El visitador: La geografía del dolor - José A. Fortuny - E-Book

El visitador: La geografía del dolor E-Book

José A. Fortuny

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Beschreibung

En 1772, en una convulsa Europa, un noble inglés llamado John Howard abandona la comodidad de su mansión y se embarca en un frenético viaje por toda Europa. Pretende mejorar las condiciones de vida de las prisiones y recintos hospitalarios, lugares en los que los abusos y epidemias arrasan con las esperanzas de salir con vida de allí. Acompañan a Howard en esta cruzada su sirviente, Thomasson, y una enigmática mujer, Camille. No tardarán en darse cuenta de que les siguen; son muchos los enemigos del noble interesados en que la expedición fracase. Entre los viajeros se desatarán las sospechas y la tensión, y, conforme las relaciones entre ellos se vayan estrechando, también eclosionarán las palpitaciones sentimentales, confusas, perturbadoras y difíciles de dominar. Durante el trayecto, los expedicionarios sufrirán los rigores del tiempo y sortearán múltiples peligros; conocerán a personajes ilustres como Diderot o Mozart, que les insuflarán optimismo, pero también serán testigos de lo peor de la condición humana. Tal cúmulo de vivencias los transformará, derribará estructuras internas y dilatará la percepción de sí mismos y del mundo. Conforme el coche de caballos se abra paso, las carcajadas de los adversarios de Howard, de los custodios del orden establecido, enmudecerán, y el temor aguijoneará tantas miradas perplejas: ¿conseguirá un hombre cambiar los cimientos de la sociedad?

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© Derechos de edición reservados.

Letrame Editorial.

www.Letrame.com

[email protected]

© José Antonio Fortuny Pons

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

Ilustración de portada: Abel Fernández

Supervisión de corrección: Celia Jiménez

ISBN: 978-84-1068-211-5

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

1

La lluvia caía con intensidad esa desapacible tarde de primavera de 1772 y repiqueteaba sobre el techo de la berlina, que atravesaba Londres. Las voces y los sonidos de la urbe sonaban amortiguados bajo la capa de agua. Con los cristales empañados, el pasajero se volvió más invisible. Nadie quería verlo, y quienes lo deseaban permanecían maniatados en el olvido.

El coche negro había bajado por Bethnal Green, donde las familias de los jornaleros tejedores, atraídas por un afán de mejora económica, trabajaban apretujadas el algodón en los telares. Un carnicero de ojos amarillentos y con restos de sangre en las manos lo ubicó después por la zona de Whitechapel, estigma y territorio de las clases bajas, que concentraba las peores actividades de la ciudad. Con las calzaduras de hierro traqueteando sobre el empedrado y salpicando el agua que se acumulaba en las calles, el coche cruzó el río Támesis por el puente de Londres, famoso por la antigua tradición de exhibir en sus orillas las cabezas de los traidores cubiertas de alquitrán.

Cuando la berlina llegó a su destino, un temblor recorrió la piel del viejo caballo negro; su compañero de tiro, otro purasangre más joven, pateó el suelo y se sacudió la espuma del belfo.

Un hombre de mediana altura se apeó y se ajustó los guantes de cuero mientras echaba un vistazo al cielo gris que se precipitaba hacia el ocaso; después enfocó la vista en el edificio que tenía enfrente y, con paso firme y chapoteando en el barro, se encaminó hacia allí.

Detrás de él, Thomasson, su fiel sirviente y conductor de la berlina, lo siguió con la mirada hasta que cruzó la puerta de hierro de la prisión. Después se cubrió la cabeza con el capote y se quedó quieto, sentado en el pescante, impasible ante la lluvia que le resbalaba por la fornida espalda.

La prisión de Marshalsea estaba situada en la zona de Southwark, en el sur de Londres. Era un antiguo asentamiento romano donde la pobreza y la marginación habían barrido las corazas y los penachos dorados de los centuriones.

Un carcelero acompañó al visitante, sin hacerle demasiadas preguntas y con aire ausente, a través de un laberinto de pasillos. El manojo de llaves que llevaba atado a la cintura tintineaba entre las paredes húmedas pero impermeables a cualquier tipo de lamento. Lo dejó en una estancia de techo alto y una mesa de roble en el centro. Un cargante olor a rancio llenaba la sala. En un extremo de la mesa, en penumbra, sentado en una silla de largo respaldo tapizada de rojo, un hombre rumiaba entre bocados y tragos de vino. Un candelabro en la mesa proyectaba la sombra de su complexión rolliza sobre el ventanal en arco que se alzaba a su espalda.

A sus pies, un galgo atigrado y esquelético apenas levantó los ojos ante el visitante. Resignado a que su amo no le arrojara ni un pedazo de carne, mucho menos debía de creer en la benevolencia de un desconocido.

—Me llamo John Howard —se presentó el recién llegado—. Soy el sheriff de Bedford.

Se plantó a unos metros de la mesa y se quitó el tricornio de fieltro. Llevaba una peluca de pelo natural, bien cuidada, al estilo Cadogan, con una escueta coleta a la altura de la nuca. Los ojos, grandes y animados, acompañaban a una nariz generosa.

