2,99 €
En busca del tiempo perdido o —de acuerdo con otras traducciones— A la búsqueda del tiempo perdido (À la recherche du temps perdu, en francés) es una novela de Marcel Proust, escrita entre 1908 y 1922 que consta de siete partes publicadas entre 1913 y 1927, de las que las tres últimas son póstumas. Es ampliamente considerada una de las cumbres de la literatura francesa y universal.Más que del relato de una serie determinada de acontecimientos, la obra se mete en la memoria del narrador: sus recuerdos y los vínculos que crean, de ahí que el título no sea El tiempo perdido (como era El paraíso perdido de Milton), sino En busca del tiempo perdido.Las siete partes son:Por el camino de Swann (editado por la editorial Grasset en 1913, a cuenta del propio autor, y luego en una versión modificada en la editorial Gallimard en 1919). "Por el camino de Swann" fue incluida en la serie Great Books of the 20th Century ("Grandes libros del siglo XX"), publicada por Penguin Books.A la sombra de las muchachas en flor (1919, editorial Gallimard; premiado con el Goncourt ese mismo año)El mundo de Guermantes (en dos tomos, editorial Gallimard 1921–1922)Sodoma y Gomorra (en dos tomos, editorial Gallimard, 1922–1923)La prisionera (1925)La fugitiva (1927, a veces llamada Albertine desaparecida)El tiempo recobrado (1927).
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Veröffentlichungsjahr: 2017
Marcel Proust
En busca del tiempo perdido
7
Por otra parte, no tendría por qué extenderme sobre aquella estancia mía cerca de Combray, y que quizá fue el momento de mi vida en que menos pensé en Combray, a no ser porque, precisamente por esto, encontré allí una comprobación, siquiera provisional, de ciertas ideas que antes tuve sobre Guermantes, y también de otras ideas que tuve sobre Méséglise. Todas las noches reanudaba, en otro sentido, nuestros antiguos paseos a Combray, cuando íbamos todas las tardes por el camino de Méséglise. Ahora comíamos en Tansonville a una hora en que antes, en Combray, llevábamos ya mucho tiempo durmiendo. Y como era la estación estival y, además, porque, después del almuerzo, Gilberta se ponía a pintar en la capilla del castillo, no salíamos de paseo hasta unas dos horas antes de la comida. El deleite de antaño, ver, al regreso, cómo el cielo de púrpura encuadraba el Calvario o se bañaba en el Vivonne, lo sustituía ahora el de salir de noche, cuando ya no encontrábamos en el pueblo más que el triángulo azulado, irregular y movedizo de las ovejas que volvían. En una mitad de los campos se ponía el sol; en la otra alumbraba ya la luna, que no tardaba en bañarlos por entero. Ocurría que Gilberta me dejaba caminar sin ella, y yo me adelantaba, dejando atrás mi sombra, como un barco que sigue navegando a través de las superficies encantadas; generalmente me acompañaba. Estos paseos solían ser mis paseos de niño: ¿cómo no iba a sentir más vivamente aún que antaño camino de Guermantes el sentimiento que nunca sabría escribir, al que se sumaba otro, el de que mi imaginación y mi sensibilidad se habían debilitado, cuando vi la poca curiosidad que me inspiraba Combray? ¡Qué pena comprobar lo poco que revivía mis años de otro tiempo! ¡Qué estrecho y qué feo me parecía el Vivonne junto al camino de sirga! No es que yo notase grandes diferencias materiales en lo que recordaba. Mas, separado de los lugares que atravesaba por toda una vida diferente, no había entre ellos y yo ninguna contigüidad en la que nace, incluso antes de darnos cuenta, la inmediata, deliciosa y total deflagración del recuerdo. Seguramente, sin comprender bien cuál era su naturaleza, me entristecía pensar que mi facultad de sentir y de imaginar debía de haber disminuido, puesto que