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La imperfección puede convertirse en perfección cuando las piezas adecuadas encajan. Hay errores que pasan factura y eso Inés lo sabe bien. El suyo llegó en forma de jefe, profesor, mentor o como queráis llamarlo y se llevó sus sueños. Sin ellos, empezará de nuevo. Se conformará con poder pagar las facturas y luchará para no tropezar de nuevo con la misma piedra. Pero Marcos no se lo va a poner fácil. La ha contratado para que lo dejen tranquilo y ella no parece comprenderlo. Su molesta doctora se inmiscuirá en sus asuntos hasta sacarlo de quicio, pero también se convertirá en un desafío, y él nunca renuncia a una buena contienda. Una batalla de inteligencias entre dos personas que son capaces de todo por ganar. Dos pasados diferentes muy presentes en el ahora. Dos personas que verán más allá de las apariencias. Una mujer y un hombre destinados a encontrarse. ¿Conseguirá Inés no volver a tropezar? - Secuela de Te doy mi sonrisa, es imprescindible conocer la historia de Marcos. - Dos personajes muy potentes e inteligentes que a inician una guerra sorprendente con escenas divertidas. - Es una novela para devorar, disfrutar, reír y suspirar, de las que tienen un final que deja el corazón blandito. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense, romance… ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!
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Seitenzahl: 361
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2023 Amalia García Del Real Torralva
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
Te doy lo que soy, n.º 355 - marzo 2023
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S. A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Shutterstock
I.S.B.N.: 9788411418232
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Dedicatoria
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Epílogo
Agradecimientos
Si te ha gustado este libro…
A vosotros, que nos dejasteis volar libres sin imponer límites o fijar metas.
Gracias por demostrarnos vuestro orgullo cada día.
Un sobre blanco, sencillo, sin nada llamativo que me diera una pista de su contenido, aterrizó sobre los componentes del medidor de glucemia que había estado desmontando.
Álex había interrumpido uno de mis momentos creativos que hacía mucho que se habían vuelto escasos, casi quimeras, y no escondí mi fastidio. Refunfuñé antes de concederle toda mi atención y me recosté en el respaldo de la silla, desganado. Fue entonces cuando me di cuenta de su enfado. Algo que debería haber detectado antes, ya que Álex nunca perdía las formas, incluso aunque deliberadamente yo intentara sacarlo de quicio. Se veía tenso y me atrevería a decir que algo nervioso. El contenido del sobre que había lanzado sobre mi mesa de mala manera le gustaba tan poco como me iba a gustar a mí.
—¿Es de Vanesa? —pregunté aburrido de las tonterías de esa arpía. Álex nunca había escondido su aversión por ella, por lo que bien podría estar relacionada con el contenido del sobre. Suspiré resignado antes de que mi asistente respondiera. No estaba preparado para más peticiones de mi ex.
Álex negó con la cabeza sin esconder su exasperación.
Si no era de mi exmujer…
—¿Algo de mi padre?
—No, Marcos.
Álex me miró de una manera que me resultó familiar. Una forma que había usado mi padre muchas veces, dándome por perdido; haciéndome sentir desorientado y egoísta.
El contenido del sobre no tenía que ver conmigo, sino con él.
—Renuncio. Me voy, Marcos —aclaró, como si con «renuncio» yo no le hubiera entendido.
Reconozco que me pilló por sorpresa. Después de ocho años trabajando conmigo, Álex me conocía bien y había conseguido que confiara en él, algo que no me resultaba fácil. En ese tiempo, se había convertido en algo más que un asistente; me había demostrado que jamás me traicionaría y ahora quería irse. ¿Por qué?
—¿Es por dinero? ¿Te han ofrecido más? —pregunté—. Sea lo que sea, estoy dispuesto a mejorarlo.
Álex no respondió de inmediato. Resopló y me miró dándome una oportunidad para adivinar.
En ese momento, con mi asistente de pie delante de mí, los dos en mi despacho como tantas otras veces, me di cuenta de que no lo conocía. ¿Qué sabía yo de su vida personal? Apenas unos datos que cualquiera que hubiera visto su currículum sabría, es decir, nada. De todas formas, seguí pensando que su motivo para renunciar era profesional.
—¿Dime cuánto te han dicho que te van a pagar?
—No hay otra cosa, Marcos. Aunque te cueste creerlo, una persona puede renunciar a un buen puesto de trabajo sin tener un plan B cuando ha llegado a su límite.
Fue cierto que no me lo creí.
—Pensaba que estabas bien, pero si es lo que quieres…
Me jodía un huevo que Álex se largara, pero no quise mostrarlo. Si no podía ser sincero conmigo no lo merecía. Además, nadie es imprescindible, aunque él se acercara mucho.
—No es lo que quiero, ¡joder! —gritó. Nunca le había visto comportarse así, por lo que su reacción me sorprendió aún más—. Pero no puedo seguir así.
—Así, ¿cómo? ¿Es por el horario? —Él negó—. Si no es eso, y dices que no es por dinero, ¿qué coño quieres? Dime al menos cuál es el problema, Álex.
Reconozco que rogué.
—Soy economista, no una puñetera enfermera. Me paso la vida pendiente del móvil. De las alarmas de tu sensor de glucemia. —Señaló los restos que descansaban sobre mi mesa—. Ese que tú te quitas cada vez que me doy la vuelta.
