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«Creo que todas las mujeres son especiales. Unas por su aspecto, otras por su carácter o porque son interesantes. La verdad es que me da igual, ya que solo les pido una cosa: que no reclamen más de lo que estoy dispuesto a dar. Con los años, he aprendido a alejarme de las que solo buscan a su media naranja». Sabía que Sol no era para mí. Debería haberme mantenido alejado de ella. Pero fue tan sencillo dejarla entrar en mi rincón privado, ese que desde hace tanto tiempo tengo reservado para mi familia… No tenía que haber ocurrido de ese modo; le hice daño de la peor manera posible y en el peor momento. Ahora me he dado cuenta de que la vida, tal y como la estoy viviendo, es insustancial. No tiene sentido mantenerme alejado de ella para evitar sufrir cuando, al hacerlo, siento tanto dolor. Por eso he ideado un plan para reconquistarla. Junto a las primeras flores, un mensaje: Singularidad: Característica, cualidad o detalle que distingue a una cosa de otras de la misma clase o especie. Todas las mujeres son especiales, pero ella es única. Solo espero que, cuando reciba el último mensaje, lo entienda todo y sea capaz de perdonarme. Títulos de la serie Hilo rojo: Si el destino quiere Ella es única Somos mil atardeceres Todo del revés Persiguiendo quimeras - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporáneo, histórico, policiaco, fantasía… ¡Elige tu romance favorito! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!
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Seitenzahl: 300
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Editado por Harlequin Ibérica.
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© 2020, 2025 Amalia García del Real Torralva
© 2025, Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
Ella es única, n.º 420 - julio 2025
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas,
establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 9791370006242
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Cita
Dedicatoria
Prólogo
Primera parte
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Segunda parte
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Tercera parte
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Si te ha gustado este libro…
Un hilo rojo invisible conecta a aquellos que están destinados a encontrarse, sin importar tiempo, lugar o circunstancias. El hilo se puede estirar o contraer, pero nunca romper.
Proverbio chino
A los que ya no están…
Seis años antes
—Tengo que irme. No puedo seguir en España. En Murcia y en Madrid, todo, absolutamente todo, me recuerda a ella. —Edu escondió el rostro entre las piernas, apoyó los codos sobre las rodillas y entrelazó las manos detrás de su nuca, intentando hacerse pequeño. Intentando desaparecer—. Necesito un cambio. Vivir mi vida. Dedicarme solo a mí. No quiero que pienses que soy un egoísta por largarme justo en este momento. Entiéndeme…, por favor —suplicó a su padre.
—Lo hago —respondió Ángel—. Sé que ahora lo ves todo negro. Tu vida ha girado en torno a ella desde que eras un niño. Aquí y luego en Madrid. Las elecciones que has hecho han sido siempre contando con ella. Teníais trece años cuando empezasteis.
Ángel observó a su hijo, esperando que sentirse comprendido aliviara su angustia.
—No solo contaba con ella, papá. También con vosotros. Con mamá, con mis hermanos, contigo y con la empresa. Mis sueños eran tan simples… Solo quería acabar la carrera y ganar lo suficiente para formar una familia, como la nuestra. Y quizá… Quizá, si la cosa me iba bien, comprar una casa en alguna zona bonita con vistas al mar para vivir con ella. Parecía fácil, pero… Todo se complicó. —Los ojos color miel de Edu habían dejado de brillar. Cada línea de su rostro, cada sombra, era una triste prueba de su desolación. Su padre no fue capaz de sostenerle la mirada y la dirigió al mar.
—La vida es así, no siempre vienen las olas como queremos. A veces tenemos que saber navegarlas, corregir el rumbo e intentar llegar a nuestro puerto —dijo, y acarició con cariño la espalda de su hijo—. Cuando te fuiste a Madrid eras aún un niño, hoy tengo ante mí a un hombre. El mundo de los adultos es muy complicado, Eduardo. Ahora lo sabes. Lo sufres. No pierdas el tiempo buscando razones, porque no las hay.
—Ya tengo el billete a Tegel —dijo con resolución. Edu había tomado una decisión y nada ni nadie iba a cambiarla—. Empiezo en septiembre, pero quiero llegar a Berlín antes para organizarme. Cuando vi que aún estaba a tiempo para solicitar plaza lo hice, me daba igual el destino, solo quería que fuera lejos de mi vida —explicó—. Es la única forma que he encontrado para seguir adelante, papá. No creo que pueda resistir un verano aquí. Recordando todos los anteriores. ¿Me ayudarás con mamá?
