El único y su propiedad - Max Stirner - E-Book

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Max Stirner

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Beschreibung


Johann Caspar Schmidt, cuyo pseudónimo, Max Stirner, hace alusión a su amplia frente, nació en 1806 en la ciudad alemana de Bayreuth. Estudió filología, filosofía y teología en Königsberg, Erlangen y Berlín sin una meta determinada. Sus estudios fueron irregulares y con numerosas interrupciones. En 1837 Stirner se unió al club de jóvenes hegelianos conocido como «Los libres» que se reunía en Berlín, una tertulia filosófica y política donde trabó relación con Engels y Bruno Bauer. Aparte de esta asociación, Stirner llevó una vida retirada y silenciosa, sin apenas amigos ni relaciones sociales. En 1844 publicó su obra más conocida, El único y su propiedad, y en 1852 la primera parte de Historia de la reacción, obra que quedaría incompleta a su muerte, en 1856. El único y su propiedad sienta las bases del anarquismo individualista y es precursora del pensamiento nietzscheano. Para Stirner el individuo debe ser el único ser supremo, liberado del yugo de Dios y de su reflejo en los humanismos. Este individuo autoliberado es el Egoísta, el Único ­que más tarde daría lugar al Superhombre nietzscheano­, y sólo asumiendo sin hipocresías ese egoísmo esencial, el hombre puede llegar a ser feliz. Stirner distingue entre el concepto de sociedad, asociación forzosa y represiva de seres alienados controlada por el Estado, y el de libre asociación de individuos soberanos con fines mutuamente egoístas. «Nada prevalece sobre mí» sentencia sin concesiones. Esta obra, que no ha perdido un ápice de actualidad, según Habermas el producto de la rigurosidad de un monomaníaco, ha ejercido una profunda influencia en varias corrientes de pensamiento, que abarcan desde el anarquismo hasta el liberalismo capitalista

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Max Stirner

Max Stirner

EL ÚNICO Y SU PROPIEDAD

Traducido por Carola Tognetti

ISBN 978-88-3295-417-3

Greenbooks editore

Edición digital

Septiembre 2019

www.greenbooks-editore.com

ISBN: 978-88-3295-417-3
Este libro se ha creado con StreetLib Writehttp://write.streetlib.com

Indice

He basado mi causa en nada

Primera parte

Segunda parte: Yo, la propiedad. La individualidad.

Tercera parte

He basado mi causa en nada

¿Qué causa es la que voy a defender? Ante todo, mi causa es la buena causa, luego la causa de Dios, de la Verdad, de la Libertad, de la Humanidad, de la Justicia; después, la de mi Príncipe, la de mi Pueblo, la de mi Patria; finalmente, será la del Espíritu, y otras mil causas ... ¡Pero la causa que yo defiendo no es mi causa! ¡Abomino del egoísta que no piensa más que en sí!

Pero esos cuyos intereses son sagrados, esos por quienes debemos decidirnos y entusiasmarnos, ¿cómo entienden su causa? Veámoslo.

Vosotros que sabéis de Dios tantas y tan profundas cosas, vosotros que durante siglos habéis explorado las profundidades de la divinidad y habéis penetrado con vuestras miradas hasta el fondo de su corazón, vosotros ¿podéis decirme cómo entiende Dios la causa divina que estamos destinados a servir? Tampoco nos ocultáis los designios del Señor. ¿Qué quiere? ¿Cuál es su causa? ¿Ha abrazado, como a Nosotros se nos ha insinuado, una causa ajena, la causa de la Verdad y del Amor? Este absurdo os subleva y enseñáis que siendo Dios mismo todo Amor y toda Verdad, la causa de la Verdad y del Amor se confunden con la suya y le son consustanciales. Os repugna admitir que Dios pueda parecerse a miserables gusanos como Nosotros y hacer suya la causa ajena. Pero, ¿abrazaría Dios la causa de la Verdad, si no fuese Él mismo la Verdad? Dios no se ocupa más que de su causa, sólo Él es Todo en Todo, de suerte que todo es su causa. Pero nosotros, nosotros no somos Todo en Todo, y nuestra causa es bien mezquina, bien despreciable; así, debemos servir a una causa superior. Está claro; Dios no se preocupa más que de lo suyo, no se ocupa más que de sí mismo, no piensa más que en sí y sólo en sí pone sus miras. ¡Ay de todo aquel que contraríe sus designios! No sirve a nada superior y nada más se satisface a sí mismo. Su causa es una causa puramente egoísta.

