Emergencia de amor - Laura Morales - E-Book

Emergencia de amor E-Book

Laura Morales

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Beschreibung

Myriam tiene una vida de ensueño: su familia la apoya, vive con su mejor amiga y ha cumplido su sueño de diseñar un vestido para su actriz favorita. Pero sufre un inesperado accidente de coche y es Gabriel, su insoportable vecino, quien la salva de morir. A partir de ese momento Myriam empezará a ver la vida de otra manera y se verá en la tesitura de elegir entre Josh Knight, su amor platónico, y lo que su corazón le dice acerca de Gabriel.

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Seitenzahl: 349

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Laura Morales

Emergencia de amor

 

Saga

Emergencia de amor

 

Copyright © 2014, 2021 Laura Morales and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726890341

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

PRÓLOGO

Aún recordaba el día en el que comenzó todo.

Gracias a Marta, su madre, Myriam se presentó a un concurso de diseño de vestidos medievales. Tan solo contaba con diecisiete años y la cabeza llena de sueños.

Aquella mañana, Carla, su mejor amiga desde la guardería, les acompañaba a ella y a sus padres a Toledo, donde se realizó dicho certamen. Myriam, muerta de nervios, veía las maravillas de los demás concursantes y se vino abajo: más de cien concursantes, hombres y mujeres, se postulaban en busca del anhelado trofeo y, por desgracia para Myriam, con trabajos de gran calidad. Jamás ganaría.

—Cielo, no te preocupes, tu vestido es precioso y seguro que ganas —le dijo, su madre, mientras le daba un fuerte abrazo.

Para calmar sus nervios, Manuel, su padre, le regaló una réplica de Excálibur, aquella de la que tantas leyendas hablaban, la que empuñó Arturo Pendragón, como regalo de su próximo cumpleaños, que sería en unos días.

Pasaron las horas y regresaron a la plaza, donde comenzaron a organizar la entrega de premios. Cada participante debía mostrar su traje preparado para la ocasión y defenderlo ante el jurado. Myriam, con ayuda de sus padres, se puso su elaborado vestido mientras dejaba suelto su castaño y largo cabello, que Carla peinó con los dedos como buenamente pudo. La muchacha tenía unas preciosas ondas que realzaban su melena, las cuales la habían convertido en la envidia de todas las chicas de su clase. Lo adornaron con unas horquillas de flores que le dieron un místico aspecto, como si se tratara de una auténtica princesa del medievo. Rehusó utilizar maquillaje alguno; bastante ridícula se sentía ya como para echar más leña al fuego.

—¡Buenas tardes a todos! —gritó el organizador del concurso, con el micrófono en la mano—. Que suban todos los concursantes, por favor.

Myriam ascendió al improvisado escenario, animada por sus padres y su amiga. Desde arriba, fue más consciente de la gran calidad y elaboración de los trajes contra los que competía. Era imposible ganar.

—Ha sido muy difícil decidir los dos vestidos ganadores. Como sabéis, el primer premio son mil euros y el segundo, cuatrocientos cincuenta. Así que, después de tanto deliberar, comenzaré con el segundo premio. —Hizo un inciso que garantizaba la expectación, rota solo por unas cuantas toses, hasta que al final habló—: ¡Fernando Ruiz! ¡Enhorabuena!

Todos aplaudieron mientras el hombre, vestido como un auténtico caballero medieval —espada incluida—, recogía el cheque y agradecía el premio.

—Y, bueno, lo hemos verificado y hay una jovencita que no llega a la mayoría de edad exigida, por lo que debería estar descalificada —prosiguió el hombre, clavando la mirada en Myriam.

El alma se le cayó a los pies. Miró a sus padres y a punto estuvo de salir corriendo, pero no le dio tiempo, ya que el juez continuó hablando.

—Tengo que confesar que nos ha dejado impresionados con su vestido y, a pesar de no cumplir las normas, haremos una excepción. Myriam Rodríguez, ¡enhorabuena por el primer premio!

Myriam no podía creerlo, ¡había ganado! Cuando recogió su certificado, el trofeo y el cheque, miró a sus padres y a Carla, que le sonreían. Estaba eufórica. Quería gritar, saltar, bailar… Era imposible que fuera cierto, pero se sentía tan emocionada que comenzó a llorar. El jurado y el presentador la abrazaron, felicitándola de nuevo por su merecido triunfo.

Con una gran sonrisa, miró el diploma y en ese instante supo cuál sería su futuro.

CAPÍTULO 1

Doce años después, Myriam Rodríguez consiguió su gran sueño.

Una vez regresó de Toledo con el primer premio bajo el brazo y las ideas claras en la cabeza, consiguió trabajo tras trabajo, haciendo trajes de época para series españolas, incluso para fiestas temáticas, bodas y mil cosas más. Para nadie fue un problema su juventud. Estaban tan impresionados con ella que, gracias al boca a boca, se hizo bastante conocida en la urbanización y entre las amistades de sus padres, de las cuales algunos eran incluso famosos de televisión y radio. Con esos encargos, pudo ahorrar lo suficiente como para conseguir una plaza en la prestigiosa Queen Didiane, una academia de alta costura que había en Madrid.

Carla seguía sus pasos muy de cerca. Con el dinero que Myriam ganó a lo largo de los años, tras su graduación en el instituto y la universidad, la contrató como ayudante, secretaria y contable, algo que a la chica se le daba estupendamente bien. Habían viajado juntas mil y una veces a todos los países y ciudades que requerían sus trabajos e incluso acudían a desfiles a los que eran invitadas.

