Si el destino quiere - Amy Realto - E-Book

Si el destino quiere E-Book

Amy Realto

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Beschreibung

Una noche puede cambiarlo todo, un desliz, una consecuencia… Atrévete a descubrir qué tiene previsto el destino para Daniela.   Daniela es una chica joven, con trabajo estable y buenas amigas. Por fin, ha roto con ese chico que no era bueno para ella, ese que durante años se ha aprovechado de su amor. Ha recuperado su libertad y tiene toda la vida por delante para vivirla como ella desee. Pero, una noche, solo una noche…, lo cambia todo. Un desliz. Una consecuencia a la que, valiente, debe hacer frente. Los guapos hermanos Cano, su compañero Ismael e incluso su odioso ex se cruzan en su camino. ¿Qué tendrá previsto el destino para ellos? Y, sobre todo, ¿estará él preparado para asumirlo? Títulos de la serie Hilo rojo: Si el destino quiere Ella es única Somos mil atardeceres Todo del revés - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporáneo, histórico, policiaco, fantasía… ¡Elige tu romance favorito! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Seitenzahl: 358

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Portadilla

Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

www.harlequiniberica.com

 

© 2019, 2025 Amalia García del Real Torralva

© 2025, Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Si el destino quiere, n.º 418 - junio 2025

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Shutterstock.

De las imágenes interiores, © Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 9788410744967

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

 

Índice

 

Portadilla

Créditos

Cita

Dedicatoria

Prólogo

Primera parte

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Segunda parte

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Tercera parte

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Epílogo

Carta a mis hijos

Cita

 

 

 

 

 

Un hilo rojo invisible conecta a aquellos que están destinados a encontrarse, sin importar tiempo, lugar o circunstancias.

El hilo se puede estirar o contraer, pero nunca romper.

 

Proverbio chino

Dedicatoria

 

 

 

 

 

A vosotros, que sacrificasteis un poquito de nuestro tiempo para que mi sueño pudiera hacerse realidad

Prólogo

 

 

 

 

 

El teléfono vibró de nuevo, haciendo temblar no solo el asiento de Daniela, sino la hilera completa, mientras la profesora, ajena a ello, seguía enumerando los factores de riesgo gestacional y la importancia de cada uno de ellos.

Las miradas de sus compañeros no tardaron en materializarse. El empollón del extremo, con quien Daniela nunca había hablado, fue el primero. Miró de manera intensa en su dirección sin saber con certeza de dónde provenía el zumbido y sin ocultar la molestia que suponía para su concentración.

La tercera, o quizá fue la cuarta, vez que sonó, Sol y Marta, sus amigas, se giraron hacia ella. Sol le preguntó con sus expresivos ojos verdes; Marta vocalizó un: «¿Quién te llama?». En respuesta, Daniela solo pudo encogerse de hombros.

No tenía sentido seguir en clase. Su mente se había desvinculado de los contenidos de la asignatura de maternoinfantil y vagaba en el interior de la bolsa que al empezar la clase había colocado bajo su asiento, intentando recordar en qué bolsillo había dejado el móvil que no paraba de incordiar.

Sin hacer ruido, recogió sus cosas y se marchó disimuladamente, con la cabeza agachada y los dedos cruzados rezando para que la profesora no le llamara la atención.

Salir al pasillo se sintió como respirar tras permanecer tiempo bajo el agua. Una sensación liberadora que no duró demasiado.

—¿Sí, dígame? —Cogió la llamada que volvía a entrar, sin poder evitar que su tono sonara impaciente y sin esconder lo fastidiosa que le parecía la interrupción.

—¿Daniela? Siento llamarte con estas noticias.

Reconoció la voz de un amigo de su madre al otro lado de la línea.

—¿Qué ha pasado? —preguntó sabiendo de antemano que lo que hubiera ocurrido era malo. Horrible, por lo afectado que apreció a Esteban—. ¿Ella está bien?

—Ha tenido un accidente. Esta mañana… Cuando iba a su consulta. La han reconocido al entrar en urgencias y me han avisado. He podido hablar con el equipo de la ambulancia que la ha trasladado aquí. Parece que un vehículo se saltó un semáforo y embistió contra su coche, una furgoneta o un camión; no lo sé con certeza. Ha quedado atrapada en el interior y han tenido que intervenir los bomberos. Su estado no es bueno, Daniela. Me gustaría poder decirte otra cosa, de verdad. Creo que deberías venir cuanto antes.

Para Daniela el mundo se paró en ese momento. El ruido ambiente típico de los pasillos de la facultad se silenció.

—¿Daniela? —la llamó Esteban—. ¿Daniela?

La clase había acabado y sus compañeros salieron como una avalancha hacia la cafetería, rápido para coger la mejor mesa. Daniela no los vio.

Sus amigas no tardaron en darse cuenta de que algo no iba bien. Marta la apartó de la corriente humana que amenazaba con arrastrarla y Sol cogió el teléfono de su mano y respondió al interlocutor, que desesperado seguía llamando a Daniela desde el otro lado.

Sol se encargó de hablar con los profesores, cambiar las prácticas y pedir prestado el coche a un amigo. Eva, la otra amiga del cuarteto inseparable, pasó por el piso compartido y llenó las mochilas con cosas de primera necesidad. Mientras Marta, con su innato instinto maternal, se ocupó de Daniela, que seguía sin reaccionar.