—Nadie me ha avisado de su visita —murmuró el otro.

El sheriff se percató de que en el lado derecho de la sala había una chimenea encendida, cuyas llamas, altas y crepitantes, eran las responsables del fuerte calor que hacía en la estancia.

El alcaide lo escrutó con ojitos incisivos. Se jactaba de adivinar las intenciones y los pensamientos de la gente apenas verla. Solía practicar ese juego apostado en el ventanal, mientras observaba cómo los presos que acababan de ingresar se apiñaban como corderos en el patio. Según deducía por los rostros lívidos, la mayoría de ellos no quería estar allí. Solía acertar en sus interpretaciones.

—Siéntese —lo invitó, señalando con la cabeza una silla vacía. El hombre que contemplaba portaba un atuendo noble, con una estilosa guirindola que le rodeaba el cuello, aunque por su casaca color pimienta y los zapatos desgastados infirió que, o bien su posición pecuniaria iba a menos, o bien no prestaba gran atención a su vestimenta—. Pediré que le traigan algo de comer. ¿Está usted de paso?

—No he venido a comer. Me gustaría ver a los presos.

El responsable de la prisión, que había vuelto a trinchar un trozo de cordero sazonado con nuez moscada y mantequilla dulce, depositó con parsimonia los cubiertos en el plato. Frunció los labios carnosos.

—Si me dice el nombre del preso al que quiere ver, mandaré que se lo traigan —dijo, mientras se pinchaba con la uña del dedo meñique un grano de la mejilla.

—No deseo ver a uno en concreto. Quiero verlos a todos. Visitar la cárcel.

El alcaide reclinó la espalda y entrelazó los dedos sobre el abultado vientre. Cruzó un pie por encima del otro.

—¿Ocurre algo? En todos los años que llevo aquí es la primera vez que recibo la visita del sheriff del condado. Siempre han preferido delegar en otros esta parte del trabajo menos agradable.

—Nada en especial, solo cumplo con mis obligaciones —contestó Howard, que no se había movido de su sitio—. Aquellos jueces de paz o sheriffs que consideran que visitar un presidio hiere su orgullo son cómplices de los abusos que se puedan cometer en él —proclamó.

El anfitrión se pasó la lengua por las encías y guardó silencio. Aquel individuo de tez lechosa hablaba en serio. La impresión que tenía de él subió al escalafón de gran tontaina. Aceptar ese cargo casi honorífico estaba muy bien para alardear en la misa de los domingos o entre amigos, siempre que no se pretendiera ir más allá. Sintió algo parecido a la lástima por ese hombre, que además tenía una edad ya respetable y que, probablemente, solo había conocido el mundo a través de las adulaciones de la criada que le lavaba los pies.

—Es tarde. Llueve. Y mucho.

—Cierto, pero si en Inglaterra la climatología impusiera sus condiciones, nunca haríamos nada —repuso Howard.

Quizá alguien más expeditivo hubiera podido evitarle un mal trago a ese pardillo, pero el alcaide no estaba dispuesto a dejar que la cena se enfriara. Dejaría que lo que viera con sus propios ojos rasgase su pueril velo. Se quitó la servilleta, se levantó y cruzó la habitación con pasos cortos pero raudos. Vestía una casaca de paño color lila con bordes dorados y un calzón negro. Asomó la cabeza por la puerta y llamó a voz en grito a uno de sus hombres. Su voz retumbó entre los cimientos que unos años atrás habían absorbido los alaridos de trescientos presos que habían muerto de inanición en solo unos meses.

Al poco compareció Benjamin, un joven con el pelo desgreñado, camisa y calzones grises sujetos por un grueso cinturón. Su superior los acompañó. Primero hasta un habitáculo donde el carcelero cogió un látigo hecho con pene de toro, muy útil para meter en cintura a los presos que dieran problemas; luego, por inercia, salió con ellos al exterior, pero, cuando se dio cuenta de que la lluvia le mojaba la ropa, retrocedió hasta quedarse bajo el dintel. Apoyó un hombro sobre la jamba de la puerta. «¿Por qué unas veces las gotas de lluvia son más gruesas que otras? ¿Qué misterio de la naturaleza es el responsable de este fenómeno?», se preguntó mientras contemplaba cómo los dos hombres se adentraban en el patio. «Vida extraña, esta».

El sol se iba extinguiendo, espesando el cielo con nimbos cobrizos. Una racha de viento lanzó oblicuamente la lluvia contra el rostro del sheriff y el joven y manoseó los hierbajos diseminados por el suelo. En algún lugar batía un objeto metálico que esa noche desataría maldiciones entre los presos insomnes con la vista fija en el techo.

A esas horas en el patio solo había un pequeño grupo cerca del muro que separaba la zona de los deudores del área de los reclusos comunes.

—Esos presos. —Howard se detuvo y los señaló con el mentón—. Llevan cadenas. —La postura encorvada y ladeada de uno de ellos lo había delatado, a pesar de la semioscuridad.

