El último secreto - Paula Marshall - E-Book

El último secreto E-Book

Paula Marshall

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Beschreibung

Nicholas Allen Schuyler era consciente de la irónica situación en la que se encontraba. Decidido a buscar su propio camino, había renunciado al apellido y a la fortuna de su familia. Había iniciado una nueva vida y era libre para labrarse un futuro como escritor, pero se había enamorado de Verena Marlowe, de Marlowe Court, y tenía un problema: tenía que convencer a los padres de Verena de que un escritor sin dinero, conocido como Nicholas Allen, merecía casarse con su hija. Y tenía que conseguirlo sin mencionar que era un Schuyler.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1998 Paula Marshall

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El último secreto, n.º 1402 - enero 2022

Título original: The Wayward Heart

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1105-553-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

1926

 

 

NO ME había sentido tan decepcionado con el comportamiento de Nicholas desde el injustificado desmán que tuvo en Oxford, Victoria. Pensé que había cambiado, pero esto demuestra que no es así.

Gerald Schuyler, Lord Longthorne, arrojó el periódico que había estado leyendo sobre la mesa, para que su esposa pudiera leerlo. Estaban en la casa de campo de Padworth, y lo había recibido a primera hora de la mañana, por correo.

Lady Longthorne tomó el periódico y suspiró. Sabía que debía de ser algo importante, porque su esposo sólo la llamaba por su nombre, Victoria, cuando estaba muy enfadado.

En la portada del había una fotografía de Nicholas Schuyler, más conocido como Claus entre los miembros más jóvenes de la familia; su hijo salía de un juzgado en compañía de varias personas. Al parecer, había pasado la noche en un calabozo. La policía lo había detenido por escándalo público, después de haber participado en una carrera nocturna de motoras y de haberse enfrentado a los agentes. En el artículo se decía que el juez había recriminado de forma airada su conducta.

Torry dejó el periódico a un lado e intentó tranquilizar a su marido.

–Bueno, esta vez no ha sido tan terrible, Gerard. Al menos no ha sido como el asunto de aquella actriz.

–Puede ser, pero son demasiadas cosas. Siempre se mete en líos –espetó.

Gerard no se enfadaba con facilidad; pero, cuando lo hacía, le recordaba a su abuelo, «el capitán»; de hecho, se parecía mucho a él, en todos los aspectos.

Sin embargo, no sabía a quién había salido Nicholas. Físicamente se parecía a su padre y a su abuelo, pero no había heredado su aplomo, ni su determinación.

Torry adoraba a su hijo; era el más pequeño, y tal vez por ello lo apreciaba especialmente. Se suponía que iba a visitarlos el fin de semana siguiente, pero temía que los continuos roces entre padre e hijo se convirtieran en una guerra abierta.

–Ten paciencia con él, te lo ruego. No ha sido siempre así. Además, no es la primera persona que se comporta de forma extraña en su juventud; Gis Havilland era un verdadero gamberro, y se ha convertido en un ciudadano modelo, en un padre encantador y en un hombre íntegro. La próxima vez que veas a Nicholas, haz gala de esa diplomacia que te ha hecho tan famoso y es posible que todo vaya bien.

–Mi querida Victoria, creo haber demostrado una paciencia infinita con Nicholas, pero no ha servido de nada. En cuanto a Havilland… es cierto que era un gamberro, pero al menos terminó la carrera con muy buenas notas y ahora tiene su propio negocio. En cambio, Nicholas no ha conseguido nada. Sólo unos cuantos titulares en la prensa amarilla.

–Ganó un campeonato en Brooklands –le recordó.

–¿Es lo único que puedes decir a su favor? Tiene veintiséis años, y ya debería haber tomado una decisión con respecto a su vida. La amabilidad no ha funcionado con él, de modo que creo que ha llegado el momento de la mano dura.

Torry sabía que su esposo tenía razón. La relación entre Gerard y Nicholas empeoraba día a día, y no podía negar que el comportamiento de su hijo habría quebrado la paciencia de un santo.

Además, sabía que Gerard tenía dos buenas razones para temer por el futuro de Nicholas. En primer lugar, temía que siguiera los pasos de su abuelo, Joris, una de las ovejas negras de la familia; y en segundo lugar, era el único de los tres hermanos que aún no había sentado la cabeza.

Torry se levantó y se dirigió al enorme salón. En una de las mesas había varias fotografías de la familia. Tomó dos de ellas y las observó. Las habían sacado el año anterior, y la familia aparecía en pleno.

