El viajero - Joaquín González Giorgi - E-Book

El viajero E-Book

Joaquín González Giorgi

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"Desde el lugar que me vio ser niño, redacto estas líneas. Un poco a mi pesar, me cuesta escribir, aunque esté todo el día recreando historias y reviviéndolas en mi cabeza. Me había olvidado de dónde venía, llegar hasta acá me causó mucha angustia. Es un simple lugar pero lleno de magia. Cada uno tiene su lugar en el mundo, y generalmente —creo yo— coincide un poco con nuestra infancia y/o adolescencia. Acá, en estas costas, es el mío."   Benicio, también conocido como "El viajero", es un joven sensible que, a pesar de las dificultades y las incertidumbres que enfrenta constantemente, nunca deja de preguntarse quién es o para qué hace lo que hace. "No era nadie que resaltara entre su entorno social, pero le hubiese encantado. Siempre había querido ser alguien diferente". Ese deseo lo empuja a vivir aventuras intensas y a seguir explorando en un viaje interior. Esta novela es un relato de crecimiento personal en el que Benicio aprende a enfrentar sus miedos, sus mentiras, sus mandatos, toma responsabilidad por su propia vida y trata de buscar el sentido para seguir adelante.

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Joaquín González Giorgi

El viajero

NARRATIVAS

González Giorgi, Joaquín

El viajero / Joaquín González Giorgi. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Metrópolis Libros, 2024.

Libro digital, EPUB (Narrativas)

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-631-6505-76-7

1. Literatura Contemporánea. 2. Novelas de la Vida. 3. Narrativa Argentina. I. Título.

CDD A863

© 2024, Joaquín González Giorgi

Primera edición, mayo 2024

Dirección comercial Sol Echegoyen

Dirección editorial Julieta Mortati

Asistencia editorialEleonora Centelles

Edición Jacqueline Golbert

Jefa de corrección María Nochteff Avendaño

Corrección Carolina Iglesias y Lucía Bohorquez

Diseño y diagramaciónLara Melamet

Conversión a formato digital Estudio eBook

Hecho el depósito que establece la ley 11.723. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por escrito de los titulares del copyright.

Editorial PAM! Publicaciones SRL, Ciudad de Buenos Aires, Argentina

[email protected]

www.pampublicaciones.com.ar

A mi papá,

a mi mamá y

a mi hermana

Nacimiento: Brut y Venecia

Yo no soy la voz real de este personaje, soy quien se esconde tras sus palabras. Su fisonomía y su historia posiblemente se entrecrucen con algún suceso de tu vida o con la de alguien que conozcas, pero en definitiva todos tenemos algo del otro.

Esta historia cuenta la vida del Viajero o Benicio, como quieran llamarlo. Un tipo alto, flaco y de ojos marrones. No era nadie que resaltara entre su entorno social, pero le hubiese encantado. Siempre había querido ser alguien diferente.

Desde chico había tenido esa facilidad para proyectarse todos los tipos de vida que le hubiera gustado tener y que, por su increíble inconformismo, no lograba ni siquiera conectarse con lo que estaba viviendo. Pero quizás todo esto tenga algún hilo. Tampoco vamos a castigarlo por querer vivir otra vida, ¿no? Quién no lo ha soñado alguna vez…

Su padre, Brut, nació en zona sur junto a una humilde, alocada y cálida familia. Su madre, Venecia, por el contrario, había nacido en pleno centro porteño y su familia no se jactaba de ser la más unida pero sí tenían buena posición económica. Se complementaban: de lo que uno carecía, al otro le sobraba y eso pudo unirlos en un lazo muy fuerte e intenso.

Brut era un tipo con muchos mambos. Su vida estaba rodeada de lucha; primero, con él y sus fantasmas, después contra los problemas que la realidad le presentaba junto a su familia. Su padre era alcohólico y violento mientras que su madre era de carácter fuerte pero sumisa puertas adentro. Él siempre la protegió. Trabajó desde adolescente haciendo su propio camino. No había mucho futuro por esos pagos, excepto las ganas y la fuerza para afrontar cada día. Junto con su hermana, la Gallega, pudieron salir de a poco adelante.

Para Brut estudiar siempre fue algo difícil, no logró terminar la secundaria. Los problemas económicos en su hogar le exigían aportar dinero a la casa y cumplir con ambas tareas era complicado. En un club de barrio llamado Manuel Dorrego conoció su más preciado tesoro: la “ovalada”. El rugby fue su escapatoria. Realmente lo disfrutaba, tenía pasión por ello. Afortunadamente, ese deporte le fue marcando su camino y, debido a casualidades de la vida, terminó en el Indio Club. En ese lugar, olió por primera vez la libertad. Fue descubriendo otra familia, otro hogar. Y es ahí, donde conoció a su primer, gran y único amor: Venecia.

