Capítulo I
Mis oídos están dispuestos y mi
corazón preparado: Lo peor es la pérdida material que puedes
revelar:
Di, ¿está perdido mi reino?
Shakespeare.
Una característica particular que
presentaban las guerras coloniales de Norteamérica queda
constituida por el hecho de que los contendientes hubieron de
enfrentarse a las vicisitudes y los peligros de la naturaleza
salvaje antes que uno contra el otro en batalla. Una ancha y
aparentemente impenetrable cintura de bosques dividía a las
enemistadas provincias de Francia e Inglaterra. El sufrido
colonizador, así como el especialista europeo que combatía a su
lado, con frecuencia empleaban meses en luchar contra los rápidos
de las corrientes en los ríos, o abriéndose paso por los duros
escollos de las montañas, en busca de una oportunidad para mostrar
su valor en una pugna de carácter más marcial. Sin embargo,
emulando la paciencia y el sacrificio de los curtidos guerreros
nativos, aprendieron a superar todas las dificultades; y daría la
sensación, con el tiempo, de que no existía una profundidad en los
bosques lo bastante oscura, ni lugar secreto tan atractivo, como
para desviar de su camino a aquellos que habían jurado por su
sangre saciar su venganza, o defender la política fría y egoísta de
los lejanos monarcas de Europa.
Posiblemente ningún distrito, a
lo largo y ancho de la vasta extensión de las fronteras
intermedias, pueda ofrecer un retrato más fidedigno de la crueldad
y fiereza de las agresivas luchas de aquellos tiempos como el
territorio que yace entre la cabecera del río Hudson y los lagos
adyacentes.
Las facilidades que la naturaleza
había dispuesto allí para el avance de los combatientes resultaban
demasiado evidentes como para no tenerse en cuenta. La alargada
extensión del lago Champlain abarcaba desde las fronteras del
Canadá, adentrándose profundamente dentro de las fronteras de la
vecina provincia de Nueva York, dando lugar a un pasadizo natural
que atravesaba la mitad de la distancia que los franceses tendrían
que cubrir para golpear a sus enemigos. Cerca de su extremo sur, se
complementaba con otro lago, cuyas aguas eran tan limpias que
habían sido elegidas en exclusiva por los misioneros jesuitas para
celebrar la típica purificación del bautismo, y así concederle a
tal masa de agua el título de lago «du Saint Sacrement». Los
ingleses, menos entusiastas, pensaron que le conferían suficiente
honor a sus inmaculadas fuentes dándole el nombre de su príncipe
regente, el segundo de la casa de los Hanover. Ambos bandos
coincidían en privarles a los ignorantes poseedores del paisaje
arbolado de su derecho nativo de perpetuar el apelativo original de
«Horicano» que le habían dado.
Surcando a través de incontables
islas, y rodeado de montañas, el «lago sagrado» se extendía aún
otra docena de leguas hacia el sur. Con la alta planicie que allí
se interponía a la continuación de su paso, comenzaba un porteo de
otras tantas millas, el cual conducía al aventurero a las orillas
del Hudson, en un punto en el que, con las frecuentes obstrucciones
causadas por los rápidos, o grietas, como se les llamaba en la
lengua del lugar, el río se hacía navegable a la corriente.
A pesar de que, con el fin de
llevar a cabo sus atrevidos planes de causar inconvenientes, el
incansable empeño de los franceses les llevó incluso a enfrentarse
a los distantes y difíciles desfiladeros de las montañas Allegheny,
puede imaginarse con facilidad que su afamada agudeza no pasaría
por alto las ventajas naturales del distrito al que hemos aludido.
De ahí el énfasis con el que se convirtió en el sangriento
escenario de la mayoría de las batallas por el dominio de las
colonias. Se erigieron fortalezas en los distintos puntos que
marcaban la ruta más fácil, siendo tomadas y retomadas al asalto,
derribadas y reconstruidas, con las victorias respectivas de las
banderas contrincantes. Mientras el labrador rehuía los caminos
peligrosos, manteniéndose dentro de los límites más seguros de los
asentamientos de mayor antigüedad, ejércitos más numerosos que
aquellos que regentaban los gobiernos de las madres patrias se
adentraban en la inmensidad de estos bosques, de los cuales rara
vez regresaban sino como grupúsculos esqueléticos y destartalados,
o hundidos en la amargura de la derrota. A pesar de que las artes
de la paz eran desconocidas en esta fatídica región, sus bosques
rezumaban vida humana; sus sombras y sus valles resonaban con el
tono melódico de marchas militares, y el eco de la montaña devolvía
la carcajada, o el grito rústico, de más de un mozo gallardo e
inquieto, mientras pasaba por allí, en la plenitud de su ánimo,
para luego dormirse en una larga noche de olvido.
Fue este escenario de disensión y
combate sangriento el lugar en el que tuvieron lugar los hechos que
nos proponemos relatar, en el transcurso del tercer año de la
guerra librada por Francia e Inglaterra por el dominio de una
tierra que ninguna de las dos estaba destinada a retener.
La imbecilidad de sus líderes
militares de ultramar, así como la desafortunada falta de vigor de
sus autoridades domésticas, habían rebajado el talante de Gran
Bretaña, hiriendo el orgullo que habían forjado las
habilidades y el empuje de sus
antiguos guerreros y hombres de estado. Habiendo dejado de ser
temida por sus enemigos, sus servidores rápidamente perdieron la
confianza que confiere la autoestima. En medio de esta mortificante
decadencia, los colonos, aunque libres de culpa de tal imbecilidad,
así como demasiado humildes como para ser los autores de tales
fallos, no fueron más que participantes naturales. Recientemente
habían comprobado cómo un ejército selecto, procedente de ese país
que reverenciaban como su madre patria, y al cual creían invencible
—un ejército mandado por un jefe elegido de entre una multitud de
guerreros instruidos, dados sus notables talentos militares—, fue
deshonrosamente vapuleado por un puñado de franceses e indios,
únicamente salvado de la aniquilación gracias a la sangre fría y el
aplomo de un muchacho virginiano, cuya fama, firmemente apoyada en
la verdad moral, más tarde llegaría a alcanzar los más lejanos
confines de la cristiandad. Una ancha frontera había sido dejada al
descubierto por este desastre inesperado, y una serie de males más
concretos fueron precedidos por un millar de peligros imaginarios.
Los colonos, alarmados, tenían la sensación de que los gritos de
los salvajes se entremezclaban con cada soplo de viento huracanado
que provenía de los bosques del oeste. El temible carácter de sus
despiadados enemigos incrementaba inconmensurablemente los ya
lógicos miedos producidos por un estado de guerra. Las innumerables
matanzas recientemente acontecidas aún se conservaban nítidamente
en sus recuerdos; tampoco hubo oídos tan sordos como para no haber
escuchado con avidez alguna historia espeluznante acerca de
asesinatos a medianoche, en que los nativos de los bosques
aparecían como los principales actores de la barbarie. Mientras el
agitado y crédulo caminante relataba los azarosos peligros de la
tierra salvaje, la sangre de los apocados se congelaba de terror, y
las madres miraban con preocupada ansiedad incluso a esos niños que
dormían dentro de los seguros recintos de las grandes urbes. En
pocas palabras, el influjo magnificador del miedo comenzaba a
anular los cálculos de la razón, haciendo que aquellos que debían
recordar su hombría cayesen víctimas de sus más bajas
inclinaciones. Incluso los corazones más fuertes y confiados
empezaban a pensar que el posible balance de la contienda se
tornaba dudoso; y se acrecentaba cada hora el número de abatidos
que creía ver todas las posesiones de la corona inglesa en América
sometidas por sus contrincantes cristianos o asoladas por las
incursiones de sus incansables aliados.