—Tu vida forma parte de ti. Nunca vas a poder alejarte de ella ni de tus recuerdos, vas a tener que aprender a convivir con ellos, aunque lejos probablemente te resulte más sencillo. —Ángel esperaba que así fuera—. Por mamá no te preocupes, aunque no lo creas, ella está más preparada que yo para verte marchar.
Los dos hombres dejaron pasar el tiempo, callados, sintiendo en su rostro la brisa, todavía fresca, de la mañana.
—Papá, ¿nunca has tenido miedo a perder lo que quieres? —preguntó el chico.
—Tengo miedo de ello cada día.
—¿Y merece la pena?
—Aunque solo hubiera podido vivir un minuto al lado de tu madre… Sí, es algo de lo que estoy seguro. Merece la pena vivir la vida con aquellos a los que quieres, aunque sea corta —respondió tras pensarlo unos segundos.
—Yo no lo estoy, duele demasiado perder a alguien que amas con toda tu alma.
Ángel no supo qué responder, imaginó una vida sin África o sin sus hijos y comprendió perfectamente el dolor desgarrador que sentía Eduardo. Miró al horizonte, al inmenso y brillante mar que tenían delante, y como siempre que lo hacía se sintió pequeño en un mundo muy injusto. ¿Qué le dices a tu hijo cuando ha perdido al amor de su vida?
Sobraban las palabras, los dos quedaron sumidos en sus pensamientos. Un silencio roto únicamente por el melódico rumor de las olas al llegar a la costa.
Y en ese momento, acompañado por la tranquilizadora presencia de su padre, Eduardo se juró que solo sufriría por las cinco personas en el mundo que más quería, su familia. No permitiría a nadie más acceder a su corazón y, de ese modo, quedaría protegido contra el dolor.
Siguiendo el hilo
En la actualidad
Eduardo observaba la acogedora vivienda mientras hablaba por teléfono. Habían estado en la nueva casa de Daniela viendo cómo quería distribuir el espacio, qué tipo de muebles pretendía instalar y eligiendo los colores que, más adelante, sus pintores darían a las paredes. Finalizaba septiembre, pero hacía un calor de mil demonios. Seguramente por eso, o por ser amable, ella le había invitado a tomar algo en la casa en la que vivía con su amiga.
Había tenido que organizar su apretada agenda para poder atender la llamada de Daniela. Todavía quería acercarse a la reforma del restaurante. Tenía que ver cómo había quedado el remate de las columnas que, por ser de carga, no habían podido quitar para ampliar el comedor como era la idea inicial, y comprobar si, por lo menos, había suficiente sitio para un par de mesas junto a ellas. Si lo había serviría como reservado o zona romántica, lo que daría un valor añadido a la reforma. Pero estaba sediento, así que aceptó.
Daniela fue a la cocina y él aprovechó para concretar el trabajo con la cuadrilla de pintura.
Le había sorprendido su llamada esa mañana. No habían vuelto a verse desde que la conoció, solo habían intercambiado algún que otro mensaje cordial. Y no esperaba hacerlo tan pronto, aunque hacía unos días no había podido resistir la tentación de comprar un peluche para su futura sobrina y estaba esperando el momento para dárselo.
El día que les contó lo del embarazo a Leo y a él, no pudo evitar sentir pena por ella, porque de entre todos los hermanos Cano había ido a acabar con el más jodido. Bueno, quizá ese era él, pero pensaba que hasta el momento lo había disimulado bien. Su personalidad sociable le permitía esconder sus fantasmas con mayor facilidad que a Ángel, ya que este, al ser de trato más arisco y áspero, suscitaba de primeras un carácter atormentado.
Aquel día, con la explicación que ella les dio y su razonamiento, Eduardo quedó completamente convencido de sus buenas intenciones, y sabiendo cómo iba a reaccionar Ángel ante la noticia, y siendo consciente del enfado que Leo intentaba disimular, decidió romper sus reglas. Dejándose llevar, cosa que no hacía desde hacía años, permitió que esa chica y su futura sobrina entraran en su vida, independientemente de lo que pensara su familia. Les abrió la puerta del selecto y reducido grupo de personas a las que consideraba importantes y por las que se permitía preocuparse, dándole su teléfono y su apoyo.
Al recordarlo, aún se sorprendía de su reacción.