—Porque funciona fatal y no está midiendo bien.
—¿Y eso quién lo dice? ¿Tú? Porque lo comparas con los análisis de sangre que no te haces, ¿verdad?
Elevó la voz y dio un manotazo sobre la superficie de cristal de mi mesa haciendo votar las piezas del aparato defectuoso.
No respondí.
—Mira, antes tenías respeto por tu enfermedad, pero ahora… ahora parece que quieres que te lleve por delante y, ¿sabes?, yo no estoy dispuesto a verlo. Paso de sentirme culpable. Necesito vivir sin preocuparme por tu salud como si fuera tu madre.
Álex se giró hacía la puerta dándome la espalda.
Me mordí la lengua y controlé las ganas de coger el sobre y mandarle a la mierda. Reemplazarlo no sería tan difícil. Cualquiera querría trabajar para mí…
¿A quién quería engañar? Sí lo sería, y más cuando la prensa se estaba cebando conmigo gracias a mi ex. Lo necesitaba a mi lado.
Miré mi mesa buscando una solución. Una idea que le hiciera cambiar de opinión, que sirviera para que se quedase conmigo.
Solo unos minutos antes había estado a punto de…
—¿Y si contrato a una persona que se ocupe de ello? —pregunté.
Álex frenó su avance y con la mano aún en el picaporte de la puerta se giró para mirarme.
—¿Lo harías? ¿Y yo no tendría que estar pendiente de tu diabetes?
De mi diabetes cuidaba yo desde los diecisiete años, pero no quise discutir.
Asentí.
—Ahora estás muy descompensado. Hasta que vuelvas a estabilizarte necesitarás un control exhaustivo. Quiero volver a dormir tranquilo.
Me sentí el puto genio de la lámpara concediendo deseos, pero mantener a Álex a mi lado suponía hacer concesiones.
—Está bien. Hasta que eso pase, se alojará en mi casa —concedí, consciente de que eso me iba a obligar a ser un buen chico durante un tiempo. Aunque yo también tenía condiciones—. Busca a alguien cualificado, alguien en quien sepas que podemos confiar. A tu gusto, pero sobre todo discreto.
Álex asintió y yo respiré sabiendo que había ganado.
—Si tiene conocimientos de cardiología podrá actuar también como asesor de MaTech —añadí como si aquello fuera un plus que nos venía bien y no la verdadera razón de contratar a un sanitario.
Álex salió del despacho negando con la cabeza. Mi última petición le había hecho sospechar de mis motivos para ceder tan rápido. Aun así, algo me dijo que no tardaría en conseguir lo que le había pedido.
Volví a las piezas dando vueltas a la idea que antes de la interrupción había empezado a tomar forma en mi cabeza y el subidón de un nuevo proyecto me embargó de nuevo.
Levanté la cabeza para ver el final del imponente edificio que se alzaba ante mí. Aún no estaba del todo convencida. Aquello me quedaba grande y, pese a las palabras de ánimo que Sara había estado dándome hasta altas horas de la madrugada, me sentía insegura. Una sensación nueva que últimamente era demasiado recurrente.
Me decidí a entrar y arrastré la maleta, mezclándome con los trabajadores que se dirigían a sus puestos para iniciar su jornada. Si el edificio era impresionante por fuera, por dentro me dejó con la boca abierta. Transmitía calma, aun cuando la vorágine de la entrada de los trabajadores estaba en su máximo apogeo. Me tomé un segundo antes de acercarme al puesto de control. Las paredes por las que el agua se deslizaba desentonaban tanto allí como yo.
Muros vegetales en un edificio de oficinas.
Una cirujana entre ejecutivos.
—¿Desea algo, señorita? —me preguntó un señor canoso vestido de uniforme.
—Sí, perdón. Soy Inés Sandoval. El señor Aguirre me espera.
El hombre me sonrió con cariño y yo intenté imitarlo, pero estaba demasiado nerviosa para que me saliera de forma natural.
Después de dar mis datos y entregar mi documentación, pasé a una pequeña habitación donde me tomaron las huellas dactilares y escanearon mi cara.
—Esto no lo hacemos con todos los empleados —explicó el hombre—, solo con los que accederán al apartamento del señor Aguirre. ¿Trae coche?
Negué con la cabeza un poco abrumada por tanta seguridad.
—Bien, si lo va a traer, debe darnos algunos datos para autorizar su entrada al aparcamiento privado y adjudicarle una plaza. Desde el aparcamiento también se accede al apartamento.
El guardia agarró mi maleta y me pidió que le siguiera. Nos dirigimos a una discreta puerta ubicada en el lateral izquierdo del hall.
—Por aquí se llega al vestíbulo de los ascensores privados del señor Aguirre. —Abrió la puerta mostrándome el interior—. Como ve, también puede acceder desde la calle —dijo señalando una puerta al exterior que había a la derecha. Tras mirarla, observé los ascensores que quedaban al otro lado, a nuestra izquierda—. Cualquiera de los dos la llevarán a su casa. Yo avisaré de que ha llegado. Para entrar desde la calle y para subir, solo tiene que poner el dedo en el sensor y permanecer quieta mientras la cámara escanea su rostro y el sensor lee su huella. Pruébelo a ver si han cargado bien los datos —me sugirió.
Lo hice tal y como me había indicado, sintiendo que estaba accediendo a un recinto de máxima seguridad del Estado o algo así.