Entonces, cuando al fuerte que
cubría el extremo sur del acceso entre el Hudson y los lagos llegó
la información de que se había avistado a Montcalm ascendiendo por
el Champlain, con un ejército «tan numeroso como las hojas de los
árboles», tal verdad fue reconocida más con la desquiciada
vacilación propia del temor que con la firme alegría que debe
sentir un guerrero ante la proximidad de un enemigo que se
encuentra al alcance de sus golpes. La noticia había llegado al
atardecer de un día de mediados de verano, por medio de un
mensajero indio que portaba además una petición urgente de parte de
Munro, comandante de una obra a orillas del «lago sagrado», para
que se le enviase una rápida y poderosa partida de refuerzos. Ya
hemos dicho que la distancia que mediaba entre estos dos puestos
era de menos de cinco leguas. El rústico camino que en un principio
establecía la línea de comunicación entre ambos había sido
ensanchada para facilitar el paso de carruajes; de manera que la
distancia cubierta en dos horas por el hijo de los bosques, podría
ser superada por un destacamento de tropas, con todos sus
pertrechos, entre el amanecer y la puesta de un sol de verano. Los
leales servidores de la corona británica le habían dado el nombre
de William Henry a una de estas fortificaciones del bosque, y al
otro el de fuerte Edward; llamándolos a cada uno en honor a sendos
príncipes de la familia real, los cuales gozaban de su favor. El
veterano escocés al que acabamos de aludir tenía bajo su mando al
primero de ellos, dotado de un regimiento de fuerzas regulares y
algunos exponentes de las provinciales; en realidad, una dotación
excesivamente pequeña como para hacer frente a la formidable masa
armada que Montcalm guiaba hasta el pie de sus terrosas laderas. En
el segundo, sin embargo, se encontraba el general Webb, quien
mandaba los ejércitos del rey en las provincias norteñas, gozando
de una fuerza de más de cinco mil hombres. Si lograse unir los
numerosos destacamentos bajo su control, este oficial podría haber
agrupado casi el doble de número de combatientes contra el
beligerante francés, el cual se había valido hasta ahora de sus
refuerzos con un ejército tan sólo ligeramente superior en
número.
Pero bajo los auspicios de sus
respectivas malas fortunas, tanto los oficiales como sus hombres
parecían más dispuestos a esperar la llegada de sus formidables
antagonistas dentro de sus fortalezas, en lugar de resistir la
embestida de su avance, pudiendo emular el exitoso ejemplo de los
franceses en el fuerte du Quesne, y golpear a sus adversarios en
plena marcha.
Después de que amainara algo la
primera impresión causada por la noticia, se esparció un rumor a
través del atrincherado campamento, el cual se extendía a lo ancho
del margen del Hudson, formando una cadena de barreras alrededor
del cuerpo de la fortaleza misma, de que se elegiría un
destacamento de mil quinientos hombres para partir, al amanecer,
hacia William Henry, el puesto al extremo norte del porteo. Aquello
que en principio fue sólo un rumor pronto se tornó en certeza, al
pasar las órdenes desde los aposentos del comandante jefe a los
diversos grupos que había seleccionado para tal servicio,
indicándoles que se preparasen para una rápida salida. Toda duda
acerca de las intenciones de Webb se había desvanecido,
sucediéndose una hora o dos de pasos apresurados y rostros
angustiados. El aprendiz del arte militar se precipitaba de un
lugar a otro, en detrimento de una adecuada preparación de sus
enseres, a causa de los excesos de su violento y, hasta cierto
punto, incontrolado entusiasmo; mientras que el veterano con más
experiencia hacía sus planes con tal prudencia que se alejaba
totalmente de lo que pudiera aparentar impaciencia; aunque su tez
sobria y su mirada angustiosa daban a entender sobradamente que no
tenía un fuerte apego profesional al desconocido, y temido, combate
en los bosques. Al pasar las horas, el sol se puso en gloriosa
incandescencia, tras las lejanas colinas occidentales, y a medida
que la oscuridad cubría con su velo el aislado lugar, las
actividades de preparación disminuían; finalmente, se apagaba la
última luz en la cabaña de algún oficial; las sombras de los
árboles se extendían aún más sobre las laderas y las ondas del
riachuelo, y pronto se cernía sobre el campamento un silencio tan
profundo como el que reinaba en el inmenso bosque que lo
rodeaba.
Siguiendo las órdenes de la noche
anterior, el sueño pesado del ejército fue interrumpido por el
rugido de los tambores de advertencia, cuyos rutilantes ecos
pudieron oírse, a través del húmedo aire matutino, desde cualquier
punto del bosque, justo cuando a la luz del día comenzaban a
discernirse los bordes irregulares de unos grandes pinos cercanos,
en la incipiente luminosidad de un cielo tenue y despejado. En un
instante el campamento entero se ponía en movimiento; hasta el
soldado más ruin se levantó para presenciar la partida de sus
camaradas, compartiendo la emoción y las incidencias del momento.
La sencilla disposición del grupo elegido pronto culminó. Mientras
que los soldados profesionales del rey, instruidos
regulares, desfilaban con
arrogancia a la derecha de la fila, los colonos, menos
pretenciosos, se incorporaban a una más humilde posición a la
izquierda, con una docilidad cuya fácil ejecución se debía a muchas
horas de práctica. Los exploradores salieron; una fuerte guardia se
encontraba tanto al frente como a la cola de los carromatos que
portaban los equipamientos; y antes de que el ambiente gris de la
mañana se caldeara por los rayos del sol, el grupo principal de
combatientes se incorporó a la columna, dejando el campamento con
aires marciales tan altaneros que sirvieron para ahogar la
aprensión desalentadora de más de un novato que iba así a
estrenarse con las armas. Mientras permanecían a la vista de sus
camaradas, llenos éstos de admiración, se podía observar el mismo
frente de porte orgulloso, así como la misma disposición ordenada,
hasta que las notas de sus pífanos se desvanecían en la distancia,
a medida que el bosque daba la sensación de tragarse esa masa
viviente que lentamente se había adentrado en su seno.
Los sonidos más intensos de la
menguante columna habían dejado de oírse en el viento, y el más
rezagado de sus componentes ya había desaparecido; pero aún
permanecían señales de otra partida, ante una cabaña de tamaño y
características poco frecuentes, delante de la cual montaban
guardia los centinelas conocidos como guardias de la persona del
general inglés. En este lugar habían juntado media docena de
caballos, ensillados de tal forma que al menos dos de ellos estaban
destinados a portar personas de género femenino, pero de un rango
que uno no esperaría encontrarse en las entrañas del territorio
salvaje. Un tercer caballo iba equipado con los elementos y las
armas de un oficial de estado mayor; mientras que el resto, dada la
austeridad de sus monturas, así como por las bolsas de viaje
acumuladas sobre ellos, estaban evidentemente preparados para
llevar a los miembros de la servidumbre, ya listos y a la espera de
aquellos a quienes servían. Un grupo de personas ociosas y llenas
de interés se había formado a una distancia prudencial de tan
atípico espectáculo; algunos admirando la estirpe y la fortaleza
del brioso corcel militar, otros meramente contemplando los
preparativos, motivados por simple curiosidad o desconocimiento.
Había un hombre, sin embargo, que por su semblante y
comportamiento, se distinguía plenamente del segundo tipo de
espectadores, ya que ni estaba ocioso ni aparentaba tanta
ignorancia.
La persona de este individuo,
aunque desgarbada hasta en el más mínimo
detalle, carecía de cualquier
defecto particular. Tenía intactos sus huesos y articulaciones,
como otros hombres normales, pero las proporciones de los mismos
eran diferentes. Erguido, su estatura sobrepasaba la de sus
semejantes; aunque sentado aparentaba el mismo tamaño que el resto.
Las mismas contrariedades de sus miembros parecían darse en toda su
corporalidad. Su cabeza era grande; sus hombros encogidos; sus
brazos largos y pesados, mientras que sus manos eran pequeñas, o
incluso delicadas. Sus piernas y muslos eran delgados, casi
asténicos, pero de una longitud extraordinaria, y sus rodillas
podrían considerarse tremendas, si no fuera porque quedaban
incluidas dentro de unos fundamentos todavía mayores, sobre los
que, de modo tan profano, se sustentaba esta falsa estructura
amalgamada de componentes humanos. El atuendo tan mal combinado y
poco juicioso que vestía el individuo tan sólo servía para
recrudecer su ya de por sí torpe aspecto. Una trenca de color azul
cielo, muy acampanada y corta, provista de una capa drapeada,
revelaba un cuello largo y delgado, así como unas piernas que lo
eran aún más, hasta el extremo de lo ridículo. El pantalón que
llevaba debajo era de color amarillo anaranjado, muy ceñido, y
sujeto a la rodilla por medio de grandes nudos de ribeteado blanco,
muy manchado por el uso. Completaban la vestimenta de sus
extremidades inferiores unos calcetos de algodón mancillados, y
zapatos, uno de los cuales mostraba una espuela plateada, sin que
su dueño hiciera ademán alguno por disimular ninguno de estos
elementos sino, muy al contrario, más bien por exhibirlos en
actitud vanidosa, cuando no ingenua.
Debajo de la solapa de un enorme
bolsillo de un sucio chaleco estampado, muy ornamentado a base de
bordeados en plata ya desgastados, se proyectaba un instrumento
que, al ser visto en un ambiente de corte militar como aquél, bien
podría haberse tomado por algún siniestro y desconocido aparejo de
guerra. Aunque pequeña, esta extraña máquina había despertado la
curiosidad de la mayoría de los europeos del campamento, aunque
muchos de los provincianos lo manejaban no sólo sin miedo, sino con
la mayor naturalidad. Un sombrero civil de gran tamaño, como los
que emplean los clérigos desde hace treinta años, colmaba la
totalidad, aportándole dignidad a una expresión un tanto vacía, la
cual parecía necesitar de esa ayuda artificial para soportar el
peso de alguna extraordinaria e importante encomienda.