Mientras hablaba se fijó en los bonitos paisajes que adornaban las paredes. Hermosas fotografías en las que la luz existente en el momento de ser capturadas les confería un efecto especial. Se preguntó si las habría hecho ella. Había imágenes también con otra chica en distintas situaciones y en distintos momentos. En algunas se veían demasiado jóvenes. Le atrajo la evidente complicidad entre las chicas, pero, sobre todo, la radiante sonrisa de su amiga en muchas de ellas.
En cuanto al salón, este era muy acogedor, con unos muebles prácticos y una decoración nada sobrecargada. Le gustaba cómo habían aprovechado el espacio, consiguiendo un lugar agradable para vivir.
Tras despedirse de su interlocutor, Eduardo se dirigió a la cocina.
—Los pintores vendrán pasado mañana. Van a tenerlo listo enseguida. Con la casa vacía como está y todo despejado, no deben tardar más de dos días —dijo mientras entraba—. La próxima semana podremos empezar con los muebles.
Le sorprendió la reacción de Daniela, que tras dar un pequeño saltito se lanzó a sus brazos. Le resultó extraño devolverle el abrazo, pero consiguió hacerlo de forma casi natural. Eduardo no tenía ese tipo de relaciones con nadie. No se permitía muestras de afecto más allá del típico trato cordial. Era experto en mantener las distancias sin resultar maleducado. Solo era afectuoso con su familia, formada ya solo por su madre y sus tres hermanos. Pero con ella se comportaba de forma diferente, y no sabía la razón.
Sol llegó a casa, cansada y cargada con la comida para llevar que había comprado en el restaurante chino de la esquina. Dejó las llaves en el mueble de la entrada y el bolso sobre el sofá; con una mano libre, ya pudo repartir el peso de las bolsas. Había sido un día duro en el hospital, un no parar de urgencias de aquí para allá, y se sentía agotada. También estaba molesta con Eva, que de nuevo había anulado los planes para cenar juntas, esta vez, por un guapo puertorriqueño que había conocido ese día. Así que Daniela y ella tendrían que reventar o congelar las sobras, y con toda la comida que les había dejado Juana, apenas tenían espacio en el frigo.
Juana había sido su vecina hasta que unos días antes se había mudado a una residencia dejando el piso de enfrente libre. Piso que pronto iba a ocupar Dani con su hija.
«¡Su hija! ¡Qué fuerte!», pensó.
Se percató de que había una chaqueta de traje masculino apoyada en el respaldo del sofá, no parecía del padre de Daniela. Además, Pedro no solía usar americana, y menos con ese calor. Curiosa siguió el sonido de las voces que procedían de la cocina. Desde la puerta pudo ver como Daniela abrazaba a un desconocido. Analizó al guapo receptor del abrazo. Alto, bastante más que su amiga, y delgado. Pese a su delgadez, el hombre tenía la espalda ancha y su complexión parecía fibrosa. Los pantalones del traje se ajustaban a la perfección a su cuerpo sin ceñirse demasiado, y la tela caía con gracia permitiendo vislumbrar el contorno de un bonito trasero. Llevaba la camisa remangada, lo que dejaba a la vista unos fuertes y morenos antebrazos. El pelo castaño —que en algún momento había sido domado con fijador— estaba despeinado y un mechón rebelde le caía sobre la frente, confiriéndole el aspecto de chico malo que tanto le gustaba a ella.
Sol no pudo evitar ruborizarse cuando se dio cuenta de que aquellos ojos color miel la miraban tan intensamente como seguro estaba haciendo ella, sin ningún disimulo.
Daniela fue consciente también de la intensidad del momento. Eduardo se había separado de su amiga y la miraba a ella, que, por su parte, se había quedado muda, se había puesto muy colorada y se aferraba con fuerza a las bolsas que cargaba.
Así que siendo Daniela como era, decidió tomar cartas en el asunto y, tras carraspear para llamar la atención de la impresionada pareja, realizó las presentaciones.
—Edu, ella es Sol. Es mi amiga, la que amablemente me ha prestado una habitación en su piso. Sol, él es Edu. El hermano de… —Daniela miró su tripa, dando a entender sin palabras el hermano de quién era.
—Encantada, Eduardo —respondió Sol, pero la curiosidad fue más fuerte que ella, así que dirigiéndose a Dani preguntó con cierto retintín—: ¿Y le estabas abrazando por…?
