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Imaginemos, por un momento, que estás trabajando en una fábrica de ladrillos, en Mar del Plata. Y supongamos, dentro de esa imaginación, que un compañero tuyo, que ya tiene 22 años, te dice que quiere ser futbolista profesional en Europa. ¿Cuál sería tu pensamiento? Imaginemos ahora que ese mismo compañero decide gastarse todos sus ahorros para pagar un pasaje con destino a Inglaterra. Imaginemos, también, que viajará sólo con 300 dólares escondidos en un bolsillo, que no sabe hablar en inglés, que no tiene una casa en suelo británico y tampoco un trabajo asegurado. Imaginemos, por último, que pasa el tiempo, y le perdés el rastro… ¿Cómo reaccionarías si, tres años después, prendés el televisor y lo ves jugando contra Chelsea, en Stamford Bridge, ante 42 mil espectadores? ¿Qué sentirías si luego, por la misma pantalla, lo ves enfrentando a Manchester United, disputando una pelota con Wayne Rooney, en el místico Old Trafford, con 75 mil hinchas en las tribunas? Sergio Torres demostró que la realidad se construye y puede ser más fantástica que la propia fantasía. Se subió a la rueda de los sueños y empezó a girar: cuando estuvo arriba lo disfrutó, siendo consciente de que una vez estuvo abajo; cuando le tocó estar en la parte inferior, el marplatense actuó y esperó el giro, creyendo que la palabra imposible está en vías de extinción. Una historia -real- de sueños, utopías, sacrifi cios, sufrimientos, alegrías, valores, voluntades, poderes, necesidades…
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Seitenzahl: 310
Veröffentlichungsjahr: 2012
Imaginemos, por un momento, que estás trabajando en una fábrica de ladrillos, en Mar del Plata. Y supongamos, dentro de esa imaginación, que un compañero tuyo, que ya tiene 22 años, te dice que quiere ser futbolista profesional en Europa. ¿Cuál sería tu pensamiento?
Imaginemos ahora que ese mismo compañero decide gastarse todos sus ahorros para pagar un pasaje con destino a Inglaterra. Imaginemos, también, que viajará sólo con 300 dólares escondidos en un bolsillo, que no sabe hablar en inglés, que no tiene una casa en suelo británico y tampoco un trabajo asegurado.
Imaginemos, por último, que pasa el tiempo, y le perdés el rastro…
¿Cómo reaccionarías si, tres años después, prendés el televisor y lo ves jugando contra Chelsea, en Stamford Bridge, ante 42 mil espectadores? ¿Qué sentirías si luego, por la misma pantalla, lo ves enfrentando a Manchester United, disputando una pelota con Wayne Rooney, en el místico Old Trafford, con 75 mil hinchas en las tribunas?
Sergio Torres demostró que la realidad se construye y puede ser más fantástica que la propia fantasía. Se subió a la rueda de los sueños y empezó a girar: cuando estuvo arriba lo disfrutó, siendo consciente de que una vez estuvo abajo; cuando le tocó estar en la parte inferior, el marplatense actuó y esperó el giro, creyendo que la palabra imposible está en vías de extinción.
Una historia -real- de sueños, utopías, sacrificios, sufrimientos, alegrías, valores, voluntades, poderes, necesidades…
Torres, Sergio y López, Juan Manuel
El Teatro de los Sueños. De la fábrica de ladrillos al místico Old Trafford - 1a ed. - Don Torcuato: Autores de Argentina, 2012.
E-book.
ISBN 978-987-1791-46-0
1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Torres, Sergio II. Título
CDD A863
Editorial Autores de Argentina
www.autoresdeargentina.com
Mail: [email protected]
© 2012 Sergio Torres y Juan Manuel López
Sergio Torres, nacido en Mar del Plata, no es uno de los baluartes más importantes e influyentes del fútbol mundial. Tampoco ganó una Copa del Mundo. Es futbolista. Suele anotar goles. Jugó, de manera amateur o profesional, en Quilmes de Mar del Plata, Banfield de Mar del Plata, Deportivo Madryn, Molesey, Basingstoke Town, Wycombe Wanderers, Peterborough United, Lincoln City y Crawley Town. Sueña.
Twitter: @Sergio_Torres08
Juan Manuel López, nacido en Buenos Aires, no es una de las figuras más importantes e influyentes de la literatura universal. Tampoco ganó el Premio Nobel de Literatura. Es periodista o ex periodista. Suele escribir. Trabaja en el diario Clarín desde 2006. Participó en la redacción de los libros de conmemoración del centenario de San Lorenzo y de Huracán, publicados por el Grupo Clarín. Fue redactor de revistas especiales de El Gráfico. También sueña.
Mail: [email protected]
El camino de la utopía
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
El círculo de los sueños infinitos
…a Lena y a Luna
…a Raúl, Mabel, Rosana y Diego
…a Fernando, Celia, José, La Nena y abuela.
…a Cristian Levis
…a John y Mimi
…a Russel Martin y Jazzy
…a Luisina
…a Jorge Timoner
…a Mario Stilman
…a Pezza
…a Keith
…a los amigos Agus, Gusi, Luis, Pata, Ari y Nico
…a los Tricolores.