 

 

Las cuatro amigas llegaron a Córdoba esa misma noche. La madre de Daniela se encontraba en la UCI; el horario de visitas había pasado, pero Esteban, pediatra en ese hospital, las estaba esperando y había movido sus hilos para que Daniela pudiera entrar a verla.

Sol también pasó y, aunque ambas se estaban preparando para trabajar en el sector sanitario, las impresionó mucho encontrarla en ese estado. Estaba sedada, rodeada de aparatos, vías y sondas. La madre de Daniela era una mujer menuda, como Daniela, pero en esa cama, entre tanto tubo, les pareció diminuta.

Para Daniela el tiempo se ralentizó. Sin querer separarse de su madre pasó la noche junto a sus amigas en una triste sala de espera. Pese a tener uno de los papeles protagonistas en el reparto de aquella escena que le había tocado vivir, se sentía como una mera espectadora, como alguien completamente ajena a esa historia.

Al amanecer empezaron a llegar visitas de amigos y compañeros de su madre, todos muy afectados por lo sucedido y todos ofreciendo palabras de ánimo.

La madre de Daniela había estudiado Medicina en la Universidad Complutense de Madrid, el MIR lo había hecho en Córdoba para estar cerca de sus padres. Se había especializado en Endocrinología y tenía su consulta privada en la avenida de Gran Capitán, por lo que en aquella ciudad era muy conocida y querida.

Daniela entró sola en el siguiente turno de visitas de la UCI. Su madre parecía haberse recuperado un poco. Estaba consciente, aunque muy fatigada, y a pesar de la petición de su hija de que no hiciera esfuerzos vanos, la mujer insistió en hablar.

—Dani —le dijo—, aunque te lo he dicho muchas veces…, te quiero con toda mi alma y no concibo mi vida sin tu existencia. —Le costaba respirar, pero aun así continuó hablando—: Quiero… que tengas claro que… llegaste en un momento de mi vida en el que no estaba previsto un bebé… Es cierto que tuve que replantearme mi futuro, pero… jamás, créeme…, jamás, me he arrepentido de ello. Soñaba con hacer la residencia en Madrid… y de allí poder acceder a alguno de los mejores hospitales… del mundo… Pero el destino decidió… que te cruzaras en mi camino… Cambié todos los planes… que tenía previstos para el futuro…, volví a Córdoba, y… cuando te cogí por primera vez, supe que…, supe que tú eras mi sueño… —Un golpe de tos interrumpió sus palabras.

—Mamá, no te fuerces —dijo Daniela—. Lo sé y te quiero muchísimo y quiero que sepas que siempre he sido feliz. Gracias…

Unas lágrimas silenciosas recorrieron las mejillas de la joven estudiante de Enfermería.

Al quedarse embarazada, la madre de Daniela se había visto obligada a regresar a casa de sus padres, y con su ayuda y mucho esfuerzo pudo sacar a su hija adelante a la vez que se especializaba en Endocrinología. Entre los tres habían conseguido que Daniela recordara con cariño toda su infancia.

Cuando el acceso de tos remitió, Daniela humedeció los labios de su madre con un poco de agua.

—Dani, tu padre… no lo sabe. No se lo dije… Era mi mejor amigo y yo… hui.

PRIMERA PARTE

 

 

 

 

Los hilos se confunden

Capítulo 1

 

Daniela

 

 

 

 

Me siento como una boñiga y no me apetece moverme de la cama. Inmóvil araño algo de energía para, al menos, alargar el brazo y posponer la alarma del despertador. No es solo el cansancio físico de un viernes tras una semana de duro trabajo, no. Es la suma de eso, una época de mierda y el aniversario de la muerte de mi madre.

Sol ya está levantada. El sonido de su actividad en la cocina llega amortiguado hasta la habitación de invitados que yo ocupo en su casa. El torbellino de rizos de fuego que siempre la rodea pronto hará aparición en mi puerta para instarme a empezar el día. Saberlo es lo que me ayuda a incorporarme.

Tuve suerte de conocerla. Desde ese primer día en la Facultad de Enfermería ha activado mi mundo cada vez que ha ralentizado su marcha o frenado en seco.

Soledad. ¿Cómo pudieron ponerle ese nombre?

Me niego a creer que esa fuente inagotable de energía no fuera ya patente el día en que nació. Sol, la rebautizamos ese curso y con ese nombre se quedó.

El amanecer asoma la cabeza por la puerta, pese a ser todavía demasiado temprano para que las calles estén puestas.

—Levanta, Peque, o llegarás tarde —me dice.

Peque. Así me llaman a mí. Cierto que no es un apelativo muy original, ya que mi poco más de metro y medio de altura y mi fisionomía, más propia de un adolescente, no dan lugar a equívoco.

Tengo que levantarme para llegar a tiempo al turno.

Me arrastro por la cama haciendo un terrible esfuerzo para salir de ella. En el baño hace frío, por lo que entro rápidamente en la ducha en busca de refugio y dejo que el agua cálida me espabile. El olor del gel con aroma de vainilla inunda mis fosas nasales, relajándome. Tras secarme, me visto de forma mecánica con la ropa que he dejado preparada la noche pasada. No me gusta tener que pensar por la mañana qué voy a ponerme, siempre que lo hago acabo llegando tarde a trabajar. Me seco un poco el pelo —que llevo corto— para quitarle la humedad y me aplico algo de cera.