Mientras la mayoría de los
concurrentes se mantenía lejos de las
inmediaciones de las estancias de
Webb, el personaje que acabamos de describir se introducía
plenamente en el área, expresando con total libertad las opiniones
que le merecían, tanto negativas como positivas, los caballos y sus
atributos, de acuerdo con su juicio particular.
—Este animal, a mi modo de ver,
amigo, no ha sido criado en esta tierra, sino que proviene de algún
país extranjero, ¿o quizá sea de esa pequeña isla al otro lado del
océano? —dijo con una voz tan notablemente suave y dulce como
desproporcionada era su persona—. Puedo hablar de estas cosas sin
pecar de exagerado, ya que he estado en ambos puertos, tanto el que
está situado en la boca del Támesis, nombrado en honor de la
capital de la vieja Inglaterra, como el que también se denomina
«Haven», pero habiéndosele añadido la palabra «New»; y he visto a
los bergantines cargando sus rebaños, como lo hiciera el arca de
Noé, dirigiéndose a la isla de Jamaica con el propósito de
comerciar y hacer negocio con los animales cuadrúpedos; pero nunca
antes había contemplado una bestia que encarnara el verdadero
caballo de batalla de las escrituras como lo hace éste. «Galopaba
en el valle, y se regocijaba de su fuerza: iba a encontrarse con
los hombres armados. Decía entre el sonido de las trompetas, «¡Hi,
hi!; y olía la batalla desde lejos, el tronar de los capitanes, y
los gritos». Justo parece que la raza del caballo de Israel ha
llegado hasta nuestros días; ¿no le parece, amigo?
Al no recibir respuesta su
extraordinaria observación, la cual, en verdad, fue emitida con el
vigor de un tono fuerte y sonoro, el que así había expresado el
lenguaje del libro sagrado miró hacia la figura silenciosa a la
cual se había dirigido involuntariamente, y se encontró con un
motivo de admiración aún mayor en aquello que vieron sus ojos. Su
mirada se fijó en la forma rígida, quieta y erguida del «mensajero
indio», quien había traído las desagradables noticias al campamento
la noche anterior. Aunque se encontraba en un estado de reposo
total y parecía, por su estoicismo característico, hacer caso omiso
a toda la intensa actividad que le rodeaba, había una taciturna
fiereza en el silencio del salvaje que podría fácilmente captar la
atención de ojos más experimentados que aquéllos que ahora le
observaban sin disimular su asombro. El nativo portaba el tomahawk
—hacha de guerra— y el cuchillo propios de su tribu; y aún así su
apariencia no era la de un guerrero al completo. Por el contrario,
había un aire de negligencia en él, parecido al que provendría de
un gran esfuerzo reciente del que aún no
hubiera podido recuperarse del
todo. Los colores de la pintura de guerra se habían entremezclado
de modo confuso sobre su fiero semblante, haciendo que sus rasgos
oscuros resultaran todavía más salvajes y repulsivos por ese
embadurnado casual que por los trazos inicialmente marcados.
Solamente su mirada, la cual brillaba como una estrella llameante
entre nubes bajas, era digna de contemplarse por su extremado
salvajismo nativo. Durante un único instante, esa mirada, cansada y
a la vez alerta, se dirigió al gesto atónito de su interlocutor,
para luego volverse y quedar fija, con una actitud tan despectiva
como astuta, como si penetrara el aire a gran distancia.
Resulta imposible determinar qué
respuesta potencial, por parte del hombre blanco, hubiera provocado
este breve y silencioso gesto comunicativo entre dos individuos tan
peculiares, si no fuera porque otros asuntos llamaron su atención.
Un incremento de actividad en el lugar, así como el susurro de
voces delicadas, anunciaron la llegada de aquéllos cuya presencia
era imprescindible para que el grupo se movilizara. El simple
admirador del caballo de guerra se retiró inmediatamente, para
ponerse al lado de una yegua pequeña, flaca e inquieta que estaba
alimentándose de los hierbajos del suelo. Allí, apoyando un codo
sobre la manta que cubría lo que tan sólo parecía una montura, se
convirtió en un espectador más de la partida, mientras un potro
pastaba silenciosamente al otro lado del mismo animal.
Un joven vestido de oficial
escoltó a las dos damas a sus respectivas cabalgaduras. Éstas, por
lo que indicaban sus vestiduras, se habían preparado para
enfrentarse a las fatigas de un viaje a través del bosque. Aunque
ambas eran jóvenes, a una de ellas, la más juvenil de apariencia,
se le pudo discernir su deslumbrante belleza, su cabello dorado y
sus brillantes ojos azules, al dejar que la brisa de la mañana le
apartara el velo verde que descendía de su sombrero de piel de
castor.
El color sonrosado que aún se
percibía por encima de los pinos en el cielo occidental no podía
ser más luminoso ni más delicado que el sonrojo de sus mejillas; ni
tampoco podía ser la mañana del nuevo día más alegre que la animada
sonrisa que le brindó al joven cuando éste la ayudó a subirse a su
montura. La otra, que también compartía las atenciones del joven
oficial, ocultaba sus encantos de la mirada de los soldados con un
cuidado que más bien podría esperarse de una mujer cuatro o cinco
años mayor. Era evidente,
no obstante, que su físico, cuyos
encantos no eran disimulados por la ropa de viaje que vestía, había
madurado y se había desarrollado más que el de su compañera.
Apenas se hubieron acomodado
estas féminas, su ayudante se subió con agilidad a la silla del
caballo de guerra, y los tres dieron su saludo a Webb, quien, por
cortesía, esperaba en el umbral de su puerta a que partieran.
Volviendo sus riendas, comenzaron su camino a paso lento, seguidos
por sus sirvientes, y se dirigieron hacia la entrada norte del
campamento. Mientras recorrían esa corta distancia, ni una palabra
se cruzó entre ellos; salvo una ligera exclamación de susto por
parte de la más joven, al pasar el mensajero indio corriendo por su
lado para guiar el grupo al frente. A pesar de que esta acción
repentina e inesperada del indio no produjo reacción verbal por
parte de la otra, la sorpresa levantó su velo y dejó entrever una
expresión indescriptible, mezcla de compasión, admiración y horror,
a medida que sus ojos negros seguían los rápidos movimientos del
salvaje. Los cabellos de esta dama eran brillantes y negros, como
el plumaje del cuervo. No era de piel morena, sino sonrosada, como
si sus venas rebosaran y estuvieran a punto de estallar. Sin
embargo, no había en su semblante tosquedad ni ordinariez alguna,
por sus rasgos exquisitamente regulares y nobles, además de por su
notable belleza. Sonrió con ademán piadoso por su propio descuido
momentáneo, dejando así al descubierto una hilera de dientes que
eran dignos de la envidia del más puro de los marfiles. Volviendo a
colocarse el velo, agachó la cara y cabalgó en silencio, como aquél
que va distraído por sus pensamientos y no se percata de nada a su
alrededor.
Capítulo II
¡Sola, sola, oh ja, jo,
sola!
Shakespeare.
Mientras una de estas
encantadoras bellezas que hemos presentado se encontraba sumida en
sus pensamientos, la otra se recuperó rápidamente del susto que la
había inducido a gritar y, riéndose de su propia debilidad,
le
preguntó al joven que cabalgaba a
su lado:
—¿Es frecuente encontrarse con
tales espectros en el bosque, Heyward; o acaso se trata de un
espectáculo especial preparado en nuestro nombre? Si se trata de lo
segundo, la gratitud nos hace callar; pero si es lo primero, tanto
Cora como yo tendremos que echar mano de ese valor del que tanto
presumimos como herencia familiar, incluso antes de tener que
vérnoslas con el temible Montcalm.
—Ese indio es un correo del
ejército y, al modo de sus gentes, puede ser considerado un héroe
—contestó el oficial—. Se ha prestado como voluntario para guiarnos
hasta el lago, a través de un camino poco conocido, y así
permitimos llegar en menos tiempo que si fuéramos al paso lento de
la columna, y, por consiguiente, de un modo más
satisfactorio.
—No es de mi agrado —dijo la dama
estremeciéndose, en parte, por un miedo ya asumido, aunque en mayor
medida por otros temores más inquietantes—. Le conoces bien,
Duncan, de otro modo no confiarías en él tan ciegamente,
¿verdad?