Daniela rompió a reír, pero no respondió de inmediato. Sol no entendía nada, su amiga se había complicado la vida muchísimo por, seguramente, la única noche loca que había tenido en su vida; se había acostado con un tío con el que había congeniado en una discoteca, pero resultó que había simpatizado con uno y se había acostado con su gemelo. Lo más sorprendente era que no lo habría sabido si no se hubiera quedado embarazada. El destino había querido que se volvieran a encontrar y, al decírselo al padre, descubrió que eran dos. No dos padres, sino dos hombres guapos, uno de conversación agradable que había sabido llamar la atención de Dani, y otro, un «empotrador», que se ve que debió de ser tan bueno que la había hecho perder su sentido común. Y ahora el otro hermano, el pequeño, se encontraba en la cocina de su casa abrazando a su amiga.
«¡Por Dios! ¿Qué le pasa a Daniela con esta familia?».
—Bien… Creo que Daniela solo me abrazaba como agradecimiento a las gestiones que he realizado para que pinten su casa en tiempo récord —aclaró el chico—. Es lo bueno que tiene que la familia trabaje en el sector de la construcción, ¿no? Yo también estoy encantado de conocerte, Sol. Tienes una casa preciosa —concluyó él acompañando la última frase con una intensa mirada.
Dani debía de estar flipando, pues la propia Sol no recordaba haberse quedado sin palabras jamás. Ella era de las típicas personas que siempre saben qué decir incluso en las situaciones más inverosímiles, como esa, pero en cambio estaba plantada en la entrada a su cocina completamente muda.
«Debería haberme avisado, estaría preparada y no haciendo el ridículo», pensó Sol apurada.
Nerviosa, cambió las bolsas de mano, lo que llamó la atención de Daniela. Seguro que al ver el volumen se dio cuenta en ese momento de que el mensaje de Eva había llegado tarde y tenían comida china para tres.
—Parece que Sol ha traído suficiente comida para un regimiento —intervino Dani—. ¿Te quedas con nosotras a cenar? Invitarte es lo menos que puedo hacer como pago por tu ayuda.
Eduardo tenía planes, ya se había entretenido demasiado, y aunque ya no le daba tiempo de pasar por la obra del restaurante, había quedado con Verónica para cenar. Solían hacerlo los martes, cena y sexo sin compromiso, pero la pelirroja de enormes ojos verdes le tenía intrigado. Así que aceptó. Anuló la cena enviando un mensaje, y quedó en pasar por la casa de Verónica más tarde.
Era arquitecto por vocación, le entusiasmaba su trabajo y no podía evitar transmitir su emoción cuando hablaba sobre el tema. La cena resultó muy agradable, aunque prácticamente la conversación tuvo como tema principal los colores elegidos para las paredes, la decoración y otras posibles reformas para la casa de Daniela. También hablaron de las fotos que tanto habían llamado su atención, y así se enteró de que habían sido hechas por Sol, que compaginaba su pasión por la fotografía con su trabajo de enfermera.
Edu no podía dejar de mirar los ojos de esa chica, le habían impactado porque no recordaba haber conocido a nadie con una mirada tan penetrante y expresiva, tan llamativa y de un color verde tan exótico. Todo en aquella mujer le atraía: el largo y ondulado pelo rojo, la piel blanca, la nariz con graciosas pecas y esa sonrisa preciosa, que mostraba a la mínima oportunidad. Por desgracia no era el tipo de mujer con la que él solía relacionarse. Las prefería casadas con su trabajo, de las que no se ilusionan, y algo en su interior le decía que Sol era de las que sí lo hacían.
Para Sol fue inútil esconder a Daniela que la presencia de Eduardo la intimidaba. Estaba demasiado callada y comedida. Resultaba agradable y participaba de la conversación, por supuesto, pero no se comportaba como siempre. Carecía de su chispa, de su alegría y de la gracia con la que se expresaba habitualmente, y estaba claro que Dani sabía que se estaba controlando.
En otras circunstancias, Sol le habría dicho ya algo sobre la intensidad de su mirada. Algo tipo: «Si sigues mirándome así, vamos a tener que darnos una ducha fría los dos», con lo que habría logrado sacar los colores del descarado chico. Pero no actuó de ese modo, solo se limitó a sonrojarse y a mostrar una timidez que no tenía, sin saber muy bien la razón.