Echo un vistazo a mi imagen en el espejo, pero no me quedo conforme. Tengo que hacer algo con las ojeras, así que me maquillo discretamente, intentando disimularlas. Por lo menos servirá durante las primeras horas de la mañana, ya que conforme avance la jornada volverán a aparecer.

Ya preparada para enfrentarme a un nuevo día salgo de la habitación.

Me envuelve el olor a café y tostadas recién hechas. Sol, como siempre, ha madrugado más que yo y tiene listo el desayuno. Desde que rompí con Arturo hemos vuelto a compartir piso como en los viejos tiempos. Bueno, con la diferencia de que esta vez el piso es suyo y yo me aprovecho de su caridad.

Envidio su capacidad para levantarse con buen humor. Me sonríe como hace ella, siempre acompañando su boca con sus expresivos ojos verdes, y me tiende una taza de café.

—¡Qué mala cara tienes! ¿Qué pasa por tu cabeza? —dice, mientras muerde la tostada y me analiza con la mirada.

—Lo de siempre en estas fechas, no te preocupes. No tiene nada que ver con Arturo. —Se lo aclaro porque sé que está preocupada por mí—. He hecho bien en romper con él de una vez. No me arrepiento, si es lo que estás pensando. —Sonrío tratando de resultar convincente y parece que lo consigo.

Sol nunca soportó a Arturo. Cuando comenzamos me advirtió que había algo en él que no le gustaba y luego, a lo largo de la relación, intentó hacerme ver cuán tóxica era esta. Pero yo no fui capaz de entenderlo y me limité a pensar que ella estaba celosa. Cierto que Arturo era de la misma opinión. Eso hizo que nos distanciáramos mucho en aquella época.

Fui tan ciega e imbécil…

—¿Vas a ver a tu padre el domingo? —me pregunta Sol, ya convencida.

Asiento con la cabeza.

—Bien, no quería dejarte sola, pero me apetece ver a mis hermanos. Entonces, iré a casa. ¡Crecen tan rápido…!

No merezco una amiga como ella.

La familia de Sol vive en Segovia, su padre se quedó solo muy joven y la crio sin ayuda. Cuando estábamos en la universidad conoció a una chica solo un poco mayor que nosotras, y se enamoraron. El resultado fueron dos traviesos hermanastros pequeños, que ahora cuentan tres y cinco años, a los que Sol quiere con locura y a los que va a ver siempre que puede.

Termina de desayunar rápido y, después de despedirse de mí con un abrazo de ánimo, sale del apartamento rumbo al hospital donde trabaja.

Yo salgo más tarde, después de recoger los restos del desayuno.

Es una típica madrugada de febrero en Madrid, helada, por lo que camino rápido acurrucada en mi abrigo hasta entrar en el intercambiador, intentando no perder el calor que he acumulado en la ducha. El metro llega temprano, pero el vagón va prácticamente lleno, el ambiente está cargado y solo el murmullo de unos estudiantes que hablan sobre un examen rompe el silencio. Conecto mi viejo iPod y dejo que la música me lleve siete años atrás.

 

 

Después de enterrar a mi madre en el cementerio de Nuestra Señora de la Salud junto a mis abuelos, pasé unos días en casa en el barrio de El Brillante. Me dediqué a recoger sus cosas y prepararlo todo para cerrar la vivienda por una larga temporada, ya que mi futuro inmediato se encontraba en Madrid. Tenía que retomar las clases y seguir con mi vida, aunque en ese momento lo veía todo muy complicado. Fueron mis amigas las que me ayudaron —ya una vez en Madrid— a superar la pérdida. Ellas se convirtieron en mi familia, en mis confidentes, y fueron poco a poco llenando el vacío que había dejado mi madre.

No pude resistirme a buscar en internet el nombre de mi padre, y leer todas las reseñas que salían sobre él. Estábamos a un paso, incluso habíamos coincidido en algún congreso. Las chicas me animaron a contactar con él.

—Ahora no tienes padre, así que no pierdes nada, pero puedes ganar uno. Inténtalo —recuerdo que dijo Eva, siempre con esa mentalidad tan suya.

Y era un buen argumento.

 

 

Pedro Carrasco era un obstetra de renombre que había ejercido su profesión en medio mundo, pero en los últimos años se había establecido en Madrid junto a su esposa, Ana. Ella era cirujana de traumatología. Tenían la misma edad y, por las fechas, todo apuntaba a que se habían conocido cuando ambos trabajaban en Los Ángeles.

Pedro era la única familia que me quedaba, aunque él no fuera consciente de ello. Su huella digital mostraba a un hombre amable que me transmitió de inmediato buenas vibraciones, pero no le contacté enseguida. Esperé a finalizar el curso. Me armé de valor y me presenté en su consulta haciéndome pasar por una nueva paciente.

Rememorar ese día me arranca una sonrisa. Recuerdo que respondí cuándo había sido mi última regla, rellené un cuestionario sobre mis hábitos de vida. Su enfermera me pesó y me tomó la tensión…, y cuando él iba a hacerme la ecografía, se lo solté. Le dije quién era mi madre y lo que ella me había contado.

Ahora nos reímos de aquello porque se quedó boquiabierto y con los ojos como platos. Entró en estado de shock. Su enfermera tuvo que anular las citas que tenía esa tarde y desviar a otros obstetras a las pacientes que esperaban turno en la sala. La verdad es que se lo dije con muy poco tacto, pero él no dudó de mí ni un momento. Siempre me ha dicho que cuando me vio le resulté familiar y que si su corazón superó aquello lo superará todo.