—Di mejor, Alice, que no
confiaría en ti. Sí que le conozco, de lo contrario no gozaría de
mi confianza, y menos en este momento. Se dice que es canadiense,
además; y que incluso ha prestado servicios con nuestros amigos los
mohawks, quienes, como tú bien sabes, constituyen una de las seis
naciones aliadas. Nos fue traído, según he oído, a raíz de un
extraño incidente en el que intervino tu padre, y en el cual se vio
implicado el salvaje —pero no recuerdo toda la historia; es
suficiente con que ahora sea nuestro amigo.
—¡Si ha sido enemigo de mi padre,
me gusta aún menos! —exclamó la chica en un estado de auténtica
ansiedad—. ¿Quiere usted hablar con él, comandante Heyward, para
que pueda oír el tono de su voz? ¡Aunque le parezca absurdo, me ha
oído usted expresar mi fe en el modo en que suena la voz
humana!
—Sería obrar en vano, pues, en
todo caso, la respuesta sería un exabrupto. Aunque pueda
entenderlo, gusta de simular, como la mayoría de su gente, que
ignora el inglés; y menos aun se rebajará a hablarlo, ahora que la
guerra le exige la máxima dignidad a su espíritu. Pero, atención,
se ha detenido; el camino particular por el que hemos de viajar
está, sin duda, próximo.
Las conjeturas del comandante
Heyward eran ciertas. Cuando alcanzaron el lugar donde se había
parado el indio, se hizo visible un pasadizo estrecho y oscuro, que
se adentraba en la maleza que bordeaba el camino militar, y que
apenas podía admitir, con cierta dificultad, el paso de una
persona.
Aquí, pues, está nuestro camino
—dijo el joven en voz baja—. No muestres miedo alguno, o podrías
incitar a que aparezca el peligro que pareces temer.
—Cora, ¿qué piensas tú? —preguntó
la reacia mujer rubia—. Si viajamos con la tropa, aunque el viaje
nos resulte fastidioso, ¿no nos sentiremos más seguras y
protegidas?
—Al estar poco acostumbrada a las
prácticas de los salvajes, Alice, no te das cuenta de cuándo existe
peligro y cuándo no —dijo Heyward—. Si los enemigos hubiesen
alcanzado el porteo, cosa bastante improbable dado que nuestros
exploradores están muy adelantados en ese territorio, estarían
seguramente rodeando la columna, en busca de un mayor número de
cabelleras. La ruta del destacamento es bien conocida, mientras que
la nuestra, habiendo sido planeada en menos de una hora, aún
permanece secreta.
—¿Debemos desconfiar de ese
hombre sólo porque sus hábitos no sean los nuestros, y porque su
piel sea oscura? —preguntó Cora con frialdad.
Alice ya no vacilaba, sino que le
dio un pequeño golpe de fusta a su caballo narraganset, siendo la
primera en pasar a través de las ramas de los arbustos para seguir
al correo por el oscuro y enrevesado pasadizo. El joven oficial
sintió una fuerte admiración hacia la que habló la última, incluso
permitiendo que la otra, la más rubia, aunque ciertamente no la más
bella, siguiera adelante sin recibir atención, mientras
diligentemente se encargaba de despejarle el camino a la que se
llamaba Cora. Al parecer, los sirvientes habían recibido órdenes
previamente, ya que continuaron por la ruta de la columna; una
medida considerada por Heyward como una sagaz sugerencia por parte
del guía, con el fin de dejar menos rastro en el caso de que los
salvajes canadienses estuvieran al acecho, adelantados al grueso de
su ejército. Durante varios minutos, la complejidad de la ruta no
permitió la práctica de la conversación, pero al cabo de un rato
emergieron de esa espesa
franja de madreselva que bordeaba
la carretera, adentrándose en los altos, aunque oscuros, arcos
arbolados del bosque. Aquí se detuvieron un instante, y en cuanto
el guía se percató de que las féminas podían dominar sus caballos
sin problemas continuó el paso, a un ritmo entre el paseo y el
trote, y a una velocidad que les permitía a los prudentes y
peculiares animales de las damas seguirle con facilidad. El joven
se había dirigido a Cora, la de los ojos negros, cuando el lejano
sonar de pezuñas equinas, golpeando las raíces del camino que
habían dejado atrás, le hizo frenar su corcel y, tirando también
sus compañeras de las riendas, todo el grupo hizo un alto,
esperando conocer la razón de tan inesperado contratiempo.
En pocos segundos, se vio pasar a
una potrilla a gran velocidad, como si de un gamo se tratara, entre
los troncos de los pinos y, un segundo más tarde se dejó ver la
figura del hombre desgarbado, ya descrito en el capítulo anterior,
obligando a su diminuto animal a correr al máximo de sus fuerzas,
casi hasta reventar. Hasta ahora, este personaje había pasado
desapercibido para los viajeros. Si, andando a pie, tanto su
actitud como su persona captaban fácilmente la atención de
cualquiera que le viese, aún más lo podría hacer su manera de
cabalgar.
Aparte del constante empleo de la
única espuela contra el flanco de la yegua, lo más llamativo de sus
movimientos era el galope al estilo Canterbury que mostraban las
patas traseras, mientras que las delanteras daban más lugar a
dudas, consiguiendo una especie de trote a paso largo. Quizá se
creara una especie de ilusión óptica por la rapidez con la que
cambiaba de un paso a otro, magnificando así los posibles poderes
del animal, ya que Heyward, de un modo absoluto, y a pesar de sus
indudables conocimientos de equitación, fue incapaz de determinar
con seguridad el movimiento utilizado por su perseguidor para
continuar con tan incansable perseverancia.
La docilidad de los movimientos
del jinete no eran menos notables que los del equino. A cada cambio
de paso realizado por el segundo, el primero elevaba su corpulenta
figura sobre los estribos, provocando así unas variaciones en su
estatura tan repentinas que podrían despistar a cualquiera que se
dispusiera a hacer conjeturas sobre las dimensiones de su persona.
Si a esto añadimos que, como consecuencia de la aplicación ex parte
de la
espuela, un lado de la yegua
parecía avanzar más que el otro, además de que el flanco agredido
venía señalado por los repetidos golpes de su tupida cola, ya
tenemos la imagen completa, tanto del caballo como del
hombre.
El gesto hostil que se había
formado al fruncirse las anchas, apuestas y viriles cejas de
Heyward se relajó gradualmente, y sus labios se tornaron en una
leve sonrisa, al contemplar la figura del extraño personaje. Alice
no hizo esfuerzos por contener su risa, y hasta la meditabunda
mirada oscura de Cora se iluminó con ese buen humor que más bien
parecía una costumbre, que no una característica natural, reprimida
por la dama.
—¿Busca usted algo? —inquirió
Heyward, en cuanto el otro se acercó lo suficiente como para
aminorar la marcha—; espero que no sea portador de malas
noticias.
—Incluso así —respondió el
desconocido, agitando enérgicamente el aire cálido del bosque con
su sombrero triangular, dejando dudas sobre a cuál de las dos
preguntas daba respuesta. No obstante, cuando acabó de refrescarse
y hubo recuperado el aliento, continuó diciendo—. He oído que se
dirigen al fuerte William Henry. Dado que yo también viajo en esa
dirección, pensé que una buena compañía sería deseosa para ambas
partes.
—Parece que usted se considera a
sí mismo como un voto decisivo —le replicó Heyward—. Nosotros somos
tres, mientras que usted sólo ha consultado a su propia
persona.
—Incluso así, lo primero que ha
de hacerse es tomar una decisión por cuenta de uno. Una vez que se
haya hecho eso, y en lo que concierne a las mujeres no es cosa
fácil, lo siguiente que ha de hacerse es llevar a cabo lo decidido.
Yo me he esforzado en cumplir ambas acciones, y aquí estoy.
—Si viaja hacia el lago, se ha
equivocado de ruta —dijo Heyward contundentemente—; la carretera
hacia allí ha quedado media milla atrás.
—Incluso así —respondió el
desconocido, sin dejarse amedrentar por la fría recepción que se le
brindaba—; he pasado una semana en el fuerte Edward y hubiera sido
estúpido por mi parte el no haber preguntado qué camino debía
tomar; y si fuera así se acabarían aquí mis intenciones —tras
suspirar levemente, como aquél cuya modestia le impedía una
manifestación
más abierta de admiración hacia
una sabiduría que resultaba totalmente inalcanzable para sus
interlocutores, continuó diciendo—. No es prudente que nadie de mi
profesión sea demasiado familiar con aquellos a los que ha de
instruir; razón por la cual no sigo al ejército, además de que
pienso que un caballero de su talla es el más entendido en asuntos
de guerra. Por tanto, he decidido hacerles compañía, para así hacer
el viaje más placentero, y cultivar el arte de la
sociabilidad.