El ascensor frenó tras un largo recorrido y las puertas se abrieron, dando paso a un amplio recibidor con decoración minimalista. Entré y me quedé quieta en el centro esperando que alguien apareciera. Todo estaba en silencio y me pareció normal ya que el dueño de aquella casa estaría en plena jornada de trabajo a esas horas de la mañana. Observé a mi alrededor intentando recordar la distribución de las estancias. De frente a los ascensores, las escaleras de la izquierda llevaban a la planta superior, planta en la que sabía que se encontraba el dormitorio de Aguirre; los dos escalones de la derecha bajaban hacía lo que recordaba era un salón y una gran cocina americana. A la derecha y la izquierda del recibidor había varias puertas cerradas. En mi visita anterior a ese lugar no había accedido al interior de ninguna de ellas.
La que estaba a mi derecha se abrió y no pude evitar sobresaltarme.
—Perdona si te he asustado —se disculpó Álex. No había cambiado mucho y me resultó sencillo reconocerle—. ¿Nerviosa?
Negué, aunque era mentira. Y él esbozó una sonrisa de esas que intentan transmitir apoyo.
—Hoy tengo un día complicado. Cerramos el año y tengo que asistir a varias reuniones —explicó—, así que te voy a dejar instalándote. El contrato lo tienes sobre la mesa del salón, léelo tranquilamente; lo firmas y luego me lo devuelves para que lo envíe a Recursos Humanos. Por aquí se accede a la oficina. —Señaló la puerta por la que acababa de entrar—. Los despachos están rotulados con el nombre. En esta planta trabajamos Marcos, Macarena y yo, así que mi despacho no tiene pérdida. Ella está fuera, por lo que no podrás conocerla hasta después de las fiestas.
Yo seguí quieta en la misma posición en la que Álex me había encontrado al salir del ascensor, asimilando sus palabras, con miedo a dar un paso. Con familiaridad, él agarró la maleta y se dirigió a la zona que aún no conocía.
—La puerta de la derecha es el gimnasio, la de la izquierda tu habitación. Tienes baño propio y todo lo que he creído que puedas necesitar. De todas formas, si te hace falta algo, dímelo y lo conseguiremos.
La habitación era amplia, luminosa y más grande que el salón de mi piso.
—Lupita se encarga de cocinar y de la limpieza. Trabaja aquí por las mañanas. Estará ahora limpiando arriba. Ya está avisada de tu llegada. La cocina y el salón de esta planta, ya sabes dónde están. Normalmente, Macarena y yo comemos en la sala de descanso de la oficina. Hoy no podré, pero puedes comer con nosotros cuando quieras. Si lo prefieres, puedes bajar al comedor del edificio, aunque te aviso que cuando pruebes la comida que prepara Lupita no querrás probar otra. Marcos me ha dicho que se reunirá contigo esta tarde para que comentéis lo que sea que necesites.
Asentí intentando asimilar tanta información.
—Bien, pues te dejo instalándote que llego tarde a la reunión. Luego nos vemos. Siéntete en tu casa.
Se dio la vuelta, dispuesto a irse, y sentí vértigo por quedarme sola, tanto que estuve a punto de agarrar su brazo para impedirlo. Como si me hubiera leído el pensamiento, Álex se paró y se giró para mirarme.
—Inés —dijo—. No sabes lo que me alegro de que estés aquí.
Yo no estaba tan contenta como él, pero forcé una sonrisa amable.
Me habían ofrecido un sueldo muy generoso, quizá demasiado, por aquel extraño empleo. Desde el principio algo no me cuadró, pero, en mi situación, ¿qué otra opción tenía? No me había quedado más remedio que aceptar, aunque fuera con reservas.
Mi nuevo jefe no se reunió conmigo ni el primer día ni el segundo, como había dicho Álex. Eso aumentó mis dudas. Intenté justificarlo pensando que tendría mucho trabajo; por lo menos Álex, las dos veces que había coincidido con él, se veía muy liado por el tema que había comentado del cierre del año.
Pero cuando a última hora del cuarto día, Aguirre me ignoró y cerró la puerta en mis narices sin mediar palabra, sin ni siquiera un saludo cordial o una disculpa, lo tuve claro.
Entré en mi habitación hecha una furia. Saqué la maleta y la abrí sobre la cama. Comencé a llenarla de nuevo con mis cosas, las mismas que había guardado con mimo unos días antes.
El teléfono sonó. Sara siempre con su don de la oportunidad.
Dudé en si cogerlo o no. Nos conocíamos desde hacía poco, pero Sara se había convertido en la voz de mi conciencia.
—Sara —dije sin poder esconder el enfado en el tono de mi voz.
—¡Madre mía! Yo que llamaba para decirte que tu gato me odia.
Sara era mi nueva compañera de piso. Del piso en el que yo quería estar en ese momento y que no podía pagar sin el sueldo que había ido a ganarme a MaTech.
Nos habíamos conocido en circunstancias muy extrañas apenas hacía un mes, pero desde el primer momento me pareció una persona franca, de esas que sientes que conoces de toda la vida y que te llegan dentro rápidamente.
—No me quieren aquí, Sara —expliqué decepcionada—. No sé a cuento de qué tenían tanto interés en contratarme.
—Después de lo que pasó el día que nos conocimos, no pensarías que Marcos te lo iba a poner fácil, ¿verdad?