El parecido físico con mi madre siempre ha llamado la atención de los que la conocieron de joven, de forma que debí de recordarle a ella. Aun así, se llevó una gran sorpresa.

No la pidió, pero quise confirmar nuestro parentesco con una prueba de paternidad.

El resultado fue positivo. Éramos padre e hija. Y desde ese momento, Pedro ha sido el mejor padre del mundo. Lo adoro, y él a mí.

Ana, su esposa, es dulce, inteligente y siempre me ha tratado como a una amiga. No habían tenido hijos, así que me encontré con un padre y una madre.

Una vez que mis pensamientos han tomado ese hilo, entro más animada en el hospital, con una sonrisa.

«Después de algo malo, el destino siempre te busca algo bueno para compensar. Acabo de salir de una mala época…, así que ¿qué me tendrá preparado ahora?».

Capítulo 2

 

Daniela

 

 

 

 

Si el destino me depara algo bueno no va a ser hoy. La mañana es ajetreada y apenas puedo pensar en nada. Ha faltado una compañera y tenemos que repartirnos sus pacientes entre las pocas que quedamos.

Mi móvil vibra varias veces, pero no puedo leer los mensajes hasta bien avanzada la mañana, cuando —¡por fin!— saco tiempo para hacer un pequeño descanso. Las chicas se han organizado para comer y van al VIPS que hay enfrente de mi hospital. Confirmo la asistencia y continúo trabajando más animada porque veré a mis amigas. Gracias a ello, lo que queda de mañana se me pasa volando.

Marta y Eva ya están sentadas cuando llego. Tenemos poco tiempo para comer, así que se han adelantado y han pedido algunos platos para compartir.

—Buenas… —saludo, con una gran sonrisa, mientras robo una patata y me la llevo a la boca a la vez que me siento—. ¿Qué tal lleváis vuestro día?

—¡Vaya! Veníamos para hacer refuerzo positivo porque Sol nos había avisado que estabas desanimadilla y vemos que ya no parece necesario —exclama Marta.

—Reconozco que esta mañana me dio un poco de bajón. —Suspiro—. Pero luego estuve pensando que os tengo a vosotras. Tengo a mi padre… y a Ana… y además… una nueva vida que empezar, sin ataduras ni compromisos, para escribir como yo quiera.

—¡Eso es! ¡Así me gusta! —dice Eva, entusiasmada—. Si es que hay que vivir la vida. El presente. Que muchas veces es muy corta. Carpe diem. ¡Esta noche nos vamos de fiesta! —grita finalmente.

—¡Oye! No te embales. Aún no estoy preparada para eso. No me veo buscando nada. Lo de Arturo es muy reciente y me apetece estar sola un tiempo.

—¡Mira, guapa! —me interrumpe Marta—. Esta noche tengo libre porque Antonio sale con sus amigos. Pienso disfrutarla con vosotras. Vamos a bailar, a beber y a reírnos. No hay que buscar nada. Si aparece y merece la pena, pues te quitas las ganas, si no…, pues nada —añade guiñándome un ojo.

Todas reímos.

Una de las teorías de Marta, muy dada a ellas, es la de que para tener la mente y el cuerpo sanos hay que practicar sexo mínimo una vez por semana, aunque, quizá porque está recién casada, últimamente ese número mínimo semanal ha subido a tres.

—No sé… —vacilo—. Lo pensaré.

—No me vale —dice Eva—. Mira…, si algo he aprendido trabajando en «onco», es que da igual la edad, el sexo, de qué narices sea el cáncer… TODOS, absolutamente TODOS, me dicen lo mismo. «Vive la vida, que es muy corta». Hasta que no te entra el bicho no ves que nos comemos el coco por chorradas. —Asiente convencida—. Hay que disfrutar de la vida, Peque. Así que esta noche salimos. Además, me han hablado de un sitio nuevo —concluye—. Conozco a uno de los camareros, y tengo pendiente hacerle una visita. —Nos guiña un ojo con sonrisa picarona y con ese gesto todas sabemos cómo pretende acabar la noche.

No me dan otra opción, sé lo cabezotas que pueden llegar a ser. Si no voy, son capaces de sacarme de casa en pijama y zapatillas.

Antes de terminar de comer, he claudicado y hemos quedado en vernos por la noche. Contenta, Eva se asegura de que no me voy a rajar, confirmando con su amigo nuestra visita, y cierra el negocio, enviándome la invitación al móvil. Cuando la abro siento que acabo de firmar un contrato.

La tarde es más tranquila, y pronto estoy de regreso en casa animada y pensando en qué me voy a poner.

No sé si ha sido el refuerzo positivo de la comida o la caja de bombones que nos ha llevado una paciente agradecida, pero estoy decidida a vestirme para matar y disfrutar de la noche al máximo con mis amigas.

Rescato del armario un vestido negro ajustado que no me pongo desde hacía años. Lo conjunto con unos tacones de infarto y una cazadora roja de piel. Tengo que sacar partido al curso de maquillaje al que Sol me obligó a ir el mes pasado, por lo que decido usar los trucos que me enseñaron para resaltar mis ojos color miel, haciendo que parezcan enormes. El resultado no está nada mal.

