Te doy mi sonrisa - Amy Realto - E-Book

Te doy mi sonrisa E-Book

Amy Realto

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Beschreibung

En ocasiones, necesitas una sonrisa prestada para darte cuenta de que eres feliz. Dos años de relación "casi" perfecta no aseguran un final feliz. Macarena se dio cuenta cuando se encontró sola, con dos bebés prematuros a su cargo y un buen trabajo imposible de conciliar con sus nuevas responsabilidades. Obligada a recoger y reconstruir los pedazos de su antiguo yo, Macarena afrontará los problemas, como ha hecho siempre, luchando, aunque no será fácil. En su camino descubrirá que la familia, aunque lejos, puede estar cerca, que una vecina puede ser un gran apoyo, que ser madre no te impide ser mujer y que un hombre que vive sin complicaciones puede preferir vivir con ellas. Y, sobre todo que, a veces, necesitamos una sonrisa prestada para volver a reír. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Seitenzahl: 477

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2022 Amalia García del Real Torralva

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Te doy mi sonrisa, n.º 325 - mayo 2022

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 978-84-1105-773-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Epílogo

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

A veces, la vida da un cambio radical.

Lo hace de tal manera que parece la vida de otra persona.

Cuando sucede, aterroriza.

Pero en el nuevo enfoque siempre hay algo bueno.

Unas veces es ínfimo. Otras enorme.

Búscalo entre tanto gris y llena tu vida de color, con una sonrisa… o con dos.

 

Dedicado a P.M.

 

Capítulo 1

MACARENA

 

 

 

 

Macarena observó asqueada su bandeja. Un mes después, aún no había podido acostumbrarse a aquella comida insulsa servida sobre un plástico color verde vómito. ¿Realmente alguien había pensado que ese color era el adecuado?

—Supongo que será por eso del verde esperanza —dijo en voz alta, y Mar, su compañera de mesa, levantó la mirada hacia ella con expresión interrogante—. Me refiero al color de la bandeja —explicó.

Hacía solo un mes que se habían conocido, pero Mar sabía más de ella que cualquiera, incluidos sus padres. Allí no se podía ser reservado. Macarena había compartido estancia con otras cinco mujeres. Mujeres a las que las circunstancias habían unido como una piña.

Mar removió el puré de nuevo sin intención de llevarlo a su boca. Podía hacerlo ya que no estaba su marido y Macarena no la criticaría.

—Díselo a tu psicólogo —sugirió Mar—, quizás si cambiaran el color de la bandeja o, mejor aún, la comida, nos sería más fácil pensar en cuidarnos y no en este horror que estamos viviendo.

Hacía solo unos días que el doctor Cebreiros había tenido que dar un ultimátum a Macarena. Centrada en sacar adelante a sus hijas, se había olvidado de sí misma.

—Las niñas están bien atendidas. Tienen a un equipo médico encargándose de su salud. Entiendo que necesites estar con ellas, pero cuando se recuperen y salgan de aquí. ¿Qué les va a quedar, Macarena? ¿Una madre consumida? La lucha va a ser larga y no puedes permitirte el lujo de perder las fuerzas ahora. Tienes que dormir, comer… Cuidarte. Hazlo por ellas, si quieres, pero no me obligues a tener que imponértelo yo —había dicho el doctor.

Y tenía razón, llevaba tanto tiempo sin descansar, sin alimentarse como era debido, que Macarena se había convertido en casi un espectro. Tras aquello, había aprendido a comer para sobrevivir.

Introdujo en su boca una cucharada, para dar ejemplo a su amiga, y tragó. El puré descendió mecánicamente por su garganta. Sin sabor, sin placer. Solo se trataba de una forma de obtener los nutrientes que necesitaba.

Mar la imitó.

Unos minutos y tres cucharadas después, el teléfono móvil de Macarena vibró sobre la mesa. Ambas mujeres se sobresaltaron y lo miraron. Habían aprendido a esperar lo peor de una llamada.

—¿Diga? —preguntó al descolgar.

Era una serie de números desconocida, demasiado larga para ser un número de teléfono normal. Se puso en tensión y su amiga con ella.

—¿Macarena? Soy Cristina, te llamo desde el despacho —explicó su abogada.

Macarena respiró tranquila y dejó que Mar viera cómo su expresión se relajaba. La llamada procedía de la centralita del bufete. No se trataba de una llamada del hospital, pero aun así era importante. Se levantó para atender a su abogada con mayor privacidad.

—Dime.

—Ya tengo preparados los documentos de la demanda y necesitaría que les echaras un vistazo y los firmaras. ¿Puedo pasarme por el hospital esta tarde?

—Ya no estoy en el hotel de madres. Ahora paso la mañana y la tarde con ellas, pero duermo en casa.

—Eso es bueno, ¿no? —Ante el silencio de Macarena, la abogada aclaró su comentario—: Me refiero a que significa que las niñas están evolucionando bien, ¿no es así?

—Sí, van despacio, pero parece que sí —respondió Macarena cruzando los dedos, sin darse cuenta de que lo hacía. Se había vuelto supersticiosa.

—¿Dónde podríamos vernos? ¿Me paso por allí cuando acabes?

—Salgo muy tarde —explicó Macarena—. Estaba comiendo algo, pero creo que podría ir al bufete ahora, si te viene bien.

—Perfecto, te espero entonces.

Macarena se despidió, olvidándose de su comida a medio terminar, del paseo que había prometido dar con Mar y de que la ropa cómoda y amplia que usaba para el hospital no era la indumentaria más adecuada para acudir al prestigioso bufete.

Regresó a la mesa para despedirse de su amiga.

—Tengo que salir. Era la abogada —dijo.

Mar asintió comprensiva.

—Al menos llévate la manzana —le dijo con cariño y Macarena sonrió.

Llevaban un mes cuidando la una de la otra.

—Vengo en un rato, intenta comértelo todo, ¿ok? Le he prometido a Daniel que me ocuparía de que lo hicieras.

—Me está molestando ese rollo cómplice que llevas con mi marido —respondió Mar haciéndose la ofendida.

Macarena, que ya salía por la puerta con una manzana en una mano, levantó la otra en señal de indiferencia.

Mar y Daniel, le caía bien aquella pareja.

Con el objetivo de ir al bufete y regresar lo más rápido posible para ocuparse de dar la próxima toma a sus hijas, Macarena paró un taxi y se montó casi en marcha. Cuando el vehículo ya avanzaba hacia su destino miró sus piernas y suspiró. Un pequeño agujero decoraba una de las rodillas de sus mallas desgastadas. Las mismas mallas que su cuerpo llenaba meses atrás y que ahora le quedaban holgadas.

La antigua Macarena jamás se habría presentado así vestida a una reunión. La nueva Macarena había descubierto que había cosas más importantes en la vida.

Capítulo 2

HÉCTOR

 

 

 

 

Héctor apartó la mirada de la pantalla del ordenador y la posó en la de su teléfono móvil que se iluminaba insistentemente. Le escocían los ojos. Ponerse las lentillas esa mañana no había sido buena idea. El dolor que le taladraba la cabeza tampoco ayudaba. Se tomó unos segundos antes de cogerlo, para cerrar los ojos y masajear sus sienes.