Al acabar la cena, y tras despedirse de ellas quedando en llamar a Daniela para avisarla de la hora en que irían los pintores, Eduardo se dirigió a su cita con Verónica, la abogada adicta al trabajo que conoció en un bar hacía ya dos años y con la que, de mutuo acuerdo, mantenía una relación puramente sexual. No había amistad, no había sentimientos, no había dolor, solo sexo, todos los martes que él estaba en Madrid y siempre que les apeteciera a ambos.
No era la única mujer con la que se veía, pero sí con la que llevaba más tiempo haciéndolo, quizá porque Verónica era incluso más frívola que él.
Hacía años que buscaba mujeres con las que mantener relaciones sin compromiso y sobre todo sin sentimientos. Cuando la situación se volvía aburrida o se complicaba porque la mujer aspiraba a algo más, pese a que él dejaba las cosas claras desde el inicio, se limitaba a romper y a sustituirla. Para él todas las mujeres eran iguales, todas le parecían hermosas, especiales y… peligrosas. Hacía mucho tiempo que había decidido mantener protegido su corazón y de esta manera lo estaba consiguiendo. Estaba convencido.
Solían verse en el ático de Verónica, porque en el piso de Edu era habitual que estuvieran su madre o alguno de sus hermanos, que iban de forma frecuente a Madrid.
Llegaba un poco más tarde de la hora acordada, pero ella no lo había llamado para anular la cita, así que imaginó que estaría esperándole. Lo confirmó cuando le abrió la puerta con una bata corta de satén en seda negra y una copa de vino en la mano.
Esa mujer era pecado, hermosa, caliente… Dejó la puerta abierta y entró en la casa esperando que él la siguiera. Sin palabras. Sin reproches por su tardanza. Y él lo hizo, cerrando a su espalda. Verónica era así, una mujer fuerte, independiente, que tenía claras sus metas. Vivía para su trabajo y no quería distracciones, pero el suyo era un trabajo estresante y necesitaba relajarse. Algunas personas se apuntaban a clases de yoga o al gimnasio, ellos tenían sexo programado, y por el momento les funcionaba.
—¿Qué necesitas, Eddy? —preguntó la mujer de forma sensual, una vez estuvieron dentro de la vivienda.
—Una ducha antes, por favor. No te importa, ¿verdad? —dijo Eduardo, que no había querido pasar por su casa para ducharse y había ido directo.
—¿Solo o acompañado? —preguntó con esa voz seductora que lo ponía a cien.
Y dudó, pero el recuerdo del tacto de la seda de esa bata y lo que sabía le esperaba debajo le hicieron decidirse rápido.
—Solo. No tardo nada —dijo yendo al baño. No era la primera vez que había ido directo del trabajo a casa de Verónica y había querido asearse antes.
No se molestó en vestirse después de la ducha, cogió la toalla que ella le había dejado y, después de secarse un poco, se rodeó con ella las caderas. Fue descalzo en su busca. La encontró en el dormitorio. Había puesto música suave, ambientado la estancia con una vela y apurado la copa de vino.
Ya estaba duro, solo por la expectación de lo que su mente intuía que iba a pasar. La seda le volvía loco, y ella lo sabía. Sin muchos preliminares, ya que no eran necesarios, se deshizo de la bata dejando al descubierto la lencería a juego con la que a ella le gustaba sorprenderle. Ansioso devoró su cuerpo y ella el de él. La toalla cayó, la lencería desapareció, y ambos, egoístas, se saciaron. Tomaron lo que deseaban y quedaron exhaustos sobre la cama. El sexo con ella era rápido, explosivo y sin apego, pero excepcionalmente bueno.
Un par de horas después, Eduardo regresaba a casa al volante de su flamante deportivo. Esa vez no se había relajado como en otras ocasiones. Su mente, inquieta, volvía una y otra vez a esa tarde, a todo lo que había hablado con Daniela, a esa niña —su sobrina—, que se desarrollaba en su interior. Una pequeña que iba a crecer sin un padre, porque su hermano Ángel era demasiado egoísta para hacer frente a sus responsabilidades, y su hermano Leo no era capaz de perdonar un error a una chica que no sabía siquiera que lo había cometido.
No podía permitir que esa niña creciera sin parte de su familia. Y por eso, porque era su sobrina, decidió que debía estar a su lado. Se iba a encargar de su habitación, quería que cuando abriera los ojos por primera vez, viera lo que él iba a crear para ella, porque era lo que sabía hacer y era bueno en ello. Iba a diseñarle una habitación perfecta.
Así que cuando llegó a casa, no pudo dormir, solo dibujar y plasmar en papel esas ideas que bullían en su mente.