—Así es —respondió Benjamin con una leve inclinación de cabeza. Su cara estaba colonizada por el acné y tenía unas cejas raquíticas que un tic nervioso contraía—. Ese muro está en mal estado, como puede ver. —Lo demarcó con el dedo índice—. Como el alcaide dice que no tiene dinero para arreglarlo y a nosotros nos supondría demasiado trabajo, a mi compañero Thomas el Largo se le ocurrió poner hierros y grilletes a los presos que quieran salir al patio. Así no hay peligro de que crucen al otro lado. Genial, ¿eh? —Pensó que, si se mostraba servicial con el visitador, este podría darle alguna propina.

El sheriff de Bedford se acercó al muro, que estaba muy deteriorado y había quedado a baja altura. Empujó con el pie derecho uno de los cascotes que se habían caído y se acumulaban en el suelo. Recordó la discusión con George Blackstone, un diputado conservador que añoraba volver al sistema de condenas a las galeras o a los destierros a las colonias americanas, habituales hasta hacía pocos años.

«Así nos quitamos el problema», manifestó en su día. Cuánto deseó que aquel político desfasado estuviera allí para comprobar si su corazón se ablandaba. «¿No tiene suficiente? ¡Ya están encerrados en prisiones!», se enojó el diputado ante la insatisfacción del noble. «Muchas cárceles son recintos improvisados, como depósitos de agua o las torres de las ciudades… Edificios que no están preparados para que se pueda cumplir en ellos una larga condena. Además, la población ha crecido por la migración urbana y los reclusos no caben», argumentó el de Bedford. El político se echó a reír.

El visitador miró al trío de presos, que aguardaban temerosos. Era consciente de que, a pesar de todo, el mayor obstáculo para que se produjeran mejoras en las prisiones no era la mentalidad, sino el lucro económico. No había ningún motivo para acometer esas reformas mientras se ganase dinero. Y es que la mayoría de las cárceles en Inglaterra eran privadas. Sin ir más lejos, la familia de ese diputado era propietaria de una. Si un alcaide fallecía, su mujer o un familiar podían heredar el puesto. Era un negocio que pasaba de padres a hijos.

El sheriff de Bedford dio unos pasos y examinó a uno de los confinados. Era un hombre escuálido de ojos grises. Tenía la garganta constreñida por un aro de hierro del que salía una cadena que pasaba por una barra de hierro que le inmovilizaba las muñecas y acababa en una pesada bola oxidada. La espalda estaba tan torcida que el brazo izquierdo le colgaba a escasos centímetros del suelo. Su cuerpo clamaba que el dolor no era temporal. Al parecer, por comodidad o por castigo, alguien había decidido dejarle fijos los hierros. No era la primera vez que el visitador veía algo así, serias deformidades causadas por el abuso y la saña. Cuando reanudó el trayecto hacia los nueve barracones, el preso se quedó allí, contorsionado como un espantapájaros en medio de un páramo de incomprensión.

Howard no dijo nada más y caminó mirando hacia el suelo con expresión ceñuda. Su acompañante, que temía haber dicho alguna inconveniencia, se sorprendió cuando este, de súbito, se detuvo y se dirigió a él:

—Veo que necesitas un atuendo nuevo. —Apuntó hacia la camisola descosida, por la que asomaban los codos—. ¿Acaso no te pagan bien?

—Oh, últimamente cuesta bastante cobrar —se lamentó el chico.

Se apartó el cabello mojado de la cara y se acarició el mentón, imitando a su interlocutor.

—Puedes contarme aquellas quejas que tengas. Intentaré encargarme de ello —le dijo Howard en voz baja.

Benjamin esbozó una escurridiza sonrisa que dejó entrever varios dientes negros. No se acababa de fiar.

—Dime cómo lo hacéis, cómo conseguís cobrar —insistió el sheriff.

El chico miró hacia un lado y otro e hizo una seña para que lo acompañara hasta la pared de uno de los barracones.

—Antes utilizábamos esto. —Quitó un pequeño trozo de ladrillo que dejó al descubierto un agujero en la pared—. Por aquí podemos ver lo que hacen y cuál de ellos tiene dinero, pero se debieron de enterar y ahora nos cuesta más. Entonces a Burke, un tipo que me cae bien, se le ocurrió darle a una de estas alimañas más comida a cambio de que nos informe sobre cuál de los presos nuevos tiene monis. ¿Qué le parece?

—Interesante —lo alentó.

—Dicen —prosiguió el joven, más confiado— que hay carceleros que cuando descubren a algún ricachón se lo llevan a casa y no lo sueltan hasta que afloja la bolsa. ¿Es así?

—Las casas esponja —asintió el visitador.

—Si funciona, ¿no se lo podríamos comentar al alcaide? ¿No podríamos probar también nosotros? —Sus cejas se levantaron como un puente levadizo.

Howard, que había echado un vistazo al interior del barracón a través del agujero, parecía no haber escuchado su comentario.