Su amiga provenía de una familia humilde y fue adoptada cuando solo tenía un año. Sus ojos pequeños y rasgados y el pelo negro como el carbón fueron las primeras cosas que llamaron la atención de Mimi. Era diferente a las demás niñas, por lo que, para ella, tener una amiga japonesa fue alucinante, sobre todo en el instituto, pues siempre destacaba, en su mayoría entre los chicos. Gracias a ella, Mimi descubrió lo que era el sushi.

Myriam se estaba convirtiendo, a sus veintinueve años, en una diseñadora de gran caché, sobre todo fuera de España. Además, había creado su propia firma: Mimi Rodríguez. Se planteó en muchas ocasiones la posibilidad de abrir su primera tienda, pero tenía entre manos un vestido de fiesta para una mujer muy famosa, cosa que le alegró mucho, pues era su actriz favorita: Charlotte Thorn. Los diseñadores Victorio y Lucchino, amigos de la artista y a los que conoció en una de esas fiestas, la recomendaron, pues estos admiraron desde el primer instante su frescura y desparpajo.

Tenía tantas ideas, tantos bocetos… Pero, no conforme, buscaba la perfección cada día.

Todo había cambiado desde entonces. Myriam lucía ahora una corta melena ondulada pelirroja hasta los hombros, que marcaba sus finas facciones, la cual le daba un aire maduro y la convertía en una mujer interesante, como en verdad era. Sus ojos turquesa siempre estaban pintados de colores llamativos, rimmel y lápiz negro, pues se convirtió en una adicta al maquillaje y los perfumes, ¡quién lo hubiese dicho años atrás! Carla, como buena amiga y secretaria, era tan amante de los cosméticos como ella y entre las dos juntaron una colección impensable de pinturas en su casa.

El padre de Myriam consiguió un buen puesto en el cuerpo de la Policía Científica de Nueva York, así que dejó su empleo en la comisaría de Madrid y vendieron el piso, pero Mimi no quiso marcharse de la ciudad que era su hogar, por lo que, con el dinero que había ganado con sus múltiples trabajos, compró junto con Carla un chalecito bastante coqueto en la urbanización de al lado, independizándose de todo. La casa tenía dos plantas y no era demasiado grande, pero para ellas dos solas era más que suficiente.

En la planta baja se hallaba el salón, la cocina, un gran baño con bañera y dos habitaciones. El primer piso, anteriormente albergó dos extensos dormitorios y otro aseo, pero llevaron a cabo algunas obras, lo dejaron diáfano y lo convirtieron en el taller de costura de Myriam. Aquel era el lugar donde esta pasaba la mayor parte del tiempo, enfrascada en sus creaciones.

En una esquina, descansaba una espaciosa mesa cubierta de papeles y carpetas y un ordenador de última generación con el que Carla trabajaba. Un enorme armario con puertas de espejo, repleto de vestidos y trajes que iba confeccionando, recorría la pared de un extremo a otro de la sala. Diversos maniquíes con algunos de esos diseños daban un aire divertido a la estancia, pues les habían dibujado caras graciosas con rotuladores de colores. En otra esquina se encontraba la imponente máquina de coser, moderna y muy cuidada y otra mesa donde Myriam diseñaba sus modelos.

__________

Esa mañana, tras insistir con tesón durante meses, recibió un correo electrónico que le alegró el día: tenía una reunión en Segovia con el intérprete del agente de la famosísima actriz Charlotte Thorn, su preferida desde hacía muchísimos años. Estaba tan feliz, tan contenta, que solo tenía ganas de saltar y bailar. Carla, que escuchó el grito que provenía del taller, corrió preocupada hasta allí y entonces la vio: su mejor amiga, en bragas y con una camiseta de tirantes, bailaba al ritmo de música latina, esa que ella tanto odiaba.

Cuando le contó lo ocurrido, ella también dio saltitos de alegría, ya que eso supondría un buen dinero en sus cuentas bancarias.

—Bueno, se acabaron los festejos. Hasta que Charlotte no te dé un sí definitivo, hay que seguir haciendo las cosas de casa —dijo Carla en un intento de parecer seria, pero la risa de Mimi era contagiosa—. Te toca el jardín, ¡anda, tira!

—Vale, vale, ya voy. Al menos, déjame ponerme ropa decente, no creo que a los vecinos les guste verme medio en pelotas…

—O sí, quién sabe. ¡Vamos, que se te echa la hora encima!

Mimi eligió un short deportivo y una camiseta de tirantes y después salió al jardín. Quitó algunos hierbajos y olió el delicado perfume de sus rosas moradas. Le había costado mucho que el rosal reviviera tras el duro invierno, pero ahí estaban las preciosas flores, con sus suaves pétalos abiertos. Cogió la manguera y abrió el grifo. Primero, regó todos los rosales y continuó con los lirios y los pensamientos. Por último, le tocó el turno al olivo, de cuyas gruesas ramas colgaba un columpio que ella misma había fabricado con unas cadenas y un neumático de coche.

Seguía sonriente por el triunfo que había conseguido y, mientras rociaba agua al árbol, empezó a bailar con la goma en la mano. Dio varias vueltas sobre sí misma, sin soltarla y sin importarle que el paseo de pizarra se mojara. Fingió que en su mano izquierda tenía un micrófono y comenzó a imitar la voz de la cantante que sonaba en la radio, la cual Carla encendió hacía unos minutos.

