, habitando de prestado una casa helada, con las persianas trabadas y los vidrios rotos; escribía las frases cien veces en su cabeza antes de sacar la mano del bolsillo.

El libro del frío había sido un libro mental. Y si bien Gori Lizmayer no sería capaz de recitarlo de punta a punta, podría completar cualquiera de sus frases si alguien más la empezara por él. Era el libro de la pobreza pero también el libro de la resistencia y hoy daría cualquier cosa por volver a ese momento: El libro del frío le había dado calor mientras todo lo demás, afuera de él, parecía congelarse.

Como si rindiera tributo a aquellos tiempos, y después de cerrar la puerta con llave, Gori mete las manos en los bolsillos del sobretodo. Igual que cada noche, ha llegado el momento en que el vecino, de vuelta en casa, arrastra sin lógica los pies en el piso de arriba. Son pasos de borracho que le indican a Gori dos cosas: una, que ya es muy tarde; otra, que no sirvió de nada llegar despierto hasta esta hora.

Inmóvil en la oscuridad, Gori Lizmayer toma la decisión: nunca más hará el intento. La llave, que toca en el bolsillo con la punta de los dedos, cerró la puerta del estudio por última vez. Están también los cigarrillos y el encendedor. A eso se dedicará ahora, a fumar, como si el resto de su vida fuera una larga sobremesa.

Pero hay algo más en el bolsillo. Un papelito.

6

Con su avatar de Ghito Londres, Gori entra al perfil de Félix Agüero, el coordinador de talleres literarios. La foto de presentación es una imagen del propio Agüero con lentes sin marco, frente a un micrófono elegante, en el acto de retirar la mirada de unas hojas y dirigirse al público. La luz, que baja en picada sobre su cabeza, hunde el fondo en las sombras. Imposible saber con certeza si alguien fue a escucharlo.

La portada, en cambio, muestra un flyer tipográfico de principio a fin, salvo por la pluma que pone el punto final al texto que sigue:

Un espacio para leer los mejores textos clásicos y contemporáneos. Pero también para escribir nuestros propios trabajos a partir de consignas. ¿Cómo se construye un personaje? ¿Qué cosa es una trama? ¿Cómo armo un diálogo? Nos reunimos una vez por semana. Cupos limitados. Inscripciones permanentes.

En las fotos subidas, se lo ve a Agüero en ocasiones indudablemente literarias: rodeado de libros en alguna librería de cadena, junto a un banner con la figura de Dickens en el Instituto de Lenguas, en lecturas dominadas por un público anciano. Según se deja leer en la sección Información, Agüero publicó los libros Pirámides invertidas y Equilibrio animal, el primero de poemas y el segundo de prosas poéticas. No dice estar en ninguna relación y las fotos lo confirman.

Gori vuelve a subir por el perfil hasta llegar al volante del taller y esta vez pincha la imagen para agrandarla. El diseño tipográfico y la amanerada letra cursiva repugnan a Gori, hasta el punto de tirarlo para atrás, como si saliera del flyer olor a muerto. Está además la ingenua desavenencia entre el cupo, que es limitado, y una inscripción permanente. Dios, dice Gori en voz alta.

Ghito Londres envía la solicitud de amistad y es admitido de inmediato.

Hola, le escribe Agüero casi al mismo tiempo, ¿nos conocemos?

Gori no se lo esperaba. Pero aparece conectado en el chat y prefiere no ser descortés.

No, responde Gori, no nos conocemos.

Pero vos me conocés a mí, ¿no?, pone Agüero.

Caradura, dice Gori y mira a un costado de la computadora. El medio cigarrillo sigue clavado en la montaña de arroz, como el cohete en la luna.

Tengo un talón con los datos de tu taller, pone Gori al final. Lo saqué de una estación de servicio.