Y la Humanidad, cuyos intereses debéis defender como nuestros, ¿qué causa defiende? ¿Su causa es la de algún otro? ¿No sirve a una causa superior? No, la Humanidad no se reconoce más que a sí misma, la Humanidad no tiene otro objeto que la Humanidad, su causa es ella misma. Con tal que ella se desarrolle, poco le importa que los individuos y los pueblos sucumban; saca de ellos lo que puede sacar, y cuando han cumplido la tarea que de ellos requería, los echa, en gratitud, a los vertederos de la Historia. ¿La causa que defiende la Humanidad no es puramente egoísta?

Inútil es proseguir y demostrar cómo cada una de esas causas, que desearían endosarnos, persiguen tan sólo su bien y no el nuestro. Pasad revista a las demás, y decid si la Verdad, la Libertad, la Justicia, etc., se preocupan de vosotros más que para reclamar vuestro entusiasmo y vuestros servicios. Que seáis servidores celosos, que le rindáis homenaje, es todo lo que os piden.

Mirad a un pueblo redimido por nobles patriotas; los patriotas caen en la batalla o revientan de hambre y de miseria; ¿qué dice el pueblo? ¡Abonado con sus cadáveres se hace floreciente! Mueren los individuos por la gran causa del pueblo, y el pueblo se limita a dedicarles alguna que otra lamentable frase de reconocimiento, guardándose para sí todo el provecho. ¡Esto se llama un egoísmo lucrativo!

Pues contemplad ahora a ese sultán que cuida tan tiernamente a los Suyos. ¿No es la imagen de la más pura abnegación y no es su vida un perpetuo sacrificio? ¡Sí, por los Suyos! ¿Quieres hacer una prueba? Muestra que no eres el Suyo, sino el Tuyo; rehúsate a su egoísmo y serás perseguido, encarcelado, atormentado. El sultán no ha basado su causa sobre nada más que sobre sí mismo; es Todo en Todo, es el Único y a nadie permite que no sea uno de los Suyos.

¿No os sugieren nada estos ejemplos? ¿No os invitan a pensar que el egoísta tiene razón? Yo, al menos, aprendo de ellos, y en vez de continuar sirviendo con desinterés a esos grandes egoístas, seré Yo mismo el egoísta.

Dios y la Humanidad no han basado su causa en Nada, en nada que no sea ellos mismos. Yo basaré, pues, mi causa en Mí; soy como Dios, la negación de todo lo demás, soy para mi Todo, soy el Único.

Si Dios y la Humanidad son poderosos con lo que poseen, hasta el punto de que para ellos mismos Todo está en Todo, Yo advierto que a mí me falta mucho menos todavía y que no tengo que quejarme de mi vacío.

Yo no soy Nada, en el sentido de vacío; pero soy la Nada creadora, la Nada de la que mi Yo creador lo crea Todo.

¡Mal haya, pues, toda causa que no sea entera y exclusivamente la Mía! Mi causa, pensaréis, debería ser, al menos, la buena causa. ¿Qué es lo bueno, qué es lo malo? Yo mismo soy mi causa, y no soy ni bueno ni malo; ésas no son, para Mí, más que palabras.

Lo divino es la causa de Dios; lo humano, la causa del hombre. Mi causa no es divina ni humana, no es ni lo Verdadero, ni lo Bueno, ni lo Justo, ni lo Libre, es lo mío, no es general, sino única, como Yo soy Único. No admito nada por encima de mí.

Max Stirner

(1806 - 1856)

Primera parte

El hombre

El hombre es para el hombre el Ser Supremo, dice Feuerbach.

El hombre acaba de descubrirse, dice Bruno Bauer. Examinemos con precisión este Ser Supremo y este reciente descubrimiento.