En una de ellas, observó a Nicholas en el centro; estaba haciendo bromas, como de costumbre, y sus hermanos y buena parte de los invitados reían. Todos parecían contentos, excepto Gerard, que fruncía el ceño.

La otra, en cambio, era una fotografía mucho más seria. Gerard había recriminado a Nicholas su actitud, de modo que posó con cara de pocos amigos a pesar de que todos los demás sonreían.

Suspiró y dejó las fotografías en su sitio. Nicholas estaría pronto con ellos, y tenía que encontrar una forma de arreglar las cosas entre padre e hijo; de lo contrario, sabía que uno de ellos haría algo de lo que se arrepentiría más tarde.

 

 

Nicholas Schuyler conducía su viejo Bentley por la carretera que llevaba a Padworth House. Llegaba tarde, y pensó que debería haber llamado para decir que había estado ocupado con algún asunto en la capital; pero no era cierto, y sabía que no habría sido capaz de mentir.

Además, en Londres no había nada que pudiera retenerlo. Había estado saliendo con una joven, Pamela Gascoyne, durante el último año; pero dos días antes le había confesado que pensaba casarse con su primo, Nigel Townsend.

No habían mantenido una relación seria, de modo que la separación no tendría que haber sido muy dolorosa para él; pero aquella semana habían pasado demasiadas cosas: había estado trabajando en un banco desde que terminó la carrera, y el director de la sucursal acababa de notificarle, con suma frialdad, que ya no necesitaban de sus servicios. De hecho, se había expresado en términos bastante contundentes. Lo había llamado incompetente y había comentado varias cosas bastante desagradables sobre su reputación antes de exigir que se marchara.

Nicholas nunca había estado enamorado de Pamela, pero había llegado a convencerse de que la joven influiría positivamente en su vida y lo ayudaría a sentar la cabeza si se casaba con ella. Para empeorar las cosas, sabía que su padre se enfadaría mucho cuando supiera que se habían separado y que había perdido el trabajo en el banco.

Segundos más tarde, pasó bajo el arco que servía de entrada a la propiedad de sus padres. Todo lo que veía apestaba a riqueza y a privilegios sociales, y no le agradaba demasiado.

Sin embargo, no era el momento más adecuado para pensar en ciertas cosas. Los criados ya habían salido de la mansión, para recibirlo. Uno de ellos se hizo cargo del coche, mientras otro se encargaba del equipaje.

–El té se servirá en la salita pequeña –anunció el segundo–. Como de costumbre, se alojará en la habitación azul, señor.

La habitación azul se encontraba en la parte trasera de la mansión, y tenía unas preciosas vistas de la propiedad. Cuando se asomó a la ventana, pudo comprobar que toda la familia se había reunido. Hasta Gerry se encontraba presente; vivía en Francia, pero había ido a pasar unos días con sus padres. En aquel momento charlaba animadamente con su primo, Gis Havilland, mientras sus hijos pequeños jugaban en el jardín bajo la atenta mirada de sus madres.

Nicholas intentó localizar con la mirada a Ralph Schuyler, el hermanastro de su padre. De todos sus familiares, era el que más le gustaba. Ralph era atrevido y algo cínico, pero no se encontraba en el lugar.

Lamentó mucho su ausencia, porque quería pedirle consejo sobre su futuro; ahora no tendría más remedio que contentarse. Pero Nicholas no podía imaginar que mucho tiempo más tarde recordaría aquel día y pensaría que su vida podría haber sido muy distinta si Ralph hubiera estado presente en aquella reunión.

Sabía que podía hablar con Gis, pero no le apetecía. Su primo no le desagradaba especialmente, pero encontraba bastante irritante que su padre siempre lo comparara con él, y siempre en términos negativos. Gis era el tipo inteligente de la familia, el héroe, y él sólo era una oveja negra.

Nicholas suspiró, bajó las escaleras y salió al jardín. Todo en Padworth era perfecto. Hasta el grupo que se había acomodado en la pradera lo era; se encontraba ante la imagen perfecta de un grupo de ricos y famosos del siglo XX. Y él, como de costumbre, se sentía fuera de lugar.

Pero el cálido saludo de su madre lo animó un poco.

–Ah, ya estás aquí, Nicholas… Me alegro mucho de verte. No esperábamos que llegaras hasta la noche. ¿Conseguiste salir antes del trabajo?