—Voy a entrar.

Benjamin se sobresaltó.

—Espere. No lo haga. No puede entrar solo, corre un gran peligro. Hay que buscar refuerzos.

—No hará falta. Espérame aquí.

—Pero, señor…

Y sin hacer caso a las recomendaciones del carcelero, Howard abrió la puerta del barracón. Lo invadió una fuerte pestilencia que lo obligó a sacar un pañuelo del bolsillo de la casaca y taparse la nariz. Apoyado en la puerta, dobló el cuerpo y tosió repetidas veces tratando de adaptarse al pútrido olor. Después entró en el recinto, mal iluminado con algunas velas depositadas en el suelo. Se dirigió hacia la pared, se quitó un guante y taponó con él el hueco. Entrevió cuerpos de hombres y mujeres de todas las edades, hacinados, que se levantaban y lo acorralaban.

—Podéis hacerme daño, pero os resultaré de más utilidad si no lo hacéis —les dijo flemático.

Cesaron las rozaduras de los cuerpos en movimiento. Howard sacó de un bolsillo de la casaca una lámina de grafito con una envoltura de madera y un cuaderno de color crema. Aquel gesto inesperado dejó más perplejos a los congregados que si hubiera sacado un arma; a fin de cuentas, estaban más habituados a ver un cuchillo que esos útiles para escribir.

—¿Alguno de vosotros tiene dificultades para pagar a los carceleros?

Los presos entrecruzaron miradas. Seguidamente, se adelantó un hombre con la nariz aplastada y el torso desnudo poblado de pelo.

—Aquí todos tenemos problemas para pagar. —Soltó una risotada—. Quien puede pagar a los carceleros no puede pagar la comida, y quien puede pagar la comida no tiene para la cama.

Howard buscó con la mirada las camas, pero no logró verlas; la gente que lo rodeaba obstruía su campo de visión.

—Tres céntimos diarios —le informó un hombre que se le había acercado por un costado. El visitador giró la cabeza hacia él—. Es lo que pago yo por un montón de paja en el suelo donde echarme a dormir —afirmó, indicándole un rincón a su izquierda. Era un hombre escuchimizado, pero que conservaba, en su peluca bien cuidada y su manera de hablar, un porte señorial.

El sheriff de Bedford abrió la libreta y tomó nota. Había adquirido suficiente pericia para escribir en las condiciones lumínicas más desfavorables.

—¿Y cuántas veces al día os dan de comer?

—Los días que tenemos suerte, dos.

Se disponía a echar un vistazo a la zona donde dormían cuando apareció un niño entre las piernas de su interlocutor. Tenía el pelo bruno, ensortijado y, a pesar de que su padre lo apartó de un manotazo, el crío no se dio por vencido y llegó hasta los pies de Howard. Tiró de sus calzones.

—¿Me da una hoja? —pidió, tendiéndole una manita negruzca.

El interpelado bajó la vista.

—¿Me da una hoja? —repitió el chico. De su cara churretosa sobresalían unos ojos avispados.

—¿Y tú, has venido de visita? —le preguntó el visitador sin inclinarse.

El niño arrugó el rostro y meneó la cabeza.

—No, vivo aquí. ¿Dónde iba a vivir si no?

Howard cabeceó. Conocía bien todo ese tejemaneje. Si se enviaba a prisión a un padre, era habitual que toda la familia se fuera a vivir con él, ya que no tenían manera de subsistir sin el progenitor. A algunos de aquellos niños los dejaban salir por las mañanas a trabajar a alguna fábrica cercana para ganarse unos peniques con los que sufragar su manutención en prisión. El sheriff calculó que allí dos personas acompañaban, por término medio, a un recluso. Datos posteriores corroborarían que, por esas fechas, había en Inglaterra y el país de Gales 4.084 prisioneros acompañados de 8.168 personas entre mujeres e hijos. Es decir, 12.252 individuos viviendo en la miseria.

—Y, ahora, ¿me da una hoja?

Apenas unos años más tarde, en esa misma prisión, exactamente en ese mismo recinto hediondo y sórdido, viviría otro niño junto a su familia. Un chiquillo que también sentiría fascinación por el dibujo y la escritura y que suspiraría por un trozo de papel en el que hacer garabatos. Un niño que, a falta de papel, memorizaría con detalle todo lo que ocurriera allí dentro, que observaría con atención los rigores de la prisión para después plasmar con brillantez en sus libros la cruda realidad de su época.

Ese niño sería conocido como Charles Dickens.

2

La casa de Howard estaba situada en las afueras de Cardington, en el condado de Bedfordshire, a unas millas al norte de Londres. Se trataba de una mansión de granito gris de estilo isabelino, con veintiuna ventanas frontales divididas por pilastras, y seis recias chimeneas. Sus amplios jardines estaban delimitados por setos podados con refinamiento.

Hacia allí se dirigía después de su descorazonador periplo por varias prisiones de Londres. En todas ellas no había encontrado más que lo mismo: dolor, hacinamiento y malas condiciones higiénicas.