Llevo el pelo bastante corto. Fue uno de los cambios drásticos que hice para romper con el pasado. A Arturo le gustaba mi pelo negro, largo y liso. Yo estaba cansada de llevarlo así, de forma que, al romper con él, me rebelé haciéndome un corte radical. Unos minutos de secador y algo de cera y luce como si acabara de salir de la peluquería. No creo que me lo vuelva a dejar largo, así es demasiado cómodo. Por el momento me encanta llevarlo de esta manera.

Sol también está preparada. Y espectacular. Ha combinado con unos vaqueros ajustados una camisa verde botella de raso con adornos de encaje que resalta sus ojos, y se ha dejado el pelo suelto, que le cae ondulado sobre los hombros; el conjunto resulta muy sexy.

Nos miramos la una a la otra dándonos nuestra aprobación y coincidimos al decir: «En taxi, ¿verdad?». Acto seguido, rompemos a reír.

Así no hay que buscar sitio para aparcar y no hay problema si bebemos alguna copa, pero sobre todo con los altos tacones que llevamos hay que optimizar los pasos que damos, al menos si queremos regresar a casa con ellos puestos.

El sitio está ya lleno cuando llegamos, pero gracias a las invitaciones del amigo de Eva podemos pasar saltándonos la cola. Es bueno tener contactos.

Paramos en la barra para calentar motores. Y como es nuestra tradición, pedimos varias rondas de chupitos que nos bebemos entre risas. La música es buena y la gente se mueve animada por el DJ. Nos integramos, bailando y cantando las canciones como cuando éramos crías.

Hace calor, tengo mucha sed y voy a la barra en varias ocasiones. Creo que mis amigas se pasan a los refrescos antes que yo, porque empiezo a sentirme demasiado efusiva. La sensación me gusta, hace que parezca que en mi vida no hay ningún problema, y me ayuda a no pensar.

Me fijo en que Eva ya está tonteando con el camarero.

«Esta hoy duerme acompañada», pienso.

Marta se ha encontrado con Toni y sus colegas, y Sol y ella charlan con ellos.

«Menos mal que Marta tenía la noche libre. Está pilladísima de su maridito».

Sonrío.

Estar sola no me importa. Disfruto de la sensación y dejo que mi cuerpo se mueva libremente al ritmo de la música, camuflándome en la oscuridad de la pista de baile. He dejado de pensar, cierro los ojos y me deleito con mi nuevo estado de libertad al ritmo de Look what you made me do de Taylor Swift. Sin darme cuenta tropiezo con alguien. Abro los ojos sorprendida con intención de disculparme, y me encuentro con los ojos más azules que he visto en mi vida. No ese azul cielo que parece transparente. Es un azul mar, oscuro y profundo. Me doy cuenta de que me he quedado embobada, así que tartamudeo un «Lo siento» avergonzada y trato de seguir mi camino.

El dueño de esos ojos me sujeta el brazo con suavidad y me susurra algo acercándose, quizá demasiado, porque siento que mis piernas flojean al notar su cálido aliento en la oreja.

—Ya que te has tropezado conmigo, lo mínimo que podrías hacer es decirme tu nombre.

Se aleja un poco y sonríe. Una sonrisa amable que me ofrece confianza. No reacciono con una mala contestación ni me largo, como cabría esperar. Quizá porque no siento su aproximación como una amenaza.

—Daniela. Me llamo Daniela —digo, sorprendiéndome a mí misma.

Me propone tomar algo. Acepto y lo guío hacia la barra donde está Eva con su amigo. Ella nos ve y me guiña un ojo. Pido una Coca-Cola. Creo que ya tengo suficiente aturdidos los sentidos y necesito mayor control sobre ellos.

Mi acompañante me hace sentir aún más pequeña a su lado. Es alto, con espaldas anchas y fuertes, no es el típico cachas inflado de gimnasio, sino más bien atlético, como si practicara algún deporte o realizara a diario algún trabajo físico. Tiene el pelo oscuro y lo lleva un poco más largo de lo normal por la parte superior. Algunos mechones se le rizan y le dan un aspecto informal muy sexy. Freno el impulso de alargar la mano y comprobar si su pelo es tan suave como parece.

Él permanece ajeno a mis pensamientos, me cuenta que vive en Murcia, que está en Madrid por trabajo, porque su empresa ha terminado de construir la casa de un famoso abogado, lo que ha sido una oportunidad muy importante porque puede suponer la expansión del negocio en la capital. Habla emocionado, se nota que está orgulloso de su trabajo. Me dice que ha salido a celebrarlo con sus hermanos y que por eso están allí. Pero no solo me habla de él, también me pregunta. Me pide detalles de mi vida que no sé si estoy preparada para darle. Respondo de forma automática y poco concisa, mientras mi mente va a mil y se centra en otras cosas. Cosas poco apropiadas y nada típicas en mí.

Siento como mi cuerpo se calienta.

«Buff, ¿qué me está pasando? ¿Tanto me he pasado con las copas?».

Intento centrarme en lo que dice, pero mis pensamientos vuelven a lo mismo.

Su cercanía me desconcentra y solo puedo pensar en cómo será tocar esos brazos, rodearle el cuello o acariciarle el pecho por encima de la camiseta. En cómo será besar esos labios carnosos…

«¡Joder! ¿Qué narices me pasa?», me reprendo.