De pronto, escuchó un grito y se asustó. Se volvió y se encontró en mitad de la calzada, junto a un motorista. Estaba empapado. Se llevó la mano a la boca, ahogando un chillido.

—¡Lo siento mucho! —Se dirigió hacia la moto sin soltar la manguera, que seguía expulsando agua.

—¡Apártate, que me estás mojando!

—¡Lo siento! ¡Perdóname! —La goma cayó al suelo.

El conductor se quitó el casco y Mimi lo reconoció: era el «cuatro ojos» de su vecino, el friki.

—Ah, eres tú… —respondió indiferente.

—¡¿Perdona?! ¡¿Te parece bonito cómo me has puesto?!

Pero ella no le respondió y tampoco le apetecía hablar con él, así que se dio la vuelta. Era un auténtico imbécil. Desde que tuvieron un encontronazo hacía ya unos años, no lo aguantaba, lo detestaba, le… encantaba mirarle… Era un auténtico bombón: rubio, con el pelo largo hasta los hombros y unos increíbles ojazos azules, tan claros como el mar. ¿O eran como el cielo?

Le lanzó una última mirada. El traje de cuero de motorista, en color rojo y negro, a juego con su moto, le sentaba como un guante y le hacía un culito…

Sacudió la cabeza, eliminó los sucios pensamientos de su mente y recuperó la manguera. Continuó regando el olivo mientras, con disimulo, lo veía empujar la moto hasta el garaje de su casa, que, para colmo, estaba enfrente de la suya...

—Capullo…

Escuchó una nueva canción de David Guetta, su favorita, y, de nuevo, tomó su micrófono invisible y cerró el grifo sin dejar de cantar y bailar. Se metió en casa y, bajo la atenta mirada de su vecino, le hizo un gesto obsceno con el dedo corazón, mueca que él le devolvió.

—Menuda bruja pecosa. ¡¿Por qué me ha tenido que tocar una vecina tan loca?! — gritó al cielo, como si alguien lo escuchara.

__________

Esa misma tarde, Myriam conducía su brillante todoterreno plateado. Regresaba a casa después de la entrevista con el intérprete del agente de Charlotte Thorn. En el despacho donde se reunieron contactaron con la actriz por medio de una costosa videoconferencia que la diseñadora abonaría. Le mostró sus diseños y esta se quedó prendada de todos ellos, en especial de uno con escote palabra de honor y color aguamarina, que tenía al descubierto toda la espalda. Era un vestido recto, de seda y, de donde terminaba el escote, salía una pieza también de seda que hacía de cola, bastante larga y cómoda. Myriam estaba muy contenta, pues, desde luego, ese era uno de los mejores bocetos. El agente le entregó un cheque de diez mil euros por el traje, pero ella no quiso aceptarlo. La actriz le insistió en ello y ya no pudo negarse.

Llevaba la música a toda pastilla. Mark Anthony y su salsa la animaron todavía más. En ese momento sonó su teléfono móvil y, tras bajar el volumen, activó el manos libres.

—¿Sí?

—Ey, Mimi, ¿cómo ha ido la videoconferencia? ¡Me tienes en ascuas! —Carla no tenía paciencia. Sonrió—. Uuuy, tienes a Mark Anthony de fondo. Eso quiere decir...

—¡Eligió el aguamarina! —gritó Myriam eufórica.

Carla también chilló.

—¡Qué bieeen! ¿Y de qué más habéis hablado?

—Carla, voy de camino a casa, ahora te cuento.

—Ten cuidado, llueve mucho.

—Lo sé, tranquila.

De repente, Carla escuchó un grito, seguido de un frenazo y un fuerte golpe.

CAPÍTULO 2

Otra vez aquella maldita pesadilla. Gabriel no podía evitar soñar con ese momento, lo recordaba como si fuese ayer. Por desgracia, aquella escena lo perseguiría por el resto de su vida... Cuando tenía doce años, al regresar del colegio, encontró a su padre ebrio como tantas otras veces. Ya estaban acostumbrados a ello, pero esa vez fue diferente... Tomás López, un reconocido abogado de Ponferrada, lugar donde la familia vivía en aquellos tiempos, enloqueció de la noche a la mañana. Llevaba de baja por depresiones al menos dos años por culpa del estrés en el trabajo. La muerte de su compañero Marcos había sido el detonante de aquel estado en el que se había sumido. Se sentía culpable por ello, pues él conducía el coche la noche en que se estrellaron, haciendo del alcohol su única cura. Lara, su madre, tenía miedo de su marido, pues no era la primera vez que le levantaba la mano.

Ese día, Tomás estaba fuera de sí y más borracho que de costumbre, razón por la que comenzó a discutir con Lara. Ahí empezó todo. Cogió a su esposa del cuello y lo apretó con todas sus fuerzas. Ariadna, su hija, tres años mayor que Gabriel, gritó cuanto pudo mientras le tiraba del pelo intentando que soltara a su madre sin lograrlo. Solo consiguió cabrearlo más.

Gabriel corrió a socorrerla cuando oyó los gritos, pero, al entrar en la cocina, el panorama era desolador: su madre yacía sin vida en el suelo y su padre sujetaba con brutalidad a su hermana del cabello.