—¡Una decisión sumamente
arbitraria, además de precipitada! —exclamó Heyward, dudando acerca
de si debiera dar rienda suelta a su creciente enojo o reírse en la
cara del otro—. Pero habla usted de instrucción y de
profesionalidad; ¿será usted ayudante de los cuerpos provinciales,
en calidad de maestro del noble arte de la defensa y del ataque, o
acaso es de aquéllos que dibujan rectas y ángulos, bajo el pretexto
de explicar la matemática?
El desconocido, con gesto de
sorpresa, se quedó mirando a su interlocutor durante un momento y,
acto seguido, perdiendo toda señal de satisfacción personal, sumido
en una actitud de humildad solemne, contestó:
—Del ataque, espero que no, al no
haberse ofendido, creo, ninguna de las dos partes; en cuanto a la
defensa, no ejerzo ninguna, por el amor de Dios, no habiendo
cometido pecado alguno desde la última vez que me fue dada su
gracia y perdón. No entiendo sus alusiones sobre rectas y ángulos,
y dejo las explicaciones para aquéllos que han sido escogidos y
llamados para tan sagrado oficio. No me considero dotado de ninguna
virtud mayor que la de saber algo del glorioso arte de la petición
y el agradecimiento, tal y como se reza en los salmos.
—El hombre es, sin duda, un
discípulo de Apolo —clamó Alice, entusiasmada—, y le pongo bajo mi
propia protección particular. Vamos, deja de poner cara agria,
Heyward, y para bien de mis ansiosos oídos, permítale que viaje en
nuestro grupo. Además —añadió en voz baja y apresurada, mirando a
la distante Cora, quien seguía lentamente los pasos del callado,
aunque taciturno, guía indio—, podría ser un amigo más a nuestro
favor, en caso de que necesitemos ayuda.
—¿Piensas, Alice, que permitiría
pasar por este pasadizo secreto a personas por mí queridas si
hubiese posibilidades de tal índole?
—No, no lo pienso así ahora; pero
este extraño hombre me entretiene, y si
«tiene música en el alma», no
rechacemos su compañía tan burdamente — dijo ella, mientras con su
fusta señalaba con intención persuasiva el camino, a la vez que las
miradas de ambos se cruzaron de un modo que el joven hubiera
querido prolongar por un instante, para ceder finalmente éste ante
tan gentil insistencia, y, tras clavarle las espuelas al corcel,
volvió de un par de brincos al lado de Cora.
—Me alegro de haberle encontrado,
amigo —continuó la joven, indicándole al desconocido que siguiera
adelante, a la vez que fustigaba a su narraganset—. Algunos
parientes lejanos me han dicho que no soy mala pareja para cantar
salmos a dúo; podemos animar el viaje entreteniéndonos en nuestra
común afición. Puede ser beneficioso para un profano, como es mi
caso, escuchar las opiniones y las experiencias de un maestro en el
arte.
—Es refrescante tanto para el
espíritu como para el cuerpo la práctica de los salmos, en las
temporadas más adecuadas —contestó el maestro cantor, sin vacilar
en aceptar la invitación de la joven—; y nada aliviaría más al alma
que el consuelo de un canto compartido. Pero son necesarias cuatro
voces para conseguir una perfección melódica. Tú pareces poseer la
gracia de una voz de tiple, suave y esplendorosa; yo, con algo de
ayuda, puedo elevar la nota más alta a un tenor pleno; ¡pero
necesitamos uno ligero, además de un barítono! Ese oficial del rey
que no quiso aceptar mi compañía podría cumplir la función del
último, por lo que se desprende de su entonación cuando
habla.
—No se precipite en juzgar a las
personas por una engañosa primera impresión —dijo la dama,
sonriente—; a pesar de que el comandante Heyward pueda adoptar
notas tan graves en alguna ocasión, créame, su entonación natural
se adecua más a la de un suave tenor que a la del barítono que le
ha parecido oír.
—Entonces, ¿ha practicado mucho
el arte del canto de salmos? —se apresuró a preguntar el ingenuo
acompañante.
Alice sintió ganas de reír,
aunque logró reprimirlas, y contestó:
—Más bien creo que es un adicto a
la canción profana. Las circunstancias de la vida de soldado dejan
poco lugar para inclinaciones de índole más
sobria.
—La voz, al igual que cualquier
otro talento, le fue dada al hombre para que se hiciera buen uso de
ella, y no un abuso. ¡Nadie puede decirme que he desperdiciado mi
talento! A pesar de que mi época de juventud podría no considerarse
muy ortodoxa, al igual que la del rey David, en lo que a la música
se refiere, ni una sola sílaba de versos vulgares jamás ha
profanado mis labios.
—Entonces, ¿sus esfuerzos se han
concentrado en la canción religiosa?
—Incluso así. Del mismo modo que
los salmos de David superan cualquier otro lenguaje, así también la
salmodia que se les ha dado por parte de los santos y los sabios
del lugar sobrepasa toda vana poesía. Con alegría puedo asegurar
que no expreso más que los pensamientos y deseos del mismísimo rey
de Israel; la versión que utilizamos en las colonias de Nueva
Inglaterra supera a todas las demás de tal manera que, por su
riqueza, su precisión y su sencillez espiritual, se acerca todo lo
que se puede a la gran obra del inspirado autor. Nunca se me
encontrará, ni dormido ni despierto, desprovisto de un ejemplar de
esta gran obra. Se trata de la vigesimosexta edición, promulgada en
Boston, Anno Domini 1744, titulada Los salmos, himnos y canciones
espirituales del viejo y nuevo testamento, fielmente traducidos al
metro inglés, para la utilización, formación y consuelo de santos,
en lugares públicos y privados, sobre todo en Nueva
Inglaterra.
Durante este elogio a la escasa
producción de sus poetas nativos, el desconocido extrajo el libro
de su bolsillo y, tras fijar un par de lentes oculares al puente de
su nariz, abrió el manual con una delicadeza y una veneración
dignas de su sagrado propósito. Acto seguido, sin apología ni
circunloquio, pronunciando la palabra «Standish» en primer lugar y
llevando a su boca el desconocido artilugio ya descrito
anteriormente, hizo sonar una nota estridente y aguda, seguida de
una baja octava de su propia voz, y comenzó a cantar las siguientes
palabras en tonos enérgicos, dulces y melódicos que marcaron el
paso para la música, la poesía y hasta el movimiento inquieto de su
animal:
Qué bueno es, mirad, Y cómo bien
agrada,
Juntos, en unión,
Que los hermanos así convivan. Es
como el ungüento selecto, Que va de la cabeza a la barba:
Por la barba de Arón, hasta allí
bajó, Que a los bajos de sus vestiduras llegó.
La ejecución de estas rimas tan
ingeniosas se hizo acompañar, en la persona del desconocido, por un
movimiento regular de alzada y bajada de su mano derecha, la cual
terminaba en su descenso con la acción momentánea de sus dedos
sobre las hojas del pequeño manual; mientras que, en su ascenso, se
abría con un estilo que tan sólo los muy doctos podían imitar. Daba
la sensación de que este acompañamiento manual era el fruto de
muchas horas de práctica, ya que continuó sin cesar hasta que el
verbo escogido por el poeta para cerrar su verso se pronunció con
dos contundentes sílabas.
Sería imposible que semejante
perturbación del silencio y la quietud del bosque pudiera pasar
desapercibida por parte de otros oídos que estuvieran a poca
distancia. El indio le indicó algo, en un inglés agramatical, a
Heyward, tras lo cual éste se dirigió al desconocido,
interrumpiéndole y poniendo fin a sus hazañas musicales por el
momento.
—Aunque no estemos en peligro, el
sentido común nos ha de dictar que viajemos por estos parajes con
el mayor sigilo posible. Por lo tanto, me perdonarás, Alice, si
atento contra tus diversiones al pedirle a este caballero que
posponga sus cánticos para una ocasión más oportuna.
—Pues sí que atentas contra ellas
—replicó la chica, indignada—, ya que jamás había oído una
conjunción de música y lenguaje menos meritoria; y en mi curiosidad
estaba preguntándome cómo podría ser que no encajase el sonido con
el sentido, ¡cuando tú interrumpiste el encanto de mis pensamientos
con esa voz de barítono que tienes, Duncan!
—No sé lo que llamas voz de
barítono —dijo Heyward, ofendido por su crítica—, pero sé que tu
seguridad y la de Cora significan mucho más para mí
que toda una orquesta tocando
música de Handel —se detuvo y miró rápidamente hacia unos arbustos,
y luego observó con suspicacia al guía, quien continuó su paso con
invariable regularidad y firmeza. El joven se rio para sus
adentros, ya que había confundido algún finto brillante con los
destellantes ojos de un salvaje al acecho, y retomó su camino,
reanudando la conversación que había interrumpido el momentáneo
sobresalto.