Era de noche y había dejado de llover. La luna llena iluminaba la berlina, que atravesaba los campos llanos y silentes zigzagueando entre los caminos de postas sin pavimentar.

De pronto, el coche frenó en seco.

—¡Maldita sea! —gritó Thomasson tras distinguir una forma humana al borde del camino. Agarró la barra de hierro que llevaba a los pies y, con la agilidad propia de sus veinticuatro años, dio un salto y aterrizó en el suelo—. ¿Quién es? —inquirió, blandiendo la barra en el aire.

—Siento haberlo asustado —dijo una voz.

Una silueta salió despacio de entre las sombras. Correspondía a una mujer con la cabeza cubierta por una capellina.

—¡Casi la atropello! —bramó el sirviente, en cuya camisa de lienzo color ocre aparecieron unas manchas de sudor. Nunca llevaba casaca. A lo sumo, un capote oscuro, de lana, que se abrochaba por delante con cuatro botones de cobre. A la prenda le faltaba un botón y tenía una desgarradura.

—¿Qué ocurre? —Howard se había apeado de la berlina y se había situado detrás de Thomasson.

—¡Vuelva al coche, puede ser peligroso! —lo conminó el sirviente, mirándolo por el rabillo del ojo. Sus luengos cabellos volaron y se posaron de nuevo sobre sus hombros. Tomó aire por la nariz aplastada. Ciñó los dedos alrededor de la barra y la alzó por encima de la cabeza para que la extraña no se atreviera a avanzar.

—Ayúdeme, señor —se dirigió ella a Howard, cuyo temple percibía más sosegado—. La noche me ha sorprendido y me he desorientado. Estoy buscando una casa. —Tenía una voz agradable. Se echó para atrás la capellina.

—¿No sabe que está prohibido que una mujer vaya sola a estas horas? —la reprendió Thomasson. A su boca, siempre entreabierta, le faltaban varios dientes.

El sheriff estudió a la mujer de rostro triangular. Vestía un jubón y unas enaguas y se retorcía las manos.

—Suba —la invitó.

El cochero refunfuñó cuando ella pasó por su lado.

—No la podemos dejar aquí —se justificó Howard antes de cerrar tras de sí la portezuela de la berlina.

El sirviente descargó su enfado golpeando con fuerza la barra sobre la tierra, que levantó una nube de polvo y piedrecillas que inquietaron a los caballos.

Apenas se había acomodado la mujer en el mullido asiento y acariciado la suave tapicería cuando arrugó el rostro y meneó la cabeza hacia un lado y otro hasta que, desesperada, la sacó por la ventanilla y vomitó todo el contenido de su estómago.

Fuera, Thomasson, que había fustigado con el látigo a los caballos para que se pusieran de nuevo en marcha, soltó una carcajada al escuchar aquel sonido gutural.

—Apesta. ¿De dónde viene este olor? —preguntó ella, acomodándose de nuevo. Estaba mareada.

—Lo siento. Vengo de la cárcel —dijo Howard, que permanecía con las piernas juntas, paralelas, y la espalda recta. Encendió un candil y lo enganchó al techo. Pudo ver con más nitidez a aquella mujer de ojos redondeados, pómulos altos y barbilla puntiaguda con un hoyuelo. Llevaba una peluca sencilla, blanca, con varios bucles, y tenía restos de vómito en la comisura de los labios.

Ella lo miró espantada con los ojos muy abiertos y se tapó la nariz con la manga.

«Y esta vez no ha sido de las peores. Si supiera que a menudo tengo que quemar la ropa y dejar reposar unos días mis libros en sitios frescos hasta que se disipa un poco el fétido olor», pensó el sheriff.

La recién llegada se removió incómoda en el asiento. Temía haberse metido en una ratonera, estar ante un loco o un pervertido. Separó ligeramente las piernas y miró hacia el tirador de la portezuela, dispuesta a escapar de allí en caso de necesidad.

—Soy el sheriff de Bedford. Visito prisiones —le explicó, tratando de tranquilizarla.

—Prisiones. —La pasajera escrutó a ese hombre de hombros rígidos que desvió la mirada al encontrarse con la suya. Calculó que debía de frisar los cincuenta años—. A su edad debería descansar en su jardín.

—Ya lo he hecho —replicó Howard sin levantar la vista del cuaderno que había comenzado a hojear. No era la primera vez que alguien aludía o le reprochaba su edad para llevar a cabo ese trabajo—. Estuve cuidando de mis rosas durante muchos años. Por cierto, por su acento…

—Soy francesa. Me llamo Camille Aubriot.

—Francia, un país que pronto visitaré.

—Señor —fue al grano. La pestilente atmósfera le estaba comenzando a provocar claustrofobia—, estoy buscando la casa de John Howard. Tengo entendido que vive por aquí.

El modo enfático de expresarse le dejó claro que hablaba en serio.

—Lo tiene usted delante.

Ella se llevó una mano al pecho.

—El hombre que yo busco es… un terrateniente, un noble —le aclaró. Estaba atónita por aquella coincidencia, haberse cruzado con dos hombres llamados del mismo modo.