El odio hacia ese hombre se incrementaba segundo a segundo, por lo que no lo dudó: abrió el cajón de los cubiertos y agarró un afilado cuchillo. Cerró los ojos y, con un grito, clavó el frío acero en la nuca de su padre, quien soltó a Ariadna. La muchacha, atemorizada, cayó al suelo entre lágrimas mientras abrazaba el cuerpo inerte de su madre.

Miró a su hermano, que, con manos temblorosas, sostenía el cuchillo cubierto del rojo líquido. El cadáver de su padre estaba a sus pies, sobre un charco de su propia sangre.

Entonces llegó la policía, alertada por los vecinos. Vieron al muchacho con el arma en la mano y los ojos anegados de lágrimas.

Los agentes, con el corazón en un puño, se imaginaron lo sucedido.

Tras llamar a los familiares de los niños, días después del entierro de Lara, condenaron a Gabriel a cuatro años de reformatorio, mientras su hermana era enviada con sus tíos maternos.

Días más tarde, enterraron a Tomás. Fue un funeral sencillo, sin apenas asistentes, pues nadie quiso hacer compañía al desalmado que había acabado con la vida de su esposa. A los niños no los dejaron asistir, tan solo recordar lo que su padre había hecho los derrumbaba, por lo que, en realidad, fue algo bueno para ellos.

Y los años pasaron. El reformatorio era un lugar horrible donde únicamente había delincuentes y Gabriel no lo era, no había maldad en su corazón, pero lo tachaban de asesino. Sus notas empeoraron y, en más de una ocasión, deseó acabar con su vida. No podía soportar estar más tiempo en ese lugar, lejos de su hermana, a la que no veía desde que entró allí. Estuvo tentado de tirarse desde el piso más alto del edificio, pero, a raíz de la última paliza que recibió de sus «compañeros», decidió no dejarse amedrentar y sacó las garras. Nadie volvería a ponerle las manos encima. Y así fue hasta que, meses más tarde, el día que cumplió los dieciséis, tuvo una visita inesperada: su hermana Ariadna, que contaba entonces con diecinueve. Consiguió un permiso especial para hacerse cargo de él hasta que Gabriel cumpliera la mayoría de edad. Todo ello gracias a la ayuda de su tío materno, que también ejercía la abogacía.

Gabriel dio las gracias a Dios: si tenía que estar dos años más ahí, no sabía si lo hubiese soportado…

La muchacha, aconsejada por la familia, vendió el pequeño piso donde vivieron con sus padres y se marcharon a Madrid con los parientes que acogieron a la chica durante aquel tiempo.

Hacía ya seis años que se había ido a vivir con Ariadna a un chalecito de alquiler en la sierra de Madrid. Desde aquel día, ella comenzó a trabajar como recepcionista en la administración del nuevo hospital que abrieron a las afueras de El Escorial, lugar en el que residían. Era un hospital muy moderno. Tenía un gran módulo cuadrado de dos plantas y, sobre él, otra estructura redonda, la cual simulaba una gran plaza de toros que, completamente cubierta y con grandes cristaleras, dejaba pasar la luz natural. El interior, de vidrio blanco y negro, y las cómodas salas de espera equipadas con sillones le daban un aire sofisticado. En esa estructura crecía un pequeño jardín con rosales y árboles frutales. Además de Urgencias y Rehabilitación, tenía una planta especial para consultas y un ambulatorio. Contaba con cien habitaciones individuales, un gran helipuerto, parking y modernos aparatos para las operaciones.

Tres años más tarde, Gabriel tenía su título de enfermero, pues le gustaba ayudar a los demás. Desde que salió del reformatorio, su vida dio un giro de ciento ochenta grados. Tras tanto tiempo de psicólogos, decidió estudiar y trabajar porque quería ser algo en la vida y ¿qué mejor que alguien que auxilia a la gente? En su oficio, la psicología era algo muy importante, tanto que, si un profesional lo ayudó a él, ¿por qué él mismo no iba a ayudar a otros?

Su hermana le consiguió un puesto en el hospital, pero a él se le hacía muy raro pasar las veinticuatro horas del día con ella.

En ese momento, despertó. En realidad, alguien lo sacó de esa horrible pesadilla que lo perseguía cada vez que cerraba los ojos.

—Vamos, Gabi, tu turno acabó hace horas. —Era su hermana Ariadna—. Te he traído un café; si coges la moto, tendrás que estar despierto.

Gabriel se incorporó en el sofá donde se quedó dormido. Estaba desorientado, le dolía la cabeza y no recordó en qué lugar se encontraba hasta que vio más camas, una pequeña cocina con microondas y algunas neveras: la sala de descanso del personal del hospital.

Ariadna le ofreció el café bien cargado, como a él le gustaba.

—No tendrás un Donut por ahí, ¿no? —pidió Gabriel.

Su hermana sonrió, sacó de su bolso un paquete y se lo ofreció.

—Uno no, tres. Sé que no has cenado, me lo ha chivado Miguel.

—Puto bocazas…

Miguel era su compañero de trabajo y su mejor amigo. Cuando Gabriel entró a trabajar en el hospital, Miguel ya estaba allí; llevaba cuatro años como celador.

Su amigo tenía el pelo rubio y corto y unos increíbles ojos azules. Además, era tan alto y delgado como él. Ariadna estaba loquita por él desde hacía tiempo, pero nunca se atrevió a decirle nada. En ese momento, el aludido entró en la sala y encontró a ambos sentados en el sofá. Les sonrió. Le encantaba verlos juntos.