La vida de un hombre

Desde el instante en que despierta a la vida, el hombre procura desembarazarse y conquistarse a sí mismo en medio del caos en que se revuelve confuso junto a todos los Demás. Pero el niño forcejea contra Todo con lo que entra en contacto, contra sus asaltos y afirma su existencia. Por consiguiente, ya que todos se mantienen sobre sí mismos y, a su vez, entran constantemente en colisión con los demás, la lucha por la supremacía de sí mismo es inevitable.

Vencer o ser vencido, no hay otra alternativa. El vencedor será el amo y el vencido será el esclavo: aquél gozará de la soberanía y de los derechos del señor; éste cumplirá con veneración y respeto sus deberes de súbdito.

Pero ambos son enemigos y no deponen las armas; cada uno de ellos acecha las debilidades del otro, los hijos las de los padres, los padres las de los hijos (por ejemplo, su miedo). O el palo es superior al hombre o el hombre es superior al palo.

He aquí el camino que desde la infancia nos conduce a la liberación: tratamos de penetrar en el fundamento de las cosas, o detrás de las cosas; para eso acechamos las debilidades de todos y en ello los niños tienen un instinto que no les engaña. Por ello nos complace romper lo que encontramos a mano, gustamos de escudriñar los rincones prohibidos, explorar todo lo que se oculta a nuestras miradas, ensayamos nuestras fuerzas en todo. Y, descubierto al fin el secreto, nos sentimos seguros de Nosotros. Si, por ejemplo, hemos llegado a convencernos de que la palmeta no puede nada contra Nuestra obstinación, no la tememos ya; hemos pasado de la edad de la férula. ¡Tras los azotes se levantan, más poderosos que ellos, Nuestra audacia y Nuestra obstinada libertad! Nos deslizamos dulcemente a través de todo lo inquietante, a través de la fuerza temida del látigo, a través del rostro severo de nuestro padre y detrás de todo descubrimos Nuestra Ataraxia, es decir, Nuestra imperturbabilidad, Nuestro arrojo y Nuestra oposición, Nuestro poder superior y Nuestra incorrección. Lo que nos inspiraba miedo y respeto, lejos de intimidarnos, nos alienta. Tras del rudo mandato de los superiores y de los padres, se levanta más obstinada nuestra voluntad, más artificiosa nuestra astucia. Cuando más nos sentimos a Nosotros mismos, más irrisorio nos parece lo que habíamos creído insuperable. Pero, ¿qué son nuestra destreza, audacia y valor, sino el Espíritu?

Durante largo tiempo escapamos a una lucha, que luego nos será fatigosa y triste, la lucha contra la razón. Lo mejor de la infancia pasa sin que tengamos que luchar contra la razón.

Siquiera nos cuidamos de ella, no tenemos nada que ver con ella, rechazamos la razón. El convencimiento es entonces un absurdo: sordos a las buenas razones y a los argumentos sólidos, reaccionamos, por el contrario, vivamente bajo las caricias y los castigos.

Más tarde comienza el rudo combate contra la razón y con él se abre una nueva fase de nuestra vida. En la niñez, correteábamos sin cavilar demasiado. Con el Espíritu se revela por primera vez en Nosotros nuestro ser íntimo, la primera divinización de lo divino, es decir, lo inquietante, el fantasma, el poder superior. Nada se impone desde entonces a nuestro respeto, al sentimiento juvenil de nuestra fuerza, y el mundo pierde su crédito ante nuestros ojos, pues nos sentimos superiores a él, nos sentimos Espíritu.

Y el joven no supera sólo el yugo de los padres, sino el de los Hombres en general. Ellos no constituyen ya un obstáculo ante el cual es preciso detenerse, porque hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El nuevo punto de vista es celestial, y desde su altura, todo lo terrenal retrocede a una lejanía desdeñable.

