El triángulo de invierno - Julia Deck - E-Book

El triángulo de invierno E-Book

Julia Deck

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A las novelistas las vi en las revistas que hay en las salas de espera, en las páginas de Madame Figaro. Se las ve abriendo las puertas de sus salas de estar en París, posando en sus escritorios, delante de la biblioteca, en el fondo de sus bañeras de esquina, donde chapotean para encontrar inspiración. Cansada de una vida rutinaria, desbordada por las deudas y sin mayor proyección que un nuevo trabajo precario, la joven protagonista de esta historia decide –en medio de una entrevista con su consejera laboral– cambiarse el nombre. De ahora en adelante se llamará Bérénice Beaurivage, como la novelista interpretada por Arielle Dombasle en una película de Éric Rhomer. Sumado a que su parecido con la actriz es sorprendente, ser novelista es un empleo mucho más atractivo que cualquiera de los que le propone la consejera laboral. ¿Por qué no habría de cambiar entonces su identidad? Para iniciar su nueva vida se muda de Le Havre a Saint-Nazaire, donde conoce al Inspector: el flechazo es mutuo. Pero a medida que pasan los días se hace más difícil sostener la mentira, a lo que se suma la aparición de la bella periodista Blandine Lenoir, también interesada en el Inspector y quien rápidamente sospecha de la joven protagonista. Julia Deck construye una novela hipnótica, tan apasionante como triangular: tres son los amantes, tres los puertos que recorre la protagonista –y que también debieron construirse una nueva identidad luego de la Segunda Guerra Mundial– y tres son las estrellas del Triángulo de Invierno, una figura que a esta escritora, sin ninguna duda, le calza a la perfección.

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EL TRIÁNGULO DE INVIERNO

Julia Deck

A las novelistas las vi en las revistas que hay en las salas de espera, en las páginas de Madame Figaro. Se las ve abriendo las puertas de sus salas de estar en París, posando en sus escritorios, delante de la biblioteca, en el fondo de sus bañeras de esquina, donde chapotean para encontrar inspiración.

Cansada de una vida rutinaria, desbordada por las deudas y sin mayor proyección que un nuevo trabajo precario, la joven protagonista de esta historia decide –en medio de una entrevista con su consejera laboral– cambiarse el nombre. De ahora en adelante se llamará Bérénice Beaurivage, como la novelista interpretada por Arielle Dombasle en una película de Éric Rhomer. Sumado a que su parecido con la actriz es sorprendente, ser novelista es un empleo mucho más atractivo que cualquiera de los que le propone la consejera laboral. ¿Por qué no habría de cambiar entonces su identidad?

Para iniciar su nueva vida se muda de Le Havre a Saint-Nazaire, donde conoce al Inspector: el flechazo es mutuo. Pero a medida que pasan los días se hace más difícil sostener la mentira, a lo que se suma la aparición de la bella periodista Blandine Lenoir, también interesada en el Inspector y quien rápidamente sospecha de la joven protagonista.

Julia Deck construye una novela hipnótica, tan apasionante como triangular: tres son los amantes, tres los puertos que recorre la protagonista –y que también debieron construirse una nueva identidad luego de la Segunda Guerra Mundial– y tres son las estrellas del Triángulo de Invierno, una figura que a esta escritora, sin ninguna duda, le calza a la perfección.

 

 

Afiche de la película El árbol, el alcalde y la mediateca (1993), de Éric Rohmer.

El triángulo de invierno

JULIA DECKTraducción de Magalí Sequera

Índice

CubiertaSobre este libroPortadaEpígrafeLe Havre (principios de diciembre)Saint-Nazaire (diciembre)Marsella (principios de enero)París (enero-febrero)Le Havre (febrero-diciembre)Sobre la autoraPágina de legalesCréditos

Quien oculta una columna comete una falta. Quien hace una falsa columna comete un crimen.