—¡Hola, colega! ¿Cómo llevas el lunes? —preguntó nada más descolgar, disimulando su malestar.

Había empezado el fin de semana en el club al que solía acompañar a Marcos cuando ambos buscaban diversión. Una cosa había llevado a otra, y había amanecido el lunes en la habitación de invitados de la casa de Marcos enredado con una hermosa rubia. Sexo desinhibido y alcohol, eran los responsables de que su cabeza quisiera estallar.

—Bien, hasta que he llegado a la oficina —respondió Marcos—. Dejaste a Kimberly muy decepcionada esta mañana cuando te largaste sin despedirte.

«Kimberly… ¿era la morena?», intentó recordar.

—¡Vaya! Lo siento —se mofó Héctor—, imagino que te encargarías de enmendarlo. Es que algunos tenemos que fichar.

—Con las horas que echas en ese lugar, nadie te habría dicho nada por llegar media hora tarde —replicó su amigo.

—Ya he llegado media hora tarde. Además, llevo puesto uno de tus trajes. Será a medida, tío, pero podrías decirle a tu sastre que deje un poco más de tela en el tiro de los pantalones. No es humano llevarlos tan ajustados.

Marcos rio al otro lado del teléfono a pesar de su enfado.

—Te he dicho muchas veces que dejes aquí algo de ropa tuya.

—No lo hago porque no va a volver a pasar. Estoy viejo para estos trotes —dijo Héctor convencido de ello.

—Sí, eso dices siempre.

Héctor obvió el comentario de su amigo.

—Y bien… Yo tengo la cabeza a punto de estallar y… ¿tú qué? ¿Qué ha pasado para que se estropeara tu perfecto día al llegar a la oficina que tienes bajo tu casa? ¿Es que tu eficiente asistente te ha reñido?

—No. Hoy solo se ha limitado a mirarme ceñudo por llegar tarde. No, mi día se ha jodido cuando he abierto la notificación del abogado de Vanesa. Esa zorra me reclama una pensión… Ahora alega que, dado el tiempo que me dedicó, su carrera profesional se ha visto mermada y quiere una compensación por ello. Te lo acabo de enviar al correo electrónico. —La notificación de mensaje recibido sonó discreta desde el ordenador de Héctor confirmando la recepción—. No se merece nada. Nadie le pidió que dejara de trabajar cuando estuvimos juntos, y sabes que no solo se dedicó a mí la muy puta. Haz lo que tengas que hacer. No va a recibir ni un euro mío. Ya se lo ha llevado en ropa y caprichos.

—Joder. Imaginaba que algo así llegaría. Se casó con el dueño de MaTech. ¿Esperabas que se divorciara con una mano delante y otra detrás?Voy a salir a comer algo y le echo un vistazo después, ¿ok? —dijo Héctor mirando el reloj—. Ahora mi mente está fuera de combate.

—Vale, luego me cuentas —se despidió Marcos antes de colgar—. Y Héctor…, no me des de sí el pantalón, ¿quieres?

Héctor colgó con una sonrisa. Se conocían desde niños. Se habían criado prácticamente como hermanos hasta que Marcos se había rebelado contra su padre. Y, luego, pese a la desaprobación de su familia y las obligaciones que al crecer fueron apareciendo, no se habían separado.

A Héctor nunca le había gustado Vanesa. Y Marcos no había querido escucharle. Ahora su amigo se encontraba en una fase difícil que no estaba gestionando bien. Ese fin de semana, por ejemplo, había sido demasiado intenso. Aunque, últimamente, los fines de semana con Marcos siempre lo eran.

Héctor se puso la americana y salió del despacho, pensando en que algo de comida saludable, mucha agua y un café cargado ayudarían a que su dolor de cabeza remitiera un poco.

 

 

—Mayte, salgo a comer algo —informó a la recepcionista—. ¿Quieres alguna cosa?

La chica que normalmente comía en su mesa el contenido de un táper, negó con la cabeza.

Héctor detuvo su mirada en los llamativos labios de la chica el tiempo suficiente para que ella se diera cuenta.

—¿Nuevo pintalabios? —preguntó seductor.

—Fuego de pasión —respondió ella.

Era un viejo juego que ambos se traían.

—Con ese nombre triunfas fijo.

—¿Seguro? —Mayte no pareció muy convencida, como si supiera que el hombre para el que se había puesto aquel sugerente color no se daría cuenta.

—Hazme caso. Si es hetero, es imposible que no se fije.

Héctor escuchó el suspiro de la chica, pese a que ya avanzaba hacía la puerta, y sintió su mirada deleitándose con su trasero. Sabía que él no era el objetivo de Mayte, pero también que esta y muchas otras le consideraban atractivo. Le dolía demasiado la cabeza y no le gustaba enredarse con las mujeres del trabajo, pero creía suficiente en sí mismo como para saber que, si quisiera, ella no dudaría en emborronar su labial con él en el baño.

Una vez en la calle, el intenso sol del mediodía lo aturdió un poco, aunque no lo suficiente para emprender la marcha con el andar decidido que le caracterizada, propio de un joven de éxito con un futuro prometedor por delante.

Había un Starbucks en la calle de al lado, en el que podría encontrar todo lo que necesitaba y donde no perdería demasiado tiempo.

Con un elegante movimiento de muñeca observó su reloj Omega para comprobar cuánto tiempo disponía. Desvió la mirada a la esfera solo unos segundos, y fue casualidad que justo lo hiciera antes de girar para tomar la calle en la que se encontraba la cafetería, y que no se percatara de que una persona titubeaba parada en ese mismo punto. Colisionó con ella con fuerza, lanzándola al suelo. Aturdido por el encontronazo y con sus reflejos mermados por el dolor de cabeza, tardó en reaccionar. Observó, sin hacer nada, a la chiquilla que se incorporaba lentamente un metro más allá. Era menuda, por esa razón había salido disparada en el choque. Llevaba su pelo negro recogido en una descuidada coleta y vestía demasiado informal para aquel lugar. Tras observarla mejor, se percató de que no era tan joven como le había parecido inicialmente. Era una mujer de unos treinta y tantos, incluso quizá algo mayor que él, sencilla, y se diría que hasta insulsa si no fuera por aquellos ojos azules tan llamativos que lo embelesaron haciéndole olvidarse de su nombre y hasta de pedir disculpas. Se quedó quieto, como un pasmarote, y tardó más de la cuenta en ofrecer su ayuda.

—¡Vaya! La educación por esta zona escasea —comentó la mujer.

La chica se había levantado y le miraba enfurecida por haber sido arrollada. A Héctor le molestó su comentario despectivo, pero demostró su civismo no respondiendo a él. En el fondo, la gélida mirada de la mujer tenía razón de ser, ya que se había quedado embobado y no había sido capaz de disculparse siquiera.

Ella no esperó a que él hablara. No le dio tiempo a pedir perdón.

—Gracias por nada —le dijo apretando los dientes y golpeándole con el hombro al pasar a su lado.