Ellos nos ayudaron a sentir y a pensar. Marcaron nuestros errores y brindaron su apoyo. A todos ellos, un gracias bien grande les queda chico.
El camino de la utopía es redondo.
Tiene forma de rueda.
Si querés avanzar, tenés que girar.
El giro te deja a veces abajo y otras veces arriba.
El miedo a soñar debería estar penalizado. Y la prohibición a soñar debería recibir una de las condenas más duras.
La intención de este libro es contar una historia. Pero no es la principal intención. Queremos, a través del tramo de una vida, hablar de sueños, de utopías, de sacrificios, de sufrimientos, de valores, de alegrías, de voluntades, de poderes, de necesidades y de los cientos de mensajes que pueden llegar a existir entrelíneas, y que todavía no nos dimos cuenta.
La historia es real, y pertenece a un trecho de la existencia de Sergio Raúl Torres. El, en su Mar del Plata (provincia de Buenos Aires, Argentina), mientras trabajaba en una fábrica de ladrillos, soñó ser un jugador de fútbol profesional. Su destino quería lo contrario, razón por la que empezaría a vivir un problema o una solución. No le quedó otra que arriesgar y romper ciertos moldes: con 22 años, y con apenas 300 dólares en un bolsillo, abandonó una cómoda vida y viajó hacia Inglaterra para cumplir su deseo. Fue sin tener casa, con muchos miedos y sin saber el idioma. Fue con demasiados no y con pocos sí. Fue a intentarlo: terminó jugando en Stamford Bridge, ante Chelsea, con 42 mil personas en las tribunas; y también lo hizo en Old Trafford (estadio llamado Teatro de los Sueños, que valga bastante la redundancia), ante Manchester United, con 75 mil fanáticos observando el partido en la cancha y millones mirándolo por televisión. Le tiró un sombrerito al alemán Ballack, otro a Drogba y enfrentó a jugadores de excelencia como Shevchenko, Makelele, Lampard, Ashley Cole, Diarra, Giggs, Ferdinand, Evra, Carlos Tevez y Rooney.
En el medio vivió experiencias de las más insólitas. Y vivió físicamente dónde pudo y con quién pudo. Comprobó que la realidad se construye y que la vida es como una rueda que gira y no para de girar: cuando se está arriba hay que disfrutarlo, siendo consciente de que una vez se estuvo abajo; cuando se está abajo hay que actuar y esperar que la rueda vuelva a girar, siendo consciente de que se puede porque una vez tocó estar arriba.
Su gran virtud fue soñar. Del sueño hizo un arte, dejando en claro que la palabra imposible debería ser quitada del diccionario. Un reproche de este autor: mientras se escribían algunos de estos párrafos, al libro se le seguían agregando capítulos porque Sergio continuaba soñando y cumpliendo esos nuevos sueños. El final, durante un buen lapso, fue incierto por su culpa.
El proceso de este libro demoró quizá más de lo pensado. Es que el contrato –nunca firmado- entre protagonista y autor tenía una sola línea: avanzar con este proyecto sólo cuando se tenga ganas. La cláusula, en consecuencia, fue obvia y hasta infantil: no vale hacerlo sin ganas.
De ahora en más, el futuro de Sergio es de difícil deducción como cualquier otro futuro. Lo concreto es que continuará soñando. Otros sueños lo esperan porque, en definitiva, los sueños son los que mantienen con mucha vida a las personas. Porque soñar es vivir. Y encima es gratis, en un mundo donde parece que se está a punto de cobrar por decir “buen día”. Soñar es una forma de mantenerse en pie. Es caminar. Entre pelota y familia, Sergio también soñó con inmortalizar su historia en algunas páginas.
Este libro -aviso importante- no cumple ciertas formalidades de otros libros. La vida de Sergio, al cabo, tampoco cumple con ciertas formalidades de otras vidas. Este libro no es una biografía. Tampoco pertenece a algún género de la literatura. Se escribió sólo para cumplir otro sueño. Nada más. Perdón por las molestias.
Juan Manuel López
“Pobre del que tiene miedo de correr riesgos. Porque ése quizá no se decepcione nunca, ni tenga desilusiones, ni sufra como los que persiguen un sueño”
-Atención, por favor. Aerolíneas informa que el vuelo con destino a Londres…
Una voz femenina anunciaba la partida. Y ese anuncio, formal para el exterior, se transformaba en un mensaje tajante para su interior. La locución era perfecta. No dejaba dudas: los posibles arrepentimientos no tenían más lugar. Quedaban canceladas las renuncias en este presente para cederle el paso a la locura que estaba a punto de iniciarse. ¿Era un delirio? Así se lo habían dado a entender. Era una utopía en el diagnóstico de menor gravedad. Para Sergio Torres, quien no tenía el termómetro que mide a los locos ni a los utópicos, sólo era un sueño. Lo que anheló desde muy chico. Era empezar a caminar por el camino que conduce al Teatro de los Sueños.