De ahí que la orientación del joven se haya invertido completamente y su nueva actitud sea espiritual, en tanto que el niño, que no se sentía aún Espíritu, quedaba confinado a la comprensión no-espiritual. El joven no se aferra ya a las cosas, sino que procura aprehender los pensamientos que esas cosas encubren; así, por ejemplo, deja de acumular confusamente en su mente los hechos y las fechas de la historia, para penetrar el pensamiento que ella encierra. El niño, por el contrario, aunque comprenda bien el encadenamiento de los hechos, es incapaz de sacar de ellos Ideas, el Espíritu amontona los conocimientos que adquiere sin seguir un plan a priori, sin sujetarse a un método teórico, en resumen, sin perseguir Ideas.

Si en la niñez tenía que superar la resistencia de las leyes del mundo, en el presente, propóngase lo que quiera, choca con una objeción del Espíritu, de la Razón, de la propia Conciencia. ¡Eso no es razonable, no es cristiano, no es patriótico!, nos grita la conciencia; y nos abstenemos. No tememos el poder vengador de las Euménides, ni la cólera de Poseidón, ni a Dios en tanto que también comprende lo oculto, ni tememos el castigo paterno, sino la conciencia.

Somos, desde entonces, los servidores de nuestros pensamientos; obedecemos sus órdenes, como en otro tiempo las de los padres o las de los hombres. Son ellas (ideas, representaciones, creencias) las que reemplazan a los mandatos paternos y las que gobiernan nuestra vida.

De niños, pensábamos ya, sin embargo nuestros pensamientos no eran entonces incorporales, abstractos, absolutos, es decir, nada más que pensamientos, un cielo para sí, un mundo puro de pensamientos, pensamientos lógicos.

Por el contrario, nuestros pensamientos, eran pensamientos de las cosas, juzgábamos que una cosa determinada era de tal o cual naturaleza. Pensábamos, sí, Dios es quien ha creado este mundo que vemos; pero nuestro pensamiento no iba más lejos, no escrutábamos las profundidades mismas de la divinidad. Decíamos esto es lo verdadero de la cosa, pero sin indagar lo verdadero en sí, la verdad en sí, sin preguntarnos si Dios es la verdad. Poco nos importaban las profundidades de la divinidad, ni cuál fuese la verdad. Pilato no se detiene en cuestiones de pura lógica (o en otros términos, de pura teología) como ¿qué es la verdad? Y, sin embargo, llegada la ocasión, no vacila en distinguir lo que hay de verdadero y lo que hay de falso en un asunto, es decir, si tal cosa determinada es verdadera.

Todo pensamiento vinculado a un objeto no es todavía nada más que un pensamiento, un pensamiento absoluto. No hay para el joven placer más vivo que descubrir y hacer suyo el pensamiento puro; la Verdad, la Libertad, la Humanidad, el Hombre, etc., esos astros brillantes que alumbran el mundo de las ideas, iluminan y exaltan las almas juveniles.

Pero una vez reconocido el Espíritu como esencial, aparece una diferencia: el Espíritu puede ser rico o pobre y nos esforzamos, por consiguiente, en hacernos ricos de Espíritu; el Espíritu quiere expandirse, fundar su reino, un reino que no es de este mundo, sino de mucho más allá; así aspira a devenir todo en todo, es decir, si bien soy un Espíritu, no soy un Espíritu perfecto y debo empezar por buscar ese Espíritu perfecto.

Con ello, yo, que apenas me había descubierto, reconociéndome Espíritu, me pierdo de nuevo, en el instante en que, penetrado de mi inanidad, me inclino ante el Espíritu perfecto, reconociendo que no está en mí, sino más allá de mí. Todo depende del Espíritu, pero ¿todo Espíritu es justo? El Espíritu justo y verdadero es el espíritu ideal, el Espíritu Santo. No es ni el Mío ni el Tuyo, es un Espíritu ideal, trascendente: es Dios, Dios es el espíritu. Y ese Padre celestial que está en el más allá, dará Espíritu a quienes lo pidan (San Lucas, XI, 13).

El hombre ya maduro difiere del joven en que considera el mundo tal como es, sin ver por todas partes mal que corregir, entuertos que enderezar, y sin pretender modelarlo sobre su Ideal. En él se consolida la opinión de que uno debe obrar para con el mundo según su interés y no según su Ideal.