Sin embargo, el comandante
Heyward tan sólo se confundió al dejarse llevar más por su juvenil
exceso de confianza que por su capacidad de observación. Nada más
pasar la comitiva, las ramas de los mencionados arbustos se
movieron ligeramente, y un rostro humano, tan fieramente salvaje
como daba a entender la pintura que lo cubría, se asomó para
vigilar la marcha de los viajeros. Una expresión de júbilo se formó
sobre los oscuros rasgos pintados del habitante del bosque, a
medida que estudiaba la ruta de sus potenciales víctimas, quienes
confiadamente siguieron adelante; las formas ligeras y esbeltas de
las féminas mezclándose con la de los árboles entre las sinuosas
curvaturas del camino, seguidas por la viril figura de Heyward y,
finalmente, la figura indefinida del maestro de canto, hasta que
todos quedaron cubiertos por los innumerables troncos que, como
oscuras bandas, se elevaban en medio de aquel lugar.
Capítulo III
Antes de que estos campos fueran
despejados y cultivados, Nuestros ríos llevaban un caudal
desbordante,
La melodía de las aguas
llenaba
El fresco bosque sin fin; Y los
torrentes corrían, y los arroyos jugueteaban,
Y las fuentes nacían a la
sombra.
Bryant
Dejando al inocente Heyward y a
sus confiados acompañantes mientras penetran aún más en un bosque
repleto de inquilinos traicioneros, debemos hacer uso de los
privilegios de un autor y cambiar de escenario hasta unas pocas
millas al oeste del lugar en el que los hemos dejado.
Ese mismo día, dos hombres
descansaban a las orillas de un riachuelo pequeño, aunque
caudaloso, a una hora de camino del campamento de Webb; su actitud
era la de aquél que espera la llegada de una persona ausente, o de
un acontecimiento anunciado. La vasta extensión del arbolado se
extendía hasta la margen del río; sus ramas ensombreciendo la
superficie del agua, le conferían a su ya oscura corriente un tono
aún más profundo. Los rayos del sol se tornaron menos intensos y el
calor intenso del día retrocedió, a medida que los vapores frescos
de las fuentes y los manantiales se elevaban de sus verdes lechos y
se integraban en la atmósfera. Con todo, el jadeante silencio que
caracteriza al bochorno adormecedor del paisaje americano durante
el mes de julio permanecía en el lugar, alterado únicamente por las
suaves voces de los hombres, los intermitentes y ocasionales golpes
de algún pájaro carpintero, el canto discorde de algún alegre
arrendajo, o el insistente zumbido de alguna catarata distante. No
obstante, estos sonidos débiles y discontinuos resultaban tan
sumamente familiares para los hombres del bosque que no les
distraía de su tema de conversación. Mientras uno de ellos mostraba
la misma piel roja y los salvajes arreos de un nativo de los
bosques, el otro exhibía, bajo una máscara de rudos equipamientos,
cercanos a lo primitivo, una complexión más clara, propia de
alguien cuyos orígenes fueran europeos, aunque áspera y curtida por
el sol. El primero se encontraba sentado sobre un tronco caído y
cubierto de musgo, en una postura que le permitía intensificar el
efecto de su lenguaje sincero, por medio de los tranquilos, aunque
expresivos, gestos de un indio debatiendo una cuestión. Su cuerpo,
casi desnudo, presentaba un temible emblema de muerte, dibujado a
base de una alternante combinación de los colores blanco y negro.
Su cabeza estaba bien afeitada, dejando únicamente la bien conocida
y caballerosa cresta guerreras, sin ninguna otra clase de
ornamentación sobre la misma, a excepción de una solitaria pluma de
águila que la cruzaba y pendía sobre el hombro izquierdo. A su
cintura, un tomahawk y un cuchillo de cortar cabelleras, de
fabricación inglesa, mientras que sobre su delgada y desnuda
rodilla descansaba de forma relajada una carabina militar corta,
del tipo que
dictaba la política de los
blancos para armar a sus aliados salvajes. El amplio pecho, las
extremidades bien formadas y la grave expresión de este guerrero
podrían denotar que había alcanzado la plenitud de sus días, aunque
ningún síntoma de decrepitud parecía haber debilitado su
hombría.
El físico del blanco, a juzgar
por aquello que no quedaba disimulado por sus ropas, se asemejaba a
la de aquél cuya vida, ya desde joven, había conocido el esfuerzo y
las vicisitudes. Su persona, aunque musculosa, resultaba más
fibrosa que corpulenta, pero cada nervio y músculo se distinguía,
endurecido por los constantes efectos del ambiente y del esfuerzo.
Vestía una camisa de caza color verde bosque, ribeteada por un
apagado color amarillo, y un gorro de verano hecho a base de pieles
curtidas. También portaba un cuchillo a la cintura, en un cinturón
adornado, muy parecido al que bordea las escasas vestimentas del
indio, pero sin tomahawk. Sus mocasines estaban adornados según el
gusto propio de los nativos, mientras que la única prenda que se
revelaba bajo la blusa de caza era un par de polainas altas, hechas
de piel de gamo y atadas a los lados, a la vez que aseguradas por
encima de las rodillas por tendones de ciervo. Un saco y un cuerno
para pólvora completaban sus efectos personales, aunque una
carabina de gran longitud, que los blancos más ingeniosos habían
determinado como la más peligrosa de las armas de fuego, se
encontraba apoyada sobre un pequeño árbol cercano. Los ojos del
cazador, explorador, o lo que fuera, era pequeños, rápidos, astutos
e inquietos, dirigiéndose constantemente de un punto a otro en
derredor suyo mientras hablaba, como si estuviera al acecho de
caza, o al tanto de cualquier posible movimiento súbito, por parte
de un enemigo escondido. A pesar de estos síntomas de habitual
sospecha, sus rasgos faciales no sólo carecían de indicios de
maldad, sino que en aquel momento se caracterizaban por una
expresión de firme honradez
—Incluso las tradiciones tuyas me
dan la razón, Chingachgook —dijo, hablando en la lengua conocida
por todos los nativos que antaño habitaban el territorio entre el
Hudson y el Potomack, de la cual ofrecemos una traducción libre, en
beneficio del lector, procurando a la vez mantener algunas de las
peculiaridades, tanto del individuo como del lenguaje—. Tus
antepasados llegaron desde el sol poniente, cruzando el gran río,
lucharon contra la gente de esta región y se hicieron con la
tierra; y los míos vinieron del cielo rojo de la mañana, por el
lago salado, e hicieron lo propio de un modo muy parecido
a los tuyos; ¡entonces, deja que
Dios juzgue la cuestión y permitamos que los que sean amigos se
callen!
—¡Mis antepasados luchaban contra
hombres desnudos, de piel roja! — replicó el indio, con severidad,
en la misma lengua—. ¿Es que no hay diferencia, Ojo de halcón,
entre la flecha, cuya punta es de piedra, y las balas de plomo con
las cuales matas tú?
—¡Hay sabiduría en un indio,
aunque la naturaleza le haya hecho con la piel roja! —dijo el
hombre blanco, agitando la cabeza como alguien que no podía negarle
la razón a lo que se le acababa de decir. Durante un momento
parecía ser consciente de haber perdido el debate; a continuación,
argumentó de nuevo, contestando a la objeción de su antagonista del
mejor modo que le permitía su limitado conocimiento—: No soy un
académico, y no me importa que se sepa; pero a juzgar por lo que he
visto persiguiendo ciervos y cazando ardillas, pensaría que, en las
manos de los abuelos del hombre blanco, una carabina no era tan
peligrosa como podría serlo un arco de madera y una buena punta de
flecha, siendo el primero tensado por el instinto de un indio y la
segunda guiada por su ojo.
—Has oído eso de tus antepasados
—respondió fríamente el otro, con un movimiento de su mano—. ¿Qué
dicen tus mayores? ¿Les dicen a los jóvenes guerreros que los
rostros pálidos se encontraron con los hombres de piel roja,
pintados para la guerra y armados con el hacha de piedra y el arco
de madera?
—No soy un hombre con prejuicios,
ni que presuma de sus dotes naturales, aunque el peor de mis
enemigos sobre la faz de la tierra, el iroqués, no se atreva a
negar mi condición de hombre blanco genuino —replicó el explorador,
admirando con disimulada satisfacción el color curtido de su mano
huesuda y fibrosa—; y estoy dispuesto a admitir, como hombre
honrado, que son muchas las cosas de mi gente a las que no puedo
dar mi aprobación. Una de sus costumbres es la de escribir las
cosas que han visto y hecho, en vez de contarlas en sus pueblos,
donde se le pueden echar en cara al cobarde sus mentiras, y donde
el valiente soldado puede recurrir a sus camaradas como testigos de
la verdad de lo que dice. Debido a esta desafortunada moda, un
hombre demasiado prudente como para malgastar su tiempo entre
mujeres, dedicándose al aprendizaje de las letras, puede
quedarse sin saber de las hazañas
de sus mayores, contadas por tradición oral, a la vez que pierde la
oportunidad y el orgullo de deshacer entuertos mediante su propia
intervención y esfuerzo. En cuanto a mí, puedo afirmar que todos
los Bumppo sabían disparar, ya que yo mismo tengo un dominio
natural de la carabina que debió de pasar de una generación a otra,
al igual que heredamos otras cosas, tanto buenas como malas, de
acuerdo con nuestros santos mandamientos; aunque no me atrevo a
responder en nombre de otros con respecto a tales cuestiones. De
todos modos, toda historia cuenta con, al menos, dos versiones; así
que cuéntame, Chingachgook, lo que ocurrió cuando nuestros
antepasados se enfrentaron por primera vez, de acuerdo con la
tradición de los pieles rojas.