Aquel comportamiento maleducado lo hizo reaccionar. Héctor decidió que no se merecía sus disculpas. Controló sus ganas de tirarle de la coleta y continuó su camino. Aquella chica tonta no merecía su preocupación, se había puesto en medio y no había consentido que la ayudara. «¡Levántate sola, guapa!», pensó mientras, enfadado, retomaba su camino y el dolor de cabeza regresaba con mayor intensidad.

Capítulo 3

UNA SITUACIÓN INCÓMODA

 

 

 

 

Héctor terminó su comida rápidamente. Había estado pensando en cómo dar la vuelta a la demanda de Vanesa. Por suerte, no había habido niños de por medio. Quería hacerlo de forma limpia, pero, si la cosa se complicaba, tenían material suficiente para demostrar las infidelidades de ella que hasta ahora no habían necesitado mostrar. Llegado el momento, esas grabaciones servirían para hacerle dar un paso atrás, dañarían tanto la imagen de víctima que Vanesa había vendido a la prensa que a ella le sería imposible seguir lucrándose explotándola. Nunca le gustó aquella mujer, pero su amigo rara vez pensaba con la cabeza en cuestión de faldas.

Recogió su café para llevar en el mostrador. Su dolor de cabeza seguía ahí, inamovible. Definitivamente, tendría que tomarse algo para deshacerse de él, y el lugar ideal para hacerlo era el despacho de su compañera. Con un objetivo claro, se dirigió de nuevo a la oficina.

—¿Está Cristina? —preguntó a Mayte al entrar.

—Sí, aún no salió a comer —respondió coqueta con una sonrisa y su habitual caída de pestañas.

Héctor avanzó por el pasillo. Percibió de nuevo la mirada fija de Mayte siguiendo sus movimientos. Con el ego subido, entró sin llamar en el despacho de Cristina. No pensó que a esas horas su compañera pudiera estar reunida, pero se equivocó dejando la frase para pedirle el ibuprofeno a medias.

La visión de la mujer de los ojos azules sentada junto a Cristina en el pequeño sofá que esta tenía en su despacho, llorando desconsolada, volvió a dejarle parado. Odiaba a los clientes que se dejaban llevar por las emociones. Hombres o mujeres, le daba igual. Nunca sabía cómo reaccionar en esas situaciones, pero, en ese caso, sin saber por qué, sintió la necesidad de consolarla. Aunque ya lo estaba haciendo Cristina, que tomando la mano de la mujer entre las suyas le había acercado una caja de pañuelos de papel. Ella tenía más delicadeza que él en esas situaciones y la envidió por ello.

—¿Qué necesitas, Héctor? —le preguntó Cristina molesta, al ver que se había quedado petrificado en la puerta con una frase a medias y ni entraba ni salía.

—¡Ah, sí!… Perdón —titubeó—, pensé… que estarías sola. Lo siento. Solo necesitaba un ibuprofeno, si tienes.

—Tengo. En el neceser del mueble del aseo.

—Y con eso quieres decir que… ¿localice tu neceser, entre todos los que allí habrá, y busque la pastilla?

Quizá sonó un poco más borde de lo que él quería, pero el dolor lo estaba matando y necesitaba la puta pastilla.

—Con eso quiero decir que, o te esperas a que acabe con mi clienta o… Mira, dado que es probable que te tengas que encargar de su caso, ¿por qué no te sientas y te pones al día? Mientras, yo voy a por el ibuprofeno.

Los ojos llorosos de la chica se alzaron mirándole asustada. Notó el momento exacto en que ella le reconoció de su anterior encontronazo, porque su expresión se endureció. Estaba claro que le hacía poca gracia que el caso pudiera acabar llevándolo él, pero Héctor tampoco quería perder el tiempo con ella.

La miró arrogante, analizando su atuendo sin poder creer que aquella mujer fuera clienta del bufete.

—¿Y? —insistió Cristina—. ¿Tienes tiempo de ponerte al día?

—Supongo que sí —respondió sin mucho interés. Lo único que quería era un analgésico.

—Bien. Macarena, este es mi compañero Héctor Pozuelo…

Mientras Cristina explicaba que estaba embarazada y que él sería el responsable de llevar su caso a término durante su baja maternal, Héctor se volvió a adentrar en aquellos ojos llorosos. Le resultaban extrañamente familiares, pero era imposible que se hubieran visto antes. Estaba claro que no se movían por los mismos círculos sociales. Tenía que reconocer que, tras un descanso reparador que borrara sus profundas ojeras, una sesión de peluquería, otro atuendo y algunos kilos más, aquella chica podría ser bonita.

—¡Héctor! ¿Estás aquí? Acabo de explicarle a Macarena que eres uno de los mejores, no me hagas quedar mal —le reprendió Cristina.

—Sí, sí, perdona. Es el dolor de cabeza —se justificó.

—Voy a por el ibuprofeno. —Suspiró resignada—. Si quieres, échale un vistazo a los papeles y le indicas a Macarena dónde tiene que firmar.

Cuando Cristina salió del despacho y se quedaron solos, el silencio se hizo incómodo. Ella había dejado de llorar y le miraba con aquellos expresivos ojos cargados de odio. Nervioso, sin saber por qué, se sentó donde antes lo había hecho Cristina y hojeó los papeles.

—Una demanda de paternidad… ¿Doble? —Ella asintió—. ¡Buf! Debe de ser agotador —comentó intentando ser amable.

—No creo que, precisamente tú, tengas ni idea.

A Héctor le molestó la respuesta, pero decidió no contestar. Era la segunda vez que le pasaba una, y no era algo habitual en él. Volvió a achacarlo a su dolor de cabeza.

—Bien… También tenemos la de alimentación… ¡Vaya! Después de dos años, ¡te dejó tirada!

—Sé dónde tengo que firmar —interrumpió ella—. ¿Qué te parece si me das los papeles y dejas de hacer que esto te importa algo? Con suerte, el proceso terminará antes de que Cristina comience su baja y no tendremos que volver a vernos.

Héctor se quedó parado y volvió a perderse en aquellos ojos que le miraban con desprecio. Le tendió los papeles, sintiendo empatía por el hombre que había huido de aquella mujer.

Cuando Cristina llegó, Macarena ya había firmado todo y se había puesto en pie dispuesta a marcharse de allí lo antes posible, alegando que tenía que regresar al hospital. La abogada entregó el blíster de pastillas a Héctor con mirada acusadora y se despidió con cariño de Macarena. Héctor extrajo una de las pastillas y la tomó con un trago de su café.

—No parece una clienta que pueda permitirse costear este bufete —comentó con algo de malicia, cuando Macarena se hubo marchado.

—Pues en eso te equivocas. Puede y, además, ya le has llevado algún caso. ¿No la has reconocido?

—¿Yo? Si hubiera trabajado con ella, la recordaría —aseguró rememorando aquellos impactantes ojos.

—¿No llevaste tú el caso del centro de tratamiento de residuos?