Mientras no se vea en sí más que el Espíritu y ponga todo el mérito en ser Espíritu (al Joven le es fácil arriesgar su vida, lo corporal, por Nada, por la necedad del agravio); únicamente se tienen pensamientos, ideas que se espera ver realizadas un día, cuando haya encontrado su camino, hallado una salida a su actividad. No se tienen, pues, más que Ideas, Pensamientos o Ideas inconsumadas.

Pero cuando se ama vivamente (lo que sucede ordinariamente en la edad madura) y se experimenta un placer de ser tal como uno es, con vivir su vida, se cesa de perseguir el ideal para apegarse a un interés personal, egoísta, es decir, a un interés que ya no busca sólo la satisfacción del Espíritu, sino el disfrute total, el goce de todo el individuo, el propio interés.

Comparad, pues, al hombre maduro con el hombre joven. ¿No os parece más duro, más egoísta, menos generoso? ¡Sin duda! ¿Es por eso más malo? No -diréis-, es que se ha hecho más positivo, más práctico. Lo fundamental es que resueltamente hace de sí el centro de todo, más que el joven, distraído en cosas ajenas a él, como Dios, la patria y otras.

De este modo, el hombre se descubre por segunda vez. El joven había advertido su espiritualidad para extraviarse de nuevo en la investigación del Espíritu universal y perfecto, del Espíritu Santo, del Hombre, de la Humanidad, en una palabra, en todos los Ideales. El hombre se recobra y vuelve a hallar su espíritu encarnado en él, hecho carne.

Un niño no pone en sus deseos ni ideas ni pensamientos; un joven no persigue más que intereses espirituales. Los intereses del hombre, en cambio, son materiales, personales y egoístas.

Cuando el niño no tiene ningún objeto en qué ocuparse, se aburre, porque no sabe todavía ocuparse de sí mismo. El joven, al contrario, se cansa pronto de los objetos, porque de esos objetos salen para él pensamientos, y él, ante todo, se interesa por sus pensamientos, sus sueños, en lo que espiritualmente le ocupa: su espíritu está ocupado.

En todo lo que no es espiritual, el joven no ve más que futilidades. Si se le ocurre tomar en serio las más insignificantes niñerías (por ejemplo, las ceremonias de la vida universitaria), es porque se apoderan de su espíritu, es decir porque ve en ellas símbolos.

Yo Me he colocado detrás de las cosas y he descubierto mi Espíritu; igualmente, más tarde Me encuentro detrás de mis pensamientos y me siento su creador y su poseedor. En la edad del Espíritu, mis pensamientos proyectaban sombra sobre Mi cerebro, como el árbol sobre el suelo que le nutre; giraban a Mi entorno como ensueños de calenturiento, y me turbaban con su espantoso poder. Los pensamientos mismos habían adquirido corporeidad y se llamaban Dios, el Emperador, el Papa, la Patria, etcétera.

Hoy destruyo su cuerpo, entro en posesión de Mis pensamientos, los hago Míos y digo: sólo yo poseo un cuerpo. No veo ya en el mundo más que lo que él es para Mí, es Mío, es mi propiedad. Yo lo refiero todo a Mí. No hace mucho era Espíritu y el mundo era a mis ojos digno sólo de mi desprecio; hoy soy Yo su propietario y rechazo esos Espíritus o esas Ideas cuya vanidad he medido.

Todo eso no tiene sobre mí más poder que el que las potencias de la Tierra tienen sobre el espíritu. El niño era realista, embarazado por las cosas de este mundo, hasta que llegó poco a poco a penetrarlas. El joven es idealista, ocupado en sus pensamientos, hasta el día en que llega a ser hombre egoísta que no persigue a través de las cosas y de los pensamientos más que el gozo de su corazón y pone por encima de todo su interés personal. En cuanto al anciano ... cuando yo lo sea ... tendré tiempo de hablar de él.