—Al parecer, no tengo aspecto de sheriff ni de terrateniente ni de noble. Siento decepcionarla.

—No quería decir eso —se pellizcó un dedo con rabia—, pero me tranquilizaría saber que ha ido a prisión para jugar a las cartas con su amigo el alcaide.

—No juego a las cartas. Detesto el juego.

—Una prisión. Sería el último sitio de la tierra al que se me ocurriría ir, lleno de desalmados.

Howard meditó su respuesta. A ambos lados del camino dejaban atrás campos verdes pigmentados de campanillas y celidonias, ocultos ahora por la oscuridad. Parco en palabras como era, a punto estuvo de dar por finalizada la conversación, pero pensó que su silencio incrementaría todavía más el nerviosismo de la mujer.

—Cierto es que hay gente abominable en las cárceles, aunque la mayor parte de los presos son deudores que se limitan a intentar sobrevivir.

—¿Deudores?

El hombre pasó unas hojas hasta llegar a los datos que buscaba. Apoyarse en lo escrito lo ayudaba a hablar, mucho más ante la perturbadora presencia de una mujer.

—En las últimas prisiones que he visitado he contado 1.502 presos. De ellos, 1.274 eran deudores y 228 prisioneros de derecho común. A todo esto, habría que añadir a los niños y las mujeres que los acompañan.

—No me inspiran lástima, aunque sean deudores. ¿Y qué es lo que pretende usted, liberarlos a todos y que no reciban ningún castigo? —Camille se enojó por tal muestra de candidez.

Howard se tocó la punta de la voluminosa nariz con el utensilio que usaba para escribir. La miró.

—La cuestión no es esa. Cuando accedí a este cargo y descubrí que la mayoría de los presos eran deudores, me di cuenta de que, además de tener que pagar la deuda, debían sufragar el sueldo de sus carceleros. —Dobló y desdobló la punta de una hoja del cuaderno—. De ese modo entran en un círculo del que es imposible salir: alguien condenado por no pagar seis chelines se encuentra, de repente, con que su deuda asciende a veinte y no para de crecer. —Inclinó ligeramente el cuerpo hacia delante—. Pudrirse en la cárcel, así es como lo llaman, ya que muchos de ellos nunca la abandonarán por esta cuestión. ¿Considera que no es suficiente castigo?

Camille se apartó la manga de la boca abierta.

—Sigo sin saber cuáles son sus pretensiones.

—¿Realmente le interesa?

—Estoy intrigada.

El noble se estiró el cuello de la camisa.

—Pienso que lo más justo sería que fuera el Estado quien pagara el sueldo de los carceleros. He consultado a varios parlamentarios, que me han dicho que, para promover una ley que cambie esta situación, sería de gran ayuda encontrar en algún lugar un precedente u otra fórmula para afrontar este problema. Así que me puse a buscar.

El coche pegó un salto, las ballestas rechinaron, los cuerpos se zarandearon. Camille se percató de la mancha que tenía en el borde de los labios; sacó con rapidez un pañuelo de una de sus mangas y, abochornada, se la limpió.

—¿Y ha encontrado ya lo que busca?

—Todavía no. He recorrido muchas prisiones en Inglaterra, Gales… Dentro de una semana me marcho a Europa.

La pasajera se quedó pensativa. Se masajeó el lóbulo de la oreja izquierda y miró la punta de sus desgastados zapatos con algo de tacón. Howard volvió a mirar por la ventanilla. Atisbó la luz ocre que colgaba en el porche de los Crompton y el contorno del viejo chopo que tenían en el patio. No quedaba mucho para llegar.

—Dígame, ¿por qué quería verme?

—Quería pedirle trabajo. Me han dicho que usted busca personal para atender su casa.

El terrateniente parpadeó varias veces.

—La han informado mal. Ahora mismo no busco a nadie.

—Puedo trabajar en cualquier cosa. Lavar platos, cuidar cerdos, lo que sea. —Sus alargadas manos describieron un abanico de posibilidades. La percusión de sus piernas temblorosas contra el suelo se aceleró.

—Parece usted desesperada. ¿Nadie más la puede ayudar?

—Si tuviera a alguien que me echara una mano no estaría vagando por estos caminos —dijo cortante—. Soy viuda por dos veces.

—Lo siento —dijo. Pensó que era una desgracia lo que le había sucedido, puesto que todavía era una mujer joven—. Cuando regrese de mi viaje haré lo posible para ayudarla. Preguntaré a un amigo si…

Ella sacudió la cabeza. Ya no se sentía amenazada, pero su urgencia chocaba con la parsimonia del hombre.

—Palsambleu! No puedo esperar tanto. ¡Será tarde para mí! —Se lamentó por haber tomado la decisión de ir a verlo—. ¡Cómo puede comprenderme alguien que nunca ha tenido problemas económicos!

La berlina aminoró la velocidad hasta detenerse ante la barrera que delimitaba la propiedad señorial. Escucharon el impacto de las botas rústicas del sirviente al bajar y acercarse para abrirla.