La luz de la mañana le sorprendió dormido en el sofá del despacho, con los bocetos desordenados sobre la mesa de dibujo y el aroma de un café cargado que su hermano Leo sostenía mientras los ojeaba.
—¿Son para la niña? —le preguntó mientras le tendía la taza de café. Edu se incorporó dolorido. El sofá no era tan cómodo como había parecido la noche anterior cuando agotado le había dado pereza ir a su cama. Tomó un sorbo del amargo líquido antes de responder—: Sí. Esta tarde se los mostraré a Daniela. Quiero saber cuál le gusta más para seguir trabajando en esa línea. Es nuestra sobrina, Leo, no podemos darles de lado.
—Mañana tienes la reunión con el ayuntamiento para los permisos del chalet de Galapagar. ¿Cuándo vas a darle las llaves a Carlos para que pinten la casa?
—No sé, tengo que llamarlo a ver si esta noche puedo acercárselas.
—Yo me encargo.
—Te encargas… ¿de qué?
—De estar con ellos y asegurarme de que queda como queremos. Estás muy liado y no podemos prescindir de ti en Alpedrete. Los Sánchez quieren comentar contigo varias cosas. Tú termina el boceto, yo me ocupo de la parte práctica.
Se sintió sorprendido. Hasta el momento, Leo había parecido no querer saber nada de la niña ni de su madre. Bueno, más bien parecía tener una lucha interior entre lo que quería y lo que debía hacer. Le miró interrogante.
—Es mi sobrina también, ¿no? —fue la escueta respuesta de Leo, y antes de que Edu pudiera replicar, le cortó—: Vamos, termina y dúchate o pillaremos mucho tráfico.
El agua relajó sus doloridos músculos. No había ido a nadar como hacía cada madrugada y su cuerpo lo reclamaba. Había encontrado en la natación el complemento perfecto para relajar su mente y tonificar su cuerpo. Había empezado como una vía de escape a la soledad que sentía cuando se había ido a Berlín. Más tarde pasó a ser una rutina necesaria para mantenerse estable. Cuando entraba en el agua y comenzaba a nadar su mente se vaciaba y solo pensaba en la cadencia de su respiración, el número de largos… Los problemas desaparecían, sus ideas se calmaban y, a la vez, se mantenía en forma. Ese día decidió que haría sesión doble.
Pese a que habían salido temprano no consiguieron evitar el atasco, cruzaron medio Madrid para llegar de una obra a otra y sobre la una se separaron. Eduardo comió algo ligero, se reunió con unos clientes a primera hora de la tarde y luego, a la que consideraba la peor hora del día para hacerlo, por el follón que armaban los niños con las clases de natación, ocupó una calle y nadó durante dos horas. Como nuevo y relajado, se dirigió a casa de Sol con los bocetos.
Daniela estaba sola, le costó decidirse por uno en concreto, pero con lo que le gustaba de aquí y de allá, Edu tuvo claro lo que iban a hacer.
Como ella tenía que pasear, se ofreció a acompañarla, no sin antes llamar a Leo para que encargara los muebles y accesorios que iban a instalar. Mientras andaban, se sintió como un intruso, ya que era su hermano el que debía estar dando ese paseo e invitándola a un helado. Pero siendo egoísta, se sentía a gusto, congeniaba con ella, tenían intereses similares y buena conversación, quizá porque eran de edad parecida, quizá porque él había bajado su coraza permitiéndole el acceso a su mundo. El caso era que se llevaban bien. Edu sentía admiración por esa chica decidida que iba a tener un bebé sola y no se mostraba asustada. Él, en su situación, estaría aterrado.
Cuando los hermanos Cano trabajaban en equipo no había nada que se les resistiera. Y así pasó con la habitación de la pequeña, que, en apenas una semana y sin que la madre se percatara de nada, estuvo terminada y perfecta. Habían intentado pensar en todo lo necesario: una cuna, un cambiador, una mecedora, luz tenue… para los primeros meses; y para después, cuando la niña creciera, una cama. Incluso habían consultado a África, que, tras haber criado a cuatro chicos, dos de ellos gemelos, tenía mucho que aportar. El diseño dejaba espacio suficiente para pañales que luego sería ocupado por montones de juguetes. Una decoración práctica que evolucionaría según la niña fuera creciendo.