El Espíritu

El mundo de los Espíritus es prodigiosamente vasto, el de lo espiritual es infinito: examinemos, pues, lo que es propiamente ese espíritu que nos han legado los antiguos. Ellos lo dieron a luz entre dolores, pero no pudieron reconocerse en él; pudieron crearlo, pero hablar sólo podía hacerlo Él mismo. El Dios nacido, el Hijo del hombre, expresó por primera vez este pensamiento: que el Espíritu, es decir, Él, Dios, no tiene ningún vínculo con las cosas terrenales y sus relaciones, sino únicamente con las cosas espirituales y sus relaciones.

Mi inquebrantable firmeza en la adversidad, mi inflexibilidad y mi audacia, ¿son ya el Espíritu, en la plena acepción de la palabra? ¿No puede el mundo, en efecto, nada con ellas? Si fuera así, el Espíritu estaría todavía en oposición con el mundo y todo su poder se limitaría a no someterse a él ¡No!, en tanto que no se ocupa exclusivamente de sí mismo, en tanto que no tiene únicamente que hacer con su mundo, con el mundo espiritual, el Espíritu no es todavía el Espíritu libre; permanece siendo el Espíritu del mundo, encadenado a este mundo. El Espíritu no es Espíritu libre, es decir, realmente Espíritu, más que en el mundo que le es propio; aquí abajo, en este mundo terrenal es siempre un extraño. Sólo en un mundo espiritual el Espíritu se completa y toma posesión de sí, porque este bajo mundo no lo comprende y no puede guardar junto a él la hija forastera.

Pero ¿dónde encontrará ese dominio espiritual? ¿Dónde sino en sí mismo? Él tiene que exteriorizarse y las palabras que expresa, las revelaciones en las que se manifiesta, ésas son su mundo. Como el extravagante no vive sino en el mundo fantástico que crea su imaginación, como el loco engendra su propio mundo de sueños, sin el cual no sería loco, así el Espíritu debe crear su mundo de fantasmas, y en tanto que no lo crea, no es Espíritu; en ellos se reconoce como su creador; Él vive en ellos, ellos son su mundo.

¿Qué es, pues, el Espíritu? El Espíritu es el creador de un mundo espiritual. Se reconoce su presencia en Ti y en Mí, en cuanto se comprueba que nos hemos apropiado de algo espiritual, es decir, de pensamientos: que estos pensamientos nos hayan sido sugeridos, poco importa, con tal que nosotros les hayamos dado vida. Pues, de niños, las máximas más eficaces carecían de toda eficacia en la medida en que no podíamos recrearlas en Nosotros. Así, también el Espíritu no existe más que cuando crea algo espiritual y su existencia resulta de su unión con lo espiritual, creación suya.

En sus obras es donde le reconocemos. ¿Qué son esas obras? Las obras, los hijos del Espíritu, son otros Espíritus, otros fantasmas.

Si los que me leyesen fueran judíos, judíos ortodoxos, podría detenerme aquí y dejarles meditar sobre el misterio de su incredulidad y de su incomprensión de veinte siglos. Pero como Tú, lector, no eres judío, al menos un judío de pura sangre -pues ninguno me hubiese seguido hasta aquí- sigamos todavía juntos un trecho del camino, hasta que tal vez Tú me vuelvas la espalda a Mí, porque me burlo de Ti.

Si alguien te dijese que eres todo Espíritu, te tocarías y no le creerías, pero responderías: Poseo, en verdad, Espíritu; sin embargo, no existo únicamente como Espíritu: soy un hombre de carne y hueso. Además, siempre distinguirías entre Ti y Tu Espíritu. Pero es Tu destino, aunque seas todavía al presente el prisionero de un cuerpo, llegar a ser algún día Espíritu bienaventurado; y si puedes figurarte el aspecto futuro de ese Espíritu, es igualmente cierto que en la muerte abandonarás ese cuerpo, y que lo que guardes para la eternidad será tu Espíritu. Por consiguiente, lo que hay de verdadero y de eterno en Ti, es el Espíritu; el cuerpo no es más que tu morada en este mundo, morada que puedes abandonar y quizá cambiar por otra.