—Debería haber estado en prisión para que me hiciera usted caso —masculló la francesa. Abrió la portezuela con rapidez y salió.

Howard se apeó tras ella, que caminaba en dirección contraria a su residencia.

—Espere. ¿A dónde va? Entre en casa y descanse esta noche.

—Me voy. No quiero ocasionarle más molestias —dijo Camille, levantando una mano con energía.

—Vuelva, sea razonable —insistió, mientras la espalda de la mujer se volvía cada vez más difusa.

Apostado en la barrera, Thomasson no hizo ningún amago para correr tras ella. No pensaba hacerlo a menos que su patrón se lo ordenara. Howard la llamó un par de veces más. Pensó que cuando se viera acechada por los fantasmas de la noche entraría en razón y volvería atrás. Por eso esperó. Y esperó otro poco más.

Quieto en medio del camino, el noble de Bedford escuchó un chasquido entre la maleza, el ulular de una lechuza, las ramas de los árboles moverse tras una ráfaga de aire. Después, un prolongado silencio.

3

Plantado en el cruce que formaban las calles Newgate Street y Old Bailey, John Howard contempló la famosa esquina de la prisión.

El penal de Newgate, ubicado en el corazón de Londres, impresionaba. Como la mayoría de las prisiones de la época, había sido construida fiel al estilo impulsado por Blondel, llamado «arquitectura horrible», y cuya finalidad era propiciar el rechazo del espectador. Para ello se servía de elementos como altos muros almohadillados, paredes reforzadas casi sin ventanas y una deliberada falta de elegancia. El propósito era disuadir a otras personas de entrar en ese mundo aparte y dejar claro a los presos que estaban excluidos de la sociedad: nadie sentía por ellos ningún tipo de conmiseración.

En esa conocida esquina, la cárcel y el pueblo tenían su punto de contacto más estrecho. Allí se montaban el entarimado y la horca y se llevaban a cabo las ejecuciones públicas que atraían a la plebe, ávida por disfrutar del espectáculo. Los presos colgados por el cuello no solían opinar lo mismo. Eran tan buenos en su labor que verdugos de todo el país iban a formarse a esa prisión. Con los años, habían creado escuela.

En ese momento, las calles estaban tranquilas, ajenas al guirigay que se generaba en los días de fiesta. Sin ningún condenado que tensara la soga, sin gotas de sangre que salpicaran el suelo, la gente se comportaba de un modo bastante civilizado.

Cuando Howard se hartó de las escenas sádicas que recreaba su imaginación, cruzó la calle. En la puerta de la prisión lo recibió un guardia mofletudo y pecoso con el labio inferior partido y unos mechones pelirrojos que le salían por debajo de la desastrada peluca.

—El alcaide no está —dijo y le devolvió la documentación de malos modos.

—No importa. Estoy autorizado a entrar.

—Coward, coward1—se mofó el carcelero aleteando como una gallina clueca—. ¿No será usted el tipo que va visitando prisiones?

—Veo que has oído hablar de mí.

El hombre escupió una flema amarillenta que estuvo a punto de alcanzar los zapatos con hebilla del sheriff.

—Maldita sea, solo queremos ganarnos la vida —señaló con rabia el hombretón, subiéndose los calzones muy por encima del vientre.

—Nada tengo contra vosotros. Tener carceleros pacientes que animen a los presos e impartan orden es fundamental para el buen funcionamiento de una prisión, pero discrepo en vuestra manera de financiaros.

El vigilante dudó, como si evaluara si él reunía algunas de esas cualidades. Luego se encendió todavía más.

—Son peor que animales. ¿Por qué tiene que meter las narices en este asunto? —protestó con los puños apretados.

—Yo le acompañaré —intervino otro guardia que apareció detrás de su compañero y que había acudido al escuchar el altercado. Era un hombre de tez oscura y largas patillas, vestido con una casaca de paño y calcetines grises hasta media pierna—. Pero le advierto que estamos sufriendo una epidemia de fiebre carcelaria.

—Nada nuevo para mí. Me he encontrado muchas veces con ella —dijo circunspecto.

El carcelero, que se llamaba Edmund, le enseñó las manos. No era un asunto de su incumbencia. Le pidió que lo siguiera y lo llevó a inspeccionar una despensa y la capilla. Iba siempre unos pasos por delante, apoyándose en la punta de los pies para caminar. Antes de salir al patio interior, el guardia se puso un casco de hierro en la cabeza y se ajustó las correas de un protector de cuero acolchado que llevaba sobre la zona testicular. Cogió también con un agarracuellos, una larga asta con un aro en uno de sus extremos para atrapar por el pescuezo a los reclusos sediciosos.