Su madre estaba sirviendo el té mientras hablaba, y Nicholas pensó que no tenía derecho a romper la felicidad del momento con la mala noticia de que había perdido su trabajo. De modo que tomó la taza de té que le ofreció y se sentó junto a Gis, bajo la atenta mirada de su padre.

–¿Qué tal va el negocio bancario? –preguntó Gis.

–Como siempre. ¿Y los aviones? ¿Aún vuelan?

Gis, que era piloto y constructor de aviones, sonrió.

–A veces. Estoy trabajando en un nuevo aparato.

En aquel instante, uno de los hijos de Gerry se acercó a Nicholas y dijo:

–Cuéntanos una historia, tío Claus. Venga, por favor, cuéntanos otra historia de dragones…

Nicholas tomó al pequeño Brant y lo sentó sobre sus rodillas.

–¿Te refieres al gran dragón de Enfield Chase?

–Sí, sí, al cuento que nos contaste en navidades. El de la princesa. Pero esta vez, me gustaría que el dragón se la comiera…

–Oh, vamos, no puedo hacer que se coma a la princesa. Se supone que las princesas de los cuentos se salvan y se casan.

Para entonces, todos los niños presentes se habían acomodado alrededor de Nicholas e insistieron en que les contara una historia.

–De acuerdo, como queráis. Había una vez un dragón que…

Nicholas comenzó a contar el cuento, y los niños lo escucharon con suma atención. Su madre y Gis también lo observaban; Gis lo miraba con expresión enigmática, y su madre, con cariño.

El padre de Gerry se acercó unos minutos más tarde, cuando ya había terminado de contar el cuento, y dijo:

–Creo que ha llegado el momento de que juguemos al cricket. ¿Te unes a nosotros, Claus?

–No, creo que no. Estoy demasiado cansado.

–Nunca quiere jugar –protestó el pequeño Gerry.

Gis tampoco quiso unirse al partido, de modo que se quedó a solas con Nicholas.

–Ha sido una semana muy dura –comentó Gis.

–Seguro que no tanto como la mía –dijo Nicholas.

–Deberías dejar ese trabajo y dedicarte a lo que realmente te gusta.

–¿Tú crees? ¿Y qué es lo que realmente me gusta? –preguntó Nicholas, con cierta ironía–. Estoy seguro de que una persona como tú, con tanto talento, conoce todas las respuestas.

Gis lo miró, pensativo.

–Había olvidado que no te caigo bien, Nicholas. Aunque, por otra parte, no me sorprende. Hay muy pocas personas que te caigan bien, y creo que la persona que más te disgusta eres tú mismo.

El comentario de Gis habría sido bastante ofensivo si no lo hubiera acompañado de un gesto cariñoso, colocando una mano sobre uno de los brazos de Nicholas, que lo miró con asombro.

–No me mires así –continuó Gis–. Tengo la impresión de que el futuro te depara algo bueno.

–¿En serio? ¿Y de qué se trata?

–¿Cómo quieres que lo sepa? Pero si me permites un consejo, haz lo que creas que debes hacer, Nicholas Allen. Eso es todo.

Nicholas se apartó de Gis con cierto disgusto.

–Bonitas palabras –espetó–. Supongo que serán de gran ayuda cuando tenga que enfrentarme a mi padre.

–Mira, Claus… cuando era más joven me sentía completamente abrumado por lo que los demás esperaban de mí. Y creo que a ti te sucede lo contrario. Estás deprimido porque nadie espera nada de ti. Tienes que encontrar la forma de escapar de la trampa en la que te encuentras.

–No necesito tus consejos, Gis.

Nicholas se levantó y se alejó hacia la mansión, lejos de su primo y de sus discursos, lejos de todo. Pero aún tenía algo que hacer. Debía hablar con su padre para decirle que había perdido el trabajo y que se había separado de su prometida. Sin embargo, no sabía cómo hacerlo.

 

 

–Lo han despedido. Estaban tan ansiosos por librarse de él que le dieron un mes de paga con tal de que se marchara cuanto antes. Y antes de que intentes defenderlo, te advierto que no pienso dirigirle la palabra hasta que recapacite. Tiene que abrirse camino en la vida, porque el camino que transita lo lleva directamente al infierno. Pensé que el ejemplo de sus familiares lo inspiraría un poco, pero me he equivocado.

–Oh, Gerard, ¿cómo has podido ser tan duro con él? –preguntó Torry.