Consigo enfriar un poco mi cerebro. Él no me está tratando como un objeto, no se merece que yo lo haga. Su conversación es amena y aunque no estoy muy concentrada, estoy disfrutando como no hacía desde hace mucho tiempo.

Me fijo en que, cuando se ríe, sus ojos brillan y se le forman unos hoyuelos en las mejillas. Me agrada y estoy a gusto con él. De alguna manera lo siento cercano, pese a que somos completos desconocidos.

Orgullosa de mi autocontrol empiezo a abrirme; mis respuestas dejan de ser tan concisas, para convertirse en palabras más cálidas y similares a las que se utilizarían con un amigo. Bromeo y río con él.

Pero todo estalla cuando roza mi brazo. Lo hace de manera inconsciente, me doy cuenta de que no ha sido intencionado, pero a mi cuerpo no parece importarle. La piel arde allí donde he sentido su contacto y una descarga eléctrica me atraviesa, respondiendo de inmediato.

Salto del taburete en el que me había relajado.

«¡No! ¡No puedo! ¿En qué estás pensando? No buscas nada. Estas mejor sola, ¿recuerdas?», me golpea la razón.

Tengo que salir de allí, poner distancia antes de cometer un error.

No se merece que huya de esa manera, pero no me conoce. No sabe lo que he vivido los últimos cuatro años. No es el momento. Necesito más tiempo y él está provocando reacciones en mí que nunca he sentido. Me asusta. Lo reconozco.

Sin poder ocultar mi nerviosismo, me disculpo diciéndole que tengo que ir un momento al baño.

—Vuelve —me susurra al oído al tiempo que me acaricia suavemente la mano. En sus ojos veo una súplica. Creo que sabe que me he asustado de mis sensaciones y que estoy huyendo.

Le digo que sí. Lo hago muy segura. Sus ojos me han atrapado y me ha convencido.

«Claro que sí. Solo refrescarme y volver. ¿Qué tiene de malo seguir hablando?», me digo hipnotizada.

Pero no lo hago. No regreso. Al salir del baño, el efecto del alcohol o de su cercanía, lo que fuera que estuviera provocando esos locos sentimientos, se ha disipado. Mi mente está más fría. Encontrarme con Marta y Sol, que van a otro lugar con Toni y sus amigos, es la excusa perfecta para no enfrentarme a mi deseo. Por eso decido irme sin mirar atrás. No puedo arriesgarme. Ese hombre supone una tentación muy grande. No solo su aspecto, sino su forma de ser. Me he sentido como si nos conociéramos de siempre, como si estuviéramos hechos el uno para el otro, como si fuera mi media naranja, pero ¿Arturo no lo era también?

Capítulo 3

 

Daniela

 

 

 

 

 

Mientras vamos paseando hasta un pub cercano, el aire frío me aclara la mente. Sol me pregunta por el hombre con el que he estado hablando tan ensimismada. No puedo decirle su nombre. Si ha llegado a nombrarlo no me he dado cuenta.

—Era un bombón. Y parecía buena gente. Le he observado mientras hablaba contigo y le tenías embobado… —comenta ella—. Bueno, la verdad es que tú también lo parecías. Había feeling entre vosotros. ¿Quieres que volvamos?

Niego, no muy convencida, pero ella se percata e insiste.

—Tenías que haberte quitado las ganas —me susurra—, era obvio que el tío te ponía. Y ahora vas a estar pensando en él y en qué habría pasado. Seguro que no os volvéis a ver. De verdad, ¿no quieres regresar? —vuelve a preguntarme.

Lo pienso un momento antes de responder.

—Tienes razón, pero ya ha pasado un buen rato. Seguro que ha ido a la caza de otra. Por tonta, he dejado pasar una oportunidad de vivir el momento sin preocupaciones, como siempre nos insiste Eva. ¡Bah! Seguro que era eyaculador precoz —añado para darme ánimos—. Algún fallo tiene que tener, no puede ser tan perfecto.

Ambas reímos y nos juntamos de nuevo con el grupo, dispuestas a continuar la noche.

Entramos en otro pub y buscamos un rincón donde podamos sentarnos todos. Encontramos libres unos cómodos sofás al fondo. Entre risas caen unas cuantas copas más. Esta noche me estoy pasando, pero es la única forma que conozco para poder desinhibirme un poco y hacer que mi razón, siempre en guardia, se olvide de mí. Mañana, cuando me estalle la cabeza y tenga la boca reseca, de seguro me arrepentiré. Pero eso será mañana…

—Peque, ese tío de la barra… ¿no es tu eyaculador precoz? —pregunta Sol—. ¡Qué bueno está el jodío! Yo creo que tu teoría del defecto no tiene ni pies ni cabeza, a mí me parece perfecto. Y los tíos con los que está tampoco están nada mal.

¡Dios mío! ¡Sí! Es él. Ahí se encuentra, apoyado en la barra llevándose una cerveza helada a los labios mientras habla con otros dos chicos. Esos labios que hace nada me moría por probar.

—¡Peque…! ¡Daniela! —grita Sol—. Sol llamando a Daniela… Sol llamando a Daniela. Regresa a la Tierra, maja.

Todos ríen. Marta y Sol me acorralan y me animan a acercarme a él.

—Si te encuentras con una persona una vez, puede ser coincidencia, pero dos veces en la misma noche… Eso es claramente una pista del destino —justifica Marta con otra de sus teorías.

