Emergencia climática - Andreu Escrivà - E-Book

Emergencia climática E-Book

Andreu Escrivà

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Emergencia climática no es solo una advertencia, es una exploración sin complejos de un mundo en llamas, que desafía a los lectores a enfrentarse a verdades incómodas y a tomar partido antes de que sea demasiado tarde. Con un lenguaje directo y sencillo, que rehúye el academicismo y evita la avalancha de datos, Andreu Escrivà nos explica todo lo que hay que saber sobre el cambio climático, desmontando los mitos y los discursos negacionistas. Pero, sobre todo, sitúa a los lectores en el momento actual: debemos decidir hacia dónde vamos y qué estamos dispuestos a hacer para salvar nuestro futuro.

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ANDREU ESCRIVÀ

(València, 1983). Licenciado en Ciencias Ambientales y Doctor en Biodiversidad por la Universitat de València. Colabora con distintos medios de comunicación y participa de forma habitual en eventos, cursos y seminarios universitarios sobre ciencia, comunicación y medio ambiente. En 2016 ganó el XXII Premio Europeo de Divulgación Científica Estudio General con el libro Aún no es tarde: Claves para entender y frenar el cambio climático. En 2020 publicó Y ahora yo qué hago: Cómo evitar la culpa climática y pasar a la acción, y en 2023, Contra la sostenibilidad. Se define a sí mismo como pesado climático.

 

Guía para redirigirnos hacia el futuro

Emergencia climática no es solo una advertencia, es una exploración sin complejos de un mundo en llamas, que desafía a los lectores a enfrentarse a verdades incómodas y a tomar partido antes de que sea demasiado tarde. Con un lenguaje directo y sencillo, que rehúye el academicismo y evita la avalancha de datos, Andreu Escrivà nos explica todo lo que hay que saber sobre el cambio climático, desmontando los mitos y los discursos negacionistas. Pero, sobre todo, sitúa a los lectores en el momento actual: debemos decidir hacia dónde vamos y qué estamos dispuestos a hacer para salvar nuestro planeta.

«Este libro es una muestra más de por qué Andreu Escrivà es uno de los mejores divulgadores de la crisis climática en la actualidad».

—ISABEL MORENO, física, meteoróloga y comunicadora—.

EMERGENCIA CLIMÁTICA

 

 

Emergència climàtica

© Andreu Escrivà Garcia, 2023

Edición gestionada a través de Oh! Books Agencia Literaria

La traducción de esta obra ha dispuesto de una ayuda del Institut

Ramon Llull

© Traducido del catalán por Jordi Cantavella.

© Malpaso Holdings, S. L. 2024

Diputació, 327, principal 1.ª

08009 Barcelona

www.malpasoycia.com

ISBN: 978-84-19154-56-9

Primera edición: 2024

Producción del ePub: booqlab

Imagen de cubierta: Eugenia Champalanne (@echampalanne)

Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro (incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet), y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo, salvo en las excepciones que determine la ley.

Para los hijos e hijas de mis amigos y amigas,que vivirán más allá de estas palabrasy verán un futuro que ahora es solo una esperanza

Para los profesores y profesoras que meacompañaron en las aulasy que, sin saberlo, han estado junto a mídurante la escritura

No todo el mundo aquíse despertarápor el ruido de los cuencos.

ENOMOTO KIKAKU, s. XVII-XVIII

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN

EL DESCUBRIMIENTO DEL CAMBIO CLIMÁTICO

Unos olivos en Tesalia

El descubrimiento de un aire nuevo

El juego del escondite

Señales de alarma

UN RUIDO ENSORDECEDOR

Mensajes privados y auriculares estropeados

Consenso frente al griterío

MITOS CLIMÁTICOS

El causante es el Sol, no nosotros

La culpa es de los volcanes

En cualquier caso, son ciclos naturales

¿Y si nos estamos salvando de una nueva edad de hielo?

¡Siempre ha hecho calor!

¡Los modelos climáticos no aciertan ni una!