Su historia comenzó cuando Venecia tenía catorce años y Brut, diecinueve. Para esos tiempos, la diferencia de edad no era algo polémico y tampoco era un obstáculo. Su relación fue fluyendo con el tiempo.

Venecia nunca olvidaría aquel día en que lo conoció. Fue en una fiesta que se había organizado en el club. Él, siempre atrevido, fue a buscarla susurrándole al oído alguna mentira piadosa, con tal de sacarle una sonrisa. Pero ella lo sacó a bailar cantándole retruco.

Venecia era la antítesis de Brut. Fue criada en una familia muy tradicional, en un barrio de clase media-alta. Instruida en un colegio alemán, apegada a las formalidades pertinentes pero con tolerancia cero hacia las normas estúpidas. Sobre todo, si estaban ligadas a la moda. Amonestaciones por jumper corto, pelo atado y uñas despintadas eran algo frecuente. Simplemente no cumplía con las normas. Quizás porque a las únicas leyes de las cuales no pudo escapar fueron las de su insufrible padre. Él se encargó de ponerle trabas en su camino. Esas maldades le hicieron un poco más difícil la vida a Venecia, pero estuvieron muy lejos de detenerla. Es más, la hicieron más fuerte, decía ella.

Mientras pudo, dejó lucir su belleza. En algún cajón guarda las revistas en las cuales salía fotografiada como modelo cuando era joven. Flamante abogada e incansable trabajadora.

Su historia de amor no fue fácil, como todo amor joven e inmaduro, atravesó muchas etapas. Hubo muchas idas y vueltas, a él le gustaba la fiesta y a ella, con suerte, la dejaban salir a comprar pan a la esquina.

Brut solía desaparecer y Venecia vivía pegada al teléfono fijo esperando su llamada. A lo largo de los años, sus vidas se fueron cruzando intermitentemente. Tuvieron otras relaciones en el medio, pero nada que derribara su amor, más bien como intentos de captar la atención del otro o evitar el aburrimiento.

Venecia ya tenía diecinueve y Brut todavía dudaba del vínculo. No quería sentar cabeza, pero se dio cuenta de que si no lo hacía, iba a perder lo más lindo y atesorado que tenía en su vida. Cuando cumplió veinticuatro años decidió establecer cierta formalidad y su noviazgo floreció. Desde allí las cosas tomaron otro color, al parecer.

Ambas vidas se fueron entrelazando y su proyección no tenía límites. Era todo a futuro. Lastimosamente, Brut comenzó a sufrir la maldad y la envidia del padre de Venecia. Ese ser tan despreciable, miserable y machista. De esas almas que no permiten que el otro pueda ser feliz y se encargan de destruir todo tipo de bienestar y libertad a su paso.

Alguien como Brut no era bienvenido en esa familia. No era digno de casarse con Venecia. Para Silvestre, Brut era la cara de la vagancia, del no futuro, de la pobreza, del fracaso y de la lujuria. Pero no para Venecia. Para ella él tenía el rostro de la revolución, de la alegría, de la fuerza, de liberación, de la espontaneidad, de la locura, de la sensibilidad. Eso fue lo que la enamoró perdidamente de él. A ninguno de los dos les importaba lo que el mundo dijera o pensase. Ellos, juntos, eran más. Nadie los iba a detener.

Así fueron pasando los años mientras sorteaban todos los impedimentos que Silvestre les ponía y todas las humillaciones que sufrían a diario. Algunas de ellas, Venecia las iba a cargar en silencio hasta su vejez. Finalmente, decidieron que su amor fuera un sacramento. Algo sagrado. Imagínense, ¿creen que Silvestre contribuyó en algo a esta boda? ¡Ni cerca! No tuvo ni la decencia de llevar a su hija al altar.¡Ni siquiera fue al casamiento! Venecia entró a la iglesia de la mano de su cuñado. Es algo que ella nunca perdonaría y que mantendría en su memoria por el resto de sus días.

El matrimonio, como tal, fue una elección liberadora. Ya nadie los controlaba, ahora eran uno. Jóvenes y con toda la vida por delante. Ella tenía veintitrés y él, veintiocho. Dos pendejos.

Ese fin de año de 1983 terminaba con una verdadera fiesta. Se fueron a vivir a un departamento diminuto en el cual solo entraba luz por una pequeña ventana que daba a un pulmón oscuro. En uno de esos edificios tenebrosos en la calle San Benito. Por más que ella era de una familia adinerada, como se podrán imaginar, arrancaron desde cero. Nadie los iba a ayudar.