—¿Te refieres al del grupo ecologista? ¿Al que denunció al Ayuntamiento por ceder los terrenos y frenó las obras de la planta hace un par de años? —Interesado, se acomodó apoyándose en el borde de la mesa de su colega—. Sí, colaboré en aquello. ¿Qué tiene ella que ver?

—Pues que Macarena era la ingeniera responsable de esa obra. La que nos facilitó y explicó toda la documentación técnica.

Héctor se quedó en silencio intentando encontrar el parecido entre la mujer elegante y decidida que recordaba de aquel caso y la chica diminuta y ojerosa de ese día.

—No parecen la misma persona —reflexionó en alto.

—Seguramente, el cansancio y las preocupaciones que conllevan sacar adelante dos niñas prematuras, completamente sola, tienen algo que ver. Como has podido comprobar, el cabronazo del padre se quitó de en medio a mitad del embarazo.

—Joder —susurró Héctor tragando saliva consciente por primera vez de la situación de la chica. La verdad es que podía entender la reacción del hombre. Hacer frente a una paternidad sorpresa y encima doble, con una mujer capaz de congelarte con una mirada de desprecio, no era tarea fácil, pero eran sus hijas. ¿Quién renuncia a sus propios hijos?—. ¿Y no crees que haya posibilidad de que se arrepienta?

—Eso pensé cuando, aún embarazada, vino a visitarnos buscando ayuda. Sabes que muchas veces se asustan al principio, pero luego todo sale bien y no es necesario interponer demandas. Le dije que recopilara las pruebas y que grabara las conversaciones y los mensajes que cruzara con él. Si tienes interés, están en su dosier. El tipo actúa como si la cosa no fuera con él.

Probablemente no lo miraría, estaba demasiado liado con lo suyo para hacerlo.

Capítulo 4

PASADO

 

 

 

 

Todo había empezado con un sencillo malestar.

—¿Fuiste al médico? Sigues teniendo mala cara. —El pobre iluso de Enrique, ajeno a lo que ocurría, había cogido una cerveza fría de la nevera—. La obra te tiene preocupada y yo creo que el resfriado del mes pasado fue por estrés. Y ahora esta gastroenteritis. No puedes seguir así, Macarena.

—Estoy embarazada —le había dicho a bocajarro.

Quizá no había sido la mejor forma de hacerlo, pero para ella no había sido muy distinto. Ir al médico pensando que tienes una indigestión y salir de allí con una prueba de embarazo positiva había sido un plato difícil de tragar.

Enrique había actuado como si nada, había tomado un largo trago de la botella, con tranquilidad, mientras ella se había desesperado por saber su opinión.

—¿Me has oído? No es una gastroenteritis. ¡Es un bebé! —había insistido.

—Te he oído, pero eso no puede ser. Tomas la píldora. Mañana vas a otro médico, seguro que este se ha confundido.

—Enrique, nadie se ha confundido. Me han hecho un análisis y yo me he hecho varios test. Es positivo. Es muy positivo. En otoño tendremos un bebé.

—Pero… la píldora… —El rostro de Enrique había tomado un color enfermizo.

Necesitaba un abrazo y que él le dijera que no pasaba nada, que juntos saldrían adelante. Desde que había recibido la noticia estaba asustada, y esa sensación no había cambiado con el tiempo.

—El doctor me ha dicho que los antibióticos que tomé para las anginas pueden haber afectado a la efectividad anticonceptiva.

Había reclamado la protección de Enrique acercándose a él y, finalmente, la había abrazado. Se había dejado envolver por la seguridad del hombre con el que compartía su vida desde hacía más de dos años y del que estaba enamorada.

«Un bebé tambaleaba su mundo, pero eran fuertes, no iba a echarlo abajo. Saldrían adelante», había pensado.

¡Qué ilusa había sido!

—Entiendo que es mío, ¿verdad? —le había preguntado Enrique cuando ella, cobijada entre sus brazos, ya había decidido que formar una familia con él no era tan malo.

Lo había mirado sorprendida por sus palabras, pensando que se trataba de una broma.

—¿Necesitas que te aclare ese punto? —había respondido ofendida al percatarse de que, por desgracia, no lo había sido.

—Venga, no te enfades. Es solo que aún estoy asimilándolo.

Aquella noche, ya muy lejana, acostada en la cama, había pensado que no había ido del todo mal. No había querido escuchar a su corazón que se sentía a años luz del hombre que dormía a su lado.

 

 

—¡Espere! ¡Espere! —gritó Macarena para que el autobús no emprendiera la marcha.

Sin saber si el conductor había escuchado o no su petición, desesperada, se hizo hueco a empujones y codazos entre el tumulto de gente que viajaba esa mañana.

No llegó a tiempo. El inconfundible sonido de las puertas automáticas al cerrarse se escuchó por encima de las voces.

Necesitaba salir.

No aguantaba ni un segundo más dentro de aquel agobiante espacio.

Consiguió llegar a las puertas, incluso respirar algo del aire puro que había entrado del exterior, pero lo hizo demasiado tarde. El vehículo reanudaba su marcha.

Apoyó la frente sobre el frío cristal, conteniendo su frustración. Se dijo que no necesitaba bajarse en aquella parada, que la próxima le venía incluso mejor; pero el último mes la había puesto al límite y necesitaba salir de allí fuera como fuera. Sintió que le faltaba el aire, sintió cómo el murmullo de voces a su alrededor aumentaba en intensidad, volviéndose ensordecedor. El calor y el nauseabundo olor del abrigo de la señora que tenía cerca se le hicieron insoportables.

—¡Abra! ¡Abra! —Macarena gritó, golpeó y pateó la puerta con el único fin de salir de aquella lata de una vez por todas.

Sus compañeros de viaje la miraron como si se hubiera vuelto loca, y probablemente no fueran muy desencaminados, pero no le importó. A aquellas alturas, la vida le había enseñado su peor cara y le había demostrado que las apariencias no servían de nada.

Alguien se apiadó de ella y trasladó su petición alzando la voz. Otra persona hizo lo mismo, y otra, y otra. Hasta que el conductor cedió y dio un frenazo.

Las puertas se abrieron y Macarena fue escupida al exterior.

Con lágrimas en los ojos por la desesperación y la respiración aún agitada, observó cómo el vehículo continuaba su viaje, sin ella. Percibió lástima en las miradas, cada vez más lejanas, de los pasajeros. Vio pena y tristeza, unos sentimientos cada vez más frecuentes a su alrededor. En cualquier caso, tendrían algo que contar al llegar a su destino —la loca que ha montado un numerito en el bus esta mañana—, o quizá no. Quizá, el incidente desaparecería de su memoria antes de llegar a la próxima parada.

El frío de la mañana le caló en los huesos. El tiempo había refrescado de un día para otro, casi tan rápido como habían aumentado el tráfico o la gente en las calles y en los medios de transporte. El comienzo de los colegios, la vuelta al trabajo. Septiembre ya estaba allí, y ella, encerrada en el hospital desde finales de julio, apenas se había enterado.

Sacó una chaqueta de su bolso, demasiado grande para ella, y se la puso mientras andaba hacia el hospital.