El día anterior, en Mar del Plata, familiares y amigos lo despedían sin entender demasiado. Le deseaban suerte porque había que desearle algo, pero acompañando a esas voces existían miradas que imponían desconfianzas. Salían a la luz varios interrogantes, a veces tácitos; otras veces expresados con distintas palabras hasta el cansancio: ¿está bien lo que hace? ¿No es muy arriesgado? ¿Justo él va a hacer esto? Si siempre fue tímido, ¿cómo se animará? Y si le va mal, ¿cómo se va a mantener? ¿Qué comerá? ¿Dónde irá a dormir? ¿No se da cuenta de que ya está grande? ¿Será consciente de lo que intenta llevar a cabo? ¿Enloqueció? Sentía que, a partir de entonces, varias etiquetas definirían su personalidad: loco con altas dosis de locura, loco con bajas dosis, aventurero, inmaduro, soñador. Hasta de imbécil lo catalogarían por algunos rincones. El ya tenía tomada la decisión: como caballo sólo miraría hacia adelante, montando o tratando de soportar los vientos en contra. Aceptaría alientos, una palmada o algún que otro empujón por si se frenaba. El paso atrás tenía el acceso denegado.
Durante más de dos años había juntado billetes con desiguales números para comprarse un pasaje. Ya faltaba poco para que suene la campana de largada, y el sueño estaba a minutos de ponerse en marcha: el avión hacia Inglaterra cargaba combustible, y él se subiría para intentar ser futbolista profesional.
Ese era su mayor anhelo: jugar al fútbol profesionalmente. Y el Reino Unido parecía ser el lugar donde cumpliría lo soñado. El destino que tocó después de barajar. Sergio Torres ya tenía 22 años, y eso le daba a juzgar que ésta podía ser la última ocasión para escalar su montaña y conocer su cumbre. Era algo así como esos planteos fulminantes de todo o nada. Si bien para el reloj cronológico de la vida era muy joven, para el reloj cronológico de la pelota ya era bastante viejo. Y el fútbol, negocio en el que los años se traducen en dinero, no le daría otra oportunidad. Ni siquiera sabía si le daría una oportunidad más. Quería arriesgar porque no había otras medicinas para su enfermedad.
Claro que era difícil hacerlo. La balanza surrealista que suele definir las acciones estaba inclinada casi totalmente para el no: no tenía mucha plata; no tenía un lugar seguro donde vivir; no tenía contactos; no tenía club; no tenía una trayectoria futbolística que lo respalde; no tenía experiencia en la profesión; no tenía condiciones elogiadas por la prensa; no tenía cómo mantenerse; nunca había jugado profesionalmente; no tenía el rótulo de joven promesa (con 22 inviernos ya era un grandulón) y ni siquiera sabía hablar inglés: los cinco años del colegio secundario se había copiado para aprobar la materia porque no le gustaba aprender otra lengua.
Le habían dicho que existe un tren mágico que pasa una sola vez en la vida. Pero en su vida, ese aparato que funciona sobre vías, no se había ni asomado, y ya no estaba dispuesto a esperarlo. Había resuelto ir por su cuenta a buscar a esa locomotora especial. Ir a otro ramal. Optaba por la osada iniciativa y rechazaba el pasivo estancamiento. En alguna otra estación, asumiendo más riesgos, confiaba encontrar ese tren.
Mamá, Mabel Delfina Suárez de Torres, no quería saber sobre la partida de “su nene”. No estaba contenta, le costaba dormir y los miedos la dominaban. Esos miedos, que son también sentimientos, la cegaban cada tanto. El corazón de madre suele reaccionar de esa manera. Son corazones especiales. Unicos. Y son corazones entendibles, motivo por el cual pocas veces reciben condena. Vieja, quedate tranquila que voy y vuelvo en tres semanas, le decía Sergio, comprendiendo y aceptando su dolor. Una frase para calmar al órgano que late. Una mentira para ganar tiempo hasta que ese corazón se acostumbre. Papá, Raúl Oscar Torres, mostraba reacciones similares. Si bien no obviaba que su hijo iría tras el gran sueño, tampoco le resultaba fácil. Ya lo estaba extrañando antes de llegar al Aeropuerto Internacional de Ezeiza… Hermana, Rosana Mabel Torres, tenía una sentencia. “Te doy un mes como máximo en Inglaterra”, le decía y lo justificaba afirmando que su “hermanito”, al que le lleva apenas dos años, era “muy familiero”, que no sabía hacer nada por su cuenta, que en la casa ni siquiera lavaba los platos y por eso volvería pronto. Rosana, con su pronóstico al margen, apoyaba como nadie o como pocos esta iniciativa. Era la fanática número 3, detrás de papá y mamá.
Su última noche en Mar del Plata se dividió en dos partes como primera extrañeza: despedida con familiares (en su casa) y despedida con amigos (en un bar). Las dos fueron muy breves, dado a que había que armar la valija y ultimar detalles para ser un loco consciente. En las dos reuniones hubo un tema común en cada conversación: la locura. Las interrogaciones se repitieron hasta el hartazgo, y las respuestas se ausentaron por escasez de sensatez.