No hay consenso científico al respecto

Pero, si no sabemos el tiempo que hará dentro de un mes, ¿cómo vamos a saber el que hará el próximo siglo?

Que todavía haya nieve en todo el mundo es incompatible con el cambio climático

¡Pero si las plantas se alimentan de dióxido de carbono!

¿Se te ocurre algún mito más?

NEGAR LA EVIDENCIA

El negacionista desinformado

El negacionista dogmático

El negacionista por conveniencia

El negacionista interesado

El negacionista que dice que no lo es

LOS IMPACTOS SON MUY REALES

El origen y los datos

Como un helado en verano

Las playas no se pueden fijar con clavos

Un calor asfixiante

Océanos en ebullición

Tormentas y sequías nunca vistas

La base de la fertilidad, en la encrucijada

Biodiversidad amenazada, ecosistemas en peligro

Tu salud está en juego

Las nuevas migraciones

CUMBRES DEL CLIMA DESDE EL SOFÁ

¿Son las COP un «STOP»?

Un laberinto de excusas

¡Esto no está pasando!

¡Eso a mí no me afectará!

¡Uy, pero ya es tarde!

¡La tecnología lo solucionará todo!

¡Mira, vale, pero eso de luchar contra el cambio climático es muy caro!

Muy bien, ¡pero no es mi culpa! ¡Es culpa del sistema!

FUTURO, YA

Buscando una salida al laberinto energético

Labrar el futuro

Restaurar el presente

Movernos de otra manera

Error de sistema

El camino del decrecimiento

UN SIGLO POR DELANTE

Las palabras importan

Una rabia legítima

Nuevas formas de llamar la atención

Un futuro no escrito

REFERENCIAS Y BIBLIOGRAFÍA

AGRADECIMIENTOS

INTRODUCCIÓN

¿Te consideras parte de una generación futura? Piénsalo unos segundos.

Yo diría que no lo eres, de ningún modo. Ahora mismo estás leyendo este libro y vives, por lo tanto, en el presente. Sin embargo, cuando hablamos de cambio climático continuamos refiriéndonos al futuro, a lo que vendrá, a los que aún no han nacido. Tal vez por esta razón no lo percibimos como una emergencia, porque nos queda demasiado lejos. Porque, a pesar de haberle puesto a esta crisis global un nombre que debería empujarnos a actuar, continuamos tratándola como una cuestión del mañana. Ya tendremos tiempo de preocuparnos, ¿no? Si total, todavía no la estamos notando… ¿O sí?

El cambio climático está por doquier. Mires por donde mires te lo encuentras: en las picaduras de mosquito en noviembre y en las cucarachas en enero. En los almendros en flor antes de temporada o en las naranjas que no acaban de estar en su punto por la falta de frío. En una vendimia tempranísima que se acaba juntando con las fiestas del pueblo. En un verano en el que se cierran los parques naturales y se prohíbe practicar deporte a causa de las altas temperaturas. En el ambulatorio cercano a tu casa, donde en cada ola de calor se alargan las colas y se amontonan los pacientes. En la factura de la luz, en el destino de tus vacaciones, en un mar en ebullición que parece un incendio de agua.

No todo lo que nos rodea es cambio climático, pero el cambio climático está en todo lo que nos rodea, de una forma u otra. Y por eso necesitamos entenderlo. ¿De dónde viene? ¿Desde hace cuánto tiempo que lo sabemos? ¿Por qué no hemos hecho nada si los impactos eran tan evidentes? ¿Y si la causa no es la actividad humana, y estamos planteando cambiar nuestro modo de vida por nada? Y a la vez, ¿qué podemos hacer si es como nos cuentan, el tiempo se agota y nos acercamos a un acantilado? Pero, espera, espera… ¿de veras es tan grave? ¿Seguro que no hay ninguna solución mágica que lo arregle todo? Y si no es así, ¿por qué tengo que ser yo el que haga el esfuerzo?