Por esos tiempos Venecia trabajaba como adjunta en la facultad y en un estudio de abogados, siendo totalmente explotada, como es de costumbre en ese ámbito y a esa edad. En febrero de 1984 se recibió de abogada. Brut era un poco más recauchutado. Tenía algún que otro emprendimiento, pero ninguno funcionaba. Además, trabajaba como vendedor en una concesionaria de autos. Se las rebuscaba para traer el mango pero el sostén económico de la pareja era Venecia. La ambición y ferocidad laboral eran de ella. Su objetivo en la vida era ser madre y sabía que solo podría lograrlo si contaba con la seguridad de poder brindarles a sus hijos todo lo necesario, sin que les faltara nada.

Por parte de Brut todo era una vorágine. Se topó con un estilo de vida al cual no estaba tan acostumbrado, tanto en su nueva casa como en su carrera deportiva y, de a poco, en su trayectoria laboral.

Venecia comenzó a tener éxito como abogada particular y de a poco se dilucidaba un mejor horizonte. Su vida de casados, los primeros años, fue dura e intensa. Quien de chica recorría el mundo entero en viajes que duraban meses, hoy no llegaba a fin de mes. No había lujos, pero había amor. Había salvajismo y libertad. Ambos se sentían plenos, divertidos, bailarines.

Él comenzó a ganar notoriedad en el mundo del rugby, con algunos atisbos de poder llegar a ser un jugador de nivel internacional. Pero su temperamento alocado y sus lesiones lo dejaron de lado y solo pudo permanecer una década en el ruedo amateur. Su fama era la de un jugador aguerrido y agresivo. Cada sábado dejaba dentro de la cancha sus mambos, su historia, la violencia ejercida por su propio padre y su constante frustración. Transformaba todo eso en vehemencia y así, con esa locura, salía a la cancha. Por ello, era considerado un guerrero en la tercera línea del pack de forwards. Protector de los suyos y sin miedo a nada ni nadie.

Ella lo veía desde las gradas y coleccionaba los recortes y las fotos de los diarios. Sufría los golpes que él recibía pero se extasiaba con solo verlo jugar. Supongo que no podía creer cómo un ser tan sensible dentro de sus cuatro paredes, podía ser tan forajido dentro de una cancha. En el fondo eran iguales. Él en el deporte, ella en el trabajo. Dos bestias.

Por unos años, las inquietudes estuvieron saciadas. Al casarse de tan chicos, las preguntas respecto del futuro familiar se pusieron en pausa. Pero el tiempo no para, no se detiene y la vida sigue. Los minutos corren, vamos viviendo y segundo a segundo, también, estamos muriendo. Fascinante.

Con el tiempo, Venecia se fue dando cuenta de que la estabilidad laboral de Brut era un tanto endeble. Todo se debía a su temperamento. Era alguien que resolvía todos sus conflictos a las trompadas. O, por lo menos, de una manera poco convencional y un tanto violenta. Nada lo convencía y era un gran mago a la hora de demostrar que estaba “trabajando”. Es por ello que Venecia decidió venderle su alma al diablo o a Silvestre, en este caso. Sin saberlo, pero con la esperanza de poder tener un futuro económico estable que le permitiera formar la familia que tanto deseaba, fue a pedirle a su padre un puesto de trabajo en su empresa. Empresa que él había forjado de cero junto a su propio padre, vendiendo productos en los colectivos. Empresa que tenía un éxito rotundo hacía más de tres décadas. Una importadora de productos varios. El ego de Silvestre era tal que la empresa llevaba su propio nombre Silvestre Greco S. A. Dinastía italiana. Su padre, es decir, el abuelo de Venecia, había participado en la Primera Guerra Mundial y fue condecorado con el título de Cavaliere.

Venecia tuvo que agachar la cabeza y volver a ser encadenada por ese monstruo quien, desde el primer momento, la hizo sentir como una más. Coincido, no por ser “hijo de” tendría que tener un trato preferencial. Sin embargo, ella ya era una mujer con un trayecto profesional más que digno y no era valorada por eso. Más bien, todo lo contrario.

A cambio de tener un mejor pasar y de seguir construyendo el camino junto a Brut, se entregó nuevamente al abuso intempestivo de ese hombre. Por suerte y casi que viviendo con más horas que las que tiene el mismísimo día, ella siguió trabajando paralelamente como abogada y eso le permitió hacer la diferencia. Con dos o tres casos importantes y con Brut que cumplía con su aporte, pudieron comprar su primer departamento.