Escuchó el tono de su móvil en el interior de su mochila. Su madre llamaba todos los días para saber cómo evolucionaban sus nietas. No poder estar con ellas también les estaba resultando muy duro a sus padres. Pero nada podían hacer los abuelos, era inútil que perdieran el tiempo en Madrid, ya que en la UCI no estaba permitida su visita y ni siquiera ahora, que estaban en neonatos, tenían permiso para acceder. Solo durante «la hora de los abuelos», los sábados por la mañana, lo tenían permitido. Ese día el hospital se llenaba de mayores deseosos de ver a sus nietos. Una hora especialmente dolorosa para Macarena que le hacía ser más consciente de lo solas que estaban en su lucha.

—Buenos días, hija. ¿Cómo has pasado la noche? —preguntó su madre como siempre.

—Un poco mejor. Las pastillas que me recetaron para dormir me han venido bien —respondió con desgana—. Me he despertado solo un par de veces.

—Tienes que cuidarte, cuando las niñas estén en casa va a ser agotador.

—Eso mismo me dijo el doctor, pero lo cierto es que descansaba mejor cuando estaba cerca de ellas.

Hacía unos días que, dado que sus bebés evolucionaban satisfactoriamente, el médico y el psicólogo habían decidido que le iría bien dormir en su casa. Así que, con la intención de que descansara y pudiera ir preparando su hogar para la llegada sus hijas, anularon su permiso para pernoctar en el hotel de madres. Esa fue una razón. La otra, que nuevas madres habían solicitado plaza.

—¿Has pensado en lo que te dijo papá?

—Mamá, no puedo ir a vivir con vosotros. —Macarena estaba cansada de repetir lo mismo y aquello se percibió en su voz—. ¿A cuántos kilómetros está el hospital más cercano del pueblo? Las niñas, sobre todo María, van a necesitar asistencia. ¿Y si hay alguna urgencia?

—Pero no puedes estar sola con ellas tan lejos.

—Aún no sé cómo, pero me las apañaré. Tú tranquila —intentó convencerla—. Ahora tengo que dejarte, ya he llegado y necesito saber cómo están.

—Llámame esta noche y me cuentas, ¿vale? —rogó la abuela—. Te queremos, hija.

—Y yo a vosotros, mamá —se despidió emocionada.

Su familia nunca había sido demasiado cariñosa, pero desde que toda esta locura comenzó no perdían ninguna oportunidad para demostrarle que se preocupaban por ellas.

Capítulo 5

TRABAJO Y RESPONSABILIDADES

 

 

 

 

Héctor tuvo que ajustar su agenda para poder reunirse con Marcos a final de semana y explicarle cómo iban a conseguir que Vanesa no recibiera la pensión compensatoria que reclamaba. Este le recibió en el gimnasio personal que tenía en su edificio.

—No entiendo cómo puede tener derecho a pedir nada si hicimos separación de bienes —gritó Marcos enfadado.

Héctor, que estaba acostumbrado a los ataques de ira de su amigo, dejó que este se desahogara golpeando el punching ball un rato, antes de responder:

—Está en su derecho, solo está solicitando algo que viene regulado en el artículo 97 del Código Civil.

—Pero ¿aun sin niños de por medio? ¿Y esa cantidad excesiva?

—Bueno, en el vicio de pedir está la virtud de no dar. Vamos a recurrir su petición alegando que no tiene derecho a ella.

—Bien, ¿y qué necesitas?

—Ella reclama que tiene una edad en la que le será complicado reintegrarse en el mundo laboral y, por esa razón, su situación económica es peor que antes del matrimonio, pero ya tengo las estadísticas de altas de trabajadoras entre veinticinco y treinta años, tanto cualificadas como no cualificadas. Si quiere trabajar, no va a tener problemas. Las estadísticas lo demuestran. También podrías darle trabajo en alguna de tus empresas —bromeó.

—Ni lo sueñes. Eso no va a pasar ni aunque quiera irse a China.

—También ampara su demanda en que, pese a que el matrimonio fue en régimen de bienes separados, durante su duración, ella contribuyó a las cargas con su trabajo doméstico. Ahí demostraremos que no tuvo que mover un dedo entregando los contratos de tus empleados del hogar, que se incrementaron mientras ella estuvo casada contigo. Si pudiéramos tener facturas y su agenda de aquella época para demostrar que su única aportación fueron sus costosos tratamientos de belleza y la cantidad ingente de dinero que gastaba en ropa, estaría bien.

—Hablaré con Álex para que lo consiga. Él le llevaba la agenda para cuadrarla con la mía, seguramente tenga los históricos.

—¿Sabes si rechazó algún empleo mientras estuvisteis casados?

—Sé que su agente le propuso algún pase, pero no quiso hacerlo. —Marcos se secó el sudor dando por concluido su calentamiento.

—Y no tendrás algo que demuestre que tú la animaste a seguir trabajando en vez retenerla en casa, ¿verdad?

—Puede que su agente quiera testificar. Se mosqueó mucho cuando ella le dejó tirado e intentó que yo la convenciera para seguir haciendo algún pase de modelos o algún anuncio, pero no lo conseguí.

—Tío, yo creo que, si demostramos todo eso, desmontamos su demanda. Así, no tendremos que sacar la artillería pesada.

—Eres el mejor —dijo Marcos palmeando su espalda—. ¿Te hace un partido de pádel?

—A eso venía, ¿no?

—Me ducho y nos vamos al club. Voy a avisar a Álex para que nos busque partido. ¿Quieres un zumo?

—No, gracias, pero tú tómatelo, si no te bajará la glucosa en el partido. —Marcos era diabético y Héctor había aprendido a ayudarle a controlarlo desde que se lo detectaron siendo un niño.

Héctor esperó a que su amigo se duchara y se cambiara de ropa hojeando el periódico, sentado en el taburete de la moderna cocina americana del piso de este. Le llamó la atención un artículo en las páginas interiores que se hacía eco del fallecimiento de Arturo Ponce, uno de los hombres más poderosos del país. Era cliente del bufete, así que estaba seguro de que pronto tendrían que encargarse del testamento y de sus últimas voluntades.

 

 

El trabajo de Héctor era intenso. Cada vez colaboraba más con grandes clientes y sus viajes por Europa eran más frecuentes y, por eso, poco a poco estaba dejando atrás los casos rutinarios, aunque de vez en cuando agradecía su sencillez.

El lunes siguiente, acompañó a uno de los socios a Bruselas para reunirse con un cliente potencial y, desde allí, había ido a Berlín a recabar información sobre los avances de un caso de fraude a una empresa farmacéutica. Cuando los periódicos comenzaron a hacerse eco de los afectados por el nuevo medicamento y las presuntas pruebas falsificadas salieron a la luz, la farmacéutica B&B contrató a su bufete. Por un lado, tenían que defender a la empresa farmacéutica y eximirla de toda responsabilidad. Y, por otro, demostrar que el equipo médico encargado de las pruebas no había facilitado a B&B toda la información recopilada en ellas. Héctor aún era joven, pero en un caso como aquel se necesitaba mucho apoyo y habían contado con él.