Eduardo no lo había visto terminado del todo, ya que le había surgido un problema con una de las contratas del que tuvo que hacerse cargo, pero Leo había hecho muy buen trabajo. El estor a juego con la ropa de cama que había instalado daba un toque muy acogedor y cálido a la habitación. Estaba orgulloso del trabajo realizado, pero mucho más al sentir la respuesta de Daniela, que al ver lo que habían creado reaccionó llorando como una niña.
Y allí estaba él, con una mujer emocionada entre sus brazos, incómodo y sin saber muy bien qué hacer, ya que hacía muchos años que no dejaba a nadie llegar tan cerca.
Por fin reaccionó, y volvió a hacerlo con naturalidad. Ella conseguía eso, conseguía sacar al chico dulce y cariñoso que había sido cuando solo era un niño imberbe. Antes de Anabel. Antes de Berlín.
Le susurró palabras de consuelo, de ánimo, y ella se fue calmando. Y, sorprendido, se permitió pensar en cómo sería poder hacer algo así por su mujer y su hijo.
«¿Familia?». Rápidamente borró ese pensamiento intruso. Había renunciado a ello, su familia era y solo sería la que ya tenía. No estaba dispuesto a hacer ampliaciones más allá de la pequeña concesión que estaba haciendo con su sobrina.
Sol recogió el oso que había traído el amigo de Daniela, y que con la emoción había acabado en el suelo. Lo sentó en la mecedora y se volvió a mirar a Eduardo. Había algo extraño en él. Parecía un hombre de hielo que se derretía y bajaba las barreras al contacto con Dani. Observándolo, podía pensar que se encontraba incómodo ante las muestras de afecto de su amiga, pero al momento algo cambiaba y se comportaba como si fuera un hermano mayor protector y cariñoso.
Habían pasado la tarde ayudando a montar los muebles de IKEA que había comprado Dani para su nueva casa. Sol hubiera querido que se quedaran con ella, no tenía problema y sabía lo complicado que iba a ser para su amiga criar sola a la niña. Entre las dos podría resultar más fácil y le encantaban los niños.
Hacía años se había imaginado que, con esa edad, ya tendría un par de pequeños, pero no había tenido suerte con los hombres, y con ninguno había surgido nada lo suficientemente serio como para dar el paso. Envidiaba a Dani, sí, pero, por el momento, se conformaría con ser su apoyo, ver crecer a la esperada niña y estar a su lado hasta que llegara su momento porque, aunque a veces perdiera la esperanza, «tendría que haber alguien por ahí para ella, ¿no? Alguien al final del hilo rojo».
Tenía treinta años, se había dado de plazo hasta los treinta y cinco, y si no llegaba nadie, se haría una inseminación o adoptaría. Mientras, disfrutaba de la vida, no al nivel de su amiga Eva, que no dejaba pasar ninguna de las oportunidades que se le presentaban, pero no le iba mal, «¿no?». No hacía mucho, solo dos o tres meses, había estado saliendo con un chico que trabajaba en la cafetería en la que solían ir a tomar algo cuando querían despejarse del agobiante ambiente del hospital. La relación no había cuajado, pero había estado bien.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por Eva, que, con su siempre apretada agenda de compromisos, les hizo ver que era tardísimo. Y lo era, se les había pasado la tarde volando y esa noche tenía que trabajar. Entraba a las diez y ya apenas tenía tiempo para darse una ducha rápida.
Eva y Marta se despidieron y desaparecieron. Tras comprobar la hora, Daniela se dirigió a Sol preocupada.
—Se ha hecho muy tarde, lo siento. ¿Qué vas a hacer? No te da tiempo ya a ir en bus.
—Voy a darme una ducha ligera e intentaré pillar un Uber —respondió Sol mientras se dirigía rauda a su casa—. ¡Adiós, chicos! Nos vemos.
—Yo te llevo, me pilla de paso —se ofreció Eduardo antes de que saliera por la puerta.
—¿Seguro? No quiero ser un problema.
—No, tranquila. Rápido. Dúchate. Yo te acerco —respondió él.
Dejarla en el hospital no era problema, pero… ella podía serlo.
No era una mujer que se pudiera catalogar como impresionante. Él había estado con alguna así; Verónica, por ejemplo, era mucho más llamativa y sensual. Pero había algo en Sol que le hacía buscarla con los ojos. Esa tarde llevaba el pelo recogido en una trenza, no se había maquillado e iba vestida con ropa vieja, para trabajar. Una chica normal entre amigos, algo corriente, pero no había conseguido apartar la mirada de ella. Se había descubierto observando cómo montaba sola alguno de los muebles, manejando la herramienta como una profesional, y se había excitado. Estaba seguro de que la otra amiga se había dado cuenta de ello.