La ilusión de tener un lugar propio se había hecho realidad. Tantos años soñando y trabajando para ello y, finalmente, lo tenían frente a sus ojos, con el manojo de llaves en sus manos. Estaban listos para formar un hogar y agrandar la familia.

Lares

Ese verano en Rawhiti, lugar que elegían para irse de vacaciones todos los eneros, buscaron su primer hijo. Así fue que nació Benicio. Quien muchos años después plasmó lo que fue su niñez y su adolescencia allí, en la mejor época del año:

 

“Desde el lugar que me vio ser niño, redacto estas líneas. Un poco a mi pesar, me cuesta escribir, aunque esté todo el día recreando historias y reviviéndolas en mi cabeza. Me había olvidado de dónde venía, llegar hasta acá me causó mucha angustia. Es un simple lugar pero lleno de magia. Cada uno tiene su lugar en el mundo, y generalmente —creo yo— coincide un poco con nuestra infancia y/o adolescencia. Acá, en estas costas, es el mío. Lo llevo tatuado en mi piel al igual que mi hermana. Es que aquí, en este punto geográfico, se ubican los mejores recuerdos de la libertad. Las primeras fantasías, los primeros sueños. En este lugar, comencé a ser consciente de la naturaleza y de sus maravillas. De sus atardeceres, de sus olas, de su sal, de su olor, de la energía que nos recarga, de su paz, de su oxígeno.

Aquí habitan los primeros recuerdos de sentirme autónomo, como aprender a andar en bici. Recuerdo esa vez que salí de mi casa, todo apurado. Nos íbamos a juntar en la casa de una de las chicas del barrio, íbamos a comer algo a la parrilla, supongo, porque cuando salí de casa llevaba una bolsa con unos choris. Salí tan rápido y extasiado que, debido a la velocidad con la que manejaba, derrapé y caí apoyando mis manos y mis rodillas directo en el piso de piedras naranjas. Como podrán imaginar, me llevé unas lindas ‘frutillas’. Lleno de polvo. Odiaba sentirme humillado y eso es lo que me generó la caída. Pero ¿por qué? Solo fue un accidente… Puede pasar, ¿o no? En el fondo, lo que me generaba bronca era ser tan atolondrado. ¿Quién me corría para llegar primero? ¿A quién quería sorprender? Llegué derrotado y con dolor. Era chico, supongo que tenía 9 o 10 años. Capaz menos. Tenía un raspón en la rodilla y las manos, en carne viva. Pero bueno, a esa edad los dolores se soportan mejor.

Para ese entonces ya me gustaba una de las chicas del barrio, Dolores, y como púberes que éramos, muchas tardes nos quedábamos jugando entre varios a la ‘botellita’. Fuimos ‘novios’ algunos veranos. Pero no era la única. Años más tarde, ya adolescente, tuve también un amor de verano con Lucila, algo pasajero. Éramos muy amigos y nos entendíamos muy bien. Por suerte, sigo teniendo la mejor relación con ella y también con Agustín, el hermano de Dolores. La vida siempre nos reencuentra en estos pagos. Son de esos amigos que no veo nunca, pero en el momento en el que nos vemos, pareciera como que nada hubiese cambiado. O sí, un montón. Pero en eso se basa nuestra amistad, en encuentros genuinos y esporádicos a lo largo de la vida.

Volviendo a la caída, llegué derrotado. Seguro me hice el que estaba todo bien. Fiel a mi estilo, no había lugar para lágrimas o dolores. Totalmente reprimido.

La calle Da Vinci estaba llena de vida. Éramos un clan de diez o más adolescentes y niños —desde los 6 hasta 16 años—. Todos los veranos, esperábamos con ansias para reencontrarnos. En esa época no había redes sociales, ni celulares, ni nada de eso. Sabíamos que, en tal fecha, íbamos a estar allí. Todos. El encuentro era increíble. No había tiempo. Cualquier excusa era suficiente para juntarnos. Teníamos esa libertad de sentirnos adultos porque transitábamos por esa cuadra como si fuese nuestra propia casa. ‘Me voy a lo de Agus’. ‘A la noche hay hamburguesas en lo de Lucila’. Los padres ya se quejaban de que sus hijos no estaban nunca en su propio hogar. Siempre nos movíamos en masa de casa en casa, yendo de un lado a otro. Era algo maravilloso.

Ese lugar tiene rincones llenos de recuerdos muy vivos. Tiene energía propia. Alma. Recuerdo llegar y entrar en otro mundo. Salía por un mes de la ciudad de la furia y cuando veía ese mar, mi cuerpo renacía. Se me erizaba la piel. Iba contando las cuadras hasta la casa. Había arribado a mi tierra marítima, Rawhiti.