AUGUSTE PERRET,Contribución a una teoría de la arquitectura

Bérénice Beaurivage. Le doy vueltas y más vueltas y no le veo nada que me haga dudar. Sí, este nombre me calzaría a la perfección, piensa ella girando hacia la ventana que enmarca una calle lúgubre. Rectángulo en el que, si se insiste un poco, se distingue el borde de la vereda plantado con postecitos terminados en esferas, un paralelogramo de calzada desierta y la fachada amarillenta del edificio de enfrente. Y luego la mirada descansa obstinadamente en el zócalo.

–Señorita, deje de contemplar el tomacorriente.

Bérénice Beaurivage, basta con pronunciar ese nombre y enseguida se abre la perspectiva, se ensancha el horizonte.

–Señorita, abra los ojos. Parece dormida.

Voy a elegir este nombre. Lo voy a adoptar, me lo voy a apropiar, lo voy a lucir bajo todas sus letras, me voy a transformar por completo en la mujer que sugieren esos sonidos.

–Señorita, le estoy hablando.

Aflora una pequeña molestia. Porque ese nombre no lo inventé, le pertenece a otra, aunque por así decirlo, a medias. Mi nombre lo usa una actriz de una película de Éric Rohmer, Arielle Dombasle, que interpreta el papel de la novelista Bérénice Beaurivage.

–Mire, señorita, hace tres meses que viene para una entrevista individual. Al principio fui comprensiva, porque su última experiencia laboral no fue muy buena, luego le encontré unos avisos, propuestas de formación, y usted se hizo la difícil. Pero va a tener que poner algo de su parte, mostrar más creatividad, capacidad de adaptación, porque sin título, ni cualificación, no crea que va a llegar a ministra.

Novelista. Una actividad atractiva. Mucho más que los puestos que propone la consejera laboral.

–Muy bien, señorita, hice todo lo que pude. Como no quiere saber nada, voy a llamar a mi superior. Monsieur Geulincx, ¡venga, por favor!

A las novelistas las vi en las revistas que hay en las salas de espera, en las páginas de Madame Figaro. Se las ve abriendo las puertas de sus salas de estar en París, posando en sus escritorios, delante de la biblioteca, en el fondo de sus bañeras de esquina, donde chapotean para encontrar inspiración.

–Sí, Solange, ¿qué puedo hacer por usted?

Las novelistas no saben lo que es madrugar para viajar en horrorosos transportes públicos. Se levantan a la hora que quieren, se pasean bajo las volutas de largos cigarrillos en busca de la palabra perfecta, de la mejor frase, y así transcriben lo que se les ocurre en bellas libretas encuadernadas en cuero.

–Se trata de la señorita, monsieur Geulincx. Ya la citamos la semana pasada.

–Sí, lo recuerdo. Un caso difícil con el agregado de la falta de motivación.

Ser novelista no puede ser tan complicado cuando una ejerció, como yo, muchos oficios con creatividad y capacidad de adaptación.

–Exacto, monsieur Geulincx, ya intenté todo con ella, el acompañamiento personalizado, talleres, prácticas de inserción. Ya me esforcé lo suficiente.

Con los oficios, ya intenté lo suficiente,

–Señorita, es necesario que se ubique o tendremos que cortarle el estipendio y va a terminar cobrando el supuesto subsidio extraordinario por desempleo, en realidad va a terminar en la calle, sí, señorita.

en oficinas, en tiendas, para vivir una vez más en una nueva piel.

–Realmente no se puede sacar nada de ella. Pero Solange, la verdad es que lo que más me preocupa es ese asunto del acoso.

–Absolutamente, monsieur Geulincx. ¡Amenazar al jefe de sección con un utensilio y la probabilidad de que vuelva a encontrar un empleo en el rubro después de eso!

Basta con tener algunas características similares a las de la actriz Arielle Dombasle,

–Tiene razón. Con esos antecedentes, sería mejor que se fuera de Normandía.

estar segura de mí misma en cualquier circunstancia, y también un cuerpo grácil, una larga cabellera rubia,

–Bueno, no hay nada que hacer, cierre la ventanilla. Y a usted, señorita, no la quiero ver más en esta oficina, usted no tiene remedio.

lo que es un hecho.