–Torry, Nicholas me dijo que estaba harto de que lo comparara con sus parientes, y que sólo deseaba marcharse a un lugar alejado, donde no tuviera que oír nada de los Schuyler, ni de los Havilland. Yo me he limitado a decir que haré todo lo posible para que cumpla su sueño, porque estoy harto de que arruine el buen nombre de la familia.

–Gerard, ¿cómo has podido…?

–Tiene que reaccionar, Torry. Cuando lo miró, pienso que ha salido a mi padre.

–No digas eso. Sabes que no es cierto. En cierto modo, Nicholas es el que más se parece a ti.

–Tonterías. Yo nunca fui como Nicholas. Siempre fui un joven responsable.

–No mientas, Gerard, porque sabes muy bien que eso no es cierto. Además, tu vida fue muy distinta. Tuviste que luchar para labrarte un futuro, y la presencia de tu padre sirvió, al menos, para que no repitieras sus errores.

–¿Y crees que eso justifica el comportamiento de Nicholas?

–No justifica nada, pero deberías ser más tolerante. Tú tuviste suerte y encontraste muy pronto tu camino, pero Nicholas aún no ha encontrado el suyo. Ha intentado vivir con arreglo a las expectativas de otras personas y ni siquiera sabe lo que quiere.

–Excusas, simples excusas, pero no quiero seguir discutiendo sobre este asunto. Es hora de cenar. Sólo espero que Nicholas se siente lejos de mí.

Sin embargo, cuando llegaron al salón no vieron a Nicholas por ninguna parte. Gerard se enfadó aún más y llamó a un criado para que fuera a buscarlo, pensando que estaría en su habitación. El criado regresó cinco minutos más tarde, algo preocupado.

–Acabo de estar en su habitación, señor, pero no está allí. Jackson, el criado que se encuentra en el vestíbulo, me ha comentado que el señor Nicholas pidió su coche hace media hora. Al parecer, bajó su equipaje y se marchó, no sin antes decirle a Jackson que no tenía intención de volver.

–¿No dijo nada más? –preguntó Gerard.

–Bueno, señor…

–Habla. Di lo que sepas.

–El señor Nicholas comentó que no diría nada sobre su paradero, puesto que a usted no le interesa, milord, y que no piensa volver a Padworth.

–Comprendo. Dile al mayordomo que sirva la cena y luego retírate –dijo Gerard–. Torry, querida, dame tu brazo. Será mejor que cenemos de una vez.

Victoria suspiró y lo tomó del brazo. Sabía que no tenía sentido que intentara hablar con su marido en aquel momento; estaba demasiado enfadado, así que pensó que esperaría a que se tranquilizara un poco.

Pero estaba muy preocupada. Su hijo pequeño se había marchado, y no sabía adónde.

 

 

Nicholas se dirigió hacia el sudoeste después de arreglar sus asuntos en Londres. Despidió a su criado, al que dio un mes de paga como indemnización, hizo las maletas y escribió una carta a su casero para informarle de que sacaría todas sus cosas de la casa alquilada antes de que venciera el plazo de tres meses que ya había pagado.

Sólo había dormido unas cuantas horas, pero se sentía extrañamente libre. No tenía planes y no sabía a dónde iba; sólo quería estar lejos de los Schuyler. A última hora de la tarde ya había llegado a Devonshire, y comenzó a silbar. Se había detenido a comer en un pequeño restaurante, pero había pasado mucho tiempo y que podía parar de nuevo para tomar algo. Echó un vistazo al mapa de carreteras y vio que se aproximaba a una pequeña localidad llamada West Bretton, de modo que decidió terminar la jornada allí.

No había estado nunca en Devonshire, así que todo era nuevo para él. West Bretton parecía una pequeña ciudad muy interesante.

Minutos más tarde se encontraba en un local del centro.

La dueña del establecimiento se acercó a él después de un rato. Era el único cliente, y supuso que querría charlar un rato.

–Los días de mercado hay más gente –declaró–. Está de paso, ¿verdad?

–No estoy seguro. Es posible que me quede a dormir, o a pasar unos días –respondió, mientras pagaba la cuenta.

La alegría de Nicholas se incrementaba poco a poco. Salió a dar un paseo por la plaza y se detuvo a contemplar los productos que ofrecían las tiendas. Poco después se encontró ante la sede del West Bretton Clario, el periódico de la localidad, y vio que en la puerta había un cartel. Al parecer, necesitaban cubrir el puesto de ayudante del editor, un tal John Webster. El anuncio añadía que se necesitaba a una persona capaz de realizar cualquier tipo de tarea.