-Te vas a un país distinto, muy lejos, casi sin plata, sin familiares, sin amigos, sin saber el idioma, sin nada- le recordaban a cada minuto, como si él no lo supiera. Los temores estaban en oferta en el supermercado, y cada ser querido parecía haber comprado uno para que sea exportado hacia Londres. No eran días para pensar. O había que pensar en nada.
El corazón debe saber cuestiones que la mente ignora. Es que, a fin de cuentas, muchas de las preguntas que surgían en esas horas no tenían respuestas desde la razón. En Ezeiza, la cabeza de Sergio Torres no era un oasis de la realidad, y también se llenaba de vacilaciones o miedos: cada minuto de espera equivalía a una interrogación que, por lo general, era desalentadora.
Un almanaque cercano a su vista marcaba la fecha de partida: 7 de noviembre de 2003. En un diario de gran tirada (Clarín) se leía que Roberto Lavagna, ministro de Economía, buscaba aumentar el consumo, que se iniciaba la cuenta regresiva para un nuevo River-Boca en el Monumental y que el compromiso del Príncipe de España se llevaba toda la atención en Europa. Nada de eso interesaba en esos segundos… Miraba su pasaporte comunitario, como tratando de encontrar pruebas que sirvan para certificar que iría por su sueño. Y el pasaporte, frío papel, le devolvía lo que ya sabía:
Nombre: Sergio Raúl
Apellido: Torres
Fecha de nacimiento: 11 de julio de 1981
Con una simple valija y con apenas 300 dólares bien escondidos en un bolsillo, Sergio Torres aguardaba en Ezeiza que el avión despegara con destino al Aeropuerto Internacional de Heathrow, en Londres. Su amor por el fútbol era casi lo único que le sobraba, y con lo único que suplía el poco equipaje y el poco dinero que trasladaba hacia el otro continente. Si alcanzaba o era insuficiente ya no estaba en discusión.
Existía otra dificultad, ya aclarada y asumida: no sabía hablar inglés. Los días previos, mientras corría en las carreras de la desorganización, buscó un libro que había usado en el primer año de la secundaria, llamado “The Project one”, y lo metió entre el equipaje. También encontró un diccionario para llevar (siempre sirven, decía). Y el Gusi, uno de sus mejores amigos, apiadado de su carencia lingüística, le escribió en una hoja las frases más importantes que tenía que pronunciar. En su mochila repleta de ilusiones también acomodó un diario de viaje para ir anotando día a día sus aventuras.
En Mar del Plata, la ciudad que lo vio nacer, crecer, sufrir y alegrarse, Sergio Torres repartía sus acciones entre el estudio, el fútbol y el trabajo. Se crió en el paraje El Coyunco, ubicado en la entrada de Sierra de los Padres. Allí, en pleno campo, siempre fue El Patito, el hijo del Pato Torres. Y su futuro parecía ser evidente: trabajar y continuar manteniendo la fábrica de ladrillos, un orgullo familiar, que quedaba a 400 metros de su casa.
En el Quilmes marplatense jugaba a la pelota sólo por diversión. Desde los 6 años ya corría en el club de la avenida Luro, y empezaba así a dejar patente cuál era su verdadera ambición o vocación. También competía en torneos de paddle, escuchaba rock and roll, cumbia (el primer CD que compró fue de Leo Mattioli) y le gustaban los autos por herencia paterna, en la que germina fanatismo por Chevrolet. Era hiperactivo, aunque su verdadera y única pasión era el fútbol. Poco después de empezar a caminar había formado, junto a su padre, un arco con el bidet y el inodoro. Todo para él tenía forma de pelota. Cuando descubrió la televisión era para ver partidos de fútbol. Cuando aprendió a leer era para informarse con revistas de fútbol...
A la fábrica iba siempre. De chico para jugar y de más grande para trabajar. Daba una mano en lo que faltaba: molía arcilla, cortaba, acomodaba y trasladaba los ladrillos, iba a buscar la leña con los camiones, echaba agua a la tierra... El trabajo era sucio y pesado, más en verano, donde los hornos hacían casi insoportable las altas temperaturas. En invierno también era duro porque el galpón estaba abierto, y el frío producía gripes instantáneas. La convivencia con los demás empleados (mayoría de familiares) era muy buena, a pesar de que los días se hacían muy largos. Papá Raúl, socio de la fábrica junto con su padre, su tío y su hermano, le pagaba por hora. Borromeo (como lo llamaba a Sergio por el personaje de Calabromas que siempre se portaba mal) no tenía coronita: cumplía horarios al igual que todos y debía esforzarse a la par de todos. A veces, eso sí, lo veía con una pelota esquivando ladrillos. Era inevitable.
El anhelo de papá Raúl fue siempre que sus hijos estudien para ser contadores. Ninguno le hizo caso. Sergio Torres lo intentó por lo menos. Rindió el examen de ingreso, pero no lo aprobó. Estaba claro: no era lo suyo. Ni siquiera el destino, que a veces actúa con maldad, deseaba que fuera lo suyo.