LE HAVRE (PRINCIPIOS DE DICIEMBRE)

 

 

 

 

 

La señorita volvió a su hogar en la atmósfera suave y celeste de las cinco de la tarde. Pasó por los bassins du Commerce, du Roi y de la Manche para llegar al quai de Southampton, donde se detuvo al pie del conjunto de edificios frente a la terminal de cruceros. Encajada en la desembocadura del río como el diente de un tenedor, la punta de Florida recibe los buques de pasajeros que hacen escala. Mientras la mujer cumplía con su cita en la agencia de empleo, llegó un barco. Es un crucero moderno, trescientos metros de largo y diez pisos que se alzan sobre el agua tranquila. Unas cuatro mil personas deben de circular por estas superestructuras, pero la pared brillante no deja adivinar nada de ese ajetreo, totalmente ajeno a la ciudad que se extiende más allá del muelle.

Ella escuchó en los noticieros que, cuando naufraga un crucero, las parejas sobrevivientes presentan una tasa de divorcio bastante más alta que el promedio. Como lo había comentado el periodista, este fenómeno se explica porque la gente tiende a pisotear a los demás para salvarse el pellejo. La señorita no está expuesta a ese tipo de problemas –es el anverso de su medalla–, sube sola los dos pisos del monoambiente donde también vive sola, tan desligada de la tierra firme como los pasajeros del navío. Este le tapa la vista desde su puerta ventana, que ahora da a una grilla de ojos de buey.

La arquitectura del monoambiente, hecho con ángulos rectos, equipos funcionales y ventanas verticales, es testigo de un estilo que predominaba en la época de la Reconstrucción. En cuanto al piso, exhibe las marcas de un desastre más reciente: libros de la mediateca aplastados en el suelo, envases de yogur, envoltorios de comidas preparadas, papel absorbente, esmalte de uñas, algodón hidrófilo, hisopos, es un asco, qué carajo importa.

Hay una banqueta orientada hacia el estuario. La señorita duerme ahí, a veces a la tarde, acunada por el balanceo del agua y las nubes. Sería mejor que respondiera a las ofertas de la agencia de empleo. Urge encontrar un nuevo trabajo. Las cartas que se amontonan en su buzón se lo recuerdan todos los días, facturas pendientes, buenos recuerdos del fisco, acreedores que no tardarán mucho en tomar medidas en caso de que ella no regularice su situación. Pero la señorita ya no abre su correo.

Observa el crucero, llamado Sirius según las letras gigantes pintadas en la proa (Alpha Canis Majoris, dirá el Inspector). El casco refleja los últimos rayos rosados y amarillos mientras se van iluminando una a una las cabinas, los pasajeros se preparan para cenar en uno de los ocho restoranes del barco, para entretenerse cerca del bar o gastarse tres salarios mínimos en la ruleta.

Decenas de cruceros acostan bajo su ventana. Pasan por ahí dos o tres por semana, a veces los mismos, porque los barcos –como los trenes en el campo, los aviones en el cielo– no tienen una presencia ilimitada en el mar. Van y vienen, se resguardan por un rato y luego retoman su ruta, así que este puede haber venido a descansar ante sus ojos hace unos días o unos meses.

Como si le disgustara la idea, cierra las cortinas, que enseguida le tapan la vista con un carraspeo de chatarra, va hasta la pequeña cocina, donde llena la pava eléctrica y pulsa el interruptor que está en el asa. Hurga en la alacena en busca de alguna cosita para picar, descubre un paquete de magdalenas de marca Saint-Michel, la “verdadera receta con huevos extrafrescos”. Epa, no recuerdo haberlo comprado, pero mi memoria es un colador. En cuanto el aparato empieza a hervir, pone el interruptor en off, escalda la tetera y le arroja una lluvia de hojas enrolladas en bolitas. Mientras vigila el segundero del reloj de pared, desliza una mirada hacia la ventana de la cocina. Desde ese ángulo, el crucero aparece por la parte trasera, aplanada para ofrecer una superficie máxima para los ojos de buey y aumentar la rentabilidad del navío. Algunos pasajeros toman aire en las crujías, ella sigue distraídamente sus trayectorias mientras la infusión reposa y vuelve a sentarse en la banqueta con la taza en la mano derecha y una magdalena en la izquierda.