Hubo un silencio que duró un
minuto entero, durante el cual el indio se quedó mudo; luego, con
toda la dignidad que le caracterizaba, éste comenzó su breve
narración con tal grado de solemnidad que ensalzaba la veracidad de
la misma.
—Escucha, Ojo de halcón, y tus
oídos no percibirán mentiras. Esto es lo que han dicho mis
antepasados, y lo que han hecho los mohicanos —vaciló un instante
y, tras mirar de modo cauteloso a su compañero, continuó hablando
haciendo uso de una entonación que se encontraba a medio camino
entre la pregunta y la afirmación—: ¿Acaso no avanza hacia el
verano ese río que tenemos a nuestros pies, hasta donde sus aguas
se vuelven saladas y se invierte la corriente, volviéndose río
arriba?
—No puede negarse que tus
tradiciones dan por ciertos tales hechos — dijo el hombre blanco—;
ya que he estado allí y lo he visto, aunque la razón por la que el
agua dulce de la sombra se vuelve agria al llegar al sol sigue
siendo un misterio para mí.
—¡Y la corriente! —añadió el
indio, que esperaba la respuesta como aquél que aspira a que un
testimonio sea confirmado, con una mezcla de admiración y respeto—;
¡los antepasados de Chingachgook no mienten!
—Tampoco lo hace la Sagrada
Biblia, la cosa más verdadera que existe. Esa corriente que tiende
río arriba es lo que llaman la marea; algo muy sencillo de
explicar, y fácil de entender. Durante seis horas las aguas corren
hacia adentro y las siguientes seis lo hacen hacia afuera; la razón
es ésta:
cuando el agua está más alta en
el mar que en el río, corre hacia adentro hasta que hay más en el
río, y luego sale hacia afuera de nuevo.
—Las aguas del bosque, así como
las de los grandes lagos, corren hacia abajo hasta que se quedan
tan quietas como la palma de mi mano —dijo el indio, extendiendo su
brazo horizontalmente hacia adelante—, y ya no corren más.
—Ningún hombre honrado lo negaría
—dijo el explorador, algo molesto por la desconfianza mostrada
hacia su explicación del misterio de las mareas
—; y admito que es verdad a una
escala menor, allí donde la tierra es llana. Pero todo depende de
la escala según la cual juzgas. Mira, a pequeña escala, la tierra
es llana; pero, a gran escala, es redonda. De este modo, los lagos
y las lagunas, e incluso los grandes lagos de agua fresca, pueden
estancarse, como ambos sabemos porque los hemos visto; ahora bien,
cuando se trata de una gran extensión de agua, como el mar, si la
tierra es redonda, ¿cómo puede quedarse quieta el agua? Es igual
que esperar a que el río se paralice a orillas de esas rocas negras
que están una milla más arriba, ¡y sin embargo tus oídos te dicen
que está rompiendo sobre ellas en este preciso instante!
Aunque la filosofía de su
acompañante no le satisfacía; el indio tenía demasiada dignidad
como para mostrar su incredulidad. Escuchó como si estuviese
convencido, y prosiguió su narración con la misma solemnidad de
antes.
—Vinimos del lugar en donde el
sol se esconde al anochecer, más allá de las grandes llanuras en
las que viven los bisontes, hasta que llegamos al gran río. Allí
luchamos contra los alligeni, hasta que el suelo se tiñó de rojo
con su sangre. Desde las orillas del gran río hasta las costas del
lago salado, no hubo quienes se enfrentaran a nosotros. Los maquas
nos siguieron a distancia. Declaramos que la tierra debería ser
nuestra, desde el lugar en el que el agua ya no sube en este
riachuelo hasta un río a veinte soles de distancia en dirección al
verano. El terreno que habíamos conquistado como guerreros lo
conservamos como hombres. Mantuvimos a los maquas alejados,
haciéndoles adentrarse en el bosque, con los osos. Tan sólo sal, y
no pescado, pudieron probar del gran lago, sólo les dejábamos los
huesos.
—Todo esto lo he oído y creído
—dijo el hombre blanco, al ver que el
indio hacía una pausa—; pero fue
mucho antes de que los ingleses llegaran a este territorio.
Antes crecía un pino donde ahora
se encuentra este castaño. Los primeros rostros pálidos que
llegaron hasta nosotros no hablaban inglés. Llegaron en una gran
canoa, cuando mis antepasados ya habían enterrado el hacha con los
demás pieles rojas. Entonces, Ojo de halcón —continuó diciendo,
únicamente dejando entrever su profunda emoción por la caída de
tono en su voz, algo que dotaba de cierta musicalidad a su
lenguaje—; entonces, Ojo de halcón, éramos un solo pueblo, y éramos
felices. El lago salado nos daba pescado, el bosque sus ciervos, y
el aire sus aves. ¡Tomamos mujeres que nos dieron descendencia;
alabábamos al Gran Espíritu; y mantuvimos a los maquas más allá del
sonido de nuestros cánticos triunfantes!
—¿Acaso sabes algo de tu propia
familia de aquel tiempo? —inquirió el blanco—. En cualquier caso,
eres un hombre justo ¡para ser indio! Y como supongo que has
heredado sus mismas dotes, tus antepasados tuvieron que ser
valientes guerreros, así como hombres sabios a la hora de sentarse
en consejo alrededor de la hoguera.
—Mi tribu es la abuela de todas
las naciones, pero yo soy un hombre de una sola estirpe. La sangre
de grandes jefes corre por mis venas, en las que ha de permanecer
para siempre. Los holandeses arribaron aquí, y dieron el agua de
fuego a mi gente; la bebieron hasta que les pareció que el cielo y
la tierra se juntaban, e ingenuamente pensaron que habían
encontrado al Gran Espíritu. Entonces se separaron de su tierra.
¡Palmo a palmo, fueron alejados de las costas, hasta el tiempo en
el que yo, que soy jefe y sagamore, ya no puedo ver el sol si no es
a través de los árboles, y tampoco he podido ver las tumbas de mis
antepasados!
—Las tumbas inspiran sentimientos
solemnes —contestó el explorador, muy emocionado por el sufrimiento
contenido de su acompañante— y a menudo le ayudan a uno en sus
buenas intenciones; aunque, en mi caso, mis huesos seguramente
quedarán sin enterrar, para blanquearse en el bosque, o ser
despojados y despedazados por los lobos. Pero ¿adónde pueden estar
los de tu raza que llegaron a la tierra del Delaware, hace tantos
veranos?
—¿Dónde se han ido las flores de
esos veranos, caídos, uno tras otro? Así
todos los miembros de mi familia
partieron, cada uno a su tiempo, hacia la tierra de los espíritus.
Yo estoy ahora en la cima de la colina, y tendré también que bajar
hacia el valle; y cuando Uncas siga mis pasos, ya no quedará
ninguno de la sangre de los sagamores, ya que mi hijo es el último
mohicano.
—¡Uncas está aquí! —dijo otra
voz, con el mismo tono suave y gutural, muy cerca de su lado—.
¿Quién pregunta por Uncas?
Ante tan súbito alboroto, el
hombre blanco había desabrochado la funda de piel de su cuchillo e
hizo un movimiento instintivo para coger su carabina, mas el indio
se quedó tranquilo, sin volverse siquiera para mirar.
Al instante, un joven guerrero
pasó entre ambos, sin hacer el menor ruido, y se sentó a la orilla
del fluyente riachuelo. El padre no mostró sorpresa alguna, ni
preguntó nada, ni contestó tampoco, durante varios minutos; cada
cual esperó el momento en que rompería a hablar, sin hacer alarde
de la curiosidad que caracteriza a las mujeres ni la impaciencia
propia de los niños. El hombre blanco parecía haberse adaptado a
tales costumbres, dado que había relajado la firmeza de su mano
sobre la carabina, permaneciendo callado y tranquilo. Al poco
tiempo, Chingachgook volvió la mirada lentamente hacia su hijo y le
preguntó:
—¿Se atreven los maquas a dejar
las huellas de sus mocasines por estos parajes?