Tachó el rubro de la contabilidad. El fútbol, si bien no lo había descartado, también le había hecho un par de rayas: se probó en Chacarita y en Vélez, pero no pasó la prueba. Aldosivi y Alvarado, las instituciones más importantes de Mar del Plata, amagaron pero nunca concretaron con sumarlo a sus filas. Entonces, ya un poco cansado de los rechazos, se anotó para estudiar educación física. ¿El motivo? Le agradaban los chicos y los deportes. La profesión parecía ser una combinación ideal de sus gustos, parecidos a los de su hermana, quien buscaba ser maestra jardinera.
Durante los dos primeros años cursó desprovisto de contrariedades. El tercer año de estudio ya se le complicó, y abandonó los libros porque recibió una oferta tentadora: Banfield de Mar del Plata lo llamó para jugar el Torneo Argentino B, una liga amateur del fútbol nacional.
Le ofrecieron 400 pesos ó 400 patacones por mes. El patacón fue una cuasimoneda bonaerense que el Estado utilizaba para pagarles a empleados públicos y proveedores. Eran bonos de emergencia. Era dinero falso, escrito con otras letras; dinero de crisis. Aunque todo un logro: jugaba a la pelota y encima le pagaban. Su vida, durante un año, se fraccionó entre entrenamientos por la mañana y el trabajo en la fábrica durante la tarde. En su cabeza ya se estaba gestando el gran salto. La semilla había sido plantada…
Mientras juntaba dinero también trataba de recolectar jugadas suyas en Banfield, las mejores, para hacer un DVD. Quería, con sus pocos conocimientos tecnológicos, armar un gran video para presentarlo en algún lado, en algún club del exterior o, de última, en la Argentina, pese a que en el ámbito local sería más complicado. Quería ser jugador de fútbol profesional a toda costa, contra cualquier viento, cualquier marea, contra cualquier temblor y contra cualquier voz.
La edad y su personalidad no lo ayudaban para nada: ya tenía 22 años y era bastante tímido para ir al frente o vergonzoso hasta para patear al arco (casi siempre prefería dársela a un compañero cuando le tocaba definir). Sus bondades lo hacían frágil para las decisiones, aunque solito se las fue ingeniando para armar el video lentamente. Tenía que ir despacio, con cinturón de seguridad, sin acelerar tanto para no chocar. Su buen desempeño como mediocampista de Banfield le permitía tener opciones para elegir entre sus humildes destrezas. El pensamiento era simple: total, con probar no pierdo.
La obsesión, con el transcurso de los días, se fue haciendo más grande. Algo, algún sentimiento, le dictaba que se podía llegar a dar. Había visto como una especie de luz que sólo los locos parecen ver. Voces de afuera sostenían que era una novela, linda novela, pero imposible de concretar. ¿Cómo a los 22 años, de la nada, vas a pensar en convertirte en jugador de fútbol profesional?
Con el DVD terminado, y con algo de dinero ahorrado, logró juntarse varias veces con Alejandro Giuntini, marplatense, ex defensor de Boca Juniors, quien tenía “contactos” en Europa. Daba así otro paso correcto y concreto. La incongruencia subía de nivel, y a la pregunta se le agregaba más texto: ¿cómo a los 22 años, de la nada, vas a pensar en convertirte en jugador de fútbol profesional, y encima jugar en Europa?
En una de esas reuniones le alcanzó el video, y le contó que era volante, que podía ser enganche o actuar en cualquier posición del mediocampo, y que priorizaba pegarle con su pierna derecha. Esas imágenes casi monótonas fueron a parar más tarde a Londres, a las manos de Julio Alexaniser, un argentino conocido por Giuntini. Y rápidamente llegaron luego a la casa de Roland, un camerunés representante de futbolistas en Gran Bretaña. La situación parecía tan rara y extravagante como fantástica e increíble: un simple video, editado de manera sencilla por un anónimo, estaba en Inglaterra, pasando de ojo en ojo.
El tal Roland se encargó de ubicar esas reproducciones en varios equipos. La mayoría rechazó el ofrecimiento, como era cantado. A Brighton, de la tercera división inglesa, le gustó. Y aceptaron que Sergio Torres se probara en el club.
Mientras tanto, el Paisa (apodo adoptado en Quilmes, debido a que él era un paisano del campo y no vivía en la ciudad como la mayoría de sus compañeritos) había viajado a buscar suerte en Deportivo Madryn (club ubicado en la Patagonia argentina), que intentaba clasificar al Torneo Argentino B, también de manera amateur. Allí, sin embargo, estuvo apenas dos meses. Giuntini lo llamó para comunicarle que había pique en una de las cañas. Sergio, contento y como pudo, juntando peso por peso en distintos lugares, se financió el viaje hacia el otro continente. A la aventura debía ir, arriesgando una fortuna de plata. Aunque debía ir sí o sí, tratando de no hacer análisis económicos ni sociables.