Primero el té o la magdalena. Humedecer las papilas para mejorar lo esponjoso o morder la masa abombada de agradable color amarillo anaranjado. Parece un detalle sin importancia, pero es delicado, esa clase de decisiones orienta el futuro. Primero, probar la magdalena. Sí, es más lógico. Deja la taza, abre la boca y se detiene. No, remojarla. Recupera el té, está a punto de sumergirla. Ya no sabe. Gira alternativamente hacia la taza y hacia la magdalena y les dirige su más bella mirada de medusa. Pero los objetos se resisten a ese interrogatorio y, por despecho, termina vertiendo el contenido de la taza en la maceta de una pequeña palmera y engulle una tras otra casi todas las magdalenas.

Una lluvia de migas le cae sobre el pantalón deportivo y entre los pies, donde están esparcidos los restos, botones, bulones, tapones, una lapicera azul sin tapa.

Bérénice Beaurivage.

Revuelve sus cosas, exhuma una libreta decorada con estrellas brillantes. Unas finas rayas celestes esperan el momento de guiar la escritura a través de las páginas, y ella, prudentemente, la abre en la tercera, ya que ha notado que suele ser mejor no empezar por el principio.

Luego, solo hay que ponerse a. Masticar la punta de la lapicera, alzar los ojos hacia el techo, bosquejar un atisbo de idea, transcribirlo antes de darse cuenta de que es demasiado tonto. Tachar tres palabras, volver a empezar. Volver a preparar té, volver a pasar frente al crucero, que sigue obstruyendo el campo visual, liberar la mente de pensamientos negativos, volver a escribir tres palabras mientras se piensa Después de todo, hay que avanzar, lo corregiré más tarde. Volver a leer esas tres palabras, tacharlas con fuerza, la hoja se rompe.

Qué rabia me da, resuelve cerrando la tapa con brillantes. Traga una última magdalena y va hasta la ventana para contar el número de puentes en el crucero (11), el número de ojos de buey por puente (55), luego los multiplica para llegar a 605: hay al menos 605 cabinas en esta ratonera flotante de turistas.

La aritmética apacigua. Tranquiliza tanto que ella ha ido desarrollando sus dones. Por un lado, fue por esa cualidad por la que la contrataron en la tienda de electrodomésticos Darty en el mes de mayo; por el otro, porque al responsable de tienda ella le gustaba mucho. Este había dicho que la joven rubia estaría muy bien para el puesto después de una entrevista de quince minutos en la que solo él había hablado, mientras la señorita se cuidaba de interrumpirlo. Ella solo había aclarado que no tendría ningún problema con los stocks, sabía contar. Y se las arregló más o menos durante dos meses. Había abierto el local casi puntualmente, había vendido un poco menos de ollas a presión y robots de cocina que su cupo, pero el stock estaba en perfectas condiciones, y el responsable había declarado que esa bella persona tenía futuro, solo había que darle tiempo para que incorporara las bases del comercio y los rudimentos de los buenos modales.

Entonces terminó el período de prueba y se planteó la cuestión de las vacaciones. Se acercaba el verano, el aire se hacía más cálido, y ella no pensaba pasarse el día bajo las luces de neón del local, quería ver el mar por las tardes. Pero cuando comentó sus planes al jefe de sección, monsieur Baridou dijo No. No, señorita, usted no puede tomarse vacaciones en verano, son vacaciones escolares y usted no tiene hijos; de todas maneras madame Bloquet y monsieur Piton, que sí los tienen, ya me dieron sus fechas, así que es demasiado tarde, usted se las tomará en noviembre, como todos los solteros.