Gabriel y su hermana se parecían muchísimo. Los dos tenían el pelo rubio y los ojos azules como el mar. El cabello de él era largo, el cual siempre peinaba hacia atrás y recogía en una coleta. Le daba un aspecto divertido, aunque siempre acababa despeinado. Era más alto que su hermana y su cuerpo parecía sacado de un catálogo de modelos de ropa interior. Se pasó años en el gimnasio, formando ese cuerpazo, lo que lo convirtió en un ligón indomable. Tenía por costumbre no acostarse dos veces con la misma chica, pues odiaba el compromiso. Si tenía ganas de marcha, buscaba sexo con quien le gustara, sin prometer nada serio. Prefería eso antes que engañar a las mujeres con promesas que jamás cumpliría.

Por otro lado, Ariadna tenía el pelo largo y liso, casi hasta la cintura. Era alta y tenía sus curvas, algo que a Miguel le encantaba.

Este, al contrario, era un chico un poco tímido y le costaba mucho relacionarse íntimamente con las chicas. Él era algo más romántico, buscaba su media naranja, no alguien con quien divertirse una noche y luego olvidarse de ella.

—Buenos días —saludó Miguel—. ¿O son noches? Ya no sé ni qué hora es —miró su reloj de muñeca.

—Son las cuatro de la mañana, chaval —respondió su amigo—. ¿Entras de guardia?

—Nooop —dijo, alargando la vocal—. Me pasé por aquí porque tengo una amiga en Urgencias. Vi tu moto e imaginé que estabas aquí. ¿Nos vamos?

—Ariadna, ¿te llevo? —le ofreció a su hermana, quien aceptó. No le gustaban para nada las motos, pero no tenía otro transporte, y menos a esas horas.

Los chicos se quitaron sus uniformes del hospital y se pusieron su ropa de calle. Cuando acabaron, Ariadna los esperaba en la puerta del hospital fumando un cigarrillo.

Su hermano la miró con mala cara: no le gustaba que se matara lentamente con el tabaco. Para que no se enfadara, ella le sacó la lengua y le hizo sonreír. Después, Gabriel le dio uno de sus cascos, apuró su cigarro y se lo puso. Estaba muy graciosa, pues sus mofletes se apretaban contra él. El chico sonrió mientras se colocaba el suyo. Se sentó en su preciosa Kawasaki Ninja 250R de color negro; le había costado muchas horas extras en el hospital poder pagarla.

Cuando Miguel apareció delante de ellos con su viejo Seat Ibiza, Ariadna se montó tras su hermano y se agarró con fuerza a su cintura. Gabriel aceleró y alcanzó a su amigo.

—¡Nos vemos en base! —gritó Miguel para que su amigo pudiese oírle.

Los dos jóvenes, además de trabajar en el hospital, eran Técnicos de Emergencias Sanitarias y voluntarios en una base de socorros y emergencias de El Escorial cercana a donde ellos residían. Ellos eran los primeros que llegaban a los accidentes con su ambulancia.

Era algo que les gustaba mucho y que se les daba bastante bien, además de ganar algo más de dinero. Como eran voluntarios, no tenían horario fijo ni trabajo impuesto, sino que iban cuando les apetecía o si tenían huecos libres para hacer las guardias.

Cuando llegaron, Gabriel dejó a su hermana en casa y después se marchó a la base, donde Miguel lo esperaba ya con el uniforme puesto. Gabriel se cambió y aguardaron junto a sus compañeros a que la central los llamara.

Nada más sentarse en el sofá, la radio sonó.

—Central para Bravo 70. Adelante para Bravo 70 —dijo alguien al otro lado de la radio.

—Afirmativo sierra. Bravo 70. Base operativa —respondió Silvia, que los acompañaba esa noche de guardia.

—Bravo 70, su móvil en la carretera del puerto de El Escorial. Accidente de tráfico, coche despeñado por barranco. Mujer, único ocupante atrapada en vehículo. Bomberos y UVI en camino.

—Recibido. —Silvia cortó la comunicación.

Gabriel y Miguel se miraron y sonrieron. Les encantaba salir de urgencias, por lo que Miguel se frotó las manos.

—¡Fiesta! —gritó el chico.

Gabriel despertó a sus otros dos compañeros de dotación e, inmediatamente, montaron en la ambulancia. Las luces y la sirena les abrieron paso.

Dejó de llover por unos instantes, pero, aun así, la calzada estaba bastante mojada. La carretera del puerto era peligrosa, pues tenía muchísimas curvas y ningún tipo de iluminación, excepto la de los vehículos que circulaban. Cuando la ambulancia llegó al lugar del accidente, aún no había ningún otro servicio de urgencias ni bomberos ni policía, tan solo un vehículo apartado, cuyo conductor fue testigo del incidente. Este les explicó lo sucedido y los técnicos no dudaron. Preparados con sus linternas, se adentraron entre los árboles que el todoterreno se había llevado por delante.

El descenso fue dificultoso, pues, además de ir cargados con los botiquines, el tablero espinal, el fernoked, el collarín cervical y las linternas, los matorrales se enganchaban en las mangas de sus polos, aparte de hundirse en el barro. Los pinos también complicaban el acceso al lugar del accidente. Normalmente, a aquellas horas y con la oscuridad, algunos animales salvajes salían a cazar o a beber agua a los arroyos, por lo que también tenían que estar atentos.

