El Viejo de la Lluvia - Rodrigo Téllez - E-Book

El Viejo de la Lluvia E-Book

Rodrigo Téllez

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Beschreibung

"Esto es lo que sé: el viejo y su perro llegaron un día en que empezó a llover sin tregua, el viejo estuvo dos semanas y se fue. Eso ocurrió hace un buen tiempo, pero yo no olvido que estuvo trece días enteros y una mañana. Eso es lo que les puedo decir, aunque quiero decirles más pues es lo que debo hacer". Así comienza esta novela atravesada por quiebres dramáticos sorprendentes, donde Cojinova, un chico marginado con una discapacidad, recuerda a un anciano extravagante y solitario que un día llegó a su pueblo, y a él y a otros les cambió la vida para siempre. El viejo a él lo cobijó, le abrió un mundo desconocido y lo encaminó a la madurez. El Viejo de la Lluvia es la segunda novela de Rodrigo Téllez, en ella nos habla sobre la provincia y la vida que ocurre en las orillas; sobre orfandades y paternidad; sobre la amistad, el amor y la crueldad, y por sobre todo nos habla sobre un país que parece borrado, pero que permanece en nuestros recuerdos y se resiste a desaparecer.

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El Viejo de la LluviaAutor: Rodrigo Téllez Editorial Forja General Bari N° 234, Providencia, Santiago, Chile. Fonos: 56-224153230, [email protected] Diseño y diagramación: Sergio Cruz Primera edición: septiembre, 2023. Prohibida su reproducción total o parcial. Derechos reservados.

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor. Registro de Propiedad Intelectual: N° 2020-A-4749 ISBN: Nº 978-956-338-661-5 eISBN: Nº 978-956-338-662-2

Pues lo que importa no es la luz que encendemos día a día, sino la que alguna vez apagamos para guardar la memoria secreta de la luz. Lo que importa no es la casa de todos los días sino aquella oculta en un recodo de los sueños. Lo que importa no es el carruaje sino sus huellas descubiertas por azar en el barro. Lo que importa no es la lluvia sino sus recuerdos tras los ventanales del pleno verano.Los dominios perdidos, J. Teillier

1

Esto es lo que sé: el viejo y su perro llegaron un día en que empezó a llover sin tregua, el viejo estuvo dos semanas y se fue. Eso ocurrió hace un buen tiempo, pero yo no olvido que estuvo trece días enteros y una mañana. Eso es lo que les puedo decir, aunque quiero decirles más pues es lo que debo hacer.

También sé que al avanzar el viejo rompía la cortina de lluvia que nos cayó encima seguido del leve canto de las ranas. Y no se crean que invento cosas, lo que les contaré ahora lo contaré porque lo vi con mis ojos, salvo esto que digo acá, que me fue secreteado por la Ulda, a la que nunca le decíamos Ulda sino la Maceta por su color de pelo y porque estaba siempre al aguaite en la ventana. No sé quién le puso Maceta pero ese era ya su nombre, creo que si alguien en la calle la llamaba Ulda no se habría dado vuelta, no sabría a quién le estaban hablando.

El viejo llegó casi al caer la noche, mijo, me dijo la Maceta, entró al pueblo por el paso de los González acompañado de un perro, caminando por la calle larga vestido de verde como un loro. No sé de dónde venía, agregó, se acercó a mi casa, golpeó la puerta y me preguntó por el Pintao, pero no lo llamó Pintao sino Urrutia; menos mal que me acordé de que el Pintao se llamaba así cuando estaba vivo.

La Maceta le dio las señas y el viejo atravesó la calle embarrada hecho una bola de bruma que apenas se diferenciaba de las sombras bajo la tenue luz de las ampolletas haciendo un suave movimiento con los hombros. Tambaleante llegó a la casa que fue del Pintao, y estando ahí sacó un manojo de llaves y probó suerte en la cerradura de la puerta durante un rato. Traía poco equipaje, una maleta pequeña y una caja de madera, ambas envueltas en una lona. Un perro gordo y lento lo seguía sin correa cubierto con un plástico para protegerlo de la lluvia. Con algún esfuerzo logró entrar. No creo que sea necesario explicarles que a la Maceta no había que creerle ni la mitad de lo que contaba. Lo que es verdad es que el viejo llegó una tarde, que vino con un perro y que llovía a cántaros. También es verdad que lo que ahora cuento me lo contó la vieja Ulda, a la que llamábamos la Maceta, y si lo digo no es porque importe mucho, pero si no les dijera que la Maceta me lo contó la habría embromado.