—Claro que no, pero pensé que al menos me hablaría. Llevo aquí varios días y no he conseguido nada. Tengo datos médicos de cuando se descubrió la penicilina y no puedo usarlos de referencia para saber en qué situación se encuentra en realidad. —Aunque podía imaginarlo por las publicaciones que salían en prensa relacionadas con él. Metí todos los pantalones de golpe en la maleta—. Hace un momento, por fin, he conseguido verlo. Le he llamado y… ¿Sabes qué? El muy capullo me ha mirado y ha pasado literalmente de mí. Ha seguido su camino y se ha largado como si yo no existiera.
—Entonces, ¿tienes esa pedazo de casa para ti sola? ¿Has encontrado ya el jacuzzi? Sé que tiene que tener uno.
—Estoy haciendo la maleta, Sara. Me largo.
Se quedó un segundo en silencio.
—No te creía tan cobarde —dijo poniendo el dedo en la herida.
—No lo soy, pero sé dónde no soy bien recibida.
—Mira, Inés, tienes que plantar cara a ese hombre. Sabes que te necesita. Además, tienes un contrato de seis meses con un sueldo brutal. Aprovéchalo. Hazle un menú saludable y dedícate a tomar el sol o baños de vapor. Quizá tenga un baño turco en vez de un jacuzzi, o una sauna. ¿Tú qué crees? ¿Lo ves más de sauna o de jacuzzi?
—El calor ayuda a bajar la glucosa en sangre —respondí—, pero no he venido a eso. No es mi casa y apenas me he movido de mi habitación.
—Pareces tonta. Aprovecha que estás sola y disfruta. Busca esa sauna o esa bañera de hidromasaje, te relajas y mañana a ponerle las pilas.
—Sara, yo no debería estar aquí —protesté.
Mi vida había cambiado mucho en menos de un año. Mi futuro, ese que tenía planificado al milímetro, se había evaporado.
—Puede que no, pero ahora es la única oportunidad que tienes. Ese ex tuyo te la lio bien. Tu alternativa a día de hoy era la caja de un McDonald‘s. ¿Qué prefieres?
—Soy cirujana de cardio, Sara.
—Pero también eres médico.
—No soy endocrinóloga. —Me senté en la cama al lado de la maleta a medio llenar—. Pensaba que podía, pero no es así.
—El problema es que te sientes insegura. Te especializaste para una cosa, sí, pero llevas más de una semana estudiando sobre la diabetes, con la cabeza metida en ese libro día y noche, Inés. —Se refería al Standards of Medical Care in Diabetes de ese año—. Eres capaz de abrir a un tipo y coger su corazón en tus manos, así que tienes que poder con esto.
Sara tenía razón. Tras la demanda por mala praxis que había tramitado contra mí el bufete en el que ella trabaja, mi época de cardiocirujana había acabado. Cometí un error en el pasado, más personal que médico, pero no dejaba de ser un error y, aunque ella creía que debía recurrirlo, yo había decidido dejarlo pasar. La oferta de MaTech era lo único que tenía relacionado con la medicina y necesitaba ejercer mi profesión. Y el dinero, para qué lo iba a negar.
Suspiré.
¿A qué temía? ¿A Marcos? ¿O a volver a ser responsable de otra vida?
Jamás me había amilanado. No se llega a ser la primera de una promoción andándose con contemplaciones.
Observé los historiales antiguos apilados sobre el escritorio. Aquellos datos de hacía varios años no me servían. Necesitaba saber en qué punto estaba la diabetes de mi jefe ahora. Y, a la vista de los acontecimientos, iba a tener que obtenerlos yo misma.
Si Marcos Aguirre pensaba que Inés Sandoval era una niña mona y manejable estaba muy confundido e iba a demostrárselo.
—Voy a buscar ese jacuzzi —dije decidida a Sara—. Luego te cuento.
—¡Doctora! ¡Doctora! —grité cuando me di cuenta de que ella tenía que ser la responsable de aquello.
Me había levantado como cada mañana. Formaba parte de mi rutina hacerme un análisis de glucemia en ayunas. Antes de entrar en la ducha, antes incluso de mirar la pantalla del móvil. Pero esa mañana, el medidor no estaba en su lugar, ni el de repuesto. Ni los viales de insulina, ni la pequeña nevera en la que almacenaba mis reservas. Por no estar, no estaba ni siquiera el kit de diabético que siempre llevaba conmigo.
Todo lo que podía indicar que en esa casa habitaba un dependiente de la insulina había desaparecido y sabía que la responsable era ella.
Irrumpí en su habitación sin modales. No me gustaba que jugaran conmigo y esconder mis cosas era una broma de mal gusto.
—¡Doctora! —grité, encendiendo la luz.
Ella se incorporó en la cama, adormilada. Nunca la había visto con el pelo suelto; las veces anteriores lo llevaba pulcramente recogido. Me miró como un corderillo asustado y dudé. La observé. Sentada entre las sábanas revueltas, despeinada y con su pijama de cerditos rosas no parecía capaz de hacer nada malo. Se veía tan inocente que estuve a punto de disculparme por ser tan bruto, hasta que me di cuenta del resplandor de la pequeña nevera de medicamentos escondida en un rincón.
«¡Y una mierda inocente!», pensé enfadado por haber cedido a las apariencias.