Cansado de estar toda la semana fuera, el viernes llegó a su apartamento en la calle Almagro, el mismo en que había vivido su padre siendo soltero y en el que Héctor había gastado un dineral para reformarlo a su gusto cuando su abuelo se lo donó en vida. Una forma muy habitual entre los ricos de transferirse propiedades y eximirlas del costoso impuesto de sucesiones.

Su grupo de amigos estaba organizando una quedada en El callejón de Serrano esa noche, pero no le apetecía salir, así que aprovechó el trayecto en ascensor para escribirles una excusa. Entró en casa, puso música y se metió en la ducha. Una vez cómodo, sus tripas rugieron, pero la nevera estaba vacía, como era de esperar en casa de un soltero que apenas paraba en ella. Rebuscó entre los panfletos de ofertas de comida a domicilio que guardaba en el cajón de la cocina; le apeteció pizza, así que llamó para encargarla y, mientras esperaba, se sentó en su sofá a ojear las redes sociales.

Piluca no tardó en enviarle un mensaje por Messenger nada más verle conectado, insistiendo en que salieran esa noche, pero no tenía interés y menos en ella. Seguro que su madre se las ingeniaba para hacerles coincidir en el brunch del domingo en el club.

Estaba cansado de que intentaran meterle a esa chica por los ojos. Era cierto que se conocían desde niños y que habían tenido un rollete de adolescentes, pero de ahí a casarse…

Sus padres no hacían más que insistirle en lo bueno que sería para su carrera que se asentara con una mujer como ella, pero aún no estaba preparado y, observando las malas experiencias de sus amigos, el matrimonio le daba mucha pereza. Además, aún no había llegado ninguna mujer que le hiciera perder la cabeza y con la que se planteara dejar de lado los beneficios de la soltería, de modo que seguía resistiéndose. Lo malo era que ni sus padres, ni Piluca, desistían.

La cena llegó y Piluca y sus mensajes quedaron olvidados sin respuesta.

Una noche de pizza y Play, con algunas cervezas, era lo que necesitaba. Se calzó los cascos y el micro, dio un sorbo a la cerveza y se comió la primera porción mientras el programa cargaba. Y se apiadó de quien estuviera conectado porque iba a recibir una buena paliza. Después de varias partidas, dio por terminado su día, acostándose sin programar el despertador.

Fue su madre quien se encargó de desvelarle a las diez en punto de la mañana, informándole de que el domingo, antes del brunch, tenían partido de tenis mixto y contaban con él. No preguntó quién sería su pareja porque era predecible.

Pensando en las pocas ganas que tenía de aquel paripé, se estiró en su cama con pereza. ¿Qué podría hacer ese día?

Pidió a Sirique le diera la previsión del tiempo. Frío y lluvia, el clima ideal para dormir un rato más.

 

 

—Me dijo Villegas que has estado toda la semana por Europa —comentó Juan, el padre de Héctor, mientras se cambiaban para el partido en el vestuario del club de tenis, al día siguiente.

—Así es, esta semana acompañé a Hernández —respondió Héctor, escueto.

—Parece que te están dando casos más importantes. —Juan se remetió el polo por la cintura del pantalón corto—. Eso es bueno. Cuando ganes un par de casos para grandes empresas, nuestra junta directiva verá que estás preparado.

Héctor se mordió la lengua y continuó atando sus zapatillas. No estaba seguro de querer seguir los planes que tenía su padre para él. Aquello de sucederle en la empresa no terminaba de convencerle. Héctor no tenía madera de empresario, él era abogado. Su mente era capaz de recordar situaciones, fechas y sentencias, que luego aplicaba en sus casos. Y le encantaba la sensación de triunfo cuando ganaba aplicando la justicia. Pero no había tenido nunca las agallas suficientes para decírselo a su familia.

—Tengo ganas de ver la cara de Villegas y Hernández cuando les digamos que les dejas. —Juan rio socarrón—. Bueno, ¿preparado para perder? Tu madre ha estado tomando esas vitaminas que le sientan tan bien y viene dispuesta a ganar.

Con aquella última información que le había dado su padre, Héctor consiguió dar la vuelta a las parejas y Celia ganó el partido, como había predicho su marido, pero lo hizo junto a su hijo.

—Me ha traído papá —explicó Piluca un rato después, cuando ya disfrutaban del merecido brunch y los padres de Héctor estratégicamente habían encontrado otros conversadores dejándolos solos—. ¿Te importa acercarme a casa luego?

Por cómo le manoseó el pecho, la propuesta llevaba premio, pero Piluca era demasiado peligrosa.

—Tu casa no me pilla muy de camino, Piluca —respondió Héctor.

—Pero no vas a ser tan poco caballeroso, ¿verdad?

—Probablemente no —se resignó pensando en cómo dar esquinazo a la chica—. Pero no te hagas muchas ilusiones. Si te llevo, te dejo y me voy. No va a volver a pasar lo que estás esperando.

—¿Esperando? Yo no busco nada. ¿Ya no somos amigos?

A Héctor le dieron ganas de contestar que desde que ella había comenzado la campaña «cazar a Héctor», animada por las familias de ambos, el título de amiga lo había perdido y no había nada que hiciera que él volviera a encontrarse cómodo y relajado a su lado. Se sentía como si cualquier frase pudiera ser utilizada en su contra más tarde, así que intentaba mantener las distancias.

—Simplemente, las cosas han cambiado —respondió justo antes de recibir un manotazo en la espalda llamando su atención. Se giró para descubrir que se trataba de un par de amigos a los que hacía mucho que no veía.

Una cerveza por aquí, otra por allá y acabó con ellos viendo un partido de fútbol en un pub. A media tarde, Héctor se dio cuenta de que se había largado del club sin despedirse y sin Piluca. Tendría que evitar las llamadas de su madre durante unos días.

Capítulo 6

VALIENTES LUCHADORAS

 

 

 

 

Macarena apresuró su paso. Dormir lejos se le hacía muy cuesta arriba y por la mañana siempre estaba nerviosa por saber cómo estaban. Entró en el área restringida repitiendo de forma automática el protocolo de acceso que se sabía de memoria. Por lo menos, ahora no tenía que ceñirse a los horarios de visita como cuando habían estado en la UCI.

Saludó a otros padres, que ya se encontraban allí colaborando en el cuidado de sus pequeños, a las enfermeras y al resto del equipo médico, sin entretenerse mucho. El día era largo y tiempo tendría de interesarse por la evolución de los otros bebés. En ese momento, su única preocupación eran las suyas.

Sus hijas habían nacido por cesárea, primero lo había hecho Lucía y, unos larguísimos minutos después, María, que en el último momento se había puesto de nalgas y había complicado mucho su extracción. La anestesia había sido regional, por lo que, aunque atontada, Macarena había estado despierta durante la intervención. Pero solo las había visto de refilón, tan pequeñas que parecían de mentira porque, en cuanto había salido la primera, el personal sanitario había comenzado a correr de un lado para otro sin comentar nada, sin explicaciones, solo haciendo de forma diligente su trabajo. Macarena había buscado en sus rostros, sin éxito, una respuesta o algo de apoyo. Estaba adormecida, agotada y confundida, pero necesitaba saber qué pasaba. ¿Qué iba mal?