Sus padres se quedaron helados ante la noticia. No se lo esperaban, ya que Sergio era un chico muy apegado a los suyos, y aún no había demostrado coraje para afrontar distintos inconvenientes. Primero especulaban con que no se animaría, que todo era como un juego infantil, pero rápido fueron descartando esa posibilidad. El temor era gigante. Ya se habían amedrentado y sorprendido cuando su hijo partió hacia Puerto Madryn, y lo vieron dormir en colchones tirados y amontonados en el suelo. En aquel tiempo era tanto el estado de alerta que su padre trataba de ir cada fin de semana hacia el sur para asistirlo de alguna manera. Su madre también viajó.
-¿Qué hacés acá, mamá?
-Vengo a limpiarte un poco.
Sergio Torres, más allá de su sueño con la redonda, buscaba conocer otros mundos y otras culturas, demostrarse que podía valer por sí mismo. Esa era otra de sus luchas.
“¿Para qué te vas a Inglaterra? Acá tenés todo. Está tu casa, tu trabajo, tu plata, tu familia, tus amigos. Allá no tenés nada. Por favor, decime qué más necesitás acá que yo te lo consigo”, le suplicaba el padre para retenerlo.
Sólo necesito un sí de ustedes.
Conseguido el incondicional apoyo de su familia, el Paisa se subió al avión. Una vez llegado a Londres tenía que contactarse con ese tal Roland…
Ocho de noviembre de 2003. El avión aterrizaba en el Aeropuerto Internacional de Heathrow. Bienvenido a Inglaterra. O Welcome to England, ya que tenía que empezar a comprender un poco el nuevo dialecto. Estaba en el Reino Unido, en Gran Bretaña, en Europa, en Londres. Daba igual. El resultado era el mismo: no lo podía creer. De Mar del Plata a Londres. Del “hola che, ¿cómo estás?” al “hello, nice to meet you” (hola, gusto en conocerte). El camino, que tantas veces recorrió mientras dormía, ya lo estaba transitando despierto.
Su escaso manejo del idioma lo silenció, y lo dejó sin saber cómo actuar en ese arribo a la tierra ignota. Era presumible. Por suerte, un cartel con su apellido le reducía sus problemas: a la salida del aeropuerto, un hombre sostenía una pancarta en la que se leía TORRES. El Paisa se acercó con cierto pavor. Trató de entender qué le quería decir ese hombre morocho con extraño acento. Pero no hubo caso: su inglés era espantoso.
Lo único que sé decir son los colores o my name is Sergio. No me sirve para nada. Soy un desastre. Esto me pasa por no haber prestado más atención en el colegio. También me aclararon que ante cada presentación diga “hello, nice to meet you”.
Sergio Torres tenía un as de espada para estas circunstancias: hacer uso del idioma universal de los ojos. Siempre le daban una mano en estos casos. Sabía que en los ojos permanecen escondidas decenas de palabras y decenas de sentimientos entendibles para cualquier ser humano, sin importar nacionalidad, y que las miradas son propensas a construir puentes indestructibles de conceptos que se trasladan y terminan llegando a destino. Solía especular con que son pocas las cuestiones que se pueden ocultar cuando se miran dos pupilas. “Para conocer a una persona no hace falta mucho más que mirarla a los ojos”, alegaba su papá en El Coyunco. También sabía que las señas, como complemento en esta batalla idiomática, auxilian para terminar formando una dupla letal. Sergio Torres puso en práctica estas dos variantes que suelen entenderse como una gran delantera. Así comprendió que tenía que aguardar durante al menos diez minutos en un rincón. ¿Para qué? Bueno, aún no lo sabía con tanta exactitud…
¿Quién será este tipo? ¿Será un simple taxista que me llevará a encontrarme con Roland? ¿Y si me cobra mucho? ¿Cómo lo pago? ¿Seré yo el Torres del cartel? Y si no soy yo, cagamos.
El hombre, desconocido en esos minutos, intentó explicar qué estaban haciendo allí, pero Sergio no descifraba ni un poco de lo poco que le decía. En ese lapso de diez minutos llegó Julio Alexaniser, el argentino conocido por Alejandro Giuntini. Al oír un lenguaje familiar suspiró…
-El es el Roland del que te hablaron.
No sé por qué no empezamos por ese detalle. Me decía el nombre y listo. No tenía que romperme el bocho pensando quién era.
-Es tu representante acá en Inglaterra. Es camerunés. Y es el que te va a acompañar en las pruebas, el que te va a ayudar en lo que necesites. (...) Te vas a ir con él en su auto hasta su casa. No te preocupes que no pasa nada. Como en su auto entran dos personas solamente, yo me voy a tomar el tren y nos encontramos luego así seguimos hablando, y nos vamos organizando, ¿te parece?- le explicó Julio. Sergio aceptó, con cierta suspicacia. Otra no le quedaba…
Tras una hora y media de viaje entraba a la casa de Roland. Ya estaba oscureciendo, y eso le prohibió observar el vecindario. Quería aprovechar al máximo lo que estaba viviendo. No perderse detalle. Si la vida es una acumulación de momentos, sentía que debía sacarle el suficiente provecho a este presente para luego no lamentarse en otro futuro. Treinta minutos después arribó Julio Alexaniser, y le describió cómo era su situación, cómo tenía que comportarse y cuáles serían los pasos a seguir:
-Esta es la segunda casa de Roland, donde viven sus dos hermanos. Uno está casado. También viven dos amigos más. Vos vas a permanecer acá. (...) La prueba, como sabrás, empieza la semana que viene. (…) Yo te dejo con ellos y me voy a mi casa, que es al norte de Londres, bastante lejos de acá. Quedate tranquilo que nos mantenemos en contacto por cualquier cosa. Tratá de relajarte que todo saldrá bien.