—¿Qué coño se cree que está haciendo? —dije rojo de ira por haber sido tan imbécil. Ella no respondió, siguió mirándome con su cara de no haber roto un plato—. Le he hecho una pregunta, doctora. —la increpé.
Se levantó despacio, con una tranquilidad pasmosa, de la que nunca nadie había podido hacer alarde enfrentándose a mi ira, y eso me desconcertó.
Su pijama infantil resultó ser minúsculo y la visión de sus piernas kilométricas consiguió despistarme, pero aquella mujer no era como las demás. Sé que se percató de cómo la miré, y de lo que pasó por mi mente, pero no intentó coquetear ni se amedrentó. Se plantó delante de mí y me miró de frente. Era tan alta como yo, y yo lo soy bastante. Con unos tacones lo sería aún más.
—Era la única forma de que me hiciera caso —dijo con voz pausada, sin un atisbo de vergüenza. No fue una disculpa—. No puedo controlar su diabetes si no me deja.
—No tiene que controlar nada —dije arrastrando las palabras. Ella no había gritado y, aunque yo sí lo necesitaba, no dejé que pasara. Lo que necesitaba estaba sobre la cómoda. Cogí la lanceta, ajuste la profundidad y pinché mi dedo con fuerza. Impregné la tira reactiva con la sangre que había comenzado a manar de la herida y la inserté en el glucómetro. Chupé los restos de sangre de mi dedo y su sabor metálico inundó mi boca—. Yo me encargo de mis cosas.
—He firmado un contrato que no dice eso —respondió mirando por encima de mi hombro el resultado de la medición.
—Doctora, está aquí para que mi asistente se quede tranquilo. Está obsesionado con las concentraciones de glucosa en mi sangre y necesita pensar que hay alguien más ocupándose de ello. Últimamente, se fía poco de mí.
—¿Y le parece raro? ¿La medida en ayunas siempre es tan alta? —preguntó obviando lo que le había dicho.
Observé el dato del medidor. Sí, estaba alta, y sí, últimamente era un valor habitual, pero no respondí. Me dirigí a la nevera, cogí una pluma de insulina, la calenté con mis manos, marqué las unidades que debía inyectarme y pinché en mi abdomen.
—Ese no es el mejor sitio —dijo ella—. Hay demasiado músculo.
—¿Quiere buscar la grasa en mi cuerpo? —La animé a hacerlo abriendo los brazos, exponiéndome. Sabiendo que le resultaría difícil. Estaba enfadado, pero no me importaba calmarme dejándome tocar por ella.
Sonreí al ver que mi oferta había tenido efecto. Un leve sonrojo cubrió su rostro, que intentó esconder mirando a otro lado.
—Esa dosis es el triple de la que le indicó su endocrinólogo —dijo en cambio.
Lo era.
La doctora cogió una carpeta del escritorio y consultó el que por la fecha debía de ser mi último informe médico.
Sabía que lo tenía porque yo había autorizado a Álex para que se lo entregara con la intención de mantenerla entretenida. Lo que no pensé es que sus entradas y salidas de MaTech de esos días, ni sus paseos a la fotocopiadora hubieran sido tan prolíficos. Tenía información sobre mí en aquellas carpetas de hacía muchos más años de los que yo quería.
—¿Cómo narices has conseguido esto? —pregunté olvidándome del trato de usted que había mantenido hasta el momento—. No he dado autorización a Álex para ello.
Y dudaba que Álex tuviera acceso.
—¿Está seguro? He hablado con todos los médicos que le han tratado desde el comienzo. Necesito conocer cómo ha sido su trayectoria para poder ayudarle.
Dudé, puede que sí hubiera firmado algo sin darle importancia. No me gustó que hubiera indagado en mi pasado ni que insistiera en hacer el trabajo para el que hipotéticamente la había contratado. Supe, en ese momento, que había sido un error dejar que Álex escogiera a la doctora. Les había subestimado.
—Le he dicho que no tiene que ocuparse de mí —insistí—. He controlado mi diabetes desde el comienzo y no se me ha dado mal.
—Sí, ya lo vi el mes pasado —dijo sarcástica.
Entonces me di cuenta. Aquella doctora era la misma que había traído Héctor el mes anterior, cuando Álex le había avisado porque se me había ido un poco la mano y les había dado un susto a todos. La doctora que estaba involucrada en la muerte de Arturo Ponce y cuya carrera Héctor había tenido que hundir porque los Ponce eran clientes del bufete para el que trabajaba y los hijos habían pedido venganza.
Héctor es de los que arreglan lo que joden y, esa chica trabajando para mí, era otra de sus reparaciones.
«¡Cómo había podido ser tan imbécil de no verlo!».
Aquello era un inconveniente, pero yo no había llegado a ser el CEO de MaTech sin saber imponerme.
—Eso no es habitual —dije dispuesto a terminar la conversación—. Quiero que todo vuelva a su lugar de inmediato —ordené—. Y si quiere ser útil, le enviaré unas ideas para que me dé su visión médica para un nuevo proyecto. Mientras, disimule y haga que controla eso que ambos sabemos que no va a hacer, ni que ninguno queremos que haga.
—No me amedrentó —expliqué a Sara mientras corría en la cinta del gimnasio personal de mi jefe. Estaba agitada y el ejercicio no era suficiente, así que me había decidido a llamarla—. Había tardado un montón en dormirme. Lo que era lógico porque, después de robar todo lo que encontré en la casa relacionado con la diabetes y almacenarlo en mi habitación como si tuviera síndrome de Diógenes, estaba nerviosa. Lo sentí llegar pese a que fue muy sigiloso y me mantuve despierta, esperando a que se diera cuenta de que no había insulina que inyectarse, pero no pasó nada.