Pero resulta que en ese momento la señorita acababa de hacer una demostración para una señora gorda que buscaba una batidora, y que finalmente no había comprado nada. Ella seguía con el utensilio en la mano y de pronto se lo blandió en la cara al jefe de sección. Con el volumen al máximo, gritó ¿Está seguro, monsieur Baridou? ¿Seguro que no me puedo ir en verano? Y acercándose más, prosiguió Porque yo sí creo que me voy a tomar esas vacaciones y la prueba es que se puso pálido, sí, monsieur Baridou, está entrando en razón, se está acordando de que aquí tenemos igualdad de derechos, etcétera, y me tomaré las vacaciones cuando yo quiera, faltaba más.

La situación se había complicado. Alertadas por el runruneo prolongado del aparato, las vendedoras de la sección de belleza vinieron a ver qué estaba pasando. Claro que monsieur Baridou no les caía muy bien ni a Sylvie ni a Mathilde, ambas habían trabajado bajo sus órdenes antes de que las destinaran a la sección de accesorios para damas. La primera, que justamente llevaba consigo una depiladora, la había encendido alentada por la segunda y amenazaba con retocar la tonsura del jefe de sección, inmovilizado contra un mostrador. Hizo falta que intervinieran los vendedores de equipos de alta fidelidad, luego los brazos fuertes del servicio posventa para terminar con el caos.

Monsieur Baridou había corrido a presentar la denuncia. Pero al día siguiente, la prensa local, so pretexto de un rasguño, tituló “Pánico en la sección cocina”, y él renunció a emprender acciones legales para no volver a aparecer en los diarios con sesgo tan desfavorable. Despidieron a la señorita, suspendieron a Sylvie y Mathilde recibió un llamado de atención. Las tres lamentaron tener que separarse tomando cócteles en el Victoria.

 

 

A la señorita le caían bien sus dos compañeras. Pero ellas, que a pesar de su juventud ya tenían maridos e hijos, y aunque se quejaran de ellos constantemente, disfrutaban a todas luces evocando sin parar a un montón de suegras, cuñados, cumpleaños y ceremonias religiosas inverosímiles. A lo que la señorita jamás sabía qué contestar, y se había cansado muy pronto de las conversaciones cuando las tres dejaron de compartir el tema de Darty.

Habría podido buscar un trabajo. Pero andaba con pocas ganas. Empezó a frecuentar la mediateca, las salas de cine que ofrecían tarifas reducidas a personas en su situación. Al pasar los meses y cuando las horas se volvieron interminables, sus acciones ya solo fueron guiadas por accesos súbitos de deseo o hastío.

Como el que acaba de tener: cansada de chocarse con las paredes, sentir el deseo de tomar aire. Se vuelve a poner las zapatillas con velcro, el anorak plateado forrado con piel sintética, y baja a toda prisa las escaleras del edificio.

En el quai de Southampton, no hay ni un alma y ni siquiera un árbol, el arquitecto de la Reconstrucción pensó seguramente que la vegetación desviaría inútilmente la mirada de sus edificios de hormigón armado. Efectivamente, los volúmenes cuadrangulares dan una bella impresión de equilibrio gracias a las variaciones de alturas, al juego de elementos horizontales –plazoletas, pórticos, balcones, terrazas– que modulan delicadamente la composición de las fachadas.

En la primera esquina dobla en la rue de París, llamada así porque está construida siguiendo el modelo de la rue de Rivoli. Aun así, hay diferencias. Las galerías cubiertas se sostienen en pilares toscos en vez de en arcadas elegantes y, en lugar de lujosas tiendas, cobijan agencias de trabajo temporario, de alquiler de automóviles, y una droguería que ofrece una gama especialmente amplia de productos repulsivos: contra los mosquitos, las polillas, las moscas, las cucarachas, las termitas, las ratas, los ratones y los ratones de campo.

Como no circulan más autos por la calle que peatones por la vereda, ella camina por la línea blanca con el cuidado de dar cada paso sobre la raya. Las perpendiculares de la rue de París forman con esta una cuadrícula regular según el trazado ortogonal típico de las ciudades construidas en campo raso. No se trata de una granja aislada que se volvió una aldea, luego un pueblo y una ciudad, sino de un conjunto edificado en una superficie yerma, una llanura, un desierto o tras la destrucción total del anterior. Después de un bombardeo, por ejemplo.