Estas son tan solo algunas de las preguntas que plantea el cambio climático. A lo largo del libro trataré de responderlas, a pesar de que algunas son muy complejas y rehúyen respuestas simplistas. Pero, sobre todo, intentaré que seas tú mismo quien las responda.

Por eso, he estructurado el libro en ocho capítulos. Cada uno necesita al anterior, en una secuencia lógica que, espero, hará más comprensible el reto que tenemos ante nosotros y también las soluciones.

En el primer capítulo, «El descubrimiento del cambio climático», veremos cuál ha sido el camino hasta el hallazgo científico del hecho que los seres humanos estábamos modificando el clima.

En el segundo, «Un ruido ensordecedor», intentaremos averiguar por qué los datos científicos no han llegado tan rápido como deberían a la sociedad. Y también por qué, cuando lo han hecho, han tenido que enfrentarse a quien trataba de desacreditarlos.

En el tercero, «Mitos climáticos», haremos un repaso de los mitos climáticos que han contribuido a generar este ruido que dificulta la toma de decisiones. Ideas y creencias que todos hemos oído sobre el calentamiento, que se repiten en las redes sociales o en conversaciones con amigos y familiares —o incluso las tenemos nosotros mismos—, y que es necesario explicar porque no son otra cosa que mitos que distorsionan la realidad.

En el cuarto capítulo, «Negar la evidencia», abordaremos una cuestión que todavía, desgraciadamente, está presente cuando hablamos de cambio climático: los negacionistas. ¿Quiénes son? ¿Por qué sigue habiendo gente que niega airadamente que el planeta se esté calentando y que ello nos está perjudicando y lo hará todavía más? ¿No es la ciencia lo suficientemente clara? ¿Vale la pena discutir con ellos? Preguntas que, creo, todos nos hemos planteado cuando nos hemos tropezado con alguna de estas personas, o incluso nos hemos llegado a plantear frente al espejo. Es necesario responderlas para continuar avanzando.

En el quinto, «Los impactos son muy reales», volvemos, en efecto, al mundo real y tangible, después de las paradas en las que hemos examinado los mitos climáticos y los perfiles de los negacionistas. Y la realidad, desafortunadamente, implica hablar de los impactos del cambio climático, aquí y ahora, que ya se pueden medir. Ya no hace falta ir a los informes para hacerse una idea de lo que supone el calentamiento: lo tenemos delante, en la calle, en las noticias de la televisión, en un vídeo de TikTok en el que aparecen inundaciones o gente bañándose en una fuente ornamental.

En el capítulo sexto, «Cumbres del clima desde el sofá», toca hacerse algunas preguntas bastante incómodas (otra vez). Hemos visto que esto del calentamiento lo tenemos claro desde hace tiempo y que los mitos climáticos que utilizan los negacionistas son simples creencias, no ciencia. Ya hemos detectado impactos muy graves que se acrecentarán con los años, y afectarán a centenares de millones de personas. Entonces ¿por qué no hacemos nada? ¿Por qué las cumbres del clima de la ONU son tan lentas, tan ineficaces, tan decepcionantes? Y una pregunta aún más embarazosa: ¿Por qué no hacemos tanto como podríamos hacer? Tenemos que conocer las excusas colectivas para la inacción, pero también las personales.

En el capítulo séptimo, «Futuro ya», toca llenar los pulmones de esperanza, porque sabemos y podemos dibujar una hoja de ruta para poder encarar este reto climático, civilizatorio. Existen áreas prioritarias, como la energía, el uso de la tierra o la movilidad, entre otros, en los que necesitamos hacer cambios profundos. Y cuestionarnos también el sistema en el que vivimos, que opera bajo el paradigma de crecimiento indefinido, el cual es del todo insostenible.

En el último capítulo, «Un siglo por delante», reflexionaremos sobre cómo ganar el futuro en un siglo al que solo sabemos mirar con temor, y debemos aprender a hacerlo nuestro a base de acción y esperanza. Será necesario examinar las palabras que utilizamos para comunicar, especialmente para no banalizar el término «emergencia climática». Habrá espacio para la rabia y para la rebelión, y nos tocará juzgar si arrojar sopa de tomate sobre cuadros famosos es efectivo para la lucha climática. Y acabaremos con el convencimiento de que el cambio es posible, porque aún no es tarde.