Inmediatamente, tras la ilustración de Julio Alexaniser, aparecieron los integrantes del hogar: todos cameruneses y ninguno sabía hablar ni siquiera un poquito en español. Entre ellos, por si fuera poco, dialogaban en francés.
Menos mal que no tengo que pagarme una pensión o un hostel para dormir. Así voy a poder mantenerme unos días más en Europa. No sé cuánto tiempo podré aguantar acá. Esta casa es rara. Seis cameruneses y yo. Y no entiendo lo que dicen. Ya sé, no todo puede ser perfecto.
Sergio Torres se presentó sin emitir mucho sonido, aunque lo hizo con gran deferencia (hello, nice to meet you), tal como le habían enseñado sus padres. Como ya era tarde, Roland lo acompañó hasta el primer piso para señalarle dónde estaba su nuevo dormitorio. El Paisa le prestaba bastante atención a los pormenores, pero el cansancio ya se había adueñado de sus actos y decidió descansar.
Yo pensé que iba a estar solo en esa pieza, pero como una hora después empiezo a sentir que se me mueve la cama…
Uno de los chicos cameruneses entró a la habitación, se acostó al lado mío y ahí nomás me dijo “correte”, o algo así. “Correte que yo me acuesto acá también”. Me llevé un cagazo enorme. Temblé como loco. No reaccioné porque era muy visitante y porque me agarró un miedo que me paralizó. Después, encima, se quedó en la cama conmigo. Me quería matar. No lo podía creer y tampoco lo podía sacar. Ahí me di cuenta que tengo que dormir con él, y que todos los días voy a tener que dormir con él. Para colmo no tiene ni una buena: es gordo, peludo y ronca como loco.
Me acosté mirando hacia la ventana, con mucho temor, y preguntándome ¿quién me mandó venir acá? ¿Qué hacía ahí durmiendo con ese negro? Si estaba bien en la Argentina… Gracias a Dios no me faltaba nada, tenía trabajo, laburaba bien con mi viejo en la fábrica, estaba con mi familia, con mis amigos.
No pude pegar un ojo en toda la noche. Por las dudas, por varias razones…
La preocupación, que antes se disimulaba o se ignoraba, estaba ahora bien a la vista y la manifestaba en su bitácora de viaje. Esa primera noche, en la que no movió ni una pestaña, lo había puesto mal. El miedo, ese sentimiento indomable, enardecía: ¿quiénes serán estos cameruneses? ¿Y si me hacen algo? Las sospechas se anteponían ante cualquier planteo: ¿y si todo esto es una gran mentira? La congoja, para no quedarse atrás en la fila de los disgustos, también se agrandaba y se repetía: ¿qué hago yo acá si allá estaba bien?
Sergio Torres no estaba bien en su Mar del Plata: estaba conforme sería la definición más precisa. Y la conformidad no era equivalente a la felicidad. Su alma no estaba llena. En Mar del Plata caminaba por una ruta cómoda, sencilla, a la que estaba acostumbrado, la que le habían designado. Caminaba sabiendo que tendría una vida normal, que no sufriría grandes sobresaltos, que “el que dirán” no se ocuparía de su persona. Caminaba por ese camino en el que iba a plantar un árbol, escribir un libro y tener un hijo. Caminaba teniendo la aburrida sensación de saber lo que se aproxima. Y así se estaba perdiendo lo que realmente amaba y buscaba: ser profesional jugando al fútbol.
El Paisa, como si fuera su propio abogado defensor, resaltaba que no son pocos los que piensan que hay que vivir como se siente y se quiere, no como convenga. Simplemente porque el trayecto es corto y carece de rotondas. Desde que se subió al avión había priorizado la capacidad de sentir antes que otras capacidades o conformidades. Lo tenía muy asumido: cada adversidad había que tratar de superarla. Guiarse por el corazón porque, a veces, pensar era contraproducente.