Nicholas lo leyó, divertido; supuso que necesitarían a alguien que echara una mano en todas las labores del periódico, y que se encargara de las noticias menos interesantes. Sonrió y pensó que era un trabajo adecuado para él, pero siguió su paseo y tomó una carretera que se internaba en el campo. Tres o cuatro kilómetros más adelante se encontró ante una imponente mansión con un enorme jardín. A lo lejos, varios jardineros trabajaban en los múltiples setos y macizos de flores, bajo la atenta mirada de un anciano bastante alto, que se apoyaba en un bastón.

Mientras contemplaba el paisaje, pensó en la conversación que había mantenido con Gis. No le había pedido ningún consejo, pero su primo se lo había dado de todos modos, y le había dicho que hiciera lo que quisiera hacer.

Rápidamente, una idea comenzó a formarse en su cabeza. Pensó en la facilidad que tenía para contar historias, y en cierta pregunta que le había hecho su tutor en Oxford, tiempo atrás:

–¿Ha pensado en la posibilidad de escribir, Schuyler? Tengo la impresión de que sería un buen escritor si se lo propusiera.

Nicholas sonrió de nuevo al pensar en lo que diría su padre si supiera que quería ser periodista, aunque imaginó que trabajar en un periódico tan insignificante como el West Bretton Clarion no bastaría para que se convirtiera en periodista.

No obstante, tenía que hacer algo. Además, la perspectiva de pasar los largos días de verano en aquella localidad le agradaba. Podía trabajar y leer los libros que siempre había querido leer, lejos de las distracciones de su ajetreada vida de Londres, que tanto condenaba su padre.

Pero no quería pensar en él. Se había marchado, entre otras cosas, para olvidarlo. De modo que dio media vuelta y regresó a la sede del periódico. Decían que necesitaban un ayudante, y sospechaba que era la persona adecuada para el puesto. Había recibido una buena educación, redactaba correctamente y sabía preparar el té. En cuanto a lo demás, podría aprenderlo sin problemas.

Nicholas Schuyler abrió la puerta y se encontró en un pequeño vestíbulo pintado de blanco, con un mostrador tras el que estaba sentado un anciano de pelo blanco y expresión inteligente. De inmediato, supo que se trataba del señor John Webster.

Carraspeó y dijo:

–Buenas tardes, señor. Me llamo Nicholas Allen y me gustaría hablar sobre el trabajo que ofrecen.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Tres años más tarde. 1929.

 

 

TENDRÍAS que habernos acompañado anoche a la casa de los Redroof, Verena. Conocí a un hombre maravilloso, y justo cuando empezaba a pensar que en todo el condado no había un hombre decente.

–¿Era atractivo? –preguntó Verena Marlowe, con ironía.

Su madrastra se sentó en un sofá e introdujo un cigarrillo en una larga boquilla de plata y marfil. Verena estaba jugando a las cartas con su hermanastro, el hijo pequeño de Chrissie, Jamie.

–No demasiado –respondió Chrissie.

Jamie empezó a toser. Era asmático, pero nunca habían conseguido convencer a su madre de que el humo del tabaco era malo para él.

–Es alto, moreno, y de aspecto inquietante, como tu difunto padre –continuó Chrissie–, pero muy divertido. Si nos hubieras acompañado te habrías divertido.

–Puede ser, pero Jamie tuvo un ataque de asma ayer por la tarde y no podíamos dejarlo solo.

–Oh, vamos… Priddie podría haber cuidado de él. A fin de cuentas, Sir Charles la contrató para eso.

Verena suspiró. En su opinión, Chrissie dedicaba muy poco tiempo a su hijo; creía que debía encargarse personalmente de su cuidado, en lugar de dejárselo a la señorita Pridham o a ella misma.

–Sí, pero tiene demasiada edad para pasar todas las noches en vela, cuidando de un niño pequeño.

Chrissie se encogió de hombros.

–Entonces, Sir Charles debería despedirla y contratar a otra persona –declaró–. Lamentablemente, es demasiado sentimental. Tendré que hablar con él.

Verena pensó que sería inútil que le recordara que la señorita Pridham era el último lazo que unía a Sir Charles con sus tres hijos muertos. Peter y John habían muerto en la guerra, y Hugh, el padre de Verena y último esposo de Chrissie, poco tiempo después.

–Pero dejemos de hablar de Priddie –continuó Chrissie–. El hombre que conocí ayer se llama Nicholas Allen. ¿Te dice algo su nombre?