Aquellos primeros momentos estaban grabados en su mente como a fuego, y los recuerdos regresaban para avivar su preocupación.

Después de dar a luz, se habían llevado a sus niñas. A ella debieron de administrarle un tranquilizante, porque se había despertado en una habitación unas horas después, sola y desorientada. Habían tenido la delicadeza de instalarla lejos de las familias que, felices, disfrutaban de los primeros momentos con sus pequeños, aunque sus conversaciones llegaban amortiguadas desde el pasillo. Se había despertado confusa y había perdido la noción del tiempo, pero un tremendo vacío lo ocupaba todo. Recordó cómo, al principio con un hilo de voz y más tarde con toda la fuerza que le había permitido su garganta, había llamado a alguien que pudiera explicarle lo sucedido, desesperada por saber dónde estaban sus hijas y, sobre todo, si estaban bien. Había intentado levantarse y salir por su propio pie al pasillo, pero sus piernas, aún adormecidas, no habían respondido a su intención.

Todavía se le removían las entrañas al recordar la angustia que había sentido por el desconocimiento, la incapacidad de hacer nada y el tremendo hueco que había en su interior.

El instinto maternal te hace ocuparte de tus hijos desde el primero momento. Su olor, su llanto, su piel… Todo está cuidadosamente estudiado para que una madre atienda a su hijo desde el minuto cero. Macarena no tuvo eso. No había podido ver a sus hijas hasta que su madre llegó al día siguiente y se peleó con todo el personal.

Había pasado más de un mes desde aquello, pero Macarena rememoraba el momento en que había visto a sus niñas por primera vez cada vez que las miraba, tan pequeñitas y vulnerables.

Había llegado a la UCI neonatal sentada en una silla de ruedas, que su madre había empujado mientras le susurraba palabras de consuelo. Macarena no tenía fuerzas, estaba mareada y sentía náuseas, aunque lo había escondido para poder verlas. Si no se había caído redonda en el suelo de la UCI fue porque su determinación fue mayor. La sensación de vacío que había tenido esas primeras horas no se disipó cuando las vio. Al contrario, las lágrimas, que desde hacía tiempo no abandonaban sus ojos, habían comenzado a correr.

Aún recordaba la agonía de cada segundo que estuvo separada de ellas, incluso en ese momento, que tenían más tiempo para estar juntas, este no era suficiente.

Macarena meneó su cabeza para ahuyentar aquellos recuerdos que solo emborronaban el presente.

La enfermera de la mañana ya preparaba a Lucía para tomar su biberón.

—Llegas justo a tiempo —le dijo—. Empezaremos con Lucía que ya está demandando su toma.

—Perfecto —respondió Macarena, y se acercó a saludar a María—. Va a tomar Lucía el bibe y enseguida te toca ti, cariño —le susurró a la niña y acarició su manita, para que supiera que mamá había llegado.

Pasado un rato, las pequeñas, ya comidas, se quedaron dormidas sobre su pecho, tapadas con una cálida mantita. Aquel era uno de los mejores momentos del día, cuando Macarena se relajaba embriagada de su aroma.

—Lucía está hecha una campeona —comentó la enfermera mientras trabajaba en el box de las niñas—, esta noche se despertó, según me ha dicho mi compañera, pidiendo su biberón a pleno pulmón.

—Menuda es ella para su comida —respondió orgullosa Macarena—. ¿Y María? ¿Cómo ha pasado la noche ella?

—Va mejor, ya sabes que aquí todos los cambios son sutiles, pero suman. Regurgitó la toma de la noche y tuvieron que completar con la sonda. A ver si esta toma de ahora la tolera. ¿Te has dado cuenta como ya coge mucho mejor la tetina?

—Sííí, ¡casi a la primera!

—Va aprendiendo, solo es cuestión de tiempo. Ya verás.

—Creo que…

Después de tanto tiempo, Macarena no necesitaba que el indicador de baja saturación de oxígeno en sangre comenzara a avisar, había aprendido a anticiparse, a leer los síntomas en sus hijas que indicaban que necesitaban ayuda. María había comenzado a respirar desacompasada, lo que significaba que debían subir el porcentaje de oxígeno de su respirador. Miró a la enfermera y ella entendió que algo no iba bien. Con tranquilidad, la chica retiró a las niñas instalándolas de nuevo en su cunita y ajustó todos los aparatos encargados de su monitorización.

Macarena suspiró. Su rato juntas había acabado y no tendrían otro hasta la siguiente toma. Aun así, se acomodó a su lado y se conformó con tomarlas de la mano, una forma de decirles que estaba ahí, que siempre estaba ahí.

Al principio todo había sido nuevo para Macarena. El equipo médico, los aparatos, el lenguaje que usaba el doctor Fuentes para explicarle cómo evolucionaban sus niñas. Ver cómo otras familias hacían frente a la situación unidas, cómo los padres participaban también en la recuperación de sus pequeños, cómo se turnaban madre y padre para mantenerse descansados. Todo eso la hacía polvo.

Los primeros días se había dedicado a llorar y apenas habló con nadie. Elvira, su madre, desde la distancia la había alentado a conversar con otras madres, a abrirse, alegando que conocer a otras familias en situaciones parecidas le haría bien. Pero ella solo pensaba en Enrique, en lo mucho que le había querido y lo ciega que había estado al creer que era el hombre con el que cualquier mujer querría pasar su vida.

¡Qué imbécil había sido!

Los días siguientes al descubrimiento del embarazo la distancia entre ellos se había ido haciendo cada vez mayor. Macarena se había centrado en el trabajo para no pensar en que Enrique se había vuelto frío y él… Él simplemente se había comportado como si el bebé no existiera.

—¿En qué semana de embarazo estás? —le había preguntado él, sin venir a cuento, en una ocasión.

—En la doce, ¿por?

—He leído que, hasta la catorce, con la nueva ley del aborto, nos lo podemos pensar…

—¿Pensar el qué?

A esas alturas, Macarena ya había asimilado que en su cuerpo crecía una pequeña parte de ellos y esa sugerencia la había hecho ponerse a la defensiva.

—No te alteres… Solo estoy diciendo que ahora hay otras opciones.

—Enrique, es que no te entiendo. ¿Qué otras opciones? Voy a tener un hijo tuyo. Nuestro.

—Si soy el padre tendré derecho a decidir, ¿no? No estoy seguro de querer serlo. No puedes imponérmelo. Tú lo has asimilado demasiado bien… Parece como si lo hubieses previsto.

—¿Qué estás insinuando? —Ella se había puesto de pie, angustiada—. Sabes que esto me ha pillado tan de sorpresa como a ti, pero yo llevo dentro al bebé. Siento que está aquí —se había acariciado la tripa—, por eso he tenido que asimilarlo. Es algo tuyo, mío… Está creciendo y es… nuestro…

Sentir el rechazo de Enrique hacia su bebé la había desbordado. Nunca antes había llorado en presencia de él, y en esa ocasión lo hizo.