Con la luz de las linternas pudieron valorar un poco la situación. El vehículo se había estampado contra un gran árbol, destrozando por completo el morro. Por el estado de la carrocería, había dado varias vueltas de campana hasta empotrarse en el tronco. Alumbraron dentro del coche y pudieron ver a la mujer.

Por suerte, el airbag saltó, lo que la salvó de salir disparada contra la luna delantera. Miguel abrió la puerta del conductor y observó a la conductora. Su cara estaba por completo cubierta de sangre. Siguiendo el protocolo de emergencias, examinó bien a la chica, que respiraba con dificultad. También vio que tenía una fractura abierta en su brazo izquierdo.

—¡Respira! —gritó el muchacho.

Tenían que sacarla rápidamente de allí, no podían esperar a los bomberos.

Miguel se adentró con dificultad en el vehículo por la puerta trasera y se situó tras el asiento donde la mujer se encontraba. Gabriel se puso de rodillas en el asiento del copiloto y, mientras su compañero sujetaba la cabeza de ella, le colocó con cuidado el collarín.

—Hola, somos enfermeros, no te preocupes. ¿Cómo te llamas? —le preguntó Gabriel.

—Miiimiii. —Ella apenas podía hablar, pues tenía una fuerte opresión en el pecho que le impedía respirar bien.

—Miguel, creo que se nos va —dijo Gabriel.

Silvia, la otra técnica, ayudó a Miguel a colocarle bien el collarín para que no le apretara.

La accidentada se retorcía de dolor y comenzaba a sentir que se ahogaba, lo que preocupó a los técnicos.

—¡No puede respirar! —gritó Silvia—. ¡Hay que sacarla de inmediato!

Sin pararse siquiera a intentar detener la hemorragia de su brazo, Gabriel desabrochó el cinturón de seguridad que sujetaba a la muchacha al asiento. Mientras, Silvia y Miguel intentaban girarla sobre el asiento, con cuidado de no hacerle demasiado daño. Según ellos la giraban y la sacaban, Gabriel estiraba sus piernas. Cuando los pies de Myriam tocaron el asiento, el chico salió del coche y corrió hasta donde Miguel y Silvia la sujetaban. Colocó el tablero en el suelo y entre los tres tumbaron a la muchacha sobre este. El conductor de la ambulancia bajó y entre los cuatro técnicos intentaron subir el terraplén hasta el vehículo de emergencias cargando con el tablero y la chica, pero la tierra se hallaba demasiado mojada y sus pies se clavaban en el barro, dificultando el ascenso.

Decidieron atenderla ahí mismo, a pesar de que comenzó a llover de nuevo.

Miguel sacó el kit de oxigenoterapia dispuesto a usarlo, pero, de pronto, la mujer dejó de respirar.

—¡Mierda! ¡No respira! —gritó Gabriel.

En seguida, Miguel comprobó que no ventilaba y, segundos después, introdujo una cánula de Guedel en la boca de Myriam, manteniendo abiertas sus vías aéreas y comenzando así el protocolo de RCP. Inmediatamente, tras descubrir el pecho de la chica, Silvia comenzó con las compresiones.

—¡Uno! ¡Dos! ¡Tres! —dijo hasta treinta veces.

Entonces Miguel agarró el balón resucitador, que situó sobre la boca y la nariz de la muchacha, y le insufló aire. Mientras tanto, Silvia se apresuró a preparar el DESA 1 en el torso descubierto de Myriam. Durante ese tiempo, el conductor de la ambulancia se comunicaba con la UVI, que no tardaría en aparecer.

El agua los caló hasta los huesos y estaban cubiertos de barro, lo que dificultaba sus movimientos.

—¡Vamos! ¡No te vayas, mujer! —dijo Gabriel mientras presionaba la arteria más cercana y oprimía la herida, esperando que eso fuera suficiente para detenerla escandalosa hemorragia del brazo.

Sabía perfectamente que, si no lo conseguía, el trabajo de reanimación de sus compañeros sería en vano. Cierto era que estaba acostumbrado a ese tipo de cosas, pero siempre se le hacía un nudo en el estómago. Aun así, era su deber separar los sentimientos del trabajo.

Pero Myriam seguía sin respirar. Gabriel sentía su corazón latir a mil por hora, debía hacer lo que fuese para salvarle la vida a esa mujer. Era joven y tenía un largo futuro por delante.

—Gabi, ha perdido mucha sangre. Va a ser complicado recuperarla… —dijo Silvia, poniendo su mano sobre el hombro del chico.

—La esperanza es lo último que hay que perder, ¿no? —respondió él, más serio de lo normal.

Apartó a Silvia y él ocupó su puesto, mientras que ella siguió presionando la herida.

Tras diez minutos de compresiones e insuflaciones, Gabriel empezó a desesperarse. A punto estuvo de tirar la toalla, pero, tras una última descarga del desfibrilador, la chica recuperó espontáneamente la respiración dando una gran bocanada de aire que la devolvió a la vida. Por un segundo, abrió los ojos y pudo ver la mirada de Gabriel, su salvador, que la tapaba con una manta para evitar que la lluvia continuase empapándola.

La UVI no tardó en llegar. Varios bomberos bajaron para recuperar con la grúa el coche donde Myriam viajaba, pero, antes de eso, ayudaron a los técnicos a subir el tablero con la chica hasta la carretera, la introdujeron en el interior y la llevaron al hospital. La ambulancia de Gabriel y Miguel los siguió. La Guardia Civil, que vigilaba el paso impidiendo que hubiese más accidentes, les abrió el camino.