aquellos paseos ya no me deleitaban. La misma Gilberta, que me comprendía menos aún de lo que me comprendía yo mismo, aumentaba mi tristeza al compartir mi asombro. «Pero ¿no le hace sentir nada –me decía– tomar ese repecho que subía en otro tiempo?» Y ella misma había cambiado tanto que ya no me parecía bella, que no lo era ya en absoluto. Mientras caminábamos, veía cambiar el paisaje, había que subir cuestas, bajar otras. Gilberta y yo hablábamos, muy agradablemente para mí. Pero no sin dificultad. Hay en tantos seres varias capas diferentes: el carácter del padre, el carácter de la madre; atravesamos una, luego la otra. Pero al día siguiente ha cambiado el orden de superposición. Y al final no se sabe quién distribuirá las partes, de quién podemos fiarnos para la sentencia. Gilberta era como esos países con los que otros países no se atreven a aliarse porque cambian demasiado a menudo de gobierno. Pero en el fondo es un error. La memoria del ser más sucesivo establece en él una especie de identidad y le hace no querer faltar a unas promesas que recuerda, aun en el caso de no haberlas firmado. En cuanto a la inteligencia, la de Gilberta, con algunos absurdos de su madre, era muy viva. Pero, y esto no afecta a su valor propio, recuerdo que, en aquellas conversaciones que teníamos en el paseo, varias veces me causó gran extrañeza. Una de ellas, la primera, diciéndome: «Si no tuviera usted mucha hambre y si no fuera tan tarde, tomando ese camino de la izquierda y girando luego a la derecha, en menos de un cuarto de hora estaríamos en Guermantes». Es como si me hubiera dicho: «Tome a la izquierda, después a la derecha, y tocará lo intangible, llegará a las inaccesibles lejanías de las que, en la tierra, no se conoce nunca más que la dirección, que el “hacia”» –lo que yo creí antaño que podría conocer solamente de Guermantes, y quizá, en cierto sentido, no me engañaba–. Otra de mis sorpresas fue ver las «fuentes del Vivonne», que yo me figuraba como algo tan extraterrestre como la Entrada a los Infiernos, y que no era más que una especie de lavadero cuadrado del que salían burbujas. Y la tercera fue cuando Gilberta me dijo: «Si quiere, podremos de todos modos salir un día después de almorzar y podemos ir a Guermantes, yendo por Méséglise, que es el camino más bonito», frase que, trastrocando todas las ideas de mi infancia, me enseñó que uno y otro camino no eran tan inconciliables como yo creía. Pero lo que más me chocó fue lo poco que, en aquella temporada, reviví mis años de otro tiempo, lo poco que deseaba volver a ver Combray, lo estrecho y feo que me pareció el Vivonne. Mas cuando Gilberta comprobó para mí algunas figuraciones mías del camino de Méséglise, fue en uno de aquellos paseos, nocturnos al fin aunque fuesen antes de la comida –¡pero ella comía tan tarde!–. Al bajar al misterio de un valle perfecto y profundo tapizado por la luz de la luna, nos detuvimos un instante, como dos insectos que van a clavarse en el corazón de un cáliz azulado. Gilberta, quizá simplemente por una fina atención de ama de casa que lamenta nuestra próxima partida y que hubiera querido hacernos mejor los honores de esa región que parecemos apreciar, tuvo entonces una de esas palabras con las que su habilidad de mujer de mundo sabe sacar partido del silencio, de la sencillez, de la sobriedad en la expresión del sentimiento, haciéndonos creer que ocupamos en su vida un lugar que ninguna otra persona podría ocupar. Derramando bruscamente hacia ella la ternura que me embargaba por el aire delicioso, por la brisa que se respiraba, le dije:
Lesen Sie weiter in der vollständigen Ausgabe!
Lesen Sie weiter in der vollständigen Ausgabe!
Lesen Sie weiter in der vollständigen Ausgabe!