Nada más pasó ese día. Y todo esto ocurrió acá, en este pueblo chiquito pegado al mar; caleta nos llaman los de Curto para jodernos. Yo debo haber sido casi el único que no se notició esa misma noche de la llegada del viejo, casi todos supieron de su venida porque lo vieron o alguien les avisó enseguida. Pero yo estaba donde la Jeny que me llamó para contarme otra cosa, aunque al final no me explicó nada de lo que me quería decir porque lloraba y lloraba; por eso no supe de la llegada del viejo. Si hubiera estado en mi casa lo habría visto con mis ojos, pues en el pueblo siempre sabemos lo que pasa, más aún en esos días cuando no existían las entretenciones de ahora. Entonces, cuando caía la lluvia y no se podían ver ni el mar ni el bosque, nos quedaba como única distracción la tele y a veces, si un ruido nos alarmaba, correr a mirar qué ocurría afuera.

Por eso sé que lo habría visto si hubiera estado en la casa con la mamá Tere. Pero como no estaba ahí no lo vi llegar esa tarde desde el camino de los González abriendo un surco en la oscuridad y en la lluvia.

2

Al día siguiente siguió lloviendo al igual que todos los días que el viejo estuvo en el pueblo, aunque no tan fuerte como el día en que llegó. Si he de contarles cómo llovía, debo decir que fue una sacudida de pato, así le decimos acá, una garúa que para a ratos, deja entrar un rayo de claridad y luego vuelve. Por eso, porque estaba el cielo más abierto, desde una esquina pude ver al viejo: era un señor chiquito, no era un enano, pero le faltaba poco; era eso, un tacuaco, así se les dice, aunque no pasaba colado pues vestía un pantalón de mezclilla roja y una camisa a cuadros verde bajo un chaleco violeta. Se instaló en la casa que era del Pintao y empezó a limpiar el negocio, que después supimos tenía la intención de volver a abrir. Las mujeres más valientes, o las más intrusas, a veces es lo mismo, lo fueron a saludar. Cuando volvieron se juntaron donde la mamá Tere para compartir la información que le sacaron al viejo. Les fue mal, el viejo era cauteloso y no les dio material, únicamente les prendió unas pocas luces: que el Pintao era su primo; que su tía, la mamá del Pintao, ya vieja le había encargado ocuparse de la casa y del negocio; que iba a quedarse un rato; que se llamaba Mendoza, Emeterio. Sobre esto último todos coincidimos en que si se quedaba no podíamos decirle Emeterio, y por lo pronto quedó como el Viejo de la Lluvia hasta que se nos ocurriera otra cosa. No hubo tiempo, se quedó con ese apodo: el Viejo de la Lluvia. Y no sé si alguien se acuerde de Emeterio Mendoza ahora, pero si preguntan por el Viejo de la Lluvia quizás se memoricen; al menos los que aún no se han ido.

Esa mañana el viejo había abierto temprano y poco a poco, de la misma manera que las gaviotas persiguen las abundancias de las corrientes, los vecinos se apelotonaron para saludarlo. Del pueblo faltaron los pescadores que ya llevaban dos semanas embarcados y un par de vecinas que estaban obligadas a cumplir alguna diligencia, pero de los que estaban libres no hubo ninguno que no pasara delante del taller. Los más tímidos se limitaron a hacerle una reverencia con la cabeza, y el resto trajinó por el negocio preguntándole algo sin asunto para meterle conversa. Sin distinción, todos volvieron enojados de que el viejo no soltara prenda.

Se preguntarán qué hacía yo. Miraba desde mi esquina y no me alteraba por el forastero ni por el alboroto que causaba. No tenía ánimo para conocer al viejo chico, mi cabeza estaba puesta en la Jeny. Si no hubiera sido por la insistencia de la mamá Tere, que me agarró a la pasada y me envió a tratar de averiguar algo, me habría quedado tumbado en un rincón, que es lo que mejor me salía. Se dirá que me allegué para intrusear, aunque si les dicen eso no les dicen la verdad; fui para que la mamá Tere no me reventara la cabeza con sus quejas, a mí que siempre me gustó dejar pasar el tiempo y estar en paz. Fue ella la que me llamó a su lado y me ordenó:

Ya, Beto, fuiste al negocio del Pintao, infórmate y me cuentas.