No sé si es por el calentón que llevo, por todo el refuerzo positivo que he tenido hoy, por los pacientes de la planta de oncología o por el alcohol que corre por mis venas…, pero, contra todo pronóstico, me atrevo. Me levanto y me acerco con paso decidido hasta él. Cuando estoy cerca, me mira. Sus ojos me parecen distintos, más fríos. Pienso en darme la vuelta, puede que esté enfadado porque lo he dejado plantado antes, pero no llego a hacerlo. Él me sonríe de forma arrogante, lo que hace que me derrita. Siento una descarga entre los muslos. Y no sé de dónde saco fuerza para decirle de forma insinuante:

—No te iba a dar una oportunidad hoy, pero es la segunda vez que coincidimos y voy a tener que hacerlo…

Sin dudarlo, me agarra la mano y me lleva hacia él. Me aprieta contra su cuerpo y me besa con dureza. No es un beso tierno, como me había imaginado que sería tras nuestra conversación anterior. Es posesivo, devora mi boca, su mano me recorre la espalda y noto que no solo yo estoy excitada. La dureza que se clava en mi vientre es la promesa de una gran noche.

¡Dios, qué bien besa! Es dominante. No me deja pensar. No me deja vacilar.

Justo lo que necesito en este momento.

Imagino que son los hermanos de los que me ha hablado antes los que nos miran con la boca abierta. Se vuelve a ellos y sonriendo les guiña un ojo. Creo que les da a entender que desaparezcan porque ya no los volvemos a ver.

Olvidamos que estamos rodeados de gente. Nos besamos, nos tocamos hasta que nuestros cuerpos ansían más. Me propone salir del local. Busco a mis amigas y veo que están observándonos. Nos entendemos con la mirada. Se acercan a nosotros y sin decir nada Sol toma una fotografía con su móvil. Él la mira algo confundido.

—Ya está. Podéis iros. Pero ten en cuenta que tenemos tu foto y si le pasa algo te buscaremos —le advierte Sol—. Llévale a casa, yo no iré hasta por la mañana —susurra acercándose a mí.

—Algo le va a pasar —replica él—, pero te aseguro que lo vamos a disfrutar los dos.

La insinuación provoca una ovación entre las chicas y que mis piernas se tambaleen como la gelatina. Cuando me hablaba emocionado sobre su trabajo y sus proyectos, no me había parecido tan lanzado.

Al salir del local, vuelvo de nuevo a mirar a mis amigas. Ambas tienen los pulgares en alto, dándome su aprobación y su ánimo. Salgo de allí dispuesta a vivir la vida. A disfrutar del momento. Acordándome del carpe diem que Eva siempre tiene en boca.

Cogemos un taxi en dirección a casa de Sol. Pocas veces hacemos esto, pero ya que estoy cometiendo la locura de marcharme con un completo extraño, por lo menos debo tomar la precaución de ir a un sitio conocido y que controle.

En el interior del vehículo estamos muy juntos. No podemos dejar de besarnos y nuestras manos buscan el calor de nuestros cuerpos, colándose por debajo de la ropa. El conductor carraspea incómodo, llamándonos la atención.

Sin apenas separarnos, entramos en el portal. En el ascensor, pese a que es de madrugada, nos encontramos con una vecina que también regresa —pero ella lo hace sola—, y tenemos que mantenernos alejados durante un trayecto que se me hace eterno. Me mira, sus ojos recorren mi cuerpo acariciándome donde sus manos no pueden estar. Los segundos pasan muy lentos, parece el viaje en ascensor más largo del mundo. En cuanto la chica se baja, nos buscamos. Hemos reaccionado con la misma desesperación. Reímos. Estoy muy excitada, llevo demasiado tiempo sin disfrutar de buen sexo y la noche promete. Nunca he perdido la cabeza de esta manera. Toda la lujuria que he acumulado mientras hablábamos esta noche, antes de asustarme, ha estallado a la vez. Desbocada, he dejado de pensar. Solo quiero sentir y estoy decidida a dejarme llevar.

Nada más cerrar la puerta de casa, la ropa vuela. No hay tiempo para la vergüenza. No le pregunto si quiere tomar algo ni le enseño el piso. Nos tocamos. Nos desnudamos. Su piel es caliente, sus manos suaves. Acaricia mi cuerpo como si no tuviera suficiente. Me levanta entre sus brazos haciéndome sentir ligera como una pluma, y yo le rodeo la cintura con mis piernas. Me empotra contra la puerta de la entrada. Sus besos son frenéticos. Me muerde el labio de forma salvaje y noto el sabor de mi propia sangre. Aún aferrada a él, me traslada al sofá y me sienta sobre el respaldo. Saca un preservativo del bolsillo del pantalón, se lo pone con destreza y me embiste sin prepararme, metiéndomela de una sola estocada. Tiene un miembro grande, noto como me abre según entra, pero no me hace daño porque llevo horas preparada para él.

—Dios… Oh, sí… ¡Qué bueno, nena! —farfulla en mi oído mientas se mueve—. Esto es…, es… la hostia.

No soy capaz de hablar. Creo que solo emito sonidos sin sentido provocados por mis jadeos.

Me agarra del culo con las dos manos, atrayéndome más a él, buscando entrar más profundo, y ambos nos dejamos ir, disfrutando del clímax.