¡Vete aquí, ramera convencida! Por el momento, en verdad no eres un puro Espíritu, pero cuando hayas emigrado de este cuerpo perecedero, podrás salir del paso sin él; así, es necesario que tomes tus precauciones y que cuides a tiempo tu Yo por excelencia: ¿De qué servirá al hombre conquistar el universo, si tuviera para eso que dañar su alma?

Graves dudas se han elevado en el curso de los tiempos contra los dogmas cristianos, y Te han despojado de Tu fe en la inmortalidad de Tu espíritu, pero una cosa sigue en pie: tú estás siempre firmemente convencido de que el Espíritu es lo que hay de mejor en Ti y que lo espiritual debe aventajar a todo lo demás. Cualquiera que sea tu teísmo, comulga con los creyentes en la inmortalidad de su celo contra el egoísmo.

¿Qué entiendes Tú por egoísta? Un hombre que en lugar de vivir para una idea, es decir, para alguna cosa espiritual, y sacrificar a esta idea su interés personal, sirve, al contrario, a este último. Un buen patriota, por ejemplo, lleva su ofrenda al altar de la patria, y que la patria sea una pura idea no ofrece duda alguna, porque no hay ni patria ni patriotismo para los animales o para los niños, carentes todavía de Espíritu. Quien no dé muestras de patriotismo, aparece frente a la patria como egoísta. Lo mismo sucede en una infinidad de casos: gozar de un privilegio a expensas del resto de la sociedad, es pasar por egoísmo contra la idea de igualdad; ejercer el poder es violar como egoísta la idea de libertad, etc.…

Tal es la causa de tu aversión por el egoísta, porque él subordina lo espiritual a lo personal, y es en él en quien piensas cuando preferirías verle obrar por el amor de una idea. Lo que os distingue es que tú refieres a tu Espíritu todo lo que Él refiere a sí mismo; en otros términos, Tú escindes tu Yo y eriges tu Yo propiamente dicho, el Espíritu, en el señor soberano del resto que juzgas sin valor, en tanto que Él no quiere saber nada de tal reparto y persigue a su gusto sus propios intereses, tanto espirituales como materiales. Tú crees no sublevarte más que contra los que no conciben ningún interés espiritual, pero de hecho huyes de todos los que no consideran esos intereses espirituales como los verdaderos y supremos intereses. Tú llevas tan lejos el oficio de caballero, siervo de esta beldad, que la proclamas la única belleza existente en el mundo. No es para Ti para quien Tú vives, sino para Tu Espíritu y para lo que depende del Espíritu, es decir, para las Ideas.

Puesto que el Espíritu no existe sino en tanto que creador espiritual, procuremos, pues, descubrir su primera creación. De ésta se deriva, naturalmente, una generación indefinida de creaciones; como en el mito, bastó que los primeros humanos fuesen creados para que la raza se multiplicase espontáneamente. Esta primera creación debe originarse de la Nada, es decir, que el Espíritu, para realizarla no dispone más que de sí mismo; más aún, siquiera dispone todavía de Él, pero debe crearse. El Espíritu es, por consiguiente, Él mismo, su primera creación. Por místico que el hecho parezca, su realidad no está menos atestiguada por una experiencia de todos los días.

¿Eres pensador, antes de haber pensado? Sólo por el hecho de crear Tu primer pensamiento, creas en Ti el pensador, porque no piensas en tanto que no has tenido un pensamiento. ¿No es Tu primer canto el que hace de Ti un cantor, la primera palabra la que hace de Ti un hombre que habla? Igualmente es tu primera producción espiritual lo que hace de Ti un Espíritu. Si te distingues del pensador y del cantor, deberías distinguirte igualmente del Espíritu y sentir claramente que Tú eres también algo distinto que el Espíritu.

Para lo mismo que el Yo pensante pierde fácilmente la vista y el oído en su exaltación del pensar, así también la exaltación del Espíritu Te ha aprehendido y ahora aspiras con todas tus fuerzas a hacerte todo Espíritu y a fundirte en el Espíritu. El Espíritu es tu Ideal, lo inaccesible, el más allá; tú llamas al espíritu Dios: ¡Dios es el espíritu!