Ahora sé que hubiera sido mejor para el viejo que no me hubiera visto, pero eso yo no lo sabía entonces; aunque si lo repienso debo reconocer que no tenía otra posibilidad sino caer ese día en su taller. Puedo imaginar muchas cosas que podrían haber pasado de otra manera, pero esta es la verdad. Si se los digo no es para renegar de lo que ocurrió, sino para que no crean que lo que nos pasa es irreversible.

En fin, para qué calentarse la cabeza.

Me quedé parado en la puerta del negocio bajo la llovizna que había vuelto a empezar. El taller del Pintao, que en paz descanse, era un local de reparaciones donde arreglaba desde zapatos hasta radios transistores, aunque también le podía meter mano a motores fuera de borda y hasta a la grabadora VHS del capitán de puerto. Y esto fue lo que ocurrió: me quedé en la puerta mirando para adentro, pero el viejo no me habló, menos me invitó a cubrirme, como debería haberlo hecho cuando volvió a garuar. No crean que me importó, en esa época podía caminar sin pausa bajo la lluvia solo con botas de agua; si me mojaba llegaba a la casa y me cambiaba. Por eso me quedé afuera bajo el aguacero intermitente que a ratos le permitía al sol entrar igual que un recuerdo, abriéndose paso por entre las nubes, caldeando de un soplo el bosque y el mar.

Y debo contar que estando ahí parado el perro se me acercó meneando la cola. Era un perro negro con el hocico café, un quiltro repleto de pelos y redondo como una pelota. No era un perro grande ni chico, y para decirlo todo he de decir que me olió y luego me lamió la mano. Y al sentir su lengua áspera y tibia le rocé la cabeza. El perro se tendió para que lo acariñara, qué iba a hacer yo sino rascarle la guata. Cuando terminé se volteó, saltó hacia mí y me besó en la cara. A mis espaldas oí la risa del viejo, que siguió en lo suyo aparentando que no me veía.

Entendí que se había estado haciendo el tonto. No voy a negar que me dio rabia con él. Qué se estará imaginando este enano disfrazado, me dije, y me iba yendo ofendido cuando sentí una voz rasposa que me llamaba:

Muchacho, ¿cuál es su gracia?

Roberto, Roberto Mercado.

El viejo se sonrió y me dijo:

Venga para acá, Roberto Mercado.

Por curiosidad me acerqué, y puedo decir que estando junto a la puerta me di cuenta de que el Viejo de la Lluvia, además de toda la acuarela de prendas que llevaba encima, tenía un pañuelo grande de seda amarillo con dibujos de paraguas que le envolvía el cuello. Le habría preguntado de dónde sacó ese pañuelo si no hubiera sentido entonces una música que provenía de un tocadiscos y que no había escuchado antes.

Quizás convenga aclararles que en esa época ya existían los reproductores de CD, pero en este pueblo no teníamos ninguno, la música que escuchábamos venía de la radio o de casetes y en días especiales aparecían los discos de 33 revoluciones del Tito Fernández o de la Palmenia Pizarro que habían quedado guardados dentro de sobres de cartón al fondo de los estantes. Pero el Viejo de la Lluvia ese día no escuchaba ni al Temucano ni a Palmenia, sino un canturreo en un idioma que yo no conocía.

Qué es esa música, le pregunté.

Los pescadores de perlas, contestó sin levantar la cabeza ni dejar de hacer lo que hacía, que era reparar una bicicleta vieja del Pintao.

Yo me acuclillé en una orilla y me quedé escuchando la música hasta que él me habló:

Roberto, ¿usted ha pescado una perla alguna vez?

No, ¿no ve que soy rengo? Tampoco sé nadar. Igual no creo que alguien haya pescado una perla por acá, acá la especialidad es la anchoveta. ¿Cómo se llama el perro?

Tambor, me contestó el viejo.

Llamé por su nombre al perro y el quiltro se arrastró dócilmente entre mis piernas, acostó su cabeza sobre uno de mis bototos y suspiró. Bajé la mano para rascarle el lomo mientras veía que el Viejo de la Lluvia encastraba la rueda al marco de la bicicleta y la hacía girar, provocando un agradable traqueteo que acompañaba subiendo y bajando los hombros lentamente.