—¿Se acostó sin inyectarse?
—Eso pensé, pero no era posible, así que recordé que los diabéticos suelen llevar consigo un kit con todo. Es algo habitual y me sentí imbécil por no haberlo tenido en cuenta. No me serviría nada de lo que había hecho si no conseguía también ese material. Así que me levanté de nuevo, cuando creí que ya podría estar dormido, y subí en silencio a su habitación. El corazón me retumbaba tanto que creí que él podría oírlo. Jamás he hecho algo así, Sara.
—Si te hubiera pillado podrías haberte hecho la sonámbula.
—Lo pensé, no creas que no. —Me retiré el sudor de la cara con la toalla y bajé el ritmo. Entraba en la fase de enfriamiento y la conversación y la carrera habían conseguido bajarme la adrenalina—. Debió de llegar cocido, porque me tropecé con sus zapatos y casi la lío, pero ni se inmutó. El kit estaba abierto sobre su cómoda, como si acabara de usarlo. Lo cogí todo.
—¿Y cómo se inyecta insulina un tipo estando borracho?
—Usa plumas. Es más cómodo.
—¿Y no se enteró hasta la mañana siguiente?
—Sí. Como te decía, me costó mucho conciliar el sueño, así que, cuando entró en mi dormitorio hecho una fiera unas horas después, yo estaba profundamente dormida. Estaba muy cabreado, Sara.
—Pero conseguiste lo que querías.
—Sí, aunque Marcos Aguirre vestido solo con un pantalón de pijama y enfadado impone lo suyo. Hubo más de un momento en que pensé que me iba a desmoronar, aunque conseguí mantenerme profesional. No cedí a sus gritos, hablé con el mismo tono de voz que usaría pasando consulta y tampoco cedí a sus insinuaciones.
—¿Insinuaciones? ¿Te acosó?
—No, no, no… No fue así. Pero es muy consciente de que su cuerpo es… De qué efecto tiene sobre las mujeres. Yo estaba en pijama, me puse uno infantil, aunque él no lo vio así… Me miró. ¡Buff! —El calor volvió a mis mejillas al recordarlo.
—¿Sabías que iría a tu habitación y se te ocurrió ponerte un pijama de dibujos? Marcos, si lo que dice la prensa es cierto, se dedica a beber y follar como hobby. Sabes que no sé mucho de tíos. A mí no se me abalanzan encima, y menos si me pongo un pijama de Peppa Pig, pero tú no eres yo. ¿Creías que eso lo disuadiría?
—¿Qué querías que hiciera? ¿Dormir vestida? Además, realmente no hizo nada. Solo me miró de una forma muy explícita, demostrando que lo que veía le gustaba. Lo difícil no fue eso. Lo difícil fue cuando tergiversó una frase mía y se ofreció a dejarse tocar por mí.
—Eres médico, ¿no te había pasado nunca? —dijo Sara.
—Me parece que has visto muchas series de médicos.
Ya más calmada, me despedí de ella y me dirigí a la ducha.
Esa mañana había conseguido un dato real relacionado con la diabetes de mi jefe, pero necesita más información.
Había coincidido con Lupita, la asistenta de Marcos, en varias ocasiones desde que vivía allí. Nunca habíamos hablado. La mujer, pese a su cuerpo rechoncho y sus extremidades cortas, se movía por aquella casa como si fuera un fantasma.
—¿Lupita? —llamé al oír que estaba trabajando en la cocina.
Me miró extrañada achicando sus ojillos negros, creo que porque su jornada laboral normalmente debía de ser demasiado silenciosa.
—Dígame, señorita Inés.
—¿Le han explicado por qué estoy aquí? —Lupita asintió—. Entonces sabrá que soy una empleada como usted.
Por su expresión, no me pareció que lo creyera.
—¿Le apetece algo especial de desayuno? —preguntó.
Suspiré, consciente de que iba a ser complicado acercarme a ella.
—¿Es usted mexicana? —Asintió de nuevo—. Yo también. Bueno, mi padre lo era.
«¡Bingo!».
Aquella coincidencia la abrió como una puerta. Poco sabía yo de aquel país de mi familia paterna, que solo había visitado en un par de ocasiones cuando era demasiado pequeña para recordarlas, pero por el que siempre había sentido gran curiosidad.
Hablamos de la tierra de su infancia. Dejé que la invadiera la nostalgia, pero debía regresar al tema que me interesaba en realidad. Ya habría tiempo para México más adelante.
—¿Y suele cocinar comida mexicana a Marcos?
Tenía que descubrir qué tipo de alimentación llevaba mi jefe.
—Alguna vez —respondió.
—Me gustaría aprender a cocinar algún plato típico —dije—. ¿Y el menú lo decides tú?
—No, señorita. Hay comidas que el señor no puede comer porque no le sientan bien. Tengo una lista de sus gustos y de las comidas que prefiere. Las voy alternando. Antes me arriesgaba con alguna nueva receta, pero a la señora no le gustó, así que dejé de hacerlo.
—¿La señora?
—La señora Vanesa, la esposa del señor. Era una mujer mala, menos mal que el señor abrió los ojos y se dio cuenta. No era buena para él. Ni para nadie.