Verena negó con la cabeza. Se había marchado de Marlowe Court, la casa de su abuelo, diez años atrás, cuando enviaron a su padre a La India. La madre de Verena había muerto poco antes, mientras daba luz a un hijo que murió con ella.

–No, no me suena de nada, aunque conozco a casi todos los hombres del lugar. Mi abuelo era un hombre muy sociable antes de que tuviera el accidente.

Chrissie bostezó. No le interesaban demasiado los asuntos de su suegro. Se había casado con el padre de Verena, un oficial del ejército, meses después de que regresara de La India, y Verena había ganado una madrastra poco mayor que ella.

–En tal caso, debe ser un recién llegado. Trabaja como ayudante de Webster, en el Clarion.

John Webster era el dueño de Redroofs, y primo y viejo amigo de Sir Charles. Su único hijo, Jack, había muerto en la misma ofensiva en la que murió Peter Marlowe.

En aquel instante, Jamie empezó a toser de nuevo.

–Compórtate, Jamie. No pareces el hijo de un soldado.

El niño empezó a llorar, pero Verena no dijo nada. Le desagradaba la actitud de su madrastra. A Chrissie no le importaba nada salvo ella misma, de modo que intentó animar al pequeño y lo tomó de la mano. Jamie se tranquilizó enseguida.

–¿Lo ves? Puede dejar de toser cuando quiera –dijo su madre, triunfante–. Por cierto, he convencido a Sir Charles para que invite a cenar el sábado por la noche a Webster y a Nicholas Allen. Te agradecería que hablaras con el ama de llaves, para que se encargue de todos los preparativos. Es hora de que empecemos a divertirnos de nuevo. No podemos llevar luto por Hugh eternamente.

Verena tuvo que contenerse para no hacer un comentario bastante agresivo al respecto. En su opinión, Chrissie no había sufrido por la muerte de Hugh. Sin embargo, prefirió dejar de pensar en ello y prestar atención al niño, con el que estaba jugando a las cartas.

–No juegas tan bien como mamá –dijo el niño–. Mi madre siempre me gana.

–Sí, lo sé.

Chrissie Marlowe era tan poco sensible que ni siquiera se dejaba ganar por su hijo, a diferencia de Verena.

–¿Qué te parece si me acompañas cuando vaya a hablar con la señora Jackson sobre la cena del sábado? –preguntó Verena–. Podríamos llevar a Hércules con nosotros.

Hércules era el perro que Sir Charles le había regalado al niño. Le habían puesto el nombre a modo de broma; era un Yorkshire terrier, muy pequeño y obediente.

Jamie negó con la cabeza.

–No, ahora no. No respiro bien. Puede que más tarde.

Verena lo miró y asintió.

 

 

A media tarde, Verena y el niño tomaron el camino de Parson’s Pool, para hablar con la señora Jackson. Dejaron atrás la casita de Jesse Pye y bajaron por un camino que avanzaba entre árboles. Poco después vieron la laguna que daba nombre al lugar.

–¿Por qué se llama Parson’s Pool? –preguntó el pequeño.

–El abuelo me contó una vez que hace cien años había un hombre apellidado Parson que disfrutaba nadando en la laguna. Los habitantes de West Bretton pensaban que estaba loco. Al parecer era primo de John Marlowe, que entonces era dueño de Marlowe Court, y John nadaba con él de vez en cuando.

Estaban a escasa distancia de la alberca cuando Verena se detuvo en seco.

–¿Qué pasa? –preguntó el niño–. ¿Qué es lo que has visto?

–Nada –mintió.

Verena lo tomó del brazo y dio media vuelta.

Había mentido porque había vislumbrado entre los árboles la ropa de un hombre. Resultaba evidente que alguien estaba nadando, y no podía saber si lo hacía desnudo o con bañador.

Estaba a punto de buscar alguna excusa para explicar su reacción al pequeño cuando oyeron que alguien chapoteaba en al agua.

–Alguien se está bañando, Verena… Vamos a ver quién es.

–No, será mejor que no nos entrometamos.

Sin embargo, el perro no tenía tanto respeto por las convenciones sociales de los humanos y salió corriendo hacia la laguna. Jamie, como cabía esperar, siguió a Hércules, y Verena no tuvo más opción que seguirlos.

Cuando llegó a la orilla de la laguna, sus temores desaparecieron. Tal y como había supuesto, se trataba de un hombre; pero llevaba un bañador perfectamente conservador, negro y de una sola pieza.

El hombre alcanzó la orilla y salió para saludar al pequeño.