El tocadiscos se atascó y la voz del cantante comenzó a repetir la misma palabra entrecortada una y otra vez. Y puedo recordar que en ese momento Tambor se sobresaltó con el chirrido y empezó a ladrarle a los parlantes. El Viejo de la Lluvia lo llamó al orden:

Ya, basta Tambor, tranquilo.

Luego se levantó a mover la aguja del disco y mirándome me preguntó:

No sé si estará desocupado mañana, Roberto, necesito una manito por acá. Si le interesa podemos llegar a algún arreglo.

No le contesté. Si tengo que decirles algo, lo único que se me viene a la memoria es que me sentí sorprendido. El Viejo de la Lluvia era un sujeto tan distinto a lo que acostumbraba a ver que no podía pensar que me hablara en serio, más aún cuando en el pueblo nadie me había ofrecido trabajo y como que la noche es oscura estaba cierto de que nadie lo haría jamás. Por ello me levanté y comencé a alejarme avergonzado, imaginando que estaba tonteando conmigo, hasta que oí que el Viejo de la Lluvia me decía:

Entonces lo espero mañana. Cómo quiere que lo llame.

Cojinova, todos me dicen el Cojinova.

Y así nomás fue, de esta forma comencé a trabajar con el Viejo de la Lluvia.

3

Si les confesara que al día siguiente no quería ir donde el Viejo de la Luvia, no les mentiría, aunque desde que le conté a la mamá Tere que él me había ofrecido trabajo, supe que no sería fácil dar pie atrás, bastó que se lo insinuara para que ella empezara a hacer una escandalera dándole gracias al Señor y de paso me amenazaba:

Beto, no la vayái a embarrar.

Así era ella.

Como fuera, yo no estaba convencido de ir a trabajar donde él, ahora que lo pienso quizás algo me decía que habría sido mejor para el viejo que se buscara otro ayudante. Y si he de contar todo, he de reconocerles que me maliciaba sobre las razones por las que me había ofrecido trabajo, si era evidente para el pueblo entero que yo era un bueno para nada. Cuando le conté a la mamá Tere mis dudas, entendiendo ella que eran causadas por el temor que siempre tuve a romper las amarras, me propuso que probara ese día y que de ahí fuera tirando. No pude sino reconocer que era una idea razonable, aunque si me preguntaran ahora el motivo de que me animara a aceptar la oferta de don Emeterio, cuando siempre fui contrario a los cambios, no atinaría a decir si fue por miedo a la reacción de la mamá Tere o por pura esperanza. Lo cierto es que me apersoné temprano y encontré que el viejo aún no abría el negocio. Golpeé con fuerza y sentí a Tambor correr desde el fondo y darse un estrellón con el portón de la entrada; luego empezó a ladrar y chillar. Temí que despertara a toda la cuadra, así que traté de calmarlo:

Ya, amigo. Ya, Tambor, tamborcito, tranquilo, si soy yo.

Me arrodillé y pasé los dedos por debajo del portón. El perro me olió y luego me lamió con cuidado cada uno de los dedos. Desde ese día fue lo que pasó todas las mañanas: en cuanto yo llegaba Tambor corría por la entrada gimiendo y ladrando, y entonces me arrodillaba y pasaba los dedos por debajo de la rendija para que él me los langüeteara. Luego yo le decía algo así como: perro bonito, Tambor hermoso, perro amigo, perro bueno. Y el quiltro rasguñaba el suelo desesperado hasta que el viejo abría la puerta y entonces se me lanzaba encima para besarme la cara.

En cuanto entré el Viejo de la Lluvia se acercó secándose las manos con un trapo engrasado y negando con la cabeza. Estando a mi lado me ofreció una silla y me dijo:

No puedo, Roberto, tengo que pedirle disculpas, pero no puedo.

Se me pasó por la mente que me estaba despachando para la casa, y no crean que me sorprendí o tuve pena, estaba más que acostumbrado a los portazos. Lo bueno fue que el viejo no me dio tiempo para encanillarme.

No puedo, repitió. Discúlpeme, lo he pensado mucho y aunque trate no voy a poder llamarle Cojinova. Si no le gusta su nombre podemos acortarlo, pero yo no usaré ese sobrenombre para hablarle. Sepa desde ya que no soy de destacar las carencias ajenas ni las propias; un vecino con mi facha pronto aprende a alejarse de las ofensas. Por eso le aviso: me opongo tajantemente a tratarlo así. Es indigno de amigos, ¿no cree usted? Qué es eso de decirle a la señora gorda la guatona o al canoso el cabeza de cebolla.