Debía de referirse a la exmujer de Marcos, por todos conocida por sus apariciones en los programas y revistas del corazón.
Le pregunté cuánto tiempo llevaba trabajando para él y poco a poco me fui ganando su confianza. Me dejó ver la lista de comidas que le habían dado y cuáles consideraba mi jefe alimentos prohibidos. Descubrí el número de comidas que hacía al día y que llevaban un orden bastante conciso. También me di cuenta de que Marcos ajustaba su alimentación al ejercicio que realizaba, incluso a los días en los que tenía pensado salir de fiesta. Aunque estaba bien organizada, no era una dieta perfecta y se podía mejorar, así que, una vez establecidos los pilares de una relación de amistad, me dispuse a sugerir algunos cambios que Lupita acogió con alegría.
El mes de diciembre es un mes complicado. En toda la empresa, cada departamento está centrado en su trabajo. Son unos días en los que la maquinaria debe funcionar a la perfección, porque la mayor parte de nuestros ingresos se producen en esta época. Pese a ello, también es un mes de compromisos. Las comidas y las cenas se suceden en mi agenda una tras otra, de manera que cuando llegan las verdaderas celebraciones navideñas estoy hastiado de tanto socializar.
Pero hay una tradición, una comida con la que disfruto cada año, la comida con mis jefes de departamento. Somos más y nuestra relación es algo más distante, pero siempre me recuerda aquella primera improvisada, cuando aún éramos una empresa pequeñita, abriéndose camino de manera lenta pero segura, en un mundo de titanes.
Habíamos trabajado duro, llevábamos toda la semana sin tiempo apenas para dormir y habíamos estado malcomiendo juntos en el cuchitril que habían sido nuestras primeras oficinas. Aquellas Navidades habíamos lanzado nuestro primer producto, un reloj muy rudimentario. Cuando empezaron a llegar las primeras opiniones, nos dimos cuenta de que había un fallo en la programación. Luis y yo habíamos sido los responsables de esa parte. No permití que nadie se hundiera, ni que nos echáramos la culpa unos a otros. Creo que fue el momento en el que MaTech se consolidó y supe que íbamos a tener éxito. Trabajamos juntos para enmendarlo, todos, codo con codo, y lo conseguimos. Luego, nos fuimos a celebrarlo a una hamburguesería, y así comenzó la tradición.
De aquel equipo del inicio solo quedábamos Luis, Rodrigo y yo. Lucía había encontrado un puesto en la competencia hacía unos años y se había ido a probar suerte con ellos, y Paco se había jubilado. El resto de los asistentes eran responsables de otros departamentos que habíamos ido creando conforme la empresa había ido creciendo.
—¿Paco no viene? —preguntó Luis.
Luis y Rodrigo solían sentarse a mi lado.
—No, la semana pasada fue abuelo y está con su hija en Valencia —le respondió Rodrigo—. Se ha disculpado, seguro de que lo entenderíamos.
—¡Cómo pasa el tiempo! ¿Cuántos años tenía su hija cuando empezamos? ¿No estaba en primero de Químicas? —dijo Luis.
Siguieron hablando de ese tema y yo observé a mi gente. Todos charlaban. Me habría gustado ver entre ellos a Macarena y a Héctor. Él se había disculpado diciendo que aún no formaba parte del equipo y ella porque no tenía con quién dejar a sus hijas. Aunque la verdadera razón era que, desde que había pasado lo del cumpleaños de Héctor, estaban evitando coincidir el uno con el otro
Mis compañeros hablaron de trabajo y de sus vidas. Era un momento de distensión en el que se ponían al día con temas personales. ¿Qué hacían sus hijos? ¿Qué tal la vida de casado? O de divorciado, en mi caso.
Descubrí que la vida de todos ellos había evolucionado y sentí que la mía estaba estancada.
Solo dos años antes, había bromeado con ellos como un hombre felizmente casado y, el año anterior, preocupado porque todo se había torcido y me estaba divorciando. Ese año, no tenía ganas de hablar. ¿Qué les podía contar?
Los platos se sucedieron uno tras otro. La celebración ya no se hacía en la hamburguesería cutre de la esquina. Ese año, Álex había reservado en un restaurante que estaba bastante concurrido, aunque estábamos en una zona apartada que nos daba algo de privacidad.
Con los postres, mi gente comenzó a jalearme. Querían el discurso que también era una tradición. Algo así como las palabras del entrenador a su equipo tras un partido.
Los camareros llenaron nuestras copas de cava. Cuando la mía estuvo llena, me puse en pie.
—Bueno, lo primero, como siempre, agradeceros otro año más vuestra dedicación inestimable a MaTech. Sin vosotros, posicionarnos donde estamos, no habría sido posible. Somos un equipo y se nota. —Me tomé un tiempo antes de seguir, esperando a que el murmullo que el inicio de mi intervención había provocado pasara. Mi gente sonreía, hablaban entre ellos y se palmeaban la espalda, sintiéndose parte de un equipo—. Pero para el próximo año os voy a pedir un poco más. MaTech no ha llegado aún al punto que quiero. MaTech puede posicionarse todavía más alto. Y vamos a seguir luchando por ello. ¿Qué os parece? ¿Me acompañáis a llevar a MaTech al primer puesto?