Pero tenemos que empezar por el principio.

EL DESCUBRIMIENTO DEL CAMBIO CLIMÁTICO

Tal vez hayas visto en las redes sociales un recorte de periódico de Nueva Zelanda de 1912, en el que se habla de cambio climático. Bajo el epígrafe «Notas y noticias de ciencia», la noticia dice textualmente:

El consumo de carbón está afectando al clima. Los hornos queman en el mundo unos dos mil millones de toneladas de carbón al año. Cuando arde, se une al oxígeno y añade unos siete mil millones de toneladas de dióxido de carbono a la atmósfera cada año. Esto tiende a hacer del aire una manta más tupida para la tierra y a elevar su temperatura. El efecto podría ser considerable en unos siglos.

Si no lo habías leído antes, ya lo conoces —y lo puedes encontrar fácilmente utilizando un explorador de Internet—. Y sí, te confirmo que es del todo cierto, no se trata de ningún montaje: estas palabras fueron escritas hace más de 110 años. ¿Cómo es posible? ¿De verdad ya teníamos constancia del calentamiento global hace tanto tiempo?

La historia del cambio climático no se limita, de hecho, a este fragmento informativo de principios del siglo pasado. Va mucho más allá. Pero, para posibilitarla, era necesaria la noción de que los seres humanos podíamos cambiar de forma drástica nuestro entorno, e incluso alterar el clima. Y que esto, además, podría afectarnos. Porque claro, si creíamos que podíamos hacer lo que quisiéramos sin sufrir las consecuencias, ¿para qué preocuparse?

No resulta tan fácil como parece darse cuenta de los impactos negativos de nuestra actividad. Hoy en día somos miles de millones en el planeta, y lo que eso comporta es evidente: contaminación del aire y del agua, pérdida de la biodiversidad que nos rodea, agotamiento de los recursos… Ahora sabemos que los seres humanos formamos parte de la naturaleza y que, por tanto, todo aquello que modifiquemos nos acaba afectando; hay equilibrios físicos y biológicos muy inestables y una fragilidad extrema. Sin embargo, esta es una visión relativamente moderna, que, incluso en la actualidad, no está tan extendida como podríamos llegar a pensar. Solo ha sido posible gracias a la proliferación de los medios audiovisuales de las últimas décadas, en las que el mundo se ha empequeñecido.

La mayor parte de las sociedades humanas se han visto a sí mismas como las gestoras de una naturaleza que había sido creada en exclusiva para su uso y disfrute. Reivindicaban de forma activa la excepcionalidad humana. Se burlaban de los que comparaban a las personas con los animales —¡cómo íbamos a tener algo que ver con los zorros, las cabras o los monos!—, reforzándose a través de las ideas religiosas y el concepto de alma, que nos permitía definir los contornos de un club en el que solo aceptábamos al Homo sapiens, aunque con restricciones de género o color de piel, según el país y la época. Dicha cosmovisión también implicaba la imposibilidad de creer que podíamos agotar los recursos que la Tierra nos ofrecía. También era impensable el hecho de cambiar las condiciones de un sistema, el climático, tan enorme como el propio planeta.

La percepción de la singularidad y superioridad humana entre todas las formas de vida se denomina antropocentrismo, y todavía está presente en la sociedad. Bueno, no es que esté presente: es que la atraviesa de la cabeza a los pies, en todos los ámbitos y lugares. Por eso nos cuesta creer que este embrollo climático lo hayamos creado nosotros y no el Sol o los volcanes: porque tenemos derecho a hacer lo que nos plazca con la Tierra. ¡Algunas religiones lo tienen escrito textualmente en sus libros sagrados! Caso cerrado, pues.