Los sanitarios de la ambulancia que iban con Myriam la valoraron exhaustivamente y confirmaron la grave hemorragia producida por la fractura abierta de su brazo izquierdo. Le hicieron una primera cura, tratando de evitar que se desangrara, pero les resultó complicado. Una vez en el hospital, entraron en Urgencias, donde se encargaron de ella con rapidez. Poco después, una enfermera avisó por megafonía de que las reservas de sangre estaban agotadas y pidió que algún donante de sangre de tipo cero negativo acudiese urgentemente a Admisión. Gabriel, que estaba terminando de rellenar el parte del accidente, oyó el aviso y, tras entregarle el papel a Miguel, se acercó a Admisión, donde una enfermera rezaba por encontrar algún donante en el edificio.

—Ana, yo soy donante —la informó el muchacho, que la conocía.

—¡Gabriel! ¿Cuánto tiempo hace que donaste por última vez? —preguntó esta.

—Más de tres meses.

La sanitaria, aliviada, lo cogió del brazo y ambos subieron al primer piso. Lo pasó con prisa a la sala de donaciones, donde ya había otras compañeras preparando todo para la extracción.

Cuarenta minutos más tarde, Gabriel ya estaba fuera. Quiso acercarse a averiguar quién era la persona que necesitaba su sangre, pero no le fue posible. Como cada vez que donaba, empezó a marearse, por lo que se marchó a la sala de descanso y se tumbó en el sofá.

Su móvil sonó y vio en la pantalla que se trataba de Miguel. Le indicó dónde estaba y este se plantó allí con un refresco y un bocadillo de tortilla de patatas para su amigo.

CAPÍTULO 3

Un horrible dolor en su extremidad izquierda la hizo despertar. Cuando abrió los ojos, lo primero que vio fue su brazo escayolado desde los dedos hasta el codo. Intentó incorporarse, pero no pudo: tenía demasiados cables alrededor de los brazos y en su nariz. Myriam miró en derredor y descubrió que se encontraba en la habitación de un hospital. A la derecha, pudo ver a Carla tumbada en un sofá. Estaba dormida y con unas terribles ojeras. Se incorporó un poco y el dolor le arrancó un quejido, el cual despertó a su amiga. Carla, al verla consciente, se levantó de inmediato y se acercó a ella. El pelo negro de la japonesa estaba completamente despeinado y sus ojos negros y rasgados, con restos de khol.

—¡Mimi! Cielo, ¿estás bien?

—¿Qué ha pasado? —preguntó Myriam.

—¿No recuerdas nada?

—Recuerdo que hablábamos por teléfono y después… el coche patinó. Di un volantazo en un intento de no salirme de la carretera, pero no me acuerdo de nada más…

—Te saliste de la calzada y te caíste por el barranco.

—Por Dios, Carla, ¡mira mi brazo! ¡Ahora no podré coser el vestido para Charlotte!

—¡Myriam! ¡No me jodas, por Dios! Has estado muerta durante al menos diez minutos, ¡¿y solo te preocupa el puñetero vestido?! —le gritó su amiga.

Myriam se echó a llorar y Carla le pidió disculpas por haber alzado la voz. Estaba muy preocupada por ella, pues llevaba tres días sin despertar.

En ese momento, entró el doctor con un montón de papeles en la mano. Uno de ellos era la radiografía de su brazo. Se la mostró y Carla tuvo que apartar la vista. Tenía el cúbito y el radio rotos en tres partes.

—La operación ha durado más de cuatro horas, tuvimos complicaciones. —La cara de Myriam fue preocupante—. Perdiste demasiada sangre en el accidente. Nos quedamos sin reservas, pero, por suerte, encontramos un donante a tiempo. Has estado más de setenta y dos horas inconsciente. Conseguimos sacarte de peligro, pero deberás llevar la escayola como mínimo dos meses y...

—¡Eso es imposible! ¡Tengo que entregar un vestido en menos de un mes! —gritó ella.

—Lo siento, querida, pero tendrás que hacer reposo y venir a las revisiones. Enseguida te traerán la medicación, que seguro que ya te está doliendo.

El médico se marchó y las dejó solas, pero al poco entró un enfermero para suministrarle calmantes, ya que le harían falta.

Carla le explicó a su amiga que había llamado a sus padres, pero Lolo estaba «de misión» y no podrían viajar, por lo que Myriam le pidió que llamara de nuevo a su madre para decirle que se encontraba bien. Su compañera así lo hizo, pero, finalmente, ella misma acabó hablando con ella. Se enfadó mucho con la joven y, aunque sabía lo importante que era el encargo de la actriz, había estado a punto de morir. La mujer se echó a llorar, agradeciendo al cielo que estuviese viva. La muchacha no pudo evitar deshacerse también en lágrimas. Por desgracia, Carla era una sentimental y sollozó con ellas en silencio.

__________

Una semana más tarde, Myriam salió del hospital. Le mandaron un fuerte tratamiento para calmar el dolor. Carla sabía que no se lo tomaría y que, si lo hacía, no cumpliría con los horarios, por lo que ella misma se encargó de suministrarle la medicación a su amiga y socia.