A mí no me importa que se rían de mi cojera, dije. A usted le decimos el Viejo de la Lluvia, ni de broma le vamos a decir Emeterio; don Eme podría ser.

Cuando le conté a la Maceta, ella no me creyó que el viejo soltó una risotada. Don Emeterio dijo:

Ah, el Viejo de la Lluvia.

Y lo repitió varias veces y entrecerró los ojos para luego agregar:

Eso, mi joven amigo, es la inspiración del pueblo, eso no me desmerece, en ningún caso es lo mismo que su apodo. ¿Usted entiende que le dicen Cojinova para destacar su defecto físico? No, mi amigo, las almas sanas y de buenos sentimientos no deben tratarse de esa forma. Dignidad, Roberto, dignidad por sobre todo, es lo que cualquier hombre y mujer adquiere cuando llena los pulmones por primera vez. Cualquiera tiene el derecho a ser tratado como lo que es: como persona. Si me permite apurarle un consejo, no deje que le digan así, para eso su mamá le dio un nombre cristiano.

Mientras el viejo me hablaba, Tambor se hizo un ovillo sobre sí mismo, campaneándose, y luego corrió hacia la calle, pero al sentir en su nariz el aguacero que empezaba a caer nuevamente entró como hecho una bala al local, y me reí sin que el Viejo de la Lluvia notara que lo que me llevaba a la risa no era la travesura de Tambor sino él. Posiblemente debiera explicar por qué el viejo me hacía gracia, cuando si hay algo que todo el mundo sabe de este pueblo es que está lleno de lunáticos. Lo que me daba risa no era lo que él me decía, sino la fuerte voz que salía de un cuerpo tan chiquito y que iba acompañada de unos movimientos complicados de sus brazos. En fin, qué importa ya cómo era su decir, solo les cuento esto para que se sepa cómo él me habló en el que fue mi primer día de trabajo. Para darme humos podría agregarles que lo que el viejo dijo me emocionó, pero no, no me emocionó. Si lo he contado es porque lo sé y porque así pasó.

Ahora que lo pienso me pregunto si no debí avisarle que a mí no me apenaba que me llamaran Cojinova, en el pueblo a nadie le importa un carajo que se burlen de uno, nadie se siente tan importante como para tener derecho a ofenderse por algo así. Pienso ahora que debí nombrarle a la Maceta, al Tumbao, al Nube Negra y a la Noticia Vieja, para que entendiera que en el pueblo muchos teníamos una chapa y ninguno se sentía mal por ello, pero me quedé clavado hasta que me llevó al mesón y me trajo unas herramientas llenas de grasa y me pidió que las fuera limpiando. Mientras lo hacía me las iba nombrando:

Ese es un alicate de boca cuadrada, y el del lado un alicate tipo caimán. Memorícelo, Roberto, porque así cuando se lo pida usted sabrá qué es lo que necesito y no tendré que decirle tráigame eso, o lo del lado de abajo, o llegar a la degradación de tener que apuntarle con el dedo como un troglodita.

Yo asentía cada vez que me nombraba una herramienta, en mi mente deletreaba sus nombres y los repetía una y otra vez. Y así pasé toda la mañana, hasta que estuvieron todas las herramientas limpias y los nombres aprendidos. Cuando terminamos nos servimos un café y mientras mirábamos la lluvia que caía como una tela finita llegó la Otilia, que era también el cartero del pueblo y en este lugar de cahuineros la cahuinera mayor. Entró resoplando, se acercó a la mesa de trabajo y sacó de una bolsa una olla a presión vieja, toda manchada de hollín en la base. Se quitó el gorro de hule, estilando, y nos saludó.

Está súper llovedor, dijo, y dirigiéndose al viejo añadió: Fue mala época para dejarse caer por estos lados, caballero, hasta hace unos días hacía bueno. Me contaron que viene a retomar el negocio del finaíto. No había querido importunarlo mientras se instalaba, ahora que lo veo más firme le traigo esta ollita, herencia de mi Yaya, por si puede hacer algo con la payasá esta que tira más agua afuera que la que mantiene adentro.