Aplaudieron animados. Lo que les pedía era muy difícil, pero cada año avanzábamos un paso más hacia la cima. Solo la mirada de Rodrigo fue crítica.
—¿No estás de acuerdo? —le pregunté al sentarme de nuevo, de manera que solo Luis podía oírnos.
—Sabes que estoy contigo, chico. Pero ¿vamos a llegar alguna vez a la cima esa que dices?
Los dos me miraron esperando mi respuesta.
—No tengo ni idea, pero creo que aún podemos seguir subiendo.
Los dos se rieron por mi respuesta y cambiamos de tema de conversación.
La comida terminó y, siendo viernes, unos decidieron ir a tomar una copa y otros a casa porque tenían compromisos familiares. Yo me uní a los que irían a tomar una copa, aunque me quedé un poco rezagado.
Una voz a mi espalda me hizo cambiar de planes:
—Un discurso muy motivador, hijo —dijo mi padre.
Me giré con la sangre congelada en mis venas. Hacía mucho tiempo que no lo veía, y más que no hablaba con él. Habíamos coincidido en eventos, pero siempre nos manteníamos a distancia.
Todavía resonaban en mi cabeza las últimas palabras que me había dicho cuando aún lo sentía como padre.
—«Si te vas, lo perderás todo. No eres nadie sin mí, recuérdalo siempre». —Y no lo había olvidado. De hecho, era el motor que me movía cada día, lo que me hacía superarme.
Analicé su rostro en silencio. Los años no habían pasado en vano. Las arrugas lo habían surcado y su piel, antes lustrosa y morena, se veía deslucida y llena de manchas. Solo la zona de los ojos parecía haberse librado del paso del tiempo, muy probablemente por acción de la medicina estética. Sonreí al imaginármelo luchando contra la edad, pinchándose bótox. ¿Quién lo habría imaginado?
—Ha pasado mucho tiempo —dijo, sacándome de mis pensamientos—, te veo bien.
No respondí, aunque me habría gustado decirle que yo a él no.
—Sacaste la apariencia de tu madre, pero tu mente es mía. ¿Cómo, si no, has podido llegar tan alto?
—Quizá porque heredé el carácter de mi abuela materna —no pude evitar contestar.
—Esa mujer era arrogante, sí. Pero no tenía visión para los negocios. Era demasiado sentimental —respondió sin esconder su odio hacia ella.
Mi abuela materna era lo único bueno que recordaba de mi infancia tras la muerte de mi madre. Abrí la boca con intención de defenderla, pero mi padre no lo permitió:
—No me he acercado a ti para empezar una discusión, sino para alabar tu trabajo —dijo levantando la mano para frenar mi respuesta—. Me gustaría proponerte algo. Negocios, por supuesto.
—No tengo intención de hacer negocios contigo —dije.
—No seas tonto, ni sentimental —remarcó la última palabra para hacerme ver que ese era el defecto que él creía que yo había sacado de mi abuela—. Lo que tengo que proponerte te llevará a lo más alto, como dices que quieres.
—No tengo nada que hablar contigo.
—Una reunión, concédeme solo eso —pidió, lo que me sorprendió porque el hombre que yo recordaba no pedía nada nunca, simplemente lo daba por hecho. Eso hizo que me quedara callado—. Mi secretaria te llamará para concertar la reunión. No vas a poder resistirte, ya verás.
Palmeó mi espalda y se marchó, dejándome con cara de imbécil.
Tras el desafortunado encuentro, envié un mensaje a Luis. Ya no tenía cuerpo para salir de copas con ellos.
El jefe había salido, así que me dirigí a Álex para consultarle unas dudas.
—Buenos días, Inés. ¿Cómo lo llevas? —preguntó con una gran sonrisa.
Desde que yo había llegado allí, Álex se había relajado y su rostro se veía descansado. Parecía haberse quitado un gran peso de encima. Un peso que en ese momento soportaba yo, aunque, si Álex supiera que en realidad Marcos iba a su aire, y que yo no estaba haciendo nada, estaba segura de que no estaría tan relajado.
—El señor Aguirre es difícil —dije.
—Lo es.
—Había pensado que tú, que lo conoces desde hace tanto, podrías darme algún consejo para ganarme su confianza. Me cuesta mucho obtener un dato fiable de su estado actual. La conversación esa que me dijiste, aún no se ha producido entre nosotros. El señor Aguirre ha resultado ser un paciente complicado —reconocí. Álex me invitó a sentarme en una de las sillas que había frente a su mesa—. No me quiere aquí. ¿Cómo puedo hacer mi trabajo así?
—No sé la razón, pero Marcos es desconfiado. Es muy reservado con sus cosas, y más con el tema de su diabetes. Yo supe que la padecía varios años después de empezar a trabajar para él. Luego me convertí en esa madre que mira sus gráficas y se asegura de que siga sus rutinas de deporte y alimentación.
—Yo no tengo acceso a los datos de sus sensores, aunque de todas formas no los está usando. Lo que no entiendo es el porqué. El señor Aguirre no debería tener problema para comprarlos y usar las últimas novedades. —Álex miró en dirección a la mesa vacía de su jefe. Supe que era un gesto que hacía por inercia y con mucha frecuencia, ya que los dos despachos estaban separados por una pared de cristal templado. Entre ellos existía siempre una conexión visual—. Me refiero a que adquirir los sistemas para monitorización continua, o incluso los sensores flash