El sol tibio de mediodía sobresalía entre grupúsculos de nubes desperdigadas. Nada más dejarse ver en el exterior se toparon con un puñado de presos sentados en el suelo, con la espalda apoyada en un muro. Parecían aburridos, embriagados, o las dos cosas a la vez. Uno de ellos tenía una brecha en la cabeza de la que manaba sangre. Otro estaba inconsciente en el suelo, rodeado de cristales y botellas rotas. Se había llevado la peor parte de la pelea. Una bandada de palomas alzó el vuelo, dejando unas muestras de sus deyecciones blancuzcas como obsequio en el centro del patio.

—¿No lleváis a cabo ningún tipo de trabajo? —les preguntó Howard.

Nadie contestó.

Edmund se volvió hacia la autoridad.

—¿Trabajo? —Señaló hacia un corral que había al otro lado del patio—. Para algunos tenemos reservado un trabajo especial. —Hizo una mueca socarrona.

Cruzaron el patio. En el corral había dos cerdos y una casita de madera pegada a él. El carcelero lo bordeó y condujo a Howard, para su sorpresa, a la parte de atrás. En aquel rincón había un hombre amarrado a una gran rueda de carreta colocada en posición horizontal sobre una piedra y un pivote. El preso, desnudo de cintura para arriba y bañado en sudor, agarraba una barra ensamblada a la rueda e iba dando vueltas ante la desganada mirada de otro carcelero. Al ver a los dos hombres, el arrestado se detuvo y su custodio lo increpó, exhortándolo a que continuara con su rutina. Dichas prácticas obedecían a lo que llamaban «trabajos absurdos» y su función era punitiva. Esos castigos humillantes eran tan variados como la calenturienta imaginación de los martirizadores diera de sí: llevar pesadas piedras de un lado a otro, subir y bajar escaleras hasta la extenuación…

El sheriff de Bedford lanzó una mirada torva a Edmund que, con párvulo orgullo, le había mostrado aquella iniquidad. Pero, como todavía conservaba la esperanza de no haberlo entendido, Howard volvió a señalarle el corral y le preguntó si alguno de los presos trabajaba en él.

—No. Es propiedad del alcaide.

El visitador se acercó a la casita de madera, cuya única ventana estaba cerrada. Pensó que serviría para guardar utensilios del corral, pero le llamó la atención un letrero colgado en la puerta que, con grandes letras rojizas, rezaba: «Aquí se vende alcohol».

—Ni este corral ni esta caseta deberían estar aquí, quitan espacio a los presos.

—Dígaselo usted mismo al alcaide si quiere. —Edmund se rascó la entrepierna—. Vámonos, tengo prisa.

Al final del patio, en la parte norte, estaban los barracones de los presidiarios, que ocupaban las dos plantas de un edificio rectangular de piedra arenisca. El carcelero se negó a entrar, recalcando que sufrían el azote de la fiebre carcelaria. Así lo ratificó un compañero suyo que en esos momentos salía del edificio llevando dos cubos con restos de comida que acababa de repartir.

Como de costumbre, una vaharada de mal olor dio la bienvenida al noble cuando pisó el recinto.

—No os mováis de vuestro sitio —advirtió Edmund a los prisioneros. Dio varios golpes con el asta en la puerta, donde se quedó parapetado.

A pesar de ser de día, apenas había luz en la estancia, solo la que se colaba a través de la puerta abierta. Howard se encontró con algunos presos sentados o tumbados en el suelo sobre montones de paja. Tosían y gemían. Se acuclilló para examinar a un hombre de ojos hundidos, en estado de estupor, con el cuerpo encogido en posición fetal.

—Esta paja está podrida, hace mucho tiempo que no se cambia —dijo, agarrando un fajo y mostrándosela, desde la distancia, al carcelero.

—Ya.

—Habría que cambiarla todas las semanas o, al menos, envolverla en una tela gruesa.

—No me diga…

—Lo ideal sería que todos durmieran sobre camas de madera, alejados del suelo. Esto contribuiría a combatir fiebres y epidemias. Supongo que no tenéis camas.

Los presos, sumidos en un silencio absoluto, asistían sorprendidos a la reconvención de aquel extraño. Se preguntaban quién era y qué buscaba allí.

—Solo para aquellos que se la puedan pagar —dijo el guardia.

—… y cada cama debería tener una manta y un cubrecamas grueso…—prosiguió el sheriff.

—¿Desea usted que les pongamos también sábanas de lino? —se pitorreó Edmund. Lanzó el asta al aire y la apresó con habilidad con la otra mano.

—Sería suficiente con que pudieran tener ropa para dormir que abrigara. Y quemar de tanto en tanto la ropa vieja —dijo el sheriff impasible. Después se reincorporó y miró a su alrededor—. Sobre todo, para las mujeres embarazadas o con hijos haría falta una chimenea, aunque la ventilación… —Giró sobre sí mismo—. Apenas hay luz aquí dentro, ¿por qué?

—No está permitido tener luces artificiales para no provocar incendios.

Howard se fijó que en la pared de enfrente se filtraba algo de claridad.

—¿No hay allí una ventana? ¿Por qué está cerrada?

—El alcaide decidió tapar algunas por el dichoso impuesto. Supongo que sabe…

—Conozco bien esa ley —resopló el terrateniente.