Diario de viaje del 9 de noviembre
Como llegué muy tarde a la casa, el barrio no lo conocía mucho aún. Estoy en Norbury, un pueblito que está como a 50 kilómetros del centro de Londres. Hoy tenía sueño porque no había pegado un ojo durante la noche. Con el negro que se me acostó al lado era dificilísimo hacerlo. Pero, a pesar de mi agotamiento, salí a caminar por este mundo distinto. Me pareció rarísimo este lugar. No vi una persona de tez blanca en toda la zona. Encima, con mi pelo largo y rubio, sentí que me miraban como sapo de otro pozo. Yo no soy racista ni mucho menos, pero me shockeo un poco ver todos negros en el barrio. Y a ellos supongo que les habrá llamado la atención ver a un rubio con pelo largo…
El trámite no estaba saliendo tal cual como había planeado. Mejor, por un lado: los planes exactos suelen impedir momentos de felicidad. Su vida era un conjunto de hechos impensados. Entonces –analizaba- era una estupidez querer que todo sea previsible. Había acordado con su interior no deprimirse más de lo que ya se deprimía. Si en el presente tenía que padecer, en el futuro tal vez podía alegrarse. Buscaba hacer foco sólo en su objetivo. En su sueño. En esperar la chance. Siempre esperar, una y otra vez.
En definitiva, de eso creía que se trataba. Consideraba que gran parte de la estadía en esta tierra consiste en “esperar”. Se espera cumplir un sueño, se esperan las vacaciones, se espera un amor, se espera una evolución, se espera un mejor trabajo o un aumento. Dependía de él que esa espera sea más breve o más llevadera.
“La vida es una gran sala de espera”
(10 años después, Los Rodríguez)
Con el paso de las horas, Sergio Torres sacaba conclusiones a cada instante. Se acordaba en esos lapsos de auto-análisis de la letra de temas musicales que había escuchado en su Argentina para anotarlos y remarcarlos con su birome. No había semáforos rojos en algunos puntos: el camino había que intentar peregrinarlo con la alegría de ir, y nunca con la urgencia de concluir.
Pero a veces, estaba claro, tenía que pisar decenas de espinas: el cielo empezaba a oscurecer a las cuatro de la tarde, y el frío congelaba hasta un infierno. En la casa, el aburrimiento era mayúsculo. Durante las noches leía libros en inglés para comprender más el idioma. Durante las mañanas veía televisión para también familiarizarse con el lenguaje. Todavía entendía muy poco, casi nada. Con los integrantes de la casa (or the house) casi no tenía diálogo. Sólo uno de ellos se acercaba para conversar: un camerunés que se parecía a Fido Dido, el muñeco de Seven Up con los pelos parados. Era simpático y trataba de ayudarlo, pero la barrera del idioma complicaba las buenas intenciones.
La comida es otro tema. Comen arroz blanco con porotos rojos todos los santos días. Algún que otro día lo intercambian con un poco de pasta, pero nada más. En la heladera muchas opciones no hay, escribía Sergio en su bitácora, resaltando su cambiante fastidio.
El gran día por fin amanecía: lunes, comienzo de la semana, de los entrenamientos y de la prueba. Era tiempo de demostrar que tenía condiciones para ser un jugador profesional. Era tiempo de matar al tiempo con lo que le gustaba hacer. O, directamente, era tiempo de exhibir su caradurismo a la máxima expresión. Hasta este punto del recorrido, su estadía en Inglaterra no le había regalado sonrisas. Pero si miraba para atrás y veía todo malo, también tenía la opción de mirar hacia adelante...
Como el predio quedaba lejos, Roland lo alcanzó con su auto lujoso, un Coupé Mercedez.
Cómo me gustaría manejar esta máquina. Algún día se lo voy a pedir, hablando como pueda con mi inglés horrible. Igual, por más que logre pronunciar bien la pregunta, me parece que me va a sacar cagando.
Una hora y media tardaron en llegar a la dirección indicada, donde practicaba Brighton, equipo que peleaba por ascender a la segunda división del fútbol inglés (conocida como la Championship). El día no ayudaba: lluvia, viento y mucho frío. La novela, justamente, distaba de ser perfecta.
No bien se bajaron del vehículo aguardaron en una cantina hasta que ingresara el manager, Mark McGhee, quien finalmente apareció algunos minutos después. Enseguida se lo presentaron al Paisa, quien sólo atinó a decir “hello, nice to meet you”, una frase que ya tenía bien incorporada a su vocabulario, y que era su tarjeta de presentación.
En el vestuario, mientras varios de los jugadores se acercaban a darle una trivial bienvenida, otros preferían ignorarlo. El, en cambio, a cada uno le devolvía como respuesta o como saludo un reticente “hello”. El ambiente parecía simpático, pese a que las miradas que hablan el idioma universal discernían de la apreciación: esa sensación fue confirmada cuando se dio cuenta de que estaba en el vestuario que ocupaban los más experimentados del plantel. Qué boludo, empecé con el pie izquierdo, musitó. Y apresuradamente se mudó al otro sector, donde se cambiaban los más jóvenes y los que estaban a prueba, como era su caso.
Es un lugar increíble. El predio de entrenamiento de Brighton es fantástico. Las canchas son hermosas, todas con un pastito increíble. Hay cuatro campos de juego que son excelentes. La verdad es que no lo puedo creer.
Durante ese primer día de prueba hubo ejercicios físicos, trabajos con pelota (siempre estuve atrás en la fila porque no entendí nada de lo que dijeron los profes, agregaba en su bitácora) y 30 minutos de fútbol, lo más esperado, pese a que tendría sus dificultades…
Diario del 17 de noviembre de 2003