Aquella mañana, cuando Carla la llevó a casa en su BMW, lo primero que hizo Myriam al llegar fue subir a su taller de costura e intentar hacer algo. Llevaba el brazo en cabestrillo, pero inmediatamente se lo quitó y cogió la tela aguamarina para empezar a hilvanar el vestido. Se sentó en la butaca y trató de poner la tela sobre la máquina de coser, pero le fue imposible, ya que, con la escayola, era incapaz de girar la muñeca, además de que le dolía si forzaba la extremidad.

Carla la vio allí arriba y le echó una buena bronca, pero a Myriam realmente no le importó lo que su amiga le dijese. Tenía en su bolso un cheque de diez mil euros y no pensaba devolverlos. Eso lo tenía muy claro.

Tras discutir con ella, Carla se marchó enfadada y la dejó sola en el taller. Myriam se acercó al armario y se miró en el espejo. Tenía la cara y el cuello llenos de cortes. Varios moratones «adornaban» su esbelto cuerpo. Y lo peor de todo era su brazo. Buscó en internet imágenes de fracturas abiertas y se le encogió el corazón. Podría haber sido peor; podría haber perdido su valiosa extremidad. Estuvo en parada cardíaca unos minutos y, si no hubiera sido por los servicios de emergencias, estaría muerta y no preocupándose por no poder confeccionar a tiempo un vestido para una celebrity.

Debía estar agradecida por encontrarse ahí en ese preciso instante.

Una llamada telefónica interrumpió sus pensamientos. Era su padre. Llamaba desde el destino inconfesable de su misión, pidiéndole que le dijese la verdad, si se encontraba bien o no, pues, si no, dejaría todo, incluso su importante cometido para ir con ella. Pero Myriam no iba a permitir que su padre perdiera el trabajo y aquella gran oportunidad. Realmente se encontraba bien, a pesar de los dolores, y no necesitaba ayuda. Lo cierto era que no precisaba de sus padres. Era libre y podía hacer cuanto quisiera.

Tras treinta minutos hablando con él, al fin colgó. Luego, llamó a su madre y le pidió que cancelara el vuelo a Madrid, pues no hacía falta que gastara tanto dinero. Su madre no quiso hacerle caso, era su única hija y tenía que cuidar de ella. Myriam, después de más de tres cuartos de hora, consiguió convencerla. Por suerte, podría cancelarlo sin ningún tipo de coste.

Nada más colgar, aliviada, bajó a la cocina y allí encontró a Carla, que no le dirigió la palabra. Cuando Myriam se enfadaba lo mejor era no contradecirla ni cabrearla. Era como una fiera a punto de atacar. Ya lo comprobó una vez y las dos acabaron recogiendo trozos de vasos que tiró al suelo. Cierto era que Carla tampoco era una santa, de su boca podían salir toda clase de insultos e improperios. Aun así, eran las mejores amigas que podían existir.

—Carla, necesito tu ayuda —dijo por fin Myriam, bastante seria.

—No me pienso meter en la ducha contigo, maja —respondió su amiga sin mirarla, pero Myriam sabía que se estaba riendo.

—No es eso, tontaina —suspiró—. Necesito encontrar a quien me salvó la vida y agradecérselo.

Carla dejó lo que estaba haciendo y se giró. La miró a la cara mientras elevaba una ceja.

—No me mires así, no he dicho nada malo —se defendió Myriam.

—Eso es como buscar una aguja en un pajar…

—Pooooorfaaaaaaaa. —Su amiga puso carita de niña buena, pestañeando mil y una veces. Cuando ponía aquella cara, Carla no hacía otra cosa que echarse a reír.

—No me seas boba… Y quita esa expresión, estás horrible. —Al ver que su amiga no se deshacía de esa estúpida mueca, le arrojó un trapo a la cara—. Está bien, lo haré. Me deberás una de las gordas.

—¡Graciaaaaaaaaas! —Se levantó y la abrazó como pudo, y a punto estuvo de darle con la escayola en la cara.

—¿Y cómo piensas hacerlo? —inquirió Carla separándose de ella.

—Fácil, preguntando en el hospital.

—¿Fácil, dices? ¡Pero si no sabemos quién te encontró!

—Para eso ya estás tú: tienes tiempo libre, así que ¡hale, ponte a buscar!

—Mimi, esto te va a costar muy, pero que muy caro…

—Si lo consigues, te daré el cinco por ciento de lo que me pagan por el vestido de Charlotte.

—El cincuenta.

—Veinte.

—Cuarenta o, si no, no lo hago.

—Perra chantajista…

—Es lo que hay, maja.

—¡Hecho!

Ambas se dieron un apretón de manos, formalizando así el trato. Carla era magnífica con los acuerdos y los chantajes. Por eso aún seguía siendo amiga de Myriam.

—Y ahora…, ¿me ayudas a ducharme? —dijo Myriam, sacándole la lengua a su amiga.

—¡Lo sabía! ¡Eres insoportable! Anda, tira, pedorra. —Le dio un empujón.

Mimi sonrió y fue al baño. Carla puso la música a toda pastilla y fue tras ella, meneando las caderas al ritmo de la melodía.

CAPÍTULO 4

Aquella mañana, Gabriel no estaba de buen humor, apenas había pegado ojo por culpa de sus vecinas: un par de brujas solteronas que le hacían la vida imposible. Necesitaba dormir, pues llevaba más de veinticuatro horas trabajando y tenía que descansar, pero aquellas dos insufribles tenían la música a toda pastilla, lo que a Baloo