Cuando llegó dispuesto a trabajar, las chicas ya habían empezado y tenían la cama a medio montar. Sol le encomendó los muebles del salón y Eva, que era la descarada del trío, se ofreció a ayudarle.
Eva sí era su tipo, con un cuerpo diez y, lo mejor, abierta al sexo sin compromiso. Le estuvo lanzando la caña toda la tarde, sin tapujos y con algún roce inocente. Lo normal habría sido que él le siguiera el juego, excitándola con alguna muestra de lo que podría esperar de una cita con él, preparando el terreno para quedar otro día o incluso más tarde, con la promesa de un buen polvo. Pero no había sido así, Sol se cruzaba todo el rato por sus pensamientos, y estaba más pendiente de ella que de su ardiente compañera de faena.
Sol se había comportado de una forma mucho más natural que la vez anterior, rodeada de sus amigas y en un ambiente distendido, y él había podido comprobar que no era tan tímida como le pareció al principio, y mucho más alegre, si cabe. Bromeaba con picardía, había reprendido a Eva cuando posó su mano en lugares indiscretos haciéndole sudar, o a Marta, cuando la pilló observando con descaro el trasero de Ismael.
Eran cuatro mujeres independientes, amigas, que tenían entre ellas una gran complicidad. Sol era «el alma», la que lideraba el grupo, la que animaba y conciliaba; Marta, «la mamá», la responsable, la más madura, la única casada, la que cuidaba de todas; Eva, «la alocada», la liberal, que hacía y decía cosas sin pensar, su lema el carpe diem, y Daniela, la más tímida, el objeto de las bromas, la paciente, la que ayudaba a equilibrar el grupo. Había sido una tarde divertida, a pesar de que le había dejado baldado por la paliza que se habían dado, y aún tenía media semana por delante.
En apenas quince minutos Sol estaba duchada y preparada para salir, el baño y el dormitorio habían quedado desordenados, pero no importaba ya que no esperaba visitas.
Al llegar al coche ella volvió a sorprenderle, esta vez con una descripción pormenorizada y emocionada de las características del mismo. Había sido un capricho, muy criticado por sus hermanos, mucho más prácticos, pero a él le gustaba la potencia, le gustaba conducirlo, cómo se agarraba al pavimento y la sensación de seguridad, incluso a velocidades altas en autovía. El modo de conducción sport con las luces del habitáculo en neón rojo, y la música de los diecisiete altavoces sonando a todo trapo, era el capricho que se permitía disfrutar de vez en cuando. Y ella, que lo sabía, le había preguntado si llevaba el equipo de sonido Mark Levinson y si era la versión Sport. Sabía que cuando se activaba este modo, el habitáculo adquiría una tonalidad rojiza y que, aunque el vehículo era perezoso al salir de un semáforo para un deportivo, a velocidad de crucero se igualaba a todos ellos, con un consumo de gasolina ridículo, en comparación.
Sol pensó que le había vuelto a pasar lo mismo, había resultado ser demasiado efusiva con el vehículo y Eduardo la miraba extrañado. Solía producir ese efecto en los hombres e intentaba ser más ecléctica, pero le gustaban tanto los coches que la mayor parte de las veces no lo conseguía. No entendía por qué, por el hecho de ser mujer, ellos siempre pensaban que su conocimiento de los vehículos a motor se reducía a saber, como mucho, el número de ruedas que tenían.
—Te he sorprendido, ¿verdad? —No le dejó responder—: Siempre me ocurre lo mismo, me paso de efusividad y os asusto. Lo siento.
Él no lo desmintió, no tenía sentido. No estaba asustado, pero sí asombrado, su coche no era un modelo común. Era raro que la gente lo conociera y menos que supieran datos tan concisos como los que ella había dado.
—Me has sorprendido, solo eso —aclaró mientras observaba como Sol pasaba su mano con suavidad por los acabados del salpicadero con admiración. Edu sintió celos y deseó que fuera su cuerpo y no su coche el receptor de aquella caricia. Carraspeó obligándose a centrar de nuevo sus pensamientos en algo neutral, ya que habían tomado un camino muy peligroso directo a su entrepierna—. ¿Cómo sabes tanto de coches? Porque no solo conoces este modelo, ¿verdad?