Sin embargo, el conocimiento científico encontró hace ya algunos siglos unas grietas insoslayables en este muro de ignorancia y soberbia, que se ensancharon hasta la ruptura tras la irrupción de la Ilustración. Poco a poco fuimos entendiendo cómo funcionaba el mundo, no solo como un mecanismo perfecto creado en un momento concreto por un relojero experto, sino como un engranaje cambiante, de una mutabilidad extrema e inaudita, compuesto de miles de piezas distintas con orígenes separados. Comprendimos, gracias a las partes de una realidad que empezábamos a entrever a través de libros, teorías y experimentos, que ni el mundo era un escenario de un gran teatro ni nosotros el actor principal.

Ahora, si te parece, haremos un repaso a algunos de los momentos históricos en que se empezaron a abrir fisuras en esta creencia y ciertas personas, con una capacidad de observación y análisis excepcional, fueron averiguando los mecanismos por los cuales estábamos dañando la maquinaria terrestre.

Unos olivos en Tesalia

Hace más de dos mil años, un filósofo y naturalista griego, Teofrasto, constató que, si se modificaba el riego de una zona de Tesalia, y se desecaba, hacía más frío. Las viñas y los olivos se helaban más, y eso sucedía porque habían drenado una zona pantanosa. Esta observación y la conexión de ambos fenómenos, el secado y la mayor variación térmica debido a la ausencia del agua, que es un regulador térmico, es una de las primeras noticias que tenemos de alguien que identifica un cambio del clima de origen humano.

Por descontado, aquel cambio de clima, que no es del que estamos hablando ahora, era extremadamente local, temporal y, lo más importante, reversible. Pero la lección que importa es que, si cambiando el equilibrio hídrico de una pequeña zona de Grecia podíamos alterar el clima, ¿qué sucedería si la modificación se producía a una escala mucho mayor? La naturaleza no es inmutable, y las alteraciones provocadas por el Homo sapiens, cuando alcanzan cierta magnitud, tienen consecuencias mensurables, y no siempre agradables.

Los escritos de Teofrasto sirvieron de inspiración a otros naturalistas de la época, pero las especulaciones nunca trascendieron de aquel círculo culto y estudioso de los clásicos. Durante los siglos siguientes se sucedieron leves cambios en el clima terrestre de forma desigual, con calentamientos puntuales y enfriamientos regionales.

El más importante de estos cambios se produjo entre 1450 y 1850, y se conoce como la Pequeña Edad del Hielo; tal vez ya te imaginas por qué la definieron así. En Londres se heló el río Támesis y en los Países Bajos inventaron deportes para jugar sobre el hielo en los canales entre las ciudades. Nevó en latitudes en las que ahora hace décadas que no se ve un copo de nieve y los glaciares de los Alpes aumentaron volumen y superficie.

El origen de este enfriamiento múltiple radica, en primer lugar, en el descenso de la actividad solar, con lo cual a nuestro planeta llegaba menos energía. A su vez, aumentó la actividad de los volcanes. Estos, a modo de gigantescas chimeneas expulsaron enormes cantidades de aerosoles hacia la atmósfera, que actuaron como minúsculos espejos, reflejando parte de la radiación solar.

Además, influyeron también otros fenómenos, esto sí de origen humano. De los sesenta millones de habitantes indígenas de América antes de la sangrienta colonización europea, fallecieron el 90 %, tanto por las guerras como por las enfermedades que habían transportado los invasores. Con tan solo seis millones de habitantes donde antes había sesenta, se produjo un abandono masivo de cultivos. Este cambio en los usos del suelo provocó la recolonización por parte de la vegetación natural del espacio que la agricultura le había arrebatado durante siglos. Y, dado que el dióxido de carbono es un nutriente esencial para las plantas, del cual metabolizan una gran cantidad cuando crecen, esta resalvajización del territorio causó una disminución de la concentración de este gas de efecto invernadero en la atmósfera.