—Les he seguido el rastro
—contestó el indio joven—, y sé que son tantos como dedos tienen
mis dos manos; mas se esconden como cobardes.
—¡Esos ladrones están a la espera
de cabelleras y botín! —dijo el blanco, a quien llamaremos Ojo de
halcón, como lo hacen sus compañeros—. Ese molesto francés,
Montcalm, enviará sus espías hasta las puertas de nuestro
campamento, ¡pero se enterará de las medidas que tomemos!
—¡Basta ya! —replicó el padre,
mirando al sol poniente—. Les haremos correr como los ciervos de
entre sus arbustos. Ojo de halcón, cenemos esta noche, y
enseñémosles a los maquas que somos hombres mañana.
—Estoy tan preparado para lo uno
como para lo otro; pero para luchar contra los iroqueses es
menester encontrar a esos merodeadores; y para
comer, es necesario cazar…
Hablando del rey de Roma, allí hay un par de astas, ¡como pocas he
visto esta temporada, moviéndose entre los arbustos al pie de la
colina! Ahora, Uncas —continuó comentando en voz baja, riéndose
para sus adentros y concentrándose en lo que veía—, te apuesto tres
cargas completas de pólvora contra un tercio de metro de collar
indio, a que le acierto entre los ojos, aunque algo más a la
derecha que a la izquierda.
—¡No puede ser! —dijo el indio
joven, levantándose con el entusiasmo propio de su edad—. ¡Sólo se
ve el extremo final de su cornamenta!
—¡Aún es un niño! —dijo el
blanco, agitando su cabeza en señal de desaprobación mientras se
dirigía a su padre—. ¿Acaso se cree que un cazador no puede
discernir, guiándose por una parte de un animal, dónde está el
resto de su cuerpo?
Tras preparar su carabina, estaba
a punto de demostrar esa habilidad de la que tanto presumía, cuando
el guerrero se lo impidió, apartando su arma con la mano y
preguntándole:
—¡Ojo de halcón! ¿Luchas contra
los maquas?
—¡Estos indios conocen la
naturaleza del bosque como por instinto! — contestó el explorador,
bajando su carabina y alejándose, convencido de su error—. Debo
dejar que mates al gamo con tu flecha, Uncas, o de lo contrario
podríamos estar proporcionándoles comida a esos ladrones, los
iroqueses.
En cuanto el padre hubo secundado
lo dicho mediante un expresivo gesto de su mano, Uncas se tiró al
suelo y avanzó en dirección al animal sigilosamente. Cuando estaba
a tan sólo unos metros de distancia, colocó una flecha en su arco
con el máximo cuidado, a la vez que el ciervo se volvía inquieto,
como si hubiese detectado la presencia de un enemigo por medio de
su olfato. Al momento se oyó respingar la cuerda del arco, y una
ráfaga fugaz penetró en los arbustos, haciendo que el gamo herido
saltase fuera de su escondite, para caer a los mismos pies de su
enemigo oculto. Esquivando las astas del enfurecido animal, Uncas
se abalanzó sobre él y hundió su cuchillo en el cuello del gamo,
atravesándolo de un lado a otro, tras lo cual rodó hasta el borde
del río, tiñendo las aguas con su sangre.
—Hecho con la habilidad de un
indio —dijo el explorador, riéndose para
sus adentros, aunque muy
satisfecho—, ¡y fue todo un espectáculo, a pesar de que no bastó
con una flecha, siendo necesario además un cuchillo para rematar la
tarea!
—¡Hugh! —exclamó su compañero,
volviéndose rápidamente, como un sabueso que hubiese detectado una
presa.
—¡Por el buen Dios, habrá toda
una manada de ellos! —gritó el explorador, cuyos ojos comenzaron a
desvelar el ardor propio de sus actividades habituales—. ¡Si se
ponen al alcance de mis balas, derribaré a uno de ellos, aunque
puedan oírlo las seis naciones indias al completo! ¿Qué escuchas,
Chingachgook? Para mis oídos, es como si el bosque estuviese
mudo.
—Sólo hay un ciervo, y está
muerto —dijo el indio, agachándose hasta que su oreja prácticamente
tocaba en el suelo—. ¡Oigo todo tipo de pisadas!
—Quizá sean lobos que se han
llevado el gamo a su guarida y continúan siguiendo el rastro de la
manada.
—No. ¡Se acercan caballos de
hombres blancos! —contestó el otro, levantándose con dignidad y
volviendo a sentarse sobre el tronco con la misma compostura que
antes—. Ojo de halcón, son hermanos tuyos; habla con ellos.
—Eso haré, y hablando en un
inglés que ni el mismísimo rey se avergonzaría de contestar
—correspondió el cazador, hablando en el idioma del cual presumía—.
Mas no veo nada, ni oigo hombres ni bestias; resulta extraño que un
indio comprenda los sonidos hechos por los blancos mejor que uno
que, como sus mismos enemigos reconocerán, es de pura raza blanca,
¡aunque haya vivido tanto tiempo entre pieles rojas que podría dar
lugar a dudas! ¡Atención! Algo sonó, una rama seca, ahora yo
también oigo que los arbustos se mueven… sí, sí, un murmullo que
había confundido con el ruido de las cataratas y… pero si ya
vienen. ¡Dios les proteja de los iroqueses!
Capítulo IV
Bien, ve por tu camino; no
saldrás de este bosque. Hasta que te haya atormentado por esta
injuria. El sueño de una noche de verano.
Las palabras aún resonaban en la
boca del explorador cuando el que encabezaba el grupo, cuyos pasos
había detectado el indio, ya estaba a la vista. Un sendero
despejado, como los que originan los ciervos en su periódico
deambular, dio paso a un pequeño descampado cercano que pasaba el
río justo donde el hombre blanco y sus acompañantes se habían
apostado. Siguiendo este camino, los viajeros constituían una
imagen muy poco habitual en aquellas profundidades boscosas,
mientras avanzaban lentamente hacia el cazador, que a su vez les
aguardaba al frente de sus compañeros.
—¿Quién va? —exigió saber el
explorador, mientras apoyaba su carabina de un modo informal sobre
su brazo izquierdo, manteniendo el dedo índice de la mano derecha
sobre el gatillo, aunque sin ánimo de amenazar—. ¿Quién ha osado
adentrarse entre las bestias y los peligros del bosque?
—Creyentes en Dios, y amigos de
las leyes y del rey —contestó el que cabalgaba más adelantado—.
Personas que han estado viajando desde que amaneció, entre las
sombras de los árboles, sin haber comido, y tristemente cansados de
tanto deambular.
—Entonces, se han perdido —le
interrumpió el cazador—, ¿y no saben qué camino tomar?
—Incluso así, los niños pequeños
no dependen más de sus orientadores que nosotros, aunque estemos
más crecidos, pudiendo decirse que gozamos de la estatura pero no
del conocimiento adecuado. ¿Sabe usted a qué distancia se encuentra
el fuerte de la Corona denominado William Henry?
—¡Rayos! —exclamó el explorador,
sin disimular la risa que le produjo la pregunta, aunque la
suprimió de inmediato, con el fin de evitar que sus carcajadas
pudieran ser detectadas por los ocultos oídos de algún
enemigo—.
¡Han perdido el rastro al igual
que lo haría un perro sabueso que se encontrara al Horicano situado
entre él y su presa! ¡Pero hombre… William Henry! Si de veras son
ustedes amigos del rey y tienen que ver con el
ejército, el mejor camino sería
seguir el río hasta el fuerte Edward y exponerle la cuestión a
Webb, que languidece allí en vez de salir al encuentro de su
enemigo y expulsar a ese descarado francés del territorio,
haciéndole volver hasta la otra orilla del lago Champlain.
Antes de que el maestro de canto
pudiese contestar, otro jinete atravesó la maleza y se acercó al
cazador.
—¿Cuál sería entonces, la
distancia que nos separa del fuerte Edward? — preguntó el recién
llegado—. El lugar que nos aconseja es el que dejamos atrás esta
mañana, y nuestro destino es la cabecera del lago.
—Entonces seguramente perdieron
el sentido de la vista antes de perder su camino, ya que el camino
a través del porteo es sumamente ancho, y tan evidente como
aquellos que se dirigen hacia Londres, o incluso el que lleva hasta
el mismísimo palacio del rey.
—No dudamos de la calidad y el
tamaño del referido camino —contestó sonriente Heyward, que era
quien hablaba, como el lector ya habrá adivinado
—. Basta decir que confiamos en
un guía indio para llevamos por un atajo, aunque fuera un camino
más oscuro, y que, al parecer, tampoco sabe muy bien por donde
anda; por decirlo de otro modo, ¡no sabemos dónde estamos!