Pasa un rato hasta que nuestras respiraciones se regulan. Me deslizó para apoyar los pies de nuevo en el suelo. Cojo su mano y le guío hasta mi cama. Allí, volvemos a hacerlo más calmados. Disfrutando de nuestras caricias y de cómo responden nuestros cuerpos a ellas.

La luz de la calle se cuela por la ventana y observo que tiene un tatuaje en el omoplato. Parece una especie de tiburón tribal. No puedo resistir la tentación de acariciarlo con la lengua siguiendo su contorno, saboreando el gusto salado de su piel.

Nos quedamos dormidos en un amasijo de piernas y brazos entrelazados bajo las sábanas.

No sé cuánto tiempo ha podido pasar cuando me despiertan suaves caricias y pequeños mordisquitos en el centro de mi placer. Siento, aún somnolienta, su cabeza entre mis piernas. Comienza a acariciarme con su húmeda lengua.

«¡Oh! Dios…».

Mi cuerpo reacciona de inmediato. Le agarro la cabeza y enredo las manos en su pelo moreno, que ayer me pareció más largo, le atraigo hacia mí, deseando más profundidad, más fuerza. Lo necesito dentro, no me conformo ya con su lengua, quiero su lengua en mi boca y su miembro en mi interior. Estoy ardiendo.

Asciende por mi pubis, dejando un rastro húmedo de besos hasta llegar a mi pecho. Allí, se entretiene con mis pezones, que enhiestos reclaman su atención. Mete la cabeza en el hueco de mi cuello, mientras me susurra cuánto me desea.

Anhelo con desesperación que deje de jugar conmigo. Lo necesito dentro. Me muerde reprimiendo las ganas. Su glande acaricia la entrada a mi cuerpo, juega con la humedad que mana de su interior porque estoy empapada. Solo tiene que empujar un poco para entrar. Lo hace y se desliza lentamente, piel con piel. La sensación es tremenda. Nunca había dejado que nadie me lo hiciera sin condón. Creo que dice: «Estoy limpio» y comienza un vaivén mortal, que nos conduce al borde del abismo. Disfrutamos de lo prohibido, de lo que no se debe hacer. El morbo es terrible. Si quisiera correrse ahora, le dejaría. «¡Joder, hasta lo deseo!», pero sale antes de estallar y se derrama sobre mi cuerpo. Me pellizca el clítoris, que espera impaciente e hinchado, y me dejo ir, perdiendo el sentido. Extiende el semen con su mano sobre mí, posesivo, mientras me besa y murmura lo bueno que ha sido. Lo bien que se siente. Lo maravillosa que soy.

La intensidad de lo que he experimentado me deja aturdida. Me envuelve un sopor que me hace perder la noción del tiempo.

Es de día cuando me despierta de nuevo. Me besa la sien y me dice algo sobre comida. No sé cuánto tiempo ha pasado cuando noto que la cama se mueve y se oye un tintineo. Son dos tazas en una bandeja. Me ha preparado el desayuno.

«Es perfecto. ¿Por qué tiene que ser así? No voy a poder olvidarle nunca», pienso.

—Tengo que irme, pero no quería hacerlo sin despedirme. No sabía qué sueles tomar, así que he rebuscado en tu cocina. Espero que el café con leche y las tostadas con mantequilla te gusten —me dice dulcemente.

Hace muchísimo tiempo que nadie me trata tan bien.

Me muevo desperezándome, y la sábana se desliza descubriendo mi desnudez. Sus ojos se clavan en mi pecho llenos de deseo.

Alarga su mano, agarrando uno. Se acerca para llevárselo a la boca. Mientras juguetea con mi pezón haciendo que se endurezca de nuevo, su otra mano desciende hacia mi sexo. Con sus dedos separa mis pliegues, acariciándome con ternura. Introduce un dedo en mi interior, empapándose de mí, y lo utiliza para lubricarme haciendo sus caricias más placenteras.

Yo alargo la mano, para agarrar su pene erecto. Ya está duro y chorreando, completamente preparado para otro asalto. Jadea y, cuando le masturbo, reacciona de forma salvaje, me da la vuelta agarrándose el miembro con la mano, para guiarlo hasta mi sexo embistiéndome por detrás.

—¡Qué sensación! ¡Qué caliente estás! Quiero correrme en tu interior, pero no voy a aguantar más si no me pongo un condón —confiesa con la voz ronca a la vez que se mueve, disfrutando de la sensación y volviéndome loca.

Se lo pone, cuando vuelve a entrar aumenta la intensidad y fuerza de sus embestidas, hasta que se deja ir emitiendo un rugido en mi nuca.

Me duermo de nuevo. Ha sido una semana muy dura y esta noche apenas hemos descansado. Sigo aturdida por las sensaciones, y mi cuerpo, que no se relajaba desde hacía mucho tiempo, por fin lo ha hecho. La intensidad de lo vivido me ha dejado exhausta.

Casi al mediodía, me despierto con la boca seca, su olor impregnado en mi cuerpo y mis sábanas. Estoy sola y en la bandeja del desayuno, ya frío, hay una nota que simplemente dice: «Gracias :-)».

 

 

Normalmente los sábados de resaca nos juntamos a ver una peli y comer pizza por la noche. Sol y yo hoy hemos decidido vaguear todo el día, pero antes tengo que hacer desaparecer los restos de la noche loca que he vivido, primero con una larga ducha y luego cambiando las sábanas.

A Sol no le doy muchos detalles, pero cuando me pregunta, sonrío.