—Mira, si te vas a poner a llorar…, lo dejamos. Solo creo que deberíamos decidir. Tenemos opciones distintas a tener que comernos un bebé. Creo que el aborto, ya que aún estamos a tiempo, es la mejor. Hacerte pasar por el engorro de un embarazo para luego dar al crío en adopción…

Ella se había encerrado en su habitación dejándole con la palabra en la boca. No estaba dispuesta a renunciar a la vida que crecía en su interior. Eso era lo único que había tenido claro desde el principio.

Él se fue y ella se había quedado llorando sobre la cama, consciente, por primera vez, de que no conocía al hombre con el que había decidido compartir su vida.

Por la mañana, Enrique había regresado apestando a alcohol, pero pidiendo perdón. Había reconocido que la idea de ser padre le aterraba.

—Dame una oportunidad para intentarlo —le había pedido.

Y ella, como una tonta, había cedido.

Le había creído y, por eso, no vio venir el golpe unas semanas después. Lo cierto es que él no había hecho nada para hacerla sospechar, quizá solo que se había centrado más en su trabajo, pero así era Enrique, obsesionado por las comisiones de las ventas que recibía a final de mes.

 

 

Cuando nacieron las niñas, ella solo pensaba en cómo la suerte la había abandonado. Pero, aunque parezca mentira, siempre hay alguien en peor situación que la tuya, alguien que ha pasado ya por una experiencia similar o alguien dispuesto a ayudarte. Silvia, la asistente social, fue un gran apoyo. No solo al asesorarla en relación al papeleo del registro o la solicitud del hotel de madres mientras estuvo ingresada, sino también, más tarde, cuando se reunía con las madres y de una forma natural las incitaba a conversar. Eran seis mamás las que pernoctaban en el hotel, cada una con una historia, que fue descubriendo poco a poco. Seis mujeres que en solo un mes habían vivido tantas emociones que perfectamente podrían haberse sucedido en un año. Altas de niños que habían superado esa dura fase y cuyas familias comenzaban con ilusión la siguiente, personas rotas por la pérdida de su pequeño, complicaciones o minúsculos avances que se convertían en grandes logros.

A lo largo de ese primer mes, Macarena se había roto muchas veces, momentos en los que deseó no ser la protagonista de aquella historia, pero en todas las ocasiones que había tropezado se había levantado. Muchas veces ayudada por las otras madres que le recordaron que sus hijas debían ser su guía, otras por el fantástico personal sanitario. Ver cómo sus pequeños cuerpecitos luchaban por vivir le daba la fuerza necesaria para superarlo.

 

 

—¿Te apetece un café rápido? —preguntó Mar, la que había sido su compañera de habitación en el hotel de madres, asomando la cabeza tras el panel del box.

César, el fisioterapeuta, trabajaba con Lucía mientras María dormía. Las enfermeras preparaban las cosas para la visita del pediatra, Macarena no tenía mucho que hacer, así que aceptó.

—Raquel está preocupada por Raúl. Hablé con ella anoche —comentó Mar, ya cerca de la máquina—. Parece que las cosas se han complicado y todo evoluciona de forma muy parecida a lo que ocurrió con Marta.

—¡No puede ser! —exclamó Macarena desesperada por lo injusta que era la vida a veces—. Deben de estar esperando a entrar. ¿Nos dará tiempo a ir a darle un abrazo?

—Venga. —Mar secundó su idea tras mirar el reloj. Solo tendrían que apurar su café más rápido, y Raquel, otra de las mamás del hotel que, además, había perdido a su hija Marta hacia muy poco, agradecería mucho un poco de apoyo.

Un fuerte abrazo y un «no te rindas», susurrado al oído, fue lo único que pudieron hacer antes de regresar corriendo con sus hijos para escuchar el parte de evolución que diariamente les daba el doctor Fuentes.

Capítulo 7

UN HOMBRE DE ÉXITO, SIN ÉL

 

 

 

 

La vida de Héctor se limitaba al trabajo, a cumplir con los mínimos compromisos familiares y a divertirse sin preocupaciones. Llevaba semanas de sequía y no porque no tuviera oportunidad de acostarse con alguna chica. A fin de cuentas, solo tenía que acompañar a Marcos para disfrutar de sexo con alguna de las mujeres que, últimamente, siempre rodeaban a su amigo. Necesitaba algo distinto, estaba cansado del sexo porque sí, y hacía mucho que no tenía una relación con alguien con quien poder hablar, además de disfrutar.

Y algo le decía que aquel iba a ser su día.

—Me gusta más ese color de hoy que el de ayer, ¿es marrón? —preguntó Héctor a Mayte, la recepcionista del bufete, tras darle los buenos días.

—No es marrón, es lust affaire —respondió coqueta.

—Hoy es viernes y la cosa promete, ¿no?

—Vamos a ver qué pasa. —La chica achicó los ojos con sospecha—. Tú pareces demasiado contento para ser tan temprano.

—Esta noche tengo una cita.

—Pero ¿una cita de «hoy triunfo» o una cita de «me gusta mucho»? —Héctor rio ante la ocurrencia. Su cita era con una artista que conoció el fin de semana anterior en una exposición, no pensó que le hubiera dado el teléfono correcto cuando se lo pidió, pero había sido así y tenía grandes esperanzas en congeniar con ella. Lo pensó un poco.

—¿Es que no es lo mismo? —respondió alejándose por el pasillo.

—Mal vas si no sabes que no —gritó Mayte y, de nuevo, Héctor sintió los ojos de la recepcionista observando su trasero. Algún día le preguntaría, solo por curiosidad, qué tenía de particular su culo.

Con el acicate de que esa noche sería especial, su monótona jornada laboral pasó volando y pronto se encontró en casa preparándose para salir. Tras ducharse y afeitarse, dudó qué ponerse y probó dos modelos. Tenía claro que llevaría sus Dockers negros, pero no sabía si combinarlos con una camisa o un suéter. Finalmente, se decidió por la segunda opción, ya que le daba un aire más bohemio e informal y pensó que causaría mejor impresión así. Quería que la cosa saliera bien.

Con tiempo suficiente para llegar a recoger a Marta al salir de la galería, se puso perfume y, tras mirarse en el espejo para comprobar que tenía el aspecto deseado, escogió un reloj de su colección y partió hacia allí.

A su edad, había salido con muchas mujeres, casi siempre con amigas de amigos, nunca antes había abordado a una chica en un evento.

—No suelo hacer esto, lo prometo. Si te soy sincero, el mayor sorprendido soy yo. —Había levantado sus manos, un gesto que le hacía parecer sincero, para acompañar sus palabras. Y ella le había escuchado—. Te estaría agradecido si me das tu número y permites que nos veamos en otra ocasión, alguna en la que estés menos liada.

Había acabado su frase presentándose y había sonreído de forma irresistible. Ella se había tomado su tiempo, pero, finalmente, había cogido una servilleta de cóctel y había escrito un número. Sin decir nada, se la había dado antes de irse a atender a otros invitados, y Héctor no supo si el número era correcto hasta que la llamó un par de días después.