Tu celo te excita contra todo lo que no es Espíritu, y te sublevas contra Ti mismo. En lugar de decir: Yo soy más que Espíritu, dices con contrición: Yo soy menos que Espíritu. El espíritu, el puro espíritu no puedo más que concebirlo, pero Yo no lo soy, Otro lo es, y a ese Otro lo llamo Dios.

Los poseídos

¿Has visto ya un espíritu? - ¿Yo? No, pero mi abuela los ha visto. - Así me ocurre a mí, Yo no los he visto nunca, pero a Mi abuela le corrían sin cesar por entre las piernas; y por respeto al testimonio de nuestras abuelas, creemos en la existencia de los espíritus.

Pero ¿no teníamos también abuelos y no se encogían de hombros cada vez que nuestras abuelas relataban historias de aparecidos? ¡Ay, sí!, eran incrédulos y con su incredulidad han causado grandes daños a nuestra buena religión. ¡Esos reveladores! Vamos a demostrarlo. ¿Qué es en el fondo esa fe profunda en los espectros, sino la fe en la existencia de seres espirituales en general? Y ésta, ¿no se quebrantaría al quedar establecido que todo hombre con entendimiento debe encogerse de hombros ante la primera?

Los románticos, sintiendo cuánto comprometería a la creencia en Dios el abandono de la creencia en los espíritus o espectros, se esforzaron en conjurar esta consecuencia, no sólo resucitando el mundo maravilloso de las leyendas, sino particularmente escudriñando el mundo superior con sus sonámbulos, sus virtudes, etc. Los creyentes sinceros y los padres de la Iglesia no sospechaban que, con la fe en los espectros, desaparecía, también, la base misma de la religión, y que, desde ese instante, ella pende del aire. Quien no cree en ningún fantasma, tiene que ser consecuente consigo mismo para que su incredulidad le conduzca a advertir que detrás de las cosas no se oculta ningún ser separado, ningún fantasma o tomando una palabra que en sentido ingenuo se considera sinónima- ningún Espíritu.

¡Existen Espíritus! Contempla el mundo que te rodea, y dime si detrás de todo, Tú no adivinas un Espíritu. A través de la flor, la hermosa flor, te habla el Espíritu Creador que le dio su bella forma, las estrellas anuncian al Espíritu que ordena su marcha por los espacios celestes, un Espíritu de sublimidad se cierne por la cima de los montes, el Espíritu de la melancolía y del deseo murmura bajo las aguas y en los hombres hablan millones de Espíritus. Que los montes se hundan en el abismo, que se marchiten las flores y las estrellas se reduzcan a polvo, que mueran los hombres. ¿Qué sobrevive a la ruina de esos cuerpos visibles? ¡EI Espíritu, el invisible, que es eterno! Sí, todo en este mundo está encantado. ¿Qué digo? Este mundo mismo está encantado, máscara engañosa, es la forma errante de un Espíritu, es un fantasma. ¿Qué es un fantasma sino un cuerpo aparente y un Espíritu real? Tal es el mundo, vano, nulo, ilusoria apariencia sin otra realidad que el Espíritu. Es la apariencia corpórea de un Espíritu. Mira a Tu entorno y la lejanía, por todas partes te rodea un mundo de fantasmas, estás asediado por visiones. Todo lo que se Te aparece no es más que el reflejo del Espíritu que lo habita, una aparición espectral; el mundo entero no es más que una fantasmagoría, tras la cual se agita el Espíritu… ¿Tú ves espíritus?

¿Pretendes compararte con los antiguos, que veían dioses por todas partes? Los dioses, mi querido Moderno, no son Espíritus; los dioses no reducen el mundo a una apariencia y no lo espiritualizan.

A tus ojos, el mundo entero está espiritualizado, ha venido a ser un enigmático fantasma, por eso no te sorprende tampoco hallar en Ti más que un fantasma. ¿No hechiza Tu Espíritu a Tu cuerpo y no es Él lo verdadero, lo real, en tanto que Tu cuerpo es una mera apariencia, algo perecedero y carente de valor? ¿No somos todos espectros, pobres seres atormentados que aguardan la redención? ¿No somos Espíritus?