Casualmente, y durante los siglos en que se alargó este enfriamiento —aproximadamente entre la mitad del siglo XV y la del XIX—, que fue especialmente notable en Europa, se produjo una auténtica revolución en la ciencia y en la forma de pensar y analizar el mundo físico. Y así empezaron a cuestionarse las creencias y los dogmas mantenidos desde hacía siglos, que se mostraban incapaces de explicar una realidad que estaba cambiando y mostraba cada vez más rincones inexplicables.

Fueron sucediéndose las observaciones que apuntaban en una misma dirección: la Tierra se había trasformado muchas veces desde que se creó. Algunas, de forma dramática. Esto no encaja con la inmutabilidad que pregonaban gran parte de las religiones, en las que siempre había un dios que creaba el mundo tal como lo conocíamos. Empezaron a aparecer fisuras en el pensamiento dominante, en la academia y en la cosmovisión de ciertos sectores sociales.

Llegado ya el siglo XIX, nos preguntábamos qué lugar ocupábamos en un mundo en el que habíamos descubierto que las especies evolucionaban, gracias a naturalistas como Charles Darwin. Algo que incluso en aquel momento, y de eso no hace tanto, se consideraba una herejía. Se desenterraban fósiles de especies desaparecidas, había troncos fosilizados allí donde en aquel momento no podían crecer árboles, algunos valles eran claramente fruto del paso de un glaciar que no se veía por ninguna parte.

¿Cómo había sucedido todo aquello? ¿Quién había sido el responsable?

El descubrimiento de un aire nuevo

Al mismo tiempo que el mundo natural exhibía su capacidad de cambio, empezábamos a deducir los porqués. A la ciencia no le vale solo observar, o incluso encontrar coincidencias entre dos variables, sino entender los mecanismos subyacentes, la causalidad más allá de la correlación.

Esta historia —a la fuerza condensada— de la ciencia del calentamiento global hay que continuarla con el francés Joseph Fourier, uno de los primeros científicos que, en 1824, propuso que había una relación entre la composición de los gases de la atmósfera y la temperatura terrestre. Tal vez ahora nos parece evidente que, según qué gases estén presentes, la capacidad de calentarse del aire —que es la mezcla de todos los gases— sea mayor o menor. Pero entonces eso era una idea revolucionaria, que cuajó y dio pie a diferentes experimentos, como los de Eunice Foote y John Tyndall.

Durante años, cuando hilvanaba esta historia científica del cambio climático, me detenía en el caso de Tyndall, un notable físico irlandés. En 1859 realizó un experimento complejo para averiguar cómo se comportaban los diferentes gases respecto a la capacidad que tienen para retener calor. Este hito le otorgó la condición de ser el primero que estableció los primeros gases con potencial de calentamiento. Por eso mismo, y por otros encuentros durante su carrera investigadora, se fundó en el año 2000 un centro de investigación en el Reino Unido sobre cambio climático que lleva su nombre, y que es actualmente uno de los más prestigiosos del mundo en la materia.

Pero ¿verdaderamente fue el primero, a pesar de que aún aparezca como tal en muchos libros de texto y artículos técnicos sobre la materia? ¡No! En 2016, la climatóloga canadiense Katharine Hayhoe difundió por Internet un artículo sobre cómo algunos gases afectaban al calor de los rayos solares, escrito por una mujer: Eunice Foote. En un experimento más simple que el de Tyndall pero que la condujo a conclusiones similares, comprobó cómo el dióxido de carbono (cuya fórmula química es CO2 y que en aquel momento se conocía como anhídrido carbónico) tenía un gran potencial de calentamiento. Foote escribió estas palabras en su breve artículo de 1856:

Una atmósfera de aquel gas [en referencia al CO2] le otorgaría a nuestra tierra una elevada temperatura; y si, como algunos suponen, en algún periodo de su historia el aire hubiera tenido una mayor proporción que la del presente, necesariamente daría como resultado un incremento de temperatura, fruto de su propia acción así como del mayor peso.

Foote escribió estas palabras cuando en la atmósfera había 280 partes por millón (ppm) de CO2. Ahora hemos superado ya las 420 ppm, y su predicción sobre el aumento de temperatura es una realidad que podemos medir en nuestros termómetros.